Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Sin «olor a pueblo»: la polémica sobre el naturalismo en la literatura argentina

Alejandra Laera





«Mi obra -escribe Émile Zola en el prefacio a la edición en volumen de L'Assommoir en 1877- es la primera novela que se ocupa del pueblo y que sin mentir recoge el olor del pueblo». Así, defendía su libro -el séptimo del ciclo de los Rougon-Macquart- del ataque de la crítica y justificaba su éxito (noventa y una ediciones en cuatro años).

En 1879, en una Argentina a punto de ingresar en la etapa de la modernización liberal con la presidencia de Julio Argentino Roca, un periodista del diario La Nación, Benigno Lugones -estudiante frustrado de medicina y ex policía-, asume los postulados de Zola:

«Es posible -escribe respondiendo a las críticas- que se diga que el 'olor a pueblo' de las novelas naturalistas es demasiado nauseabundo. Tanto mejor: seremos como el cirujano que revuelve su mano en la inmundicia de la carne putrefacta y se inclina sobre la úlcera pestífera para estudiarlas profundamente»1.



¿A quién -me pregunto- representa el nosotros proclamado con tanta convicción y que se recorta profilácticamente del pueblo, sobre todo, antes de que se escribieran novelas naturalistas argentinas? Es decir: ¿quiénes serían los escritores naturalistas en la Argentina de 1880 y quiénes son los otros, los que poseen esta «úlcera pestífera»?

Entre 1879 y 1887 -en pleno proceso de constitución del Estado- se lleva a cabo en la Argentina una intensa polémica alrededor de la escritura de novelas naturalistas en la que participan, a través de la prensa periódica, de la correspondencia personal y de la misma producción literaria, distintos sectores de la élite letrada. Lo que me interesa de esa polémica es no solo lo que descubre -esto es, la discusión estética y el pendant con Europa-, sino cómo en las discusiones sobre el naturalismo entran en juego cuestiones vinculadas con la identidad nacional, con los imaginarios de la nación y con la circulación y cristalización de imágenes que la élite produce de sí y de los otros. Es decir, la polémica sobre el naturalismo pone de relieve una de las problemáticas que más ha obsesionado a los sectores letrados argentinos -y latinoamericanos- en el siglo pasado y aun en este: la cuestión del otro.

Ya en 1850, el imperativo de escribir novelas estaba ligado a la constitución de la nacionalidad y al modo en que los componentes heterogéneos debían ingresar en ella ('chinas', gauchos, inmigrantes). Pero, a diferencia del romanticismo, sospechado muchas veces por exacerbar la imaginación de los lectores, el naturalismo -con su aparato cientificista- se presentaba como un canal más apropiado para una pedagogía que intentaba al mismo tiempo socavar los posibles descontroles de la imaginación y establecer mecanismos de sujeción. Esto explica, en buena medida, el fuerte impacto de esa estética en las últimas décadas del siglo XIX y las renuencias que -con otro signo y con otros agentes- pueden observarse en el siglo XX en Latinoamérica.

En la polémica -dirimida en el interior de la élite letrada- se plantean, a la vez, salidas para la literatura nacional y para la política; y en sus desencuentros y malentendidos pueden leerse los esfuerzos y obsesiones de este grupo para construir la identidad nacional deseada y autolegitimarse. El espacio de la representación reproduce los lugares políticos, institucionales y topográficos asignados al otro en el marco de la constitución del Estado.

Dentro del corpus de artículos críticos y novelas de la época que participan de la polémica, quiero establecer una periodización que me parece necesaria para observar las continuidades y discontinuidades en la discusión:

  1. Período de inflexión: Entre 1879 y 1880 se manifiesta una toma de posición estética caracterizada porque no se han escrito aún novelas naturalistas argentinas;
  2. Período de inscripción: En 1881 se publica la primera novela de Eugenio Cambaceres, que provoca un escándalo y que, pese a sus diferencias con el naturalismo, es asimilada a esa estética;
  3. Período de instalación: En los años siguientes (y hasta 1887) se publican muchas novelas vinculadas con el naturalismo y el debate perdura con un pico de la discusión en 1885, año en que Cambaceres publica Sin rumbo;
  4. Período de clausura: En 1887 se produce la clausura de la polémica; ese año Cambaceres publica En la sangre, que es recibida con aceptación general por los críticos.

En este trabajo, me centraré en la relación que se establece entre los dos primeros períodos, vinculándolos finalmente con la clausura de la polémica.


- I -

En el primer período -que llamo de inflexión naturalista- no había novelas nacionales para fundamentar la adhesión o el rechazo: el blanco de la polémica está condenado a la discusión sobre la literatura extranjera, exhibiendo también la ausencia de una tradición nacional en la que apoyarse. Literalmente eco de la polémica francesa, la discusión gira alrededor de la llegada y la recepción en Buenos Aires de los libros de Émile Zola. «¿Cuál es el secreto del éxito de un libro tan inmoral?», se pregunta un comentarista de La Nación refiriéndose a Nana2. La respuesta advierte sobre los riesgos morales de este tipo de lecturas y dictamina que «la decencia pública no permite que se escriban».

En una polémica, siempre hay un supuesto compartido por sus participantes. Desde la prensa, los argumentos de ambos bandos confrontan la moralmente riesgosa exhibición de los «vicios» y las «miserias» con los peligros de una literatura idealista y «mentirosa» que exacerba la imaginación; y oponen la «pureza» de la literatura a la «degradación» y «prostitución del arte». En verdad, la vinculación entre escritura, moral y pedagogía no es lo que se está discutiendo, ya que hay un acuerdo tácito acerca de la función pedagógica de la literatura. En un país en el que la novela era un género caracterizado por la discontinuidad, lo que se discute es la eficacia del naturalismo para ejercer esa función.

En un extenso trabajo sobre el naturalismo, de comienzos de 1880, que publicó el diario La Nación, Luis Tamini parece hacerse cargo de la preocupación por la ausencia de una tradición realista nacional en sus intentos por buscar en la literatura argentina una anticipación de la estética naturalista3. Desmontando la lectura testimonial de «El matadero» de Esteban Echeverría que hace Juan María Gutiérrez cuando lo publica por primera vez en 1871, Tamini hace la primera lectura realista del texto y transforma la discusión entre clásicos y románticos en una discusión entre románticos y naturalistas. Desplazamiento y superposición que son síntomas de una esterilidad (la de la ficción argentina) y de una necesidad por constituir genealogías (con los hombres del 37). El período de inflexión naturalista no se percibe como emergencia de un género sino como continuidad de una forma y de una lengua residuales. La tradición -en tanto «continuidad deseada», como diría Raymond Williams- no se arma con el género (la novela) sino con la forma (lo 'realista')4.

Cuando, en 1881, Eugenio Cambaceres publica Pot-pourri, su primera novela, se produce un desfasaje respecto de los proyectos y las expectativas depositados en 'lo realista'. Es que el supuesto pedagógico de la instancia inicial de la polémica asignaba lugares prefijados alrededor de una falta: la del objeto polémico. Pot-pourri pasa, mediante una operación violenta de la crítica, a ocupar este vacío, pero produce a la vez un movimiento paradójico: despliega una opción narrativa que cuestiona los lugares previamente asignados.




- II -

En 1881, entonces, Cambaceres -considerado por los miembros de la élite el más aristocrático del grupo y por la crítica argentina de este siglo el novelista emblemático de los 80- publica anónimamente su novela Pot-pourri. Silbidos de un vago, que agota tres ediciones en pocos meses y suscita, de inmediato, un escándalo: «No se puede figurar el tole-tole que ha levantado la porquería esa, que escribí y publiqué antes de mi salida de Buenos Aires», le escribe a Miguel Cané5. Como su título lo anticipa, es un libro hecho de retazos (de la narrativa, del texto teatral, de la descripción), unidos por una trama débil pero prototípica: el narrador (el vago), soltero y escéptico, es testigo de cómo un matrimonio de la alta burguesía pasa del idilio de la luna de miel a la hipocresía de la infidelidad6. Sin embargo, ni el narrador en primera persona ni la configuración narrativa fragmentaria son leídos como obstáculos para asignarle a la novela el mote de «naturalista». Pot-pourri se instala en el vacío percibido por los primeros defensores de Zola y, así, la polémica generada con la novela se asimila a la polémica sobre el naturalismo.

Este es el período de inscripción. Cuando Zola publica Pot-bouille, en 1881, muestra que una novela naturalista también puede convertir en objeto de 'estudio' a los burgueses7. Este giro justificaría el lugar que se le da a Pot-pourri en la polémica como inauguradora de un naturalismo nacional. El mismo Cambaceres ingresa a la polémica -desde el prólogo a la 3.ª edición de 1882- asumiendo retroactivamente la condición de escritor naturalista.

Ahora bien: si la inscripción de Pot-pourri al naturalismo canaliza las expectativas de sus defensores, tuerce al mismo tiempo los proyectos formulados en el momento de inflexión. Porque el «cirujano» no revuelve sus manos en la carne del pueblo, sino dentro del hogar burgués. Cambaceres hace públicos los secretos de la vida privada y representa las estrategias del ocultamiento a través de una sintaxis del fragmento que pone de relieve la inestabilidad de los lazos sociales en el interior de una clase que pretende exhibir permanentemente su solidez y equilibrio. Desde la pareja adúltera que deja morir al esposo enfermo para quedarse con su dinero hasta la madre que se deshace de un nieto al que su hija engendró con un mulato sirviente de la casa, los secretos de la vida privada de la élite son develados al lector. «En cuanto a mí, usted sabe que tengo un flaco por mostrar las cosas en pelota y por hurgar lo que hiede; cuestión de gustos», le escribe Cambaceres a Miguel Cané. Lo que huele mal, en Pot-pourri, es la propia clase.

En la trasposición de la estética naturalista de Europa a la Argentina, entre el período de inflexión y el de inscripción, se produce un salto fundamental: se elude el momento reformista (que en Zola está en la representación de la vida de las clases populares). Si bien en el prólogo a Pot-pourri Cambaceres proclama que «la exhibición sencilla de las lacras que corrompen al organismo social es el reactivo más enérgico que contra ellas puede emplearse», la elección inesperada del objeto anula la función pedagógica de la representación. Porque cuando no hay paternalismo sino crítica a los pares, el reformismo es imposible y el escritor pedagogo se transforma en un moralista satírico. Más aún: con su libro, Cambaceres no solo pasa por alto la impronta reformista del naturalismo sino que subvierte la pedagogía liberal (en ese momento se están discutiendo las leyes de matrimonio civil y de educación común laica) y propone una contrapedagogía de las instituciones8.

En lugar de mostrar los vicios del pueblo para corregirlos y lograr la sujeción mediante la advertencia de la representación, Cambaceres muestra «los salones invadidos por la élite de la sociedad». La invasión -ideologema que ha servido, en la literatura argentina, para referirse a la irrupción del otro- remite acá a los compañeros de clase9. Entonces, la pedagogía imposible de la representación se convierte en una paranoia de la referencia. ¿Quiénes son esos personajes criticados en la novela?, se preguntan los hombres de la 'generación del 80' (los hombres del Estado y del Club). ¿Es posible que, así como el narrador menciona a Pedro Goyena y dedica casi dos páginas a describir irónicamente su actividad de causeur, haya en Pot-pourri otras alusiones a personalidades de la época? ¿Cuál es el nombre y apellido de «nuestros cómicos políticos» enjuiciados en el capítulo en el que se explica la «Farsa republicana»? Estos interrogantes promueven una paranoia que comienza cuando los lectores de la élite se empeñan en buscar detrás de cada tipo, de cada personaje, el nombre propio correspondiente: era un secreto a toda voz, para los lectores de la época, que Bartolomé Mitre o Carlos Tejedor, entre otros, eran personajes en clave dentro de la novela10. De hecho, este es uno de los principales motivos que llevan a Cambaceres a escribir las «Dos palabras del autor», donde admite que «bien sabía, por otra parte, que era peludo el asunto, que más de uno iba a mirarse reproducido en la escena, que el libro iba a darme un buen número de enemigos, amigo, ninguno». Y aunque allí aclare que no ha dado motivos para excitar el escándalo, sigue siendo provocativo al sostener, al mismo tiempo, que «todos ustedes han colaborado alcanzándome la pintura». De este modo, desde ambos bandos de la polémica comienza a circular una «lectura en clave» de la novela que hace posible la unión de un católico como Pedro Goyena y un liberal como Miguel Cané frente al autor de Pot-pourri, y que, sobre todo, exhibe una tensión entre representación y referencialidad, que pone en cuestión el carácter ficcional de la novela y las mediaciones que esta entabla con la realidad11.




- III -

Hay una pregunta que considero decisiva en este debate: «¿Al libro o a su objeto, a cuál de los dos cobráis horror?», pregunta Luis Tamini en 1880. En el momento de inflexión, la argumentación a favor del libro podía ser convincente, pero, una vez inscripta Pot-pourri en la estética naturalista, la respuesta no puede ser la misma.

La ruptura del pacto de clase practicada por Cambaceres con su primera novela, la identidad de clase del sujeto que escribe con el objeto representado, anula la opción entre «libro» y «objeto»: el «horror» solo puede estar depositado en el libro.

En su desvío (de la tradición, de la clase, del género), Pot-pourri ingresa en una serie latinoamericana centrada en problemáticas similares a las que formula Flora Süssekind respecto a cierta literatura brasileña del período:

«El texto debe reforzar las características previamente conocidas de su autor. Debe, antes que nada, reforzar la propia noción de autoría... Debe, finalmente, tornarse legible a imagen y semejanza de su propia nacionalidad. ¿Cómo reconocer un texto que, en vez de reforzar la identidad nacional, produce inquietantes fragmentaciones? ¿Cómo llamarlo? ¿Parricida, bastardo, estéril?»12.



«Libro enfermizo» (dice Goyena), «libro de un enfermo» (lo llamará Cané). El discurso médico-científico del naturalismo ingresa a la polémica, donde se transforma en injuria. Como señala Cristina Iglesia, «ambos están diciendo que Pot-pourri es un texto producido fuera de la norma, fuera de lo que el sistema literario permite como variación y, por lo tanto, debe ser confinado, separado, encerrado en un hospicio»13. La profilaxis se ejerce contra el libro y contra su autor: los «cirujanos» son ahora los críticos y Pot-pourri es la «úlcera pestífera» que debe ser extirpada de la literatura nacional.

Contra los críticos que inscribieron a la novela como eslabón inaugural de la representación naturalista en la inestable tradición literaria argentina, se despliega una lectura en clave que -al potenciar la referencialidad- socava los efectos de verdad de la representación. Esta lectura en clave -lo que llamo paranoia de la referencia- exhibe uno de los puntos más altos de la polémica, el de la «leyenda escandalosa», como la denominó en 1885 uno de los defensores de Cambaceres, Martín García Mérou, adjudicándola a las heridas narcisistas del «pequeño gremio literario» (que -recordémoslo- era también la élite política)14. Pedro Goyena -opositor tenaz de Cambaceres- registra tendenciosamente esta operación: la «malicia» y la «curiosidad malsana» de los lectores tienen sus correspondencias en la escritura: «la indiscreción», «la mala voluntad», «la chismografía».

La estrategia tiene un objetivo: conjurar la representación. Al reinstalar la posibilidad de comprobación empírica, la discusión de la novela se vuelve un asunto privado, de clase (esto solo se debe conversar en el Club). Se acota así su impacto a un contexto fuera del cual pierde legibilidad, lo que explica que uno de los injuriados -como Pedro Goyena- estimule una lectura referencial. Desde mi punto de vista, la oscilación entre representación y referencialidad pone en evidencia la recuperación de elementos residuales de la tradición literaria argentina (de la biografía, de las memorias, del periodismo) ante una novela que responde de una manera imprevista -y desviada según los críticos- a los reclamos por constituir una ficción representativa. En ese sentido, y para comprender los vaivenes de esa búsqueda, se hace necesaria una periodización detallada que describa las expectativas, los esfuerzos y las violencias que convergen en la palabra polémica.




- IV -

En el prólogo a la 3.ª edición de 1882 -con el cual interviene en la polémica- Cambaceres refuta a sus opositores como si conociera la distancia entre los procedimientos de la representación y las intenciones referenciales: «copiar del natural» -escribe- no es lo mismo que «pretender vestir con semejante ropaje a don Fulano o doña Zutana, personajes de carne y hueso». La frase convencional «todos los personajes y las situaciones son ficticios» (que tiene un valor jurídico más que literario) parecería suficiente para sofocar las reacciones ante la novela. Sin embargo, esa frase de la convención del género, esa frase que es el umbral de la ficción (lo que marca al mismo tiempo que lo que le sigue no es la realidad pero que necesita ser enunciado porque pretende ser igual a ella), todo el tiempo se manifiesta como ausencia.

Es que esa especie de poética en la que se convierte el prólogo insiste en algunas de las zonas conflictivas de la novela (anonimato, enfrentamiento del escritor con su clase, actitud moralizadora y satírica). Me interesa recuperar uno de esos aspectos porque -aunque mencionado al pasar- lo considero clave en la estética de Cambaceres y en la polémica:

«Decía, pues, que había tenido los bultos por delante, solo que, operando en carnaval, en que todo se cambia y se deforma, probablemente se deformaron también las lentes de mi maquinaria, saliendo los negativos algo alterados de forma y un tanto cargados de sombra».



Lo que podría haber sido una justificación incipiente resalta, en cambio, el posicionamiento del narrador; esto es: la perspectiva carnavalesca, el carnaval como un decorado donde se desarrolla la comedia, la parodia, la farsa. La distorsión visual comparte con el chisme (la lectura referencial) precisamente lo que tiene de distorsión, pero se diferencia de él en que sí posee un origen; en este caso, la propia clase.

Si -como señala Michelle Perrot- «el retrato fotográfico contribuye a una propedéutica de las posturas, al tiempo que difunde un nuevo código preceptivo», Pot-pourri es un retrato aberrante15. Y una clase que pretende autolegitimarse y constituirse como sujeto verdadero y legible de la identidad nacional solo puede reconocerse en un retrato retocado. En lugar del retoque -y como un fotógrafo en búsqueda de nuevas técnicas expresivas-, Cambaceres expone las «aberraciones tonales» de la luz artificial; es decir: fotografía en carnaval.



*  *  *

En el umbral de la ficción de los 80, la literatura debe reformular sus proyectos, establecer estrategias. Por eso, creo que las distintas producciones de la década deben leerse como series que se cruzan, que se imbrican, y no organizando corpus aislados más o menos dominantes. Si la élite letrada asume dominantemente una escritura de la pura referencialidad que se postula como memoria y autobiografía -continuando la tradición testimonial latinoamericana-, los otros, el pueblo, estarán destinados a la representación naturalista y serán los protagonistas del género emergente. Así, En la sangre, cuarta y última novela de Cambaceres, de 1887, corrige todos los desvíos de Pot-pourri: recompone los pactos de clase, toma distancia de su objeto y construye una imagen cerrada y compacta de la identidad nacional (en la cual ahora el inmigrante, configurado como invasor, es instalado en los márgenes).

La clausura de la polémica, entonces, ancla en el consenso sobre la diferencia entre sujetos y objetos de la escritura, en la legibilidad de la clase y en la función de la representación. Puede decirse, finalmente, que la operación naturalista ha sido un éxito: la élite es artífice de una literatura en la que hay 'malos olores' pero ya no le pertenecen.








Obras citadas

  • CAMBACERES, Eugenio. En la sangre. Buenos Aires: Ediciones Colihue, 1984.
  • ——. Pot-pourri. Buenos Aires: Hyspamérica, 1984.
  • CYMERMAN, CLAUDE. Eugenio Cambaceres por él mismo (Cinco cartas inéditas del autor de Pot-pourri). Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, 1971.
  • FRUGONI DE FRITZSCHE, Teresita. El naturalismo en Buenos Aires. Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, 1966.
  • GARCÍA MÉROU, Martín. «Las novelas de Cambaceres». Libros y autores. 1885.
  • IGLESIA, Cristina. «Breve tratado sobre el silbido en la literatura nacional». Revista Interamericana de Bibliografía, vol. XLV, n.º 3 (1995).
  • MITTERAND, Henri. «Dossier». Émile Zola. Pot-bouille. París: Gallimard, 1982.
  • PERROT, Michelle. «El secreto del individuo». Historia de la vida privada. Sociedad burguesa: aspectos concretos de la vida privada (t. VIII). Philippe Aries y Georges Duby, directores. Trad. de F. Pérez Gutiérrez y B. García. Buenos Aires: Taurus, 1989.
  • RECALDE, Héctor. El primer Congreso Pedagógico. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1987.
  • ——. Matrimonio civil y divorcio. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1986.
  • RIFFATERRE, Michael. Fictional truth. London: The John Hopkins University Press, 1990.
  • SCHARF, Aaron. Arte y fotografía. Trad. Jesús P. de Santayana. Madrid: Alianza Editorial, 1994.
  • SÜSSEKIND, Flora. Tal Brasil, qual romance?. Río de Janeiro: Achiamé, 1984.
  • WILLIAMS, Raymond. Cultura. Sociología de la comunicación y del arte. Trad. G. Baravalle. Barcelona: Paidós, 1981.
  • ZOLA, Émile. Pot-bouille. París: Gallimard, 1982.


 
Indice