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Sincretismo genológico y estilístico, parodia e intertextualidad en «De sobremesa» de José Asunción Silva

Selena Millares





Muy poca fortuna ha tenido la única novela de José Asunción Silva, De sobremesa, ya desde su gestación accidentada, pues su autor la reescribió febrilmente varias semanas antes de su muerte -en 1896- y contiene elementos de novelas cortas escritas anteriormente y perdidas en el naufragio del Amérique en 1895. Por otra parte, muy escasa ha sido la atención que le ha dispensado la crítica, lo que hace que Fernando Alegría, en su conocida Historia de la novela hispanoamericana1, ni tan siquiera la nombre al referirse a las novelas modernistas. A ello alude Loveluck al titular el trabajo que le dedica: «De sobremesa, novela desconocida del modernismo»2. Sin embargo, urge rescatarla del olvido en que se ha visto sumida, ya que, a pesar de la precipitación con que ha sido escrita y los defectos que de ello derivan, es una obra que ofrece valores innegables. En su forma casi caótica cristaliza precisamente la problemática del escritor modernista y sus conflictos intelectuales y existenciales, al tiempo que se convierte en documento autocrítico e incluso en teoría de la novela, instituyéndose en novela-ensayo, de gran valor para conocer el verdadero sentir del autor modernista en general y la significación y caracteres de su prosa.

En un análisis somero del contenido, encontramos en esta novela un curioso fenómeno con respecto a la presentación de los dos temas fundamentales que lo rigen, el arte y el amor, que aparecen catalizados respectivamente por dos personajes, José Fernández y Helena, que casi podríamos considerar como personajes-tema.

En el primer caso, nos encontramos ante un artista que se configura como alter ego del autor, y por boca del cual Silva expresa sus concepciones tanto estéticas como existenciales y político-sociales, confirmando la tesis de Aníbal González, para quien las novelas modernistas versan sobre el propio modernismo, en un gesto autorreflexivo, y entre ellas «De sobremesa es quizá una de las obras más patentemente autocríticas producidas por un modernista»3. De la obra se puede extraer tanto una poética como una propuesta ideológica: «En De sobremesa Silva dio cumplida expresión novelística a la duda existencial y literaria que carcomía a los hombres de letras hispanoamericanos de su tiempo, ya en camino de convertirse en intelectuales»4. Ricardo Gullón, por su parte, afirma en «Simbolismo y Modernismo»5 que el artista es uno de los ejes temáticos de la literatura modernista, incomprendido y marginado, sueña con dominar o redimir la realidad:

Erguidos frente a las tempestades de la ignorancia, la violencia y la barbarie, el aristocratismo mental de los poetas se refleja en imágenes de irreprimible elevación En la frontera, sobre la línea de defensa contra el positivismo y el espíritu científico, se imaginaban mantenedores de una cultura que incluía la realidad del misterio6.



El autor modernista se considera perteneciente a la aristocracia de la inteligencia. Heredero del romanticismo, se entrega al «culto sagrado del artista y a la protesta por la incomprensión de éste en una sociedad practicista y vulgar, que da por tierra con todo sueño y ambición del espíritu»7. Afirma Loveluck que la narración modernista «cuando no elige el camino de la evasión temporal y geográfica entroniza a los raros, en medio de una atmósfera intelectualizada y obsedida por el delirio del arte»8.

Así pues, la novela se constituye en reflexión sobre el papel del artista y también sobre las artes, tanto poéticas como plásticas; de hecho, uno de los motivos recurrentes que ambientan espacialmente la novela son los cuadros que el protagonista posee, y que muestran su visión de la vida a través del prisma del arte. Otro aspecto de la novela que evidencia ese papel preeminente del arte son los constantes comentarios que en ella se hacen sobre literatura, que veremos al tratar la vertiente de la intertextualidad que presenta la obra.

En cuanto al segundo tema señalado, el amoroso, hay que anotar en primer lugar que constituye un rasgo de la herencia romántica del autor. La mujer amada, Helena, encarna al ideal, el Misterio. Habrá en la obra una polarización del amor hacia sus dos extremos, el platónico (neomisticista) y el carnal (decadentista), algo muy presente después en los autores modernistas.


Sincretismo genológico

Estructuralmente, De sobremesa constituye una novela absolutamente anómala, genológicamente híbrida entre la narrativa, el ensayo y el diario íntimo.

Un narrador N, omnisciente e implícito -el propio Silva- establece una situación dialógica que sirve de pretexto para la diégesis. Así, se establece un marco espacial en una estancia exquisitamente adornada con objetos exóticos y cuadros (que serán uno de los motivos recurrentes del libro). El momento: la sobremesa (de ahí el título). La medialuz, el instante, la compañía, incitan a la tertulia a los personajes presentes, que conversan sobre arte, ciencia, amor y poesía.

Este marco estructurante provoca un distanciamiento del autor heterodiegético, conveniente por estar éste muy vinculado al personaje narrador, alter ego de Silva, aunque esto no debe hacernos incurrir en la falacia autobiográfica.

La metadiégesis presenta una distribución heterogénea y discontinua. Su contenido no ofrece un hilo conductor explícito, pues lo constituyen reflexiones y narraciones dispersas basadas en la técnica de la analepsis, propia del diario y las memorias. El marco estructurante contribuye a transmitir el ambiente de intelectualismo imperante en el fin de siglo y el carácter libresco del mundo que se crean los modernistas, y, al ser retomado al final de la novela, le confiere una arquitectura perfectamente cerrada, con lo que se resuelve positivamente la dispersión anterior.

En cuanto al segundo plano señalado, hay que subrayar que la presencia del artista como protagonista es un rasgo de la novela modernista. Anota al respecto Loveluck que «la novela del modernismo se solaza en la pintura de los rebeldes hijos de la insatisfacción, las víctimas del spleen, los neurópatas, los seres de refinamiento enfermizo y sensibilidad hiperestésica -palabra dilecta de esos años...»9.

Otros dos personajes de ficción, hombres de ciencia ambos, propician el hecho de que la novela se convierta también en psicológica, ya que provocan la interiorización y las digresiones del protagonista sobre su propia neurastenia, mal du siècle que es tratado también científicamente

De sobremesa, como libro de muy valiosas revelaciones epocales recoge los intereses por la psicología, más las exploraciones mentales de los años que el autor conoció directamente, cuando París se deslumbraba con Charcot y otros estudiosos prefreudianos10.



El resto de los personajes que aparecen en la novela son femeninos y encarnan esa polarización ya mencionada entre amor sensual y amor espiritual que caracteriza al sentir del protagonista, y que en Darío encontramos aunados en una concepción sacralizada del amor carnal, «misticismo erótico» en términos de Octavio Paz11. Así pues, tendremos dos grupos de personajes femeninos, cuyas fronteras están bien definidas. De una parte hemos de considerar a las dos mujeres idealizadas, que encarnan el amor platónico y el amor maternal: siempre, pues, amor espiritual. Helena es el personaje femenino más importante de la novela y encarna lo imposible, el ideal, la perfección y el arte. Apenas entrevista una vez, se convertirá en la obsesión del protagonista, con un valor simbólico más que real. Su importancia se extiende en un doble plano pues su figura evanescente e inalcanzable representa a un tiempo el ideal amoroso y artístico del protagonista. Como personaje no puede considerarse como actante sino más bien como una idea. Sólo una vez se puede vislumbrar su presencia, y vagamente. Sin embargo, su figura ocupa toda la obra. Se asemeja en su funcionalidad al personaje cervantino de Dulcinea, presente también, de manera indirecta, en todo el Quijote. De hecho, se hace referencia explícita a este personaje hacia el final de la obra, en la discusión entre Fernández, el protagonista, y un escultor naturalista que le recrimina su idealismo:

Tú vas soñando siempre en alguna Dulcinea, como el caballero de la triste figura: yo soy más práctico... Los dos somos del mismo árbol, los Andrade aquellos, ¿oyes?... con dos injertos diferentes, tú de don Quijote... yo de Sancho12.



Los dos personajes femeninos a que se ha aludido constituyen un leit-motiv de la obra, pues encarnan no sólo el ideal sino también la posibilidad de redención. El artista se siente sumido en un mundo pragmático desolador, arrastrado por los placeres sensuales, y constantemente recurre a esos dos seres para que le otorguen la salvación frente al infierno y a la locura.

En contraposición a ellos, tendremos otros siete personajes femeninos que se situarán en el polo opuesto, artífices de los placeres carnales que ayudan al protagonista a evadirse del tedium vitae, el sentimiento de asco y amargura que lo domina ante un mundo que no lo comprende y del que se automargina. Son objeto de lo que Contino define como una de las características del decadentismo de la novela, la persecución del instante carnal:

Es una de las líneas temáticas más importantes de la obra porque a través de ella se expone claramente el otro lado de la siempre presente dualidad del conflictivo héroe13.



En cuanto a la clasificación genérica de la obra que nos ocupa, se hace muy difícil debido a su fragmentación temática, su forma de diario, su desorden temporal y las largas secuencias ensayísticas que en ella se hallan interpoladas. Jean Franco la denomina «novela corta»14 y Loveluck la considera un «diario novelado»15. Aníbal González trata este tema con más profundidad y explica del siguiente modo la opción genológica de Silva:

Por ser la suya una novela de audaz exploración en la psicología de un artista. Silva elige una modalidad narrativa, el «diario» generosamente expresivo de la intimidad de un carácter16.



De hecho, hay en la novela una introspección psicológica que podría llevarnos a etiquetarla como tal. Más aún, podría decirse también que nos encontramos ante una configuración literaria de la poética modernista. Comenta al respecto Allen W. Phillips, quien califica De sobremesa como «diario íntimo»:

... hay pocas novelas modernistas puras, porque nacen muchas de ellas en un momento en que perdura todavía un bien marcado lastre naturalista o realista en pugna con el deseo de creación subjetiva e intimista propia del modernismo17.



Pero son especialmente interesantes las observaciones de Loveluck al respecto, que por su importancia reproducimos a continuación, a pesar de su extensión:

... le interesó a Silva en su novela, más que disponer una sutil mecánica narrativa, exhibir sin ambages la tortura interior, el drama, el vacío, la soledad de un «raro» en medio de una sociedad pacata y atrasada En su mayor parte esta novela-ensayo presenta una asistemática teoría del hombre finisecular y de sus conflictos básicos. La constante interpretación genérica (la invasión de lo ensayístico y meditativo en el campo propio de la ficción) confiere al libro una estructura a veces caótica, vaticinio de La vorágine, cuyo exaltado protagonista es como José Fernández, poeta y espejo del autor18.



De todas estas apreciaciones podemos deducir que, formalmente, nos encontramos ante una novela anómala en su configuración, y que constituye en realidad un pretexto del autor para verter todas sus ideas y concepciones sobre el arte y la vida, y a modo de confesión íntima pero indirecta, expresar todas las ansias, temores y frustraciones que le provoca el momento en que le tocó vivir. Es, pues, un producto híbrido, una anti-novela19.




Parodia

Siguiendo los criterios narratológicos que establece Genette en Figures III con respecto a la voz, podemos referirnos en De sobremesa a dos voces diferentes. La primera corresponde a un narrador heterodiegético o de primer grado (José Asunción Silva) que establece el marco dialógico que proporcionará el pretexto para la narración, y a su vez extradiegético, pues no participa en ella.

La segunda voz narrativa, y la más importante, corresponde a un narrador homodiegético, i. e. de segundo grado, e intradiegético; se trata del protagonista, José Fernández, que se evidencia como alter ego del autor, aunque no de un modo absoluto. Con él, Silva consigue una objetivación y distanciamiento que le permiten mayor libertad para la expresión de sus pensamientos. A este respecto es interesante la opinión de Aníbal González.

José Fernández es más bien una imagen del hombre de letras finisecular tal como Silva lo vio. Lo que pueda haber de Silva en Fernández sería, en último término, una despiadada caricatura de sí mismo, una especie de anti-narciso, de manera análoga a como De sobremesa en su conjunto es casi una anti-novela. Considerando el modo tan frío e implacable con que se representa los devaneos de José Fernández, cabe pensar que poco le falta a Silva para hacer de su novela un testimonio de la bêtise humana y la inutilidad de las letras...20.



Este texto nos da pie a tratar otro aspecto importante referente al autor, a saber, la actitud crítica y paródica tanto hacia su entorno como hacia sí mismo. En un fin de siglo en que colisionan peligrosamente los ideales humanos con los avances de la ciencia positiva, le quedan al artista el sarcasmo y la ironía como únicos mecanismos de defensa. Estos dejan traslucir, en última instancia, un profundo pesimismo y desengaño.

Con respecto a sí mismo, el poeta protagonista de la obra presenta una actitud autocrítica directa («el snob grotesco que en algunos momentos me siento») aunque no deja de ofrecer sus constantes contradicciones, por lo que parece que quisiera deslindar al modernista fatuo del auténtico:

Junto a ese mundano fatuo está el otro yo, el adorador del arte y de la ciencia , el maniático de filosofía que sigue las conferencias de La Sorbona y de la Escuela de Altos Estudios, y cerca de ese yo intelectual funciona el otro, el yo sensual...21.



La crítica mordaz hacia las nuevas modas cientificistas le lleva a veces a pasajes verdaderamente humorísticos:

Me habló del vértigo mental y de la epilepsia, de la catalepsia y de la letargía, de la corea y de las parálisis agitantes, de las ataxias y de los tétanos de todos los miedos mórbidos, el miedo de los espacios abiertos y de los espacios cerrados, de la mugre y de los animales, del miedo de los muertos, de las enfermedades y de los astros...22.



Ese sarcasmo no se identifica con el realismo grotesco, la percepción carnavalesca del mundo, la catarsis de la trivialidad que caracteriza a muchas obras populares23. Se trata de un sarcasmo hosco y sombrío, disfrazado de sutilezas y de una ambigüedad que llega a constituirse en rasgo estructurante. Como en Gotas amargas o «Sinfonía color de fresas en leche», la actitud crítica se inviste de humor, unas veces distendido, otras, corrosivo. Como su venerado Cervantes, al que cita en diversas ocasiones en De sobremesa. Silva utiliza la parodia como mecanismo de crítica y autodefensa a un tiempo.

Todo esto nos lleva a considerar la novela como un ensayo, pues en ella se vierten opiniones y críticas sobre numerosos elementos claves de la época en que al autor le tocó vivir; destacan especialmente las reflexiones sobre arte y sobre política.




Sincretismo estilístico e intertextualidad

En cuanto a las digresiones sobre las estéticas imperantes, podemos considerar la obra como metaliteraria, ya que puede leerse como una poética del sincretismo estilístico que defiende el autor, situado históricamente en el punto de encuentro de diversas corrientes que confluyen simultáneamente. Por ello, encontramos vestigios románticos frente a elementos naturalistas, y un sabor simbolista y decadentista que da paso ya a un modernismo incipiente pero híbrido. Los recursos formales evidenciarán esta miscelánea, como ya veremos. Sin embargo, es de un modo directo y explícito como se trata en la novela esta colisión, convirtiéndola, como se ha dicho, en metaliteraria, incluso en una poética («Uno no hace versos, los versos se hacen dentro de uno y salen»)24.

Fernández-Silva muestra constantemente su admiración hacia los poetas simbolistas, a los que alaba ([mis poemas] ¿que otra cosa son sino una tentativa mediocre para decir en nuestro idioma las sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados que en formas perfectas expresaron en los suyos Baudelaire y Rossetti, Verlaine y Swinburne?)25. Asimismo, se autocalifica como decadentista, carácter inherente, en el fin de siglo, al simbolismo. A menudo el personaje se intenta acercar al malditismo, sumiéndose en la vida disoluta, en los efectos del opio, en la locura y el irracionalismo. Asimismo, afirma que el cultivo intelectual lo ha llevado al ateísmo y de ahí a una «ardiente curiosidad del mal»26.

En este mismo plano de las reflexiones metaliterarias que confieren un carácter ensayístico a la novela habría que incluir la función intertextual como elemento fundamental de la obra. Confluyen dos elementos para enfatizarla: la función metaliteraria y la hibridez estilística. La novela modernista se caracteriza precisamente porque en ella conviven las nuevas tendencias narrativas, de mayor lirismo, con el realismo y el naturalismo. Comenta al respecto Fernando Alegría:

... los novelistas del modernismo, flotando entre dos aguas, desistirán pronto de sus encendidas prédicas positivistas para retirarse con dignidad y elegancia a un mundo de especulación filosófica, de evocación poética, o de fantástico exotismo, ilustran con su obra el desconcierto típico y la indecisión inevitable de una sociedad que abandona la tradición colonial y entra al fárrago de la revolución industrial del siglo XX27.



Así pues, esa colisión de estéticas se manifiesta en las numerosas contradicciones de la novela, en la que el autor alude constantemente, con actitud crítica, a autores diversos, en boga en el fin de siècle. De este modo, da pie a la presencia de relaciones intertextuales (Rifaterre, Kristeva y otros), transtextuales (Genette) o heteroglósicas (Batjin, para quien se produce en el texto un diálogo entre diferentes escrituras). En cuatro tipos podríamos dividir estas relaciones, a saber:

  • -Reflexiones explícitas sobre poesía en general.
  • -Pasajes de poética y de crítica literaria; e. g. «Baudelaire, el más grande, para los letrados, de los poetas de los últimos cincuenta años»28.
  • -Menciones directas a obras y autores admirados por los modernistas como modelos; e. g., Sully Prudhome, Shelley, Rossetti, Milton, Keats, Dante, Cavalcanti, etc. En general, los autores simbolistas, stilnovistas, prerrafaelistas, románticos, decadentes, y también los clásicos (Cervantes, Shakespeare, etc).
  • -Citas directas (lo que Genette llama propiamente «intertextualidad» dentro del fenómeno más amplio de la transtextualidad). E. g. Fray Luis y Dante son citados en su defensa del amor puro, neoplatónico, casi celestial. Por otra parte, encontramos en De sobremesa la misma dicotomía entre realidad y deseo que se da en el Quijote.

Los planteamientos sociopolíticos que configuran la otra vertiente -ensayística- observable en la obra, cristalizan en el plan que idea el protagonista para redimir a su patria de la miseria económica y cultural por medio de un neo-despotismo ilustrado. En este texto, considerado siempre como el manifiesto político de Silva, es posible hacer una lectura oblicua, subliminal, opuesta a la literal. Se denuncia el caos político-social de fin de siglo, y en cuanto al «plan» que se propone, ofrece una ambigüedad que puede interpretarse como crítica política o como la fascinación típicamente decadentista hacia la idea de un despotismo ilustrado que potenciaría la preeminencia del arte y la cultura sobre cualquier otro interés social.

Otro de los aspectos relevantes de la novela que nos ocupa es su hibridez estilística, causada por la confluencia que se da en la novela entre todas las corrientes de fin de siglo, tanto las que ya se están extinguiendo -romanticismo y naturalismo- como las de vigencia más reciente -simbolismo y decadentismo.

Sin embargo, prevalece un modernismo incipiente pero poderoso, tendencia predominante pero filtrada por un prisma crítico, irónico e incluso caricaturesco. Los elementos definitorios de ese movimiento son múltiples. Esteticismo, cromatismo, exquisitez, sensualidad, erotismo y elementos mitológicos son algunas de las notas que rigen la novela, así como las transposiciones artísticas, que visualizan la vida como artificio y denotan la convicción del autor, para quien el arte es más auténtico que lo propiamente real. Igualmente, el deseo de evasión que se muestra constantemente en la novela es también una característica modernista de ésta:

Para mí lo que se llama «percibir la realidad» quiere decir «no percibir toda la realidad», ver apenas una parte de ella, la despreciable, la mala, la que no me importa...29.



Por último, cabe añadir dos destacadas notas modernistas en De sobremesa: prerrafaelismo y platonismo. El primero sigue una de las tendencias temáticas del modernismo, el misticismo: en él desaparece lo morboso para volver a la infantil edad prerrafaélica. Junto con su acendrado neoplatonismo de corte stilnovista (Dante, Cavalcanti y Guinizelli son citados en De sobremesa, donde se repite el concepto de donna angelicata), contribuye a la divinización que de la mujer hace el modernismo.

El romanticismo, movimiento ya superado, muestra aquí sus huellas en diversos fragmentos aislados (e. g. v. sentimentalismo en p. 164 y paisaje romántico en p. 241, ed. cit.). Comino observa al respecto: «La trama de esta novela es romántica: la historia de un amor nunca realizado por la herencia trágica de Helena, que le viene de la rama materna. Esta trama sigue, en la superficie, los amores imposibles de María, Amalia y Clemencia»30.

El naturalismo es un movimiento a menudo criticado con bastante acidez. Pero ya Henríquez Ureña afirma al respecto, en Breve historia del modernismo, que el pretendido antagonismo entre naturalismo y modernismo no es válido, pues «en el movimiento modernista cabían todas las tendencias, con tal de que el lenguaje estuviera trabajado con arte, que es por excelencia, el rasgo distintivo del modernismo»31. En la obra que nos ocupa se observa también esa ambigüedad, ya que se ataca a ese movimiento pero se aprovechan constantemente sus recursos, y son muy frecuentes las descripciones naturalistas; e. g. «Eran unos ojos azules, penetrantes, demasiado penetrantes, cuyas miradas se posaron en mí como las de un médico en el cuerpo de un leproso corroído por las úlceras»32. Es frecuente también la descripción científica de las enfermedades del protagonista, así como la recurrencia al positivismo y al determinismo, por el que explica el carácter contradictorio del protagonista, con su doble tendencia a la espiritualidad y a la depravación, a la frialdad pensativa de los Fernández y al sensualismo gozador de los Andrade.

Del simbolismo tenemos aquí presente el misticismo, el onirismo y la concepción del paisaje, que deja de ser inmanente y contemplado para ser trascendente e interpretado en relación con el estado anímico del poeta (v. e. g. pp. 140, 212, 238, ed. cit.). Va unido al decadentismo, i. e. la atracción por el mal, lo macabro, la muerte, lo diabólico, el abismo de lo desconocido, lo desviado y lo anormal, y también lo carnal, pues se concibe la voluptuosidad como medio de conocimiento. El spleen, tan típicamente decadentista, está presente en toda la obra:

¿Y que me importan esas ideas sobre el amor, ni qué me importa nada, si lo que siento dentro de mí es el cansancio y el desprecio por todo, el mortal dejo, el spleen horrible, el tedium vitae que, como un mostruo interior cuya hambre no alcanzara a saciarse con el universo, comienza a devorarme el alma?33






De sobremesa, novela de ruptura

De todo lo anteriormente señalado podemos concluir que De sobremesa constituye, a pesar de la poca importancia que se le ha concedido, un hito de la novela modernista, en cuanto que muestra en su configuración todas las características y contradicciones que a aquélla le son propias. Se trata de una novela de ruptura y a su vez punto de encuentro de las poéticas finiseculares; es a un tiempo novela, antinovela y metanovela, pues viola los cánones del género para constituirse en un autoanálisis crítico y paródico, pero también escéptico y pesimista, de lo que fue la narrativa modernista como producto de un momento crítico en el hombre y en las letras, en ese «fin de siglo angustioso» que tanto impacto produjo en la sensibilidad compleja e hiperestésica de José Asunción Silva y en general de todos los artistas que lo vivieron.







 
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