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Significación y transcendencia literario-filosófica de «Ariel» en América entre 1900 y 1950

Carlos Real de Azúa

Belén Castro Morales (ed. lit.)

María Candelaria Verde Grillo (ed. lit.)




ArribaAbajoPresentación

Este documento es la transcripción de un original mecanografiado que se conserva en el Archivo Documental de la Biblioteca Nacional de Uruguay, Colección José Pereira Rodríguez, con la signatura J.P.R. D. 74 - (244-367). Fue presentado por su autor, con el seudónimo Anteo, a un concurso de ensayos convocado por Enseñanza Secundaria de Uruguay con motivo de la celebración de los cincuenta años de la publicación de Ariel, de José Enrique Rodó.

En esta edición hemos transcrito fielmente el original, limitándonos a actualizar su presentación gráfica y ortográfica de acuerdo con los usos editoriales actuales, a corregir sólo las erratas evidentes y, excepcionalmente, a restituir algún signo, cuya omisión atribuimos a una mecanografía apresurada. Para facilitar la lectura, las notas y referencias, que en el original aparecían al final de cada apartado y reducidas según un incómodo sistema de abreviaturas, se presentan completas y ordenadas a pie de página. Cuando nos ha sido posible, hemos restituido los datos que faltaban a alguna referencia incompleta o ilegible. El índice, que el autor situó al final del texto, se ha antepuesto para facilitar el acceso a sus partes.

Parte de la valiosa información que contienen estas páginas fue reutilizada por su autor en otros artículos y en su prólogo a Ariel para la edición de Ariel y Motivos de Proteo (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1976). Existe también una edición impresa de este trabajo, presentada con el título Medio siglo de Ariel (su significación y trascendencia literario-filosófica), publicada por la Academia de Letras de Uruguay (Montevideo, 2001), con prólogo de Wilfredo Penco, y de difícil acceso.

La edición de este ensayo en su unidad original nos parece oportuna como documento representativo de la percepción que un intelectual uruguayo de la talla de Carlos Real de Azúa tenía hacia 1950 de Rodó y su Ariel, cuando su generación («la generación crítica», «de Marcha», o «del 45») acometía la revisión crítica de su tradición cultural y ofrecía una nueva lectura de Rodó.

Agradecemos a los herederos del Prof. Real de Azúa su desinteresada autorización para que este trabajo esté accesible a los investigadores.

Las editoras

La Laguna, Tenerife, 1999-2009




ArribaAbajoExplicación

[del autor]


El autor de estas páginas intentó realizar un estudio casi exhaustivo de los significados y resonancias de Ariel. En su afán de salir de las generalidades mediante la colación de fuentes y textos, el espacio concedido le ha resultado pequeño y es así que presenta un trabajo que sabe incompleto pero no fragmentario.

Prefirió, dentro de las distintas etapas de la trascendencia ariélica, aquéllas más lejanas y en las que el manejo de los materiales de estudio asume una dificultad mayor.

Las últimas carillas son menos que un sumario de cuatro capítulos, que no se han podido insertar y que se titulan: «Cambios fácticos y espirituales (1920-1940)»; «El antiarielismo», con especial mención y análisis de las posturas de Luis Alberto Sánchez; «El impacto ariélico entre las dos guerras» y «El Nuevo Arielismo».

También se ha omitido un análisis temático y estilístico del libro, una revista de sus fuentes ideológicas y una indagación de su filosofía (naturaleza de «el ideal y los ideales»). Eran temas en realidad extraños al objeto propuesto.

Falta el desarrollo del arielismo en la acción y el pensamiento de Rodó posteriores a 1900. Están ausentes algunos interesantes temas parciales: el de la situación ariélica en el Uruguay hacia fin de siglo; el de Rodó y el modernismo en los tiempos de Ariel; el de Ariel y la generación del 98; el de la actitud de Rodó ante la crítica de su obra; el de una posible generación arielista en el Uruguay y el de las influencias y discordias entre el pensamiento de Rodó y el de sus coetáneos Zorrilla de San Martín, Reyles y Vaz Ferreira.

Sabemos que esto no es una disculpa. Que por lo menos contribuya a una visión del plan general propuesto.




ArribaAbajo Abreviaturas e indicaciones

La estricta limitación temporal, característica de esta clase de trabajos, no nos ha permitido que las citas de los textos de Rodó se hicieran sobre las ediciones originales, aunque el autor sabe bien que el carácter espurio de muchas de las posteriores le impondrá esta ulterior corrección. También sabe que razones de comodidad del posible lector podrían disculparlo. Las ediciones usadas son, así, casi siempre las españolas de la tercera década del siglo. Sus detalles y abreviaturas son las siguientes:

  1. Ariel en la edición de Prometeo, de Valencia, s.f. Ab: Ar.
  2. Los artículos de la primera época en El que vendrá, Barcelona, 1920. Ab: ELQV.
  3. Motivos de Proteo en la edición Claudio García, Montevideo, 1935. Ab: Mot.
  4. Hombres de América (Rubén Darío, Montalvo, Bolívar) en la edición de Barcelona de 1924. Ab: HdeA.
  5. El Mirador de Próspero en la edición de Barcelona, Cervantes, de 1928. Ab: Mir.
  6. El Camino de Paros en la edición de Barcelona, de 1928. Ab: Cam.
  7. Los últimos motivos de Proteo en su edición original de Montevideo y 1932. Ab: UMP.
  8. El primer tomo de las Obras Completas, Montevideo M 1945, Ab: O.C.1.
  9. El Epistolario de Rodó, publicado por Barbagelata en 1921, en París, Ab: Epist.

La correspondencia y documentos consultados en el «Archivo Rodó» del Instituto de Investigaciones y Archivos Literarios: se indica y abrevia su origen con AR.

El nombre completo de Rodó, aunque integre títulos de obras, se abrevia JER.

Los años se señalan con sus dos últimas cifras; los meses con el número de su posición ordinal en el año.

Se suprimen todas las indicaciones -v. gr. en el caso de únicas ediciones- cuya omisión no pueda causar confusión.

Las ciudades más mencionadas se abrevian así en las citas: Montevideo: M; Buenos Aires: BA; Madrid: Ma; Santiago de Chile: SCH; México: Mex; París: P.

La actual Revista Nacional dirigida por Raúl Montero Bustamante se abrevia: RN.

La selección de escritos críticos, realizada por Barbagelata y publicada en París en 1920: Rodó y sus críticos, se abrevia Barb.

El Homenaje a José Enrique Rodó publicado por el «Centro Ariel» en 1920 se abrevia CAR.

El libro de Vitier, Del ensayo americano, México, 1945 se abrevia Vitier, Ens.

Balance y liquidación del 900, de Luis Alberto Sánchez, consultado en su edición de Santiago de Chile, 1941 se abrevia: Bal.

El José Enrique Rodó de Zaldumbide (Madrid, 1919) se abrevia: Zald.



[En esta versión no se han utilizado las abreviaturas]






ArribaAbajoLa situación ariélica

Hacia fines del siglo pasado, puede hablarse de una crisis universal, de una crisis racial o latina y de una crisis hispanoamericana. Su presentimiento permanece, como el de todos estos anuncios, en el ámbito de los mejores, de los más informados, de los más sensibles. No altera la victoriosa seguridad con que el mundo se prepara a echarse a andar por los caminos de un siglo nuevo, predestinado, al parecer, a universalizar una felicidad sin fin y sin conflictos.

También en América, en los más, la misma confianza, el mismo optimismo, idéntica euforia, que descuenta sobre el futuro algunos males inocultables e invencidos.

Es, utilizando la expresión de Valéry, «l`heure de la jouissance et de la consommation générale»1. La percepción de un creciente bienestar, favorecido por el auge económico de la paz y por la inversión extranjera, readquiere su novedad y su frescura a cada nuevo descubrimiento, a cada sorprendente facilidad prestada a la vida.

Pero tampoco esto acalla en los menos: aisladas minorías, dispersas voces perdidas en el continente, la conciencia estremecida y creciente que ponen en juego, en entredicho, todo lo logrado.

Crisis universal. Los dogmas con que se despedía el siglo XIX eran las dos luminosas creencias que cada mitad del siglo había legado a la contemporánea visión del mundo y de la vida, la Ciencia y la Democracia. Pero no cualquier Ciencia, cualquier Democracia. Se las profesaba apoyadas, y como autorizadas, en un sistema filosófico, el positivismo, que se había incorporado a través de la inteligencia sincrética de Herbert Spencer todo lo que parecía una verdad valiosa del pasado o del presente.

Sin embargo, bajo el prestigio triunfal de esas que, según Paul Bourget, eran las señas del mundo nuevo2, corrían las aguas de la disolución del sistema que las avalaba. Se apresuraba la larga agonía del positivismo ciencista, socavado por una multitud de corrientes anárquicas y contradictorias. Algunos episodios, como el discurso de Ferdinand Brunetière de 1986 en Besançon sobre el «renacimiento del idealismo» o sus pronósticos sobre «la faillité de la science», las posiciones de Eduardo Rod o de Bourget, habían llevado la inquietud de estos problemas a sectores muy alejados de la estricta filosofía especulativa. Parecían concurrir a un mismo fin las reflexiones, muy generales, sobre las consecuencias éticas del materialismo, la necesidad de fe y de creencia, el reencuentro del simbolismo con la vagarosa intimidad personal, los brotes del idealismo reformador en los sectores cristianos, socialistas y tolstoianos y la creciente convicción -nacida de los sabios- de que la ciencia experimental tenía límites y que (hubo que descubrirlo) no aseguraba automáticamente la felicidad humana.

Paul Bourget, escritor representativo de la época, resumió en Outremer, libro muy manejado por José Enrique Rodó, el sentido general de esta crisis:

Un maniement plus adroit de la nature, connue avec exactitude, voilà le bienfait certain de la Science, mais qu'il est payé cher, s'il est vrai que le nihilisme philosophique soit l'aboutissement dernier de ce gigantesque effort d'enquête sans conclusion possible3.



Es claro que la disolución del positivismo ciencista se había iniciado en el seno de la filosofía propiamente dicha. Desde puntos de partida fieles al sistema, Guyau, Boutroux, Renouvier y Bergson en Francia, y Nietzsche, principalmente, en Alemania, lanzaban las nociones de «contingencia», de «vida», de «duración», de «intuición», que actuaron poderosamente en el curso de este proceso.

En el orden de las realidades, había sido el signo del siglo esa corriente de ascenso multitudinario que partió de la Revolución y aun del Renacimiento y fue promovida después por el maquinismo, por la industria, por el triunfo de la clase media, por el estado constitucional y por una concepción democrática -verdadera fe secularizada- apoyada en la razón científica, en la autonomía individual y en la naturaleza.

Hacia la segunda mitad del siglo, esa marea decimonónica imponía en todas partes la sed de bienestar, el sello de cierta chatura, el culto de la felicidad, el afán de lucro, un incontrastable materialismo utilitario y práctico como tono de la conducta, una sana, pero prosaica y fea vulgaridad en todas las manifestaciones de la existencia, el predominio de lo cuantitativo sobre lo cualitativo y de lo mediocre sobre lo ejemplar, la preeminencia de lo colectivo y multitudinario, y el triunfo lento, pero incontenible, de una igualdad concebida sobre todo como uniformidad progresiva de vidas, conciencias y personas.

Todo este único y diverso fenómeno configuraba hacia fin de la centuria lo que se llamó «la desespiritualización», «la calibanización», y sobre todo «la muerte del ideal». En nuestros tiempos, José Ortega y Gasset, que lo estudió con singular precisión, lo llamó simple y definidoramente «acceso de las masas a la vida histórica»4.

Las delicadezas del pensamiento y del sentir, la gracia de la conducta, el goce desinteresado del arte, la poesía, la complacencia estética en el pasado, el ejercicio lujoso y ático de la inteligencia, la belleza y la urbanidad en el ámbito social, el impulso de lo desinteresado, el rango jerárquico de los mejores, integraban un núcleo de valores que se veían amenazados, y como sin cotización, en el tono antedicho de la vida.

Varias corrientes concurrieron en Europa a esta alarma, a esta protesta.

Alejandro Arias ha señalado -referida a Rodó- la tendencia esteticista alemana, de filiación helénica, clásico-romántica, que es en puridad anterior al fenómeno multitudinario5.

También había existido una rebeldía romántica contra todo esto. El Chatterton, de Vigny, sucumbía ante la frialdad del cálculo, ante la implacable dureza burguesa. La protesta contra lo mesocrático, contra la jerarquía de los valores económicos, contra el imperio de lo feo y lo vulgar fue postura difundida de posrománticos, parnasianos, simbolistas y decadentes. Merimée, Balzac, Baudelaire, Flaubert, Huysmans, Pierre Louys, D'Annunzio, Barrés, Oscar Wilde y Eça de Queiroz concurrieron a lo que casi se hizo un tópico.

Comte, Hegel, el idealismo alemán, Carlyle, las teorías de la selección natural, reivindicaron, sobre todo, los fueros de la individualidad o de la selección, contra la presión multitudinaria. El reclamo es el fondo de algunos temores finiseculares ante la democracia y su específico «sufragio universal». Le Bon profetizó la destrucción de toda aristocracia por la pasión igualitaria; Nietzsche había repudiado el ideal de bienestar de la mayoría, el ideal de felicidad y de igualdad, para oponerles su intemperante consigna de la propia realización. Burkhardt insistía en que el afán de lucro y de poder extinguiría toda cultura y toda percepción estética. Y Taine, en su Filosofía del Arte, denunciaba como un mal moderno el anhelo de felicidad y bienestar6.

Mathew Arnold, Carlyle, Ruskin, William Morris, sobre la diversidad de sus personas y temperamentos, integran en Inglaterra otro significativo núcleo de esa denuncia compleja del industrialismo, la máquina, el dominio del número, el exceso individualista, la plutocracia, la obsesión económica y la fealdad urbana. De los Essays y News from Nowhere de Morris, de Culture and anarchy de Arnold, de Time and Tide y Fors Clavigera de Ruskin, de Past and Present y Latter Day Pamphlets de Carlyle, surge algo así como una unitaria afirmación de espiritualidad y belleza, de integridad humana y desinterés, que se prolonga en credo social ordenador basado en aristocracia y heroísmo, formas anticapitalistas de trabajo y producción y redención por lo estético de la vida colectiva. Emilio Frugoni ha apuntado la posible influencia de Ruskin sobre Rodó7; Mathew Arnold ya sostenía, como el uruguayo, la conciliación de lo griego y lo cristiano.

En verdad, todas estas tendencias son puramente coincidentes con la meditación rodoniana, o sólo pudieron incidir casual o indirectamente en ella. En cambio, en la línea de sus fuentes francesas, el planteo del «tema calibánico» es amplio y muy rico.

Juan María Guyau condensó las tendencias del siglo bajo el rótulo de «americanismo», haciendo al final, sin embargo, algunas precisiones que muchas veces fueron olvidadas:

Se nos dice que el arte no puede acomodarse a este afán de lucro que hoy nos invade; el arte es lo contrario del «americanismo» y el «americanismo» lo vencerá; la industria matará al arte. Esta oposición extremada que se establece entre las preocupaciones demasiado prosaicas de la vida y el desinterés del arte, contiene una parte de verdad... El «americanismo», esa ciencia adocenada, completamente industrial y mercantil, no es únicamente enemigo del arte, sino también de la verdadera ciencia: a pesar de la importancia creciente de las aplicaciones prácticas en la ciencia, las especulaciones teóricas y desinteresadas son siempre el primer motor.



Y más adelante:

En cuanto a creer que el «americanismo» provenga de una forma particular de gobierno o de una marcha general de la civilización, es cosa inadmisible; procede simplemente del carácter de los pueblos y se encuentra en todo tiempo en la historia8.



Enrique Federico Amiel, suizo francés, dio a todas estas cuestiones, en las recorridas páginas de su Diario íntimo, un desarrollo mucho más amplio, lúcido y elegíaco a la vez9.

Ernesto Renan pensaba, desde su «Prière sur l'Acropole», que «une pambeotie redoutable, una ligue de toutes les sottises, étend sur le monde un couvercle de plomb, sous lequel on étouffe...»10. Con sus Dialogues philosophiques, con Caliban, con L'Eau de Jouvence y con La Reforme Intellectuelle et Morale Renan actuó poderosamente -por la adhesión y por la réplica- sobre la concepción política que Rodó expuso en Ariel. Su ideal de una aristocracia intelectual y científica, realizadora de una «Razón» de raíz hegeliana, gobernando -proféticamente para esta «era atómica»- al mundo por el terror, sus objeciones a la democracia, pertenecen propiamente al tema de «las fuentes de Ariel». Pero el fino análisis renaniano también enriqueció en Rodó, con una autoridad prestigiosa como ninguna otra, la conciencia de esos valores amenazados por el espíritu de insurgencia y materialismo de los tiempos. En Caliban sostiene Ariel que «la revolución es el realismo», que «todo lo que es ideal» no existe para el pueblo. Pero igual la lucha debe entablarse. La define otro personaje de la obra, Orlando: «Il s'agit de défendre les droits de la vie noble et de la beauté»11. Y en la grandiosa reconciliación que cierra L'Eau de Jouvence, dice Próspero a Calibán: «Caliban, cesse de parler de la fatuité d'Ariel; cette fatuité c'est sa raison d'être. Il faut qu'il y ait des délicats...»12.

Todos hubieran suscrito la afirmación de Próspero: es necesario que existan delicados.

No se limitó esta corriente a postular lujosos valores amenazados. La denuncia de las relaciones entre la presión multitudinaria, el materialismo, la pasión de la igualdad, la tendencia a destruir toda estructura intermedia entre el Estado y el individuo atomizado y lo que ellos llamaban -sobre todo después de Napoleón III- el «cesarismo político», resultaron proféticas en nuestro siglo. La meditación de Burkhardt, la defensa de Stuart Mill, del individuo contra la tiranía social, la lúcida segunda parte de La Démocratie en Amérique de Tocqueville, las afirmaciones de Amiel y su presentimiento de la «demagogia cesarina y materialista» vieron muy claro entre el optimismo de la época.

Al imperio de la Ciencia, y al de la Democracia, sumaba Bourget el de la Raza13.

La noción racial había cobrado [auge] en la segunda mitad del siglo pasado. El romanticismo la había manejado ya, cargándola de misteriosos contenidos. Paneslavismo, pangermanismo, hegemonía sajona aglutinaron después sus fuerzas, por encima de las fronteras nacionales, definiendo algo de esas amenazadoras «místicas» que conoció nuestro siglo. El positivismo, el evolucionismo, la ciencia biológica habían dado su espaldarazo a la idea racial; el nacionalismo se identificaba a menudo con ella.

Y la concepción racial (tímidamente «racista» aún) había lanzado hacia 1890 el diagnóstico -o el fallo- de una decadencia irremediable de lo latino mediterráneo o hispánico según fuera el lugar en que el vaticinio se emitiera. Esta decadencia aparecía, además, correlativa a la de la superioridad incontestable de lo sajón, de lo nórdico, de lo germano, que los profetas del racismo habían afirmado. En realidad, en América, era un tema que resucitaba. La época romántica lo había planteado y resuelto en términos similares14. Hacia 1890 se le insufló prestigio desde fuera.

Pocos años antes, Olegario Andrade había cantado enfáticamente el porvenir latino15. Entre tanto, Italia exportaba su ópera y ofrecía inmigración caudalosa y buena. España parecía terminada, cuando callaron las voces elocuentes de su generación de 1868 y estaba aún confinada al tanteo y al cenáculo bullicioso la del 98. El incontestable prestigio de Francia no ocultaba una escisión profunda en el sentido -otrora unívoco de su cultura. El asunto Dreyfus lo estaba demostrando; la crítica de la ciencia y de la democracia ofrecía demasiadas armas, aunque ellas tardaran mucho tiempo en descargarse.

Por esos años (1897) apareció un libro llamado a tener resonancia tan intensa como breve, À quoi tient la superiorité des anglo-saxons, de Edmundo Desmolins -traducido en España en el año cilicial de 1899, con un prólogo aprobador y noventayochista del más tarde activo político D. Santiago Alba-. Desmolins, discípulo de Le Play, realizaba en su libro un agotador paralelo entre Francia e Inglaterra: la vida privada y la vida pública fallaban la terminante superioridad de la segunda. También marcó Desmolins el frecuente sesgo antiliberal que tendría después el tema: los grandes males franceses eran, para él, el socialismo, el parlamentarismo, el profesionalismo político, el estatismo, el verbalismo.

Hoy nos resulta un poco extraño este ingenuo, y a veces malicioso oficio de elaborar rígidas caracterologías de naciones y razas -ignorando paradisíacamente la mutabilidad histórica y los factores económicos y ambientales- para entablar después entre ellas competencias casi deportivas. Otro libro, muy expresivo de tal tendencia, es Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos de Gustavo Le Bon (1894). También allí se deduce de estas caracterizaciones de psicología colectiva toda la historia de la civilización y se afirma la decadencia e inferioridad latinas.

Contra esta tendencia, no faltaron, sin embargo, las voces que proclamaron su fe en el porvenir de los pueblos mediterráneos y latinos. Lo hizo, con gran resonancia, Gabriel Tarde. Y en 1900, en plena germinación arielista, sumó el uruguayo Víctor Arreguine, desde Buenos Aires, su posición coincidente. En En qué consiste la superioridad de los latinos sobre los anglosajones, y después de enumerar, típica y cuidadosamente, doce causas de ella, concluía:

La evolución de los anglosajones ha hecho un alto, nos parece, fijando su esfuerzo poco menos que exclusivo en la consecución de la riqueza. Semejante a un minero que da con un filón y se interna en la mina, sin preocuparse de otra cosa que del oro encontrado, pone en olvido lo demás...16.



A la crisis universal y a la crisis latina se suma la hispanoamericana, la continental.

Un aspecto de esta última es el que puede llamarse la particularización del tema de la decadencia latina y la superioridad de lo nórdico. Decía Santiago Alba, en su prólogo a Desmolins, que

[...] los vencedores de Cavite y de Santiago de Cuba, los que en un momento han destrozado nuestra escuadra y rendido nuestro ejército, no han sido Dewey, Sampson ni Shafter. Lucha no de barcos contra barcos, ni de hombres contra hombres, sino de un mundo espirante contra un mundo naciente, la vida y el progreso han triunfado por la fuerza misma de las cosas. La Escuela yanqui, racional, humana, floreciente, es la que ha vencido a la Escuela de España, primitiva, rutinaria y pobre17.



Pero aún se le dio a este tema de la decadencia una última «vuelta de tuerca». La culpa irredimible de nuestros países era, junto a su ingrediente hispánico, su constitución indígena y su lastre mestizo. Lo afirmaban Desmolins y Le Bon. Éste decía:

Todas las repúblicas sur­americanas han adoptado la constitución política de los Estados Unidos, y viven, por consiguiente, bajo leyes idénticas. Sin embargo, por el solo hecho de ser diferente la raza, y carecer de las cualidades fundamentales de la raza que puebla los Estados Unidos, todas esas repúblicas, sin una sola excepción, viven perpetuamente en la más sangrienta anarquía. Las causas de esto provienen todas de la constitución mental de una raza que no tiene energía, ni voluntad ni moralidad...18



Las severas, ignorantes y esquemáticas aseveraciones del sociólogo francés fueron replicadas en esos años por José Gil Fortoul19, Bunge y Rufino Blanco Fombona20.

Sin embargo, surgió toda una sociología pesimista de lo americano, aunque Francisco García Calderón haya afirmado que, últimamente, no lo es21. Esa sociología, apoyándose casi siempre en factores raciales o climáticos, rubricó, acongojada, el hecho de la decadencia. En el año preariélico -1899- Francisco Bulnes, el mejicano porfirista, desarrolló su tesis de la decadencia por el mestizaje, en El porvenir de las naciones hispano-americanas, y Zumeta, en su Continente enfermo, publicado en Nueva York, consideraba la tesis de la influencia perniciosa del Trópico, aunque sin aceptarla plenamente22.

La corriente pesimista y cientificista no terminó hacia 1900. En libros posteriores a esa fecha, Rufino Blanco Fombona aceptó la idea del mestizaje como lastre, y en Os Sertões, Euclides Da Cunha admitió el aplastamiento inevitable de las razas débiles por las fuertes23. Pero fue, sin duda, Nuestra América24 de Carlos Octavio Bunge, la obra más representativa de esta escuela. A base de una sistematización positivista de los elementos que formaron al hombre americano, deduciendo de ellos rasgos psicológicos fijos: el negro dio el servilismo y la maleabilidad; el español la arrogancia, la ferocidad, la indolencia, el decoro; el indio, el fatalismo y la ferocidad. Bunge obtenía, por vía causalista y asociacionista, una imagen desalentadora del criollo: tristeza, pereza y arrogancia.

Una circunstancia y una potencia precisaron en Hispanoamérica el tema, vital y ardorosamente discutido, de la superioridad sajona y de la decadencia latina, hispánica, hispanoamericana.

La guerra de Cuba y la incontrastable expansión militar y política de los Estados Unidos suscitaron esa viva conciencia de un peligro inminente a la entidad material y racial de nuestros pueblos del Sur.

La admiración a la experiencia nacional estadounidense había sido la tónica general del pensamiento hispanoamericano hasta pocos años antes. Resulta ocioso exponer lo que la generación romántica y la realista, promotoras de nuestras naciones, reconocieron en la realidad norteamericana. Se menciona casi siempre la posición de Sarmiento y de Juan Bautista Alberdi. La opinión, empero, era general. En todos los acentos se admiraron su cultura, su educación, su paz, su trabajo. Y su disciplina, no reñida con su amplio individualismo y una cabal libertad política y espiritual. Y éstas no divorciadas de una aptitud para sellar con un potente espíritu común heterogéneas aportaciones humanas. Y también su iniciativa, su riqueza, su fecundo utilitarismo. Pidióse una gran corriente de sangre sajona para redimir la América Hispana e indígena; se hizo consigna: la «sajonización de América». Se explicó, lo hizo Sarmiento, por estrictos factores raciales el progreso de un pueblo y el retraso de los otros. Fue la que ha llamado Carlos Pereyra «la hora de la autodenigración hispanoamericana y de imitación de los Estados Unidos»25. Una hora que duró mucho: el romanticismo, el realismo y el positivismo.

No había modificado esa actitud el incontenible movimiento expansivo que significó la formación de la propia nación norteamericana, desde 1803 hasta 1848, por adquisiciones o conquistas de manos de Francia, de España y de México. Tampoco las variadas consignas imperialistas, ni las políticas de Polk, de Buchanan, de Seward y de Fish la habían conmovido.

Pero hacia la penúltima década del siglo, comenzaron ciertas declaraciones estadounidenses a despertar entre nosotros sentimientos que evolucionaron rápidamente desde la sorpresa hasta el temor y la indignación. El Presidente Hayes expuso en su mensaje del 8 de marzo de 1880, la doctrina del «destino manifiesto» de un control defensivo y protector de buena parte de Centroamérica; en 1895 Grover Cleveland y su secretario de Estado Olney aseveraron que los Estados Unidos «eran prácticamente soberanos del continente» y Teodoro Roosevelt declaraba que la conquista del oeste y del Sur era sólo una etapa en la marcha hacia la posesión del hemisferio. Hacia 1888 se lanzó la palabra «panamericanismo», vinculándola a la primera conferencia internacional americana, realizada en Washington al año siguiente, bajo el patrocinio de Blaine y que tuvo un definido carácter tutelar y económico, que despertó protestas como la de Martí.

Todo mostraba, hacia 1898, que los Estados Unidos «se hallaban en un momento crítico de su historia, en una hora de exaltación y plenitud»26.

Entonces, ya no se trató de una penetración cultural o de una irradiación de prestigio bien ganado. Se sintió pendiente de un hilo la libertad tan laboriosamente conquistada, la entidad soberana de nuestros países.

La guerra de Cuba, con la victoria norteamericana sobre España fue, para muchos, el despertar de estas inquietudes. Se vio, es cierto, en la liberación cubana, la última llaga colonial -la última realmente sentida- que se cerraba sobre el flanco americano. Pero, por otra parte, no sólo la intensa beligerancia patriótica de las poderosas colonias españolas de estos países dieron a la nación trasatlántica el calor de una ferviente adhesión. Muchos hombres, al margen de toda ideología política o de todo reflejo independentista o nacionalista, vieron en la lucha un choque de la raza propia con un poder hostil e indetenible27. Algo más que un simple sentimiento antiyanqui, una como reacción filial que se despertara, es lo que se encuentra en los diarios de la época, en los que algunos hombres públicos se defendían como de un baldón, de ser antiespañoles28. Roque Sáenz Peña adujo en Buenos Aires copiosa argumentación jurídica para apoyar la actitud española.

Paul Groussac, nacido en Francia y de cultura básicamente francesa, representó mejor que nadie en el Río de la Plata la ardiente beligerancia filo-hispánica. Se ha mencionado, creemos que en dos ocasiones, una por Juan Carlos Gómez Haedo29 y otra por Álvaro Armando Vasseur30, su posible influencia sobre el Ariel rodoniano. El primero la ha rechazado, alegando la diferencia de tono entre el discurso uruguayo y Del Plata al Niágara, libro de viajes de Groussac. El segundo ha destacado sus contactos esteticistas e intelectualistas. Falta alegar otro texto. En el acto españolista realizado en el teatro de la Victoria de Buenos Aires, el 2 de mayo de 1898, Groussac afirmaba que la actitud norteamericana era «una empresa de mentira y traición que ha necesitado ocultar bajo una máscara de independencia sus designios inconfesables... una agresión bárbara, escarnio de todo derecho y de toda justicia»31. Y difundía enseguida esta etiología de los Estados Unidos, que es indudablemente una de las fuentes directas de Ariel, ya que su coincidencia es casi plena con la visión rodoniana de los Estados Unidos, y hasta la palabra «calibanesco» se encuentra en ella:

He aquí, ahora que... el umbral del siglo XX... mira erguirse un enemigo más formidable y temible que las hordas bárbaras, a cuyo empuje sucumbió la civilización antigua. Es el yankismo democrático, ateo de todo ideal, que invade el mundo. En menos de cien años -pues tenían muy otro carácter las colonias de Nueva Inglaterra- ha nacido y desarrolládose entre sus dos océanos, desde el círculo polar hasta el trópico, un monstruoso organismo colectivo: pueblo de aluvión, crecido artificialmente y a toda prisa con los derrames de otros pueblos, sin darse tiempo para la asimilación, y cuyo rasgo saliente y característico no es otro que el apuntado: la ausencia absoluta de todo ideal. Aquello no es una nación, aunque ostente las formas exteriores de las naciones, ni se parece a pueblo alguno de estructura compacta y homogénea, divergiendo más y más del inglés, de quien sólo desciende el núcleo del Este, que está hoy diluido en la masa adventicia. Agrupamiento fortuito y colosal, lo repito, establecido en un semicontinente de fabulosas riquezas naturales, sin raíces históricas, sin tradiciones, sin resistencias internas ni obstáculos exteriores, se ha desenvuelto desmedidamente con la plena exuberancia de los organismos elementales. Y los admiradores adocenados le han admirado por su grandeza material, sólo nacida de las circunstancias, o por su concepción de gobierno libre, que ha heredado de la madre patria, y sólo ha modificado para malearlo. Aquel núcleo primitivo de la Nueva Inglaterra preponderó hasta mediados de este siglo, bastando para mantener ilesos en apariencia, si bien ya desmedrados, todos los órganos indispensables la sociabilidad; así han podido aparecer los Estados Unidos aparecer a la distancia con simulacro de pensamiento propio, cuando sólo reflejaban el pensamiento europeo en las producciones de sus más ilustres medianías. Pero, desde la guerra de Secesión y la brutal invasión del Oeste, se ha desprendido libremente el espíritu yankee del cuerpo informe y «calibanesco»; y el viejo mundo ha contemplado con inquietud y terror a la novísima civilización que pretende suplantar a la nuestra, declarada caduca. Esta civilización, embrionaria e incompleta en su deformidad, quiere sustituir la razón con la fuerza, la aspiración generosa con la satisfacción egoísta, la calidad con la cantidad... Confunde el progreso histórico con el desarrollo material, cree que la democracia consiste en la igualdad de todos por la común vulgaridad... eliminando de su seno las aristocracias de la moralidad y del talento32.



Fragmentos de este discurso se reprodujeron en diarios de Montevideo. Hemos visto uno en La Razón del 6 de mayo de 1898.

No es muy exacto decir, como lo hace Frugoni, que la guerra de Cuba suscitó un movimiento de adhesión apasionada a todo lo sajón33. Más bien fue animadversión lo que despertó. Cierto es que posiblemente contribuyó a que muchos, tal vez la mayoría, sintiesen en el prestigio de la fuerza triunfante «la boga de las tendencias practicistas y utilitaristas»34; en las minorías pensantes de Hispanoamérica la repercusión del hecho fue muy distinta. Mientras el 98 en España veía subir a la escena una generación que, por boca de sus mejores, proclamó que la raíz de la desgracia estaba en las propias culpas y, rompiendo violentamente con el orgullo nacional y militar y el paladeo de las pasadas glorias, se recogía en sí misma con el «noli foras ire» agustiniano de Ganivet, en América, más ausente a las realidades cotidianas de lo español, se veía también en lo de Cuba y Filipinas una rota del «genio de la raza», pero, para persistir en él y sostenerlo, ileso, sobre las contingencias del fracaso. Así terminaba Rodó su ensayo sobre Darío:

El poeta viaja ahora, rumbo a España.- Encontrará un gran silencio y un dolorido estupor, no interrumpidos ni aun por la nota de una alegría, ni aun por el rumor de las hojas sobre el surco, en la soledad donde aquella madre de vencidos caballeros sobrelleva -menos como la Hécube de Eurípides que como la Dolorosa del Ticiano- la austera sombra de su dolor inmerecido35.



La obra de Eduardo Prado, A ilusão Americana, publicada en 1895, pero difundida después de 1900, encarecía ese peligro y esa desconfianza que hemos señalado36 y que ya había anunciado Tocqueville37, y aun Hegel38. En 1899 lo proclamaban los ya citados Zumeta y Bulnes -el primero desde Nueva York y el segundo desde México-. Desde la Córdoba argentina, Antonio Rodríguez del Busto con Peligros Americanos: Crítica de «Ciencia Política» completó hacia el sur esta vertical de inquietud.

El tono de esta literatura -en rigor panfletaria- no es fatalista, sino estentóreo, alarmado. Zumeta pedía -gran remedio- «establecer sociedades de tiro en cada parroquia». Y terminaba: «De los pueblos débiles de la tierra, los únicos que falta por sojuzgar son las Repúblicas hispanoamericanas»39.

Ha referido Víctor Pérez Petit el nacimiento de Ariel en el ámbito de estas pasiones y estas alarmas40.

La expansión norteamericana parecía el más inmediato peligro. Faltó, en general, la conciencia de que la cuestión calaba mucho más profundamente, y de que ese enfrentamiento de los pueblos neolatinos americanos con las fuerzas que intentaban sojuzgarlas (europeas, en primera fila, en aquel fin de siglo) era una simple expresión del contacto histórico entre naciones de espíritu precapitalista y en etapa y formas semicoloniales, con el imperialismo capitalista, industrial y exportador, apoyado en la fuerza militar estatal (que tan magistralmente estudiaría el inglés Hobson con su libro de 1902 Imperialism. An Essay). Sólo lentamente y con resistencias, nuestros países neolatinos se ajustarían a esas fuerzas y a la concepción del mundo que les respondía y promovía (individualismo, ética protestante y burguesa, racionalismo, empirismo)41.

Mientras tanto -eran los tiempos de Teodoro Roosevelt, del kaiserismo y de Cecil Rhodes- los mejores se limitaban a sentirse entre los dientes de una rueda, de los que sólo un trastorno histórico imprevisible podría liberarlos. Únicamente Zumeta, entre los hombres del 900, vio con cierta claridad el fenómeno imperialista42.

Estas amenazas, en verdad, no encontraban una América Latina en baja. Vivíase la época que Pedro Henríquez Ureña ha llamado de «prosperidad y renovación»43. La misma penetración capitalista remozó nuestras sociedades y promovió su desarrollo y bienestar. En tanto el vellón, la carne y el metal salían de sus puertas, el viejo boato hispánico de unos pocos se cambiaba en la holgura de muchos más. Consolidábanse política y territorialmente las naciones, y empezábase a vivir un clima respirable de regularidad y garantía en muchos países, aunque los dictadores fueran la realidad casi general.

Era la edad de Cipriano Castro, de Manuel Estrada Cabrera, de Tomás Regalado, de Juan Isidro Jiménez. El primero gobernó tiránicamente Venezuela de 1899 a 1908, para ser sucedido al año siguiente de Juan Vicente Gómez. El guatemalteco se entronizó por un asesinato en 1898 y duró hasta 1920. El tercero y el cuarto, dominicano y salvadoreño respectivamente, habían trepado al mando en 1899; Regalado duró hasta 1903.

Más complejos eran Eloy Alfaro, jacobino, liberal y revolucionario del Ecuador, primera figura de su país desde 1895, y José Santos Zelaya, gobernante desde 1894 y víctima, en 1909, de las influencias extranjeras.

Colombia vivía esos años -de 1899 a 1903- un nuevo episodio de su eterna pugna de liberales y conservadores. Cuba estaba ocupada por los Estados Unidos y bajo jurisdicción militar, desde el primero de enero de 1899. Cuestas era presidente del Uruguay, a la espera de nuevas revoluciones.

Sólo el Brasil, iniciando triunfalmente su segunda década de experiencia republicana, bajo el gobierno de Manuel de Campos Salles, la Argentina, con Julio Roca y en manos de aquella oligarquía criolla y liberal heredera de «la Organización», y Chile, presidida por Federico Errázuriz, robusteciendo su sólida textura nacional, al margen de la agitación cortés de su parlamentarismo, parecían mostrar algo así como una aptitud hispanoamericana para el gobierno representativo y liberal.

Pero el 1900 fue, sobre todo, la época de Porfirio Díaz, el dictador perpetuo mejicano. Su régimen era el arquetipo de una forma de gobierno que se vanagloriaba de alentar el progreso material y de asegurar a los países la paz y el orden desconocidos, después de años de querellas estériles. Claro que este paternalismo continuista aseguraba tales condiciones de vida social mediante la supresión de todo espontáneo gesto político y de toda acción de partidos; su prosperidad era la entrega del patrimonio nacional al imperialismo extranjero y la ignorancia y la miseria de la clase campesina. Era «la dictadura positivista».

Había encontrado en esta doctrina filosófica la cohonestación de su política y la había convertido en dogma nacional. Gabino Barreda y Justo Sierra habían sido los artífices de su obra.

Vasconcelos, en Ulises Criollo, Alfonso Reyes, en Pasado Inmediato, Pedro Henríquez Ureña, en La Influencia de la Revolución en la vida intelectual de México, y Leopoldo Zea en sus trabajos expositivos, han destacado esa colusión político-filosófica.

En todo el continente, en realidad, el positivismo había cumplido una tarea que desbordaba la simple renovación filosófica y el estímulo vigoroso de la ciencia; el último cuarto del siglo lo vio asumir las funciones de ideología organizadora de lo americano, en lo político, en lo social y en lo educacional.

Había sido también el positivismo la línea medular de la mentalidad de una constelación de hombres ilustres, que realizaron su destino educador en la segunda mitad del siglo pasado. Suelen mencionarse siempre los nombres de Enrique José Varona, Eugenio María de Hostos, de Justo Sierra, de Manuel González Prada, de José Martí, de Cecilio Acosta, de Nabuco, de Ruy Barbosa; y aun los anteriores -muy teñidos de romanticismo- de Lastarria, Alberdi, Sarmiento, Montalvo, Juan Carlos Gómez y Bilbao. La ideología de la mayor parte de ellos: antiespañola, frecuentemente anticlerical, autoctonista y beligerante, liberal y progresista, era muy distinta a la después dominante del «arielismo». Algunos, como Sierra, González Prada y Varona, estaban en plena actividad hacia 1900 y prolongaron en nuestro siglo su acción. Lo cierto es que no asumían una personalidad colectiva vigente y novedosa; eran hombres maduros y dispersos. Clemente Pereda ha subrayado que Rodó no conoció los muy valiosos de Hostos y Justo Sierra44; destaquemos nosotros que, si se dirigió admirativamente a Varona en oportunidad de Ariel, la respuesta de éste fue extraña y desenfocada: hablaban en realidad distintos lenguajes45.

La vigencia estrictamente filosófica del positivismo duró poco. Hacia fines del siglo pasado e inicios del presente, distintos nombres americanos -Vaz Ferreira, Deustua, Korn, Caso, Vasconcelos, Farias Brito- secundaron con su labor las influencias que, directamente desde Europa, lo ponían en entredicho.

En puridad, y lo veríamos de ceñirnos estrictamente a la circunstancia uruguaya, el positivismo sucumbió a los fuegos cruzados de las nuevas corrientes y de la protesta, un poco elegíaca, pero todavía vigorosa, del viejo romanticismo idealista. Y por otra parte, aunque lo anterior sea la verdad esquemática, no debe escamotearse que el positivismo subsiste después del 900, como lo hace en el núcleo de educadores y psiquiatras argentinos, aunque ya antes -v. gr. Vaz Ferreira en la cátedra montevideana- hubiese recibido unos golpes decisivos.

Mientras la ideología oficial americana se veía así conmovida -por uno de esos desajustes en el tiempo que impone el tránsito de las ideas del ámbito especulativo al social (si permanecemos en el plano de una causalidad intelectual, sin creer que sea el único)-, el espíritu de esa filosofía, su apego al hecho, a lo inmediato, a la utilidad más concreta, se extendió anchamente por el continente, configurando lo que Sarmiento y otros llamaron «la edad cartaginesa», «la época fenicia».

El positivismo implanta así un racionalismo limitado y vulgar, una nueva metafísica que concede a las fórmulas de la ciencia una verdad absoluta; exalta en la vida el egoísmo, los intereses prácticos, la persecución encarnizada de la riqueza. Para los espíritus simplificadores de América, esta filosofía no es una disciplina del conocimiento y la acción: limita el esfuerzo del hombre a la conquista de lo útil46.



Rodó caracterizó brevemente, en «Rumbos Nuevos», las líneas generales de este fenómeno:

Comenzaba en estas sociedades el impulso de engrandecimiento material y económico, y como sugestión de él, la pasión de bienestar y riqueza, con su cortejo de frivolidad sensual y de cinismo epicúreo; la avidez de oro, que, llevando primero a la forzada aceleración del ritmo del trabajo, concluía con el disgusto del trabajo, como harto lento prometedor, y lo sustituía por la audacia de la especulación aventurera...47



Reiteraría Rodó estos rasgos de la época, en «El Nuevo Ariel» (1914); ya había aludido antes a «la ola turbia y plebeya que clamoreaba los triunfos de nuestro período cartaginés»48.

Paul Groussac, contemporáneamente a Rodó, en años posteriores Jesús Castellanos desde Cuba, Alfonso Reyes desde Méjico, Roberto Giusti y Raúl Montero Bustamante en el Río de la Plata, corroboraron el diagnóstico49.

El nuevo acento de la vida americana era -o parecía- plebeyo. Las corrientes anteriormente anotadas del pensamiento universal proporcionaban a algunos observadores cultos una clave que la casi universalidad de las dictaduras no denunciaba de falsedad. Podían distinguir entre el plano de la sociedad y el plano del gobierno.

Y junto a lo plebeyo, lo cosmopolita. Hasta entonces Hispanoamérica había conservado un estilo de vida: el criollo. Era muy receptivo a las influencias culturales y a las costumbres europeas, pero no por ello menos firme. Significaba una formalidad social digna y frecuentemente valiosa; estaba sostenido por las viejas cepas ciudadanas y por el caudal de población campesina.

Hacia fines de siglo, la ola inmigratoria, protagonizada entonces por los italianos, pareció hacer desvanecer rápidamente el viejo sello de regiones enteras del hemisferio. Santa Fe y San Pablo se presentaron en América como ejemplos de tal fenómeno. En esta «edad aluvial», empleando la expresión de José Luis Romero, el recién llegado -con su lógico frenesí de logro, con su pasión por el triunfo rápido, segregado de unas tradiciones nacionales, imperfectamente asimiladas- renueva el clima de la vida pública y económica. Se vio en él al principal promotor de ese utilitarismo y de esa impaciencia especuladora que desató crisis como la del 90 en el Uruguay y en la Argentina, y cuyo ambiente recogió una obra testimonialmente valiosa: La Bolsa, de Julián Martel50.

Rodó habló en 1895 del «cosmopolitismo enervador que impone su nota a la fisonomía de estos tiempos»51.

Rasgo común de las crisis históricas es el de ser intuidas con sensible discordancia de tiempos en los distintos quehaceres y sectores de la vida humana. En un momento dado es en las ciencias en que tal noción de problematicidad, de revisión y desorden se insinúa o hace viva conciencia. En otros momentos se siente esa genérica conmoción en la política, en la literatura, en la filosofía, en la sociedad.

Esa seguridad de fines de la pasada centuria comenzó a verse trastocada desigual y fragmentariamente en variadas actividades. El fenómeno no se detuvo entonces y se fue repitiendo con altibajos, hasta que la primera guerra y postguerra mundiales llevaron al alma de los hombres la estremecedora vivencia de habitar a la vez en un alba y en un crepúsculo de la Historia.

En los años finiseculares se vio reforzado este presentimiento de crisis por ese hábito mental que es el «pensar por siglos», el concebirlos como una aventura multigeneracional con planteo, nudo y desenlace.

Una especie de «milenarismo», un «centenarismo», combate entonces con la convicción racional. Decía Rodó en 1901, el primero de enero, en El Siglo (y junto a un párrafo que insertó nueve años después en Motivos de Proteo):

La línea que separa dos siglos no es más que un límite convencional trazado sobre el tiempo, sin correspondencia con ninguna realidad natural... Pero la ley indestructible de nuestra organización mental, que nos convierte en dóciles tributarios de la ilusión y eternos «sujetos» de la imagen, transforma para casi todos nosotros la línea inerte, ficticia, apenas traducible en un número, en majestuoso pórtico por donde pasamos una vida nueva, como si abandonáramos a lo pasado toda una etapa...



El 25 de junio de 1896, el mismo José Enrique Rodó había publicado en La Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales el ensayo «El que vendrá». Sentía en él, como un aroma lejano y peligroso, esa crisis histórica, y la sentía desde el campo de su actividad vocacional primera y por entonces profesional: el de la literatura.

En un plano universal, se expresó en «El que vendrá» la revisión inminente y necesaria de los valores ideológicos y vitales cuyo panorama queremos mostrar. Tensión, duda, indecisión, extravío y esperanza del alma juvenil, se insertaban a la vez precisa y poéticamente en aquel crepúsculo de una edad y un estilo. Corría junto a esa sensación crítica una conmovida espera de voz y de llamado, una lacerada angustia de evidente tono y origen nietzscheano. Como lo señala Arturo Ardao en un magnífico trabajo inédito, en este ensayo -que parece que Rodó repudió posteriormente52- se expresa, en forma insuperada en América, la insatisfacción del positivismo y la nostalgia idealista, si bien Rodó ya se había referido alusivamente a ellas en algunos artículos de La Revista Nacional53. «El que vendrá» es un testimonio insuperable de la actitud que algún ensayista ha configurado como una de las cuatro posibles de cada generación: la inseguridad crítica54.

Dos rasgos que serán permanentes en la mentalidad de Rodó y en las crisis contemporáneas se daban en las páginas de «El que vendrá». Son los de la crisis, y su noción, por exuberancia de elementos, por la necesidad del tenerlo todo en cuenta, por la imposibilidad del descartar, del despreciar. Fácticamente se explica por la resistencia de cada valor, interés, posición o doctrina a ser sacrificadas; nocionalmente, por un eclecticismo inteligente, lúcido, generoso.

Desde una perspectiva exclusivamente americana se ha supuesto inauténtica la actitud rodoniana; su primera angustia ha parecido demasiado literaria. Juan Zorrilla de San Martín, en una curiosa e ilustrativa carta agradeciéndole «El que vendrá», contrastaba, con algo de burla y un poco de afectuosa suficiencia, el extravío moderno y la sólida confianza de sentirse instalado en una ortodoxia y en un clásico patrimonio55.

En realidad, tampoco ese temblor y esa incertidumbre subsistieron en Rodó. Su inclinación -casi diríamos su habitus en el sentido aristotélico -era la de la salud, la afirmación y el equilibrio. Y la obra entera del escritor, desde los años de Ariel hasta los de El Mirador de Próspero, es el unitario esfuerzo hacia una coherente postulación de valores personales y colectivos que dieran un sentido a la vida y al pensar.

Sin embargo, no desapareció del todo, bajo esa luz, la primera y tenebrosa indecisión: el remover de la guerra, el desajuste con el miedo, la madurez otoñal de sus creencias, la postrera experiencia de Europa, renovaron al fin, casi como simétricamente, la fértil indefinición de los ensayos iniciales.

Mientras tanto Ariel fue, como lo señala en agudo estudio Nazareth Perdomo56, la liberación de esa crisis, de ese vértigo, la superación optimista de un desconcierto, la madurez temprana y asentada.

Dice Goldberg que en Ariel, «el que vendrá» ya llegó57.

Este análisis, no demasiado minucioso del ambiente en que nació y creció la idea arielina, abre vía, ventajosamente, al examen de «las fuentes», reduciéndole a la mención de las influencias más directas y literales. Tiene mayor importancia precisar el diálogo -agonístico casi siempre- entre la obra y el medio intelectual e histórico del que, libremente, surge. Lecturas y autores, más que dar su zumo de citas o fichas, acendran percepciones y observaciones, clarifican la intuición de un escritor.

Y en el caso de Ariel este examen es doblemente necesario. Porque el libro no se apoya en una tradición, como otros. Se sostiene en un clima de cultura, en una situación: la situación ariélica.




ArribaAbajo Tono y perspectiva de Ariel

Una obra literaria del tipo de Ariel, un libro de ideas, comprende algo más que un repertorio de pensamientos y una forma estilística verbal, rica o pobre, opaca o deslumbrante. Importa, expresa o elípticamente, pero siempre, «una comunicación», una preparación de estados psicológicos en el lector que posibiliten la aprehensión más fértil, la incitación más plena. Puede despreciarse esta creación de un clima afectivo y mental en trabajos de exposición objetiva, impersonal, en libros que confíen al nudo prestigio de su verdad la tarea de su influencia. Distinto es el caso de ese género complejo, «literatura de ideas», que Ariel expresa ejemplarmente; distinto el del «discurso», en que también este libro se filia.

La «literatura de ideas» implica, por esencia, una ruptura de esa impersonalidad, de esa objetividad de la exposición ideológica; el discurso es la más acendrada forma comunicativa, como ya anotaban los tratadistas del género con sus clasificaciones de los que buscaban suscitar la convicción serena, o el entusiasmo, o la ira, o la piedad.

También Ariel tiene un «tono», y acento, especialísimos, que despertaron, tanto o más que sus ideas, el entusiasmo y unánime aprobación de su época.

Rasgo esencial del libro es su tono magistral, el elevado estilo de la prédica, la profusión del estímulo y del consejo. Hay un maestro que adoctrina y discípulos que reciben, si no pasivamente, atenta, ávida, respetuosamente, la palabra de lucidez y de sabiduría. Ese tono magistral -que implica esa madurez señalada por tantos, porque si no todo daría en el ridículo- se acendra a menudo hasta lo apostólico, cobra calidades de unción misteriosa, alturas y dulzuras que el escenario humano de una clase, aun de una clase epilogal, no suele presenciar. Domina en esa admonición un como «misticismo laico»58, un tono religioso de medido fervor, de tensa elocuencia, persuasivo, majestuoso, elevado. Algunos han detallado metódicamente los dones de este raro magisterio59, los cuatro verbos que lo cifran60, y la calificación más inmediata de Ariel destacó este rasgo. «Sermón laico»61, «breviario laico»62, «prédica laica»63 le llamaron críticos y glosadores.

Surgen de lo anterior ciertos rasgos corolarios, que también han sido repetidamente expuestos. El primero es su significación de libro pedagógico, de libro educador; su fe en la reforma humana, en la palingenesia individual por la eficacia y la virtud de las ideas, en la maleabilidad del espíritu, sobre todo cuando ese espíritu es espíritu joven.

El segundo es el de una autoridad y un dogmatismo64 que resultan en verdad, firmeza y hondura de la convicción razonada, que no se cierran a la afirmación nueva y a las tonalidades cambiantes de días futuros, pero que reclaman, por lo tanto, y como provisionalmente, la audiencia atenta, y esa adhesión vitalizadora a que toda idea, consciente de su salud, se cree con derecho.

Se marcó por algunos la tranquilidad de esa prédica. Ariel advertía sobre males tangibles y americanos. Lo hacía con un sereno reposo, exento de alarmismos, de estridentes convocatorias a la acción inmediata. Su contraste es manifiesto con las obras precedentes de su filiación temática. Zumeta, Rodríguez del Busto, Eduardo Prado, habían cultivado esa alarma, esa estridencia65.

Esa tranquilidad es -si no exclusivamente- un resultado de la elevación arielista. Las ideas y las realidades están contempladas desde una altura de pureza, a la que el platónico amor de lo bueno, de lo verdadero y de lo bello confiere una inexhausta capacidad de residencia.

Otro valor de ese tono es el de la sencillez, el de la humildad. Referido a Ariel, no es fácil de comprenderlo en nuestros días y debe explicarse también por oposición a la literatura anterior y contemporánea de lo americano: Bunge, García Calderón, Da Cunha, Bulnes. Ariel rehúye la explicación aparatosa de ese cientificismo tan frecuente en estas obras, tan sobreagregado a veces, tan puesto para avalar a posteriori, caprichos o intuiciones. Y según Pedro Henríquez Ureña, esta sencillez de Ariel es su mejor originalidad66.

También entusiasmaron su ponderación, su equilibrio, su inalterable mesura, su ecuanimidad, que fue actitud de justicia ante las verdades parciales y las tesis contrapuestas; ecléctico deslinde de la salud o falsedad de cada una, de sus ventajas o de sus valores.

Vinculada a esa ecuanimidad señalábase su hondo acento de dulzura y benevolencia, su cordialidad, su suave bondad, su ademán generoso, su gracia efusiva. Diríase que enfrentado con los males, los errores y los peligros no fue nunca el suyo el gesto ceñudo de la denuncia, de la amenaza o de la admonición severa, que buscó -magistralmente- el ancho movimiento de simpatía y atracción cordial que evitase choques, angustias y desgarramientos.

También la sinceridad entrañable fue destacada en el tono de Ariel, la intangible pureza y devoción fervorosas que se veían moviendo su mensaje, el leal convencimiento de su palabra, el desdén de la paradoja y todo relumbrón dialéctico.

Naturalmente que esta sinceridad no asumía en Rodó el tono personal y desgarrado de pensamientos coetáneos y posteriores como el de un Unamuno, por ejemplo.

Su inclinación por los modos intelectuales y armoniosos le conducía a un tomar altura, a un expresar distante en el que nada hay, empero, que no se sepa hondamente creído y sentido.

Lo anterior nos lleva a mentar su serenidad, su calma, su placidez reposada. Han sido los rasgos más controvertidos, malentendidos, y aun repudiados del tono de Ariel y de todo Rodó. Muchos vieron en ellas frialdad, lo que suscitó, tempranamente, algunas réplicas justas67. Era sin duda esa serenidad una característica personal de Rodó; en Ariel resultaba también un fruto de su optimismo y tiene ese carácter voluntario, forzado, aun heroico, del que custodia un bien que sabe flaco, débil, amenazado. Así ha podido decir Alfonso Reyes que guardó su «serenidad provinciana» para reconstruir en días mejores «las armonías perdidas»68.

También por lo reflexivo y difícil participa de esa categoría apolínea que limita los blancos del apetecer humano a un aquí y a un ahora sin asomarse al espanto de los «espacios infinitos». Tal vez, como lenitivo de muchas angustias, fue hondamente apreciada por los primeros rodonianos.

En lo que se ha llamado su seriedad, corrían el grave acento que el joven pensador ponía en la explosión de su mensaje, la total proscripción de toda sonrisa frívola y condescendiente, la firme virilidad majestuosa de la palabra. Es lo que ha señalado certeramente Eugenio D'Ors cuando llamó a la prosa de Rodó «prosa togada»69 y resulta la mejor vía introductoria para estudiar las relaciones de Rodó con el modernismo.

Como su serenidad, ha sido mal comprendido el optimismo de Ariel. Dice Ventura García Calderón que a Eliseo Reclus le irritaba ese optimismo70. Ariel denunció males tremendos de nuestra civilización y nuestro continente, hincando su análisis en fenómenos que se han ido agravando sin cesar con los años y parecen lejos de toda atenuación. Sin embargo, la palabra rodoniana final ante ellos es de superación y de victoria. El utilitarismo será vencido, y el especialismo también, y la nordomanía pasará. No es que en sus páginas no haya esa insatisfacción del presente que han señalado algunos comentaristas71, y un sentido revolucionario de ideas que indudablemente las prestigiaba (sin que, aceptablemente, pueda ser llamado «un revolucionario», como lo hizo Ruperto Pérez Martínez)72. Pero esa actitud de «optimismo paradójico» en este linaje de preocupaciones americanas era nueva. Dominaba esa literatura sociológica de tono agorero, fatalista o alarmado que tiene por esos años muy concordantes expresiones. Zumeta, Bulnes, Bunge y Arguedas mentaban causas inexorables del atraso, la anarquía y la desorganización de nuestro continente. Pueblo Enfermo y Continente Enfermo buscaban ser algo más que títulos sugestivos y valían por una definición (aunque en la obra de Zumeta se expida al cabo una fe muy viva en la voluntad heroica, vencedora de la necesidad).

En cambio Rodó dibujaba en Ariel el sueño de una América redimida por la belleza y la cultura, transfigurada por la mejor tradición humana.

Lastarria, Bilbao, Sarmiento, Alberdi, Vigil, González Prada, habían hundido también el escalpelo en nuestros males y habían señalado caminos. El «patriotismo continental» de Rodó, anterior en años a Ariel73, proclamó en 1900 esta empresa como la única capaz de alzar esa gran bandera de esperanza que -en sugestiva comparación con un pasaje de Larra- suscitaría el entusiasmo, la fe y el afán74.

Dice Max Henríquez Ureña, comparando la obra y Nuestra América de Bunge, que Rodó brindaba remedios donde los otros no hacían más que señalar males75. En la primera resonancia de la obra, Enrique González Martínez apuntó, en carta a Rodó, la novedad de ese optimismo76. Lo hicieron más tarde Ventura García Calderón77 y Alfonso Reyes78. Jesús Castellanos incluyó su estudio sobre Rodó en un volumen titulado Los Optimistas79. El prospecto brillante de un futuro posible confirió a la obra ciertas tonalidades que influyeron hondamente en su época. «Apóstol de la Esperanza» le llamó Remos80; ya había insistido en este rasgo Juan Valera81. Su fe, su confianza, su entusiasmo, ejercieron un efecto balsámico, y a veces estimulante, durante muchos años.

Ya hemos señalado la índole voluntaria, y a veces trabajosa, del optimismo ariélico. No tiene nada de beata creencia en una felicidad futura inexorable, de visión rosada del mundo. Antonio Gómez Restrepo sorprendió bajo él «notas de melancolía»82; la exégesis posterior ha hablado de un «optimismo agonístico» (Ibáñez), de un «optimismo trágico» (C. Benvenuto).

Jacques Maritain expresó la validez de una actitud semejante en circunstancias mucho más dramáticas que las rodonianas: en tales coyunturas «l'espérance n'est pas seulement plus raisonnable que tout parti-pris absolu [...] elle est aussi une force et une arme spirituelle, un agent dynamique de transformation effective et de victoire...»83.

El mismo Rodó ratificó en declaraciones y correspondencias de la época este carácter optimista de su Ariel. En carta a Alcides Arguedas, sostuvo que eran pasajeros trastornos de la infancia lo que otros, agoreros o nihilistas, consideraban taras patológicas incurables84.

Pero esto ya pertenece en realidad a la etapa apostólica del «arielismo».

Todo mensaje de ideas implica un tono. También significa una perspectiva.

Rodó no podía menos que encontrarse «en» esa perspectiva, casi diríamos «con» ella. Estaba integrada por dos entidades de muy diferente naturaleza. Una es la de las ideas; la otra, la comunidad americana, radicación y destino de esas ideas, de esos ideales.

Respecto a las primeras, la mención suficientemente pormenorizada de sus fuentes y de su situación histórica nos debió haber mostrado que es muy poco lo que «inventa» Rodó en su análisis, en su mensaje. Allí estaban, al alcance de su mano, los materiales de Ariel. La cuestión de su originalidad ideológica, sólo tímida o ignorantemente insinuada, puede ser fallada, sumariamente, en contra.

Esas ideas, que están en su dintorno, Rodó las tomó en el estado de elaboración en que se encontraban. Un crítico chileno, Eduardo Lamas, destacó certeramente hacia 1900 que el autor de Ariel no «sutiliza, no inventa», que «toma las cuestiones en el estado en que las halla»85.

Sin embargo, los temas y la problemática de Ariel registran un manejo de esas ideas que ni es torpe ni es primario. Rodó realiza con ellas un trabajo de ordenación, una tarea anfiónica, que es esfuerzo de composición literaria y es lógica «teoría», en la que un tema va naciendo natural y casi inevitablemente del anterior. Lo que Moneva y Puyol llamaba «teorema espiritualista»86, traduce un vigilante, un exquisito sentido del orden.

Esta disposición no borra, empero, el carácter originario yuxtapuesto que tenían los temas y reflexiones ariélicas. Rodó lo ha soldado y unido todo con su arte mejor; no se suscita, sin embargo, la impresión de que el libro haya nacido de una meditación central que se diversifica y prolonga, que concluye hasta una figura completa y exhaustiva. Parece haber sido otro el tipo del pensamiento rodoniano en Ariel. Sobre una inquietud central y sobre una afirmación muy afincada de valores, el autor va desarrollando meditaciones y postulados autónomos, que se concitan, en posterior tarea, en un todo armonioso y sólido.

Ese modo de ordenación ideológica fue, en el Rodó ariélico, la conciliación y la integración. La actitud tenía sus raíces en su temperamento intelectual, receptivo, prudente, casi tímido en sus exclusiones, fácil a la simpatía, y era fruto natural de una época al mismo tiempo segura y compleja, dualista, contradictoria. (También guardaba contactos -no se ha destacado- con una tradición ideológica rioplatense que Rodó apreció muy altamente: el pensamiento conciliador de Esteban Echeverría y de su grupo de la «Asociación de Mayo»).

Rodó buscó conciliar el ocio contemplativo y la acción externa, la jerarquía y la igualdad, la democracia y la aristocracia, la elegancia griega y la fraternidad cristiana, el idealismo y el positivismo, lo íntimo y lo social.

Esta tendencia conciliatoria, ese movimiento natural hacia un sincretismo, ya mostrado en «La Novela Nueva», este armonismo, como se le había llamado a cierta corriente filosófica española, implica, sin duda, una posición de eclecticismo filosófico, apreciada de diversas maneras, desde la calificación de «crítico» y «estético» dada por Massera87, hasta la de «literario» debida al fiel Max Henríquez Ureña88. Como consciente de todo valor, como ciego a su trágica polaridad, no se sintió Rodó con fuerzas para la exclusión decisiva e hiló la tela delicada de todas sus alianzas. En todas las conciliaciones nótase un equilibrio que resulta inexorablemente impreciso e inestable, puesto que implica suponer la recíproca tolerancia de inspiraciones históricas cargadas muchas veces de un dinamismo hostil y conclusivo. Una frase caracteriza el procedimiento conciliatorio, ingenuo e intrépido a la vez, de Rodó. «Baste insistir», dice en la parte de Ariel en que postula la superación del antagonismo entre aristocracia y democracia igualitaria; «baste insistir», sostiene89, en el ideal esbozado e integrador. Consciente de todas las excelencias, participó Rodó del recelo vazferreiriano de las «falsas oposiciones», aunque quedóse a veces -y al fin- en una proclamación doble y paralela. Menos vivido, en puridad, que el autor de Lógica Viva, no atendió a su manera a esos «conflictos ideales»90 insolubles, pero al cabo creadores. La crítica posterior del antiarielismo insistió mucho en el hecho de que es diferente conciliar fórmulas y conciliar realidades. Los fenómenos de oposición pueden mostrar su falsedad en el orden de los conceptos y exhibir una desoladora verdad en el de las posturas vitales, en el de las creencias y las pasiones definidas, que tienen una raíz temperamental e histórica que se resiste a injertos y transacciones.

Y junto al carácter prospectivo, y normativo de las conciliaciones rodonianas, destaquemos el estatismo, el sello definitivo de la postulación ariélica. La realidad se ve en Ariel curable y redimible; los ideales, aunque se sostenga prudentemente su devenir, se ven como incontestables y seguros. Fue también una diferencia sentida muy agudamente en épocas más inestables.

Rodó manejó así, ordenó y armonizó ideas y sugestiones. No quiso preverlo todo, decirlo todo, criticarlo todo. No se había propuesto uno de esos programas más o menos universales e imprecisos, un manual de vida, una catecismo completo. Rodó no aspiró a nada de eso, sino sólo a señalar algunas zonas neurálgicas del mal moderno y americano, algunas previsiones ineludibles de su remedio. Si no habló de las dictaduras, del indio, del Estado o del destino humano, fue por ello (junto a otra fundamental razón que enseguida veremos). Anotemos así, entre tanto, este rasgo ineludible de su «parcialidad». Sin reprochárselo. Si se encomia que haya escrito el «evangelio de la juventud de América», no debía habérsele objetado que no haya escrito «Génesis», sus «Proverbios» o su «Apocalipsis».

Esta parcialidad y esta inclinación conciliadora han dado lugar a que se hablara de «la vaguedad» de Ariel. Lo han hecho críticos tan medidos como José Veríssimo91, Gustavo Gallinal92 y Pedro Henríquez Ureña93. «Lauxar» manifestó, con cierta ambigüedad, que Rodó esperaba que todo lo que él no dijera otros lo expusieran94.

Es, en cambio, observable su cuidado en evitar remisiones, en hacer explícito y completo todo desarrollo. Aludió en ocasiones a la ideología renaniana. El mismo «Lauxar» la ha destacado como complemento de su exposición, sosteniendo que Rodó sólo expresa sus ideas cuando éstas divergen de las de Renan95. Se trata en realidad de puntos ajenos a su intención y fines. Cuando expuso algo fundamental para su mensaje no descansó nunca Rodó, certeramente, en la convicción de que las fuentes y libros que le eran habituales lo fuesen para los demás. Sólo unos pocos -en realidad- podrían encontrar levemente pleonásticas algunas partes de la exposición: la mención de las virtudes y defectos de los Estados Unidos, por ejemplo, que estaba ya suficientemente abonada por Tocqueville y por Bourget.

Pero no sólo las ideas están presentes en Ariel y actúan en la perspectiva de Rodó. América, su telón de fondo y objeto del mensaje, se halla en una relación con el autor, cuya incomprensión ha dado lugar a los más negadores equívocos que la obra sufrió.

Tratemos de comprenderlo, aunque, explicado, quepa la discordia de convicciones o de oportunidad frente a la postura rodoniana. Por lo pronto, una cierta lejanía del objeto. Havelock Ellis dice que Rodó «never directly brings South America on the scene»96. Suficiente como para poder adquirir esa perspectiva continental que prestigió la difusión americana de su mensaje. Ello implica naturalmente, una desaparición de la particularidad de cada país, de todo detalle americano, un evanescente alejamiento de la específica situación humana en que el escritor se encontraba. No se presenta así en Ariel la realidad americana, ni la realidad rioplatense, ni la realidad uruguaya. Sin embargo, no han faltado los que destacaron en el libro un valor testimonial97, cuya falta otros muchos -los más- han lamentado.

Gustavo Gallinal ha precisado, muy felizmente, esta peculiar lejanía de Ariel:

Suponed un hombre curioso que quisiera conocer la América de 1900 y leyese Ariel. ¿Qué imagen de ella hallará en Ariel, libro escrito para adoctrinar a la juventud de América? Una imagen fugaz y muy borrosa, como vista desde una lejanía. No hay en Ariel una pintura directa de la democracia en América. Ninguna interpretación original y profunda de los fenómenos sociales característicos de los pueblos americanos [...] El presente emerge como una isla entre una doble lontananza infinita [...] el pasado embellecido por el recuerdo y el porvenir idealizado por la esperanza98.



Sin duda que los males de utilitarismo y aplebeyamiento, la invasión cosmopolita, la incertidumbre juvenil y sobre todo la imitación de lo norteamericano tienen una clara inferencia continental y aun rioplatense: el espíritu fenicio y aun el aluvión inmigratorio descaracterizador presentaba en nuestros países una gravedad inminente y mayor que en las naciones indohispanas del Pacífico o del centro de América.

Lo anterior quiere decir que si Rodó se aleja de su objeto no se desplaza en realidad hacia otro, desde su originaria radicación, desde su fidelísimo aquí. Ricardo Rojas caracterizó muy agudamente esta ampliación concéntrica de su visión99.

Vitier ha concedido que ciertas realidades ausentes de Ariel, v. gr. el indio, no son realidades uruguayas ni rioplatenses, aunque recuerda que Rodó tuvo presente a toda América en su mensaje100. (Cabría observar que esta debilidad de Ariel reside en que fue profecía de América lanzada desde un país demasiado periférico, demasiado alejado de lo telúrico y más auténtico del continente).

Pero no sólo el objeto América se encuentra alejado. Impórtale al autor más el futuro que el presente americano. Al futuro supone infundirle penetrante poesía, como rectificando lo que dice en cierto lugar de su obra sobre el pasado como inspiración estética mejor y preferible101.

Si no es una América sub especie aeternitatis la que ve, como se ha sostenido bastante últimamente102 (lo favorecerían su estatismo ideológico, su inclinación figurativa, su innegable linaje platónico; lo resistirían los visibles elementos de localización cronológica, su no abandonado evolucionismo historicista), aceptemos que el continente, distante ya en el espacio, se aleja también en el tiempo, con cierto ucronismo, con cierta libertad de lo estrictamente temporal.

Se apunta hacia un futuro no determinable, pero fundamentalmente al alcance de la tarea de las generaciones. (Vitier ha señalado el carácter «impaciente» que asume a veces la palabra «del sereno Rodó»)103.

Se destaca, por ejemplo, que Rodó no se refirió a los dictadores al aludir en Ariel al régimen político, cuando las dictaduras eran una realidad continental mucho más incontestable que esas jerarquías selectas y amenazadas que, en verdad, no existían en casi ninguna parte. Rodó no menciona así a Estrada Cabrera, ni a Díaz, ni a Cipriano Castro, terribles presencias americanas del 900. Reprochárselo es no entender esta perspectiva futurista de lo americano, que es esencial para la comprensión de su obra y que permitió que «arielistas» menores, como el chileno Tito Lisoni, juntaran los fervores tan disímiles del Señor Presidente guatemalteco y del autor de Ariel. Rodó veía sin duda en los dictadores hispanoamericanos resabios de una desorganización y de una incultura que la historia iría eliminando; con sus ojos fijos, en cambio, en los tiempos que advenían anunciando la universalidad de la democracia, se adelanta a señalar sus excesos y posibles peligros, descontando su instauración en América en años no muy lejanos.

Podría alegarse que, por el contrario, no previó Rodó la agudización del problema social y la omnipresencia de lo económico. Pero, además de que en el resto de la obra, en funciones de complemento ariélico, lo social no estuvo ausente -dentro de una moderada tonalidad evolucionista-, es muy diferente la operación mental de descontar remedios sobre el futuro y el de ventear males en un medio en que casi nada los anunciaba.

Futurismo es, en síntesis, la perspectiva americana de Rodó -sin que falten algunos rasgos normativos y aun aprioristas-. Le llevaban a ello su optimismo intrépido, su fe en el porvenir, su creencia en las posibilidades de acción de la juventud.

Esta peculiar lejanía rodoniana del objeto se ratifica en la sensación indubitable, que ya es posible rastrear en alguna página de «El que vendrá», de que América está vista, en ciertos momentos, como desde fuera, de que su construcción, su formalización, es desde fuera que se acomete. Lo griego y lo cristiano parecen aportados por unas manos que no estaban hundidas todavía en «el barro de América»104.



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