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Sobre el realismo. Ni ángel ni demonio1

Alfonso Sastre






ArribaAbajoI. El demonio del realismo

El realismo, ¡qué palabra tan endemoniada! Echarla por la borda es una tentación desde que, hace muchos años, estuvo claro que con esta palabra se significan tantas y tan diferentes y aun opuestas cosas que el término «realismo» llegó a no significar nada. En la vida de todos y cada uno de nosotros (cada uno y cada una, o caún y caúna, que es como se solía decir en mi barrio) se ha oído muchas veces que hay que ser realista, y unas veces era para decir que había que andarse con pies de plomo, o sea, ser prudente, posibilista, y, en definitiva, conformarse a las medidas de lo establecido; y otras para combatir las tendencias evasivas, meramente lúdicas y, en definitiva, conformistas. ¡La misma palabra para dos usos contrapuestos! Seamos realistas: o sea, aceptemos el sistema. Seamos realistas, o sea: denunciemos el enmascaramiento que de la realidad hace el sistema, digamos la verdad. Realidad contra los señuelos de la utopía. Realidad contra las ilusiones de lo establecido. Y lo uno y lo otro con la misma palabra.

En el arte y la literatura, el término viene siendo un inagotable caballo de batalla, siempre asociado a un cuestionamiento de su esencia. Habría una literatura y un arte realista y otro arte y otra literatura que no son realistas. ¿Polémica podrida de tan sobada y reiterada durante años y años? Así podría parecerlo, pero no es así, por mucho que se trate de un concepto que se ha pretendido arrumbar en el baúl de los recuerdos, y se ha estigmatizado como una escuela pasada: una cosa del siglo XIX que se pretendió revitalizar burocráticamente en la Unión Soviética durante el período estalinista; y ya está. El «arte vivo» y la «literatura libre» caminarían por otras sendas, empezando, desde luego, por asumir una posición contra el realismo.

Lo peor, sin embargo, de este combate en la literatura y el arte durante los años sesenta no procedía de las vanguardias contrarias al realismo sino, desdichadamente, de la mayor parte de los colegas que se autoafirmaban como realistas. ¡No es eso!, exclamaba uno llevándose las manos a la cabeza ante el movimiento que se decía realista en aquellos años sesenta. Uno pensaba en el realismo como una experiencia de vanguardia, como un arte experimental que pudiera contribuir en algo para la revolución en el plano político-social y, desde luego, o por lo menos, en el mundo de nuestra cultura. Cuando en 1965 apareció la primera edición de mi libro Anatomía del realismo (Seix-Barral, Barcelona), ya expresé en él mis inquietudes ante ciertos entendimientos del realismo: la literatura populista, la llamada «escuela de la mirada» y, en el plano no propiamente poético, el posibilismo. Éstas y otras tendencias aparecían por las páginas del libro, sometidas a severa crítica teórica; aunque yo tampoco andaba muy claro, que digamos, en cuanto a un entendimiento aceptable del término. Precisamente lo que proponía era investigarlo y en este sentido marchó el trabajo, que fue breve pero intenso, de nuestro Grupo de Teatro Realista (GTR). Había la intuición de que el realismo era una buena línea, o por lo menos que se podía emprender un buen trabajo poético y político en el teatro bajo esta noción.

Esto es un recuerdo, claro está, pero no un mero recuerdo, pues es también un momento de un discurso y de una investigación, intermitente y precaria, de la que viví un nuevo episodio con el estreno de una obra que escribí durante aquellos años: La taberna fantástica. Esto fue en 1966, a los cinco años de la desaparición traumática del Grupo de Teatro Realista, en el que había estrenado una obra sobre la clandestinidad y la tortura: En la red. ¿Qué estaba pasando, al menos en mí? Que insistía en la tentativa de hacer una investigación realista, que seguía apostando por un teatro que quizás era momentáneamente imposible, y que mi lenguaje se estaba haciendo más libre, en el sentido de menos cauteloso con referencia a lo que he citado como un mal enemigo: el realismo entendido a la manera tradicional en la escena española.

Años después, en la segunda edición de Anatomía del realismo (1974) incluí un nuevo prólogo y un nuevo epílogo que contenían un mensaje ya teóricamente muy preciso con relación a las reflexiones que el libro mismo contenía. Se puede decir en poco más de dos palabras que yo seguía manteniendo tozudamente y desde luego en solitario mi apuesta por un teatro realista y que ya entonces me encontraba despegado de un entendimiento «contenidista» del término «realista». Esto voy a explicarlo inmediatamente.

Tesis «contenidista», que mucho me había influido, era la de un filósofo húngaro que, sin embargo, me ayudó en muchos aspectos, y también en éste. Para él, una obra podía ser considerada como realista si la visión del mundo en ella subyacente no era opuesta a la filosofía del socialismo, es decir, si no negaba el socialismo como perspectiva histórica. A esta noción la llamaba «realismo crítico». El grado superior del realismo se producía cuando tal perspectiva socialista era suscrita y apoyada en esa visión del mundo que subyace en las obras literarias. Este era el realismo socialista, que Lukács trataba de distinguir de lo que en la URSS fue una doctrina y una práctica oficiales u oficiosas, a las que Lukács definió como «naturalismo burocrático».

Pero yo me había dado cuenta, y las reflexiones de cada día me iban confirmando en ello, de que el realismo no era más que una manera de escribir o de actuar en la escena, y que eran muchas y muy ilustres las obras cuya naturaleza realista era innegable y que contenían -por así decirlo- visiones del mundo por lo menos indiferentes pero también negadoras no ya del socialismo sino de cualquier perspectiva histórica. En mi trato con la literatura fantástica, por ejemplo, me di cuenta no sólo de que para escribirlas se usan modos realistas de escribir sino incluso de que es preciso hacerlo así para que se produzcan los efectos propiamente fantásticos.

¡Así pues, adoptar un método -o escribir desde un estilo- realista no comporta más que una posición estética! Una posición que puede albergar distintas y hasta opuestas respuestas filosóficas y políticas a ese asunto que llamamos realidad: desde el idealismo platónico al materialismo dialéctico. ¿Pero en qué consiste esa forma particular de escribir y actuar? ¿Y no habrá distintos modos o grados de escribir realista? ¿Y habrá alguno que, en cada momento histórico, resulte más propio para quienes se empeñan en cambiar el mundo?




ArribaII. El ángel del realismo

Palabra endemoniada, decíamos del «realismo». ¿También se podrá decir, como ahora decimos, que el realismo «tiene ángel»? ¿Y no sólo «ángel de la guarda» que lo haya preservado de perecer a manos tanto de sus buenos enemigos como de sus malos amigos, sino en el sentido en que los andaluces hablan del «ángel»? ¡Tener ángel, Dios Mío!, exclamaba en el prólogo de uno de sus libros cierto poeta nicaragüense, hoy merecidamente exaltado en la Nicaragua sandinista: Rubén Darío. Y pedía «exégetas andaluces» para que explicaran el sentido de esa proclamación: la de que en el arte hay que «tener ángel» o marcha uno de cráneo, que es lo que al parecer le ocurría al músico Salieri. ¡Mozart tenía ese ángel! (Hay una obra teatral de Pushkin, Mozart y Salieri, en la que esto se explica bastante bien).

¿Pero el realismo no es, precisamente, lo contrario del «ángel»? Adecuarse a los dictados de la realidad objetiva -si es eso el realismo- parece lo contrario de la libertad, de la gracia, del genio artístico: del «ángel». O, por lo menos, no cabe tanto ángel -o cabe poco ángel- en la escritura de la realidad, ya sea histórica, ya actual. Historia y periodismo parecen los métodos propios de esas tareas -la historia es el periodismo del pasado y el periodismo la historia de la actualidad que, desde luego, pueden desarrollarse con más o menos gracia literaria, pero eso es todo. El realismo sería, entonces, lo propio de la historia y del periodismo. El ángel del arte está volando, seguramente, por otros pagos; y si ejercemos un vuelo rasante sobre la realidad -el vuelo propio del periodismo, actual o histórico- lo más probable es que ese ángel no aparezca en el campo de nuestra rastrera visión.

¿Qué vanguardia experimental puede albergarse en una visión rastrera de lo existente? Aquí viene, por fin, responder a las cuestiones pendientes:

Primero, ¿en qué consiste la escritura realista? (Se trata del arte literario y no de otras escrituras, prácticas, políticas, científicas). Segundo, en el caso de que haya o puedan darse distintos modos de escribir realista, ¿qué modo resultaría hoy el más apropiado para contribuir a la subversión (a las luchas contra el capitalismo en sus actuales formas) y a la consiguiente apertura, o reforzamiento allí donde los haya, de procesos de liberación humana? (Se supone, claro, a estas alturas de nuestro discurso, que el arte no es realista porque trate de la realidad -pues todo arte, incluso el arte abstracto, trata de la realidad y opera desde ella y sobre ella; es decir, que en ese sentido todo arte es realista o, como decía Garaudy en aquel librejo, el realismo no tiene fronteras -sino porque trata esos materiales de determinada manera).

A la primera cuestión, Brecht trató de incorporar a un solo concepto los dos entendimientos del realismo: el contenidista y el formalista. Nosotros nos quedamos, para nosotros, con este segundo aspecto; y así resulta que el realismo se caracteriza concretamente por el cuidado de los detalles, la presencia de materiales no elaborados y la importancia de lo sensorial. Por lo primero, el espectador o el lector siente el olor del desayuno y se da cuenta de la humedad de las sábanas del enfermo (un crítico explicó así el realismo de las obras del dramaturgo irlandés O'Casey); por lo segundo, el proceso narrativo contiene elementos no necesarios para el desarrollo de un esquema narrativo (como dice Jakobson, el protagonista -por ejemplo- se encuentra con personajes innecesarios para el desarrollo de la fábula); y por lo tercero, los personajes presentan también sus necesidades corporales (los personajes de la literatura realista cagan, digámoslo así, lo que no les sucede a los héroes románticos). Con todo esto -sin más- hay realismo en la literatura y el teatro. ¿Podremos conformarnos con eso? Desde luego que no; con eso puede conformarse y hasta sentirse muy feliz un escritor costumbrista o un actor de sainetes; pero estamos apañados sí con ello queremos realizar una oposición al capitalismo o contribuir a la lucha por una sociedad socialista (por ejemplo). No podemos conformarnos con eso, pero tampoco sin eso; ahí está la cuestión. Eso es, efectivamente, muy poco por de sí; pero sin eso no es posible conseguir el deseado efecto, inmediatamente estético y mediatamente político en la medida en que el arte produce conocimiento, consciencia, o sea, que el revelador de lo enmascarado tanto deliberadamente por el sistema de explotación como por la entropía propia de la cotidianidad.

De manera que hemos entrado en la segunda cuestión. Ni sin eso ni sólo con eso, es lo que acabamos de decir. Verdaderamente, sólo con eso -con ese gusto de realidad viva- provocaríamos nada más que (y también nada menos que, según se mire) un cierto reconocimiento de nuestra cotidianidad: así es mi carnicero, así es mi oficina, ese personaje es igualito que mi tía. O lloro con ese personaje que está llorando por la muerte de su hijo: vivo con él la situación en que yo perdí a una persona amada. Brecht avisó muy bien contra un efecto tan sentimental -endopático- que produciría lo contrario de la deseada movilización de la conciencia espectadora o lectora. Por eso propuso lo que llamó «efectos de distanciación» que posibilitaran la comprensión global y racional de la situación imaginaria, y, por medio de ella, de las situaciones que se dan en la realidad de la vida, como suele decirse. La aplicación de esos efectos produjo, en muchos discípulos de Brecht, precisamente un resultado antirrealista, indeseado por el maestro.

El caso es que quedaba pendiente -pensaba yo- una experiencia realista de vanguardia sobre la base de un «doble efecto», que también definí alguna vez como «efecto de boomerang». Conseguir la percepción de lo familiar como extraño o de lo extraño como familiar, o sea, el efecto «siniestro», ha sido otra forma de decir un posible programa de aproximación a las bases de una experimentación que en los últimos tiempos ha dado -en la pintura y la escultura- obras que se suelen definir como «hiperrealistas». Cierto aire fantasmal llega, sí, a veces, de la realidad traída por el arte, y ello nos hace reflexionar sobre la consistencia -o la inconsistencia- de nuestra vida. Me dicen que el realismo es ahora la vanguardia en el teatro norteamericano. ¿Será en un sentido parecido a éste que yo vengo postulando? El ángel del realismo, tal como yo lo veo, es, desde luego, un ángel infernal. El ángel de la rebeldía. El realismo como insumisión.





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