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Significación de Madrid en las Letras de América

Luis Sáinz de Medrano Arce





El hecho de haber sido proclamada Madrid, durante este año 1992, Capital Cultural de Europa hizo pensar a nuestro departamento que era una buena ocasión para ampliar un antiguo proyecto y dar forma a las jornadas que hoy se inician. Personalmente, vi también una oportunidad para rendir -de la mejor forma que sabríamos hacerlo: asociándola a la literatura de la que a diario nos ocupamos- un testimonio de adhesión, de admiración, de amor también a esta ciudad acogedora y abierta, cuya cultura y cuya identidad es la de todos y cada uno de los que en ella viven. Quienes no hemos nacido en Madrid tenemos especiales motivos para manifestar todo esto sin reservas.

Pero cerremos esta «laudatio», que, de extenderse, propiciaría una retórica nada madrileña, para pasar a examinar, de modo sumarial, por supuesto, el panorama de la relación objeto de nuestra convocatoria y destacar alguno de los numerosos huecos que nuestro programa forzosamente presenta, sin el escrúpulo vano de dejarnos de apoyar en lo que otros precisan en la debida forma monográfica. Y adelantemos también que, como pronto se verá, nuestro inventario está lejos de cualquier triunfalismo.

Recordaremos, para empezar, que el Madrid aún no constituido en Corte instala en el Nuevo Mundo a uno de sus hijos más preclaros, Gonzalo Fernández de Oviedo, quien calificó a su ciudad natal como «Villa tan noble y famosa en España y como yema de toda ella puesta en la mitad de su circunferencia»1. Primer cronista oficial de Indias, a las que realizó seis viajes para ser finalmente enterrado en Santo Domingo alrededor de 1557, fue autor de ese colosal monumento histórico-literario, cuya importancia no hay que encarecer: la Historia general y natural de las Indias. De Alcalá de Henares era Antonio Solís (1610-1654), quien, como Fernández de Oviedo, obtuvo el cargo de cronista oficial del Nuevo Mundo, resultado de lo cual fue su, estilísticamente perfecta, Historia de la conquista de México (1684). Otro madrileño, Tomás Tamayo de Vargas (1585-1641), ocupó idéntico cargo y a él pertenece la obra titulada Restauración de la ciudad del Salvador, Bahía de Todos los Santos (1626), en la que describe la reconquista de esta ciudad por los españoles después de haber sido ocupada por los holandeses. Aunque nacido en Valladolid, madrileño por su larga estancia en la Corte, podemos considerar a Antonio de León Pinelo, quien se ocupó, desde 1621, de la Recopilación de las Leyes de Indias. Interesa destacar su amistad con el primer ilustre novohispano que aparecerá en la capital del Imperio buscando acomodo en sus tablados y cenáculos: Juan Ruiz de Alarcón. Antes, por cierto, había venido con sus particulares reivindicaciones otro destacado hijo del Nuevo Mundo: el Inca Garcilaso de la Vega, de cuyos recorridos por aquellas calles, que aún no habían sido recogidas en el plano de Texeira, nada sabemos.

Pero volviendo a León Pinelo, no pasaremos por alto que este grave historiador rindió tributo también a la magia de lo americano. Como todos los de Indias lo hicieron, de un modo u otro, inequívocamente. Pensamos al decir esto en su obra El Paraíso del Nuevo Mundo, Comentario apologético, Historia Natural y Peregrina de las Indias Occidentales..., escrita entre 1640 y 1650, donde sostiene que el Jardín del Edén estuvo en ellas. Tampoco hay que olvidar que a León Pinelo se debe un Epítome de los libros escritos sobre las Indias, verdadero «cimiento de la bibliografía americanista»2, como lo califica Millares Carlo.

Muy cerca de Madrid, en Valdemoro, nació en 1538 el franciscano Fray Pedro de Aguado, autor de la Recopilación historial, que constituye uno de los textos básicos para el conocimiento de la historia del Nuevo Reino de Granada. Y madrileño de nación fue el jesuita José Cassani (1673), profesor de matemáticas y académico temprano de la Española, notable historiador también del Nuevo Reino de Granada y Orinoco. También se cuenta entre los hijos de Madrid, Juan de Solórzano Pereira (1575-1655), a quien se debe la fundamental Política Indiana.

Pero, sin duda, el más distinguido de los madrileños que en el siglo XVI se ocuparon de los Reinos de Indias con voluntad literaria por encima de todo, fue el alcalaíno Miguel de Cervantes. Su Viaje al Parnaso (1614), constituye un homenaje a los escritores que ya descollaban al otro lado del océano, como el que ofrecerá después Lope de Vega, otro eximio madrileño, en El laurel de Apolo (1630), en el que responde a la apelación que le había hecho Amarilis, su enigmática corresponsal peruana.

Ahora bien, si a obras de creación literaria nos atenemos, no puede haber vacilación al asegurar que la de mayor relevancia escrita por un madrileño en esa centuria es La Araucana, de Alonso de Ercilla y Zúñiga, quien, aunque de origen vascongado, estuvo profundamente unido a la ciudad donde vio la luz, desde que fue, como es sabido, paje del futuro Felipe II. A ella le dedicó unos entrañables versos en su fragoroso y lírico poema: «Mira luego a Madrid, qué buena suerte / le tiene el alto cielo aparejada»3.

Madrileño también, fue Diego de Rosales, autor de una Historia general del reino de Chile, Flandes indiano, no publicada hasta el XIX, en la que se percibe una gran sensibilidad en la emocionada apreciación del paisaje austral.

Nos preguntamos al llegar aquí, ¿es literatura hispanoamericana todo este acervo de textos de tema americano escritos por españoles? No entraremos en una vieja polémica. Está claro que en sus orígenes esta literatura no podía ser, por definición otra que la hecha por españoles o hijos de españoles radicados aquí y allá. Un criterio apoyado en el «jus sanguinis» unido al «jus loci» nos llevaría a considerar como tal sólo a la nacida de plumas criollas que cumplieron su tarea en América. Otro, excesivamente laxo, nos llevaría a aceptar bajo ese título todas las obras de tema americano escritas en los siglos fundacionales allá o aquí -lo que incluiría, por ejemplo, piezas teatrales como El rufián dichoso de Cervantes o El Nuevo Mundo descubierto por Colón de Lope de Vega. No es este el lugar para resolver tal dilema. Hay, sin duda, mil matices que colocar entre una y otra posición. Concluyamos este inciso y dejemos en este punto uno de los que en otro lugar hemos denominado «pequeños conflictos de una gran literatura», algo que ahora podría dispensarnos en exceso.

Refiriéndonos exclusivamente a la visión de la metrópoli que tenían los que escribían en América, hay que reconocer que lo que les fascinaba no era propiamente Madrid, sino la Corte, y ésta tardó mucho tiempo en asentarse en la modesta urbe carpetana, que nunca llegó a alcanzar, por otra parte, la condición modélica, emblemática de que otras fueron revestidas. Además las grandes ciudades americanas que se constituyeron en núcleos del continente alcanzaron pronto una dignidad en su configuración y en su desenvolvimiento sociocultural que las colocaba, no sólo en situación de igualdad con Madrid en tales aspectos, sino incluso en un nivel superior. Que Madrid no alcanzará por ese motivo la condición de arquetipo para los letrados de Hispanoamérica y que no se instalara como tal en la literatura del Nuevo Mundo podría parecer decepcionante para el orgullo nacional español, pero es una prueba más -y esto satisface otros legítimos orgullos- de la singularidad de la dimensión civilizadora de la acción de España en América.

Ya Cortés en la segunda de sus Cartas de relación informaba al emperador que la ciudad de Temixitan (sic) «es tan grande como Sevilla o Córdoba» y su plaza es en cuanto a dimensiones «como dos veces la ciudad de Salamanca»4. Bernal Díaz del Castillo, en su Historia de la conquista de la Nueva España, no deja de comparar a México con Venecia y al ponderar la magnificencia de la plaza del mercado de Tlatelolco la compara con la de Medina del Campo. Hace en otros momentos alusiones a la de Salamanca y destaca otras ciudades ilustres fuera de España: Constantinopla, «toda Italia y Roma»5. Cervantes de Salazar en sus Diálogos dice que la lonja de México supera a la de Sevilla, la Audiencia es mejor que la de Granada y Valladolid, y las capillas funerarias de convento de San Agustín son superiores a las toledanas6. Y dice Eugenio Salazar de Alarcón en su Epístola a Herrera, con respecto a la gran capital mexicana: «Aquí (hay) una gran Metrópoli que Iberia / no la tiene mejor...»7. Juan de la Cueva establece la obligada comparación de México con Venecia en otra afamada Epístola, dirigida al Ldo. Sánchez de Obregón: «¿Consideráis que esté en una laguna / México cual Venecia edificada»8. Las bellezas de la capital mexicana justifican que, «pueden bien por milagrosas / venir de España a México por vellas»9. Se habla allí, además, la lengua castellana «tan bien como nosotros la hablamos»10.

Abreviando la relación de textos del siglo XVI y comienzos del XVII que ilustran el alto concepto que cronistas y poetas españoles, ya conquistados por el Nuevo Mundo, tenían de la renacida gran urbe mexicana, modelo indiscutible, hasta la fundación y desarrollo de Lima, del gran urbanismo hispanoamericano, podemos recordar el soneto de don Lorenzo Ugarte de los Ríos, familiar del Santo Oficio de la Nueva España, dedica a Bernardo de Balbuena como apología de la Grandeza mexicana, en el que exalta ditirámbicamente -comparándola con Venecia, Corinto, Esmirna, París, Roma, El Cairo, Alejandría y Zaragoza; y por supuesto, la propia Grandeza mexicana. En esta obra, incluyendo la dedicatoria a don Antonio de Ávila y Cadena, se justifican y glosan las alusiones a notables ciudades antiguas y contemporáneas de Occidente, sin inclusión de Madrid, a todas las cuales es comparable la de México.

Si observamos el caso de Lima cabe recordar enseguida el extenso poema cuyo tema son las fiestas celebradas con motivo del nacimiento del príncipe Baltasar Carlos, hijo de Felipe IV, en el que se destaca el boato de aquella conmemoración con ditirambos que sitúan las bellezas de la Corte virreinal peruana por encima de las de Toledo y Granada, e incluyen la desafiante afirmación de que «en todas las ciudades de Europa / no se ha visto jamás pomposa fiesta / que medir pueda triunfos con apuesta»11. De modo que, tampoco en lo que llamamos arte efímero, tenían los americanos del siglo barroco que envidiar a la castellana metrópoli.

Poetas, en fin, como el Juan de Oviedo, quiteño de arraigo si no de nación, con su «Relación de la real y suntuosa pompa», y el neogranadino Hernando Domínguez Camargo, en el «Asajo con que Cartagena recibe a los que vienen de España», textos ambos de la primera mitad del XVII, muestran bien la vanagloria americana por la brillantez de las ciudades.

El criticismo dieciochesco que arremete contra la propia proclamada grandeza de la ciudad americana -como puede verse en el «Breve diseño de las ciudades de Guayaquil y Quito» del ecuatoriano Juan Bautista Aguirre, y en el del andaluz-peruano Esteban de Terrallas, «Lima por dentro y por fuera», textos que anticipan nada sarcástico, pero más decisivo como condena a la ciudad de la silva, «A la agricultura de la zona tórrida» de Andrés Bello- hace aún menos previsible que los ojos de los criollos se vuelvan hacia la capital metropolitana. Un creciente espíritu censor se vierte en obras como El Nuevo Luciano de Quito de Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo. Allí, uno de los interlocutores en el coloquio en que se desarrolla la obra pregunta, a propósito de una presunta visita del zar Pedro el Grande a España: «¿Qué atractivo singular le pudo empeñar en la visita de la corte y de la nación española? [...] La España ha estado siempre desacreditada para con los extranjeros»12. Madrid carecía de prestigio en América, siquiera como foco de cultura. Naturalmente, el violento proceso de la Independencia no propiciará ningún cambio de actitud hacia esta ciudad, mientras que los emergentes nacionalismos, en un nuevo giro, hacen que se vaya recuperando la valoración positiva de las urbes americanas. El propio Andrés Bello, muchos años después de haber lanzado su mensaje ecologista, no se instaló, para ser consecuente con él, en el idílico medio rural del Valle Central de Chile, sino que lo hizo en Santiago y dedicó sus afanes en convertirla en una auténtica ciudad letrada. A muchas que no tuvieron el privilegio de tener un cantor como Balbuena les llegará la hora de la exaltación, como sucede con la capital del Plata a quien Juan Cruz Varela, uno de los padres de la patria argentina, dedicará su «Profecía de la Grandeza de Buenos Aires».

No olvidamos que calles y salones de Madrid fueron un ámbito muy grato para el joven Bolívar, a quien recordamos aquí en su faceta de escritor, pero los acontecimientos lo distanciaron, también espiritualmente, de la ciudad que fue testigo de su feliz aunque frustrado matrimonio. Un notable peruano, Pablo de Olavide, que hubo de trasladarse a Madrid acusado de corrupción en Lima, conoció en la capital de España días brillantes como cónyuge de una acaudalada viuda, moderador de un renombrado salón literario y, más tarde, pasado el torbellino de sus dificultades con la Inquisición, tras la malhadada experiencia de su participación en la colonización de Sierra Morena y sus peripecias en el París revolucionario, como pensionado del poderoso Godoy. Un fraile belicoso y malhumorado, el mexicano Fray Servando Teresa de Mier, visita Madrid en la segunda década del siglo XX, casi en las vísperas de la emancipación de su país, y deja en sus Memorias una despiadada crítica de la ciudad. Es también el Madrid de Carlos IV, en el que -nos cuenta el fraile- las lavanderas del Manzanares insultan, crudamente y no sin razón, a la reina, y los zaguanes y escaleras de las casas de la Puerta del Sol se convierten por la noche en lugares de prostitución. Menos mal que, mientras ataca a las instituciones españolas, elogia a las que en América fueron creadas por la metrópoli, con lo que, sin pretenderlo, reconoce implícitamente en ésta el mérito de haberlas creado «Y por aquí se ve -dice tras haberse referido a la importancia de las Audiencias de "nuestra América"- el desánimo de llamar colonias a unos reinos con todas las prerrogativas de los más distinguidos de España»13.

Nos encontramos enseguida ante lo que podríamos llamar la serie de «el Madrid evitado». La falta de interés o los resquemores post-independencia hacen que algunos escritores hispanoamericanos no incluyan a Madrid en su visita a Europa. Este es el caso de Esteban Echeverría, estudiante durante cuatro años en París y encendido polemista más tarde con Antonio Alcalá Galiano; el de Juan Bautista Alberdi, que acabó sus días en dicha ciudad, y el del también argentino Juan María Gutiérrez, así como el del chileno Alberto Blest Gana, el colombiano José Asunción Silva, en los albores del modernismo, y ya en nuestro siglo, la del igualmente argentino Leopoldo Lugones, extrañamente contumaz en su rechazo.

No había sido esa, sin embargo, la opción del discutido rioplatense Domingo Faustino Sarmiento a quien encontramos en las calles de la Villa y Corte en noviembre de 1846, dentro de su recorrido europeo, tras haber visitado ya Francia. Sarmiento llegó a aquí con intenciones divergentes y bien manifiestas. De un lado, reconociendo de forma en el insospechada, dada su conocida actitud de otros momentos, autoridad lingüística a la ex-metrópoli, afirmaba su deseo de «estudiar los métodos de lectura, la ortografía, pronunciación y cuanto a la lengua dice relación»14. De otro, esta sumisión mostraba una dura contrapartida: «He venido a España -escribió también- con el santo propósito de levantarle el proceso verbal, para fundar una acusación que, como fiscal reconocido ya, tengo de hacerla ante el tribunal de la opinión de América»15. Y añadía estas palabras que justifican la compenetración que Unamuno tuvo con Sarmiento, dado el espíritu anticipadamente noventayochista, bien precisado por críticos como Silvia Molloy16, latente en ellas: «Esta España que tantos malos ratos me ha dado, téngola por fin en el anfiteatro, bajo la mano; la palpo ahora, le estiro las arrugas, y si por fortuna me toca andarle con los dedos sobre una llaga a fuer de médico, aprieto maliciosamente la mano para que le duela»17.

Los apuntados distanciamientos entre los escritores hispanoamericanos y España, proyectados frecuentemente sobre la ciudad de Madrid (aunque no queremos dejar de recordar que Sarmiento no fue insensible a la fascinación de las corridas y al atractivo de las iluminaciones y otros espectáculos madrileños), irán sufriendo modificaciones y quedarán, poco a poco, contrapesados en el XIX. Ello, en gran medida, fue posible gracias a los que Henríquez Ureña llamó «los trasplantados», es decir, aquellos que hicieron de España su segunda patria por un largo período. Entre ellos encontramos al mexicano Manuel Eduardo de Gorostiza, dramaturgo neoclásico y bretoniano; a la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuya actividad literaria ilumina el Madrid romántico; al venezolano Rafael María Baralt, poeta clasicista, crítico literario, autor de un Diccionario de galicismos y académico de la Española en 1853; a Rafael María de Labra, cubano, profesor de la Universidad de Madrid y asociado a la creación de la Institución Libre de Enseñanza; el uruguayo Alejandro Magariños Cervantes, que en Madrid vivió de 1846 a 1855, y aquí escribió su novela Caramurú y su leyenda Celiar, y dirigió, en otro orden de cosas, la revista Español de ambos mundos; a José María Samper, su esposa Soledad Acosta, participantes en los actos del IV Centenario del Descubrimiento; al padre de ésta, Joaquín; al argentino Héctor Florencio Varela, que llegó a ser conocido como el Castelar americano, gran colaborador en la revista América y director, él mismo, de España y América18; al puertorriqueño Luis Bonafoux, polemista con Clarín y protector del joven Blasco Ibáñez. Durante un tiempo considerable también fue un «transplantado» el cubano Francisco de Bobadilla, «Fray Candil», discreto poeta y novelista, y ácido crítico ante el Modernismo. Es hora de sacar, asimismo, del olvido al venezolano Antonio Ros de Olano, quien vivió en España durante la infancia y animó, con su discreta contribución a la escena y a la poesía, el mundo literario madrileño. Carlos Rama considera explícitamente como «no trasplantados», porque, a pesar de poseer la nacionalidad española «se consideraban beligerantes frente al Estado español y rechazaron su integración cultural»19, a Eugenio María de Hostos y a José Martí. Incuestionable lo primero, resulta difícil aceptar lo segundo, sobre todo en el caso de Martí, cuya españolidad cultural, sin mengua de sus fuentes foráneas, no lo es menos.

Aunque no se trate, fundamentalmente, de un creador literario, no podemos dejar de mencionar a un maestro injustamente poco recordado en España, cuya actividad investigadora y crítica, no sólo en el campo de lo histórico, sino en el literario, mucho tuvo que ver con nuestra ciudad. Nos referimos a esa gran cumbre de la erudición hispanoamericana que fue el chileno José Toribio Medina, a quien encontramos en Madrid, Alcalá de Henares y El Escorial en 1876, como secretario de la Legación de Chile -y siempre como investigador- en 1884, más tarde, ya miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia, reaparece en Madrid en 1892, en 1902 y en 1929.

Hemos entrado en una etapa particularmente importante. Madrid verá desarrollarse extraordinarias actividades vinculadas al Nuevo Mundo en las últimas décadas del XIX, como el Congreso de Americanistas de 1881, presidido por Cánovas del Castillo, la conmemoración del Centenario de Andrés Bello en 1882, la creación en 1885 de la Unión Iberoamericana y la del Museo de Ultramar en el Retiro madrileño en 1888. Todos estos impulsos confluyen en los fastos del IV Centenario del Descubrimiento, momento cenital en el restablecimiento de relaciones literarias, que nos trae a Rubén Darío.

Sobre la presencia del gran poeta nicaragüense, ya poseedor del gran aval de Azul, tuve ocasión de publicar un breve estudio en el que M.ª Isabel Hernández y Carlos Rama encontraron algún apoyo en el contexto de sus personales y notables indagaciones, que tan útiles nos vienen siendo a quienes nos acercamos a detectar datos esenciales de la presencia hispanoamericana en el siglo XIX español. También Salvador Bernabéu Albert20 se ha ocupado de mostrar la actividad de los días del IV Centenario.

No insistiremos en aspectos ya muy conocidos, pero vale la pena recordar que aquel Madrid era el de Valera, cuyas Cartas americanas constituyeron una firme llamada en el despertar de la conciencia intelectual española hacia las letras contemporáneas de América, y el de Menéndez Pelayo, quién avivó también la atención hacia lo presente y lo pasado en su Historia y Antología de la poesía hispanoamericana, en esfuerzos que nunca serán suficientemente reconocidos.

Entre las ausencias que todos percibimos en el programa de nuestras Jornadas, está sin duda la de Ricardo Palma, formidable narrador y crítico, cuya personalidad quedó bien marcada en el ámbito del IV Centenario. En su libro Recuerdos de España. Notas de un viaje. Palma nos ha dejado, entre otras cosas, sabrosas impresiones de sus relaciones con escritores. Satisfactoria, en general, como lo prueban también ciertas palabras elogiosas de Emilia Pardo Bazán, quien veía «vieja savia española» en la obra del peruano, frente al «culto a los dioses de la Galia y la Germania»21 del joven Darío, tales relaciones estuvieron, sin embargo, algo enturbiadas por el disgusto que al peruano le causó la incomprensión con que la Real Academia recibió la lista de palabras que, bajo el título de «neologismos y americanismos», presentó a la corporación con el deseo de que fueran insertadas en el diccionario, lo que le llevó a escribir con notorio exceso: «Las fiestas del Centenario han dado el tristísimo fruto de entibiar relaciones»22.

No fue así, sin embargo. Madrid se convirtió en sede de bastantes de los «españoles de América» que junto a los «americanos de España» -según la terminología usada por Darío y recreada por Fogelquist- constituyeron el meollo del Modernismo. Los nombres son obvios, además del ya citado Martí, iniciador del movimiento, y del de Darío: Casal, Nervo, Icaza, Gómez Carrillo, Santos Chocano, Blanco Fombona...

Naturalmente, es fundamental la segunda venida de Darío a España en 1899, centrada durante largo tiempo en Madrid. El nicaragüense, heredero en ese género de Martí, mostró cómo la crónica modernista podía ser rigurosa tanto o más que la de cualquier otro tipo. Él nos hizo más real a Madrid con las suyas. Baste examinar el libro España contemporánea (iniciado, por cierto, con un espléndido trabajo sobre Barcelona) donde la capital de España se hace carne en la palabra perfecta de Darío. Es él, en fin, quien abre ya de par en par las puertas de la ex-metrópoli al saludable elixir de las letras de América desde ese Madrid en el que todavía circulaban carretas de bueyes entre los carruajes elegantes, con Sagasta y Castelar enfermos, y aún fresca, casi literariamente, la tinta del desolador tratado de París.

Se hace, a partir de aquí, habitual la presencia en Madrid de escritores americanos. La recensión de los años madrileños de uno de los más conspicuos, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, temprano amigo de Darío, nos mostraría a un audaz y brillante personaje a quien Clarín lanzo a la fama desde las páginas de El Imparcial, a pesar de hacerle objeto de algunas reconvenciones, como antes Valera al autor de Azul. De la actividad literaria de Gómez Carrillo en esa época, pródiga en noticias sobre la literatura francesa y el boulevard parisino, que tanto deslumbraron a quienes se movían en el círculo de tertulias cuyo centro era la Puerta del Sol, cabría destacar, entre otras muchas anécdotas que muestran su función de animador cultural de la urbe, la controversia que abrió con el poeta chileno Vicente Huidobro desde las páginas de El Liberal.

No menos activo fue, en todos los órdenes, el venezolano Rufino Blanco Fombona, cuya labor editorial, a través de la «Biblioteca América», cumplió una función difusora de la literatura hispanoamericana que nunca se destacará suficientemente. Para dar idea de cuán amistosa fue la atmósfera que en Madrid le rodeó, basten estas palabras suyas de 1933: «No puedo por menos de recordar emocionado que en España se ha pedido para mí el Premio Nobel de Literatura. ¿Y cómo olvidar que la solicitud lleva las firmas más ilustres de España?»23. Los firmantes eran, entre otros, Marañón, Torres Quevedo, Besteiro, Romanones, Valle Inclán, Pérez de Ayala, Menéndez Pidal y Gómez de Baquero.

Asiduo visitante de Madrid fue, hablando de modernistas, el colombiano José María Vargas Vila, cuya obra publicada por Sopena en Barcelona constituyó todo un «boom» editorial. Su Diario secreto, publicado en parte por Consuelo Triviño24, recoge hondos ecos del sentimentalismo mórbido de este último decadente que paseó largamente su melancolía por nuestras calles.

Todo lo contrario nos muestran los casos de los argentinos Ricardo Rojas y Manuel Gálvez, autor este último de la novela El solar de la raza que fue resultado de su estancia en Madrid, con visitas al resto de España, de 1906 a 1910. Y es obligado que nos refiramos ya al mexicano Alfonso Reyes, nombre que va unido al de una empresa cultural española y profundamente madrileña como el Centro de Estudios Históricos, presidido desde 1910 por Menéndez Pidal. Aquel edificio de la calle Moreto fue una verdadera columna maestra de un encuentro sostenido de escritores y filólogos -o las dos cosas a la vez- de ambos lados del Atlántico. Junto al Reyes autor de Cartones de Madrid, recordamos, entre otros sobresalientes nombres hispanoamericanos asociados en un momento u otro a esa empresa, el del dominicano Pedro Henríquez Ureña, quien vino a Madrid de junio a septiembre de 1920 para trabajar con don Ramón y completar su investigación sobre La versificación irregular en la poesía castellana, a quien habrá que rendir aquí, en algún momento, el homenaje que se merece aunque no fuera más que por su libro En la orilla. Mi España, que representó un acto de fe en el país en el que muchos aun no creían, y en el que Madrid aparece como una ciudad renovadora, llena de interés por la literatura, la pintura y la música.

Otro visitante decisivo, Vicente Huidobro, había traído a Madrid la buena nueva del creacionista y había activado desde su confortable piso de la Plaza de Oriente, desde las tertulias y desde el Ateneo, el proceso del movimiento vanguardista madrileño, el ultraísmo, al que se incorporará, en 1920, Jorge Luis Borges. Se excusará, por cierto, al menos parcialmente, la ausencia de este último de nuestro programa, atendiendo a que ya fue objeto en 1907 de unas Jornadas monográficas en esta misma casa de estudios. Van, en fin, nombres y años fulgurantes, en evocaciones forzosamente sumarias que las circunstancias no nos permitirán ampliar monográficamente en todos los casos.

En este recuento no sería justo dejar de lado a ciertas «figuras menores» que merecen un lugar en nuestra memoria, nuevos trasplantados que si a veces no dieron gran jerarquía, intrínsecamente, al mundillo intelectual madrileño, contribuyeron, sin embargo, a darle un atractivo tono. ¿Quién recuerda hoy, por ejemplo, a Felipe Sassone, novelista y dramaturgo nacido en el Perú que se quedó para siempre en España donde conoció muchos éxitos, sobre todo en los escenarios? ¿Quién recuerda a Alberto Insúa, cubano, que estaba en Madrid, como el anterior, desde la primera década del siglo, celebrado cronista y narrador frecuentemente proclive a temas sensuales? ¿Y al también cubano Eduardo Zamacois, de gran fama dentro del género naturalista-erótico junto a los españoles Felipe Trigo y Pedro Mata? Claro que empalidecen ante los nombres señeros de otros visitantes de Madrid, como el venezolano Rómulo Gallegos, que aquí encontró refugio en su exilio y el mexicano Martín Luis Guzmán, mucho más activo que el anterior en su participación en la vida cultural madrileña.

Hay que apuntar también en los años veinte una estimable novela de un autor a quien poco se menciona fuera, y temo que dentro, de su país. Me refiero a El chileno en Madrid, de Joaquín Edwards Bello, de tal nacionalidad. Se trata de una obra costumbrista llena de curiosas observaciones sobre tipos variopintos de la sociedad capitalina.

Es una época en que, por otra parte, la crítica literaria madrileña en torno a temas hispanoamericanos se muestra sumamente dinámica. Enrique Díez Canedo, Rafael Cansinos Assens, Guillermo de Torre, José María Salaverría, son algunos de sus nombres mayores. Tan dinámica llegó a ser esa crítica que, en 1927, se les ocurrió a los redactores de La Gaceta literaria lanzar la propuesta de que Madrid debía constituirse en «meridiano cultural» de los escritores de lengua española, lo cual, como era previsible, provocó respuesta -a cargo, fundamentalmente, de Borges y de Alejo Carpentier- al otro lado del Atlántico. En este episodio, quizá veamos hoy, más que la imprudencia temeraria un arriesgado acto de pasión literaria del que nuestro tiempo lamentablemente carece y que tiene su lado admirable.

En ese Madrid repleto de cafés bulliciosos y ajenos a los peligros de la nicotina, mientras Gómez de la Serna pontifica en Pombo, por donde también desfilaron algunos hispanoamericanos, aparece un día César Vallejo que viene y va desde París, primero con una beca para estudiar Derecho -lo que nunca llegó a hacer y luego para intentar publicar. Esto último lo consiguió con dos títulos tan notables como Trilce y El tumgsteno. Enseguida Chile nos manda, sucesivamente, dos cónsules de lujo: la adusta y entrañable Gabriela Mistral, a quien un lamentable incidente obligó a abandonar el país, y Pablo Neruda. Éste, afincado en el 35, recibe a sus amigos en «la casa de las flores», recorre la Gran Vía en los flamantes autobuses de dos pisos, se deleita con Maruja Mallo en andanzas por las tiendas de espartos y las tonelerías de la calle Toledo, lleva ramos de apio a Aleixandre, ya recluido en su reducto de Wellingtonia, y, mientras tanto, vivifica, como Vallejo, el surrealismo español en fraternal convivencia con los grandes poetas de 27.

La guerra civil española origina, junto a otros textos poéticos importantes -Paz, Nicolás Guillén, etc. -España aparta de mí este cáliz, de Vallejo y España en el corazón, de Neruda. La ciudad de Madrid, asolada por las bombas, ve reunirse en ella a muchos escritores hispanoamericanos que participan en el II Congreso de Intelectuales, que tuvo su sede principal en Valencia: son nombres que el tiempo no ha hecho sino agrandar: Huidobro, Neruda, Vallejo, Octavio Paz, Elena Garro, Nancisidor, Nicolás Guillén, Carpentier. Y en los albores de esa guerra muere en San Sebastián un escritor a quien también habrá que rescatar: el hispano-argentino Francisco Grandmontagne, sagaz corresponsal madrileño durante años de La Prensa de Buenos Aires, entre otras cosas.

Pasada la contienda, en los duros años cuarenta, el americanismo madrileño revive merced a la actividad del Instituto de Cultura Hispánica y del Colegio Mayor Nuestra Señora de Guadalupe. Ernesto Cardenal aparece en Madrid en 1949, algunos meses después de haber publicado en esta ciudad con Orlando Cuadra su Antología de la Nueva poesía nicaragüense; llega más tarde uno de los grandes «piedracielistas» colombianos, Eduardo Carranza, a quien vemos en el bar del Instituto junto a Luis Rosales, Leopoldo Panero, Torrente Ballester y otros, recitando lo de «Teresa en cuya frente el cielo empieza»; vienen los nicaragüenses Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho; los dominicanos Fernández Spencer e Incháustegui Cabral. En el 63 recordamos a Borges en una librería buscando con mano vacilante la de un escritor español que le dice: «Soy Gerardo Diego». Toda la aventura poética del ultraísmo se agita, deslumbrante, en el local, mientras ambos interlocutores quedan en impresionante silencio. Mucho más tarde, Miguel Ángel Asturias repite las visitas madrileñas hasta su muerte acaecida en esta capital.

Además del mencionado Pablo Antonio Cuadra, que fue durante algún tiempo Encargado de Negocios de Nicaragua, hubo otros poetas diplomáticos: la colombiana Amira de la Rosa, quien evoca a veces su amistad con Gabriela Mistral; el argentino Francisco Luis Bernárdez, el chileno Miguel Arteche, el salvadoreño Hugo Lindo, el hondureño Óscar Acosta.

Y el grupo, cada vez más nutrido de jóvenes estudiantes: la costarricense Victoria Urbano, ya gran poeta; el panameño José de Jesús Martínez Navarrete, notable lírico y dramaturgo más tarde; Mario Vargas Llosa, que descubre el embrujo de los Libros de Caballería en la Biblioteca Nacional antes de obtener el preciado «Formentor» con La ciudad y los perros. Con el argentino Alfredo Roggiano que estudia en las aulas de la que entonces se llamaba Universidad Central, se inicia el grupo de los hispanoamericanos que afinan en Madrid los instrumentos que les llevarán a convertirse en excelentes críticos literarios: José Olivio Jiménez, Rafael Gutiérrez Girardot, Elsie Alvarado de Ricord, Gloria Videla, Zenaida Gutiérrez Vega, Renán Flores Jaramillo, Luis Rafael Sánchez, Marcelo Coddou. Algunos, como es obvio, descollarán después también como creadores.

Y justo es ya, en este apresurado recuento, evocar al pionero de los estudios literarios hispanoamericanos en la Universidad de Madrid: Luis Morales Oliver. A él se une posteriormente Antonio Oliver, merced a cuyos esfuerzos y a los de su esposa Carmen Conde, se trajo a la entonces Facultad de Filosofía y Letras (hoy de Filología) el «Archivo Rubén Darío» antes de que se celebrara, con brillantez, el centenario del nacimiento del gran poeta. Con especial emoción recordamos a Francisco Sánchez-Castañer, catedrático de Literatura hispanoamericana desde ese mismo año y recientemente fallecido, a quien se debe la fundación del Departamento de Literatura hispanoamericana y el impulso de sus líneas fundamentales de trabajo, incluyendo la revista que enseguida mencionaremos.

Un día de abril de 1975, ese departamento empieza a desarrollar una reunión que empieza a perfilarse como histórica: me refiero al XVII Congreso del Instituto Internacional de Literatura hispanoamericana, con sede en Pittsburgh, que nos trae a Madrid (también a Alcalá de Henares, Córdoba, Sevilla y Huelva) a doscientos críticos y escritores hispanoamericanos e hispanoamericanistas, entre ellos a Agustín Yáñez y a Juan Carlos Onetti, vecino desde entonces de esta capital. A partir de ese hecho, los acontecimientos se precipitan: son muchos e importantes, pero su proximidad y las limitaciones de tiempo nos impiden reseñarlos siquiera. En el número 21 de nuestra revista Anales de Literatura hispanoamericana, fundada en 1972, ofreceremos muchos de estos datos entre los que se incluyen otras reuniones, como el XXIII Congreso de IILI en 1984, las Jornadas sobre «Literatura hispanoamericana y exilio», las de «Borges en España / España en Borges», «Literatura fantástica», «Las vanguardias tardías» y estas que hoy iniciamos, sin olvidar los Cursos de Verano de El Escorial sobre Narrativa y Poesía hispanoamericana y, monográficamente, sobre Vargas Llosa, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Neruda y Vallejo.

Junto a eso, y siguiendo en el ámbito universitario, hay que apreciar el notable incremento de profesores de Literatura hispanoamericana en las Universidades de Madrid (Complutense y Autónoma) y Alcalá de Henares, las 102 tesis doctorales y las 88 memorias de Licenciatura presentadas a lo largo de veinte años en nuestra Facultad sobre esta materia -que cuenta ya con nueve profesores numerarios y un asociado, además de la intensa labor personal que cada docente viene desarrollando.

Todo esto se corresponde, desde luego, con el enorme aumento de los estudios literarios hispanoamericanistas en las demás universidades españolas, algo que también quedará precisado en la publicación aludida, de lo que en este año 92 ha sido buen ejemplo el XXIX Congreso de IILI organizado por el correspondiente departamento de la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, el pasado junio, y que aún ha de mostrar su importancia en el también ambicioso Congreso «Literatura de dos mundos» que anuncia para este mismo mes de noviembre el departamento de Literatura hispanoamericana de la de Murcia. Y no por quedar, aparentemente, más lejos de nuestro tema central hemos de dejar de referirnos al paralelo desarrollo de los mismos estudios en otras universidades europeas, con especialistas cuya colaboración ha hecho posible muchas de nuestras actividades, como quienes ahora nos acompañan, los doctores Bellini, Gutiérrez Girardot y Grudzinska, ejemplo esta última, de los avances que en este campo se han hecho en los países del este de Europa.

Imposible no mencionar, volviendo a nuestra reflexión sobre lo madrileño, la labor del Instituto de Cooperación Iberoamericana, con sus «Semanas de autor» y cientos de actividades similares, destacando de modo muy especial la labor de esa veterana revista que se llama Cuadernos hispanoamericanos. Hoy la Casa de América en el corazón de Madrid acaba de iniciar una andadura realmente promisoria.

Se me permitirá terminar aquí. Hablar de los premios Cervantes concedidos a hispanoamericanos desde su fundación, siempre entregados en el histórico paraninfo de Alcalá de Henares, mencionar las actividades editoriales madrileñas, tan decisivas para la difusión de esa Literatura; destacar la carga americanista de los festivales madrileños de Teatro, celebrados en el otoño, y tantas cosas más, desbordarían con mucho nuestras posibilidades en este momento.

Empezamos diciendo que ningún triunfalismo había de orientar nuestra exposición. Es evidente que no lo ha habido si se advierte en qué forma hemos señalado las largas horas bajas de las relaciones literarias Madrid-América. Al hablar de las indudablemente altas, preferimos terminar resaltando lo mucho que queda por hacer para que Madrid, sin aspiraciones ya de «meridiano cultural», siga siendo una intensa caja de resonancia de esa literatura.





 
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