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Sobre la amistad

Pedro Laín Entralgo



«Fili/a [...] a\nagxaio/taton ei/j to\n bi/on».


(Aristóteles, Eth. Nic. 1155 a 3-4)                


«Solem enim e mundo tollere videntur qui amicitiam e vita tollunt».


(Cicerón, De amicitia, XIII, 47)                


«Wem der grosse Wurf gelungen eines Freundes Freund zu sein».


Schiller, «An die Freude»)                




PARA XAVIER,
AMIGO VERDADERO.




ArribaAbajoPrólogo

Dos sentencias en el arranque mismo de este libro. La primera, antigua y filosófica, no hará sino repetir en castellano la de Aristóteles que va estampada en una página precedente: «La amistad es lo más necesario para la vida». Actual y sociológica, la segunda podría ser formulada por cualquier considerador atento de la sociedad de nuestro siglo: «El mundo en que vivimos se halla menesteroso de amistad». Pues bien; si la amistad es lo más necesario para la vida, y en esto yo soy aristotélico hasta las cachas, y si nuestro mundo se halla menesteroso de amistad, tal vez no sea tiempo perdido el que voy a dedicar a una meditación sobre la relación amistosa, con este doble y muy firme propósito: proceder intelectual y emocionalmente con arreglo a lo que la amistad sea y moverme dentro de las exigencias intelectuales, sociales, éticas y estéticas que nuestro mundo impone.

Dos partes muy bien diferenciadas entre sí tiene mi libro. Estudio en la primera lo que la amistad ha sido en las principales situaciones históricas de la cultura occidental, cuando sobre aquella se ha reflexionado, y me aventuro en la segunda a exponer lo que en nuestro tiempo -que a este respecto es todavía y ya no es el de Aristóteles, Cicerón, Tomás de Aquino, Kant, Hegel y Marx- puede y debe decirse acerca de esa humanísima vinculación entre hombre y hombre. Cumpliendo una vez más dos fecundas consignas de Ortega, a un tiempo contrarias y complementarias entre sí -por una parte: «[...] lo clásico no es lo ejemplar ni lo definitivo; clásico es cualquier pretérito tan bravo que, como el Cid, nos presente batalla después de muerto»; por otra: la concepción del saber histórico como un sistema hacia el futuro-, intentaré de nuevo que la navegación por el pasado sirva de incitación y pábulo a la l meditación desde el presente.

Al término de tres frases egregias, una de Aristóteles, otra de Cicerón y otra de Schiller, este libro va dedicado a Xavier Zubiri. Mínima retribución a quien me ha ayudado tanto con su pensamiento a formular la esencia de la amistad, tal como yo la entiendo, y tanto me ha dado con su vida para experimentar la realidad de ella, tal como yo la deseo.

PEDRO LAÍN ENTRALGO.

Madrid, julio de 1971.






ArribaAbajoPrimera Parte

Historia de la amistad



ArribaAbajoIntroducción

No parece cosa descabellada afirmar que hay amistad sobre la tierra desde que sobre ella existen hombres. No, no se trata de sostener panglossianamente que la amistad es una expresión inmediata, directa y necesaria de la naturaleza humana. En otra parte he tratado de mostrar que el nervio psicológico del encuentro entre hombre y hombre se halla constituido por un sentimiento en el que ambivalente y ambitendentemente se mezclan la aversión y la simpatía, la hostilidad y la benevolencia; y así, tan falso -o tan verdadero- es decir, homo homini agnus, a la manera de los filántropos, como decir homo homini lupus, a la manera de los hobbesianos. El hombre está hecho de tal modo que para el otro «puede ser» cordero o lobo, según vengan las tornas, y esto es lo que psicológica y fenomenológicamente nos patentiza el hecho del encuentro. El carácter, la voluntad, la situación y el azar determinarán en cada caso que la relación interhumana llegue a ser un hic homo huic homini agnus o un hic homo huic homini lupus: «este» nombre, cordero o lobo para «este otro» hombre.

Desde que sobre la tierra hay hombres existe la amistad. Ahora bien: tal amistad, ¿cómo ha ido siendo entendida a lo largo del tiempo? Me faltan saberes idóneos para dar con alguna autoridad la respuesta correspondiente a las situaciones prehistóricas y primitiva de la humanidad y a las culturas anteriores a la que por antonomasia llamamos clásica. Dejaré de lado, por tanto, lo que la amistad haya podido ser para los hombres en el curso de ese millón y medio de años, y dividiré esta primera parte del libro en los siguientes capítulos:

  1. La amistad en la Grecia clásica.
  2. La amistad en la Grecia helenística y en Roma.
  3. El cristianismo y la amistad.
  4. Visión cristiana de la amistad, desde San Agustín hasta Santo Tomás de Aquino: Aelred de Rievaulx.
  5. Santo Tomás de Aquino y la amistad.
  6. La amistad en el mundo moderno: Kant.
  7. Vicisitudes poskantianas del tema de la amistad.



ArribaAbajoCapítulo I

La amistad en la Grecia clásica


Pocas realidades humanas tan estimadas por el griego antiguo como la amistad (philía), y pocas tan frecuentes entre los temas de su meditación. Los nombres históricos o legendarios de Aquiles y Patroclo, Diomedes y Ulises, Teseo y Pirítoo, Orestes y Pílades, Harmodio y Aristogiton, Damón y Pitias acreditan sobradamente el primer aserto; la serie de los filósofos y escritores en cuya obra se encuentra alguna reflexión sobre la relación amistosa -Jenofonte, Platón, Espeusipo, Jenócrates, Aristóteles, Teofrasto, Clearco, Praxífanes, Zenón, Epicuro, Oleantes, Panecio, Poseidonio, Plutarco- da cumplida fe del segundo. Mí exposición de tan frondoso tema no pretende ser agotadora. Después de una breve consideración de las amistades que los griegos juzgaron dignas de elogio, estudiaré con algún detalle lo que acerca de la amistad en cuanto tal enseñaron los dos más altos pensadores de la Grecia antigua, Platón y Aristóteles. En cuanto fuente inmediata del escrito De amicitia, de Cicerón, el capítulo próximo nos hará conocer, por otra parte, las líneas fundamentales del pensamiento perì philías de Panecio.


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I.- Para apresar idóneamente la idea griega de la amistad, dos caminos se nos ofrecen: descubrir y analizar, por una parte, las amistades históricas o legendarias que los mismos helenos consideraron ejemplares, y perseguir, por otra, lo que la philía fue en la mente de los pensadores y los poetas griegos que de ella nos hablan. Dos arduas tareas que solo rápida y parcialmente puedo ahora cumplir.

Cuando un griego quería ponderar lo que es la verdadera relación amistosa -una relación interhumana de carácter más «fílico» que «erótico», para decirlo con entera fidelidad al pensamiento helénico- solía recurrir al ejemplo de alguna de las varias parejas viriles antes mencionadas. Tal vez no sea inútil para nuestro empeño recordar sumariamente lo que acerca de ellas se nos dice.

Frente a Troya, Diomedes va a hacer una descubierta en territorio enemigo, y habla así: «Cuando van dos juntos, uno se anticipa al otro en advertir lo que conviene; cuando se está solo, aunque se piense, la inteligencia es más tarda y la resolución más difícil» (Il. X, 224). «Dos marchando juntos». Directamente apoyado su pensamiento sobre el texto homérico, esto viene a ser la amistad para Aristóteles en el preámbulo de su célebre análisis ético de ella (Eth. Nic. VIII, 1156 a). Diomedes escoge a Ulises como camarada y amigo para el cumplimiento de una hazaña bélica, y lo hace -tengamos esto bien en cuenta- movido por las peculiares cualidades del laertíada. La mutua ayuda es, por lo pronto, una de las notas constitutivas de la relación amistosa.

Todavía más famosa y proverbial fue la amistad entre Aquiles y Patroclo. «El fiel amigo a quien yo apreciaba sobre todos los compañeros, y tanto como a mi propia cabeza», dice aquel de este (Il. XVIII, 80). Y cuando, rendido por el esfuerzo de rescatar el cadáver de su amigo, siente Aquiles que el sueño le invade, oye en torno a sí la voz del alma del muerto: «¿Duermes, Aquiles, y me tienes olvidado? Te cuidabas de mí mientras vivía...» (Il. XXIII, 69-70). La relación amistosa se muestra ahora como fidelidad, aprecio -el exigente imperativo de estimar al amigo tanto como uno se estima a sí mismo- y mutuo cuidado1.

Más extremados fueron los límites de la amistad entre Orestes y Pílades y entre Damón y Pitias, según las leyendas en que pervivieron las dos parejas, puesto que es la propia vida lo que cada uno de esos cuatro hombres ofreció para salvar la de su respectivo amigo; y pasando ya de lo legendario a lo histórico -si es que historia y leyenda pueden discernirse con precisión suficiente en la Grecia anterior al siglo V-, no es menor el brillo de la fidelidad en el vínculo amistoso que unió a Harmodio y Aristogitón, cuando ambos murieron luchando contra la opresora tiranía del hijo de Pisístrato. Precisamente al recuerdo de ellos recurre Platón (Banquete, 182 c) para indicar con un ejemplo preclaro lo que para ser perfecta debe ser la relación amistosa. Y como Platón, tantos y tantos más, griegos o devotos de lo griego2.




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II.- Hasta aquí, el paradigma de los héroes; desde aquí, la reflexión de los filósofos. Acaso el pensamiento helénico acerca de la amistad sea más elocuente que la vida misma de los griegos para decirnos lo que la philía helénica en sí misma fue. Después de todo, lo que a nosotros verdaderamente nos importa ahora no es cómo los hombres han sido amigos, sino cómo han entendido la amistad, cuando sobre ella han meditado.

Los tres máximos pensadores del mundo helénico, Sócrates, Platón y Aristóteles, vieron en la amistad un tema de reflexión tan fecundo como sugestivo. Nada habría importado tanto a Sócrates como la amistad. Conversando un día con Lisis y Menéxeno en la palestra de Míccos, dice a sus interlocutores en un rasgo confesional: «Una cosa he deseado siempre. Cada hombre tiene su pasión: unos los caballos, otros los perros, otros el oro o los honores. En cuanto a mí, todas esas cosas me dejan frío; en cambio, deseo apasionadamente adquirir amigos, y un buen amigo me contentaría infinitamente más que la codorniz más linda del mundo, que el más hermoso de los gallos, e incluso -Zeus es testigo- que el mejor de los caballos o de los perros. Podéis creerme: preferiría un amigo a todos los tesoros de Darío. Tan grande es mi avidez de amistad» (Platón, Lisis, 211 e). Fiel en esto a su maestro, Platón meditará atenta y reiteradamente acerca de la philía. Y Aristóteles, heredero intelectual de ambos, no se conformará sino diciendo que la amistad es «lo más necesario para la vida» (Eth. Nic. VIII, 11.55 a 4).

Tratemos de penetrar con algún rigor en la idea platónica de la relación amistosa. Platón distingue muy expresamente el amor (érôs) de la amistad (philía). Admeto, esposo de Alcestis, siente por esta tanto amor como amistad, dice Fedro en su discurso del Banquete (179 c). Por otra parte, en el Fedro (237 e) es ampliamente discutida la cuestión de si la amistad debe trabarse con quien nos ama de manera erótica (con el erasta) o más bien con quien no nos ama así; y en ese mismo diálogo se lee: «Si hubieses de elegir al mejor de los amantes, solo entre pocos podrías hacer tu elección; mientras que si buscas al que pueda serte útil (al khrésimos) elegirás entre muchos, de suerte que podrás encontrar entre ellos un hombre digno de tu amistad» (231 e)3. No hay duda: para Platón, la philía no coincide sin más con el érôs. Lo cual no impide que en la mente platónica exista entre este y aquella una íntima conexión, a la vez genética y esencial.

El érôs, en efecto, puede ser causa de philía. Las violencias entre los dioses del Olimpo, dice Agatón en el Banquete, «[...] no habrían acontecido si Eros se hubiese hallado entre ellos; más bien hubiese habido (desde el comienzo) paz y amistad, como acaece desde que sobre los dioses reina Eros» (195 c); y cuando el educador por vocación, el hombre animado por un intenso érôs pedagógico, encuentra en su camino un alma bella -y más si esta pertenece a un bello cuerpo- no tarda en sentir que la amistad nace en la suya (Banquete, 209 b c). Más aún: el érôs se realiza anímica y socialmente como philía; esta, la amistad, vendría a ser una expresión natural y obligada del amor erótico: «[...] el amado (el erómeno) es por naturaleza (physei) amigo del amante (del erasta)», enseña el Fedro (209 b c)4. Y así como el érôs, realizándose en el erasta, es causa de philía, la philía, a su vez, puede y debe ser llamada érôs cuando gana suficiente intensidad en el alma de quien la siente. Con toda explicitud lo afirma un texto de las Leyes: «Llamamos amigo, por una parte, a lo que se asemeja mutuamente en virtud, a lo que es igual a su igual; mas también es posible ser amigo del rico y del pobre, aunque estos sean de género contrario; y cuando uno o el otro de estos sentimientos se hace vivo, entonces le llamamos amor» (837).

He aquí el primer resultado de nuestra indagación: para Platón la philía puede ser, o bien el sentimiento y la conducta en que al realizarse psíquicamente se expresa el érôs entre dos seres humanos, o bien una afección unitiva entre un hombre y otro, capaz de convertirse en érôs cuando crece en intensidad. No olvidemos, si queremos entender adecuadamente este pormenor del pensamiento platónico, la ambitendencia sexual del érôs y la plena vigencia de la homosexualidad viril -del «amor dorio»- en la sociedad de la Grecia clásica.

Pero considerados en su esencia, ¿qué son el amor y la amistad, el érôs y la philía? El Fedro y el Banquete, dos diálogos de la madurez del filósofo, dan su respuesta en lo tocante al érôs; un diálogo de su juventud, el Lisis, trata de esclarecer con algún detalle la esencia de la philía; y pienso por mi parte que, pese a la considerable distancia temporal entre este y aquellos, es innegable la interna coherencia del pensamiento que les anima. Veámoslo.

La amistad, enseña el Lisis, tiene su raíz última en una secreta razón de parentesco o de familia (tò oikeion) que enlaza entre sí a los amigos: «Un cierto parentesco basado en la naturaleza (tò physei oikeion) produce necesariamente (anankaiôn) la amistad» (Lisis, 222 a). El nervio mismo de todo el pensamiento antiguo acerca de la relación amistosa, desde el filo entre los siglos V y IV a. de C. hasta los más tardíos representantes de la filosofía estoica, pasando, claro está, por el clásico tratado De amicitia, de Cicerón, se halla íntegramente expresado en ese lapidario aserto del Platón joven. En su esencia, la amistad se fundiría sobre la vinculación de familiaridad (oikeiôsis) que la naturaleza establece entre los hombres, por el mero hecho de serlo; de tal manera, que cuando este genérico parentesco se hace patente en el alma de aquellos a quienes vincula -con otras palabras, cuando los hombres son lo que por naturaleza deben ser-, la amistad surge entre ellos de una manera tan natural que llega a ser necesaria, y aún forzosa. «Sin aprendizaje, bien instruida por sí misma, la naturaleza hace siempre lo mejor», decían por entonces los hipocráticos (Epidem. VI, L. V, 314); y ese mismo es en su raíz el sentir de Platón acerca de la amistad como idónea realización de la physis humana5.

Pero el filósofo no puede conformarse con la dogmática concisión de su propia sentencia, y se siente obligado a preguntarse por la consistencia radical de ese «parentesco» en que la relación amistosa se funda. La verdad es que en cualquier amistad particular uno es amigo de algo que no se realiza íntegra y acabadamente en el individuo humano a que él llama «amigo». Si lo amistoso -esto es: aquello que es capaz de suscitar nuestra amistad- se realizase en un amigo de manera íntegra y acabada, en él se saciaría del todo y para siempre nuestro apetito de amistad, y ya no podríamos contraer una nueva relación amistosa. No es así, como cualquiera sabe, y esto nos obliga a elegir entre dos hipótesis: o una inacabable referencia de la amistad a algo siempre distinto del ente al cual se llama «amigo» y, por consiguiente, una progresión indefinida, sin término, o -lo que a Platón le parece harto más razonable- la existencia de la realidad fundamental y definitiva de un prôton philon, de «lo protoamistoso» o «lo protoamable», si vale decirlo así; algo por tanto, verdaderamente radical y último, sólo parcialmente realizado en cada uno de nuestros amigos y en virtud de lo cual podemos llamar con verdad «amigo» a aquel que de hecho lo es (Lisis, 219 c). Arkhaía physis, «naturaleza primigenia» u «originaria», llama también Platón a este prôton philon (Banquete, 193 c); otra muestra más de la identidad entre la noción platónica de la physis y la que poco antes habían puesto en vigor los pensadores presocráticos y los médicos hipocráticos6. En esa «naturaleza originaria» se hallaría la fuente de todo lo que nosotros llamamos «bien»; y preludiando en un orden particular de la realidad su ulterior doctrina de las Ideas, Platón, no es difícil verlo, da el nombre de prôton philon a la Idea del Bien, al Sumo Bien.

¿Cuál puede y debe ser la relación del alma con el prôton philon? Según Platón, esta relación tiene un doble y coincidente sentido. En el orden psicológico y sensible consiste en una vehemente aspiración del alma desde lo que ella no es a lo que ella puede ser, por tanto del no ser al ser, de la privación a la plenitud; pero a los ojos del verdadero filósofo y en su última realidad, es un retorno del alma a esa «naturaleza originaria» de que la habían distanciado su realización en el mundo sensible y su trato con este (Banquete, 193 c; Ledro, 249 d ss.). Lo cual nos permite descubrir y comprender en su raíz el carácter congénere de la philía y del érôs, bajo la indudable diversidad de su primera apariencia, y consiguientemente la razón por la cual el érôs engendra philía y esta puede llegar a convertirse en érôs. Si la amistad es fruto y expresión del amor erótico, ese originario impulso hacia la perfección y el bien en que el érôs consiste (Banquete, Fedro) late y opera en la raíz misma de la philía, y no otra cosa es lo que acerca de esta había escrito Platón en las juveniles páginas del Lisis y lo que sobre ella dirá, ya anciano, en el texto de las Leyes más arriba transcrito.

En suma: en la mente de Platón la amistad es a la vez radical familiaridad natural entre el amigo y el amigo, deseoso movimiento del alma hacia la suma perfección del amigo y, con él, de uno mismo, y abismal retorno del amigo y de uno mismo hacia la íntegra y perdida naturaleza originaria de ambos. Con otras palabras: la amistad tiene como meta la perfección de la naturaleza humana -y a través de ella de la naturaleza «in genere»- en las individuaciones de esa naturaleza que son los amigos. La teoría platónica de la amistad no es, pues, sino una personal expresión del originario y constitutivo naturalismo del pensamiento griego.




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III.- ¿Discrepará Aristóteles de su maestro en lo tocante a la idea de la amistad? Con su idea de la prôtê philía -tan próxima, hasta fonéticamente, al prôton philon del Lisis-, el Aristóteles juvenil de la Ética a Eudemo todavía parece moverse muy dentro del pensamiento platónico. Todas las formas particulares de la amistad hacen referencia a una «primera amistad» o «protoamistad» y sobre ella descansan; son, pues, realizaciones parciales de la fundamental amistad que nos vincula con la Idea del Bien, con el Bien absoluto. La prôtê philía no sería en definitiva otra cosa que la participación humana en la Idea del Bien.

Mucho menos platónico parece ser el tan conocido análisis de la amistad que nos ofrecen los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco. Más moralista, psicólogo y sociólogo que metafísico, Aristóteles deja ahora de nombrar la prôtê philía, y a través de muy distintos ejemplos típicos estudia la amistad como pura relación ética y psicológica entre el amigo y el amigo. Pero acaso traspasando esta primera apariencia del análisis llegue a mostrársenos el filósofo de Estagira más fiel a su primera juventud -y en definitiva, a Platón- de lo que en cuanto a su visión de la amistad suelen decir sus comentaristas.

La Ética a Nicómaco discierne muy cuidadosamente la amistad de otros hábitos o afectos al hombre próximos a ella: la benevolencia o eúnoia, la unanimidad, concordia u homónoia, la beneficencia o euérgeia y -sobre todo- la mera afección o querencia amistosa, la philêsis. Esta, la philêsis, es una afección meramente pasiva (páthos) y puede también dirigirse hacia los seres inanimados; la philía, en cambio, es disposición operativa habitual, hábito a la vez operativo y entitativo del alma (héxis), porque su ejercicio implica elección, y solo en otro hombre puede tener su objeto. Los amigos se desean recíprocamente el bien no katà pathos, por pasión, sino kath'héxin, por hábito (1157 b 27-31).

Pero más importante para nosotros es la consideración, siquiera sea rápida, de la actitud aristotélica ante el problema de la mutua relación entre el amor y la amistad, entre el érôs y la philía. En una primera instancia, también la Ética a Nicómaco distingue limpiamente uno de otra. El érôs, nos dice, tiene su principio en el placer visual, y la philía en la benevolencia. Para los amantes, el sentido más preciso es la vista; para los amigos, en cambio, lo preferible a todo es la convivencia. Los amantes se complacen viéndose, afirma el moderado Aristóteles; y los amigos, tratándose y oyéndose. La vista sería el sentido de la teoría y del érôs; el oído, el sentido de la ética y la amistad. No hay duda: érôs y philía parecen ser cosas muy distintas entre sí.

Una lectura más atenta nos obliga, sin embargo, a rectificar esta primera impresión. Porque el érôs, dice por dos veces Aristóteles, es un grado extremo, una exageración (hyperbolê) de la philía (1158 a 11-12, 1161 a 12). El amante es para Aristóteles -si vale decirlo así- un amigo que exagera, y a tal razón psicológica habría que referir el hecho de que no pueda amarse eróticamente más que a una sola persona. El érôs vendría a ser, en suma, una amistad especialmente intensa a la que se añade un componente homo o heterosexual.

¿Qué es, pues, la amistad? Es lo más necesario para la vida, porque sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera todos los restantes bienes; es además algo hermoso y loable, y en su forma más acabada, que se produce cuando quien la siente no se limita a perseguir lo útil o lo agradable -teleía philía, «amistad perfecta», la llama Aristóteles-, consiste en querer y procurar el bien del amigo por el amigo mismo (1156 b 10-12, 1186 b 1-3).

Tres parecen ser, según la reflexión aristotélica, los principales presupuestos de la amistad: la bondad en acto o benevolencia, la igualdad y la comunidad. Sin bondad no sería posible la amistad perfecta; en cuanto malo, el malo no es capaz de amistad. La amistad exige, por otra parte, igualdad -philótês isôtês, reza la concisa fórmula de Aristóteles (1157 b 35)-; al menos, igualdad proporcional: si un amigo es superior a quien es su amigo, este debe aventajarle en virtud. Más aún: la igualdad entre los que entre sí pueden ser amigos debe ser a la vez ontológica, ética, psicológica y social. Sin igualdad ontológica no resulta posible la reciprocidad: no cabe, pues, amistad con los dioses (1158 b 34), ni con el vino (1155 b 30), ni con los animales o los esclavos (1161 b 2). La amistad perfecta exige también igualdad ética: solo entre hombres iguales en virtud es tal amistad posible (1156 b 7); y asimismo pide cierta igualdad psicológica (alguna semejanza en las actividades y en los gustos) y social (comunidad en el vivir, koinônía). Esta, la koinônía o comunidad, es, en efecto, la «base de toda amistad» (1161 b 11), y por tal razón las amistades suelen surgir entre los parientes, entre los tripulantes de una misma nave, entre los camaradas de una misma campaña militar, etc.

Todo lo cual ofrece fundamento suficiente para abordar el tema que aquí verdaderamente importa: la consistencia real de la vinculación amistosa. ¿En qué consiste la amistad? La respuesta de Aristóteles tiene ahora muy claras resonancias platónicas: otra vez surge en ella la idea de una relación de «familiaridad», de radical «parentesco» (oikeion) entre los amigos: «Puede verse en los viajes cuán familiar (oikeion) y amigo es el hombre para el hombre» (1151 a 21-22). Es el segundo paso en la recién nacida doctrina de la oikeiôsis como fundamento real de la amistad entre los hombres. El problema consiste ahora en saber cuál es para Aristóteles la índole de esa «familiaridad» que tan radicalmente presta fondo y savia a las diferentes amistades particulares.

No es ciertamente escaso el número de estas que la Ética a Nicómaco nombra o describe: la amistad entre jóvenes y entre viejos, entre comerciantes o artesanos y clientes, entre padres e hijos, entre esposo y esposa, entre el gobernante y el gobernado, entre compañeros de navegación o de campaña, entre parientes, entre conciudadanos. En el caso de la amistad imperfecta son móviles la utilidad o el placer, y el amigo se atiene para serlo a lo que su amigo «tiene» o «hace»; en el caso de la amistad perfecta, en cambio, el móvil es el bien, y el amigo vive atenido a lo que su amigo «es». ¿Y qué «es» el amigo, precisamente desde el punto de vista de la relación amistosa? La respuesta de Aristóteles es fiel a lo que poco antes le hemos oído. Si la amistad es héxis, hábito del alma -dice-, lo que constituye al amigo en cuanto tal será aquello que en él es fuente y resultado de sus propios hábitos; esto es, su «carácter», su êthos. La amistad perfecta se funda en el carácter, en el êthos, afirma más de una vez Aristóteles (1164 a 11, 1165 b 8); entendiendo por «carácter» no lo que nosotros llamamos «personalidad», esto es, la peculiar realización de la propia persona, sino el especial modo de ser en cuya virtud un hombre puede ser y es de hecho buen amigo. El hábito de vivir en amistad va engendrando el carácter amistoso, y este, a su vez, se actualiza en amistades habituales y en sucesivos actos de amistad.

En las amistades por utilidad o por placer se busca lo que el amigo tiene o lo que el amigo hace; la amistad: perfecta se funda en cambio sobre lo que el amigo es. La diferencia entre aquella y esta es bien patente. Pero algo muy esencial tienen de común las tres especies de la amistad, algo que del modo más profundo y más genérico pertenece a la idea aristotélica de la relación amistosa: el hecho de que para Aristóteles tal relación dependa siempre de un lo que, de una determinación «objetiva», como se dirá mucho más tarde, de la realidad del hombre, sean el carácter, el tener o el hacer la materia de tal «objetividad». Yo no soy en tal caso amigo de mi amigo por ser él quién es o el que es, sino por ser él, o por tener, o por hacer, lo que él es, o lo que él tiene, o lo que él hace Aristóteles -como Platón, como todos los griegos- no sabe ver el modo de ser que luego llamaremos «personal», no entiende al hombre como «persona», y así el quién de esta queda en su mente reducido a ser el qué unitario de la condición «natural» de cada individuo humano (el hecho genérico de ser hombre) y los diversos qués (qué es él al realizarse como hombre, qué tiene, qué hace) en los que ese quién se actualiza. La realidad del individuo humano es considerada ahora desde una ontología del ser natural, no desde una ontología del ser personal. La physis o naturaleza de una cosa es lo que desde el fondo mismo de ella la hace ser como es, y no otra es la fundamental razón por la cual Aristóteles, bien significativamente, afirma que «el buen amigo es deseable por naturaleza» (1170 a 11-12). Amistad, pues, según el qué del hombre y no según su quién; según la naturaleza del amigo y no según su persona.

Así viene también a demostrarlo la idea aristotélica del buen amigo. Es buen amigo aquel que ve en su amigo un duplicado de su propia realidad individual; «otro yo», cabría decir, si no hubiese en ello el riesgo de inyectar en el pensamiento de Aristóteles el ineludible sentido moderno de la palabra «yo»: állos autós (1161 a 31-32), héteros autós (1169 b 6, 1170 b 6), dice el Estagirita, entendiendo por autós lo que uno es en sí y por sí mismo -siempre la visión del hombre y de cada hombre desde el punto de vista de su «qué»-, y no lo que en ulteriores páginas, al estudiar sistemáticamente la psicología y la metafísica de la amistad, veremos que en su esencia encierra el pronombre personal de primera persona7. El buen amigo, por tanto, es para su amigo como para sí mismo es, y es para sí mismo como es para el amigo (1168 a 28 ss., 1160 b 2)8. Al amar al amigo se ama el bien propio (1157 b 32); y así el phílautos, el hombre que rectamente se ama a sí mismo, demostrará serlo en el orden de los hechos sacrificándose con alegría por sus amigos (1166 a 10 ss., 1169 a 12 ss.).

«Ama al prójimo como a ti mismo», dice uno de los más centrales preceptos evangélicos. ¿Será esto mismo lo que con tanta instancia prescribe la Ética a Nicómaco? Sólo en apariencia. Lo que Aristóteles enseña puede expresarse así: «Si quieres ser buen amigo, a tu amigo has de tratarle como a ti mismo», y esta sentencia difiere de la evangélica por dos razones principales. Una, patente y obvia: que Aristóteles habla de «los amigos» (en definitiva, de algunos hombres, de muy pocos hombres) como posibles beneficiarios de esa norma de conducta; al paso que el Evangelio habla del «prójimo» (en principio, de cualquier hombre). Otra, latente, aunque no por ello menos real: que el principio de la comunidad amistosa es para Aristóteles la común y recíproca aspiración de los amigos al bien de su naturaleza, y por tanto, muy helénicamente, de la Naturaleza en cuanto tal, de la physis; mientras que el Nuevo Testamento -luego reaparecerá el tema- ve el principio de esa comunidad en la condición a la vez natural y espiritual o personal de cualquier hombre, y por consiguiente del hombre, que por obra del amor de caridad, no del amor de amistad, va a quedar constituido en «prójimo» del que así le ama.

En suma: la amistad, para Aristóteles, consiste en querer y procurar el bien del amigo por el amigo mismo, pero entendido este como una realización individual de la naturaleza humana, y en definitiva de la naturaleza universal. La perfección de esta sería, pues, la meta de la amistad. La prôtê philia de la Ética a Eudemo -y a través de ella la idea platónica de la amistad- perviven ocultamente bajo las vigorosas distinciones y los sutiles desarrollos de la Ética a Nicómaco. Todo aquello en que Platón y Aristóteles coinciden -ambos son griegos del siglo IV; ambos piensan que la physis es el principio originario, fundamental y unificante de toda realidad y lo divino en esta; ambos creen que el sumo bien consiste en la perfección suprema de la physis; ambos entienden el orden social con arreglo a la estructura de la polis clásica y estiman que el esclavo no es en último término un «semejante» suyo-, todo ello se concita para que en su raíz se asemejen helénicamente entre sí las respectivas ideas de uno y otro acerca de la philía. Lo cual, naturalmente, no impide que la peculiar genialidad y la peculiar biografía de cada uno de ellos modulen de manera muy perceptible esa radical semejanza.

Con Aristóteles llega a su más alta cima intelectual la concepción antigua de la relación amistosa; sin la menor duda, él es el primer gran clásico de la amistad. No pocas de sus ideas acerca de esta correrán como bien común de la humanidad a lo largo de los siglos, y una y otra vez las veremos reaparecer en los capítulos subsiguientes. Pero la visión aristotélica de la amistad no agota por completo lo que sobre el tema podía decir, partiendo de su radical naturalismo, el pensamiento de la Antigüedad clásica; y pese a esa tan indudable primacía suya, no constituye, por otra parte, la porción más brillante y citada -al menos, entre quienes forman el estado llano de las letras- de lo que a tal respecto será el legado del mundo antiguo. Más por razones extrínsecas que por méritos intrínsecos, aunque estos no le falten, esa palma de la fama social y literaria va a llevarla hasta hoy mismo el tratadito De amicitia, de Cicerón. Dispongámonos a conocerlo.






ArribaAbajoCapítulo II

La amistad en la Grecia helenística y en Roma


No fue Cicerón el único escritor romano a quien preocupara el tema de la amistad. Las epístolas de Séneca, por ejemplo, contienen no pocos pensamientos acerca de ella; hasta un tratado De amicitia es atribuido al eximio hispanorromano en el manuscrito que lleva por nombre Florilegium Veronense. Y aunque no conste más que de tres palabras, ¿quién podría olvidar la tan lapidaria sentencia con que Horacio (Carm. I, 3), expresó lo que para un hombre sensible a la amistad puede llegar a ser el verdadero amigo: dimidium animae meae? Otros textos podrían ser añadidos a estos; pero sobre todos ellos se levantaría siempre la más alta contribución del genio romano a la historia de nuestro tema: el diálogo que bajo el título Laelius de amicitia compuso Cicerón el año 44 a. de C., y desde entonces mil y mil veces copiado, citado y comentado. A él y a sus probables fuentes va a ser dedicado este capítulo.

A él y a sus probables fuentes, porque dista mucho de ser puramente ciceroniano el pensamiento expuesto a lo largo del diálogo. Es cierto que Cicerón no cita a sus mentores intelectuales; solo de Empédocles, y con patente y bien rebuscada displicencia (Agrigentinus doctus quidam vir, le llama), hace una vez mención expresa; pero no es menos cierto que si Cicerón escribió sobre temas filosóficos, lo hizo ante todo para demostrar que también los romanos eran capaces de ello; y todos sabemos que, metido el gran orador en ese deportivo empeño, apenas hizo otra cosa que latinizar en la expresión y romanizar en el espíritu los filósofos griegos cuyos escritos tuvo más a mano.

Eso es justamente lo que acontece en lo relativo al diálogo De amicitia. Ahora bien: ¿cuáles fueron los pensadores helénicos que en la composición de este famoso tratadito dieron pábulo a la mente de su autor? Acaso se hallase entre ellos Teofrasto, uno de los más leídos por Cicerón, redactor de un escrito perì philías, hoy, salvo en breves y escasos fragmentos, definitivamente perdido; así lo declaran con toda explicitud y acaso con cierta malignidad las Noches Áticas de Aulo Gelio (I, 3, 11). Más aún: una frase del diálogo ciceroniano -la que enseña que se debe juzgar antes de amar y no amar antes de juzgar-, es literalmente atribuida a Teofrasto por Plutarco (De fraterno amore, 8). Pero hoy parece por completo indudable que fue en la obra de Panecio donde tuvo su más importante manantial teorético esta de Cicerón. Muerto el año 110 a. de C., cuatro antes de nacer Cicerón, Panecio pasa por ser el primero y el más importante de los pensadores griegos que introdujeron en Roma la filosofía de su país, principalmente la estoica. No parece seguro que Panecio compusiera un tratado perì philías; sí lo es, en cambio, que su escrito perì tou kathêkontos («Sobre el deber») fue utilizado por Cicerón para componer el ensayo De officiis, y tal vez, según Faltner, De amicitia; y después de la edición de los fragmentos panecianos por Straaten, en 1962, y del acabado estudio del nexo entre ellos y el Laelius ciceroniano que poco más tarde ha publicado Steinmetz, parece harto probable, si no seguro, que fuera el filósofo de Rodas el máximo inspirador, en cuanto a la teoría de la amistad atañe, del orador y ensayista romano.

¿Cabe, según esto, establecer con precisión la línea del pensamiento antiguo acerca de la relación amistosa? Cicerón, desde luego, no conoció la Ética a Nicómaco; pero sí la conoció Teofrasto, y no parece dudoso que también Panecio. Por lo cual, aparte el precedente filosófico-natural de Empédocles (su doctrina de la oposición entre la amistad, philótês, y la discordia, neikos), y no contando a Epicuro y a otros autores menos importantes, es lícito afirmar que el hilo rojo de la teoría antigua de la amistad y, en consecuencia, del fundamental legado que a tal respecto hizo la Antigüedad clásica a los siglos ulteriores, tiene sus hitos principales en Platón, Aristóteles, Teofrasto, Panecio y Cicerón. Sin ese cuádruple precedente helénico, es imposible entender históricamente la obrita ciceroniana. De ahí que para estudiarla con alguna suficiencia -y sin desconocer, por supuesto, su interna unidad y su estructura propia- sea preciso mostrar de manera sistemática sus nunca declarados e inmediatos antecedentes panecianos y, a través de ellos, sus más remotos y ocultos antecedentes aristotélicos. Así trataré de hacerlo yo.

He aquí, ante todo, el Laelius de amicitia. Todo el mundo sabe que se trata de un diálogo entre Gayo Lelio, compañero de Escipión en la toma de Numancia y en otras campañas militares, y sus yernos Escévola y Fannio; diálogo en el que aquel va contando a estos lo que para el gran Escipión Emiliano fueron el ejercicio y la realidad de la amistad. Y es opinión general que Cicerón, ya en el ápice de su vida y de su dominio de la expresión escrita -el Laelius fue por él compuesto un año antes de su muerte, y esta le sorprendió apenas pasados los sesenta-, redactó el famoso tratadito para declarar a través de Gayo Lelio, y, naturalmente, para idealizarla, la entrañable amistad que durante tanto tiempo le unió con Ático, un financiero romano opulento, inteligente y bondadoso. Forma dialogal; referencia convencional del propio pensamiento a la doctrina y la autoridad de importantes «varones antiguos», porque así lo dicho parece tener «más gravedad» (4); conversión táctica del autor del diálogo en «personaje mudo» o «tácito» (kôphòn prósôpon) del coloquio transcrito, según el modelo de Heráclides de Ponto y los logistorici de Varrón. Basta, creo, esta sumaria caracterización externa del Laelius para penetrar resueltamente en el estudio de su estructura y su contenido.

La estructura interna del diálogo De amicitia viene taxativamente expuesta en las palabras con que Fannio dice a Lelio (16) lo que de este quieren oír sus dos yernos: qué piensa de la amistad (quid sentias), en qué consiste ésta (qualem existumes) y qué reglas acerca de ella puede dar a sus oyentes (quae praecepta). Esencia de la amistad (quid), sus propiedades (quale) y el comportamiento que su práctica exige (praecepta). Apoyándose en un texto del propio Cicerón en De finibus (IV, 23), Gercke y Schäfer han puesto de relieve que esa ordenación tripartita de la materia procede inmediatamente del escrito De dolore patiendo, de Panecio; pero, como luego ha hecho ver Steinmetz, es al Aristóteles de la Ética a Eudemo -que en el libro VII de esta expone su primer pensamiento acerca de la amistad según esos tres respectos principales, (quid, qué), poion (quale, cuál es su índole) y pos (quo modo, cómo, de qué modo; en este caso, los praecepta a que alude la petición de Fannio)- a quien en rigor hay que referir, aunque el mismo Cicerón no lo sospechase, la estructura de su tratado De amicitia. Fiel al genio de su pueblo, Cicerón, a través del estoico Panecio, romaniza y pragmatiza el viejo esquema metódico de Aristóteles. A esa romanización ciceroniana de la pauta aristotélica va a atenerse mi análisis. Según la opinión tradicional -recientemente confirmada por un minucioso estudio de Ricken-, las tres cuestiones mencionadas (quid, quale, praecepta) se hallan respectiva y sucesivamente tratadas en los párrafos 16-24, 26-32 y 33-100 del diálogo; pero es fácil advertir que la discusión de las cuestiones segunda y tercera contiene más de una frase pertinente a la doctrina de la primera. Como el criterio rector de mi exposición es temático y no ordinal, las tendré en cuenta según su contenido y no según su situación dentro del texto ciceroniano.


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I.- ¿Qué es la amistad? «No es -responde tajantemente el orador romano por boca de Lelio- sino un acuerdo en todas las cosas divinas y humanas, acompañado de benevolencia y afecto», cum benivolentia et caritate (20). Los dos términos principales de esta luego tópica definición son el «acuerdo» (consensio) y la «buena voluntad» o «bien querer» (benivolentia), puesto que, como la ulterior expresión benivolentiae caritas (32) hace ver, la adición et caritate en la fórmula precedente no tiene otro objeto que subrayar el carácter sentimental o afectivo de esa benevolencia sobre que la amistad se funda. Ahora bien: la consensio y la benivolentia no son otra cosa que la homónoia y la eúnoia de Aristóteles y los estoicos; y la expresa referencia de la consensio a «todas las cosas divinas y humanas» no pasa de ser una transposición literal de la tópica definición estoica de la sabiduría o sapientia, que el propio Cicerón consigna en otra obra suya (rerum divinarum et humanarum scientia, off. I, 43, 153), al dominio de la vinculación amistosa; hipótesis tanto más verosímil, cuanto que el tratado De amicitia nos dice a renglón seguido que, «exceptuada la sapientia, nada mejor (que la amistad) ha sido dado al hombre por los dioses inmortales». A través de Panecio, Aristóteles y los estoicos son los ocultos inspiradores de la definición ciceroniana de la amistad.

Pasemos ahora de la definición descriptiva a la esencia real. En su realidad misma, en cuanto que habitual modo de ser de los hombres que entre sí se llaman amigos, ¿qué es para Cicerón la amistad? ¿Cómo, por ser eso que ella es, nace en el alma del hombre? La respuesta ciceroniana resulta de la mutua articulación de los siguientes conceptos principales: naturaleza (natura), sociedad (societas), virtud (virtus), amor (amor), semejanza (similitudo) y parentesco (propinquitas).

Último fundamento de la amistad es la naturaleza misma del hombre; más aún, la naturaleza in genere o universal, puesto que, como antaño había enseñado Empédocles, la amicitia es uno de los principios constitutivos de la naturaleza y del universo entero (de todas las cosas quae in rerum natura toto que mundo constant, quaque moventur); doctrina que Cicerón muy expresamente hace suya (24).

Nada tan adecuado a nuestra naturaleza como la amistad (17); la naturaleza no ama lo solitario (88), no quiere que los seres de ella nacidos, animales u hombres (27, 80, 88), existan en soledad; en ella tiene su verdadero origen la amistad, y no en la deficiencia o flaqueza (inbecillitas) de quien para vivir necesita ayuda de otro (26, 32) o en la insuficiente firmeza del alma (46); ella es, en suma, la que engendra «el sentido de la dilección y el afecto de la benevolencia» (32) y la que ofrece el «supremo bien», summum bonum, a quienes recta y amistosamente saben buscarlo (83).

Por obra de su común naturaleza todos los hombres viven en sociedad (19); la naturaleza misma es, en efecto, la que concilio la «infinita sociedad del género humano» (20). Pero dentro de esa común y universal sociedad hay entre los individuos lazos más o menos fuertes y estrechos: el conciudadano está más próximo a uno que el extranjero, el pariente más que el no pariente, el amigo más que el no amigo; y es de tal índole el vínculo social de la amistad, que supera en solidez al que establece el parentesco de la sangre, «porque la benevolencia puede desaparecer del parentesco, mas no de la amistad: suprimida la benevolencia, ya no cabe hablar de amistad, al paso que el parentesco permanece» (19). ¿Cómo, en el caso de la amistad, llega a producirse esa máxima intensidad en la mutua vinculación «natural» y «social» de todos los hombres? Tal es la clave del problema que a una plantean la génesis (ortus) y la esencia (quid) de la relación amistosa.

Cicerón ve la respuesta en la virtud: «[...] sólo entre los hombres de bien (in bonis) puede existir la amistad» (18); sólo entre aquellos «que ponen el sumo bien en la virtud», porque esta es «la que engendra y mantiene la amistad» (20). Lo que produce la amistad, léese en otra página, es ver brillar en otro hombre algún signo de virtud; si con alma semejante se acerca uno a él, entonces el amor nace necesariamente (48), y en el amor, que da a la amistad su nombre, tiene su causa principal la relación de benevolencia (26). Por un imperativo de la naturaleza, la virtud, en suma, es «la fuente de la amistad»; entre los hombres de bien, «la mutua benevolencia es en cierto modo necesaria» (50), y así acontece que cuanto más generosos y benéficos son los hombres, más capaces de amistad se muestran (51). Nada atrae con tanta fuerza como la semejanza en la virtud atrae a la amistad; de tal manera, que los buenos aman a los buenos y se hallan con ellos enlazados como si por parentesco y por naturaleza estuviesen unidos entre sí (50). Así nace la amistad más bella y natural, la que se busca por ella misma y a causa de ella misma (per se et propter se); la que convierte al amigo en un doble del amigo (tanquam alter idem); la que mezcla a las almas una con otra hasta casi hacer de las dos una sola, ex duobus unum (80, 81); la que, precisamente por fundarse en la virtud y en la naturaleza, es imperecedera, sempiterna (32, 102). «Sin amistad -dice Cicerón- no hay vida digna de un hombre libre» (86); y así, «[...] quienes suprimen la amistad de la vida, parecen suprimir el Sol del universo» (47).

En apretada sinopsis, este es el pensamiento que acerca de la esencia y el origen de la amistad ofrecen las páginas del diálogo De amicitia. Pero tal pensamiento, ¿hasta qué punto es ciceroniano? He aquí los puntos más importantes de la respuesta que la más solvente filología actual, y con ella mi propia reflexión, permiten dar a esa pregunta:

1. En la explícita, reiterada y hasta enfática afirmación del carácter «natural» de la amistad -más temáticamente: en la tesis de que la natura es el principio, el fundamento y el fin último (summum bonum) de la amicitia-, deben ser distinguidas dos intenciones: una inmediata y ocasional, la polémica con los epicúreos, para los cuales la causa de la amistad sería antes la utilitas que la natura (vide infra), y otra profunda y fundamental, la firme instalación del pensamiento de Cicerón en el radical naturalismo de la Antigüedad griega; recuérdese lo dicho en el capítulo anterior. Ahora bien: ¿cuál es el autor griego que ahora está operando sobre la mente del romano? Para Dirlmeier, Teofrasto; para Steinmetz, Panecio. La atenta consideración de los fragmentos de este y un cotejo detenido entre De amicitia y otros escritos fílosóficos-morales de Cicerón, principalmente De finibus, hacen mucho más verosímil esta segunda hipótesis. El nervio mismo de la doctrina ciceroniana acerca de la amistad sería, pues, estoico y paneciano.

2. La amicitia, fundada radicalmente en la natura, tiene como presupuesto inmediato la societas, la comunidad entre todos los hombres en que la naturaleza humana se realiza: infinita societas generis humani, quam conciliavit ipsa natura (20). Pues bien: la mera utilización del verbo conciliari -él y otro, commendari, son en Cicerón y en Séneca los dos términos técnicos con que el verbo griego oikeousthai es traducido al latín (Pohlenz)- revela muy claramente que la sentencia anterior y, por extensión, todo el diálogo De amicitia, se apoyan sobre el concepto de la oikeiôsis.

El fundamento inmediato de la amistad es el parentesco o familiaridad, tò oikeion, que entre sí enlaza a los amigos, había afirmado el Lisis platónico. Aristóteles, como vimos, extiende ese oikeion a todos los hombres. Poco después, con su concepto de la oikeiótês, Teofrasto pasa del adjetivo neutro (tò oikeion, «lo familiar») al sustantivo abstracto («la familiaridad»); pero extiende esa relación de parentesco a todos los anímales, lo cual le conducirá al curioso extremo de afirmar que atenta contra la justicia el que da muerte a uno de ellos, sobre todo si se halla domesticado. Poco más tarde, los primeros estoicos crearán un nuevo término abstracto, oikeiôsis, para nombrar, frente a la desmesurada extensión de la oikeiótês de Teofrasto, no más que la comunidad natural de todo el género humano. Esta oikeiôsis es el fundamento del amor que el hombre debe sentir por cualquier otro hombre, la philanthrôpía o -en latín ciceroniano- la caritas generis humani9. Pues bien: de nuevo a través de Panecio, Cicerón hace suyos estos conceptos estoicos y los emplea, como ya los propios estoicos habían hecho, para edificar la teoría física, antropológica y sociológica de la amistad que él presenta como suya.

3. La relación «social» entre los hombres se convierte en verdadera relación «amistosa» por obra de la virtus. Esta, en efecto, sería condición necesaria y suficiente para que nazca la amistad: necesaria, porque para Cicerón la amistad solo puede existir entre los hombres de bien, in bonis; suficiente, porque la contemplación de la virtud ajena hace que la amistad surja de un modo «necesario» en el alma del varón virtuoso.

Desde este punto de vista, ¿quiénes son en realidad «hombres de bien», viri boni? Este es el problema. Para algunos -dice Cicerón, aludiendo a los primeros estoicos-, tan sólo los verdaderos «sabios». No es este el parecer de Lelio y Cicerón: el buen sentido exige pensar que viri boni son los hombres honestos, leales, íntegros, generosos, constantes y exentos de arrebatos y malas pasiones: aquellos a quienes ya los antiguos romanos llamaron sapientes, aunque illi -esto es, los primeros estoicos- se negasen, puestos en el caso, a concederles ese título (18, 19). ¿Habremos de concluir que el arrogante romano, en nombre de un sano sentido común, pingui Minerva, como en aquella Roma se decía, se ha rebelado contra la más extrema y sutil exigencia de sus maestros griegos?

No son tan simples las cosas. Aristóteles había enseñado que la «amistad perfecta» tiene su fundamento propio en la virtud o arete; pero la Ética a Nicómaco no niega la posibilidad de que entre los hombres menos virtuosos existan amistades reales, aunque menos sublimes que aquella: las que se fundan en la utilidad o en el placer. Más severos y adustos que el Estagirita, los primeros estoicos reservarán el nombre de philía a la que se produce entre quienes esforzadamente practican la virtud, los spoudaioi (Diógenes Laercio, VII, 124); precisamente esta es la opinión que a la letra recoge la sentencia ciceroniana: amicitia non est nisi in bonis, «no hay amistad sino entre los hombres buenos». ¿Cómo se entiende, pues, la hostilidad de Cicerón contra los autores de la fórmula que él mismo emplea? De nuevo es Panecio la clave de la respuesta; porque este filósofo, un estoico tardío, aristoteliza en alguna medida el ideal ético de su escuela y concibe al spoudaios como un «sabio de segunda clase», al cual corresponden justamente las módicas virtudes que Cicerón atribuye al vir bonus y tantos romanos antiguos supieron realizar en sus vidas. Así, lo que en Panecio fue un estoicismo aristotelizado, se hace estoicismo del sano sentido común en Cicerón. Y del propio Panecio, que dio un giro más sentimental a la eúnoia aristotélica, procede la concepción ciceroniana del «nacimiento de la amistad» (ortus amicitiae) como el mutuo juego de la benivolentia y el amor que engendra en el virtuoso la contemplación de la virtus ajena (29, 32).




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II.- La extensión con que en De amicitia viene tratada la segunda de las cuestiones propuestas por Fannio (el quale de la amistad, la índole y las propiedades de esta), sigue siendo un tema prolijamente controvertido. Apoyada en un dato más bien externo -la interrupción del discurso de Lelio por las breves intervenciones de Fannio y Escévola- la opinión tradicional concede a ese quale, como vimos, los parágrafos 26-32. Varios autores recientes (Scheuerpflug, Philippson, Büchner, Schäfer) se han apartado abiertamente de ella; otros, más recientes aún (Ricken, Steinmetz), siguen aceptando su validez. Dejemos que los filólogos discutan el problema entre sí -esta vez un poco bizantinamente-, y sin mayor preocupación por la cifra del parágrafo citado, vengamos, como el propio Cicerón diría, ad rem.

El tema principal entre todos los que suscita el quale de la amistad se halla en íntima relación con el origen (ortus) de la relación amistosa: si esta procede o no de la utilidad; si la menesterosidad, bajo forma de flaqueza o debilidad vital (inbecillitas) o de pobreza (inopia), es o no es la que mueve a los hombres a buscarla y contraerla. Contra la opinión de los epicúreos, Lelio niega en redondo esa opinión: de la natura, no de la indigentia es de donde la amistad procede (27). Más bien cabe decir lo contrario; que «[...] no es la amistad la que se deriva de la utilidad, sino esta de aquella» (51), porque sólo bienes regala la amistad a quienes rectamente la practican. Es cierto, sí, que los favores recibidos robustecen el amor, como lo hace el advertir que otro hombre nos estima si a ello se añade la costumbre; pero en la amistad el «primer movimiento del alma» es, como quedó dicho, el que juntándose entre sí determinan la naturaleza humana y la contemplación de la virtud (29). Quien por naturaleza es benéfico y liberal, ese no busca la amistad movido por la esperanza de una recompensa (31); aunque sin buscarla la encuentre luego por añadidura en todo aquello que la amistad por sí misma nos da: nos hace vividera la vida (vita vitalis había llamado Ennio a ese gustoso modo de vivir10), da sentido cabal a la prosperidad, ayuda a soportar con buen ánimo la adversidad, suscita la esperanza en el porvenir, afirma y robustece la instalación en el presente. ¿Acaso hay algo más dulce que poder hablar a otro como uno se habla a sí mismo? (22-23).

Desde el punto de vista de su esencia, y en cuanto que apoyada sobre la naturaleza y la virtud, la amistad es sempiterna; la mutua benevolencia de dos hombres virtuosos y amigos no puede extinguirse jamás. Pero esto, ¿quiere decir que todas las buenas amistades duran de hecho, en la vida empírica y social de los hombres, hasta que esta vida se acaba? ¿En modo alguno, dice Lelio, expresamente apoyado en la autoridad de Escipión: «[...] nada más difícil que hacer durar una amistad hasta el último día de la vida»; tantas son las vicisitudes que casi como inexorables fatalidades, quasi fata, amenazan la relación amistosa -interés, política, cambio de carácter por obra de la edad, matrimonio, rivalidades de toda índole-, que para la perduración indefinida de esta no basta la sapientia y es de algún modo necesaria la felicitas, la buena fortuna (33-35). No contando la posibilidad de que la pérdida de la virtud ponga término a lo que hasta entonces había sido una amistad, «porque esta apenas puede subsistir si se ha dejado de ser virtuoso» (37).

A través de Lelio o de Escipión, porque al testimonio de este recurre Lelio cuando, como suele decirse, quiere pisar firme, apoyado, por añadidura, en ejemplos procedentes de la historia de Roma, Cicerón expone su pensamiento acerca del quale de la amistad. Pero este pensamiento, ¿es en rigor suyo? En modo alguno. Steinmetz ha demostrado que la discusión del problema utilitas-natura en De amicitia tiene detrás de sí las ideas de Panecio, y Dirlmeier nos ha hecho ver que el discurso de Escipión acerca de la necesidad de la «buena fortuna» o felicitas sigue en latín la reflexión de Teofrasto acerca de las relaciones entre la tykhê (el azar, la fortuna) y la philía. Sabiéndolo muy bien, aunque no lo diga, Cicerón se limita una vez más a latinizar la filosofía griega.




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III.- Tras el quid y el quale, los praecepta para el buen ejercicio de la amistad. Ahora el romano, que justamente por serlo se mueve más que antes en su elemento propio, el gobierno práctico y eficaz de la vida, parece ser algo más original; mas no por ello alcanza su pensamiento a salir por completo del ámbito griego en que siempre se movió. Tanto es así, que acaso el epígrafe mismo de su reflexión (quae praecepta) no sea, como Steinmetz sugiere, sino el resultado de latinizar la expresión helénica philikà parangélmata, «preceptos acerca de la amistad», que transcribe Estobeo.

Entre los consignados en De amicitia, he aquí, en muy escueto resumen, los más importantes: abstenerse de pedir a los amigos acciones que vayan contra el honor o contra los intereses del Estado -contra rem publicam- o, en general, res turpes, «cosas vergonzosas» (36-40), porque «la primera ley de la amistad consiste en no solicitar de los amigos más que cosas honestas» (44), pese a lo que ciertos griegos enemigos de la amistad -¿Eurípides en Hipólito 253-259?- hayan podido decir; no concebir la amistad como un simple recurso para la obtención de ventajas (45); no renunciar a la amistad -más ampliamente, no renunciar a la virtud- a causa de las contrariedades que su realidad pueda a veces depararnos (46-48); tener sumo cuidado en la elección de los amigos (60), buscándolos entre los varones firmes, estables y constantes (62), sabiendo muy bien que no son muy frecuentes los hombres verdaderamente dignos de la amistad (79) y teniendo muy en cuenta, para probar su lealtad, la regla de Ennio: amicus certus in re incerta cernitur, «[...] en los malos trances se ve si es seguro el amigo» (64); ser fiel y saber valorar la fidelidad de los demás, evitando en todo momento la suspicacia excesiva (65); en la relación con el amigo, cultivar la suavidad en la conversación y en las costumbres (66); observar con exquisito cuidado el mandamiento de la igualdad, y saber, llegado el caso, rebajarse hasta ser par del inferior (69-72); no poner la amistad por encima de la justicia y la equidad, a la hora de discernir honores y conceder cargos (73); no olvidar que las amistades solo llegan a su plena confirmación con la fuerza de la edad y del talento (74); no precipitarse en la entrega de la amistad propia (78) y, como Catón decía, preferir descoser a desgarrar, si por desventura hubiese que romper con un amigo (76); no pedir al amigo lo que uno no le da (82); manifestar respeto -verecundia- a los amigos, porque en el respeto tiene su máximo ornamento la amistad (82); juzgar antes de amar y no amar antes de juzgar (85); conciliar con tacto la utilidad y la fidelidad (88) y la verdad con el afecto, aunque tantas veces, por des gracia, sea cierto el dicho de Terencio, según el cual «la complacencia procura amigos, mientras que la verdad produce el odio» (89); romper con quien no sea capaz de oír de su amigo la verdad, cuando esta le es ingrata (90), porque «según la verdad debe ser medida la amistad» (97); abrir el pecho al amigo, y más sí este nos abre el suyo (97); ver en la adulación y en la simulación dos nefastos azotes de la amistad verdadera (91, 92, 98, 99) y no aceptar como amigo a quien tiene como regla de conducta el «Si dice no, digo no; si dice sí, digo sí» de un personaje de Terencio (93).

Merece indicación especial, aunque sea rápida, el problema de los «fines del amor» en la amistad, fines diligendi; expresión que no usa Cicerón para nombrar las «metas» que el amigo pueda intencionalmente perseguir, sino los «límites» hasta los cuales el amor de amistad puede lícitamente llegar; que él emplea, por tanto, como ha sugerido Schäfer, para traducir el plural griego hóroi: fines quasi termini, según el texto ciceroniano. Tres opiniones acerca del tema conoce Lelio: una afirma que ante los amigos debemos tener los mismos sentimientos que ante nosotros mismos; otra, que nuestra benevolencia respecto de nuestros amigos debe responder, de manera igual, a la que ellos tienen por nosotros; la tercera, que uno se estime a sí mismo como le estimen sus amigos (56). Ninguna de ellas satisface a Lelio, por las razones prácticas que va dando, y ninguna satisfizo a Escipión; pero todavía menos gustaba a este una cuarta, tradicionalmente atribuida al sabio Bías, según la cual «hay que amar (al amigo) como si se le hubiera de odiar un día» (56-60). Frente a todas ellas propone Lelio la suya, compuesta de una tesis general y una salvedad. La tesis: que la vida de los amigos sea pura y que en todo haya entre ellos comunidad. La salvedad: que si por un azar infortunado alguien se viese obligado a acceder a ciertos deseos «menos justos» de los amigos, para salvarles la vida o el honor, es preciso que de esto no se siga para él una «gran deshonra», summa turpitudo, porque no debe descuidarse el cuidado de la propia reputación (61). Sentencia que, no siendo en modo alguno ajena al pensamiento helénico, porque la dóxa o buena fama en la polis fue uno de los grandes señuelos para el alma de un griego antiguo, acaso sea la más ciceroniana del diálogo De amicitia. Como Dirlmeier, Steinmetz y Schäfer han demostrado, Teofrasto (en las dos referencias directas de Lelio al personal sentir de Escipión: 33-35 y 61), Panecio (en todo lo restante) y -acaso a través de Panecio- la aristotélica Ética a Nicómaco, son, en efecto, el constante presupuesto doctrinal de la célebre obrita ciceroniana.




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IV.- ¿Qué hay de Cicerón, pues, en sus páginas? Fundamentalmente cuatro cosas: el espléndido latín con que se hallan escritas, la habilidad con que en ellas se da vigencia romana a las cavilaciones de los filósofos helenísticos, el indudable arte literario de su composición y la intención de que vinieron a ser fruto legible. En el proemio a la segunda parte de su escrito De divinatione, declara Cicerón que, puesto que no le es posible hacer en Roma la política que él quisiera, escribirá obras filosóficas para «ser más útil (a su patria) que otros muchos» (II, 1, 1), y procurará así que no quede dominio alguno del saber «que no aparezca ilustrado por las letras latinas» (II, 2, 4). A tal intención y a la deseosa instancia de Ático, el gran amigo de Cicerón, debe sin duda su existencia el diálogo De amicitia. Y es preciso reconocer que el enorme éxito histórico de este ha cumplido con creces aquel propósito ciceroniano de prodesse quam plurimis.

Cicerón clausura brillantemente la copiosa reflexión antigua acerca de la amistad; en definitiva, la visión de esta como un acto y un hábito de la naturaleza humana -por tanto, de la naturaleza universal- que la perfecciona social y éticamente. Y lo hace según lo que él es: un patricio romano del siglo I a. C. abierto al pensamiento griego de su tiempo; un hombre que intelectualmente ha sabido hacer suyas la oikeiôsis y la philanthrôpía de los estoicos, especialmente de aquellos que componen la que los historiadores llaman «Estoa media», pero que no deja de vivir en sociedad y de ejercitar la amistad en ella como un aristócrata de la Roma preimperial. A los ojos de Cicerón, ¿podría un esclavo ser vir bonus, y por tanto sujeto y objeto de una relación amistosa realmente merecedora de tal nombre?

Pero ni la historia de Occidente acabó con Roma, ni la noción de la philanthrôpía, del amor al hombre en tanto que hombre, iba a quedar en lo que acerca de ella pensaron los griegos antiguos, y con ellos Cicerón. Un siglo después de la muerte de este, algunos hombres oscuros procedentes de Palestina recorrerán las ciudades del Imperio Romano proclamando que la realidad del hombre es algo mucho más alto y mucho más digno que la physis y la natura de que habían hablado los pensadores de la Antigüedad clásica. Se llamaban a sí mismos «cristianos», ¿Cuál será la idea de la amistad explícita o implícita en la predicación de estos hombres? Tratemos de verlo.






ArribaAbajoCapítulo III

El cristianismo y la amistad


Irrumpen los primeros cristianos en el mundo que les rodea -un mundo en el cual la cultura es helenística y son romanos el mando y la organización- muy conscientes de aportar a él una radical novedad; con claridad y energía lo proclaman no pocos textos de San Pablo (Rom. VI, 4; II Cor. V, 17; Col. III, 10; Ef. IV, 24); y a esa gran novedad en la vida pertenece como parte integral una nueva idea del amor. Tan cierto es esto, que para designar el amor los Setenta se sentirán obligados al empleo de una palabra griega distinta de érôs, y de modo sistemático usarán el término agápê, que bajo forma verbal, agapaô, desde los tiempos homéricos (Od. XXIII, 214) venía significando «acoger con amistad». Mas para entender idóneamente esta medita concepción del amor, y por consecuencia de la amistad, es preciso considerar antes, aunque de modo sumarísimo, las novedades cristianas tocantes a los tres principales órdenes de la realidad, sea o no sea cristiano quien con ella se enfrenta: Dios, el mundo y el hombre.


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I.- Desde su origen mismo, el cristianismo va a modificar sustancialmente la idea de Dios, la idea del mundo y la idea del hombre vigentes en la sociedad grecorromana.

Novedades tocantes a la idea de Dios. Frente a la teología helénica, bien en su forma popular (panteón olímpico, cultos dionisíacos, misterios órneos), bien en su forma ilustrada (concepción de la physis como «lo divino»), el cristianismo enseñará que Dios es una realidad espiritual, trascendente al mundo visible, personal, omnipotente, creadora del mundo desde la nada y humanamente encarnada, por amor, a través de una de sus tres personas, para redimir y salvar a los hombres.

Novedades relativas a la idea del mundo. Frente a la concepción griega de la naturaleza, afirmarán los cristianos que el mundo ha sido creado por Dios ex nihilo en el origen de los tiempos y conocerá su fin al término de estos, no por su retorno a la nada originaria, sino por la transfiguración de su realidad hacia un modo de ser inédito e imperecedero. He aquí la más conocida fórmula del cambio: en lugar de la ekpýrôsis o «deflagración final» de la cosmología helenística, el contenido de la revelación que en el Nuevo Testamento recibe el nombre de apokalypsis.

Novedades concernientes a la idea del hombre. Este va a ser ahora algo más que un retoño bipedestante, locuente y pensante de la physis. Entre todas las criaturas del mundo, el hombre es para el cristiano la única creada «a imagen y semejanza» de Dios; por lo cual su realidad es -de algún modo, en alguna medida- supramundana, espiritual, inmortal, creadora e infinita. Además de pertenecer a la naturaleza cósmica, el hombre se halla dotado de inteligencia, intimidad y libertad propias; es «persona» además de ser «naturaleza», se dirá luego. Su destino final, por consiguiente, no depende solo de sus actos, depende también de sus intenciones, lleguen o no lleguen estas a realizarse en acciones psicofísicas (véase un decisivo texto en Mat. V, 21-28); y en su estructura terrenal se aúnan misteriosamente, como enseña San Pablo, la carne (sarx), el alma (psykhê) y el espíritu (pneuma). Por el pneuma es el hombre imagen y semejanza de Dios, y en él se halla la verdadera raíz de su realidad y su vida.

Sólo así entendidos el ente que ama y el ente que es amado puede comprenderse la noción cristiana del amor y la amistad. Veámoslo.




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II.- Una cuestión previa: además de hablarse de la caridad o agápê, ¿se habla de la amistad o philía en los textos del Nuevo Testamento? Sin duda. Cuando por las razones que más adelante descubriremos los autores medievales se sientan obligados a construir una teoría cristiana de la amistad, se complacerán espigando los pasajes neotestamentarios en que Jesús se declara a sí mismo amigo de quienes le siguen. «No, os llamaré en adelante mis servidores, porque el servidor ignora lo que hace su dueño -les dice una vez-, sino mis amigos, porque todo lo que yo he oído de mi Padre, a vosotros os lo he dado a conocer» (Joh. XV, 15). De Lázaro dice que es «su amigo» (Joh. XI, 11). «Os lo digo a vosotros, mis amigos», se lee en San Lucas (XII, 4); y cuando anuncia a sus discípulos su próxima inmolación en la cruz, comienza por afirmar que la mayor prueba de amor consiste en dar la vida por los amigos (Joh. XV, 13)11. San Pablo, en fin, fue verdadero y entrañable amigo de Timoteo, Tito, Filemón y Bernabé. Nombrando la realidad concreta del amigo o los amigos, y aunque no se detenga a exponer lo que para el cristiano debe ser la philía -término que en su forma abstracta y peyorativamente referido a «la amistad de este mundo», al amor desmedido a las cosas terrenales, aparece en Jac. IV, 4-, el Nuevo Testamento dista de ser ajeno al hecho de la amistad. El problema consiste en saber cómo la philía cristiana queda rectamente incardinada en el amor cristiano, en la agápê. Porque si no es un modo del amor, ¿qué otra cosa puede ser la amistad entre los hombres?

Lo primero, pues, una idea clara y suficiente de la realidad del amor cristiano, de la agápê. Más aún: una idea de aquel puramente basada en el espíritu del Nuevo Testamento, anterior, por tanto, a todas las ulteriores concepciones teológicas y filosóficas acerca de su realidad; una noción «teologal» del amor, en el sentido con que Zubiri suele emplear este adjetivo.

El imperativo del amor al prójimo -a cualquier hombre, en tanto que prójimo- puede y debe ser expresado, según ese espíritu, mediante tres fórmulas distintas y complementarias:

  1. «Ama a tu prójimo como a ti mismo»; no en el sentido veterotestamentario (Deut. 6, 5, y Levít. 19, 18) -«Tú, israelita, debes amar al israelita como a ti mismo», según la exégesis más solvente-, ni en el sentido aristotélico -«Tú, amigo, debes amar a tu amigo como a ti mismo», según la doctrina de la Ética a Nicómaco-, sino a cualquier hombre, en cuanto que amado con el amor de misericordia que el Samaritano derramó hacia el herido. Ni la raza, ni la confesión religiosa, ni la condición biológica, ni la situación social del otro deben ser obstáculos para la validez y la práctica de este precepto.
  2. «Ama a tu prójimo como si tu prójimo fuese Cristo». Así lo enseña un conocido texto de San Mateo: «Señor, ¿cuándo te vimos enfermo o encarcelado y fuimos a visitarte?... En verdad os digo: siempre que lo hicisteis con alguno de mis pequeños hermanos -esto es, con cualquier menesteroso-, conmigo lo hicisteis» (XXV, 39-40). El teólogo von Balthasar ha podido así hablar del «sacramento del hermano».
  3. «Ama a tu prójimo como si tú mismo fueses Cristo». Claramente lo afirma así el sumo precepto que transmite San Juan: «Mi mandamiento es: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (XV, 12). El cristiano debe amar al otro como Cristo amó a sus discípulos; esto es, como si él mismo fuese Cristo. Arduo problema, el de la realidad de ese como si. Aunque yo sea efectivamente cristiano, yo no puedo ser Cristo. Mas, por otra parte, tal expresión no es y no puede ser simple fórmula metafórica o puro aserto metódicamente fictivo, como el als ob de Vaihinger. Dos realidades, bien que de orden «sobrenatural», son con ella afirmadas:
    Que el cristiano verdaderamente fiel a Cristo logra en su realidad personal cierta «deificación» o «cristificación». Siendo «como Cristo», se eleva a la condición de «cooperador de Cristo»; con lo cual sus acciones personales son, de alguna manera, en alguna medida, «recapitulación» y «reconstitución» corredentoras de la humanidad. Tal me parece ser el fundamento teologal de la magnanimidad cristiana.
    Que ese cristiano experimenta en su realidad personal -de alguna manera, en alguna medida- cierto «anonadamiento», cierta kénôsis o «vacuidad», para decirlo con la fórmula de San Pablo. Así debe ser entendida, a mi juicio, la raíz última de la humildad cristiana.

Pero lo que aquí verdaderamente nos interesa es la estructura real de ese amor, cuando se realiza entre un hombre y otro. Examinando metódicamente esa estructura aparecerán con entera claridad las principales novedades que respecto a la philía griega ofrece la amistad cristiana.




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III.- Consideremos sucesivamente estos cuatro temas:

  • La realidad del amante;
  • El objeto formal del amor;
  • La realidad del amado; y,
  • La perfección del acto amoroso.

1.- En esencia, ¿qué es ser amante? Aceptemos como punto de partida para la respuesta la doctrina griega: es amante quien da de sí algo -algo de lo que tiene, de lo que hace o de lo que es- para lograr el bien del amado. El problema consiste en saber cómo debe ser entendido ese «dar de sí»12.

Para un griego, el amante es una naturaleza individual que «da de sí» al amado algo de lo que esa naturaleza suya le permite dar: utilidad, placer o amistad verdadera. Así concebida, la donación amorosa se halla inexorablemente sometida a las forzosidades y limitaciones que a través de la physis individual imponga la soberanía inapelable de la Physis universal. Anánkê phýseôs, «forzosidad de la naturaleza», llamaron los griegos a ese supremo poder imperativo y limitante. Como amante, yo no puedo dar sino lo que por mi naturaleza soy capaz de dar.

Para un cristiano, en cambio, el amante es una persona que «da de sí». En cuanto amador de él, yo me doy al otro -le «doy de mí»- como persona, a través de mi naturaleza y por medio de ella. Lo cual lleva consigo una esencial novedad.

Consideremos un «dar de sí» puramente físico; por ejemplo, el de un tejido elástico. Es elástico un tejido en cuanto que «da de sí». ¿Hasta dónde? Hasta donde permita su naturaleza; esta, en efecto, impone a la elasticidad un límite, traspuesto el cual el tejido ya no «da más de sí» y se rompe. Pues bien: si el hombre fuese todo y sólo naturaleza cósmica, a ese esquema habría de ajustarse la donación amorosa. El amante sólo podría dar de sí al amado dentro de los límites de lo que tiene (sus bienes naturales, en el más amplio sentido de la expresión), de lo que puede hacer (sus capacidades naturales) y de lo que naturalmente es (su carácter, su condición de individuo viviente). No es poco, en verdad, dar la vida por el amigo, a la manera de los héroes griegos de la amistad.

Pero el cristiano, movido por su idea del amor y por su visión del hombre como imagen y semejanza de Dios -como persona, se dirá luego-, va más allá y piensa: primero, que su «dar de sí» en cuanto que él es cristiano debe ser entrega de sí mismo a cualquier hombre, amigo o no amigo, para quien esa entrega sea un bien; y segundo, que la naturaleza individual -constitución, fatiga, la misma muerte orgánica- no puede poner límites a la donación amorosa, porque el individuo humano, criatura terrenal hecha a imagen y semejanza de Dios, posee una realidad trascendente al orden cósmico e incluso a la misma muerte; capaz de actuar, por consecuencia, más allá de uno y de otra. La donación amorosa es para el cristiano supererogatoria, va más allá de los términos de «lo debido» y posee un valor realmente ilimitado, «infinito». El Samaritano, sumo ejemplo, dio supererogatoriamente al herido algo de lo que tenía (su dinero, el aceite y el vino de la cura, su tiempo), algo de lo que podía hacer (su personal habilidad para bizmar heridas) y algo de lo que era (la misericordiosa bondad de su carácter). Ante el herido, ni pregunta nada, ni exige nada. Su persona hace donación de un qué (lo que tiene, lo que hace, lo que es) desde un quién (su condición de persona, la intimidad de su alma). Dentro del pensamiento cristiano, el amante es, en suma, un quién que gratuita e ilimitadamente da de sí al amado.



2.- Examinemos ahora el objeto formal del acto amoroso. ¿Qué es lo que ama el amante cuando ama al amado? La respuesta es inmediata: ama el bien de este. Nada más claro. Pero ¿qué es, qué puede ser en su concreta realidad ese «bien» que para el amado y en el amado se quiere y se procura?

El bien que persigue el acto amoroso, dice la respuesta griega, es a la vez la perfección de la naturaleza del otro y de la naturaleza de uno mismo. El amante óptimo es el phílautos, el que rectamente se ama a sí mismo; el que ama su individual naturaleza, y en ella la naturaleza universal. Así entendido, el amor humano es érôs: impulso hacia la perfección, arrebato ascendente, anhelante movimiento desde la deficiencia hacia la plenitud. No otra cosa enseña la enigmática forastera de Mantinea en el Banquete platónico.

Muy otro es en su esencia el bien a que aspira el acto amoroso del cristiano. El cristiano debe perseguir en primer término la perfección de la persona de aquel a quien ama y la de su propia persona; perfección que solo puede llegar a su plenitud más allá del orden natural y mediante la gratuita operación plenificante del único posible manantial de «ser sobrenatural»: la realidad infinita y fontanal de un Dios personal y salvador. En cuanto que pertinente a un ser creado a imagen y semejanza de Dios, sólo transcósmica puede ser la perfección última de la persona humana.

Pero ese bien es humanamente querido por una persona que, implantada de manera sobrenatural en Dios y por Dios ayudada, se derrama libre, creadora y efusivamente hacia la necesidad del amado, aunque tal necesidad no pida del amante otra cosa que la simple donación de compañía. En cuanto tal cristiano -pecadoramente, tantas veces-, el cristiano vive en Dios, y desde esa sublime instalación de su persona se efunde en actos de benevolencia y beneficencia, a la vez personales y psicofísicos, hacia la persona del amado.

Por sucinto que sea, este examen permite advertir con toda claridad que en la estructura del amor cristiano se articulan y aúnan dos movimientos: uno ascendente o de aspiración, un érôs sobrenaturalmente trascendido, puesto que el acto de amor aspira a la perfección de las dos personas en Dios, en la suprema cima metafísica que es Dios -en el Altísimo, según el epíteto habitual-, y otro descendente o de efusión, el amor más específicamente cristiano o agápê, porque el acto amoroso del cristiano es y tiene que ser donación efusiva de la persona del amante hacia la realidad personal del amado. Scheler y Nygren contrapusieron con excesivo esquematismo la idea griega del amor (el amor como érôs) y su concepción cristiana (el amor como agápê). Pero la investigación escriturística posterior (Warnach, Spicq, etc.) y una visión más fina del problema (Zubiri) han puesto en evidencia que la agápê cristiana lleva en su seno ambos movimientos del espíritu. La agápê del Nuevo Testamento asume, depura, trasciende y completa el érôs helénico.

Una delicada cuestión surge ahora: ¿qué relación debe haber entre la «perfección de la persona» que pretende el amor cristiano y la «perfección de la naturaleza» a que aspira el amor helénico? Grana perficit, non tollit naturam, dice una tradicional y prestigiosa sentencia cristiana. Pero, ¿en qué consiste realmente esa acción «perficiente» o «perfectiva» de la gracia sobre la naturaleza? Tres puntos habría que desarrollar, a mi juicio, para que la respuesta a esta interrogación se acercase a ser suficiente:

  1. La perfección de la naturaleza individual -cuerpo, capacidades y acciones psicofísicas de toda índole- no es condición suficiente para la perfección de la persona. Un individuo excelente en su naturaleza, por tanto sano, bello e inteligente, puede ser a la vez un malvado. La bondad moral de un hombre no puede ser mera consecuencia de la perfección de su naturaleza13.
  2. No solo no es condición suficiente, pero ni siquiera es condición necesaria. La santidad, en efecto, puede tener como soporte físico -ahí están para demostrarlo las dos Teresas carmelitas, la de Jesús y la de Lisieux- una naturaleza enferma o deficiente.
  3. Ello no obstante, la perfección de la naturaleza individual, en el más amplio sentido de esta expresión, es y no puede no ser condición eficaz para la perfección de la persona. Frente al abusivo y rechazable menosprecio del cuerpo de que han hecho gala ciertas orientaciones de la ascética, el cristiano debe amar a su cuerpo y procurar su perfección por dos razones fundamentales: una de orden teologal, que Dios mismo quiso encarnarse en un cuerpo humano para redimir a la humanidad, y otra de carácter antropológico, que solo animando un cuerpo logra su plena realidad el alma del hombre. No es un azar que la primera manifestación histórica del pensamiento cristiano lleve en sí, frente al desmesurado antisomatismo de los gnósticos, una explícita defensa de la dignidad del cuerpo14.


3.- En tercer lugar, el problema del ser del amado. ¿A quién se ama, cuando cristianamente se ama a otro?

Se ama, diría un griego, una naturaleza individual susceptible de perfección; por tanto, lo que el otro puede ser físicamente, no lo que el otro es porque físicamente se vea obligado a ello. A la realidad del amor helénico pertenecen esencialmente, como sabemos, un lo que -una reducción del quién a qué- y un puede ser de carácter físico. Para un griego, el lisiado incurable y el feo por naturaleza no podrían ser objeto de amor. El griego amaba la belleza y la bondad realizadas en la naturaleza del amado, no la «persona» de este.

Bien distinta va a ser la respuesta del cristiano. Este -recuérdese- ama en el otro su quién, su persona, antes que su qué, antes, por tanto, que sus dotes naturales. Ama en él, pues, en orden ascendente:

  1. Lo que el otro es porque físicamente no puede dejar de serlo. No la invalidez o la fealdad en cuanto tales, sino tal invalidez o tal fealdad, aquellas que por modo invencible se ve obligada a soportar la persona amada; porque, pese a todo, ambas pueden servir de presupuesto físico a la perfección de esta en cuanto persona.
  2. Lo que el otro físicamente puede ser; es decir, la perfección que la naturaleza del otro pueda alcanzar, bien por sí misma, bien ayudada por los demás.
  3. El quién que el otro es, la realidad actual de su persona. El cristiano debe amar al otro «por ser él quien es»: a través del qué del otro (lo que el otro es y puede ser), ama a su quien; desde el quién del otro (desde el centro o ápice de su persona), ama a su qué.
  4. El quién que el otro puede ser, la perfección posible de su persona. Aunque físicamente no sea susceptible de cambio, todo hombre puede cambiar personalmente, bien de manera defectiva (corrupción moral), bien de modo perfectivo (arrepentimiento, conversión). «Es bello hacer favores a los hombres virtuosos y es feo hacérselos a los viciosos», dice Pausanias y repite Erixímaco en el Banquete platónico (186 b c)15. Si el vicioso no fuese una persona capaz de arrepentimiento, tal vez; pero casi nunca es así, y por esto, contra el sentir de Platón, el cristiano -aunque tantas veces falte a esta regla -sabe que también es bello hacer favores a los empecatados y a los viciosos.


4.- Por fin, el problema de la perfección del acto amoroso. Veamos lo que a tal respecto constituye la novedad del amor cristiano. Para un griego, el amante perfecto sería el phílautos aristotélico. No rebajemos tácticamente la dignidad moral del phílautos, no confundamos la philautía con un vulgar y egoísta hedonismo; dentro de la ética de su descriptor y panegirista, el phílautos, lo sabemos, debe en ocasiones llegar hasta el sacrificio de su vida en bien de sus amigos. Pero, con todo, su figura moral difiere no poco de la que típicamente reviste el amador ejemplar, dentro de la visión cristiana de la vida, el «santo del amor al prójimo», si vale decirlo así; esto es, el hombre que con palabras, obras y silencios sabe efectiva y cristianamente ser a la vez compasivo y congratulante, magnánimo y humilde, en su convivencia habitual con los demás.

Compasivo y congratulante. La compasión, el hábito y el hecho de compadecer con el otro las vicisitudes penosas de su vida personal, es un elemental deber de la convivencia amorosa; pero moral y religiosamente ese deber se halla muy por debajo del mandamiento de la congratulación. «Si padece un miembro -enseña San Pablo-, todos los demás miembros padecen con él; si un miembro recibe honor, con él se alegran todos los demás miembros» (I Cor. XII, 26). Más allá del simple «compadecer» (sympáskhein), con sus patentes resonancias fisicistas y estoicas, San Pablo pone el deber de «congratularse» (synkhaírein), el precepto de celebrar como propia la alegría ajena. Compadecer es fácil; congratularse de veras, no tanto. El hábito operativo de una congratulación real y no solo formal y social; he aquí un buen test para estimar la verdadera disposición de los hombres respecto de la convivencia y la amistad.

Con sólo aparente razón, algunos dirán que este precepto no es estrictamente cristiano. Hablando del ejercicio de la amistad con los pocos amigos que de veras lo son, Aristóteles, por ejemplo, pondera lo difícil que es congratularse (synkhaírein) y condolerse (synalgein) con muchos (Eth. Nic. 1171 a 7). Recuérdese, por otra parte, lo que sobre el tema -continuando, tal vez sin él saberlo, una tradición aristotélica- dice Cicerón. Pero será suficiente advertir que Aristóteles y Cicerón hablan tan sólo de los amigos, por tanto no más que de quienes verdaderamente merecen este nombre, y no del prójimo, de cualquier hombre, como el Evangelio y San Pablo, para descubrir de nuevo el inmenso cambio de mentalidad que el cristianismo trajo al mundo.






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IV.- Era necesario cuanto antecede para acercarnos a nuestro problema: la actitud del cristianismo -más precisamente, de lo que en el cristianismo es en verdad esencial, el mensaje del Nuevo Testamento- ante la realidad y el hecho de la amistad. En su esencia, ¿cuál es la estructura de la amistad cristiana? Con otras palabras: ¿qué relación puede haber, dentro de la vida cristiana, entre la realidad y la idea de la amistad y la realidad y la idea del amor, entre la philía cristiana y la agápê? O bien, para volver a los textos evangélicos antes transcritos: cuando Cristo emplea la palabra «amigo», ¿qué es lo que en rigor quiere decir?

El lector atento habrá sin duda advertido que en las consideraciones precedentes se entretejen dos modos y dos conceptos del amor interhumano: el amor de projimidad o de caridad, la agápê, y el amor de amistad o de dilección, la philía. A quien siente y ejercita el primero le llaman los Setenta plêsíos, «prójimo»; a quien siente y ejercita el segundo, phílos, «amigo». Aquél tiene como término una persona, cualquier otro en tanto que persona menesterosa; este se dirige en principio a tal persona, a la singularísima persona del amigo, y sólo a ella. Dos modos del amor interpersonal que ni descriptiva, ni metafísica, ni éticamente deben ser confundidos entre sí.

Recordemos de nuevo el relato evangélico donde por primera vez se nos enseña lo que es y debe ser cristianamente el amor de projimidad: la parábola del Samaritano. El Samaritano fue, sin duda, ejemplar «prójimo» del herido. Sólo por misericordia, sin preguntar ni exigir nada, dio a un menesteroso a quien no conocía su tiempo, su dinero, su cuidado, su esfuerzo. ¿Podemos en cambio afirmar que llegase a ser verdadero «amigo» suyo? Nada nos dice el texto evangélico a tal respecto. Muy bien pudo ocurrir que los dos hombres se separasen sin que ninguno de los dos conociera el nombre del otro y sin haber cambiado entre sí más palabras que las que estrictamente requiriese la acción caritativa. El Samaritano, en suma, fue misericordioso amador de una persona, no de tal persona, y esto no es verdadera amistad, en el sentido habitual del término.

¿Cuál habrá de ser, entonces, la idea cristiana de la amistad? El problema es delicado, porque la ascética de la perfección cristiana ha mostrado a veces cierta prevención frente a las que sus tratadistas suelen llamar «amistades particulares»; esto es, frente a determinadas complicaciones de la «amistad» en sentido estricto. No debo discutir ahora las razones de tal recelo. Siguiendo la línea de la anterior reflexión, me limitaré a preguntar: ¿qué hubiera debido suceder entre el Samaritano y el herido para que surgiese entre ellos una relación genuinamente amistosa? Con otras palabras: ¿cómo la relación de benevolencia y beneficencia con una persona (la indiferenciada persona del prójimo) puede convertirse en relación de benevolencia y beneficencia con tal persona (la intransferible persona del amigo)? La respuesta, a mi juicio, no puede ser más que una: sólo por la vía de la confidencia; sólo si la relación interpersonal consiste en efundir hacia el otro lo que en la propia persona es más íntimo, más «propio». El mismo Evangelio nos lo dice: «No os llamaré en adelante servidores, porque el servidor ignora lo que hace su dueño, sino mis amigos, porque todo lo que yo he oído de mi Padre, a vosotros os lo he dado a conocer» (Joh. XV, 15). No sabemos qué se dijeron entre sí el Samaritano y el herido desde su mutuo encuentro hasta que en la posada se separaron. Sabemos, sin embargo, que si entre ellos hubo alguna confidencia personal, por mínima que esta fuera, la simple comunicación mutua del «quién soy yo», entonces su mutua relación habría dejado de ser pura relación de projimidad, porque a ella se hubiese añadido de manera formal y explícita otra cualitativamente nueva, una relación de amistad.

La amistad cristiana se halla constituida, según esto, por la armoniosa articulación -mejor: por la íntima fusión- entre el amor cristiano a un hombre y el particular amor a la persona de ese hombre; o bien, ya en el orden operativo, por la recta y mutua integración de la benevolencia, la beneficencia y la confidencia, cuando estas tienen como término una persona singular. Lo cual acaso pueda ser ascéticamente peligroso, mas no por ello deja de ser cristianamente ennoblecedor.

Así va a mostrárnoslo la paulatina elaboración histórica de la teoría cristiana de la amistad. Tal teoría surge, pronto lo veremos, bajo el imperativo de una muy determinada cuestión ascética, y muestra en su curso dos cimas: una que podemos llamar ciceroniana, el tratado De spiritali amicitia, de Aelred de Rievaulx, y otra que debe ser llamada aristotélica, la concepción de la amistad dispersamente expuesta en la obra de Santo Tomás de Aquino. A ellas van a ser consagrados los dos capítulos subsiguientes.






ArribaAbajoCapítulo IV

Visión cristiana de la amistad, desde San Agustín hasta Santo Tomás de Aquino: Aelred de Rievaulx


Todo induce a pensar que, con cuantas flaquezas y deficiencias se quiera, en las primitivas comunidades cristianas -Jerusalén, Éfeso, Corinto, Roma- la relación interpersonal era una armoniosa fusión de la projimidad y la amistad, del amor de caridad y el amor de dilección16. Pero la pronta aparición del monaquismo eremítico en las provincias orientales del Imperio romano, y con ella la idea de que la vida solitaria en el yermo es el camino mejor para alcanzar la perfección cristiana, había de conducir a una tácita o expresa desestimación de la relación amistosa stricto sensu, cuando no a su evidente menosprecio. Dos actitudes contrapuestas, por tanto, frente a la ascética de esa perfección: la eremítica y la cenobítica, la de los devotos fanáticos de la vida cristiana en soledad y la de los resueltos partidarios de la vida cristiana en comunidad. Yermo y cenobio son los nombres que sirven de enseña a esas dos tan dispares actitudes de la espiritualidad, durante los primeros siglos del cristianismo.

En torno a la indiscutible santidad de los eremitas y los cenobitas que por sus respectivas vías la alcanzaran, la no menos cierta santidad de quienes por vocación o por oficio habían de vivir en la ciudad, en el mundo. ¿Será necesario decir que estos aceptan y hasta encomian la amistad sin plantearse la cuestión de su posible armonía con una vida rectamente cristiana, más aún, dándola por obvia y descontada? Entre ellos, nada menos que San Agustín. No creo que en la obra de este pueda encontrarse una expresa teoría de la amistad; pero sí hay textos en que la vinculación amistosa es elogiada con acentos todavía más vehementes que los de Cicerón y con retórica latina no inferior a la suya. «¿Qué cosa hay que nos pueda consolar en esta sociedad humana, tan llena de errores y trabajos -escribe en La Ciudad de Dios-, si no es la fe no fingida y el amor que se profesan unos a otros los verdaderos amigos?». La amistad -que para San Agustín tiene su manifestación más inmediata en «los coloquios y el agradable trato de los amigos» y su más gustoso fruto en la «suavidad del alma» de quien la vive- persigue ante todo el bien del amigo, tanto, que más querríamos oír o ver muertos a los que con ella amamos, que verlos o saberlos «pérfidos y malos... esto es, muertos de alma»; aunque no por esto dejaríamos de sentir en la nuestra el dolor y la melancolía de su desaparición (XIX, 8). Más vehemente y personal aún es la pintura del afecto amistoso y del dolor inmenso que trae consigo la pérdida de un verdadero amigo, en las varias páginas de las Confesiones dedicadas a contar la amistad que unió a su autor, varios años antes de su conversión al cristianismo, con un joven de Tagaste, que allí enfermó y murió. «Suspiraba, lloraba, me conturbaba, y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba yo el alma rota y ensangrentada, como rebelde a ser llevada por mí, y no hallaba donde ponerla. Ni en los bosques amenos, ni en los juegos y los cantos, ni en los lugares aromáticos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni siquiera en los libros y en los versos descansaba yo. Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y todo cuanto no era lo que él era, aparte el gemir y el llorar, porque sólo en esto encontraba algún descanso, me parecía insoportable y odioso» (IV, 7, 12). No sé si en toda la literatura universal hay un párrafo en que de manera tan encendida y plástica sea descrito el dolor por la muerte del amigo. Aunque el Agustín posterior a su conversión se crea íntimamente obligado, recordando esta juvenil amistad suya, a proclamar sin ambages que «[...] no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú (Dios) adhieres uno- a otro por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (IV, 4, 7).

Aunque para su perfección cristiana postule su fusión con la caridad, Agustín no se hace cuestión de la bondad natural de la relación amistosa; la admite sin más, y la ensalza con exquisita elegancia retórica: Nihil est homini amicum sine homine amico, «nada es amistoso para el hombre sin otro hombre amigo», dice en una de sus cartas, acaso estilizando un texto de Cicerón (P. L. XXVIII, 495). Menos claras debieron de ser las cosas, al menos en la primera parte de su vida, para el oriental Casiano, eremita en Egipto cuando joven, asentado en Marsella, en cuya comarca había de fundar dos monasterios, desde el año 415 hasta su muerte (¿435?), y autor de dos elogios paralelos, uno de la vida eremítica (De vita solitaria) y otro de la amistad (De amicitia, Migne, P. L. XLIX). Este último fue, en todo caso, el que prevaleció, y solo así puede explicarse la gran influencia de Casiano -también autor de un tratado acerca de los cenobios, De institutis coenobiorum- sobre el monaquismo occidental, a través de la regla de San Benito.

La espiritualidad medieval, primero la benedictina, luego la cisterciense, hacen triunfar en el Occidente cristiano la vía de la comunidad. Tal es el fondo histórico sobre que se levantan durante la Alta Edad Media los elogios de la amistad, cuando esta llega a ser cristianamente entendida. Y a la cabeza de ellos, el que bajo el título De spiritali amicitia compuso en la segunda mitad del siglo XII el cisterciense inglés Aelred de Rievaulx. A su estudio va a ser consagrado este capítulo17.


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I.- Ante todo, el conocimiento del autor mismo y algunos datos sobre el aspecto externo de su precioso tratadito. Aelred nació a comienzos del siglo XII en los confines de Inglaterra y Escocia y en el seno de una distinguida familia sajona. Poco después de 1133 ingresó como novicio en la abadía cisterciense de Rievaulx, junto a York, de la cual fue abad desde 1147 hasta su muerte, en 1167. Su considerable obra escrita tiene una parte de carácter histórico y otra de contenido ascético; esta es la única que ahora nos interesa. De ella son parte principal un tratado sobre el amor de Dios, Speculum caritatis, y otro sobre la amistad cristiana, De spirituali amicitia, varias veces copiado en Inglaterra y en el continente durante los siglos XII y XIII y recogido luego en el volumen XL de la Patrología latina de Migne. Una traducción alemana, la de K. Otten, y dos francesas, la de F. Ingham y la de J. Dubois, han dado en nuestro siglo a esta obrita de Aelred el digno lugar que en la historia de la espiritualidad cristiana le corresponde.

A la manera ciceroniana, De spirituali amicitia es en su estructura un diálogo, ahora dividido en un prólogo y tres partes o «libros». En aquel, sin nombrarse, el autor expone las razones que le han conducido a escribir sobre el tema: la impetuosidad y la indiscreción de sus amistades juveniles, la pronta lectura del tratado de Cicerón, cuya sublime idea de la relación amistosa comenzó pareciéndole humanamente inaccesible, su entrada en religión y su consiguiente y asidua frecuentación de la Sagrada Escritura, su propósito final de conciliar entre sí Cicerón y la Biblia, el plan de su opúsculo. Tres serán los libros de este: el primero dirá lo que es la amistad y cuál es su origen; el segundo mostrará sus ventajas y su excelencia; el tercero enseñará cómo y entre quiénes puede conservarse intacta de por vida. Los tres puntos de la petición de Fannio a Lelio, el quid, el quale y los praecepta de la amistad, reaparecen ahora bajo nueva forma. Como si se tratase de una composición teatral, cada uno de esos tres puntos viene a ser el correspondiente acto de una pieza hábilmente ideada. Al lector no advertido le sorprende tanta sabiduría literaria en un monje del siglo XII y dentro de una abadía junto a la cual todavía existían por entonces tribus en estado salvaje, los pictos de Galloway.

  • Primer acto.- Aelred dialoga con el joven monje Ivo durante su visita a una de las abadías dependientes de Rievaulx, probablemente la de Wardon. Ivo de Wardon es un mozo delicado, sensible y entusiasta, ansioso de saber e irrespetuoso frente a Cicerón -«este pagano», le llama una vez-, a quien la «amistad perfecta» le parece un ideal demasiado sublime para alcanzarlo en su integridad.
  • Segundo acto.- Han pasado varios años. Ivo ha muerto, todavía joven. La acción tiene ahora como escenario la abadía de Rievaulx. Al término de una comida que el abad ha tenido que ofrecer a varios funcionarios reales, el monje Gualterio -seguramente Walter Daniel, autor de varias obras espirituales- se acerca a Aelred, pide a este una copia del relato de su ya añeja conversación con Ivo, porque sabe que el abad ha dado a tal coloquio forma escrita, la lee a solas, y después de un lapso temporal de duración no expresamente determinada, reanuda su coloquio con su abad y maestro. Gualterio es agudo, exigente e irónico. No tarda en presentarse un nuevo interlocutor: el monje Graciano, a quien Gualterio, bromeando sobre él, llamará amicitiae alumnus, «lactante de la amistad», y en cuyo carácter graciosamente desenvuelto parece tener su fundamento el nombre que lleva. El diálogo se prolonga hasta la hora de la cena, y es preciso interrumpirlo hasta la mañana siguiente.
  • Tercer acto, casi tan extenso como los otros dos juntos.- Comparece a la cita Graciano, que propone esperar a Gualterio, del cual hace un vivo elogio. Llega al fin Gualterio y comienza de nuevo el coloquio entre los tres, ahora consagrado a estudiar la práctica de la amistad. Punto por punto, Aelred va tratando los varios que a su juicio requiere la materia, evoca luego la imagen de dos amigos para él especialmente queridos y acaba elevando su espíritu hacia la esperanza del momento en que el buen cristiano, ya en la gloria, sentirá que su amistad, por fuerza limitada a unos pocos en este mundo, se extenderá a todos y se refundirá en Dios; porque entonces, como dice San Pablo, «Dios será todo en todos». El diálogo ya ha terminado, y -si vale decirlo así- cae el telón.

Siguiendo este mismo orden, examinemos ahora el pensamiento de Aelred acerca de la amistad.




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II.- El coloquio entre Aelred e Ivo, expresamente colocado por el primero a la sombra de Cicerón -«que disertó copiosamente y con hermoso estilo acerca de todo lo concerniente al tema y describió las leyes y los preceptos de la amistad»-, comienza, sin embargo, con una frase que por necesidad ha de romper desde su fundamento mismo los moldes y las pautas del pensamiento ciceroniano: «Henos aquí tú y yo, y espero que Cristo sea el tercero entre nosotros», exclama el abad, tácitamente apoyado en el espíritu y la letra del Evangelio. Ahora bien: una amistad a cuya interna realidad pertenece ese «a través de Cristo» -por tanto, una amistad «en Cristo»- ¿puede ser intelectualmente reducida a la doctrina de Cicerón, aunque a primera vista esta sea tan amplia y convincente? Así parece sospecharlo Ivo: Cicerón no puede ser suficiente para un cristiano, porque no había conocido a Jesucristo, y la única amistad que a Ivo importa es la que nace en Jesucristo, se desarrolla según Jesucristo y en Jesucristo alcanza su perfección; tanto que, para él, entre aquellos que no están con Cristo no parece ser posible la amistad. Más avisado y prudente que su discípulo, Aelred deja indecisa tan grave cuestión y remite el planteamiento del problema a la clásica definición ciceroniana, que él estima a la vez fundamental y suficiente: «La amistad es un acuerdo en las cosas humanas y divinas, acompañado de benevolencia y caridad»; entendiendo por caridad «la afección del alma», affectus mentis, no, naturalmente, la virtud cristiana de ese nombre, y por benevolencia la adecuada expresión de ese sentimiento en obras visibles18.

Dos cuestiones principales son tratadas en esta primera parte de la obra de nuestro cisterciense: la naturaleza de la amistad y su origen.

Una obvia consideración etimológica -ciceroniana, por lo demás- sirve a Aelred para abordar el tema de la naturaleza de la amistad: amicitia, dice, viene de amor, el cual es «un afecto del alma racional, en cuya virtud esta busca algo con deseo, lo apetece para su fruición, goza de ello con dulzura interior y lo abraza para conservarlo como suyo». De ahí que el amigo sea «el guardián del amor, o acaso del alma misma», y que custodie en silencio fiel los secretos del amigo, corrija o soporte, en la medida de sus fuerzas, los defectos que en él advierta, comparta sus alegrías y sus penas y sienta como suyo todo lo que a él se refiera. El amor y la amistad son, pues, un peculiar modo de la virtud; una virtud que enlaza las almas con una alianza en que se juntan la dulzura y la dilección; en definitiva, que de varias almas hace una. Más aún: una virtud eterna, no un sentimiento fortuito y efímero: «[...] una amistad que puede acabar, nunca ha sido verdadera», dice con San Jerónimo.

¿Será por esto, comenta Ivo, por lo que son tan escasos los verdaderos amigos? No son tan escasos, le responde su maestro, y menos entre los buenos cristianos; ahí está para demostrarlo lo que acerca de ellos nos dicen los Hechos de los Apóstoles; en esos primeros cristianos se cumplió mejor que en nadie la definición de Cicerón. ¿Habremos de concluir, por tanto, que la amistad y la caridad son iguales entre sí? No, enseña Aelred: la caridad exige amar a todos los hombres, al paso que la amistad pide que sean unos pocos aquellos a quienes confiamos los secretos de nuestro corazón. Pero no todas las amistades son del mismo metal.

Tres especies de la amistad distingue nuestro autor: la amistad carnal (amicitia carnalis), cuyo fin es la común fruición de un placer; la amistad mundanal (amicitia mundialis), orientada hacia la común utilidad de los que entre sí son amigos, y la amistad espiritual (amicitia spiritalis), única que en verdad merece el nombre de amicitia. Es cierto, observa agudamente Aelred, que en la amistad mundanal puede haber cierto grado de verdadera amistad, porque «aquéllos a quienes asocia la esperanza de una ganancia común, si conservan su mutua confianza en ese trato de iniquidad, llegan al fin a un acuerdo completo y agradable, al menos en las cosas terrenas». Pero sólo la amistad espiritual es la que procede de la dignidad misma de la naturaleza humana y de las más íntimas apetencias del corazón del hombre, y sólo es ella la que en sí misma tiene su fruto y recompensa, la que nace entre hombres de bien semejantes en sus aficiones y la que, en fin, se ajusta a las cuatro virtudes cardinales y cumple a la vez el mandamiento evangélico -«que os améis los unos a los otros» (Joh. XV, 17)- y la definición ciceroniana. No: quienes están en el vicio, no pueden ser llamados «amigos», en el recto sentido del término.

Es ahora cuando Ivo y Aelred pueden pasar a la discusión del segundo de sus temas: el origen de la amistad. Si la amistad verdadera es así, ¿cuál puede haber sido su origen? Tres instancias se han concitado para ello, piensa Aelred: la naturaleza, la experiencia y la ley. Fundada sobre la naturaleza, la amistad es robustecida por la experiencia y el uso, y queda al fin ordenada por la ley.

Porque Dios lo ha querido así, en todos los seres creados, desde la piedra hasta el ángel, hay una tendencia hacia la unidad; tendencia que cuando en el hombre pudo manifestarse sin trabas -por tanto, en el Paraíso terrenal- se realizó como una perfecta fusión de la amistad y la caridad; mejor aún, como la completa identidad entre ellas. El primer pecado trajo al género humano como reato que una y otra fueran entre sí distintas y redujo la amistad a ser un vínculo solo existente entre los hombres buenos y necesitados de cierta defensa frente a los que no lo son. Ahora bien: hasta en aquellos en quienes la impiedad ha borrado todo sentido de la virtud, perdura la inteligencia, y con ella una propensión del alma a la amistad y las relaciones sociales; porque, «privados de compañeros, ni el avaro goza de su riqueza, ni el ambicioso de su gloria, ni el lujurioso de su placer». Tal sería el origen de las amistades carnales y mundanas, y no otra la causa de que la ley tenga que distinguir y proteger de ellas la amistad verdadera.

En suma: la amistad, la virtud y la sabiduría pertenecen a la naturaleza misma del hombre, aunque algunos abusen de esta última. ¿Cabrá entonces decir, pregunta osadamente Ivo, que «Dios es amistad», como el Nuevo Testamento nos dice que «es amor» (I Joh. IV, 16)? No se atreve Aelred a tanto; pero sí a afirmar, también con San Juan, que «quien permanece en la amistad, permanece en Dios, y Dios en él».




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III.- En el segundo libro del tratado conversan Aelred, Gualterio y Graciano acerca de los frutos y los límites de la amistad.

En un párrafo a la vez lírico y entusiasta, Aelred canta con elocuencia los frutos de la amistad, tanto por lo que esta es en sí misma, como por su utilidad para ascender hacia un más alto grado del amor. A la desgracia del aislamiento se oponen la ventura que por sí mismo es un confidente fiel y el auxilio que el amigo procura en todo orden de infortunios, la ausencia, la pobreza, la enfermedad o la muerte. Pero la amistad verdadera es algo todavía más valioso, porque nos prepara y ayuda para lo que más debe impórtanos, nuestra amistad con Dios.

Sí, afirma Aelred: la amistad humana puede y debe ser una preparación para la amistad divina; más precisamente, para la amistad con Cristo. Como en la caridad, en la amistad genuina todo es santo y verdadero; pero en esta, por añadidura, todo es gozoso y dulce. Cristo es quien la inspira, la robustece y la perfecciona, y así se entiende que sea fácil y grato elevarse desde la amistad con el semejante hacia la amistad con el mismo Cristo. Tal sería el sentido profundo del beso a que aspira la Esposa del Cantar de los Cantares. Hay, en efecto, un «beso carnal», el de los labios del cuerpo, y un «beso espiritual», la unión de las almas por obra de la amistad verdadera; hay, en fin, un «beso intelectual», el beso de Cristo, la unión mística, y a este es al que íntimamente aspiraba el ansia de la Sulamita.

Todo esto, ¿será demasiado sublime? Así lo piensa Graciano: la amistad no sería otra cosa -dice con el Catilina de Salustio, aunque sin citar ni al uno, ni al otro- que una identidad entre dos voluntades, eadem velle et nolle, querer y no querer las mismas cosas. Lo cual obliga a Gualterio a pedir a Aelred alguna idea clara acerca de los límites de la amistad. Tres opiniones hay a tal respecto: para algunos, todo podría exigirse del amigo, hasta la complicidad en el mal; hay otros que de tal exigencia excluyen tan sólo los compromisos de honor, los altos intereses del Estado y el derecho de un tercero; algunos, en fin, no ven el deber de la amistad sino en el activo reconocimiento de los favores recibidos. ¿Qué es, pues, lo que rectamente debe pensarse? Nos ha dicho Cristo -recuerda Aelred- que uno debe hallarse dispuesto a morir por aquellos a quienes ama. Mas también son capaces de hacer esto los malvados, entre los cuales ya sabemos que no existe la verdadera amistad. No: la amistad no puede justificar nunca la transgresión del deber. Muy claramente lo acreditan así varios pasajes de la Biblia. Por lo cual, aun sin convertir la amistad en patrimonio exclusivo de los «perfectos» a la altiva manera estoica, teniendo ante todo en cuenta, simplemente, aquellos a quienes solemos llamar «hombres honrados», parece demasiado poco contentarse con excluir de los deberes de la amistad las acciones que atenten contra el derecho de un tercero o contra el interés del Estado; el mal, cualquiera que sea su figura, no puede nunca ser legitimado por la amistad. ¿Que esta, así entendida, habrá de ser en ocasiones un arduo ejercicio? Sin duda; pero nada hay en verdad valioso que no exija de nosotros algún esfuerzo. Los beneficios que trae consigo la amistad no deben ser su motivo, sino su consecuencia.

Hay que atenerse, en suma a la definitiva enseñanza de Cristo: la amistad es posible, y no hay que renunciar a ella porque su ejercicio pueda en ocasiones traernos algún contratiempo. Pero si la muerte del propio cuerpo, llegado el caso, no debe ser negada al amigo, sí hay que negarle con decisión -aunque también con delicadeza- todo lo que comprometa la vida del alma.




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IV.- Sobre estos fundamentos teóricos es ya posible exponer con la precisión y la seguridad deseables las reglas pertinentes a la práctica de la amistad. Cuatro van a ser los puntos sucesivos de esta tercera parte del coloquio: la elección de los amigos, la comprobación de su real condición de tales, su admisión y el ejercicio efectivo de la relación amistosa.

Elección de los amigos. Hay defectos incompatibles con la amistad. Uno de ellos, la cólera; por tres veces lo afirma tajantemente la Escritura (Eccli. VI, 9; Prov. XXII, 24-25; Eccles. VII, 9). Aunque la observación de tal verdad no deba excluir jamás frente al colérico, cuando uno es de veras cristiano, el deber de la paciencia y el de la suave persuasión. ¿Quiere esto decir que la reconciliación de los amigos es siempre un empeño posible? En modo alguno. Seis acciones pueden, cuando son graves, romper definitivamente la amistad: el insulto, el ultraje o improperio, la soberbia, la indiscreción (mysterii revelatio), la traición (plaga dolosa) y el daño voluntariamente inferido a un amigo común. Nadie necesitará textos o razonamientos para convencerse de que así es. Y si no la rompen por completo, sí la hacen difícil o casi imposible ciertas peculiaridades del carácter: la inconstancia, el recelo continuo y la desmedida verbosidad, sobre todo si en el otro amigo hay hábitos contrarios a estos. Porque entre caracteres muy diferentes, San Ambrosio lo enseña, no es posible la amistad. Cabe entonces pensar, con Gualterio, sí será posible encontrar un amigo ideal. Es cierto, concede Aelred; los caracteres ideales son bien escasos. Pero si el amigo no se entrega a un desenfadado cultivo de sus defectos, si los reconoce y procura combatirlos, no hay duda de que podrá serlo de manera excelente, y más si quien con él trata sabe ser hábil y paciente. Buena voluntad en ambos y amable prudencia en uno, basta con esto para que subsista la amistad; la cual, para que sea firme y fina, nunca deberá ser concedida con rapidez excesiva. Y si por alguna de las razones antes apuntadas hubiese que deshacerla, entonces el buen amigo -como ya había aconsejado Cicerón- preferirá «descoser» a «desgarrar», abandonar poco a poco a quien no merece el bien de la amistad a romper con él violentamente. Aun cuando, si la amistad había sido sincera y verdadera, nunca llegará a desaparecer por completo; se disiparán en el alma, eso sí, la afección, la seguridad y el agrado -en suma, la familiaridad-, pero siempre quedará en ella algo de amor. En este sentido, solo en este, bien puede decirse que la auténtica amistad es una virtud eterna.

Probación de los amigos. ¿Cómo puede ser probada la amistad de alguien a quien comenzamos a llamar «amigo»? Cuatro deben ser los puntos a tal respecto examinados: la fidelidad, la intención, el juicio y la paciencia. La fidelidad es probada por la desgracia, siempre que el que pone aquella a prueba sepa ser discreto frente a las posibles calumnias de los terceros. La intención será aceptable cuando el presunto amigo muestre no perseguir con su amistad ventajas materiales: «[...] la amistad no es comercio», dice San Ambrosio, y tal es la razón por la cual la relación amistosa es en principio más cierta con el pobre que con el rico. Debe en tercer lugar ser probado el buen juicio, porque la falta de discernimiento es fuente de continuos rozamientos. Y en cuarto y último término, la paciencia. Sin ella, en efecto, no es posible la amistad; pero en la acción de probarla debe excluirse la precipitación, porque todo hombre, y más cuando es amigo, es capaz de arrepentimiento y enmienda.

Mucho menos preciso se muestra Aelred en lo relativo a la admisión de los amigos. En lugar de dar reglas, su espíritu prorrumpe de nuevo en un canto entusiasta a la sublime belleza de la amistad. ¿Cuál no sería el gozo del hombre que habiéndose quedado solo sobre la tierra, siendo, por tanto, único señor de toda ella, descubriese de golpe junto a sí a un semejante? Pues bien: infinitamente mayor será nuestro gozo en la gloria, donde todos serán amigos, y mucho mayor es, incluso en esta tierra, el que regala la amistad con un amigo verdadero, esa en que la relación amistosa se hace auténtica y gustosa intimidad. Hasta la simple y terrenal compañía amistosa -si en ella no hay mentira ni deshonestidad- es lícita y puede ser deseable, enseña Aelred, suavizando la aspereza con que San Agustín (Conf. IV, 8, 9) dijo haberse arrepentido de una amistad puramente mundana.

Práctica de la amistad. ¿Qué preceptos podrán hacerla verdaderamente firme y gustosa? La lealtad, la sencillez y la prontitud a la comunicación, responde Aelred, repitiendo, aunque sin citarlo, a Cicerón. Con mayor cuidado expone lo pertinente a otro precepto, la igualdad: cuanto más superior -en talento, en fortuna o en poder- sea uno a su amigo, tanto más deberá rebajarse para merecer sin reservas su confianza, como Janatás hizo con David. Para conservar incólume la amistad es preciso poseer el «arte de dar», sean el dinero o el buen consejo la materia de la donación. La adulación es la peste de la amistad; pero en la expresión de la verdad que se debe al amigo es preciso distinguir con delicadeza la «simulación» de la «disimulación», el asentimiento hipócrita, siempre rechazable, de un discreto silencio ocasional ante el espectáculo del defecto ajeno, en espera de ocasión propicia para intentar corregirlo mediante el buen consejo; más concreta y precisamente, el silencio que tan ejemplarmente supo emplear el profeta Natán frente a la conducta de David.

Una cuestión más: ¿es lícito, pregunta Gualterio, elevar a los amigos a cargos y honores, si uno tiene la ocasión de hacerlo? No: el mérito debe estar en tales casos por encima de la amistad; sólo siendo igual el merecimiento será lícito seguir la querencia del corazón. ¿No lo hizo así el propio Cristo cuando -sin mengua de su gran amor a uno y a otro- dio a Pedro más potestad y a Juan más amistad? Tras lo cual, Aelred se entrega a un emocionado recuerdo de dos amigos muertos, uno de ellos «su Juan» y el otro «su Pedro», si vale decirlo así, y termina el coloquio en la forma anteriormente indicada.




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V.- Desde un punto de vista histórico, y supuesta la radical condición cristiana del espíritu del abad de Rievaulx, ¿qué representa su tratado De spiritali amicitia? La respuesta se impone sin demora: esa obrita constituye el deliberado intento de combinar -o incluso de fundir- la Biblia y Cicerón. No parece ilícito ver en Aelred un genuino humanista cristiano, aunque cronológicamente sea hombre del siglo XII. Por lo demás, así había procedido mucho tiempo antes San Ambrosio, que en su escrito De officiis no vaciló en tomar de Cicerón, además del título, no pocas ideas. Tan amplia es la presencia del diálogo ciceroniano en el de Aelred, dice Dubois, que si un traductor actual quisiera hacer uso de las comillas, cosa inusitada en la Edad Media, más bien que los fragmentos tomados de Cicerón habría que poner entre ellas los pasajes no tomados de su célebre tratado, porque más de un tercio de este ha pasado con mención expresa o sin ella al texto de De spiritali amicitia. Y a través de Cicerón, sin que Aelred pudiera sospecharlo, no poco de la tradición griega -estoica o aristotélica- anterior al ensayista romano.

Ello no es óbice para que el cristiano Aelred corrija a veces la letra de Cicerón o trate de ampliar cristianamente su espíritu. En su exégesis de la benevolentia y la caritas de la definición ciceroniana introduce la ya entonces tradicional diferencia entre la caritas affectiva y la caritas efectiva (663 A) o llama «benevolencia» a un sensus amandi que nos mueve con dulzura desde lo más íntimo, y «caridad» a la exclusión de cualquier móvil vicioso (666 C). La amistad es virtud, y de ahí que sólo los cristianos puedan practicarla con perfección (666 B-D). Donde el pagano dice «los inmortales», Aelred escribe «Dios» (676 A), y Jonatás, con su conducta bíblica y no romana, contradice la enseñanza de Cicerón (693 D). Menos tolerante que este es también respecto a las posibles incorrecciones morales del amigo; para Aelred, nada que se aparte del bien debe ser permitido, por honda que sea la amistad (675 A). Más aún: la amistad humana es a sus ojos un camino hacía la amistad divina, idea que jamás pudo pasar por la mente de Cicerón19.

Entonces, ¿es la amistad una virtud, en el sentido cristiano del término? Santo Tomás -lo veremos- duda en la respuesta; otros escolásticos se preguntarán si a la virtud adquirida de la amistad no corresponderá una virtud infusa de ella, y el ejemplarista Ricardo de San Víctor, compatriota y contemporáneo de Aelred, no vacila en sostener que las relaciones misteriosas de las tres personas divinas son el modelo y el tipo supremos de la amistad humana, cuando esta es moralmente recta. Más directo y contundente, nuestro cisterciense afirmará sin embargo que la amistad es una virtud del mismo orden que la sabiduría y la caridad, aunque no sea de la misma importancia que ellas, y oirá con simpatía cómo su ardoroso discípulo Ivo exclama, ampliando osadamente el texto de San Juan: «Dios es amistad» (670 A).

Desde las constituciones monásticas de San Basilio (P. G., XXI, 1417-1420), pasando por la Imitación de Cristo, viene corriendo por la ascética cristiana, antes lo hice notar, la vena de una actitud recelosa frente a la amistad humana. Aelred representa el polo opuesto de esa actitud. Como a San Agustín se le ha llamado «el doctor de la gracia» y a San Bernardo «el doctor del amor», ¿habrá entonces que llamar al abad de Rievaulx, siguiendo la propuesta de Dubois, «el doctor de la amistad»?20.

Pero volvamos a lo que en su tratadito es en verdad esencial: Cicerón -pese a todas las correcciones de detalle- como fundamento filosófico de una concepción cristiana de la amistad. La relación amistosa es así consecuentemente referida a la naturaleza humana, y en definitiva a la natura in genere, a la physis, aunque la concepción cristiana del hombre y el dogma del pecado original obliguen a Aelred a introducir en su discurso novedades importantes. Apresuradamente cristianizada, la doctrina griega y naturalista de la oikeiôsis perdura en el seno mismo del pensamiento de Aelred. Ahora bien: este básico hecho, ¿no lleva acaso consigo un secreto desconocimiento -no religioso, pero sí metafísico- de la condición constitutivamente «personal» que posee la «naturaleza», cuando esta es la humana? Quede por el momento no más que planteada tan grave y decisiva cuestión.






ArribaAbajoCapítulo V

Santo Tomás de Aquino y la amistad


No de manera monográfica, pero sí de manera frecuente, yo diría que incluso entusiasta, Santo Tomás de Aquino se enfrenta en varios lugares de su obra con el tema de la amistad. ¿Qué instancias determinaron su personal actitud ante una materia que parece apartarse bastante de las que ocuparon su mente de filósofo y teólogo? Hasta cuatro distintas creo ver yo, dos de índole personal y otras dos de orden histórico. Aquellas, el carácter de Tomás de Aquino, que tan vivamente le movía a la relación amistosa -tal vez sea suficiente recordar su ejemplar amistad con San Buenaventura, pese a sus nada leves diferencias intelectuales-, y la hondura espiritual de su condición de cristiano: Tomás, santo cristiano, quiso ser y fue ejemplarmente fiel a la novitas vitae proclamada por San Pablo. Las dos últimas, su pertenencia a una orden mendicante -institución en que el «monje» o monachus va a hacerse «fraile», frater- y el tan decisivo contacto de su mente con la obra filosófica de Aristóteles, a través de la traducción de esta que Guillermo de Moerbeke había ofrecido a los estudiosos del siglo XIII. No puede extrañar, pues, el gusto con que Santo Tomás leía y meditaba, según expreso testimonio de su biógrafo, los dos trataditos de Casiano mencionados en el capítulo precedente. Todo en él, naturaleza, historia y vocación, se concitaba para que el tema de la amistad viniese una y otra vez a los puntos de su pluma.

Bajo una exposición que pretende ser sistemática, va a aparecer ante nosotros, no sólo el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, sino -en alguna medida- el hombre Tomás de Aquino, un pensador y un santo con sus vacilaciones, sus rectificaciones y sus progresos, harto más real y vivo que el que los manuales tomistas suelen presentarnos. Unamuno nos enseñó a distinguir entre los «hombres que hablan como un libro» y los «libros que hablan como un hombre». Mostrando el pensamiento de Tomás de Aquino acerca de la amistad, trataré de hacer ver cómo el hombre así llamado nos habló a través de sus libros.

Cuatro van a ser los puntos de mi exposición: la idea tomista del amor humano, el paso del amor in genere a la amistad, los modos y la expresión de la amistad y la relación entre ella y la virtud teologal de la caridad.


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I.- Ante todo, la idea tomista del amor humano; el modo como una inteligencia cristiana y medieval paulatinamente aristotelizada entendió la relación amorosa entre los seres.

Santo Tomás ve el amor como una propiedad a la vez universal y fundamental de la realidad, cualquiera que esta sea, y se esfuerza por comprenderlo con mente que primero es ontológica y luego, en el caso del amor humano, consecutivamente psicológica y social. Desde este punto de vista considerada, no creo inadecuado afirmar que toda la metafísica tomista es un carmen intellectuale de amore, un ingente cántico intelectual de la realidad, en el que el amor es tema principal.

El ser se realiza analógicamente según grados muy diversos entre sí. Hay una escala descendente, que va desde el ser absoluto e infinitamente perfecto de Dios hasta el ser contingente y transitorio de la más ínfima de las criaturas, la vedija de niebla o el guijarro del camino. Pues bien: el modo primario de la mutua relación entre todos los diversos modos analógicos de ser es el amor. Para el autor de la Summa Theologica, a tanto llegan la hondura y el alcance de la relación amorosa en el orbe de lo real.

«Donde hay dos, hay dolor», escribirá el Maestro Eckart, un siglo después de la muerte de Santo Tomás. Pienso que si este hubiese podido oír la estremecedora sentencia de su hermano de hábito, la habría sometido en su mente a distingos y cautelas, habría reconocido su honda, pero parcial razón, y al fin tal vez hubiera propuesto en su lugar esta otra: «Donde hay dos, hay amor». O bien en el caso del hombre: «Donde hay dos, debe haber amor». Porque es en la libertad de los hombres, tantas veces, para su responsabilidad y su demérito, mal usada por ellos, donde tiene su causa inmediata el tan frecuente incumplimiento de aquel soberano y radical principio metafísico.

«Donde hay dos, hay amor», aunque la indiferencia y el odio sean en tantas ocasiones los móviles que en la vida empírica del hombre, y más cuando esa vida se hace social, parecen operar, e incluso dominar. Más técnica y filosóficamente: donde hay diferencia real, hay amor. Ama Dios en el seno mismo de su realidad trinitaria; amor es, aunque no sólo amor sea, la mutua relación entre las tres personas divinas. Ama Dios el mundo que Él, precisamente por amor, quiso crear y ha creado. A su modo de criatura puramente espiritual, ama el ángel. Ama el hombre, a su vez, por debajo de sus disensiones y rencores. Y aunque también entre ellas haya fenómenos de repulsión y destrucción, también las criaturas no inteligentes, el león o la piedra, se atraen entre sí en virtud de una radical vinculación a la que analógicamente puede y debe llamarse amor.

Pero es el amor humano el que a nosotros especialmente nos interesa. Estudiemos, pues, siquiera sea por modo sumario, lo que este amor es en su esencia y los principales modos en que se realiza.

1.- La universal relación amorosa entre los seres tiene su razón más profunda en la secreta tendencia hacia la perfección que opera en la raíz de todos ellos. En su nervio ontológico, el amor es, en efecto, el modo en que se expresa la relación de un ser con su perfección específica e individual; es decir, con la posible plenitud de su realidad. Desde este punto de vista, en Dios, ser infinitamente perfecto y actualidad pura, el amor no puede ser otra cosa que un soberano y eterno reposo en su perfección infinita y absoluta. Bien distinto es el caso del hombre, ser finito, deficiente, potencial y terreno, y por tanto tempóreo. Aunque en lo hondo de su realidad sea una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, su amor no puede ser otra cosa que una inclinación, una tendencia hacia la perfección de su ser: es diligens, amador, a través de su radical condición de indigens, de indigente. Desde esta indigencia suya apetece y ama su propia perfección, y con esta las formas sustanciales y los agentes que de uno u otro modo le ayudan a lograrla: sus semejantes, el caballo sobre que cabalga, la ciencia o la belleza (I Physic. XV, 8; III q.8 a.1).

Ahora bien: basta una rápida consideración de lo que antecede para advertir que en el amor humano tiene que haber dos modos cualitativa y estructuralmente distintos entre sí. Según uno de ellos, lo que se ama es el mismo bien apetecido, sea este la ciencia, la belleza o la fruición erótica: es el amor de concupiscencia. Según el otro, lo que en definitiva se ama es el término en cuyo beneficio es apetecido el bien que constituye el objeto inmediato del amor; y así, en el caso de la ciencia, yo puedo apetecerla y buscarla para mí (para mi propia persona; esta es ahora lo que a la postre yo amo) o para otro (por ejemplo, para la persona del discípulo a quien amorosamente enseño): es el amor de benevolencia. Cabría decir, pues, que aquel es un amor acusativo, «amor a», y este otro un amor dativo, «amor para». Examinemos más de cerca el amor de benevolencia. En su ejercicio y contra lo que a primera vista pudiera pensarse, no se suman dos actos, el amor de concupiscencia a un bien objetivo y el amor benevolente a la persona que va a gozar de ese bien; hay un solo acto, cuyo término último, envolvente y unificante es la benevolencia respecto de tal persona, la mía o la de otro. Amar mi salud no es la suma de un «amar la salud» y un «amarme a mí», sino amar la peculiar e individual realización de la salud en mi vida, amarme a mí mismo en tanto que hombre sano, «Cuando quiero el bien para mí -dice textualmente Santo Tomás- me amo pura y simplemente por causa de mí mismo, propter me, y a ese bien que quiero para mí no lo amo por lo que él es, propter se, sino por lo que yo soy, propter me. Por tanto, amo al prójimo como a mí mismo, esto es, del mismo modo que a mí mismo, cuando quiero el bien para él por causa de él mismo, no porque para mí sea esto útil o deleitable» (In Ep. ad Gal. V, 3).

El amor de benevolencia es, en definitiva, el resultado de fundirse la «complacencia en el bien», complacentia boni, y el «querer el bien para alguien», velle bonum alicui; es decir, la coadaptación del bien querido al término cui, al «para quien» del acto amoroso. Con ello se constituye en la realidad del mundo y del hombre un orden nuevo y transintelectual, el orden de la vinculación afectiva y efectiva con lo real; más exactamente, el orden amoroso u ordo amoris de la existencia humana.

Pero, ¿es verdaderamente posible amar el bien de otro? Y si tal amor es una acción posible, ¿cómo llega a ser una acción real? Surge así con toda explicitud el problema del amor de benevolencia a otro.



2.- Para el optimismo metafísico y cristiano de Santo Tomás, y dentro del orden ontológico en que su mente quiere en primer término moverse, la condición necesaria y suficiente del amor de benevolencia a otro es la similitudo o semejanza entre el amante y el amado. En cuanto que poseen una y la misma forma sustancial -la forma común que, precisamente por serlo, les imprime su comunidad y les permite su comunicación-, los semejantes «son de algún modo una sola cosa, unum, en esa forma» (I-II, q.27 a.3). Así es como en la mente de Tomás de Aquino se articulan el qué de cada hombre (lo que él es por razón de su forma y su naturaleza) y su quién (la persona que él es, el «supuesto» personal de esa forma, aquello por lo cual cada hombre es como personalmente es y actúa como libremente actúa). ¿Qué es esto, cabe preguntarse: una cristianización del pensamiento griego o una helenización del pensamiento cristiano?

En cierto modo, el amor a otro es, pues, amor a uno mismo. Para un sujeto creado, y tal es el caso del hombre, velle bonum alicui, «querer el bien para alguien» significa en último extremo tender hacia la propia perfección, querer el bien para sí mismo, un «sí mismo» multiplicado en su realización formal y natural por tantos cuantos términos formal y naturalmente semejantes tenga este sujeto. El amor de sí, el recto amor de sí -el amor del phílautos a su autós, diría Aristóteles- comporta naturalmente el amor al semejante. La similitud, la convenientia en la forma, es por sí misma causa de amor, tanto de concupiscencia (amar al otro en cuanto que bien real) como de benevolencia (amar para otro lo que para él sea un bien). Lo cual equivale a decir que cuando se halla rectamente ordenado, el amor de uno a sí mismo implica un amor a todos los hombres, aun cuando las relaciones de familia o de grupo social introduzcan, claro está, diferencias de grado y de modo en la realidad concreta de este amor universal.

Y tal amor, ¿qué viene en definitiva a ser, sino amor de la parte por el todo? Según el sentido más literal y directo de los términos, en él hay «co-participación» (la común participación de los que se aman en un mismo principio formal) y «con-veniencia» (el hecho de que las partes convengan en algo, de que se encuentren y reúnan, viniendo hacia ello, en ese «algo» en que convienen). Lo cual, en el caso del hombre, da lugar a un «todo» cualitativamente nuevo, un «todo de orden», en cuya estructura se aúnan la distinción sustancial, porque cada hombre es una substantia personalis, y la comunidad o comunicación natural y ontológica, la communicatio in forma. Pues bien: sólo el todo, y precisamente en cuanto que tal todo, puede ser perfecto. La parte -en este caso, cada uno de los hombres- sólo podría alcanzar su respectiva perfección proporcionándose al todo, ajustándose a ser en él lo que por su naturaleza, su actividad y su vocación deba en él ser.

Apliquemos ahora al todo de los hombres -a la humanidad, al género humano- la precedente distinción entre los dos modos del amor. ¿Qué resultará? Esto: que la humanidad en cuanto tal puede y debe ser amada con amor de concupiscencia (el todo de los hombres como «bien útil» o como «bien agradable»: las ventajas que pueda proporcionarme o proporcionar a otro el conjunto de los humanos o la grandeza y la hermosura del espectáculo de la historia universal) y con amor de benevolencia (la perfección del todo de los hombres como «bien común»: el hecho de que sea atribuida a la humanidad entera la ciencia, la belleza o la bondad que alguna de sus partes pueda por sí misma crear). Dentro de esta grandiosa y generosa concepción de Santo Tomás, el amor al otro vendría a ordenarse en tres círculos concéntricos: el privado (mi amor a los que inmediatamente me rodean), el social (mi amor a la societas humana, a la humanidad, tanto en su integridad como en los distintos grupos que la forman) y el creacional (mi amor a la creación entera). Y en lo que de propiamente interhumano tiene el amor de los hombres, otros tres serían, a su vez, sus términos y sus modos: el amor de sí, el amor al conjunto de todos los hombres y el amor a cada uno de los que componen ese conjunto, distinto según sea su individual relación con el que les ama.

Sólo ahora podemos preguntarnos por lo que la amistad stricto sensu es en el pensamiento de Santo Tomás.






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II.- Más precisamente enunciado, nuestro actual tema es el paso del amor «in genere» a la verdadera amistad, tal y como Santo Tomás lo entiende.

En un sentido riguroso y estricto, ¿qué es la amistad? Amándome a mí mismo, yo amo con amor de benevolencia -más exactamente, yo debo amar con tal amor- a todos los miembros del todo de que soy parte. Mas también las restantes partes de ese todo, los demás hombres, pueden querer y quieren de hecho su propio bien como yo quiero el mío; y mutatis mutandis, por las mismas razones que yo. Por tanto, se aman, aman y me aman. ¿Cómo acontece esto dentro de la realidad empírica de nuestra vida?

Hay casos y ocasiones -indudablemente, la gran mayoría de ellos- en que este recíproco amor queda desconocido, latente; o en que, más aún, no pasa de ser mera potencia. Entonces no hay amistad propiamente dicha, porque la benevolencia en cuanto tal -la eúnoia de la doctrina aristotélica- es principio de amistad, pero no amistad real y verdadera: «[...] pertenece a la razón de la amistad que esta no quede oculta», dice más de una vez Santo Tomás (In Ioan. XIII, 7; IX Ethic. V). Uno no puede menos de preguntarse: ¿cuál será, si en realidad tiene alguno, el destino de los amores y las amistades que por no haberse manifestado no han llegado a constituirse plenamente como tales? «Acaso esta mina secreta de los amores no declarados sea la gran reserva de la nobleza del mundo», he escrito yo mismo en otra parte.

Mas cuando dos amores de benevolencia recíprocos se encuentran, toman clara conciencia de su respectiva existencia y de su real reciprocidad y la aceptan con voluntad activa -esto es, cuando por obra de tal voluntad la benevolencia se convierte en beneficencia, la eúnoia en euérgeia, diría Aristóteles-, entonces se funden entre sí y nace una genuina amistad entre dos personas. Similitud y comunidad ontológicas, conocimiento efectivo de ellas, aceptación benevolente de su realidad, ejecución de obras en que esa benevolencia se afirme y manifieste, unión real, bien que esa unión no sea más que afectiva, porque cada persona conserva en todo momento su propia sustancialidad; he aquí los términos a través de los cuales una verdadera amistad se constituye. La amistad, en suma, es un amor de benevolencia recíproco fundado sobre una comunicación social y efectivamente realizado en tal comunicación. Con ella alcanzaría su modo efectivo y supremo el amor humano, en tanto que humano.

Tres niveles, por tanto, en la realidad de la vinculación amistosa desde el punto de vista de la communicatio -el término latino con que es vertida la aristotélica koinônía- que en ella se establece: uno ontológico, tocante a la forma sustancial de los amigos (communicatio in forma); otro psicológico, aquel en el cual la amistad verdaderamente se realiza (communicatio affectiva); otro, en fin, social, relativo al medio de que nace la amistad y que de ella resulta (communicatio socialis). Tres modos, por otra parte, en la unión amorosa que es la amistad: la unión que procede de la semejanza en la forma sustancial, y por tanto en la naturaleza de los amigos (unio similitudinis), la engendrada por la fusión afectiva de las almas (unio affectiva) y la que establecen las obras en que la benevolencia se realiza (unio realis seu effectiva). Según el pensamiento de Santo Tomás tal es, en muy apretado esquema, la estructura de la vinculación amistosa.

Dos palabras más acerca de la relación entre la «comunicación social» y la amistad. Dentro de la doctrina tomista, no es la sociedad la que produce la amistad, aunque algo tenga que ver con su determinación; cabría más bien decir que, para Santo Tomás, es la amistad la que causa la sociedad. En cuanto que resultado de una suerte de «amistad» inconsciente y previa -esa que constituyen, mezclándose entre sí, las vinculaciones biológicas y las convenciones y costumbres colectivas-, el cuerpo social da fundamento a la amistad, le concede suelo y mantillo; y la amistad, lazo perteneciente a la vida «humana» del hombre -a los actos y hábitos que la psicología escolástica da, con entero rigor técnico, nombre de «humanos»-, reobra sobre aquel, le perfecciona y le eleva a la condición de «sociedad» propiamente dicha. Lo cual pone ante nosotros otro problema, el concerniente a los diversos modos de la amistad y a la expresión psicológica y social de esta.



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