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Sobre el tiempo, en París

José Triana







Abuela me decía que el pasado
y el presente son una misma cosa,
una tajada de sombra y espejismo,
un río evanescente de sorpresas,
y el futuro es una invención gratuita,
un ansia de esperanza, un anatema.

Yo sabía muy poco y la escuchaba
suspenso en los contornos de una nube
con un dejo de fiesta interminable,
amorfo pez o chivo entre los ruidos
de los cujes y de las oropéndolas,
dejando las escamas de la fiebre.

Bien poco yo sabía, lo repito,
que en sus palabras veía un arbusto
cubierto de amarillos candelabros,
gallinas picoteando a una muchacha
dormida en los establos lujuriosos
de moho, estiércol y flores silvestres.

O el garabato de los fuegos fatuos
en la noche imperiosa del verano,
una mancha de arena, un cuesco roto,
una luz blanca, inmóvil, redoblando
primores de cortinas y ventanas.
Mi prima chapurreaba en el gran piano

febriles contradanzas de Saumell.
Plumas caían, plumas en redor,
semejando un chubasco inesperado,
un concilio de ranas y de grillos.
La pulpa de guanábana y del mango
opulento recorrían los pasillos

dejando cicatrices o tatuajes
diversos, y la abuela sollozaba
en un rincón y le hablaba también
a los muertos en voz baja, acostada
recreándose en una grave barca
solar por los islotes del estuario.

Abuela me decía que el pasado
y el presente son una misma cosa,
una tajada de sombra, un espejismo,
un río evanescente de sorpresas
y el futuro es una invención gratuita,
un ansia de esperanza, un anatema.

Pobre vieja estúpida, renegaba
mirándome en la cara del espejo,
poniéndome el aceite de los reyes
egipcios y otros extraños pigmentos,
mientras el tocadiscos repetía
el exorcismo de la primavera.

Volaban los disfraces por la sala.
Vértigos de narices, espolones
de gallo, velos, rucios miriñaques,
una vegetación de uñas postizas,
collares extraviados y pinceles
y sábanas y creyones labiales

rendían sus delicias a las manos
que soñaban los rumbos de un destino,
con la fugacidad de una pirueta,
asombradas y alegres y tenaces.
Primos y primas en loca pandilla,
pintarrajeados a medias nos íbamos

las danzas inventando de una tribu,
o secta o dinastía imaginaria,
en el momento de la luna llena,
tal las pencas de palmas oficiantes
y el retozo del agua y el sahumerio
de remedos de brujas en el fuego.

Abuela me decía que el pasado
y el presente son una misma cosa,
una tajada de sombra, un espejismo,
un río evanescente de sorpresas
y el futuro es una invención gratuita
un ansia de esperanza, un anatema.

Eso me lo dijo, ya lo dije antes,
sumida en un letargo, apagados
los ojos en el atardecer de oro
de la tierra rojiza de Las Piedras,
balbuceando quizás un ritornelo
del que ella mendigaba su sentido.

O buscándolo con la timidez
de quien cruza el cuartón de los augurios,
a tientas, escuchando las baladas
insoportables de un flautín ausente,
y las aguas remotas de una playa
atropellada por los caracoles.

Pero su voz habita todavía
intacta, feliz y grandiosa, ardiendo,
centelleando en la tiniebla que soy,
a pesar de los signos de mutismo,
a pesar del desdén y del repudio,
a pesar del desesperado olvido.

Llega a la puerta más lejana, vago
perfil, entra con su bastón de seco nardo,
ahí, entre la penumbra, impenetrable.
Sonríe y taciturna da la espalda,
cava hondo, muy hondo, en ese lugar
en el que nadie sabe qué sucede.

Abuela me decía que el pasado
y el presente son una misma cosa,
una tajada de sombra y espejismo,
un río evanescente de sorpresas,
y el futuro es una invención gratuita,
un ansia de esperanza, un anatema.

De Otro retrato olvidado (1990)





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