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Abajo

Sinfonía de dos novelas

(Su único hijo. -Una medianía)1



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ArribaAbajo- I -

Don Elías Cofiño, natural de Vigo, había hecho una regular fortuna en América con el comercio de libros. Había empezado fundando periódicos políticos y literarios, que escribía con otros aficionados a lo que llamaban ellos el cultivo de las musas. Cofiño se creyó poeta y escritor político hasta los veinticinco años; pero varios desencantos y un poco de hambre, con otros muchos apuros, le hicieron aguzar el sentido íntimo y llegar a conocerse mejor. Se convenció de que en literatura nunca sería más que un lector discreto, un entusiasta de lo bueno, o que tal le parecía, y un imitador de cuanto le entusiasmaba. Y además, comprendió que a Buenos Aires no se iba a ejercer de Espronceda ni de Pablo Luis Courier (que eran sus ídolos), y que sus chistes e ironías recónditas, casi copiados de Courier y de Fígaro, no los entendían bien aquellos pueblos nuevos. En fin, se dejó de escribir periódicos, y descubrió con gran satisfacción   —6→   su aptitud latente para el comercio. Importó libros franceses, ingleses y españoles; estudió el gusto del público americano, lo halagó al principio, «procuró rectificarlo y encauzarlo» después; se puso en correspondencia con las mejores casas editoriales de Londres, París y Madrid, y en pocos años ganó lo que jamás literato alguno español pudo ganar; y decidido a ser rico, continuó con ahínco en su empeño, y no paró hasta millonario.

La muerte de su esposa, una linda americana, hija de inglesa y español, poetisa en español y en inglés, le quitó al buen Cofiño el ánimo de seguir trabajando; traspasó el comercio, y con sus millones y su hija única, de siete años, se volvió a Europa, donde repartió el tiempo y el dinero entre París y Madrid. La educación de Rita (así se llamaba la niña, por recordar el nombre de la difunta madre de D. Elías) era la preocupación principal de Cofiño, que quería para su hija todas las gracias de la naturaleza y todos los encantos que a ellas puede añadir el arte de criar ángeles que han de ser señoritas. Ensayó varios sistemas de educación el padre amoroso; nunca estaba satisfecho, ni en parte alguna encontraba, aunque las pagaba a peso de oro, suficientes garantías para la salud material y moral del idolillo que había engendrado. Si pasaba un año entero en Madrid, al cabo renegaba de la educación madrileña, y decía que no había en la capital de España maestros dignos de su hija. Levantaba la casa, trasladábase a París, y allí parecía más contento de la enseñanza; pero después de algunos meses comenzaba a protestar el patriotismo, y temía que Rita se hiciera más francesa que española, lo cual sería como ser menos hija de Cofiño.

En estas idas y venidas pasaron los años, y se gastó mucho dinero; y cuando ya creyó completa la educación   —7→   de su ángel vestido de largo, se fijó en la corte de España, donde pasaban los inviernos. El verano y algo del otoño los repartía entre Vigo y una quinta deliciosa que había comprado el rico librero cerca de Pontevedra a orillas del poético Lerez.

D. Elías, si no todos, conservaba algunos de sus millones, y si algo de su capital perdió en una empresa periodística en que se metió, por una especie de palingenesia de la vanidad, aún sacó, amén de las manos en la cabeza, incólumes unos doscientos mil duros y el propósito de no meterse en malos negocios, por halagüeños que fuesen para su amor propio.

Más poderosa que él su afición a las letras, que se irritaba de nuevo con la proximidad de la vejez, le obligaba a procurar el trato de los escritores, y no siempre de balde. Su primera vanidad era Rita; esbelta, blanca, discreta hasta en el modo de andar, elegante, que se movía con una aprensión de alas en los hombros, que miraba a todo como al cielo azul, seria y dulce, sin más que un poco de acíbar, de ironía en la punta de la lengua para el mal cuando era ridículo, y para la ignorancia cuando recaía en varón constante obligado a saber lo que pregonaba tener al dedillo. Pero la segunda vanidad de Cofiño, poco menos fuerte, era la amistad de los grandes literatos. Cuando era pobre todavía y redactaba periódicos, tenía Don Elías gusto más difícil; le asustaba la idea de tragarlas como puños, de admirar lo malo por bueno: pero ahora, el bienestar y los años le habían hecho más benévolo y estragado en parte el paladar. Ya tenía por grandes escritores a los que no pasaban de medianos, y aun a algunos que, apurada la cuenta, serían malos probablemente. Él, que no necesitaba de nadie, por tal de ser amigo de notabilidades, adulaba a los mismos a quienes solía dar   —8→   de comer; y a más de un parásito suyo le hizo la corte con una humildad indigna de su carácter, altivo en los demás negocios. A los académicos les alababa el diccionario y el purismo, y la parsimonia de su vida literaria, y con ellos hablaba de líneas griegas, de castidad clásica, y de los modelos. Con los autores revolucionarios se explicaba de otro modo, y decía pestes de los ratones de bibliotecas y de las «frías convicciones del pseudo-clasicismo». A los jóvenes les concedía que había que reemplazar a los ídolos caducos; a los viejos, que con ellos se moría el arte. Y esto lo hacía el pobre D. Elías por estar bien con todos, y porque la experiencia le había enseñado que el manjar de esta clase de dioses es la murmuración, y que en sus altares, más que el incienso, se estima la sangre de literato degollado vivo sobre el ara.

Todo ello se le podía perdonar al antiguo librero, porque el fin que se proponía no era bajo, ni siquiera interesado. Pero lo que no tenía perdón era su empeño de casar a Rita con un literato ilustre, o por lo menos que estuviese en camino de serlo. Merecía Rita por su hermosura de rubia esbelta, de rubia con un matiz de andaluza, suave, mezclado con otros de ángel y de mujer seria; por su educación completa, discreta y oportuna, por su candor, por su talento un poco avergonzado de sí mismo, y por los tesoros de virtud casera que todo lo suyo anunciaba, desde el modo de besar a un niño hasta la manera de doblar la mantilla, merecía por todo eso, y por su fortuna sana aunque no fabulosa, un novio a pedir de boca, una gran proporción, algo así como un ministro, o un banquero, o un hombre honrado y guapo por lo menos. Pero D. Elías exigía a todo pretendiente posible la condición de literato, y bastante conocido.



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ArribaAbajo- II -

Augusto Rejoncillo, hijo legítimo del legítimo matrimonio de D. Roque, magistrado del Supremo, y de doña Olegaria Martín y Martín, difunta, se hizo doctor en ambos derechos a los veinte años, doctor en ciencias físicas y matemáticas a los veintidós, y doctor en filosofía y letras a los veintitrés. Pero desde que tomó la primera borla empezó a figurar y a ser secretario de todo, y a pedir la palabra en la Academia de Jurisprudencia, y a decir: «Entiendo yo, señores», y «tengo para mí».

y no era que tuviese para sí, sino que quería tener y retener y guardar para la vejez; por lo cual él y su papá bebían los vientos; y apenas se formaba un nuevo partido político, allí estaba Rejoncillo de los primeros, muy limpio, muy guapo (porque era buen mozo, vistoso), de levita ceñida, sombrero reluciente y guantes de pespuntes colorados y gordos. No lo había como él para alborotar ni para manipulaciones electorales. Había él hecho más mesas que el más acreditado ebanista, y el que quisiera ser presidente de alguna cosa, no tenía más que encargárselo.

Era colaborador de varios periódicos, pero confesaba que le cargaba la prensa; él prefería la tribuna. A las redacciones iba de parte del jefe de semana (es decir, el jefe del partido o de la partida en que militaba aquella semana Augusto); llevaba bombos escritos por el mismo jefe o pos Rejoncillo, pero inspirados en todo caso por el jefe. Para esto y para pedir las butacas del Real o los billetes de un baile, solía presentarse en las oficinas de   —10→   los periódicos, de las que salía pronto, porque le cargaban los periodistas humildes, y sobre todo los que presumían de literatos.

«Él también escribía», pero no letras de molde, en papel de muchas pesetas; escribía pedimentos y demás lucubraciones de litigio. Era pasante en casa de un abogado famoso, que era también jefe de grupo en el Congreso, y presidente de dos consejos: administrativos de empresas ferrocarrileras.

Tanto como despreciaba la literatura, respetaba y admiraba el foro Rejoncillo, pero no como «fin último», según decía él, sino como preparación para la política y ayuda de gastos.

Él pensaba hacerse famoso como político, y de este modo ganar clientes en cuanto abogado; y una vez abogado con pleitos, sacar partido, de esto para ganar en categoría política. Era lo corriente, y Rejoncillo nunca hacía más que lo corriente, que era lo mejor. Sólo que lo hacía con mucho empuje.

Eso sí: los empujones de Rejoncillo eran formidables; si para ocupar un puesto que le convenía tenía que acometer a un pobre prójimo colocado al borde del abismo, por ejemplo, al borde del viaducto de la calle de Segovia, Rejoncillo no vacilaba un momento, y daba un codazo, o aunque fuera una patada, en el vientre del estorbo, y se quedaba tan fresco como Segismundo en La vida es sueño, diciendo para su capote: «¡Vive Dios, que pudo ser!». Para que la conciencia no le remordiera, se había hecho a su tiempo debido escéptico de los disimulados, que son los que tienen más gracia; escéptico que guardaba su opinión y profesaba la corriente y defendía todo lo estable, todo lo viejo, todo lo que «podía llegar a ser gobierno, en suma».

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En un té político-literario conoció Augusto a Cofiño y a su hija. Rita había ido a semejante fiesta porque el ama de la casa era tan política como su esposo, o más, y había convidado a las amigas. Cofiño había aceptado la invitación, porque el político era además literato. Hubo brindis, y Rejoncillo, pulcro, estirado, serio, con unos puños de camisa que daban gloria y despedían rayos de blancura, habló como un sacamuelas ilustrado, imitando el estilo y criterio del amo de la casa. Hizo furor. Fue el suyo el discurso de la noche. ¡Qué bien había sabido tratar las áridas materias políticas y administrativas con imágenes pintorescas y otros recursos retóricos, a fin de que no se aburrieran las señoras! Habló del calor del hogar con motivo de insultar al ministro de Hacienda; demostró que el impuesto equivalente al de la sal conspiraba contra esa piedra angular del edificio social que se llama la familia; y una vez dentro de la familia, hizo prodigios de elocuencia. ¿Por qué se perdió Francia? Por la disolución de la familia. ¿Por qué España se conservaba? Por la vida de familia. Hizo el panegírico de la madre, el elogio de la abuela, la apoteosis del padre y del hijo, y hasta tuvo arranques patéticos en pro de los criados fieles y antiguos. Pues bien: todo aquello quería destruirlo en un hora (un hora dijo) el ministro de Hacienda. Síntesis que el único ministerio viable sería el que formase el amo de la casa. De cuya esposa era amante Rejoncillo, según malas lenguas.

El triunfo de Augusto fue solemne. Al día siguiente hablaron de él los periódicos. El amo de la casa del té le hizo secretario suyo. Y él, enterado de que una joven, Rita, que le había aplaudido mucho aquella noche, era rica, se propuso tomar aquella plaza, y se hizo presentar en casa de Cofiño.



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ArribaAbajo- III -

Antonio Reyes era un joven rubio, de lentes, delgado y alto; tosía mucho, pero con gracia; con una especie de modestia de enfermo crónico cansado de molestar al mundo entero. Este modo de toser y la barba de oro fina, aguda y recortada, había llamado la atención de Rita Cofiño en la tertulia de cierto marqués literato, adonde la llevaba de tarde en tarde D. Elías.

«El de la tos» le llamaba ella para sus adentros. Mientras multitud de poetas recitaban versos y el concurso aplaudía, y se hablaba alto, y se reía y gritaba, entre el bullicio Rita percibía la tos de Reyes, y cada vez sentía más simpatía por aquel muchacho, y más deseo de cuidarle aquel catarro en que él parecía no pensar. No sabía por qué, la hija de Cofiño encontraba en aquel ruido seco de la tos algo familiar, algo digno de atención, una cosa mucho más interesante que todas aquellas quejas rimadas con que los poetas se lamentaban entre dos candelabros, como si la tertulia pudiera mejorar su suerte y arreglar el pícaro mundo.

Agapito Milfuegos leía poemas caóticos, de los que resultaba que el universo era una broma de mala ley inventada por Dios para mortificarle a él, al mísero Agapito. Restituto Mata se quejaba en sonetos esculturales de una novia de Tierra de Campos, que le había dejado por un cosechero; Roque Sarga lamentaba en romances heroicos (no tan heroicos como los oyentes) la pérdida de la fe, y Pepe Tudela cantaba la electricidad, el descubrimiento   —13→   del microscopio y la materia radiante. Antonio Reyes tosía.

Rita no habló nunca con Antonio en aquella tertulia. Pocos meses después de haberse fijado ella en él, dejó de sonar allí la tos interesante.

-¿Y Reyes? -dijo cualquiera una noche.

-Se ha ido a París -respondieron.

-¿Quién es ese Reyes? -preguntó Rita a su padre al volver a casa.

-¿Antonio Reyes? Un excéntrico, un holgazán, un muchacho que vale mucho, pero que no quiere trabajar. Es decir... lee... sabe... entiende... pero nadie le conoce. Ahora se ha ido a París de corresponsal de un periódico, de corresponsal político... cualquier cosa... a ganar los garbanzos... es decir, los garbanzos no, porque allí no los comerá... Es lástima; vale, vale... entiende, lee mucho, conoce todo lo moderno... pero no trabaja, no escribe. Es muy orgulloso. Además, está malo; ¿no le oías toser? Un catarro crónico... y la solitaria; además de eso, una tenia... Creo que es gastrónomo... y que come mucho... Es un escéptico, un estómago que piensa.

Rita no volvió a ver a Reyes, ni a oír hablar de él, en mucho tiempo.




ArribaAbajo- IV -

-De cuatro a cinco, no lo olvide V.; el viernes... -dijo una voz de mujer, vibrante, dulcemente imperiosa; y una mano corta y fina, cubierta de guante blanco, que subía brazo arriba, sacudió con fuerza otra mano delgada y larga.

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Regina Theil de Fajardo se despedía de Antonio Reyes, recordándole la promesa de asistir a su tertulia vespertina del viernes. Montó ella en su coche, que desapareció en la sombra; y Reyes, que había ratificado su promesa inclinando la cabeza y sonriendo, quedose a pie entre los rails del tranvía sobre el lodo. La sonrisa continuaba en su rostro, pero tenía otro color; ahora expresaba una complacencia entre melancólica y maliciosa.

El silbido de un tranvía que se acercaba de frente con un ojo de fuego rojo en medio de su mancha negra, obligó a Reyes a salir de su abstracción. En dos saltos se puso en la acera, y subió por la calle de Alcalá hacia el Suizo. Era una noche de Mayo. Había llovido toda la tarde entre relámpagos y truenos, y la tempestad se despedía murmurando a lo lejos, como perro gruñón que de mal grado obedece a la voz que le impone silencio. El Madrid que goza se echaba a la calle a pie o en coche, con el afán de saborear sus ordinarios placeres nocturnos. Después de una tarde larga, aburrida, pasada entre paredes, se aspiraba con redoblada delicia el aire libre, y se buscaba con prisa y afán pueril el espectáculo esperado y querido, el rincón del café, que es casi una propiedad, la tertulia, en fin, la costumbre deliciosa y cara.

Antonio Reyes entró en el Suizo Nuevo, y se acercó a una mesa de las más próximas a la calle.

-Se han ido todos (dijo al verle D. Elías Cofiño, que le esperaba leyendo La Correspondencia). ¿Cómo ha tardado V. tanto? ¿Sabe V. lo de Augusto?

-¿Qué Augusto? -preguntó Reyes, mientras se quitaba un guante, distraído, y sonriendo todavía a sus ideas.

-¿Qué Augusto ha de ser? Rejoncillo.

-¿Qué le pasa? -dijo Antonio con gesto de mal humor,   —15→   como quien elude una conversación inoportuna.

-¡Que al fin le han hecho subsecretario!

-¡Bah!

-¡Es un escándalo!

-¿Por qué?

-¿Cómo que por qué? Porque no tiene méritos suficientes... Yo no le niego talento... Es orador... Es valiente, audaz... Sabe vivir... Dígalo si no su Historia del Parlamentarismo, en que resulta que el mejor orador del mundo es el marqués de los Cenojiles, el marido de su querida...

Antonio, que tenía cara de vinagre desde que oyera la noticia que escandalizaba a Cofiño, se mordió los labios, y sintió que la sangre se le caía del rostro hacia el pecho.

-No diga V... absurdos (murmuró entre airado y displicente). No son dignas de que V. las repita esas calumnias de idiotas y envidiosos. Regina es incapaz de...

-¿De faltar al Marqués?

-No... no digo eso. De querer a Rejoncillo. Es una mujer de talento.

D. Elías encogió los hombros. No quería disputar. No creía a Regina incapaz de querer a cualquiera. ¡Le había conocido él cada amante! Pero no se trataba de eso. Lo que D. Elías quería demostrar era que Rejoncillo no merecía ser subsecretario de Ultramar, al menos por ahora.

-Pero ¿V. cree que tiene suficiente talla política para subsecretario?

Reyes contestó con un gesto de indiferencia. Quería dar a entender que no le gustaba la conversación por insignificante.

-¿Ha estado aquí Celestino? -preguntó, por hablar de otra cosa.

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-¡Pobre! Sí.

-¿Se ha quejado del palo?

-Es un bendito. Él no dice nada; pero ese diablo de Enjuto sacó la conversación; le preguntó si anoche le habían hecho salir al escenario todavía... y él se puso colorado y dijo, que sí, entre dientes, como si se avergonzara de los aplausos del público. La verdad es que el artículo de Juanito no tiene vuelta de hoja; es implacable, pero no hay quien las mueva; tiene razón; el drama es malo, perro, y no merece más que el desprecio y la broma...

-Pues bien aplaudió V. la noche del estreno...

-Diré a V.: la impresión... así, la primera impresión... no es mala; y como es amigo Celestino, y el público se entusiasmaba... pero Reseco ha puesto los puntos sobre las ii. ¡Ese sí que tiene talento!

Otra vez se le avinagró el gesto a Reyes. Sacudió un guante sobre la mesa y se puso de pie. Aquella noche estaba inaguantable D. Elías; no decía más que necedades. «No había peor bicho que el aficionado de la literatura». Sin poder remediarlo, y después de un bostezo, dijo Antonio:

-Reseco... ¡ps!... en tierra de ciegos... En París Reseco sería uno de tantos muchachos de sprit, aquí es el terror de los tontos y de los Celestinos.

D. Elías admiraba al tal Reseco, aunque no le era simpático; pero la opinión de Reyes, que venía de París, de vivir entre los literatos de moda, le parecía muy respetable. Sí: Antoñico, como él le llamaba delante de gente para indicar la confianza con que le trataba; Antoñico frecuentaba en París las brasseries, donde tomaban café, cerveza o chocolate o ajenjo notables parnasianos, ilustres pseudónimos de la petite-presse y de algunos periódicos   —17→   de los grandes; Antoñico había sido corresponsal parisiense de un periódico de mucha circulación, y el tono desdeñoso con que hablaba en sus cartas de ciertas celebridades francesas y españolas, había sobrecogido a don Elías, y le había hecho traspasar poco a poco su consideración de aquellas celebridades maltratadas al que las zahería. Cofiño siempre había sido un poco blando en materia de opiniones, pero los años le habían convertido en cera puesta al fuego. Cualquier libro, comedia, discurso, artículo, o lo que fuese, le entusiasmaba fácilmente; pero una opinión contraria expuesta con valentía, con desprecio franco, y con dejos de superioridad burlona y desdeñosa, le aterraba, le hacía ver un talento colosal en el que de tal manera censuraba; dejaba de admirar el libro, comedia, discurso o lo que fuese, para someterse al tirano, al crítico que había subvertido sus ideas, y consagrarle culto idolátrico, mientras no hubiera mejor postor: otro crítico más fuerte, más burlón, más desengañado y más desdeñoso.

Comprendió vagamente D. Elías que a Reyes le disgustaba, por lo menos aquella noche, hablar de Reseco y hablar de Rejoncillo; y como la actualidad del día eran la subsecretaría del uno y el palo que el otro le había dado al pobre Celestino, y D. Elías difícilmente hablaba de cosa que no fuese la actualidad literaria, o a lo menos política, de los cafés, teatros, ateneos y plazuelas, pensó que lo mejor era callarse y levantar la sesión. Y se puso en pie también, preguntando:

-¿Viene V. a Rivas?

-¿Al estreno de Fernando? Antes la muerte. No, señor; tengo que hacer.

-Lo siento. Yo... tengo que ir... ¡le cargan las zarzuelas de Fernandito... pero tengo que ir... es un compromiso...   —18→   Además, tengo que recoger a Rita, que está en el palco de... (D. Elías se turbó un poco, recordando lo que antes había dicho), en el palco de Cenojiles.

-¿Con Regina?

-Sí, con la Marquesa... Conque, ¿no viene V.?

Antonio vaciló.

-No (dijo, después de pensarlo mucho); no... tengo que hacer... acaso... allá... al final, a la hora del triunfo.

-O de la silba...

-¡Bah! Será triunfo... ¡Ya no hay más que triunfos! Hasta mañana, o hasta luego...




ArribaAbajo- V -

Reyes anhelaba quedarse sólo con sus pensamientos; reanudar las visiones agradables que le habían acompañado desde la Cibeles al Suizo; pero, ¡cosa rara!, en cuanto desapareció D. Elías, se encontró peor, menos libre, más disgustado. Recordó que cuando era niño y se divertía cantando a solas o declamando, si un importuno le interrumpía un momento, al volver a sus gritos y canciones, ya lo hacía sin gusto, con desabrimiento y algo avergonzado, hasta dejar sus juegos y romper a llorar. Una impresión análoga sentía ahora: aquel tonto de Don Elías le había hecho caer del quinto cielo; le había hecho derrumbarse desde gratas ilusiones que halagaban la vanidad, los sentidos y tal vez algo del corazón, a los cantos rodados de la crónica del día; había caído de cabeza sobre la subsecretaría de Rejoncillo y sus presuntos amores con la de Cenojiles, y después, de necedad en necedad, había rebotado sobre el artículo de Reseco...   —19→   y... «¡qué un majadero pudiera tener tanta influencia en sus pensamientos!». Antonio emprendió la marcha por la calle de Sevilla hacia la del Príncipe, decidido a olvidar todo aquello y a volver a la idea dulcísima (sí, dulcísima, por más que coqueteando consigo mismo quisiera negárselo), de sus relaciones casi seguras, seguras, con Regina Theil. Pero, nada; los halagüeños pensamientos no volvían; no se ataban aquellos hilos rotos de la novela que ya él había comenzado a hilvanar, sin quererlo, mientras subía por la calle de Alcalá. En vez de aventuras graciosas y picantes, representábasele entre los ojos y las losas mojadas y relucientes a trechos, la imagen abstracta de la subsecretaría de Rejoncillo; era vaga, confusa, unas veces en figura de letras de molde medio borradas, tal como podrían leerse en La Correspondencia; otras veces en la forma de un sillón lujoso, algo sobado, no se sabía si de raso, si de piel, ni de qué estructura... y a lo mejor, ¡zás! Rejoncillo, vestido de frac, con gran pechera reluciente, saltando de suelto en suelto por los de La Correspondencia, hasta plantarse en el de su subsecretaría; o bien saludando a muchos señores en una sala, que era igual que el vestíbulo del Principal, a pesar de ser una sala. «Quería decirse que estaba soñando despierto, y que el sueño, a pesar de la voluntad vigilante, se empeñaba en ser estúpido, disparatado!».

Y Reyes se detuvo ante los resplandores de las cucharas junto al escaparate de Meneses. Como si obedeciera a una sugestión, clavaba los ojos sin poder remediarlo en aquellos reflejos de blancura. No había motivo para dar un paso adelante ni para darlo hacia atrás, y se estuvo quieto ante la luz. No sabía adónde ir: ahora se le ocurría recordar que no tenía plan para aquella noche: un cuarto de hora antes hubiera jurado que le faltaría tiempo   —20→   para todo lo que debía hacer antes de acostarse, para lo mucho que iba a divertirse... y resultaba que no había tal cosa; que no tenía plan, que no había pensado nada, que no tenía dónde pasar el rato, para olvidar aquellas necedades que se le clavaban en la cabeza. ¿Por qué no estaba ya contento? ¿Por qué aquel optimismo, que casi como un zumbido agradable de oídos, o mejor como una sinfonía, le había acompañado por la calle de Alcalá arriba, a hora se había convertido en spleen mortal? «Hablemos claro: ¿le tengo yo envidia a Rejoncillo?». Y Antonio sonrió de tal modo, que cualquier transeúnte hubiera podido creer que se estaba burlando de la plata Meneses. «¡Envidia a Rejoncillo!». El pensamiento le pareció tan ridículo, la reacción del orgullo fue tan fuerte, que, como si todas aquellas pasiones que le tenían parado en la acera se hubiesen convertido en descarga eléctrica, dio Antonio media vuelta automática, echó a andar hacia la Carrera de San Jerónimo, descendió por esta, atravesó la Puerta del Sol, tomó por la calle de la Montera arriba, y entró en el Ateneo.

Se vio, sin saber cómo, en aquellos pasillos tristes y oscuros, llenos de humo: allí el calor parecía una pasta pesada que flotaba en el aire, y que se tragaba y se pegaba al estómago. Sin saber cómo tampoco, sin darse cuenta de que la voluntad interviniese en sus movimientos, llegó al salón de periódicos, se fue hacia el extremo de la mesa, y se sentó decidido a no mirar más que papeles extranjeros, por lo menos coloniales, que de fijo no hablarían de la subsecretaría de Rejoncillo. A él mismo le parecía mentira verse repasando las columnas de una colección de Diarios de la Marina.

Después tomó Le Journal de Petersbourg... que estaba cerca. Allí se hablaba, en una correspondencia de   —21→   París, de las últimas poesías de un escritor francés a quien trataba él. Esta consideración fue un ligero tónico. Reyes fue acercándose a los periódicos españoles; desde la mitad de la mesa comenzaban a verse acá y allá ejemplares borrosos de La Correspondencia; tenían algo de pastel de aceite apestoso acabado de salir del horno. No pudo menos; hizo lo que todos los presentes: cogió La Correspondencia. En la segunda plana, en medio de la tercera columna, estaba la noticia, poco más o menos como él la había visto sobre las losas húmedas y brillantes de la calle de Sevilla. Allí estaban Augusto Rejoncillo y su subsecretaría; era, efectivamente, la de Ultramar. Era un hecho el nombramiento; nada de reclamo, no; un hecho: se había firmado el decreto.

«¡Qué país!», se puso a pensar Reyes, sin darse cuenta de ello; él, que hacía alarde desde muy antiguo de despreciar el país absolutamente, y no acordarse de él para nada. «¡Qué país! Todo está perdido; pero ¡esto es demasiado! Esto da náuseas. ¿Quién quiere ya ser nada? Diputación, cartera... ¿qué sería todo eso para el amor propio? Nada... peor, un insulto... ¿Cómo me había de halagar a mí ser ministro... habiendo sido antes Rejoncillo subsecretario? Por este lado no hay que buscar ya nunca nada; la política ya no es carrera para un hombre como yo; es una humillación, es una calleja inmunda; hay que tomar en serio esta resolución estoica de no querer ser diputado ni ministro, ni nada de eso, por dignidad, por decoro». Y en el cerebro de Reyes estalló la idea fugaz y brillante de ser jefe de un nuevo partido, que llamó en francés, para sus adentros, el partido zutista, el de «no ha lugar a deliberar, el de la anulación de la política, el partido anarquista de la aristocracia del talento y de la distinción». Sí, había que matar la política,   —22→   convertirla en oficio de menestrales, dársela a los zapateros, a los que no saben leer ni escribir: un político era un hombre grosero, de alma de madera, limitado en ambiciones y gustos, un ser antipático: había que proclamar el zutismo o chusismo, la abstención; las personas de gusto, de talento, de espíritu noble y delicado no necesitaban gobernar ni ser gobernadas. «Iremos al Congreso para cerrarlo y tirar la llave a un pozo», pensaba decir en el programa del partido. Por supuesto, que en Reyes estos conatos de grandes resoluciones eran relámpagos de calor, menos, fuegos de artificio a que él no daba ninguna importancia. Dejaba que la fantasía construyera a su antojo aquellos palacios de humo, y después se quedaba tan impasible, decidido a no meterse en nada. «Sin embargo, la idea del partido zutista era hermosa, aunque irrealizable». Sobre todo, había servido para elevarle a sus propios ojos, «sobre aquellas miserias de subsecretarías y Rejoncillos». «No, él no tenía envidia a aquel mamarracho; de esto estaba... seguro; pero el pensar en ello, el irritarse ante la majadería del ministerio que hacía tal nombramiento, ya era indigno de Antonio Reyes; el hombre que llevaba dentro de la cabeza el plan de aquella novela, que no acababa de escribir por lo mucho que despreciaba al público que la había de leer».

En el salón de periódicos comenzó cierto movimiento de sillas y murmullo de conversaciones en voz baja. Los socios pasaban a la cátedra pública. Los gritos de un conserje sonaban a lo lejos, diciendo: «¡Sección de ciencias morales y políticas! ¡Sección de ciencias morales y políticas!...».



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ArribaAbajo- VI -

La cabeza de Cervantes de yeso, cubierta de polvo, bostezaba sobre una columna de madera, sumida en la sombra; y los ojos de Reyes, fijos en ella, querían arrancarle el secreto de su hastío infinito en aquella vida de perpetua discusión académica, donde los hijos enclenques de un siglo echado a perder a lo mejor de sus años, gastaban la poca y mala sangre que tenían en calentarse los cascos, discurriendo y vociferando por culpa de mil palabras y distingos inútiles, de que el buen Cervantes no había oído jamás hablar en vida. Sobre todo, la sección de ciencias morales y políticas (pensaba Reyes que debía de pensar el busto pálido y sucio) era cosa para volver el estómago a una estatua que ni siquiera lo tenía. Malo era oír a aquellos caballeros reñir, con motivo de negarle a Cristo la divinidad o concedérsela; malo también aguantarlos cuando hablaban de los ideales del arte, de que él, Cervantes, nada había sabido nunca; pero todo era menos detestable que las discusiones políticas y sociológicas, donde cuanto había en Madrid de necedad y majadería ilustrada, se atrevía a pedir la palabra y a vociferar sus sandeces, ya retrógradas, ya avanzadas como un adelantado mayor. Aquellos socios, pensaba Reyes, se dividían en derecha e izquierda, como si a todos ellos no los uniera su nativo cretinismo en un gran partido, el partido del bocio invisible, del nihilismo intelectual. Sí, todos eran unos, y ellos creían que no; todos eran topos, empeñados en ver claro en las más arduas cuestiones del mundo, las cuestiones prácticas   —24→   de la vida común y solidaria, que no podrán ser planteadas con alguna probabilidad de acierto hasta que cientos y cientos de ciencias auxiliares y preparatorias se hayan formado, desarrollado y perfeccionado. Entretanto, y hasta que los hombres verdaderamente sabios, de un porvenir muy lejano, muy lejano, tal vez de nunca, tomaran por su cuenta esta materia, la ventilaban con fórmulas de vaciedades históricas o filosóficas todos aquellos anémicos de alma, más despreciarles todavía que los políticos prácticos, empíricos; porque estos, al fin, iban detrás de un interés real, por una pasión propia, cierta, la ambición, por baja que fuese. El miserable que en nuestros tiempos de caos intelectual se dedica a la política abstracta, a las ciencias sociales, le parecía a Reyes el representante genuino de la estupidez humana, irremediable, en que él creía como en un dogma. Y si Antonio despreciaba aun a los que pasaban por sabios en estas materias, ¡qué sentiría ante aquellos buenos señores y jóvenes imberbes, que repetían allí por milésima vez las teorías más traídas y llevadas de unas y otras escuelas!

Años atrás, antes de irse él a París, se hablaba en la sección de ciencias morales y políticas de la cuestión social en conjunto, y se discutía si la habría o no la habría. Los señores de enfrente, los de la derecha (Reyes se sentaba a la izquierda, cerca de un balcón escondido en las tinieblas), acababan por asegurar que siempre habría pobres entre vosotros, y con otros cinco o seis textos del Evangelio daban por resuelta la cuestión. Los de la izquierda, con motivo de estas citas, negaban la divinidad de Jesucristo; y con gran escándalo de algunos socios muy amigos del orden y de asistir a todas las sesiones, se pasaba de una sección a otra indebidamente»; pero   —25→   no importaba; ya se sabía que siempre se iba a dar allí, y el presidente, experto y tolerante, no ponía veto a las citas de un krausista de tendencias demagógicas, que «con todo el respeto debido al Nazareno», ponía al cristianismo como chupa de dómine, negando que él, Fernando Chispas, le debiera cosa alguna (a quien él debía era a la patrona), pues lo que el cristianismo tenía de bueno, lo debía a la filosofía platónica, a los sabios de Egipto, de Persia, y, en fin, de cualquier parte, pero no a su propio esfuerzo. De una en otra se llegaba a discutir todo el dogma, toda la moral y toda la disciplina. Un caballero que hablaba todos los años tres o cuatro veces en todas las secciones, se levantaba a echarle en cara a la religión de Jesús, según venía haciendo desde ocho años a aquella parte, a echarle en cara que colocase a los ladrones en los altares, y perdonase a los grandes criminales por un solo rasgo de contrición, estando a los últimos. Y citaba La Devoción de la Cruz, escandalizándose de la moral relajada de Calderón y de la Iglesia.

Entonces surgía en la derecha un hegeliano católico, casi siempre consejero de Estado, gran maestro en el manejo del difumino filosófico. «Se levantaba, decía, a encauzar el debate, a elevarlo a la región pura de las ideas; y la emprendía con Emmanuel Kant (así le llamaba), Fichte, Schelling y Hegel, que eran los cuatro filósofos que citaba en esta época todo el mundo, exponiendo sus respectivas doctrinas en cuatro palabras. Los krausistas de escalera abajo replicaban, llenos de una unción filosófico-teológica, como pudiera tenerla un bulldog amaestrado; y con estudiada preterición citaban al mundo entero, menos a Krause, el maestro, encontrando la causa de tantos y tantos errores como, en efecto, deslucen la historia del pensamiento humano, en la falta de método,   —26→   y sobre todo en no comenzar o discurrir cada cual desde el primer día que se le ocurrió discurrir, por el yo, no como mero pensamiento, sino en todo lo que en la realidad es...

Todo esto era hacía años, antes de irse él, Reyes, a París. Ahora, recordando semejantes escaramuzas, y contemplando lo presente, sentía cierta tristeza, que era producida por la romántica perspectiva de los recuerdos.

En aquellas famosas discusiones, en que Cristo lo pagaba todo, había a lo menos cierta libertad de la fantasía; a veces eran aquellas locuras ideales morales en el fondo, no extrañas por completo a las sugestiones naturales de la moral práctica; en fin, él les reconocía cierta bondad y cierta poesía, que tal vez se debía a no ser posible que aquello volviese; tal vez no tenían más poesía que la que ve la memoria en todo lo muerto. Ahora el positivismo era el rey de las discusiones. Los oradores de derecha e izquierda se atenían a los hechos, agarrados a ellos como las lapas a las peñas. Aquello no era una filosofía, era un artículo de París, la cuestión de los quince, o el acertijo gráfico que se llama «¿dónde está la pastora?». Caballeros que nunca habían visto un cadáver hablaban de anatomía y de fisiología, y cualquiera podría pensar que pasaban la vida en el anfiteatro rompiendo huesos, metidos en entrañas humanas, calientes y sangrando, hasta las rodillas. Había allí una carnicería teórica. Las mismas palabras del tecnicismo fisiológico iban y venían mil veces, sin que las comprendiera casi nadie; el individuo era el protoplasma, la familia la célula, y la sociedad un tejido... un tejido de disparates.

Antonio, muy satisfecho en el fondo de su alma, porque penetraba todo lo que había de ridículo en aquella bacanal de la necedad libre-pensadora, se levantó de su   —27→   butaca azul y salió a los pasillos, dejando con la palabra en la boca a un medicucho, que había aprendido en los manuales de Letourneau toda aquella masa incoherente de datos problemáticos y casi siempre insignificantes.

-¡Tontos, todos tontos! -pensaba: y una ola de agua rosada le bañaba el espíritu. Ya no se acordaba de Rejoncilllo, ni de Reseco; la sensación de una superioridad casi tangible le llenaba el ánimo; sí, sí, era evidente; aquellos hombres que quedaban allí dentro dando voces o escuchando con atención seria, algunos de los cuales tenían fama de talentudos, eran inferiores a él con mucho, incapaces de ver el aspecto cómico de semejantes disputas, la necedad hereditaria que asomaba en tamaño apasionamiento por ideas insustanciales, falsas, sin aplicación posible, sin relación con el mundo serio, digno y noble de la realidad misteriosa.

En los pasillos también se disputaba. Eran algunos jóvenes que, sin sospecharlo siquiera Reyes, despreciaban las disputas de la sección. Hablaban también de filosofía, pero no tenía nada que ver su discusión con la de allá dentro: estos habían venido a parar a la cuestión de si había o no metafísica, a partir de la última novela publicada en Francia. Antonio se acercó al grupo, y no estuvo contento mientras notó alguna originalidad y fuerza en la argumentación. Un joven moreno, pálido, de ojos azules claros y muy redondos, soñadores, o por lo menos distraídos, hablaba con descuido, sin atar las frases, pero con buen sentido y con entusiasmo contenido.

-¿Quién duda, señores, que, en efecto, el positivismo ha de ir... no digo que sea en este siglo, ¿eh?, pero ha de ir poco a poco... vamos, modificándose, cambiando, para acabar por ser una nueva metafísica?...

-Esa tendencia ya aparece en algunos escritores -dijo   —28→   otro, pequeño, rubio, vivaracho, de lentes, que gesticulaba mucho, y al cual el moreno, el distraído, oía con atención cariñosa. Siguió hablando el chiquitín de escritores alemanes modernísimos que repasaban la filosofía de Kant, y la de Fichte, y la de Hegel, para ver de encontrar en ella bases nuevas de una metafísica que había que construir a todo trance.

Entonces Reyes sonrió con disimulado desprecio, satisfecho, y se apartó también de aquel grupo. Al fin había encontrado lo que quería. «También aquellos disparataban; creían en resurrecciones metafísicas; ¡bah!, tontos como los otros, como los positivistas de café, como los pobres diablos de allá dentro, aunque no lo fueran tanto».

Salió del Ateneo. El cielo se había despejado; los últimos nubarrones se amontonaban huyendo hacia el Norte; las estrellas brillaban como si las acabaran de lavar; una poesía sensual bajaba del infinito oscuro.

Reyes comparó al Ateneo con el cielo estrellado, y salió perdiendo el Ateneo. «Debía estar prohibido discutir los grandes problemas de la vida universal, sobre todo cuando se era un cretino. Las estrellas, que de fijo sabían más de esas cosas sublimes que los hombres, callaban eternamente: callaban y brillaban». Reyes, en el fondo de su alma, se sintió digno de ser estrella.

Bajó la calle de la Montera. El reloj del Principal dio las diez. Una mujer triste se acercó a Antonio rebozada en un mantón gris, con una mano envuelta en el mantón y aplicada a la boca. Él la miró sin verla, y no oyó lo que ella dijo; pero una asociación de ideas de que él mismo no se dio cuenta, le hizo acordarse de repente de su aventura iniciada. Regina Theil estaba en Rivas. ¡Oh! ¡el amor, el galanteo! Un temblor dulce le sacudió el cuerpo. A dos pasos tenía un coche de punto. El cochero dormía;   —29→   le despertó dándole con el bastón en un hombro, montó, y dijo al cerrar la portezuela:

-¡A Rivas, corre!




Arriba- VII -

La berlina, destartalada, vieja y sucia, subió al galope del triste caballo blanco, flaco y de pelo fino, por la cuesta de la calle de Alcalá. Antonio, en cuanto el traqueo de las ruedas desvencijadas le sacudió el cuerpo, sintió una reacción del espíritu, que le hizo saltar desde el deleite casi místico de la vanidad halagada en su contemplación solitaria, a una ternura sin nombre, que buscaba alimento en recuerdos muy lejanos y vagos. Era una voluptuosidad entre dulce y amarga esforzarse en estar triste, melancólico por lo menos, en aquellos momentos en que el orgullo satisfecho le gritaba en los oídos que el mundo era hermoso, dramática la vida, grande él, el hijo de su padre. El run, run de los vidrios saltando sobre la madera, el ruido continuo y sordo de las ruedas, le iban sonando a canción de nodriza; gotas de la reciente tormenta, que aún resbalaban en zig-zag por los cristales, tomaban de las luces de la calle fantásticos reflejos, y con refracciones caprichosas mostraban los objetos en formas disparatadas. Un olor punzante, indefinible, pero muy conocido (olor de coche de alquiler lo llamaba él para sus adentros), le traía multitud de recuerdos viejos, y se vio de repente sentado en la ceja de otro coche como aquel, a los cinco años, entre las rodillas de un señor delgado, que era su padre, su padre que le oprimía dulcemente el cuerpecito menudo con los huesos de sus piernas flacas y nerviosas. ¡Qué lejos estaba todo   —30→   aquello! ¡Qué diferente era el mundo que veía entre sueños de una conciencia que nace, aquel niño precoz, del mundo verdadero, el de ahora!

Las rodillas del padre eran almohada dura, pero que al niño se le antojaba muy blanda, suave, almohada de aquella cabeza rubia, un poco grande, poblada de fantasmas antes de tiempo, siempre con tendencias a inclinarse, apoyándose, para soñar.

Reyes atribuía a los recuerdos de su infancia un interés supremo; conservábalos con vigorosa memoria y con una precisión plástica que le encantaba; los repasaba muy a menudo como los cantos de un poema querido. Como aquella poesía de sus primeras visiones no había otra; desde los seis años su vida interior comenzaba a admirarle; su precocidad extraordinaria había sido un secreto para el mundo; era un niño taciturno, que miraba sin verlas apenas las cosas exteriores.

La realidad, tal como era desde que él tenía recuerdos, le había parecido despreciable; sólo podía valer transformándola, viendo en ella otras cosas; la actividad era lo peor de la realidad; era enojosa, insustancial; los resultados que complacían a todos, le repugnaban; el querer hacer bien algo, era una ambición de los demás, pequeña, sin sentido. De todo esto había salido muy temprano una injusticia constante del mundo para con él. Nadie le apreciaba en lo que valía; nadie le conocía; sólo su padre le adivinaba, por amor. En la escuela, donde había puesto los pies muy pocas veces, otros ganaban premios con estrepitosos alardes de sabiduría infantil; él entraba, los pocos días que entraba, llorando; érale imposible recordar las lecciones aprendidas al pie de la letra; sabíalas mejor que los otros, estaba seguro de comprenderlas, y el maestro siempre torcía el gesto, porque   —31→   Antonio tartamudeaba y decía una cosa por otra. En las reuniones de familia, donde se celebraban improvisados certámenes de gracias infantiles, el chico de Reyes siempre quedaba oscurecido por sus primitos, que saltaban mejor, declamaban escenas de Zorrilla y García Gutiérrez, recitaban fábulas y tenían salidas graciosas. Se acordaba como si fueran de aquel instante, de los elogios fríos, de los besos helados con que amigos y parientes le acariciaban por complacer a su padre, que sonreía con tristeza, y siempre acudía después de los otros a calentarle el alma con un beso fuerte, apretado, y con un estrujón entre las rodillas temblonas y huesudas. Su padre comprendía que los demás no encontraban ninguna gracia en su hijo. A los dos se les olvidaba pronto, y la familia entera se consagraba a cantar las alabanzas del diablejo de Alberto, del chistosísimo Justo, de Sebastián el sabio, que a los siete años anunciaban seguras glorias de la familia de los Valcárcel.

Emma Valcárcel se llamaba su madre.

La imagen de aquella mujer flaca, enferma, de una hermosura arruinada, que jamás había visto él en su esplendor de juventud sana y alegre, llenó el cerebro de Antonio. Este recuerdo fue un dolor positivo; no tenía la triste voluptuosidad alambicada de los otros.

« ¡Mi madre!...», dijo en voz alta Reyes; y apoyó la cabeza en la fría y resquebrajada gutapercha que guarnecía el coche miserable. Encogió los hombros, cerró los ojos, y sintió en ellos lágrimas. El ruido de los cristales y de las ruedas, más fuerte ahora, le resonaba dentro del cráneo; ya no era como canto de nodriza; tomó un ritmo extraño de coro infernal, parecido al de los demonios en El Roberto.

Clarín.





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