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Sobre el teatro de Vicente Medina

Manuel Alvar





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Enfrentarnos con el teatro de Vicente Medina, como enfrentarnos con su poesía, exige una declaración de principios: ¿qué puesto daríamos a estas creaciones dentro de una valoración estética? Porque todo lo que de aquí podamos inferir ya no será otra cosa que el resultado de haber decidido previamente. Dicho más simplemente: ¿es esto arte?

Nuestros críticos han juzgado desde perspectivas históricas, necesarias para entender la creación de obras como Juan José o Los tejedores1, y acaso esto les permita explicar, no sé si resolver los problemas que tienen ante los ojos. Conocer los motivos que determinan un quehacer o identifican sus engarces históricos con aptitudes más o menos remotas es útil -no lo niego-, aunque nos sitúa en la periferia de la obra al considerarla objeto de elaboración social o histórica, pero eso no es decirnos su valor. Más o menos como si supiéramos que un vaso está hecho con determinada   —14→   arcilla, que es la que se extrae en las cercanías de un taller, y que tiene una forma, el vaso, nacida de la necesidad de emplear el objeto para unos fines determinados, pero no nos dirá por qué un lekito modelado por Eufronio vale más que los miles y miles que han llegado hasta nosotros, y que no fueron otra cosa que recipientes utilitarios. Este planteamiento tan simple nos hace ver dos cosas necesarias para el análisis que pretendo: valor estético de los contenidos y valor estético de las formas empleadas. Si no tuviéramos otra cosa que dramas rurales con la idealización que la burguesía hace de la vida campesina, estaríamos ante un mundo tan falso como el de las novelas pastoriles; si la que se pretende es reflejar una realidad, se nos planteará de inmediato si la obra creada de este modo es materia artística o tiene valor únicamente porque sirve para ilustrar aspectos de vida social o porque sirve para documentar la intrahistoria2. De cualquier modo, el crítico literario debe decidirse por unas posturas que no son las del historiador o las del sociólogo, sino las inherentes a un arte que se elabora con palabras. Y nos hemos adentrado en lo que en este momento puede ser objeto de análisis: Vicente Medina escribe -como señala Mariano de Paco- unos dramas que se clasifican, con las dificultades que ello supone, como sociales y rurales o, diríamos por nuestra parte, son de sociología rural, con lo que las cosas se manifiestan con mayor claridad. Pero ahí otro desdoblamiento:   —15→   la sociología significa la interpretación de unas fuerzas impuestas y ajenas al creador; el ruralismo caerá del lado de la interpretación del campo como objeto de recreación: la visión que de él se haga será, pues, personal, y valedera no porque el campo es como es, sino porque el poeta la ha sentido ser.

He aquí unas cuestiones que nos imponen cierto modo de actuar: queda fuera de mi ocupación lo que serían las motivaciones externas de este teatro, llamémosles historia o estructura social, y nos quedarían, de una parte, la preocupación por unas gentes y unas tierras, algo así como el noventayochismo proyectado fuera de Castilla3, y de otra, lo que literariamente es el realismo, ya que sin él carecerían de sentido todos los valores extraliterarios a los que he aludido. Evidentemente, al menos en un principio, esas dos realizaciones aparecen soldadas y no pueden extrapolarse del resto de la literatura que hace nuestro autor; más aún, para llegar al teatro, empezó por escribir poesías dialectales, que eran, él mismo lo ha dicho, «a manera de bocetos», «así fueron naciendo La Barraca, En la cieca, La novia del sordao (...) y así nacieron mis Aires murcianos»4. Tenemos, pues, que   —16→   el teatro de Vicente Medina es la culminación de su obra en verso, diría más, la ampliación dialogada de muchos de sus temas poéticos5, tal como ocurre en Santica y El rento, La novia del sordao y ¡Lorenzo!..., Callá, callaíca, y En lo obscuro, amén de otras coincidencias más ocasionales, según se ha señalado ya6. Nos encontramos, pues, ante una labor de creación presidida por la coherencia, según él mismo había acertado a ver cuando define su creación:

«Géneros: la poesía y la dramática. Escuela: la naturalista. Asuntos: la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas. Tendencias: radicales. En mi labor, dos literaturas, al parecer: regional y general; a mi entender, una sola: la popular»7.



Estas palabras se publicaron en 1902, en un momento en que poesía y teatro caminaban de la mano, pues hay tres ediciones seguidas de Aires murcianos en 1898, 1899 y 1900. Y El rento se imprimió en 1898, ¡Lorenzo!... un año más tarde, lo mismo que La sombra del hijo, y El alma del molino en 1902. La cronología es la misma y, para lo que pueda servir, debemos recordar que Gabriel y Galán escribe por aquellos mismos días8, aunque, con mimbres tan parecidos   —17→   a los de Vicente Medina, lograra una obra tan distinta9 y no menos emotiva10.

Sabemos la motivación de las obras dramáticas del poeta murciano: de una parte, la reacción contra la obra María del Carmen de Felíu y Codina (1896)11; de otra, la disconformidad con los falseamientos lingüísticos de los costumbristas en panocho12. Y todo esto nos lleva a otros planteamientos.

Vicente Medina ha suscitado los problemas que, desde mi perspectiva, pueden ser considerados, pero de inmediato nos asaltan las dudas: confiesa ser naturalista, y pregunta, ¿sabía qué era el naturalismo? Poco antes de los días en que Medina escribe, La cuestión palpitante (1883) de doña Emilia Pardo Bazán13, había suscitado una bien conocida conmoción y, reflejando ideas ajenas o tentando valoraciones propias, estaba muy lejos de lo que Medina practicó.   —18→   Pues él jamás se desentendió de los motivos más humanos como son el carácter moral, que tantas veces convierten sus obras en un sermonario laico; la intimidad, que en su teatro logra tan bellos modelos como José o Santa, y la ternura emocionadamente viva, según señaló Azorín desde sus comienzos literarios14. Más aún, no podemos decir que en Medina se encuentren las motivaciones que pasan por caracterizadoras del naturalismo: ni sus personajes están atados a un mundo exclusivamente material, sino que actúan movidos por nobles sentimientos «idealistas», ni se emancipan de estrictos códigos morales, ni se desentienden de un mundo de creencias sobrenaturales. Por el contrario, de todo ello tenemos reiterados motivos que apartan a Medina de unos métodos de experimentación como los que Zola tomó de Claude Bernard. Podrá haber falta de sentido religioso, y no siempre ni en todos; su mundo será un mundo maniqueo del que sólo toma lo que conviene a sus fines; la vida valdrá como un fin en sí misma, carente de sentido trascendente, etc., pero todo esto es muy sencillo de explicar: Vicente Medina se sienta ante un paisaje de su Huerta y ve pasar el mundo. Ve la apariencia superficial de las cosas u oye sus voces, pero eso mismo le impide la trascendencia y se queda en el mundo de las cosas, no en la esencia de las cosas: frente al naturalismo de lo perceptible y de lo oculto, se ciñe a cuanto puede captar con los sentidos. Y su obra es harto semejante a la de Gabriel y Galán. Acaso el autor murciano lo que quiso decir fue realismo, esto es, reproducción -sólo de lo que es percibido por los sentidos, o de aquellos   —19→   sentimientos que con los sentidos se pueden aprehender, y en este momento me parece acertado el acercamiento del poeta al quehacer de los pintores murcianos de su tiempo, tal y como señala Mariano de Paco15.

En su definición, Medina ha mezclado muchas cosas que ocultan ser heterogéneas, pero si atenemos a lo que su obra es, no a lo que él dice sobre sus obras, veríamos que su arte no suscita problemas de interpretación trascendente, sino motivos de realización desde el mundo sensible. Pero no olvidemos que, desde un principio, estoy intentando acercarme al posible valor artístico de estas obras y ahora, al aducir el denostado término de realismo, acaso creamos que hay una notoria limitación de sus posibilidades. Y no es éste mi propósito: creo que el realismo no está en percibir trivialidades, por muy creíbles que sean, sino ver la vida en lo que tiene de caracterizador y diferente, con lo que logrará la ilusión completa de la verdad, que -en definitiva- es lo que este teatro de Vicente Medina nos ha venido a contar. Lo que ocurre es que al enumerar los asuntos que le inspiran, resulta ser parcial y limitado y, al señalar sus tendencias, se radicaliza. Esto es, se equivoca también al llevar sus propósitos a una concreta realización: selecciona no como artista, sino como hombre que parte de unos prejuicios, aunque sean muy dignos y humanos. Y su poesía, cuanto más su teatro, se resiente de la falsedad de seguir unos arquetipos que se manifestarán rígidos y estáticos. No hace falta leer nada de lo que escribe, pues ya sabemos qué va a pasar. El arte realista no está en copiar   —20→   como una máquina fotográfica, sino en seleccionar, como hicieron los impresionistas, aquello que vale para hacer una obra bella; ni está tampoco el realismo en decir que el mundo maniqueo carece de interferencias y matices, algo así como si hubiera dos clases de almas humanas, adscritas a uno u otro bando, según sea su declaración de renta. Por fortuna, no todo es tan simple y, por supuesto, mucho más divertido. El realismo en Vicente Medina cobra un sesgo reiterado y uniforme, que acaba por ser muy poco realista. Acaso hoy diríamos un sintagma con muy precisas connotaciones, es algo parecido al realismo socialista, pero no quiero valorar desde mi leal saber y entender, sino desde una línea harto comprometida y muy poco dudosa. Louis Aragon en J'abats mon jeu escribió esto:

«Le réalisme socialiste est l'aile marchande de la littérature, mais ceci suppose que cette littérature existe ou-delà de cette aile. Si vous coupez dans la littérature entre vous et le reste vous amputez simplement le corps de cette aile et l'aile ne sera plus qu'un membre amputé... Ce n'est pas la litterature qui disparaîtra, c'est le realisme socialiste»16.



Tal es el riesgo que ha corrido Vicente Medina al aventurarse por carriles estrechos y no por una ancha calzada. Compromiso se llama la decisión, pero ¿condujo al acierto? Veámoslo. Medina se ha inclinado por un tipo de literatura llena de tristezas, amarguras, penas y cuantas mancillas podamos cargar sobre los hombros de las gentes oprimidas. Cuando las   —21→   circunstancias dejan sin valor estos motivos, la literatura se reduce a un problema de forma, pues lo demás ya no es. Queda en el recuerdo de la arqueología. Pienso que, a Dios gracias, los problemas que apesadumbran al dramaturgo ya no cuentan para las gentes de la Huerta; entonces el «cuadro» interesa al historiador de cualquier clase, no como vida actuante. Un espectador que viera estas representaciones fuera de su contexto histórico, no entendería gran cosa. Recuerdo La muerte de un ciclista: la vi en España, volví a verla en Estados Unidos y allí su éxito fue escaso; los motivos se habían extrapolado y poco decían. Esto pasó con el teatro que analizamos: lo que fue una parcela de verdad hoy ya no es la verdad. Nos conmoveremos unas veces, otras no. ¿Resistiría gran cosa la vuelta de Lorenzo como corolario de las maldades de los ricos? Acaso Gabriel y Galán con su fe a cuestas, o encerrada en su corazón, hubiera dado mejores soluciones; al menos la huida de Medina a la Argentina en 1936 me parece una deserción, aunque humanamente la entiendo y aún me conmueve. Pero la fe cuenta tanto en la conducta de los hombres como en la dignidad con que puedan vivir las obras artísticas. Tal vez Huysmans tuviera razón cuando reprobaba el materialismo en literatura no tanto por su inmundicia mental o la sordidez de su lengua, sino por haber glorificado la democracia del arte17. Pero Vicente Medina, como Gabriel y Galán, ha acertado al identificarse con un terruño al que ama apasionadamente, y este amor sirve de señuelo a sus mejores sentimientos. O dicho de otro modo, le da una autenticidad que sin amor y sin pasión   —22→   no podría existir. Creo que sólo así cabe la admiración que por él sintieron Juan Ramón Jiménez o Maragall o Unamuno18, y creo que así se explican otras diferencias.

Para mí la autenticidad de Vicente Medina está en la solidaridad que tiene entre su vida y las tragedias que cuenta, a menos hasta aquel límite provisional de su autobiografía que contó en 1902 a su amigo A. Pikhart, el hispanista checo. Justamente ese 1902 nos interesa como hito al que se debe referir también su teatro. Las limitaciones que he puesto al realismo de Vicente Medina para entonces no hubieran valido; por eso hablar de autenticidad para saber ver y oír es lo que conviene a aquel hombre de biografía tan zarandeada por la adversidad. Lo peor que pudo ocurrir a esta literatura, anclada en un tiempo al que la cronología limita de manera implacable, es que surgieran corifeos que nada tenían que ver con esa verdad. Pienso, por ejemplo, en José María Martínez Álvarez de Sotomayor, frívolo en su vida y frívolo en su literatura. Porque no se puede cohonestar el señoritismo con las tragedias rurales (de los demás), ni el Califato de Calguerín es otra cosa que el quehacer de un desocupado sin más ilusión que lucir unos disfraces de zarzuela19. Cierto que Sotomayor copia implacablemente a Medina, pero su voz me suena siempre a insincera y los versos de Mi terrera (1913) no son otra cosa que una broma más de Ozmín el Jarax, califa de Calguerín. Por eso, cuando en   —23→   1921 publica Rudezas y La seca, por mucho Medina con que se adobe, y es mucho20, no nos podrá hacer olvidar la ropavejería de sus exotismos y el tardío rebrote de unos modos artísticos ha mucho silenciados21.

Hemos llegado a un nuevo esperadero. Menéndez Pelayo mezcló naturalismo y realismo al explicar la obra de Pereda22, pero el trabajo es primerizo y pretende estar à la page, aunque no deja de ser válida una afirmación que formula: «todo naturalista es realista (...), pero no todo realista es naturalista». Y en este caso están Pereda o Vicente Medina: son realistas porque para ellos la realidad es la «realidad del hecho», según la caracterización de don Marcelino23. Ahora bien, lograr esos fines exige ciertos recursos que podríamos resumir en el sentido aristotélico de la veracidad, en la observación precisa y en la adecuación de la lengua a tales fines. Qué duda cabe que el teatro de Medina cae dentro de un probabilismo, que acierta a realizar todos estos motivos. Y si he hablado ya de cuán relativa es la validez pancrónica de su veracidad, nos quedan por ver su capacidad de observación y el significado del instrumento lingüístico de que se vale.

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Azorín en el prólogo que puso a la primera edición de Aires murcianos habló del sentido de la naturaleza que tenía el poeta y su juicio vale para el teatro24, por cuanto, hemos visto, los poemas generaron la obra dramática. Más aún, ese sentido le hace poner acotaciones escénicas como las que hay al frente de ¡Lorenzo!... que para el autor resultaban ser «Notas importantes»:

El paisaje del fondo debe ser poético, lleno de frescura, bañado de luz, y debe verse como si se contemplara desde una altura; es decir, así como la azulada lejanía de un hondo valle25.



Pero no se trata de señalar qué valores, digamos líricos, aparecen salpicados por doquier, porque también lo que pueda entenderse por lírico está sujeto a una teoría de relatividades. A veces, eso mismo le hace caer en formulaciones puramente retóricas26. Por lo demás, esa fidelidad a lo que está viendo y su necesidad de transmitírnoslo hace que el mundo perceptible sea muy limitado y reiterativo: no diré que esté mal semejante principio, sino que puede agotarse pronto si no se establece una nítida separación entre la realidad y el arte. Tenía razón Michel Butor cuando decía que no hay realismo sin imaginación, pues copiar por copiar no lleva muy lejos; más aún, el arte no está en sacar copias sino en captar la vida cambiante de las cosas, como hizo Monet en sus telas   —25→   de la catedral de Rouen. Recoger esa vida que fluye irrestañable en cada momento de nuestra contemplación. Más o menos lo que explica la reiteración de motivos, siempre que acertemos a captar la heterogeneidad de su presencia, lo que hacía a Giacometti que podría pasar toda su vida pintando una silla27, motivo que puede ser cierto, si es que se parte -como él- de la consideración del enorme desvío que hay entre la obra de arte y la realidad inmediata, pues, me permito añadir por mi cuenta, el realismo no está en la cosa misma, sino en la percepción, desde nuestro punto de vista, de la realidad: no es, pues, cuestión de en, sino de aquí.

Creo que nada para entender esto como considerar el instrumento lingüístico que transmite tales elementos. Todos hemos hablado, y no es cuestión de repetirlo, que Vicente Medina se decidió a utilizar el dialecto murciano para salvar su lengua de las prevaricaciones del panocho. Postura noble, válida y «realista», pero que tiene sus quiebras. Lo he dicho ya, pero no quiero repetirme, sino suscitar los problemas con la propia perspectiva que da el teatro. Si, como el escritor pretende, sus obras regionales «son castellanas en su lenguaje», la existencia de términos locales o de variantes fonéticas conocidas por todos, hace innecesario ese continuo subrayado de palabras para que sepamos que allí hay un uso discrepante. La lectura se convierte en hastío con tantas y tantas llamadas para desviar nuestra atención de lo que se entiende. Tenía razón Clarín cuando le decía: «sobran, acaso, algunos pormenores locales, y el lenguaje provinciano   —26→   fatiga algo a oídos profanos»28; por eso Medina, con juicio ecuánime, escribiría al frente de La sombra del hijo:

Para evitar dificultades de pronunciación a los que hayan de representar esta obra, me limito a emplear sólo aquellas frases huertanas puramente precisas para dar al diálogo sus pintorescos y característicos matices.

Esta obedece a observaciones que se me han hecho y obstáculos que se me han ofrecido respecto a mi otro drama El rento, en el cual empleo el habla regional de la vega de Murcia, tal y como yo la conceptúo en toda su pureza29.



Sí, una excesiva fidelidad lleva también a la inexactitud. Si se subraya esgracia30 se hace por la pérdida de la d-, pero dudo que ningún murciano pronuncie la s implosiva y mantenga la g; lo que se oirá es algo así coma ejracia, según acredita esjárrame31 con su -sg- convertida en j, pero inexactamente transcrita por mantener la s. Ni creo que nadie diga resisnación32 en una región donde se cumple la «demolición» de la s implosiva en el interior de la palabra. Por otra parte, mil vulgarismos no caracteriza el   —27→   habla murciana, sino que la hacen igual a todas las hablas vulgares de España33, por lo que tienen aquí muy escaso valor o incluso podrían suprimirse. Además, si hiláramos fino, faltarían de explicar no pocas voces (rento, el afectivo nene, cobertor, postizas castañuelas', cubo [del molino]), otras no necesitan indicación (asperón, hanega, legón, runrún, sera, etc.) y algunas el poeta las definió o las escribió mal (tablacho, ale). Pero esto no empaña el mucho valor dialectal de la obra de Vicente Medina, tan sólo quiere señalar el riesgo de un modo de proceder.

Con tanto dar vueltas a unos juicios del escritor, con tanto afán de precisar y entender lo que dice y lo que hace, tal vez tengamos que quedarnos con una palabra que ha escrito y con la que terminé mi cita. Su literatura es, simplemente, popular34. Que el término tampoco es unívoco, es algo bien sabido por todos, pero nos sirve a vueltas de muchas cosas y nos permite entendernos. Acaso con él expliquemos también un mundo fantástico que por irreal pudiera parecer ajeno a estos quehaceres, pero que está entrañado en la conciencia de las gentes populares. Me refiero a las supersticiones o creencias fantásticas que no sólo se aducen, sino que son el alma de alguna de sus creaciones: el número tres con su carácter mágico aparece en La sombra del hijo35, presagiando   —28→   una muerte trágica, como si el Espíritu del Mal presidiera según las viejas tradiciones del Irán36 y el candil con su simbolismo representando la vida del hombre. Pero más sintomático -ya que no más evidente- es el testimonio de aquellas sombras que pasan por la escena como un presagio de oscuros terrores y que, en la noche fatídica, levantan bocanadas de frío que dan al cuerpo «como un aire de muerte». Entonces es cuando asoma la historia del candil apagado y Rosario grita: «¡Maldita sea la falta que hacía el cuento o lo que sea!». Los presagios hacen pensar en la muerte del hermano, como el canto lúgubre del campesino anunciaba la muerte del caballero de Olmedo37.

Tan largo caminar nos vuelve al principio. Hoy leemos este teatro y lo sentimos como historia vieja. No digo como arqueología, porque la vida ha pasado por estas escenas. Es un teatro escueto, lineal, de sentimientos elementales, y además -por fortuna- envejecido. Los días no pasan en balde y, al menos, han purificado la maldad de unos y las mezquindades de otros: los malos son irremisiblemente, malos, los buenos son en casi todo, buenos. Entonces estas figuras repetidas son lo que representan, puesto que ya no son, fueron. Y estamos con símbolos o arquetipos: del mal, del sacrificio, de la abnegación. Todo   —29→   hecho de piezas singulares y sin matices. No es una acumulación de elementos negativos. Así han quedado las grandes tragedias de Grecia o de Shakespeare o de Calderón. No comparo, trato de explicar. Los tipos a que da vida Vicente Medina hoy están en su teatro como ejemplos de conducta. Ya no importa que la historia los haya separado de la vida, pues los ha incrustado en el mundo donde viven los símbolos. Símbolos de su tiempo y de su tierra, aunque el corazón del hombre en todas partes late con idénticos movimientos. Lo que hoy nos sigue valiendo es, por una parte, la humanidad desligada del terruño en que nació; por otra, la verdad de unas vidas históricas que valen por lo que dejan ver de su propia realidad.

Este es el fin al que quería llegar: ya no nos sirve el esquematismo simplista que Vicente Medina ordenó con su trompa en el Valle de Josafat: aquí los buenos, allí los malos. Ahora nos quedan buenos y malos como ejemplos de verdades, liberadas ya de la contingencia de ser ricos o pobres. Y nos queda la comprensión de una literatura que buscó la verdad por caminos que, como siempre, no eran senderos de fácil tránsito. Hemos empleado palabras que resultan ambiguas, realismo, popularismo. Acaso, sencillamente, anhelo de encontrar una verdad que valiera en el pequeño pegujal que labraba Vicente Medina. Su teatro vino a ser no reflejo del mundo que contemplaba, sino que estaba dentro de ese mundo, era un pedazo de la realidad con las contingencias de cualquier realidad. Y hoy, purificados de las gangas adventicias, podemos entender en qué reside su valor.

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He llegado al final de mis consideraciones y Vds. me preguntarán si esto es la presentación de un libro38. Y yo me quedaré perplejo. La probidad intelectual y el homenaje a un amigo me han hecho pensar y acaso escribir más de lo debido: Vds. han sufrido mi conciencia moral; ¡qué le vamos a hacer! Pude haber dicho cualquier elogio retórico, pero hubiera sido una ofensa para quien ha trabajado con honestidad y una frivolidad que me repugna. Por eso ahora ya no sé decir sino muy pocas palabras: este libro me ha hecho pensar y luego me ha hecho escribir. Si no me hubiera interesado, ninguno de los dos quehaceres estarían presentes. Añado algo más: sin este libro, todo lo que les he contado no existiría. Es mi homenaje a una obra bien hecha. Lo malo es si el presentador no ha estado a la altura del presentado, pero esto ya no tiene remedio. Por favor, lean el prólogo, lean la edición, verán cómo merecía la pena haberme sufrido.





 
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