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Sobre el problema de la recepción de la filosofía de Ortega: la visión de Rodríguez Huéscar

Juan Padilla Moreno





«Parece elemental preguntarse por qué una filosofía de tales egregias características no ha suscitado hasta hoy [...] más amplios y, sobre todo, más fundamentales exploraciones, desarrollos e incluso adhesiones; por qué su semilla intelectual no ha fructificado en proporción adecuada a su potencial fertilidad»: así formulaba el problema Antonio Rodríguez Huéscar en una conferencia pronunciada en la Fundación Ortega y Gasset en 1983, en la conmemoración del centenario de su nacimiento1.

Antonio Rodríguez Huéscar (1912-1990) se cuenta precisamente entre las no muy numerosas adhesiones con que, desde dentro del campo mismo de la filosofía, ha contado la obra de Ortega; dicho con otras palabras: es uno de sus pocos discípulos filósofos en sentido estricto.

Pues bien, como filósofo y como discípulo, es este uno de los problemas a los que siente íntima necesidad de dar respuesta; en la formulación del problema que propone y en su solución no se trata pues sólo de una cuestión de historia cultural de más o menos interés; es para él un problema vital; está en juego su vida como filósofo.

La situación que describe es en síntesis la siguiente -luego veremos las causas que aduce. «Si fuese factible -que no lo es-», dice en 1965, «escribir la relación circunstanciada de lo que hasta ahora se ha hecho, de las reacciones españolas ante el insólito fenómeno que ha representado en nuestra historia contemporánea la aparición y la acción intelectual de Ortega, resultaría, a no dudarlo, la más increíble y extravagante tragicomedia»2. Como buen orteguiano, describe la situación dramáticamente, es decir con argumento; concretamente en tres actos.

El primer acto consistió -«en extrema esquematización-» en «no enterarse de lo que Ortega significaba -como pensamiento y como posibilidad española». El segundo consistió en «sospecharlo o adivinarlo y... alarmarse, asustarse...»; es la época de los «ataques frontales»; es la época en que, tras la Guerra Civil, no contentos con haber desterrado de las instituciones oficiales todo posible influjo de Ortega, se pretende incluirlo en el Índice de libros prohibidos. Es la época en que Julián Marías tiene que escribir Ortega y tres antípodas. Un ejemplo de intriga intelectual (1950) y El lugar del peligro. Una cuestión disputada sobre Ortega (1958). «En el decenio que está terminando -dice en la primera de estas obras- han aparecido nada menos que cinco libros dedicados "exclusiva o principalmente" a intentar explicar que Ortega no es un filósofo»3. Desde dentro mismo de la universidad franquista, se rompen lanzas en defensa de Ortega. Laín y Aranguren, desde la Universidad de Madrid, se sienten obligados a dejar oír su voz autorizada en una contienda desigual, sañuda, vergonzosa. Se inicia así su deslizamiento, más o menos rápido, hacia una situación de «parias oficiales»4.

El tercer acto se está desarrollando en torno a 1965 -diez años después de la muerte de Ortega-. Su argumento parece ser, según Huéscar, «la neutralización de Ortega mediante su confinamiento en el limbo glorioso del pretérito perfecto». Es decir, el ensalzamiento vacío de la figura de Ortega, reconociéndole todos los méritos de un «clásico» indiscutible; reconociéndole la «genialidad», todo tipo de honores suntuarios, todo..., «menos la vida» -es decir, la vitalidad de su filosofía. Por eso este ensalzamiento será compatible con el rechazo, más o menos manifiesto, de sus más directos discípulos5.

Casi dos décadas más tarde la situación, según Rodríguez Huéscar, no ha cambiado sustancialmente. «Hoy -dice en 1983, con ocasión del centenario del nacimiento de Ortega- siguen teniendo vigencia aquellas palabras, si restamos de ellas la imputación de malevolencia que en aquella ocasión llevaban envuelta»6. La mala fe ha dado paso a una «buena fe despistada». Pero al mismo tiempo se ha agravado y consolidado más todavía el proceso de momificación de Ortega.

En este cuarto acto -podemos llamarlo así-, encontramos lo siguiente. En primer lugar, una extraordinaria proliferación de escritos sobre Ortega -«comentarios, citas, artículos, más o menos irresponsables, y hasta largos ensayos y libros enteros sobre él, si no irresponsables, sí inertemente expositivos o repetitivos, cuando no torpemente polémicos»-. Junto a esto, en segundo lugar, un buen número de trabajos valiosos -«muchos trabajos, más o menos modestos pero bien orientados»-. En tercer lugar, algunos desarrollos sumamente interesantes, pero superficiales, periféricos -en un sentido rigurosamente descriptivo-, en terrenos como la historia, el derecho, la psicología, la pedagogía... -«la mayor parte de los que se han acercado al frondoso árbol del saber orteguiano, incluso muchos de los que lo han hecho con ánimo filosófico, se han andado demasiado "por las ramas", quizá legítimamente atraídos por su espléndida profusión de hojas, flores y hasta incitantes frutos, sin buscar el manadero de la savia que vivifica y sustenta toda esa riqueza y le da, en definitiva, último sentido: sus raíces metafísicas»7-. Brillan por su ausencia, en cuarto lugar, los trabajos esenciales: «verdaderos estudios en profundidad» y «desarrollos solventes de su pensamiento»8.

Esta es -era por lo menos hace poco menos de veinte años-, según uno de sus más directos discípulos, la situación. ¿Cuáles son las causas?

Rodríguez Huéscar, que consagró literalmente su vida a estudiar, repensar y sistematizar la obra de Ortega, señala tres tipos de causas que aclaran, aunque no justifican, esta «deficiente» recepción de la obra de su maestro: personales, doctrinales e históricas.

Entre las primeras está el peculiar estilo del hacer filosófico que practicó. Es evidente que la obra de Ortega no encaja dentro de la idea más o menos convencional que solía tenerse, y se tiene, del filósofo de profesión9. Por otra parte, su innovación «estilística» no es caprichosa ni irrelevante, sino que está íntimamente ligada a la innovación de fondo que supone el descubrimiento de la vida humana -la de cada cual- como realidad radical y, por consiguiente, como principio radical del filosofar. Ortega actuó siempre dentro del campo de la filosofía, o desde ella, con una desconcertante libertad; pero «al precio de renunciar a un rápido prestigio de filósofo "sistemático", "técnico", "profundo" -según el estereotipo tradicional europeo-, y hasta a pasar por "no filósofo"», dice Huéscar10. Baste pensar que algunos de los que son hoy sus libros más famosos fueron apareciendo en páginas de periódicos.

Entre las causas doctrinales señala fundamentalmente la novedad de su filosofía. Hay en ella múltiples niveles de intelección. Cuando una filosofía supone una innovación profunda, no ya en la solución propuesta a determinados problemas, más o menos radicales, sino en su mismo planteamiento -es decir, implica un nuevo modo de pensar-, su asimilación sólo puede producirse -aun en circunstancias «normales»- lentamente. En Ortega ocurre que, además de estos niveles profundos -al parecer de difícil intelección-, existen, paradójicamente, niveles superficiales de meridiana claridad, que pueden provocar efectos engañosos, «peligrosos espejismos», cuya peligrosidad radica precisamente en la posibilidad de confundir los niveles de intelección, «creyendo que se ha llegado al fondo cuando aún flotamos plácidamente en la superficie o buceamos entre aguas»11.

Hay, en fin, una serie de causas históricas -de nuestra historia nacional y de la historia general de la filosofía- que han sido determinantes y que son mucho más graves por cuanto que su ámbito de aplicación es mucho más amplio. Las causas históricas propias de la historia española han quedado ya indicadas en la descripción misma de la situación. La ruptura en la continuidad cultural que supuso la Guerra Civil y su desenlace hizo imposible la transmisión normal de una filosofía que había dominado durante los años veinte y, sobre todo, los treinta -al tiempo que se creaba, y por la autoridad del prestigio- en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, lo que era tanto como decir en la filosofía y las letras de España. Y ello en un país con un ambiente filosófico, ya de por sí, de escasísima densidad. El mismo Rodríguez Huéscar, que había acabado brillantemente la carrera de filosofía un mes antes de que se iniciara la guerra, nunca pudo incorporarse, ni en el más humilde de los puestos, a la universidad española12.

En cuanto a las causas históricas generales, dice Huéscar lo siguiente: «Desde poco después de la muerte de Ortega -en la década de los sesenta- se produce en el campo de la filosofía occidental una serie de hechos, complejos y de no fácil filiación, pero que revelan una situación de profunda crisis»13; justo en el momento en que la filosofía de Ortega podía haber empezado a fructificar en las mentes occidentales. Huéscar dedica bastantes páginas a indagar en el origen y los motivos de esta crisis, especialmente en un largo artículo titulado «Mirada a la metafísica»14. Según él, la crisis de la filosofía que se produce en la segunda mitad del siglo XX está ligada a la crisis de la metafísica. Dicha crisis tiene sus raíces, como es sabido, en el siglo XVIII: en Hume, en Kant... Pero en la segunda mitad del siglo XX, inmediatamente después precisamente del extraordinario florecimiento que había tenido en la primera mitad del siglo -tras el yermo del XIX-, la metafísica entra en una nueva fase crítica, con caracteres peculiares. Se trata de un abandono de facto de los problemas radicales -los que de verdad interesan en definitiva-, «en aras de una "crítica" o de un "análisis", que pretenden exhaustivo, de los instrumentos del conocimiento -epistemológicos, lógicos o lingüísticos-»15, o, simplemente, por la renuncia a la razón, para echarse en brazos de cualquier forma de irracionalismo filosófico -especie de «círculo cuadrado».

Así pues, según Rodríguez Huéscar, el pecado capital de la filosofía occidental después de Ortega, el que ha hecho menos que improbable, no ya la aceptación, sino siquiera la verdadera comprensión de su filosofía, ha sido la renuncia a la metafísica, es decir, al planteamiento de las preguntas radicales16. En esto coincide con otro discípulo de Ortega: Julián Marías17.

A veces la cosa es todavía más sutil. Porque, renunciando de hecho a la metafísica -entendida en este sentido de planteamiento filosófico radical-, se reconoce la posibilidad de hacerla. Ahora bien, esto, el que una vez puestos a hacer filosofía se pueda hacer metafísica, es justamente lo que no es seguro; lo seguro es que hay que hacerla; si es o no posible, se verá al final, después de un largo esfuerzo, acaso de toda la vida. Una actitud filosófica que niega la necesidad a la metafísica es en el fondo tan poco aceptable como la que niega de iure, de entrada, su posibilidad.

Hasta aquí, en esencial esquema, lo que dice Rodríguez Huéscar acerca de la recepción de la filosofía de Ortega: de la situación y de sus causas. Hay que añadir algo que Rodríguez Huéscar no pudo decir: lo que él mismo ha hecho por la recepción de dicha filosofía.

«Entre la inmensa bibliografía sobre Ortega», dice Marías, «habrá que señalar los escritos de Huéscar como parte esencial de la mínima indispensable». Las obras de Huéscar no son muy numerosas. Unos cuantos libros de estudios históricos y ensayos: Del amor platónico a la libertad (1957), Con Ortega y otros escritos (1964), Semblanza de Ortega (1994, póstumo); una novela: Vida con una diosa (1955)...; y, sobre todo, tres estudios esenciales: Perspectiva y verdad. El problema de la verdad en Ortega (1966, 1985), La innovación metafísica de Ortega (1982) y Éthos y lógos (1996, póstumo). Pero hace algo que nadie más ha hecho: llevar a cabo una sistematización conceptual del pensamiento orteguiano desde dentro; es decir, no tratando de someterlo a moldes y esquemas extraños, sino esforzándose por descubrir, desde la apropiación discipular de su filosofía, el mayor número posible de conexiones y leyes. No lo hace con toda la obra de Ortega. Se limita, en rigor, a dos temas: el de la crítica y la superación del idealismo, y el de la idea de verdad en Ortega. Pero son dos temas esenciales.

Lo que hace Huéscar en sus trabajos tiene un carácter ejemplar -y esta es, en mi opinión, su gran aportación a la recepción de la obra filosófica de Ortega-. Porque muestra, en primer lugar, lo que se puede hacer. Después de leer Perspectiva y verdad, por ejemplo, no cabe ya negar -decentemente, se entiende- el carácter sistemático de la obra de Ortega. Muestra, además, que eso que se puede hacer debe hacerse, porque la misma obra de Ortega -tan amplia, tan variada, tan «circunstancial»- lo está reclamando, y porque la determinación de hacer filosofía en serio a estas alturas no puede llevarse a cabo sin una asimilación de «la innovación metafísica de Ortega». La obra de Rodríguez Huéscar, en fin, tiene carácter ejemplar en cuanto que muestra un método concreto, de sorprendente eficacia, para estudiar una obra tan peculiar como es la de su maestro.

«Creo que la mejor manera de ser orteguiano», escribe en una ocasión, «sería, como es sólito en los predios de la filosofía, como se ha dicho, mediante la comisión de parricidio, que es como fue platónico Aristóteles, y, de ahí en adelante, la mayor parte, por no decir todos los grandes discípulos que en el mundo han sido. Pero el parricidio requiere la previa paternidad, y si es filosófico, además, la genialidad -cosa que, evidentemente, no está en la mano de nadie-. Lo que no obsta para que se pueda ser también discípulo, con plena dignidad y fecundidad, sin necesidad de ser parricida -la historia nos ofrece ejemplos de todas clases»18. Rodríguez Huéscar se sintió toda su vida discípulo de Ortega. Estaba convencido de la potencial fertilidad de su filosofía; y todo su empeño lo puso en asimilarla y desarrollarla, en particular en unos cuantos puntos que le parecían vitales. Le traía sin cuidado que la recepción de su filosofía se hiciera desde la ortodoxia o la heterodoxia19 con tal de que fuera de su filosofía, es decir que se le hubiera entendido, que se poseyera su doxa.





 
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