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Significación de Luzán en la cultura y literatura españolas del siglo XVIII

Rinaldo Froldi



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Es digno de relieve el acentuado interés que se ha mostrado en estos últimos años por Ignacio de Luzán, en correspondencia con la reciente reconsideración, llevada a cabo por los estudiosos, de la cultura del siglo XVIII español. En fecha reciente, han aparecido nada menos que dos reediciones de su Poética (Cid de Sirgado, 1974; Sebold, 1977), y se han publicado dos libros de carácter monográfico, dirigidos a presentar e interpretar su vida y su obra (McClelland y Makowiecka, trabajos ambos de 1973), por no mencionar las parciales o menores intervenciones sobre determinados aspectos de la obra de Luzán.

No obstante, más allá de esta significativa renovación del interés por nuestro autor y sobre las indicaciones aisladas y observaciones críticamente positivas -susceptibles de ulterior, útil desarrollo-, notamos que se impone una aclaración más rigurosa de la personalidad cultural de Luzán, a través de una investigación que, a nuestro juicio, se debe centrar sobre todo en el problema de su formación, en el análisis del ámbito preciso donde actuó y en las influencias que efectivamente ejerció; todo ello, con ánimo de soslayar generalizaciones fáciles y definiciones aproximativas.






ArribaAbajoLa formación cultural en Italia

En la base de la formación cultural de Luzán se destaca su prolongada estancia en Italia durante los años de su juventud: desde 1715 a 1733, es decir de los 13 a los 31 años de edad; los primeros transcurridos en Génova y Milán; en Palermo y Nápoles los más maduros.

A través de los datos biográficos recogidos por su hijo y publicados a modo de prefacio en la edición de la Poética de 1789, tenemos noticias de la participación de Luzán en las actividades académicas panormitanas, durante los años 1722-1729, período sobre el que la crítica, hasta ahora, no ha señalado texto alguno. Los estudiosos del autor consideran perdidos los documentos acerca de su actividad que presuponen intensa.

Nuestra investigación nos permite, ante todo, precisar la inexactitud de una afirmación del hijo, a propósito de la participación de su padre en «dos Academias de Palermo... que se juntaban, la una en casa del señor Filingeri, príncipe de Santa Flavia, y la otra, llamada del Buon Gusto, en casa de un erudito canónigo de aquella Iglesia, llamado Agustín Pantó». En realidad, se trata de una sola Academia, la del Buon Gusto, cuyo nombre es derivación del título de la obra que tanto éxito tuvo y tantas discusiones provocó en Italia a principios del siglo XVIII, en un clima de revisión del barroquismo todavía en auge: Las Riflessioni sopra il Buon Gusto que, bajo el nombre arcádico de Lamindo Pritanio, Ludovico Antonio Muratori había publicado en 1708; su fundador fue el citado Pietro Filangeri, príncipe de Santa Flavia, quien la estableció en el propio palacio en 1718. El canónigo Agustín Pantó no era sino uno de los numerosos académicos. Por desgracia, en la documentación de las Actas de la Academia, hay una laguna, precisamente entre 1722 y 1732; esto explica la imposibilidad de conocer la producción de Luzán en este período, aunque por nuestra parte hemos podido colmarla, si no en su totalidad, al menos parcialmente, gracias al hallazgo del manuscrito de una Orazione per il ritrovamento del corpo di S. Agostino, recitada por el mismo Luzán en 1728 durante una sesión especial de la Accademia del Buon Gusto, celebrada en Palermo en la Iglesia consagrada al Santo, con motivo de la proclamación del reconocimiento definitivo del cuerpo de San Agustín, conservado en Pavía en la Iglesia de S. Pietro in Ciel d'Oro. El breve tiempo de que disponemos nos impide analizar ahora el texto, estando obligados en esta ocasión a dar tan sólo noticia de otro descubrimiento de mayor relevancia: unas composiciones que dan fe de la actividad poética desarrollada por Luzán como miembro de la Accademia degli Ereini, fundada en Palermo en 1730. La Accademia, en 1734, publica en Roma un volumen de Rime en el que aparecen 14 sonetos, un madrigal, una canción y una oda de Luzán. Del examen de estos textos, que hemos hecho aunque aquí no podemos dar cuenta de ello, resulta claro que la educación de Luzán fue totalmente arcádica y que él mismo, en el ámbito de la renovación de la literatura italiana de principios del XVIII, adhirió a la polémica muratoriana del buen gusto contra el llamado «mal gusto»; del concepto controlado, contra la gratuita agudeza, de la metáfora fundada sobre lo verosímil, contra la que se basa en el sofisma; de la necesidad, en fin, de los buenos modelos contra una fatua originalidad.

En efecto, en su Poética quiere aportar ejemplos positivos de poesía moderna, y se acuerda de sus asiduos contactos con los poetas arcádicos italianos y cita repetidamente a Metastasio, a Pietro Jacopo Martelli, a Leonardo Orlandini, a Scipione Maffei, a Francesco Lemene y, por la poesía latina, al Padre Ceva. Pero los años transcurridos en Italia le acercaron, sobre todo, a la problemática literaria de Muratori. Los que se han dedicado al estudio de las fuentes de la Poética, se han esforzado insistentemente en contrastar enteros pasajes de ésta con la Perfetta poesia. No obstante, aparte de las coincidencias textuales, altamente significativas por lo demás, nos urge subrayar que del estudio de las dos obras trasciende una paralela comunión cultural. Ludovico Antonio Muratori había concebido inicialmente (1703) su obra como Genio e difesa della poesía italiana; luego, como Riforma della poesia italiana y, finalmente, la tituló, por exigencias editoriales también, Della perfetta poesia italiana (1706). Por lo tanto, aparece dominante en él la exigencia de suscitar una renovación   —286→   de la poesía nacional, confirmada -además- en su obra de 1704, I primi disegni della Repubblica letteraria d'Italia, en la que proponía la constitución de una sola academia literaria y científica italiana; ideas que pasan a Luzán y que en él tendrán más larga vida de la que no tuvieran en Muratori, cuyos intereses se irán alejando cada vez más de sus primeras posiciones arcádicas y académicas, así como de la misma literatura entendida en su significado más restringido.




ArribaAbajoLa promoción cultural y literaria en España

También Luzán concibió su Poética como instrumento para la renovación de la literatura de su patria. La conciencia de la inferioridad de España con respecto a otras naciones, aparece en él con toda claridad:

En Italia y Francia se han escrito tan cabales tratados de poética... sólo en España, por no sé qué culpable descuido, muy pocos se han aplicado a dilucidar los preceptos poéticos... quizás por una muy errada presunción de querer con los solos naturales talentos, aventajarse a la más estudiosa aplicación... dañosa y necia presunción... que a ella como a una de las principales causas, puede atribuirse la corrupción de la poesía del siglo pasado.



Se muestra bien consciente el valor de la Arcadia italiana, que supo llevar a cabo la renovación: «los italianos sacudieron animosos el yugo de la ignorancia y restituyeron a la poesía su primer lustre y belleza», y cree en la eficacia de las normas. Sin embargo, no revela tener el concepto amplio del literato que había madurado Muratori. Por tal motivo, se muestra cada vez más rígidamente normativo que su modelo. Además, mantiene más tiempo su fe en el valor de la Academia. En 1750 le hallamos como miembro activo de la «Academia del Buen Gusto» que la Marquesa de Sarriá reunía en su palacio de Madrid; entre 1750 y 1751, formula un proyecto para una Academia Real de Ciencias, Bellas Letras y Artes, en el que revive, a distancia de más de cuarenta años, la idea de Muratori: una sola academia nacional.

Fiel, por lo tanto, a su educación italiana y arcádica, Luzán realiza para España, con su Poética, un compromiso entre el aristotelismo tradicional y las nuevas instancias, derivadas en gran parte de la filosofía racionalista: «la razón y las reglas de Aristóteles... han sido siempre la norma más venerada de todos los buenos poetas». La naturaleza de que él habla, y que el poeta debería imitar, es, sustancialmente, la aristotélica. El artista la puede perfeccionar: «hacerla y representarla eminente en todas sus acciones, costumbres, afectos y demás calidades», pero ¿cómo?: a través del artificio, es decir «la manera ingeniosa con que el poeta dice las cosas», esto es: «los tropos y figuras bien manejadas». El gusto o «buen gusto» que se encuentra en la base del quehacer poético es acto intelectivo, con una específica intención ética que deriva de los principios escolásticos de lo verdadero, lo bello y lo bueno. El gusto se traduce de esta forma en juicio que establece clasificaciones, ordena categorías, fija prescripciones técnicas, para después hallar agrado en el aprendizaje y exploración de las mismas; es, en otros términos, actividad reflexiva que concluye por tener la poesía todavía ligada al concepto barroco de reflexión ingeniosa, aunque el artificio se mitigue con el control de lo maravilloso por lo verosímil.

El deleite, por derivar sustancialmente del conocimiento del artificio, permanece como deleite intelectual, incluso allí donde Luzán parece abrirse a experiencias nuevas, porque toma en consideración, entre los principios del «deleite poético», la «dulzura» como cualidad que contribuye a hacer vibrar los afectos del alma. En efecto, habla de «pasiones, afectos y simpathía natural... que causan la Dulzura y son comunes a todos» pero no dice nada verdaderamente nuevo, porque inmediatamente después explica esta «dulzura» como efecto de un determinado procedimiento retórico, basado en el uso de las «figuras» poéticas, tales como la exclamación, el hipérbaton, el apóstrofe.

Si es bien cierto que reconoce la importancia del ingenio y de la phantasía, lo es también que estas facultades se subordinan al intelecto: «guiadas en todos sus passos y vuelos por la discreta moderación de un juicio prudente y sabio».

Cuando Luzán, en 1737, difundía estas ideas suyas, tomadas como nuevas en el retrasado ambiente cultural español, no se percataba de cuánto estaban superadas ya por el pensamiento estético europeo más moderno. Ya a principios del siglo, en Inglaterra, se había elegido otro camino. Movido por el empuje del empirismo de Hobbes y Locke, y bajo la influencia del platonismo de la escuela de Cambridge, el concepto muratoriano de «gusto», al identificarse con el intelecto éticamente observado y teóricamente visto como una menor o mayor adecuación al criterio de lo verosímil heredado del aristotelismo, había dejado paso a un concepto completamente diverso. Los criterios formulados en torno a «lo bello», las modalidades de la imaginación estética, se obtenían a posteriori de los placeres, y no los placeres de las formas necesarias de la imaginación, expresadas más o menos correctamente. El juicio sobre el gusto se presentaba por tanto no como conformidad ante ciertos criterios, sino como análisis y distinción de los placeres y de las propiedades emotivas de los objetos que los procuran. Un poco empíricamente, por así decirlo, pero precisamente por eso, los ingleses, con extrema eficacia en el análisis (pienso sobre todo en Shaftesbury y Addison), formularon un concepto del gusto en el que confluían entusiasmo y reflexión, sensibilidad e intelecto; precisamente lo que por su rigor extremo no había podido realizar Muratori, quien prefirió optar por el predominio de la facultad intelectiva, por el juicio, como dirá Luzán. De esta forma se restringió a un concepto del gusto que lleva a la prescripción, a la retórica, y se basa en el deductivismo, mientras que, por el contrario, para los ingleses el juicio del gusto no era sino una operación descriptiva, crítica e inductiva.

Consecuentemente, al publicar Luzán, en 1737, su Poética, desconoce el desarrollo que en primer lugar, por obra y gracia de los ingleses, y posteriormente también por los franceses, tuvo la estética hacia posiciones sensistas; por el contrario demuestra que ni siquiera supo recoger   —287→   las primicias ideológicas más originales de Crousaz (1715), autor a quien conoce y cita, mientras que no menciona, obviamente porque no le conoce, a un autor a quien hubiera podido acercarse sin dificultad: Dubos, autor de las Réflexions critiques sur la poésie et la peinture (1719), donde se desarrollan orientaciones significativas y originales desde el punto de vista subjetivo y sicológico.

Por lo que se refiere a Dubos y a la nueva dirección estética (que caracterizará todo el ulterior desarrollo poético y crítico de la moderna cultura francesa y europea), no aparece el menor indicio ni siquiera en las Memorias de París que Luzán publicó en Madrid, en 1751, después de su estancia de tres años en la capital francesa (1747-1750), como miembro de la Embajada.




ArribaAbajoLa experiencia francesa

La crítica, a excepción de las recientes observaciones de la señora McClelland, pertinentes y con frecuencia agudas, en líneas generales ha tenido en escasa consideración estas Memorias literarias de París, mientras que, por el contrario, la lectura de la obra resulta de interés para quien desee profundizar en el verdadero carácter del ámbito cultural en que Luzán se movía. En los tres años de residencia en París, tuvo ocasión de visitar instituciones, frecuentar centros de estudio, conocer a diversas personalidades; sin embargo muestra con toda claridad que no percibe el cambio radical que se produce en la cultura francesa.

Eso sí: rompe en elogios acerca del alto nivel alcanzado en aquel país, y con toda claridad salta a la vista que establece constantes comparaciones entre su patria y Francia, de las que, inevitable, brota el auspicio de un pronto surgir de iniciativas idóneas, capaces de acercar a España al nivel de la nación vecina. A pesar de sus buenos deseos, de esa cultura que tanto estima y en algún momento -me atrevería a decir- envidia, no absorbe sino los aspectos más exteriores y no logra hacer suyos, a través de participaciones y vivencias, los motivos más inquietantes. Es evidente que al acercarse a los problemas, lo hace siguiendo una programación como preestablecida por sus lecturas, dispuesto, por consecuencia, a tomar contacto con lo que estaba predispuesto a encontrar, insensible a lo que no quería reconocer. Muchos de los datos que ofrece provienen más de la lectura de libros, de estatutos de asociaciones, de programas, que no de una avisada observación de la realidad.

Constata Luzán el dominio de la ciencia en todos los campos del saber pero no advierte las implicaciones revolucionarias del hecho. Observa, no sin un poco de sorpresa y desazón, que en el campo de la filosofía la doctrina de Aristóteles «está en un total desprecio: nadie hace mención de tal sistema sino para burlarse de él»; por el contrario, se sigue a Newton. Mas no intenta dar una explicación personal del fenómeno; sólo observa, con una desolante tranquilidad interior, que la mayoría son secuaces de Newton, «o porque creen que es el mejor o porque es de moda». Y se muestra preocupado por la escasa atención que se presta a los estudios de lógica y metafísica, mientras que por el contrario, crece el interés con respecto a la física. Se halla dispuesto a aceptar la enseñanza de la física en forma experimental, pero en seguida reafirma su propia convicción de que, para la formación de un buen físico, se precisa también «una buena Lógica y una sólida Metafísica». Finalmente, con la típica preocupación del conservador perdido ante la novedad, le alarma la facilidad con que se difunden ideas nuevas: «todo pasa; cualquiera opinión algo abrillantada halla apoyo y aplauso y nadie sabe descubrir el error... la misma Religión no está segura de estos asaltos repentinos».

Así, en el ámbito estrictamente literario, se complace al constatar que en la tragedia francesa se observan las reglas, aunque luego la reprueba por lo que él juzga exceso de elocuencia; no obstante, nada dice sobre la intensa experimentación que, con respecto de la doctrina clásica, se llevaba a cabo para hacer de la tragedia un vehículo de ideas nuevas, en un contacto con el público, lejano ya del tradicional. Minucioso es el examen del aparato teatral; admirador de los bien equipados teatros parisienses, a los que juzga mejores con mucho que los españoles, no se manifiesta menos interesado por la actuación y la mímica de los autores; a este propósito, cita ampliamente a Riccoboni. Frente al nuevo género dramático, apenas surgido entonces, de la comédie larmoyante, se complace de observar la coherencia estilística de un autor como Nivelle de la Chaussée pero se le escapa el fermentar de ideas democráticas que este tipo de teatro entraña.

Frente a otro género en boga también, la novela, mientras que aprecia la «gracia, discreción y naturalidad» del estilo de los textos que van de mano en mano, manifiesta sin ambages su preocupación ante el contenido moral de los mismos.

Más graves aún son las reservas de Luzán hacia los ensayos y tratados en que se insinúa la «filosofía moral... del Deísmo». En estos casos, es oportuno -sostiene- que el «sabio Magistrado» los haga quemar en las plazas públicas «por mano del Verdugo».

Elogios sin reserva van dirigidos, finalmente, a la oratoria sacra francesa, que nuestro autor confronta con la española, caída en el abismo de la condición más miserable: ignorancia y mal gusto, último refugio del peor barroquismo.




ArribaAbajoNueva promoción cultural en España

Las Memorias literarias de París, dedicadas al jesuita Francisco de Rávago, confesor de Fernando VI, se nos presentan en su conjunto, sugeridas por el deseo de Luzán de promover, con el apoyo del rey, una serie de reformas que mejoraran las condiciones de la cultura española y favorecieran su difusión, bajo una guía segura y un prudente control. Son los años en que obtiene en Madrid el encargo de Superintendente de la Real Casa de la Moneda y en que intensifica la participación en la vida intelectual de la capital. Cultiva y multiplica contactos con las personalidades más sobresalientes de la política y de la alta sociedad y llega a ser destacado representante de la cultura de la época. Asiduo frecuentador de la «Academia del Buen Gusto» y las grandes instituciones oficiales, como la Academia de la Lengua, la de la Historia y la de San [288] Fernando, recibe el nombramiento de miembro de la Academia de Bellas Letras de Barcelona. En esta ocasión dicta una Oración gratulatoria, significativa por expresar sus ideales de cauto reformismo al amparo de la Corona. Durante estos mismos años madura el proyecto, al que nos referíamos antes, de la constitución de una sola Academia de Ciencias, Bellas Letras y Artes (1771), en armonía con la idea juvenil de Muratori, y apoyada además en las recientes observaciones y experiencias parisienses.

Asistimos, ante todas estas iniciativas, a la plasmación de un reformismo moderado, de fondo aristocrático y académico, común a la mejor cultura española de aquellos años.

Luzán permanece fiel a algunos de los fundamentales principios de orden y disciplina, tanto en el campo ético como en el literario. Intenta establecer un delicado compromiso entre la cultura tradicional y la moderna. Compañeros suyos en la útil empresa de rejuvenecer la cultura de su tiempo, de aproximarla, aunque lentamente, a los modernos puntos de vista, fueron en los años centrales del siglo, el Padre Feijoo en el campo de la dialéctica y de la ciencia, Mayans y Siscar (cuya personalidad después de las recientes investigaciones de los españoles Peset y Mestre y del francés López, ha adquirido una dimensión precisa y significativa en sumo grado) en el campo del humanismo, de la erudición y de la retórica, por no mencionar a los hombres de ciencia que se esforzaron por liberarse del aristotelismo, a los literatos que intentaron adecuar su empeño y su estilo al nuevo clima racionalista e hicieron suyos los modelos de la literatura española del siglo XVI, con rechazo de la tradición barroca.




ArribaConsideraciones críticas

Es cierto que Luzán se detiene en el umbral de las novedades más revolucionarias y radicales. Por tal motivo, no podemos considerar su figura como la de un verdadero y prototípico representante de la España moderna, de la España que, liberándose sin escrúpulos de los prejuicios y las rémoras ideológicas de un pasado tenazmente resistente, se abrirá, en la segunda mitad del siglo XVIII, con una serie de pensadores, políticos, literatos y hombres de ciencia, a la más palpitante cultura europea.

Sin embargo, a estos innovadores más decididos, ansiosos de una puesta al día rápida y profunda, que constituirán la Ilustración española, Luzán, con su moderado reformismo literario, prepara también el camino, como lo hará toda la cultura racionalista, con tendencias humanistas, de mitad del siglo.

Pero, entre esta cultura y la de los ilustrados, si es justo reconocer la presencia de elementos de continuidad, debemos afirmar, a pesar de todo, que resultan dominantes los elementos de ruptura: subrayar este aspecto no nos parece secundario, porque toca un problema fundamental de la historiografía del siglo XVIII español.

Después que, a finales del siglo pasado, Menéndez Pelayo, en su Historia de las ideas estéticas, con la afirmación de que «[La Poética de Luzán] gozó autoridad de código por más de una centuria», remata la posición de la crítica romántica y fija para toda la literatura española del siglo XVIII esa etiqueta de «neoclasicismo» con que ha llegado hasta nosotros, Luzán pasó a ser la máxima autoridad de todo el siglo, el símbolo, sí, del mismo Neoclasicismo.

Ahora el examen de su cultura nos hace comprender lo que verdaderamente representó hacia la mitad del siglo en España, con muchos lustros de retraso: lo mismo que Ludovico Antonio Muratori y la Arcadia literaria representaron en la Italia de principios del siglo. Pero en ese largo espacio de tiempo, la cultura europea se había ido desarrollando profundamente, y el desnivel entre ésta y la de Luzán -como la de quienes iban revisando el propio escolasticismo con prudentes adaptaciones al racionalismo que la cultura europea había conocido en el siglo XVII y a principios del XVIII- terminaba con ser tan patente, que saltaba a la vista.

Por lo tanto, no nos extraña que los ilustrados españoles, cuando -durante el reinado de Carlos III- conquistaron la guía de la cultura española, quisieran equilibrar ese desnivel lo más rápidamente posible.

Así, en el caso de la Ilustración española de la segunda notad del siglo, nos parece que el aspecto de la «ruptura» con un pasado a veces reciente, prevalece sobre el motivo de la «continuidad» y por esto no estimamos que valga para el siglo XVIII la definición unitaria del «Siglo de las Luces», aplicable en cierto sentido al Setecientos francés.

Abundamos en la opinión de que el mejor modo de estudiar el siglo XVIII español, es el de liberarlo de las fáciles definiciones que tienden a sintetizar elementos tan dispares, y de observarlo en la completa articulación de sus manifestaciones, en las varias personalidades de sus actores y la dialéctica constante de movimientos culturales que están por identificar uno por uno.

Consecuentemente, no me parece posible hablar de Luzán como representante de todo un siglo «neoclásico», pero ni tampoco de Luzán, sic et simpliciter, incluido en un largo, indiferenciado y quizás autónomo proceso de Ilustración española.

El significado y el valor de Luzán no aumentarán, ciertamente, haciendo de él lo que no fue.

No debemos olvidar que si su Poética, en el momento de la aparición, suscitó polémicas, éstas, a decir verdad, fueron pocas y efímeras. Los contemporáneos de Luzán le citan más con estimación que con entusiasmo; tal vez la alabanza más calurosa, además de significativa por provenir de un clasicista convencido, es la de Luis José Velázquez; elogio que, por añadidura, se dirigía más que a su Poética, a su poesía. Pero sabemos que ésta, fiel a los cánones de un clasicismo que conservaba hasta la mitad del siglo todas las huellas de la educación arcádica, no iba más allá ni estilística ni ideológicamente de una aurea mediocritas, común -sin duda- a otros numerosos rimadores de la época.

Empero, volviendo a la Poética, es manifiesto (aunque estimo yo que la crítica tiene el deber de profundizar más aún sobre este punto) que en el clima de la Ilustración de la segunda mitad del siglo, ya en sede teórica, ya práctica, el empirismo y el sicologismo penetran profunda y revolucionariamente   —[289]→   en la cultura española. Con todo eso no creo se pueda poner en duda la importancia del influjo de la Poética de Luzán en la formación literaria de los ilustrados aunque los mismos no encontraran ya en ella satisfacción a sus inmediatas exigencias.

Se explica de este modo que en 1807, Quintana sostuviera que la Poética fuese poco leída en los años sucesivos a su publicación y que «por de pronto su influjo en los progresos y mejora del arte fuese corto, o más bien, nulo» y que, años más tarde, Leandro Fernández de Moratín confirmara perentoriamente: «Su Poética impresa en el año de 1737, no se leía en el de 1760».

Contrariamente a las deformaciones de los románticos y a la unilateral interpretación de Menéndez Pelayo, hoy comprendemos que los testimonios de Quintana y Moratín, que habían atribuido a la obra de Luzán un influjo limitado, se hallaban más cercanos a la realidad histórica.

Todo esto, nada quita al valor, a la importancia de la Poética: sólo nos ayuda a comprenderla mejor en su exacta dimensión histórica.

Por otra parte, tener una idea precisa de la importancia a la vez que de los límites de la obra de Luzán, significa también tener una visión más exacta de la realidad cultural no unitaria, sino estructurada en momentos y aspectos diversos, del siglo XVIII español.





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