Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo

III.- Estudiemos, pues, la actitud intelectual de Santo Tomás ante esta nueva cuestión: los modos y la expresión de la amistad.

1.- La relación amistosa adopta en su realidad distintos modos, según el tipo de sociedad que ella constituye y según el objeto a que ella aspira. Vamos a examinarlos sumariamente.

a) Como el amor, la amistad tiene para Santo Tomás una diversidad analógica, y así nos lo hace ver una consideración de ella según los distintos grupos en que cobra realidad concreta y los que de hecho constituye. Hay así un grado mínimo y elemental de la amistad en la sociedad universal, esa a que Aristóteles se refería afirmando que los viajes hacen ver cómo el hombre es familiar y amigo para el hombre. Viene luego otro grado más intenso, el que se constituye dentro de la sociedad política; por ejemplo, el existente entre los franceses o entre los españoles -el que entre estos debiera existir, para hablar con mayor propiedad-, o entre los catalanes, los gallegos o los vascos, o entre los sicilianos o los escoceses. Dentro de las sociedades políticas, los grupos familiares, las agrupaciones formadas para la consecución de fines útiles (las sociedades mercantiles, por ejemplo) y las que por su parte establecen la profesión o una determinada situación ocasional (ejército, trabajadores de una misma obra, pasajeros de una misma nave, etcétera) dan lugar a vinculaciones amistosas todavía más firmes y hondas. Pero los grupos humanos real y verdaderamente amistosos son los que tienen su principio constitutivo en la amistad privada o amistad stricto sensu, la societas amicorum, según la terminología de Santo Tomás. Y dentro de ella, por fin, el pequeño, mínimo círculo de las amistades íntimas; mínimo, porque tales amistades, que cuando existen son signo de perfección, no pueden ser sino muy escasas en número. Así lo había enseñado Aristóteles, y de él lo toma expresamente Tomás de Aquino (IX Ethic. I).

El recto ejercicio de una amistad íntima distingue moralmente a su titular; la línea histórica que jalonan los nombres de Aristóteles, Panecio, Cicerón y Aelred es paladinamente continuada por Santo Tomás. Pero en algo tan importante como la mutua relación entre el amor in genere y la amistad va a apartarse palmariamente el filósofo de Aquino del filósofo de Estagira. Para Aristóteles, recuérdese, el érôs es una hyperbolê, una exageración de la philía; para Santo Tomás, en cambio, la verdadera amistad (amicitia) es el resultado de una intensificación del amor: «[...] consiste la amistad perfecta -dice taxativamente- en cierta superabundancia del amor, in quadam superabundantia amoris, la cual no puede observarse sino cuando se halla dirigida hacia un solo hombre o hacia muy pocos» (IX Ethic., XII). Importante y significativa discrepancia entre el cristiano medieval y el heleno antiguo, cuya mente, lo subrayaré de nuevo, no podía ser ajena en este orden de cosas a la vigencia de la homosexualidad viril en la Grecia clásica. Pero el hecho de que tal discrepancia en la mutua relación de la amistad y el amor natural in genere presuponga que ambos son distintos términos intensivos de una misma realidad, ¿no deberá hacernos pensar que el pensamiento de Santo Tomás, no obstante ser tan explícita y vehementemente cristiano, se halla demasiado «naturalizado» bajo el peso de la filosofía griega y aristotélica? Pronto reaparecerá ante nosotros tan importante tema.

Grados en la amistad según el tipo de sociedad por ella constituido; grados, por tanto, en la benevolencia y en la beneficencia que dan a la amistad su consistencia psicológica y social. Dos extremos a este respecto: la vida social y la amistad íntima. En aquélla, el término de la benevolencia y la beneficencia es el bien común, y la amistad tiene que ser a la vez más extensa y más tenue. En esta otra, la benevolencia y la beneficencia tienen su término en el bien de pocos -de sólo dos hombres, cuando la intimidad llega a su ápice-, y pueden alcanzar su intensidad máxima. «Cuando se hace el bien a un amigo íntimo -dice el P. Philippe, comentando a Santo Tomás-, es en verdad como si uno se lo hiciese a sí mismo; la operación por la cual se actúa sobre él es de tal modo semejante a las suyas, se adapta tan íntimamente a él, que a juzgar por el efecto se la creería salida de él mismo. Es cierto que no se puede penetrar en la voluntad misma del amigo y concurrir con él en la producción del acto, obrar eficazmente sobre él; pero en la amistad íntima se llega verdaderamente hasta el límite; se propone el objeto con tal conocimiento del amigo, que su propia inteligencia apenas lo propondría mejor a la moción de su voluntad. Sólo Dios podrá ir más lejos y mover la voluntad misma desde dentro de ella, interius inclinando».

Entre la vida social del conjunto de los hombres y la amistad verdaderamente íntima, los varios grados antes indicados. Todos ellos son necesarios para que se desarrollen al máximo las virtualidades de la naturaleza humana. Sin la existencia de amistades íntimas, la sociedad política sería fría y mecánica; en cierto modo, inhumana. «La sociedad, esa gran desalmada», escribirá magistralmente Ortega. Sin la implantación de esas amistades en una sociedad política, la naturaleza del hombre no podría desarrollarse adecuadamente. Por eso dice Santo Tomás que «en la sociedad humana es máximamente necesario que haya amistad entre muchos» (III Contra Gent. 125).



b) Junto a los modos de la amistad dependientes del tipo de societas que ella constituye, y por tanto del grado de communicatio entre los amigos, hállanse los que dependen del objeto -más precisamente, del bien- a cuya posesión ella aspira. Frente a tal problema, Santo Tomás sigue fielmente la clasificación de Aristóteles.

Existe en primer término la amistad en que se aspira a la consecución de un bien temporal cualquiera, el bienestar, el dinero, el progreso, etc.: es la amistad útil. En ella se ama al amigo con amor de concupiscencia, en cuanto dispensador del bien útil que posee; así son amados el santo, el maestro y el benefactor. La benevolencia, por tanto, queda limitada a uno mismo: la propia persona es entonces el término cui del amor.

Al lado de la amistad útil debe ponerse la amistad deleitable, aquella en la cual es un goce el bien que se trata de conseguir; goce que puede ser meramente sensible, de la vista o del tacto, por ejemplo, manifiestamente espiritual, como la alegría o la fruición intelectual o estética, o mixto, esto es, sensible y espiritual a la vez, de acuerdo con lo que en sí misma es la compleja realidad de la naturaleza humana. No deja de ser curioso el elogio que Santo Tomás hace de los placeres del tacto: «La delectación, y sobre todo (maxime) la que se obtiene mediante el tacto -escribe-, es causa de amistad deleitable por razón del fin» (II-I, q.31 a.6). ¿En qué clase de experiencias táctiles productoras de amistad estaría pensando el bonísimo y castísimo Tomás de Aquino cuando escribió esa sentencia? Nunca podrá saberse.

Obsérvese que tanto la amistad útil como la deleitable son con frecuencia especificadas por bienes sensibles, y por tanto no comunicables. En efecto: cuando el bien por mí obtenido es sensible, la utilidad y el goce que de mi amigo recibo es sólo para mí, no puedo compartirlos con nadie. Más aún: lo que de esos bienes, en el caso de la amistad útil, da el amigo -dinero, un objeto material cualquiera-, lo pierde de su haber, y en esa medida queda él empobrecido.

No acontece así cuando el bien de que se trata es espiritual: la virtud, la ciencia, el goce anímico de la belleza. Por su propia naturaleza, tales bienes pueden ser comunes a muchos hombres. Más aún cabe decir: que al ser comunicados se acrecen o intensifican. Nadie ha sabido expresarlo tan clara y bellamente como Shakespeare, a través de Julieta. Esta se compara a sí misma con un mar sin fondo, y añade:


Esta es también la hondura de mi amor:
que cuanto más le doy, tanto más tengo.



Aparece así ante nosotros un nuevo modo de la amistad, el más perfecto, el supremo: la amistad honesta, que así llama Santo Tomás a la teleía philía de Aristóteles. Cuando queremos para otro la felicidad, la virtud o la ciencia, y cuando hacemos a otros partícipes de nuestra felicidad o de nuestro saber, en la medida en que los poseamos -que de uno u otro modo se realiza la amistad honesta-, tal acción no nos priva de nada; más aún, la comunicación del bien espiritual, acabo de indicarlo, hace a este más intenso. Amistad «por causa de la virtud» (propter virtutem), amistad primo et per se, llama también Santo Tomás a este óptimo modo de la relación amistosa.

La amistad va a realizar ahora lo inaudito, lo que físicamente parecería imposible: convertir dos en uno, hacer ex duobus unum (III Contra Gent. 158). La «fuerza unitiva» que es el amor (In Div. Nom. IV, 9) logra entonces su máxima eficacia en el orden de la realidad humana. No se trata, claro está, de una identificación o fusión quoad substantiam; pero sin pérdida de la distinción sustancial o personal se produce en tal caso una real unificación per affectum, una communicatio in vita (II-II, q.25 a.3) o íntima compenetración entre las dos vidas. El bien así logrado no es un «bien común», como en el caso de la amistad social, sino un verdadero «bien único»; y no es unión lo que entonces se produce, sino -sólo en el orden afectivo del ser humano, lo repito- verdadera unidad.





2.- Hemos de examinar ahora la expresión de la amistad, cuando esta es verdadera, en la realidad visible e invisible de quienes en sí la sienten y desde sí la practican. Además de ser benevolencia y beneficencia, ¿qué hace la amistad en el ser de los amigos? En el orden afectivo y en el efectivo, ¿en qué consiste esa communicatio in vita? Espigando y componiendo textos de Santo Tomás, voy a distinguir en la respuesta cuatro puntos:

  1. Cuando se hace intensa, la comunicación vital de la amistad produce cierto quebranto en el orden natural de la existencia humana; quebranto cuya forma genérica es un éxtasis, un «salir de sí»: «Tal amor produce éxtasis, porque pone al amante fuera de sí» (In Div. Nom. IV, 10, y I-II, q.28 a.3); «Se dice entonces que el amor produce y hace hervir, fervere, el éxtasis» (III Sent. d.27 q.1 a.1); «El rapto añade algo por encima del éxtasis..., cierta violencia» (II-II q.75 a.2).
  2. El amado se mete afectiva y poderosamente en el seno de la realidad del que le ama: «El amado penetra en el amante, llegando hasta lo que es interior en él; y esta es la razón por la cual se dice que el amor hiere y que traspasa el hígado, quod transfigit iecur» (III Sent. d.27 q.1 a.1). Curiosa y nada aristotélica perduración de la doctrina de la primacía del hígado en la actividad psicosomática del hombre.
  3. De todo lo cual resulta la fusión, la unión por el amor. Un solo aliento parece haber entre los que se aman: «Decimos que dos hombres se aman entre sí y viven concordes y como animados por un mismo hálito, como decimos que es uno su corazón y una su alma» (I Sent. d.10 q.1 a.4); «Es propio de los amigos -léese en otros textos- el querer y el no querer las mismas cosas, y alegrarse y dolerse con lo mismo» (Contra Gent. 151; I-II, q.28 a.2). En esto precisamente consiste la verdadera concordia. No es difícil percibir en el fondo de estas palabras el synkhaírein y el sympáskhein, la congratulación y la compasión, de la primera epístola de San Pablo a los corintios. Lo cual no sería posible sin una como «liquefacción» de ambas personalidades (III Sent. d.27 q.1 a.l y I-II q.28 a.5) y sin cierta mutua inhaesio, sin algún paso de la una a la otra (I-II q.28 a.2). Violencia, herida, derretimiento, fusión afectiva por obra del amor cuando, aun no siendo este sino lo que habitualmente llamamos amistad, se hace suficientemente intenso. ¿Quién habla así, cabe preguntarse: Santo Tomás de Aquino, Abelardo o Shelley?...
    Mil veces ha sido repetida la distinción de Rousselot entre «amor natural» (aquel en que el amante sigue su pondus naturae, según uno de los fines que a esa naturaleza convienen) y el «amor extático» (aquel en que el amante sale de algún modo de los límites y los fines de su naturaleza propia; tal, el amor místico). No parece ilícito afirmar que con su visión del amor humano -el cual, no lo olvidemos, alcanza «superabundancia» en la amistad- Santo Tomás trasciende y unifica esa clásica contraposición.
  4. Realizándose en obras -pasando, por tanto, del orden afectivo al orden efectivo, de la benevolencia mutuamente consentida a la mutua y eficaz beneficencia-, la amistad se manifiesta ante todo como identidad de bienes, porque entre verdaderos amigos no hay el «mío» y el «tuyo», y como leal y abierta comunicación de los secretos del corazón; esto es, como confidencia. Por lo que a esta última atañe, he aquí dos significativos textos de nuestro autor: «Es cosa propia de la amistad que el amigo le revele al amigo sus secretos... Pues no parece que haya salido del propio corazón lo que se le revela al amigo» (IV Contra Gent. 21); «Es verdadero signo de amistad que el amigo revele a su amigo los secretos de su corazón. Porque como los amigos tienen un solo corazón y una sola alma, no parece que el amigo ponga fuera de su corazón lo que revela al amigo» (In Ioan. XV, 3). Mucho debió de ser el valor de la confidencia para el pensador y el hombre Tomás de Aquino, cuando en dos lugares tan distintos de su obra la pondera con las mismas palabras. Lo cual, naturalmente, no supone que en la intimidad y en la confidencia no haya modos y grados, según la proximidad del amigo en que una y otra tienen su término.





ArribaAbajo

IV.- Queda por tratar un problema que ante el cristiano y teólogo Tomás de Aquino no podía dejar de plantearse: el de la relación entre la amistad y la caridad.

Dentro de tal contexto, ¿qué es la amistad para nuestro autor? He aquí los diversos puntos de la respuesta:

1.- La amistad no es una virtud, en el sentido técnico de esta palabra. Aristóteles comienza su descripción de la amistad en la Ética a Nicómaco diciendo que es arete, «virtud». Bien a su pesar, me atrevo a decir, porque los textos anteriores transcritos muestran muy a las claras la enorme importancia que en su mente y en su corazón tenía la amistad, Santo Tomás, tras alguna significativa vacilación, se aparta aquí de su máximo guía intelectual. No, la amistad no es virtud. Es cierto que una cierta amistad, la affabilitas -la afable civilidad en la conducta- es parte integral de la virtud de la justicia; pero este hábito del alma, que por sí mismo no implica amor, no es amistad en sentido estricto. La amistad es, sí, consecuencia inmediata de la virtud, consequens virtutem, pero no es virtud. Como tampoco lo es el amor in genere; el cual consiste en una inclinación de la naturaleza humana y aún de la naturaleza universal, en un ontológico pondus naturae, y no debe ser llamado «virtud».



2.- La amistad es, por supuesto, un bonum, un bien en cuya fruición es posible distinguir los dos modos cardinales que ya conocemos: la concupiscencia, en la cual se goza del bien apetecido por causa del bien mismo, y la benevolencia, en la que de ese bien se disfruta ex consequenti, como secuela de su recepción por la persona del amigo y de la perfección que a este lleva. El amor de concupiscencia dispone in ordine generationis al de benevolencia, y este lo produce ex consequenti, como un resultado consecutivo a su existencia en el alma. De ser «causa dispositiva» ha pasado a ser «efecto».



3.- La amistad natural es consecuencia de la virtud, aunque ella misma no lo sea. Ahora bien: practicada cristianamente y entre cristianos la amistad honesta, ¿será por sí misma verdadera caridad, en el sentido teologal del término, y por tanto amor sobrenatural? Santo Tomás lo niega y Suárez lo afirma. Otros autores -Vázquez, Lessio, Ripalda, Billot- admitirán, siguiendo a San Buenaventura y a Durando, la existencia de una virtud infusa de amistad. Dejemos el pleito a los teólogos. Yo debo conformarme aquí transcribiendo un texto y un concepto de Santo Tomás. El texto, a mi entender convincente, dice así: «La razón de amar al prójimo con amor de caridad es Dios. El amor al amigo puede tener alguna razón distinta de Dios, pero sólo Dios puede ser la razón del amor al enemigo» (II-II, q.27 a.7). Si la amistad honesta entre cristianos puede ser un hábito teologal, no lo es, sin duda, del mismo modo que la virtud teologal de la caridad. Pero si la amistad no es caridad, sí es, en cambio -he aquí el concepto a que me refería-, una «consecuencia imperada» de ella. El alma caritativa no puede no ser ex consequenti alma amistosa; y así, aunque el relato evangélico no diga nada acerca de ello, el Samaritano tuvo que separarse del herido siendo en alguna medida amigo suyo.



4.- Según todo lo dicho, ¿cuáles serán para Santo Tomás, en tanto que teólogo cristiano, el último valor y el sentido último de la amistad? Con otras palabras: ¿qué papel desempeña la amistad respecto de lo que para el cristiano debe ser su último fin, la bienaventuranza eterna?

En la cuestión: «Si para la bienaventuranza eterna se requiere la sociedad de los amigos»: el teólogo responde así: «Si hablamos de la felicidad en la vida presente, es preciso decir, con el filósofo (Aristóteles), que el hombre feliz tiene necesidad de los amigos, felix indiget amicis; no para su utilidad, puesto que se basta a sí mismo, y tampoco para su deleite, puesto que en la práctica de su virtud encuentra un gozo perfecto; pero tiene necesidad de los amigos en vista del bien obrar, es decir, a fin de hacerles el bien, de complacerse viéndoles hacer el bien y de ser ayudado por ellos en el hacimiento del bien. Porque el hombre tiene necesidad de sus amigos para bien obrar, así en las obras de la vida activa como en las obras de la vida contemplativa»21. Si hablamos, en cambio, de la felicidad perfecta en el cielo, in patria, la compañía de los amigos no es necesariamente requerida, puesto que el hombre encuentra en Dios la plenitud de su perfección; pero algo hace ciertamente esa compañía -añade el goloso de la amistad honesta que como hombre y como cristiano fue Tomás de Aquino- «ad bene esse beatitudinis» (I-II, q.4 a.8). Esto es: algo hacen -o harán- los amigos para una mejor realización de la bienaventuranza eterna; para el «bien estar» de ella, para su buena compostura, podríamos decir, dando forma castellana y coloquial al texto de Santo Tomás.

Los verdaderos amigos harán que la bienaventuranza eterna posea un último toque de buena compostura, un final aderezo. Es imposible no recordar la más ingenua, encantadora versión que de ese mismo sentir dará, ya iniciado el mundo moderno, nuestro fray Luis de Granada: «Pues si la compañía y comunicación de los buenos es tan dulce y amigable, ¿qué será tratar allí con tantos buenos, hablar con los apóstoles, conversar con los profetas, comunicar con los mártires, y finalmente con todos los escogidos?... ¿Qué alegría será entonces para las ánimas de los justos ver del todo ya cumplido su deseo, y verse juntos los hermanos, tan queridos y amados, al cabo de tan largo destierro?». Para este otro dominico, la bienaventuranza eterna sería algo así como una gozosa e interminable tertulia en Dios y en torno a Dios.






ArribaAbajo

V.- Así concibe Santo Tomás la amistad. Más precisamente: así heleniza la idea cristiana de ella. ¿Quién podrá discutir la grandeza y la delicadeza de su construcción? Pero tampoco es posible eludir, a manera de corolario crítico, dos cuestiones complementarias:

  1. Si frente al hecho de la relación amistosa se agotan, con lo que acerca de ella dijeron los griegos y hace suyo Santo Tomás, las posibilidades de la razón natural.
  2. Si con lo dicho por Santo Tomás acerca de la amistad se agotan las posibilidades de la razón cristiana, así en el orden teologal como en el orden intramundano de nuestra humana realidad. Más aún: cabe preguntarse, por escandaloso que esto parezca a muchos, si la mente de Santo Tomás no habrá olvidado o preterido, al helenizarse, alguna de las más esenciales exigencias de la visión cristiana de la realidad en general y de la realidad humana en particular. Volvamos al problema de la relación entre el amor in genere y la amistad. Para Aristóteles, aquel sería una hipérbole de esta; para Santo Tomás, esta es una superabundancia de aquel. Pues bien: un examen fino y profundo de aquello en que la amistad tiene su realización y su expresión más propias, la confidencia, ¿no exigirá apartarse por igual de la concepción aristotélica y de la tomista, ambas basadas sobre la idea de una continuidad cualitativa entre el pondus naturae que según ellas es el amor y el acto de libertad de que nace la revelación al amigo de los secretos de la propia intimidad?

Dos cuestiones igualmente ineludibles, tocante la una a la razón natural y relativa la otra a la razón cristiana. Las páginas subsiguientes harán patente la respuesta que a una y a otra ha dado la ulterior historia del pensamiento acerca de la amistad y mostrarán -muy modesta y osadamente- mi propia respuesta.






ArribaAbajoCapítulo VI

La amistad en el mundo moderno: Kant


Después de la Edad Media, el mundo moderno; y con él, las considerables novedades en orden a la visión intelectual de la amistad que vamos a contemplar en este capítulo y en el siguiente. No por azar es la figura de Kant el hito que separa uno de otro. Mas para estudiar con algún fundamento la innovadora actitud del gran filósofo ante nuestro tema, es preciso examinar, siquiera sea muy sumariamente, los rasgos fundamentales de la vida histórica de Occidente durante los siglos que ya es tópico llamar «modernos».


ArribaAbajo

I.- Desde que en la Baja Edad Media se inicia hasta que a comienzos del siglo XX entra en crisis, ¿cuál es la estructura del mundo moderno y cómo dentro de cada uno de los momentos que la integran ha sido concebida la amistad? Tales momentos son, a mi modo de ver, los cuatro siguientes: la prosecución, bajo forma de «catolicismo moderno» -el catolicismo de Suárez, Molina, Charron, Descartes, Malebranche, Pascal, Bossuet y Fénelon-, del cristianismo medieval; la aparición, difusión y consolidación de la Reforma protestante, a través de sus distintas orientaciones doctrinales; la secularización de la existencia en forma deísta, agnóstica o resueltamente atea, y la creciente importancia de la ciencia en la vida humana; el consecutivo pluralismo religioso de la sociedad y, como efecto suyo, la paulatina instauración de un Estado racionalmente constituido y confesionalmente neutro, el llamado «Estado moderno».

1.- No tengo noticia de que haya sido metódicamente estudiada la relación entre la mentalidad protestante y la concepción teórica de la amistad. Me atrevo a pensar, sin embargo, que con su idea acerca de la radical corrupción de la naturaleza humana por obra del pecado original, la Reforma nació con una grave suspicacia religiosa respecto de las amistades terrenales; bien significativa a tal respecto es una carta de Lutero a Christof Scheuerl (Enders Br. I, 82), en la que aquel aconseja a este poner la confianza sólo en Cristo, porque Cristo es el «único verdadero amigo» del hombre. En cualquier caso, parece evidente que al hacerse el protestantismo primero pietista y luego liberal, cambió no poco esta inicial y áspera actitud suya ante la relación amistosa: testimonio supremo, la obra de Kant.



2.- El catolicismo moderno -quiero decir, el pensamiento expresa y formalmente católico entre los siglos XV y XIX- no ha dicho acerca de la amistad humana nada que en importancia y sutileza sea comparable a lo que sobre ella había dicho en el siglo XIII Santo Tomás de Aquino. No obstante lo cual, alguna reflexión fina y valiosa en torno a la relación de amistad puede encontrarse en los autores católicos que durante esos siglos consideran teorética o ascéticamente la vida del hombre; así, entre otros, Malebranche, Pascal, Fénelon o San Francisco de Sales. O bien, ya en un orden puramente literario, los grandes dramaturgos españoles y franceses. Y antes que ellos Petrarca, en cuyos reiterados elogios de la amistad se mezcla con reminiscencias ciceronianas y actitudes expresamente religiosas una inclinación hacia la vida secular que desde la Edad Media está preludiando el Renacimiento, y Erasmo, religioso, sin duda, en la raíz de su pensamiento, aunque los «puros y duros» de la teología y la ascética católicas juzgasen demasiado inquietante o resueltamente peligroso el pensamiento del gran humanista de Rotterdam. Para los fines y los alcances de este libro, al que yo quisiera ver enteramente exento de ese ennui de tout dire que tantas veces producen en sus lectores los fanáticos de la erudición, basta, creo, la escueta mención de autores que acabo de hacer.



3.- Mucho más importante para nosotros es la influencia de la secularización de la vida. Ahora bien, la palabra «secularización» puede ser entendida de varios modos, entre los cuales dos me parecen ser los más importantes, en relación con nuestro tema:

  1. El sentido fuerte del término: la secularización de la existencia como atenimiento exclusivo del hombre a las puras posibilidades de su razón natural en la doble tarea de entender la realidad y hacer su vida; y, por consiguiente, el resuelto y permanente propósito de no admitir, en la ejecución de esa doble faena, nada que sea o pretenda ser sobrehumano o sobrenatural. Desde el filo entre los siglos XVII y XVIII hasta hoy mismo, así se han conducido sucesivamente los libertinos o librepensadores, los deístas, los agnósticos y los formalmente ateos, cualquiera que haya sido la forma de su ateísmo.
  2. El sentido mitigado del término: la secularización de quienes creyendo con mayor o menor firmeza en la realidad de un Dios personal -haya sido entendido este a la manera católica o a la manera protestante-, han hecho su vida en el mundo partiéndola más o menos tajantemente en dos porciones bien distintas entre sí: una en la que esa vida manifiesta su condición creyente y religiosa (asistencia al templo, situaciones-límite de la existencia, tales como el riesgo de muerte y la aflicción o la felicidad extremas), y otra en la que su vivir en nada se distingue, o sólo en la posesión de cierto tácito y último sentido trascendente, del que con su total secularización han ido paulatinamente imprimiendo en la vida social los grupos humanos real y verdaderamente secularizados. «Il faut laisser l'oratoire à côté du laboratoire», ha dicho por todos ellos, hace algunos decenios, el biólogo francés Tzank. En el orden de la ciencia, en el de la actividad profesional o en el de la industria o los negocios, millones y millones de hombres han vivido y siguen viviendo así en Europa y América, a partir de los años centrales del siglo XVIII.

Ahora bien: entendida conforme a uno u otro de estos dos sentidos, pero sobre todo según el primero, en la secularización moderna de la existencia deben ser distinguidas ahora dos etapas históricas netamente distintas entre sí. En la primera de ellas, la noción de persona -la idea de que en la realidad del hombre, de cada hombre, hay algo rigurosamente individuante e intransferible, que de algún modo trasciende cualitativa y ontológicamente la naturaleza cósmica- perdura con explicitud y eficacia dentro del pensamiento filosófico. Así acontece hasta Kant y Fichte, y esta es la razón por la cual constituye un decisivo hito histórico la doctrina de aquel acerca de la amistad. En la segunda de esas dos etapas, sus pensadores más representativos, bien que de modos harto diversos entre sí, desconocen o niegan la noción de persona en la consideración filosófica de la realidad humana. Tal noción naufraga en el idealismo alemán posterior a Fichte (Hegel, Schelling) y desaparece por completo en la antropología crasamente naturalista del siglo XIX, bien en la forma positivista de tal naturalismo, a partir de Augusto Comte, bien en su versión materialista, a partir de Feuerbach, Vogt, Moleschott y Marx. Pronto veremos cómo la existencia de estas dos etapas en la historia del pensamiento antropológico de Occidente va a ser, respecto a la idea de la amistad, rigurosamente decisiva.



4.- ¿Qué novedades trajo a esta idea la primera de las dos etapas de la secularización que acabo de nombrar? Verdaderos tratados sobre la amistad son, durante ella, el libro Friendship, del inglés Jeremy Taylor (1657), el Traité de l'amitié de Louis de Sacy (1703), uno mucho más breve de la Marquesa de Lambert (1736) y otro anónimo, probablemente compuesto por cierta Mme. d'Arconville, cuya segunda edición es de 1764. Pero el tema aparece con frecuencia en las obras de los poetas, ensayistas y moralistas, desde Montaigne hasta la pléyade de los que en los siglos XVII y XVIII ilustran las letras europeas, muy singularmente las francesas e inglesas. No olvidemos, dentro de esa constelación, la importancia de la amistad en la vida y en los versos de nuestros dieciochescos Batilos, Jovinos y Moratines.

No puedo entregarme ahora a una exposición detenida de obras pseudosistemáticas y fragmentos literarios en que la ingeniosidad se mezcla con el tópico y muy raramente llega a ser pensamiento riguroso o sentencia profunda. Aquel a quien interese el tema, vea las antologías que más de una vez le han sido consagradas. Yo quiero limitarme aquí a glosar una frase de Montaigne y un par de textos de Voltaire.

Entre la Edad Media y Kant, tal vez las más famosas páginas dedicadas a la amistad sean las que Montaigne compuso en recuerdo de La Boétie, su entrañable amigo. Los especialistas en Montaigne enseñan que, para escribir acerca de la relación amistosa, el gran ensayista bórdeles bebió ante todo en la tópica fuente de Cicerón. Ahora bien: en medio de ese cañamazo de pensamientos más o menos ciceronianos brilla la célebre frase -no hay francés culto que no la sepa de memoria- en que su autor declara lapidariamente la razón principal de su amistad con el poeta muerto: «Parce que c'estait luy, parce que c'estait moy»; «porque él era él, porque yo era yo». A mi modo de ver, con tal frase comienza a perfilarse la actitud «moderna» frente a la amistad. Es verdad que, en el rigor de los términos, la sentencia es incompleta, puesto que para expresar íntegramente su pensamiento y para servir con eficacia a la elaboración de una teoría general de la amistad, Montaigne debería haber dicho esto: «Porque él era él, porque yo era yo y porque él y yo éramos nosotros». Pero justamente su condición de sentencia incompleta presta más vigor a lo que en ella es nuevo: la afirmación de que la verdadera amistad tiene que fundarse sobre la personalidad propia de cada uno de los amigos; si se quiere, sobre el carácter personal de cada uno; entendiendo ahora «carácter», no en el sentido del êthos de la Ética a Nicómaco -el carácter como modo de ser del hombre que por su virtud puede ser amigo-, sino en el sentido moderno del término: la firme y bien recortada concreción psicológica y moral de una persona singular, en cuya virtud esta se presenta y conduce en el mundo como por sí y en sí misma es. Tengamos desde ahora presente esta feliz y famosa expresión de uno de los grandes iniciadores de la modernidad22.

Voltaire, que una vez define la amistad, muy en la línea de Aristóteles, Panecio y Cicerón, como «un matrimonio anímico entre dos hombres virtuosos», y que en otra ocasión la defiende con aguda viveza contra el menosprecio que de ella había hecho Helvetius, escribe en su Discours sur la modération los siguientes versos:


O divine amitié, felicité parfaite
Seul mouvement de l'âme ou l'excès est permís...
[...]
Sans toi, tout homme est seul;
      Il peut, par ton appui,
Multiplier son être, et vivre dans autrui.



La amistad, único movimiento del alma que permite el exceso. Puesto que Voltaire solo concibe la amistad verdadera entre los hommes vertueux, he aquí que, sin saberlo, viene a coincidir con la doctrina tomista de la superabundantia. Más aún: la amistad nos concede el privilegio de multiplicar nuestro ser, porque nos realiza inéditamente, asimilándonos a él, en cada uno de los amigos que nos abren la intimidad de su alma. Además de hacer ex duobus unum, como habían dicho Santo Tomás y sus predecesores antiguos, la relación amistosa viene a ser duo ex uno, y hasta multi ex uno, si son varios los hombres a quienes uno puede llamar amigos. Otra nota moderna -prepirandeliana, me atrevería yo a decir- en la consideración teórica de la amistad.

Pero el gran clásico de la amistad, cuando esta se realiza en un mundo a la vez pluralista y secularizado, por tanto en el mundo moderno, es Kant. Contemplemos, pues, la obra kantiana23.






ArribaAbajo

II.- En la producción escrita de un pensador se mezclan siempre, con un predominio mayor o menor de uno o de otro, tres ingredientes distintos: lo que él sabe, lo que él piensa y lo que él es; y no parece hecho infrecuente que en las obras de la plena madurez y la incipiente senectud, cuando en la mente del hombre va entrando la luz velada del otoño, predomine el tercero de esos ingredientes, lo que su autor personalmente «es». Así acontece, al menos, en el caso de Kant.

Pensemos en el Kant ulterior a la publicación de la Crítica de la razón práctica. Ha rebasado ya los sesenta años, y en su obra pueden advertirse dos novedades, una temática y estilística la otra. Los temas en ella dominantes son ahora de índole ética y religiosa. He aquí algunos de sus títulos: La religión dentro de los límites de la mera razón, Metafísica de las costumbres, Antropología desde un punto de vista pragmático, la Lección sobre ética que en 1924 editó P. Menzer. Es también perceptible -o a mí me lo parece- un cambio en el estilo literario, tal vez determinado por el propósito de hacer, según sus propios y bien conocidos términos, más bien «filosofía según un concepto mundano», esto es, para personas no versadas en ella, que «filosofía según un concepto escolar», sólo compuesta, por tanto, para quienes a ella técnicamente se dedican. Una concisión a veces casi aforística, esa mayor apertura a los lectores no técnicos de que acabo de hablar y, dentro de la concisión, cierta expresiva y aún pintoresca jugosidad verbal, son, a mi juicio, los tres rasgos principales de tal novedad estilística. Quien por sí mismo desee percibirlos, compare una página de la Crítica de la razón pura con otra de la Metafísica de las costumbres.

Pues bien, en este período final de su vida y su obra es cuando, un poco dispersamente, expone Kant su personal visión de la amistad. Pero esta no podría ser bien entendida sin una previa exposición sumaria de los aspectos éticos de la antropología kantiana.




ArribaAbajo

III.- El nervio mismo de la antropología de Kant consiste en la afirmación de la constitutiva duplicidad de la realidad humana; duplicidad a la que hacen ante todo patente la condición moral del hombre y lo que esta condición exige de él. El hombre, en efecto, debe ser lo que naturalmente no es y no tiende a ser. Habría, pues, una contraposición real y formal entre el concepto de Neigung (la inclinación, la tendencia natural del ser humano) y el concepto de Pflicht (el deber moral de la persona). Este, el deber, se nos presenta primariamente como Selbstzwang, como autocoacción. En la ética kantiana, el cumplimiento de un deber lleva consigo cierta violencia de nuestra voluntad sobre nuestra naturaleza.

Quiere todo esto decir que en la realidad del hombre -la mía o la de los hombres que en torno a mí contemplo- sería posible distinguir, según el punto de vista desde el cual se la considere, dos aspectos netamente distintos entre sí: el homo phaenomenon y el homo noumenon; si se quiere, el «hombre fenoménico» y el «hombre nouménico»:

  • Homo phaenomenon es aquello que la razón teorética nos hace patente en la realidad del hombre; por tanto, la realidad psicofísica del ser humano, lo que en este descubren y estudian empírica y pragmáticamente las ciencias que llamamos anatomía, fisiología, psicología, sociología y antropología científico-natural. En definitiva, el hombre como «cosa» o «ser físico», como physisches Wesen.
  • Homo noumenon es, en cambio, la cosa-en-sí del ser humano, aquello que en la realidad del hombre -y en primer término, en la realidad del hombre que soy yo- hace patente la razón práctica. Por tanto, la condición moral de nuestro ser, el hecho de que cada uno de nosotros, por la vía de la recta moralidad o de la más crasa inmoralidad, tenga que ser un ente «moral». En definitiva, el hombre como «persona» o «ser moral», como moralisches Wesen.

He aquí, pues, la gran paradoja de la realidad del hombre: la constitutiva innaturalidad de su naturaleza. En su dinámica vital, el ser humano está determinado a la vez como «persona» (como realidad que se propone y no puede no proponerse fines autónomos; como intimidad moral) y como «cosa» (como realidad que puede servir de medio para el logro de un bien ajeno a ella; por tanto, como objeto físico o cósmico). Lo cual plantea ineludiblemente la pregunta que sirve de punto de partida a la teoría kantiana de la conducta: ¿cómo la intelección del deber, cómo la conciencia de una obligación puede llegar a ser impulso efectivo y eficaz en la vida del hombre? Con otras palabras: ¿cómo la conciencia moral de un hombre puede determinarle a obrar contra su propia naturaleza?

La respuesta de Kant dice así: por obra de un sentimiento de algún modo innato en el alma del hombre y susceptible de cultivo y perfección mediante la educación moral, die Achtung, término que lleva dentro de sí, íntimamente fundidas, tres significaciones: la atención o consideración, la estimación y el respeto. «La consideración que usted me merece», «la estimación que por usted siento», «el respeto que a usted le debo», suele decir, casi indistintamente, el pueblo español. En lo sucesivo, teniendo siempre en cuenta esta triple significación, a la Achtung kantiana la llamaremos «respeto»24.

Recuérdese el exaltado apostrofe oratorio que Kant dedica al deber en la Crítica de la razón práctica: «Deber, oh tú, grande y sublime nombre, tú que no albergas en ti ni una sola de las complacencias que consigo lleva el halago..., ¿cuál es el origen de tu dignidad, dónde se halla la raíz de tu noble linaje?». Pues bien, he aquí su propia respuesta, muy poco tiempo después: esa raíz se halla, por lo pronto, en el respeto del hombre ante su propia dignidad como persona moral.

Kantianamente entendido, el respeto se mostraría primariamente, en efecto, ante la dignidad íntima y radical de la propia persona; ante la dignidad de un ser, el ser de uno mismo, que a través de la razón práctica, y aunque no sepa intelectual y filosóficamente lo que es esta, se revela y realiza a sí mismo como un ente que desde sí mismo se exige deberes y día a día se esfuerza por cumplirlos. Y consecutivamente, ante los fines autónomos (Selbstzwecke) que uno se ha propuesto por ser lo que él y quien él íntimamente es, por ser persona y por ser su propia persona. Desprovista de todo sentido irónico y aplicada a cualquier ser humano, una expresión de nuestro lenguaje social más filisteo -«Ese es un hombre que se respeta a sí mismo»- podría ser el mote del homo noumenon, según lo concibe Kant. Respeto ante la propia dignidad moral, respeto de los fines autónomos en que esta dignidad se realiza. La mencionada escisión de la realidad humana en un physisches Wesen y un moralisches Wesen, entre lo que en ella es «cosa» y lo que es «persona», determina a la vez el valor interno del hombre (este como hontanar de fines morales autónomos, es decir, como ente capaz de obligarse a sí mismo) y la conducta a tal valor correspondiente (el respeto ante su propia e intransferible condición personal, por tanto ante sí mismo).

Un problema surge sin demora: la ambigua relación entre el respeto, sentimiento innato y educable de la persona, y la libertad, prerrogativa originaria y también educable de esta. El respeto, en efecto, nos concede libertad y al mismo tiempo restringe nuestra libertad. Nos concede a la vez una libertad negativa o libertad de sí mismo (Freiheit von sich selbst), porque nos libera de nosotros mismos, en cuanto que por un radical imperativo de nuestra naturaleza somos Neigung, tendencia natural que nos mueve a comer o a gozar estéticamente de un paisaje, y una libertad positiva o libertad para sí mismo (Freiheit zu sich selbst), porque nos libera para nosotros mismos, en cuanto que por un imperativo todavía más radical de nuestra realidad somos también Pflicht, deber moral, o -más propiamente- fuente autónoma de deberes. Mas, por otra parte, el respeto restringe de algún modo nuestra libertad, porque nos obliga, nos ata a lo que personalmente debemos hacer.

Pues bien: el ejercicio de esa doble libertad, pero sobre todo el de la que acabo de llamar «positiva», es para Kant «el grado sumo de la vida» y va constituyendo -dice literalmente- «nuestro más propio yo mismo», nuestra «mejor persona». En cuanto que determinación limitante de aquello que en el individuo humano es tendencia natural, y por tanto Selbstsucht, egoísmo, el respeto -definirá Kant- es la representación de un valor «que produce la quiebra de mi amor propio», sea mi propia persona o sea la persona de otro hombre la que yo tenga que respetar.

Lo cual nos pone inmediatamente ante un nuevo tema: la actitud kantiana frente a la relación con el otro.




ArribaAbajo

IV.- Entendida como la común condición de ser hombre, la «humanidad» consiste, lo hemos visto, en ser persona, fuente moral de fines y deberes autónomos. Pero el hombre existe entre otros y con otros hombres, y también a la realidad que de este hecho resulta puede y debe llamarse «humanidad». Muy claramente lo afirma Kant: «Humanidad es la participación en el destino de los otros hombres. La inhumanidad consistirá, por tanto, en no tomar parte en el destino de los otros». Por eso pueden ser con razón llamados humaniora los saberes y las ciencias que perfeccionan el ser del hombre, en cuanto que el contenido de aquellos se refiere a la «humanidad» y en cuanto que es miembro y parte de esta quien responsablemente los adquiere y cultiva. A la postre, todos los saberes y todas las ciencias lo son, porque el saber humano exige siempre al otro. La versión lógica del egoísmo -escribe el senecto Kant de la Antropología desde un punto de vista pragmático- consiste en «tener por ocioso contrastar el propio juicio apelando al entendimiento de los demás, como si tal piedra de toque no se necesitase para nada». Lo cual sería cierto hasta para el saber matemático, porque si la creación de este acontece en el solitario seno de una mente, no por ello deja de necesitar al «otro histórico», es decir, al matemático creador de aquello respecto de lo cual tal creación es o pretende ser original.

Dejemos ahora intacto el examen del modo como Kant -aunque él no se lo proponga muy explícitamente- trata de resolver el problema que es el conocimiento de la realidad del otro y de la primaria condición personal de tal realidad. En mi libro Teoría y realidad del otro he dicho, creo, lo no mucho que a tal respecto cabe decir. Lo que ahora verdaderamente nos importa es la conclusión que por sí mismo impone ese juicio de realidad. Esta: que puesto que el otro es persona, al otro hay que respetarle como a uno mismo. «Todo hombre -dice textualmente Kant- exige respeto y está recíprocamente obligado a respetar a los demás».

Dos son las instancias que moralmente se oponen al egoísmo natural del hombre, a su natürliche Neigung, según el lenguaje kantiano:

  1. El deber respecto de uno mismo, como auto-obligación que limita lo que en cada uno de nosotros es el egoísmo de la tendencia natural;
  2. El respeto a la persona del otro -el respeto al otro en tanto que persona, en tanto que fuente de fines autónomos-, como instancia que limita la conversión de los impulsos morales y los fines de uno mismo en un egoísmo de carácter moral.

De ahí la norma kantiana de la recta relación con el otro. «Los fines que simultáneamente son deberes», piensa Kant, son dos: en primer término, «la perfección propia»; en segundo, «la felicidad ajena». No la felicidad propia, porque la felicidad es un fin que todos los hombres tenemos en virtud de un impulso de nuestra naturaleza; convertir a este en deber carecería de sentido. No, por otra parte, la perfección del otro, porque la perfección es negocio y meta de cada uno, objetivo intransferible del más íntimo y propio deber moral de la persona en cuanto tal. Yo puedo y debo, ciertamente, ofrecer al otro medios para que sea perfecto o en alguna medida camine hacia su perfección; pero la faena de perfeccionarse con ellos -con otras palabras: el empeño de incorporarlos real y efectivamente a su vida personal- es cosa enteramente «suya», deber moral radicalmente «suyo»; y frente a los deberes morales, sean estos propios o ajenos, la actitud primera tiene que ser, como sabemos, el respeto, un respeto que se negaría esencialmente a sí mismo si no fuese más que indiferencia. Porque el otro no me es y no puede serme indiferente, porque para mí posee, en cuanto persona, un valor infinito, sacral, por eso le respeto.




ArribaAbajo

V.- ¿Qué será, pues, la amistad? Se adivina la respuesta de Kant. «Considerada en su perfección, la amistad es la unión de dos personas a través del amor recíproco y del respeto», dice en la Metafísica de las costumbres; «[...] la más íntima unión del amor con el respeto», subrayará en su Ética. El ápice del amor recíproco entre personas es la amistad, y «[...] esta es una idea -en el sentido kantiano de la palabra-, porque sirve como patrón para medir el amor recíproco».

Mas para hablar de la amistad «en su perfección», in ihrer Vollkommenheit, tal como esta última es entendida por Kant, es necesario distinguir, con él mismo, los tres modos cardinales de la relación amistosa: la «amistad de la necesidad» (des Bedürfnisses), cuya forma mitigada es la pura conveniencia; la «amistad del gusto» (des Geschmacks) o «estética», esto es, la que se basa en el goce de un sentimiento sensible; y en tercero y más alto lugar, la «amistad del sentir moral» (der Gesinnung), la «amistad moral», en la más estricta acepción de esta última palabra.

No es difícil, creo, percibir la estrecha relación que existe entre la clasificación kantiana y la aristotélica. La «amistad de la necesidad» es la que se establece entre dos hombres que mutuamente se necesitan, y nada más obvio que advertir su coincidencia con la philía dià tò khrêsimon de Aristóteles y la amicitia utilis de Santo Tomás. Tal amistad se halla muy próxima a ser pura relación contractual, mero convenio de toma y daca, y entre las tres especies de vinculación amistosa es la de calidad inferior, la más próxima a dejar de ser amistad propiamente dicha. Nada nuevo nos ofrece a este respecto el pensamiento kantiano; pero acaso no pueda decirse otro tanto en lo relativo a las otras dos formas de la vinculación amistosa entre hombre y hombre. Veámoslo.

1.- En un primer análisis, la «amistad del gusto» o modo «estético» de la amistad -«estético», claro está, en un sentido a la vez etimológico y kantiano de la palabra- no parece ser cosa muy distinta de la philía dià tò êdý de la clasificación aristotélica y de la amicitia delectabilis de la clasificación tomista. Nada más cierto. Pero el acento kantiano de su interpretación consiste, desde un punto de vista teorético, en la visión de tal amistad como la relación que se establece -si no de modo exclusivo, sí de modo preponderante- entre lo que es homo phaenomenon dentro de la total realidad de los amigos; y desde un punto de vista a la vez estimativo y descriptivo, en el donoso ejemplo que de ella brinda en su Antropología el filósofo de Königsberg: la «comida en buena compañía» como óptima realización concreta, para quienes en ella participan, de lo que el propio Kant llama «el sumo bien físico-moral», es decir, de una meta de la vida en que la «tendencia natural» de nuestro ser (Neigung) queda recta y gratamente modulada por el «deber moral» (Pflicht), en este caso el hondo deber de la convivencia amistosa. Acaso para sorpresa de muchos, he aquí cómo el ritual de esa comida es descrito por el austero moralista del imperativo categórico:

a) Condiciones externas de una comida amistosa ideal, según el canon kantiano.

El número de comensales observará la regla de Lord Chesterfield en las Cartas a su hijo: será mayor que el de las Gracias y menor que el de las Musas. No habrá música: «[...] la música durante un festín es el absurdo más falto de gusto que la glotonería haya podido inventar», dice nuestro exigente preceptista, pensando que la audición de aquella impide la conversación general o debilita la atención de cada comensal a la realidad personal y a las palabras de los restantes. Menos importancia tiene, siempre en el orden de las condiciones externas de la comida, que esta sea «de solo chapeos» o «con señoras», según la clasificación de los banquetes que el propio Kant propone.

b) Intención que debe promover la celebración de esa comida.

Tal intención, se nos advierte, «no debe ser tanto la satisfacción corporal -puesto que esta cada uno podría lograrla por sí solo-, cuanto el deleite social, para el que dicha satisfacción debe ser simple vehículo». De lo cual se siguen dos importantes reglas prácticas: no dividir la conversación general en pequeños grupos separados o «sociedades particulares» y observar en todo momento el imperativo del mutuo respeto; pues «todo banquete, aun sin previo pacto expreso -nos dice Kant, con solemnidad que no se esperaría de él ante un tema como el que ahora le ocupa- lleva consigo una cierta sacralidad y el deber del silencio frente a todo lo que, fuera de la mesa, pudiera causar alguna incomodidad ulterior a quien en torno a aquella había sido compañero».

c) Dinámica del festín.

En cuanto acción social, y como si fuese una sonata en tres tiempos, el curso de una comida amistosa debe ajustarse a la línea que señalan los tres siguientes verbos: relatar, razonar y bromear. Se comenzará, por tanto, con el relato de algo que a todos interese, se harán luego, sin engolamiento ni pedantería, las reflexiones y los razonamientos que su materia exija, y se terminará llevando la conversación al terreno de las bromas y las ocurrencias divertidas; y si estas llegan a ser hilarantes, añade Kant, tanto mejor, porque la risa es muy conveniente para la buena marcha de la digestión. Buen término a cuyo logro puede ayudar no poco, si la comida es «con señoras», el ingenio de las damiselas. En tal caso, a la dueña de la casa le corresponde el papel de máxima sacerdotisa del rito: «Una persona, y principalmente la dueña de la casa -dice el puntual y erudito postulado kantiano-, debe... mantener la conversación en marcha constante, de suerte que la comida termine, como un concierto, en medio de la alegría general, y sea así tanto más saludable; igual que aquel banquete de Platón, del que el convidado decía luego: "Tus comidas no agradan sólo cuando se las goza; también cuantas veces se las recuerda"». Según lo que nos cuentan sus biógrafos, ¿no es esto lo que el propio Kant, tan ordenado y bonancible en su trato social, quería que fuesen las comidas con que de cuando en cuando invitaba a sus amigos?



2.- Vengamos, por fin, al modo más excelso de la amistad, a su modo «moral»; a la «amistad en su perfección», in ihrer Vollkommenheit, según la literal expresión kantiana. La cual, apenas será necesario indicarlo, sólo puede ser engendrada por «la buena voluntad moral». Tal amistad no es capaz, por supuesto, de dar a la vida «la total felicidad», pero sí concede al hombre lo que con espléndida frase llama Kant «la dignidad para ser feliz». Quien así se comporta puede no ser enteramente dichoso, porque esto no depende sólo de uno mismo, pero sí es digno de serlo. Por esta razón la amistad verdadera -recuérdese la regla acerca de los fines que a la vez son deberes- es para todo hombre estricto deber moral, Pflicht; un deber que en el mejor de los casos, cuando la ocasión de la compañía del amigo, por la causa que sea, resulta físicamente grata, puede tener como contenido la realización gustosa de una de nuestras tendencias naturales, de una Neigung. Así entendida y practicada, la amistad llega a ser «la plena confianza de dos personas en una recíproca apertura de sus juicios y sentimientos, en cuanto que tal apertura sea compatible con el mutuo respeto».

He aquí, pues, las dos instancias esenciales y básicas de la verdadera amistad: el amor y el respeto; sobre ellas y sólo sobre ellas debe basarse esa confianza a que tan expresamente alude la definición kantiana. Amor y respeto; una fuerza que mueve a la unión y un hábito moral cuyo efecto no es y no debe ser la repulsión, pero sí el establecimiento de una «respetuosa» distancia ante el otro. El fervoroso newtoniano que siempre fue Kant no puede resistir ahora la tentación de comparar fugazmente, aun sabiendo muy bien que uno y otro son radicalmente distintos entre sí, el mundo moral y el mundo cósmico: la atracción universal de los cuerpos materiales se correspondería con el amor, y la bien ordenada distancia espacial de los astros con el respeto25. ¿Qué otra cosa es la teneritas amicitiae, la «ternura de la amistad», léese al término de esa prerromántica analogía -porque en ella está latiendo ya la Naturphilosophie de los Schelling, los Kieser y los Oken-, sino la expresión sentimental de la atracción que entre sí sienten los amigos?

Pero el mutuo juego del amor y el respeto puede adoptar, en la realidad empírica de la vida, modos muy distintos. Dos son los que en primer término aparecen ante los ojos de este moralista doblado de sociólogo: el que estalla en el trato social de las personas moralmente toscas y el que delicadamente brilla en la relación amistosa de las personas moralmente cultivadas.

Entre las personas toscamente educadas, la amistad suele reposar, en efecto, sobre el mero sentimiento sensible. Su fundamento sería una Süssigkeit der Empfindung o «dulzura del sentido», a la que falta total o casi totalmente el mutuo respeto; lo cual determina que estas gentes caigan con frecuencia en una serie de continuas peleas y reconciliaciones, porque «la pelea viene en tal caso a ser una necesidad, un recurso para saborear luego, con la reconciliación, la dulzura del mutuo trato». No son pocas las escenas de nuestro «género chico» que tienen como tácito fondo antropológico esta fina observación kantiana.

Otro es el caso de la amistad entre personas moralmente cultivadas. Pero la suma dulzura y la suma delicadeza que a la relación amistosa otorga la buena voluntad moral -das süsseste und delikafieste der Freundschaft, dice a la letra el exquisito Kant- impone de continuo la observancia de dos vidriosos mandamientos: no romper en ningún momento la igualdad y graduar con buen tacto una discreta reserva. Si a un amigo se le advierte acerca de sus defectos, lo cual constituye uno de los deberes de la buena amistad, y si se procede sin la amorosa y respetuosa cautela que tal acción pide, ¿no es cierto que puede dársele la enojosa impresión de que es observado y gobernado por alguien moralmente superior a él, con la consiguiente ruptura de la igualdad que la amistad exige? Por otra parte, el imperativo social de la reserva (Zurückhaltung), en cuyo seno se mezclan sutilmente el respeto al otro, el respeto a uno mismo y la propia conveniencia, porque una franqueza desproporcionada al grado de la amistad que con el oyente se tenga, puede perjudicar gravemente al que habla. Lo cual se haría especialmente notorio en las conversaciones -tan deseables e incitantes como socialmente peligrosas, subraya el texto- cuyo tema sean los demás hombres, la religión y el gobierno. Me pregunto si debajo de estas advertencias de Kant no estará operando el recuerdo de sus bien conocidos rozamientos político-religiosos con el Gobierno prusiano.

Pero aunque sea tan rara avis «como un cisne negro», más aún, aunque su consistencia metafísica y moral no sea sino la de una «mera idea» -una idea, en todo caso, «práctica y necesaria»; blosse, aber doch praktisch-notwendige Idee-, y aunque, por consecuencia, siempre haya de mostrársenos como una realidad más o menos deficiente, «la amistad más estrecha e íntima, die engeste Freundschaft, existe realmente una y otra vez en su perfección». Si un hombre se encuentra con otro, dice Kant, «[...] al cual pueda abrir su pecho con entera confianza y con el que coincida en el modo de juzgar las cosas, entonces le será posible dar al aire los propios pensamientos y dejará de estar enteramente solo con el propio pensar, como dentro de una prisión, y gozará de la libertad que le falta en las grandes reuniones, donde se ve obligado a recluirse en sí mismo». He aquí, por tanto, otro de los beneficios que otorga al hombre la verdadera amistad: que le amplía el campo de su libertad personal. Lo cual no quiere decir que debe establecerse una barrera tajante entre los amigos verdaderos, aquellos con quienes es posible «comunicarse totalmente», völlig kommunizieren, y los que por una razón o por otra no llegan a serlo. La vida social no pide la total entrega a unos y la brusca exclusión de los restantes, sino una adecuada modulación de las relaciones interpersonales.

«Todo hombre cabal -afirma lapidariamente Kant- trata de hacerse digno de un amigo». Dos caminos reales habría para lograr esa dignidad: la franqueza o «apertura del corazón» (Offenherzigkeit) y la liberalidad del ánimo (Freimütigkeit). Quien proceda según ellas, dice esperanzadamente el filósofo, un día encontrará a alguien que quiera ser su amigo. Bien podría hablarse, leyendo estos textos, de un «imperativo categórico de la amistad»26.






ArribaAbajo

VI.- Tal es, en ordenada sinopsis, la teoría kantiana de la amistad. Dos comentarios suscita inmediatamente en quien con mirada histórica la considere. Por una parte, su indudable novedad respecto de las dos hasta entonces clásicas, la helénica de Aristóteles y la cristiano-helénica de Tomás de Aquino; novedad que ante todo consiste en su resuelta concepción de la vida amistosa como un estricto deber moral -como hábito más de la «vida personal» que de la «vida natural», más de la libertad que de la naturaleza- y en la especial energía con que en ella es formulado el que bien podemos llamar «principio del respeto», y en cuyo fondo está operando, como eficaz instancia determinante, la idea de una constitutiva sacralidad de la propia persona y de la persona del otro, en cuanto que entes capaces de proponerse autónomamente sus respectivos fines morales. Por otra parte, y sin mengua de la poderosa genialidad de su autor, el condicionamiento de esa teoría por el peculiar conjunto de presupuestos histórico-sociales que forman, influyendo cada uno sobre los restantes, la secularización de la vida y de la sociedad, el pluralismo religioso y político de esta y la condición a la vez protestante y burguesa del hombre Immanuel Kant27. Viéndole escribir así sobre la amistad, ¿cuál no hubiera sido la estupefacción de Mme. d'Arconville, para la cual la verdadera amistad sería punto menos que un patrimonio exclusivo de los Grands y de las Gens du monde, porque los burgueses, a sus ojos, no son otra cosa que hombres sin intereses superiores, hábiles tan sólo en la industria y el comercio?

Por la vía de la consideración del hombre como ente moral autónomo, Kant, en suma, parece haber llevado a su cima filosófica la famosa sentencia de Montaigne: «Parce que c'estait luy, parce que c'estait moy», y haberse erigido así en el gran clásico de la visión moderna de la amistad. La consideración actual de esta, ¿debe limitarse, en consecuencia, a concertar y glosar el pensamiento de sus tres grandes clásicos, Aristóteles, Tomás de Aquino y Kant? Tal vez no. En todo caso, habrá que examinar con algún cuidado lo que en relación con el tema de la amistad ha ocurrido desde Kant hasta esta segunda mitad del siglo XX.






ArribaAbajoCapítulo VII

Vicisitudes poskantianas de la amistad


Con la muerte de Kant, la teoría de la amistad se eclipsa en las cimas del pensamiento europeo. Los hombres continúan hablando de la amistad y siguen siendo verdaderos amigos en su vida real, lo mismo en cuanto hombres -ahí está como prueba fehaciente ese inmenso filón literario que forman, juntos, el ensayismo romántico y la correspondencia epistolar del siglo XIX-, que en cuanto filósofos. Con frase que recuerda mucho otra de Cicerón en De amicitia, escribirá Dilthey, en una de sus cartas al conde York von Wartenburg: «Fuera de la filosofía, la amistad, en el sentido de los antiguos, es lo más alto en esta vida problemática». Pero en la reflexión formalmente filosófica del siglo XIX, y pese al entusiasmo romántico por la relación amistosa, ¿ocupa el tema de la amistad un lugar equiparable al que en el pensamiento de Platón, Aristóteles, Panecio, Cicerón, Tomás de Aquino y Kant había ocupado? Evidentemente, no; y ha sido así porque históricamente no podía ser de otro modo.

Entiéndasela como en teoría quiera entendérsela, la amistad consiste ante todo en querer y procurar el bien del amigo por el amigo mismo. Ahora bien: a partir del momento en que cobra plena vigencia social el cristianismo, y aun cuando el pensador haya formalmente dejado de ser cristiano, la expresión «por el amigo mismo» -esto es: en beneficio de la individual realidad del amigo mismo- no puede poseer pleno sentido real si quien la emplea no ve en esa «realidad individual» una «persona», un modo de ser ente real que por el hecho de poseer intimidad, inteligencia y libertad trasciende individual e intransferiblemente todas las determinaciones de la naturaleza cósmica. Dejemos ahora intacto el problema de cómo los diversos autores han concebido esa «trascendencia» y la peculiar realidad de aquello que en el complejo y singular totum del hombre como propiedad suya la posee; abstengámonos, pues, de llamar pneuma, «espíritu», res cogitans o «mónada» a lo que en nosotros es trascendente al cosmos. Desde mi actual punto de vista, lo decisivo es la trascendencia misma y el hecho de que desde San Pablo hasta Kant, todos los pensadores de Occidente -San Agustín, Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz, el propio Kant- la hayan sincera y paladinamente admitido.

Pues bien: la nota descriptiva más importante del pensamiento antropológico del siglo XIX, cualesquiera que hayan sido sus múltiples formas, es, a mi juicio, la pérdida o el olvido de la noción de persona: o se evita cuidadosamente emplear este término en el lenguaje filosófico, o se nombra con él algo formalmente distinto de lo que hasta entonces había significado. Con el idealismo alemán ulterior a Fichte, la noción de «persona» queda subsumida y disuelta en la noción de «espíritu», tal y como la filosofía idealista concibe a este. Con el positivismo naturalista, desaparece igualmente aquella noción, anulada por un renovado monopolio de la «naturaleza» cósmica. Entendido, con Hegel, como un simple y pasajero accidente del «espíritu absoluto», o visto como una complicada y también transitoria parte integral de la «naturaleza» que estudian las llamadas «ciencias naturales», el individuo humano deja de ser -en el rigor de los términos- «persona».

En tal caso, ¿cómo será concebida la amistad? Vamos a verlo examinando rápida y sinópticamente, desde nuestro punto de vista, el pensamiento de los filósofos más representativos e influyentes del siglo XIX y los más característicos movimientos intelectuales que durante el curso de ese siglo aparecen.


ArribaAbajo

I.- No puede ciertamente decirse que sea escasa la importancia del amor en el pensamiento hegeliano. Para Hegel, en efecto, el amor sería la instancia principal en la génesis de la que él llama «conciencia de sí general» (allgemeines Selbstbewusstsein): la que surge cuando la «conciencia de sí» de cada individuo humano se conoce en otras conciencias, a las cuales y para las cuales es igual; históricamente, la conciencia propia del «reino de la razón» ulterior a la relación de señorío y servidumbre tan punzantemente descrita en la Fenomenología del espíritu.

Mientras tal relación dura, cada uno de los sujetos autoconscientes se contempla en otro que de hecho no es libre, porque ni siquiera el señor, afirma Hegel, logra serlo con plena verdad; instaurada, en cambio, la conciencia de sí general, el reconocimiento es bilateral y mutuo, la libertad llega a ser objetiva y efectivamente convivida, y los dos sujetos autoconscientes pueden contemplarse a sí mismos uno en el otro. La particular y desigual individualidad de cada uno queda «absorbida» o «asumida» (aufgehoben) en una unidad más alta; la luz de cada conciencia de sí descubre su radical identidad con las restantes y se refleja en cada una de ellas como ella es en sí misma. La vida social del hombre, dice Hegel, será entonces como el esplendor múltiple de una misma luz. Todas las agrupaciones interpersonales verdaderamente comunitarias y superiores (la familia, la díada amorosa entre el varón y la mujer, la patria, la sociedad civil), todas las virtudes propias de la vida en comunidad (el amor en sus múltiples formas, la valentía, el sacrificio en aras del interés general, la moralidad, la magnanimidad, el honor), tienen como sustancia y fundamento la conciencia de sí general. Con ella, por tanto, comenzaría para el hombre «el reino de la razón».

Y si esta es la misión histórica del amor entre hombre y hombre, ¿qué será, considerada en sí misma, la relación amorosa? En la mente de Hegel, tres cosas distintas: para el entendimiento, un enigma; para la razón, una clave; en la realidad del curso histórico, un trámite.

En su apariencia, un enigma para el entendimiento. «El primer momento en el amor -escribe Hegel en su Philosophie des Kechtes, § 158- es que yo no quiero ser para mí persona autónoma y que, si lo fuera, me sentiría deficiente e incompleto. Y el segundo momento, que yo me gano a mí mismo en otra persona y que valgo en ella lo que a mi vez logro en mí. De ahí que el amor sea la contradicción más inmensa, una contradicción que el entendimiento, der Verstand, no puede resolver, porque nada hay más duro que esta condición puntual de la conciencia de sí que es negada y que, sin embargo, quiere poseerse afirmativamente».

Pero esto es sólo apariencia descriptiva. Lo que el entendimiento no puede resolver, lo resuelve la razón, die Vernunft; y a la luz de la razón, el amor es la clave que nos hace patente la general identidad de las conciencias de sí, la actividad psicológica en que se nos muestra el hecho radical y metafísico de que «Yo soy Nosotros»: un «nosotros» en principio extendido a todos los hombres. «Llámase amor a la conciencia de mi unidad con otro, de tal modo que yo no soy aisladamente para mí, sino que adquiero la conciencia de mí sólo en cuanto entrego mi ser-para-mí, y sólo en cuanto me sé a mí mismo como unidad de mí con el otro y del otro conmigo», enseña el mismo tratado. De ahí que en su realidad concreta sea el amor el «sentimiento sensible», die Empfindung, en que subjetivamente se nos hace patente nuestra condición moral; o -como semikantianamente dice Hegel- «la moralidad en forma de lo natural»; por tanto, el sentimiento que nos manifiesta el «concepto concreto» de la libertad (§ 7).

Lo cual querría en definitiva decir que el amor entre hombre y hombre no es sino un mero episodio histórico, un simple trámite en la dialéctica del Espíritu, algo que desaparece, porque ya no es necesario, cuando la conciencia de sí general se hace verdaderamente racional y patente; con otras palabras, cuando la moralidad llega a ser verdadera «razón». Por eso el amor deja de existir en el Estado: «puesto que en este uno es consciente de la unidad bajo forma de ley -razona Hegel- el contenido (de mi unidad con los otros hombres) debe ser racional, y yo debo saberlo» (ibidem). Dando un giro hegeliano a la famosa sentencia de Sartre acerca de la realidad del hombre, podríamos decir que en el «reino- de la razón» el amor es «una pasión inútil». La general vigencia del derecho haría ocioso el amor sobre la haz de la Tierra.

Y si esto es para Hegel el amor en general, la relación de buena voluntad y afecto entre hombre y hombre, ¿qué será para él la amistad? Vamos a verlo en los dos breves, pero decisivos párrafos que a la relación amistosa dedica en su obra.

Uno procede de la Philosophische Propädeutik: «La amistad se apoya sobre la igualdad de caracteres, y en especial sobre el interés de hacer conjuntamente una obra común, no sobre la complacencia en la persona del otro en cuanto tal. Para los amigos hay que ser poco gravitante. No exigir servicios de los amigos es lo más delicado, ist am Delicafesten» (§ 67). La vinculación amistosa consistiría «especialmente» en llevar a término una empresa común. El «Dos caminando juntos» con que Homero glosa la decisión de Diomedes cuando este va a iniciar su aristeia -recuérdese lo dicho en el primer capítulo- parece revivir, filosófica y dialécticamente concebido y razonado, en la mente de Hegel.

Así viene a confirmarlo el segundo de estos dos textos. Hállase en las Vorlesungen über Philosophie der Religion, y tiene como fondo una reflexión sobre la idea cristiana del amor. El amor que en el cristiano hace nacer la unidad de la fe -afirma Hegel, hegelianizando osadamente el Nuevo Testamento- muestra que la pluralidad de los sujetos es tan sólo mera apariencia, nur ein Schein. «Este amor -sigue diciendo- no es amor humano, ni filantropía, ni amor sexual, ni amistad. Más de una vez ha sorprendido que una relación tan noble como la amistad no se halle entre los deberes que Cristo prescribe28. La amistad es una relación ligada a la singularidad individual, y los hombres no son amigos entre sí tanto de un modo directo, como lo son de un modo objetivo»; es, pues, la amistad «un vínculo sustancial (apoyado) en un tercer término (in einem Dritten), hállese este constituido por principios, o por estudios, o por la ciencia; un vínculo, en suma, que es un contenido objetivo y no una inclinación en cuanto tal, como pueda serlo la del varón hacia la hembra, por el hecho de que esta posea una personalidad singular». Hegel está hablando, nada más evidente, del amor de projimidad o de caridad, el cual, como sabemos, no exige «vínculo objetivo» ni «inclinación hacia la singular personalidad» del amado. Y prosigue así: «El amor del varón a la mujer puede muy bien dar lugar a la amistad, pero uno y otra se hallan determinados como algo subordinado; no se hallan determinados, claro está, a ser algo malo, pero sí algo imperfecto; y no como algo indiferente, sino como algo que no puede permanecer en sí mismo, que ha de ser sacrificado y que no debe ser impedimento para aquella dirección y aquella unidad absolutas» (Werke, XVI, 314). De nuevo es concebido el amor como mero trámite en el camino hacia algo que esencialmente le supera; ahora, desde un punto de vista religioso.

La cosa es clara. En lo que genéricamente tiene de amor, la amistad es un sentimiento por el cual se nos hace patente que, considerada según su más profunda realidad, nuestra singular y subjetiva conciencia de sí es conciencia de sí general; con otras palabras, que nuestra conciencia de ser personas singulares y autónomas no es sino mera apariencia, simple fachada visible de algo que la trasciende y en lo cual esa conciencia pierde su aparente individualidad. Y en lo que específicamente tiene de amistad, la relación amistosa, una de las formas en que parcial y socialmente se realiza el Geist, el espíritu, sería una vinculación determinada por el interés de hacer y lograr algo a la vez objetivo y común: política, ciencia o negocios. No me parece ilícito decir que, para Hegel, en una sociedad donde tenga plena realidad el «reino de la razón» -meta a la cual tanto se aproximaba, a su juicio, el Estado prusiano- la amistad tradicional sólo podría ser una de estas dos cosas: un sinsentido o un delito, un sentimiento nostálgico o una infracción de la ley.

En suma: en la obra de Hegel, más aún, por obra de Hegel, la amistad tradicional comienza a ser concebida como escueta-camaradería, como simple vinculación entre hombre y hombre al servicio de un fin común y objetivo29. Desde un punto de vista teorético, tal concepción es la pura e inexorable consecuencia de no considerar a los individuos humanos como «personas», en el sentido riguroso y hasta entonces habitual del término, sino como meros accidentes del espíritu absoluto. Y desde un punto de vista histórico, es la iniciación de uno de los momentos decisivos de la situación que solemos llamar «nuestro tiempo»; una etapa de la historia mundial de cuya vida pública la camaradería, entendida de uno u otro modo, va a ser ingrediente ineludible y fundamental.

A riesgo de incurrir flagrantemente en el vicio lógico de los argumentos ad hominem, cabe preguntarse si, concebida a la manera tradicional y tópica, la amistad podía tener cabida en la existencia concreta de un hombre que veía su propio pensamiento como punta de vanguardia de la conciencia humana -recuérdese la frase mayestática con que da término a su Historia de la Filosofía: «Hasta aquí ha llegado la conciencia»-, y que por añadidura así entendía la relación amistosa. Personalmente, creo que no; y aparte esas razones de carácter teórico, así me lo hace pensar el incidente que dio lugar a la última de las cartas escritas por Hegel. Muy poco tiempo antes de morir, el genial filósofo anunció dos cursos para el semestre de invierno de la Universidad de Berlín: uno de Filosofía del Derecho y otro de Historia de la Filosofía. Uno de sus compañeros de Facultad, Gans, discípulo devotísimo de Hegel y excelente amigo suyo, hizo colocar en el tablón de anuncios de la Universidad una nota en la que aconsejaba a los estudiantes de Derecho asistir al primero de esos dos cursos. Hegel consideró tal iniciativa como una suerte de voluntad de tutela por parte de Gans, y en una breve e irritada carta exigió de este la inmediata retirada de un aviso que a su juicio comprometía su prestigio ante los estudiantes y los colegas; él, Hegel, no necesitaba como docente ser recomendado por nadie. No, no parece que el hombre Hegel fuese muy sensible a la amistad. Aludiendo sin duda a la rígida y altanera «virtud» de los estoicos, Descartes escribió una vez a la princesa Isabel: «No soy uno de esos filósofos que quieren que el sabio sea insensible». No con mentalidad estoica, sino con su propia mentalidad, con mentalidad originariamente hegeliana, Hegel no pudo ni quiso afirmar otro tanto de sí mismo.

Pero la realidad es más fuerte que las doctrinas filosóficas acerca de ella -«los hechos son cosas tercas», suelen decir los ingleses- y, pese a Hegel y al ulterior universal auge de la camaradería, la amistad no ha muerto en la historia del mundo. Si es cierto que el amor une a las personas y hace de ellas, como Cicerón y Santo Tomás habían dicho, ex duobus unum, esa unión nunca es pura identificación metafísica y no puede ser lícitamente equiparada al proceso físico en que dos llamas se funden entre sí. Algo hay de llama común en todo amor verdadero y en toda auténtica amistad. Pero los cuerpos que conjuntamente llamean y las personas que mutuamente se aman, ¿pierden su individual realidad cuando se produce esa íntima fusión en la llama ígnea o en el afecto amoroso?




ArribaAbajo

II.- Vengamos ahora al pensamiento de Augusto Comte. Dentro de él, ¿qué fueron el amor y la amistad? Mucho, sin duda. Recordemos la «fórmula sagrada» de la doctrina positivista: L'Amour pour principe, l'Ordre pour base, et le Progrès pour but. Más aún: según A. Comte, para un verdadero positivista vivir debe ser siempre vivre pour autrui. Pero ¿qué es realmente ese «amor» que se proclama como principio? ¿En qué consiste ese «vivir para otro»? Tal es nuestro problema.

Para responder a esas interrogaciones, examinaremos sucesiva y sumariamente lo que dentro del credo positivista es la consistencia real de la vinculación amorosa, en qué consiste el objeto formal del acto de amor y -en definitiva- cuál es la esencia de este.

1.- En primer término, la consistencia real de la vinculación amorosa: la naturaleza del vínculo que, según el pensamiento de A. Comte, une entre sí a los hombres que verdaderamente se aman.

Basta un examen sumario de algunos textos acerca del tema para advertir la primacía absoluta del sentimiento y la simpatía en la respuesta comtiana a tal cuestión. Simpatía: este sería el concepto clave. «La síntesis (positivista) -escribe Comte- puede consistir enteramente en desarrollar y consolidar la simpatía, en la cual residen a la vez la fuente y el destino de la existencia suprema (por tanto, de la experiencia de la Humanidad en cuanto tal). Es ella (la simpatía) la que dispone a la inteligencia para secundar el sentimiento... El espíritu puede... tomar una actitud activa, elevándose de la filosofía a la poesía, para desarrollar el culto, en el cual consiste, ante todo, la religión». Habría en la vida del hombre, tal como el positivismo la concibe, dos dominios, el correspondiente a la inteligencia, la intelección racional del orden del mundo y la filosofía, y el que aprehenden el sentimiento, la poesía y la religión. Pues bien: «Este segundo dominio debe ser considerado como el complemento normal del primero, porque, pasando al servicio directo del sentimiento, la inteligencia no deja de servir a la obra de perfeccionar nuestra constitución moral» (Synthèse subjective, 36). La simpatía, en suma, es concebida como el sentimiento primario de la sociabilidad; un sentimiento altruista, susceptible de ser desarrollado por la educación, el ejemplo y la representación poética, en el cual se manifiesta y en cuya virtud opera la pertenencia del hombre al todo de la Humanidad. Convirtiendo la reflexión en precepto, el Catecismo positivista dirá: «Obrar por afección y pensar para obrar». El pensamiento queda así subordinado al obrar, y este a «la afección».

La inteligencia lograría dignidad plenaria por obra de su consagración en cierto modo religiosa al continuo servicio a la socialidad, única fuente de su desarrollo. Asegúranse así la subordinación de la razón masculina al sentimiento femenino -Augusto Comte, el primer feminista de su siglo- y, por consiguiente, la preponderancia incesante del corazón sobre la mente; tal sería para el filósofo de Montpellier la única base de nuestra unidad interior, en tanto que hombres. En suma: la solución normal del problema humano no podría encontrarse más que consagrando la razón al servicio del sentimiento.

Es sabido que Augusto Comte veneraba a San Pablo, porque este, según el creador del positivismo, había enseñado que la naturaleza y la gracia se hallan en mutuo conflicto. Pues bien, a la luz -sit venia verbo- de la frenología de Gall, Comte «positiviza» esa interpretación suya de la teología paulina, y escribe: «La lucha ficticia entre la naturaleza y la gracia ha sido sustituida por la oposición real entre la masa posterior del cerebro, donde residen los instintos personales (por tanto, egoístas) y su región anterior, donde distintamente asientan las impulsiones simpáticas y las facultades intelectuales» (Catéch. posit., 229). Todo concuerda armoniosamente entre sí, a los expeditivos ojos de Comte: la sociedad, el alma y el cerebro.



2.- ¿Cuál podrá ser, admitidos estos presupuestos, el objeto formal del acto amoroso? ¿A qué ama el hombre cuando verdaderamente ama? Sólo una respuesta puede ser satisfactoria, dentro de la visión positivista de la vida: lo que en definitiva ama el hombre es la sociedad universal, porque sólo por ella y en ella llega a ser verdadero hombre e individuo humano. En la época más fielmente positivista de su pensamiento, afirmará Lévy-Brühl que «la inteligencia y la moralidad son cosas sociales, en el sentido más fuerte de esta palabra». Tan firmemente cree Augusto Comte en la realidad supraindividual de la sociedad que, como es bien sabido, personaliza y mitifica el cuerpo social concibiéndolo como «el Gran Ser», le Grand-Être; el Ser Supremo de una nueva religión universal y laica, el positivismo, cuyo Sumo Sacerdote sería el propio Comte y cuyo culto él estableció con toda minucia. Quienes por su conducta quedasen excluidos del Grand-Être -los herejes morales, si vale decirlo así, de la religión positivista- no pasarían de ser producteurs de fumier, «carne de estercolero» (Catéch. posit., 69), individuos indignos de perdurar en el futuro a través de esa gloria secularizada y terrenal que es la fama.

Sería inoportuno describir aquí el pintoresco contenido y los ritos, más pintorescos aún, de la religión positivista. Basta, a mi juicio, lo dicho para advertir con toda claridad que, dentro de la observancia de esa religión, el objeto formal del acto amoroso es la Humanidad, concebida como Ser Supremo. «Todo en nosotros pertenece a la Humanidad, todo nos viene de ella» proclama solemnemente el Catecismo positivista, y de ahí que ante ella el deber primero de todo hombre sea un «servicio continuo». Razón por la cual el «vivir para otro» significa, según Comte, lo que él mismo quería decir interpretando a su modo una sentencia del Kempis, por él muy venerada y repetida: Amem te plus quam me, nec me nisi propter te!, «Ámete yo más que a mí, y ámeme a mí mismo sólo por causa de ti»; porque para el Sumo Sacerdote del positivismo, ese te no podría tener más término válido que la totalidad del género humano, la Humanidad como Grand-Être. Puro altruismo, en consecuencia; afección sublime y abnegada, de la cual desaparecen por completo los «instintos personales» y el egoísmo. Cuando «nuestras efusiones» son lo que deben ser, «ningún motivo interesado viene a manchar su pureza» (Catéch. posit., 96). Los «instintos personales» no desaparecen, por supuesto, de la naturaleza del individuo, pero en su eficacia quedan reducidos a garantizar la perduración de la existencia de esa naturaleza. La conducta del hombre vendría a ser así total dévouement, entrega pura, consagración permanente al bien de la Humanidad, y en él encontrarían las almas su más alta delicia.



3.- ¿Qué es, pues, el amor, dentro de la doctrina positivista? Esto: amor sin verdadero yo y sin verdadero tú; amor meramente sentimental; amor utópico, que sólo consistiría en el puro deber del amante, y que en consecuencia haría inútil de derecho -«noción tan falsa como inmoral», en el sentir de Comte-, porque este «supone siempre la individualidad absoluta», es decir, la «persona». Para Hegel el imperio del derecho haría inútil el amor. Para Comte, en cambio, el imperio del amor haría inútil el derecho. Tanto en uno como en otro caso, la amistad, en el sentido habitual del término, se ha hecho doctrinalmente imposible.

Pero la amistad y el amor, ambos en su forma más directa y personal, más «positiva» y menos «positivista», por tanto, tuvieron parte muy amplia en la vida real de Augusto Comte, sobre todo en la que platónica y orteguianamente bien podríamos llamar «segunda navegación» del filósofo: aquella en que, para su creador, el positivismo va a convertirse en religión. Unos cuantos hechos: la ejemplar y amistosa reconciliación de Augusto Comte con su familia en Montpellier y con el astrónomo Arago; su relación personal con quienes tan abnegadamente le servían en París, los Bliot; su entrañable amor a Clotilde de Vaux, tanto mientras ella vivió como -sobre todo- después de la temprana muerte de la amada. No resisto la tentación de recordar el rito de las visitas del filósofo al sillón en que Clotilde había pasado el fin de sus días. Arrodillado ante ese sillón, tres veces cada jornada, Comte empleaba cuarenta minutos en la conmemoración de la mujer que amó y se entregaba luego a veinte minutos de efusión afectiva y verbal. He aquí, según sus biógrafos, las emocionadas palabras rituales con que el acto de efusión terminaba: «Adieu, ma chaste compagne éternelle. Adieu, mon élève chérie et ma digne collègue. Addio sorella. Addio cara figlia. Addio casta sposa! Addio santa madre! Vergine madre, figlia del tuo figlio, addio». Más allá de la inevitable ironía, la conducta amorosa del hombre Augusto Comte produce y no puede no producir emoción y ternura en quien a través de estos y otros textos la contempla y revive. No cabe la menor sombra de duda: Comte amó realmente a Clotilde de Vaux, y la amó a la vez con enamoramiento y amistad. Pero cuando como filósofo trataba de dar razón teórica de esa indudable realidad anímica de su amor de hombre, sus palabras la disolvían en un puro y abstracto amor a la Humanidad, al Grand-Être. Lo que él debe a Clotilde, escribe el pensador en su Politique positive, es «haber dignamente sufrido el enérgico ascendiente del sentimiento más idóneo para desprender al hombre de su personalidad fundamental, haciendo que dependa de otro su propia satisfacción» (I, 7). Y en el Catéchisme positiviste afirmará que en su amorosa devoción por Clotilde él vivía en su alma «ese encanto incomparable inherente a las emociones y a los actos simpáticos». Por tanto, la satisfacción íntima del altruismo en cuanto tal.

Realmente, amor y amistad verdaderos; doctrinalmente, amor sin yo y sin tú, pura y plenaria simpatía sentimental respecto de ese último y supremo Grand-Être que es la Humanidad. En la doctrina positivista, la amistad naufraga, como vemos, en el piélago de un mero «sentimiento social». Pero en el espíritu de un hombre del siglo XX, una interrogación surgirá sin demora: más allá de la exageración y el descarrío, ¿no habrá, dentro de la concepción positivista de la relación amistosa, una honda veta de verdad?



4.- El positivismo como religión secularizada que propuso Augusto Comte -una religión tan formalizada que tenía culto y ritos propios- pertenece irrevocablemente al pasado. Por mucho que con su mente admire la obra intelectual de Comte, ¿qué hombre de hoy se atreve a fechar sus cartas un «23 de Arquímedes del 63» o un «2 de Homero del 69»? Pero si el positivismo como sistema es puro y pintoresco pretérito, en modo alguno podemos afirmar otro tanto de la «mentalidad positivista», del positivismo como état d'esprit, para decirlo con palabras de Jacques Maritain: la actitud a la vez sentimental y práctica de los millones y millones de seres humanos -cultivadores profesionales de la ciencia, algunos; hombres de la calle, los más; neopositivistas o «positivistas lógicos», muy pocos- para los cuales nada que no sea «científico» en el sentido más estricto del término, por tanto sensible, matematizable y tecnificable, poseería verdadera validez intelectual. Todos ellos, hombres de laboratorio, titulares de una actividad laboral cualquiera o conscientes secuaces de Moritz Schlick, Carnap y Wittgenstein, tienen amigos, no sólo compañeros de equipo, en sus respectivas existencias privadas, y son a su vez amigos de ellos. Pero sometidos al trance de dar razón teórica de ese costado sentimental y amistoso de su vida, ¿no es cierto que, consciente o inconscientemente apoyados en el fundador del positivismo, parcelarían su propia realidad en dos dominios estancos, el de la ciencia y el del sentimiento, y a la manera de Claudio Bernard sostendrían que la amistad pertenece a la multitud de fenómenos de orden moral, familiar y social qui n'ont rien à faire avec la science? Por necesidad hay que tener presente este ingente hecho del mundo contemporáneo, si desde dentro de él -tal es nuestro caso- se quiere pensar oportunamente acerca de la amistad.






ArribaAbajo

III.- En modo alguno soy un experto en el pensamiento de Carlos Marx, credo, doctrina o mito para casi una tercera parte de la actual población del planeta. Pero pienso haber leído sobre él lo suficiente para afirmar que en la doctrina marxista -como en la hegeliana, de la cual el marxismo fue, como todos saben, el resultado de una metódica «inversión» realista y materialista- no tiene la amistad un puesto adecuado a lo que en el cuadro de las relaciones interhumanas ella, por esencia, ha sido y sigue siendo.

Mirados desde este último tercio del siglo XX, y aunque uno se halle doctrinal y operativamente fuera del anchísimo círculo que hoy forman sus fieles sin crítica ni reserva, tres enormes contribuciones a la total historia de la humanidad hay que atribuir a Marx y reconocer en el marxismo:

  1. Su tan decisiva parte en la movilización de la clase proletaria -y por extensión de todos aquellos, proletarios o no, cuya vida se apoya principalmente en el trabajo- hacia la reivindicación de su inalienable derecho humano a una existencia social y económicamente digna. No, no fue Marx el único protagonista de tan gigantesco empeño: junto a él estuvo Engels, y en torno a él, cada uno con su mentalidad propia, Saint-Simon, Proudhon, Bakunin, Lassalle y otros. Pero es indudable que tanto por su pensamiento personal como por su eficacia histórica, Marx ha sido el primero, con mucho, entre todos los hombres que el siglo pasado promovieron e iniciaron esa planetaria y múltiple obra de reivindicación.
  2. Su concepción del trabajo como actividad fundamental del hombre -concepción, dicho sea de paso, que arranca de la visión kantiana y burguesa de la filosofía como herkulische Arbeit, esfuerzo y trabajo hercúleos, no como «intuición» o «contemplación» de la realidad, y alcanza culminación en la idea sacral del trabajo que luego expondrá Carlyle: «Trabajar es orar... Todo auténtico trabajo es religión»- y su hoy ya tan tópica ordenación de la vida laboral del hombre en dos categorías básicas: el «trabajo alienante», aquel que por realizarse al servicio de un propietario enajena esencialmente al trabajador respecto del producto de su esfuerzo y, en definitiva, respecto de su plenaria condición humana30, y el «trabajo no alienante», ese que, carente ya del gran vicio de la actividad laboriosa que es la alienación, no consiste más que en lo que por razón de su esencia debe el trabajo ser, la humanización efectiva del cosmos, la verdadera reconciliación entre el hombre y su naturaleza y la realización plenariamente humana de lo que el hombre por sí mismo es31.
  3. Su importantísima contribución al metódico empleo de los datos sociológicos y económicos para el logro de una concepción científica de la conducta humana y de la historia. Aunque en la obra de no pocos historiadores actuales sea abusiva la apelación doctrinal a la sociología y la economía -porque para entender rectamente la vida del hombre en cuanto hombre tal apelación es sin duda condición necesaria, pero en modo alguno puede ser condición suficiente-, la fecundidad de tales métodos es tan grande como evidente, y no parece dudoso que a la influencia directa o indirecta de Marx se deba en muy buena parte su actual vigencia en el mundo.

Pero, una vez hecho este justo reconocimiento de la enorme importancia de Marx en el curso de la historia universal, ¿puede afirmarse que el marxismo en cuanto doctrina -más adelante haré ver las razones subyacentes a este empleo de la letra cursiva- conceda el menor puesto a la relación interhumana tradicionalmente llamada «amistad»? Más aún debe decirse: ¿no es cierto que la doctrina marxista -concepción del hombre como «ser genérico» (Gattungswesen), idea de la comunidad futura como único ámbito donde el individuo humano puede ejercitar y realizar su libertad, progresiva y significativa abolición en los escritos de Marx del término «persona», casi siempre sustituido por el de «individuo», referencia de la «vida privada» a la «vida burguesa», visión de la sociedad como «mediadora necesaria» en la relación entre el hombre y la naturaleza, etc.-, puesta como tal doctrina en el trance, negaría última razón de ser a una vinculación entre dos individuos humanos que fuese cosa distinta de la pura camaradería? Sólo a través de la relación amoroso-sexual entre el varón y la mujer, y -puesto que Marx se hallaba a mil leguas de admitir el llamado «amor libre»- sólo a través de la familia, podría ser «natural» y «social», de un modo a la vez fundamental y directo, la relación entre hombre y hombre; pero sólo a través del trabajo y la sociedad sería capaz el hombre de establecer relaciones interhumanas más desinteresadas y más humanamente universales que las inherentes al núcleo familiar.

No: la amistad en cuanto tal no tiene y no puede tener su puesto al sol en el ámbito del pensamiento de Carlos Marx32. Pero «poniendo sobre los pies», como el mismo Marx diría, la doctrina de Hegel, es decir, haciendo realista y materialista la dialéctica idealista y espiritualista de su maestro, Marx-, directa o indirectamente, ha sido el más importante y eficaz agente histórico en la faena de dar vigencia popular y universal a la operación que Hegel había poco antes iniciado: la resuelta concepción teórica y práctica de la amistad como escueta camaradería. En el caso de Marx, la camaradería entre los hombres que luchan por convertir en «no alienante» el trabajo del hombre (acción revolucionaria) y entre los que, parcial o totalmente lograda esa meta, trabajan solidariamente para humanizar el cosmos y realizar de manera plenaria todas las virtualidades de la naturaleza humana.

A través de los nada leves obstáculos que constituyen el sentimiento nacional y los intereses de grupo o de clase, la Revolución Francesa -precedida, justo es decirlo, por la Constitución norteamericana- suscitó entre los hombres una camaradería universal de la libertad en el mundo. Pues bien: dando un paso más, y desarrollando gérmenes ya existentes en el espíritu de aquella Revolución, los movimientos proletarios del siglo XIX, con Marx y el marxismo en lugar muy destacado, han suscitado luego, complementariamente, la camaradería universal del trabajo en el mundo33. He aquí dos sucesos gigantescos, sin cuya atenta y leal consideración no podría entenderse de modo correcto el destino histórico de la idea de la amistad desde el Romanticismo hasta hoy, ni podría edificarse de manera decorosa una teoría de ella adecuada a las exigencias sociales y morales de nuestra época.

Mas ya sabemos que, como afirma la certera frase inglesa antes recordada, «los hechos son cosas tercas». Y hecho social bien patente es que la amistad, la amistad genuina, pese a todas las dificultades doctrinales y políticas que un observador objetivo pueda y deba a tal respecto señalar, no ha dejado de existir en los países más férreamente configurados por el marxismo. Una pregunta ad hominem, perteneciente también al orden de los hechos: entre Marx y Engels, entre Lenin y Trotsky, ¿hubo sólo pura camaradería de pensadores y luchadores, o hubo además de ella, aunque sólo fuera en ciertas ocasiones, verdadera amistad? Y si la respuesta debe ser, como pienso, afirmativa, una nueva interrogación, esta ya pertinente al orden de la realidad y del pensamiento: ¿no será la amistad una posibilidad constante de la naturaleza humana y, en determinadas situaciones de esta, una auténtica necesidad moral?34




ArribaAbajo

IV.- Después de Kant y Fichte -con las matizadas reservas que luego he de hacer a propósito del Romanticismo-, la tradicional idea de la amistad naufraga o se disuelve en el «espíritu objetivo» y la «general conciencia de sí» (Hegel), en la concepción del amor como puro altruismo al servicio de la Humanidad entera (Comte) y en la visión filosófica del hombre como «ser genérico» y de la dinámica de la existencia humana como «materialismo dialéctico» (Marx y Engels). Pues bien: pasando de la Europa continental al Reino Unido, otro tanto cabe decir respecto de la metódica y reiterada interpretación de la relación amistosa, por parte de casi todos los pensadores británicos, como una peculiar forma de la «simpatía», sea directa e inmediata esa interpretación (así acontece en la línea histórica que parte de Shaftesbury, pasa luego por Hutcheson y Hume, y a través de Adam Smith llega hasta el pensamiento británico del siglo XIX), hágase indirecta y consecutiva (tal es el caso en la obra de Jeremy Bentham y, con importantes matices nuevos, en la de John Stuart Mill: la afirmación de un «principio de utilidad» y un «principio del placer» que terminan haciéndose fuentes de vida social, simpatía y filantropía) o se manifieste, en fin, a través de la doctrina de un «instinto social» formado por evolución del que ya en los animales existía (Bain, el propio Stuart Mill, Darwin, Spencer).

«Apenas podría yo conceder el título de hombre -había afirmado Shaftesbury por boca de Philocles, personaje de su diálogo The Moralists- a quien nunca se hubiese llamado a sí mismo o hubiese sido llamado amigo». Pero cuando el filósofo quiere dar razón de este sentimiento y este nombre, apela resueltamente a la existencia en el yo (self) de un primario instinto simpático; con lo cual no hace otra cosa que dar una versión moderna a la doctrina estoica de la oikeiôsis y desconocer a radice -aunque él escribió en la cristiana o poscristiana Europa de comienzos del siglo XVIII- la condición rigurosamente «personal», por tanto trans-instintiva y trans-simpática, de la verdadera relación amistosa35. Lo mismo cabe decir, mutatis mutandis, de Hutcheson, el primero en equiparar la vida social y el amor interhumano a la gravitación universal newtoniana, y luego de Hume, Adam Smith y todos los autores más arriba citados. «Simpatía» e «instinto social»: los dos piélagos sentimentales -existentes en la naturaleza humana, sin duda alguna, pero por completo inadecuados, como tan irrefutablemente demostró Max Scheler, para entender la originaria condición «personal» del hombre y de sus más esenciales actividades-, los dos piélagos, digo, en que allende el Canal de la Mancha naufragó o se disolvió durante los siglos XVIII y XIX la idea tradicional de la amistad. También sobre suelo británico, ¿qué habrían respondido Robert Browning y Elizabeth Barret a quienes hubiesen tratado de entender como pura intensificación de un social feeling su tan íntimamente amistoso amor?




ArribaAbajo

V.- Pero -se dirá-, ¿y el Romanticismo? ¿Es que la total historia de Occidente ha conocido una época en que la amistad fuese con más entusiasmo cultivada y ensalzada? La vigencia histórica de la mentalidad romántica, ¿no se prolonga acaso hasta el comedio del siglo XIX, e incluso hasta ya bien iniciada la segunda mitad de este? Y si de la mentalidad romántica es parte tan esencial la filosofía o la afición a cultivarla, ¿cómo puede responsablemente afirmarse que la teoría de la amistad -no la realidad de esta en la vida social, lo repito, sino su visión filosófica- no existe formalmente en el pensamiento occidental ulterior a Kant y Fichte?

En cuanto a la realidad social de la amistad y al entusiasmo literario por ella -cartas, ensayos-, cualquier pintura sería pálida. En su juvenil biografía de Schleiermacher, Dilthey describe el círculo intelectual y literario que hacia 1798 rodeaba en Berlín a su biografiado como «una íntima comunidad, en cuyo seno hasta las medias palabras eran bien comprendidas», y dentro de la cual reinaba «una clara alegría, una alegría consciente de sí misma, tanto en la vida social y en las conversaciones, día tras día intensamente cultivadas, como en las profundas relaciones afectivas»; un pequeño mundo, en suma, donde se convivía en cordial y verdadera amistad. Con bien escasas variantes, de cualquier ciudad europea de la época podría decirse lo que Dilthey dice del Berlín romántico. Para no salir de Madrid, piénsese lo que algunos años más tarde, aunque todavía vigente el Romanticismo, fue el medio literario en que el joven Zorrilla cantó el general dolor de los escritores españoles por la trágica muerte de Larra. ¿Cómo olvidar, en fin, el encopetado París de Madame Recamier y el alegre e impecune de las Escenas de la vida bohemia?

En aras de la brevedad, mas también movido por la más acusada propensión filosófica de sus principales representantes, voy a limitar mi concisa descripción al Romanticismo germánico. Verdadero apologista de la amistad fue en Alemania el prerromántico Herder (1733-1803): sin amistad -piensa Herder- la vida carecería de sabor; la relación amistosa sólo es posible entre hombres libres y no idénticos, consonantes, pero no unísonos; la capacidad para ella es la que en cada individuo da la exacta medida del amor a la humanidad: «[...] los más generalizadores de los cosmopolitas son casi siempre los más menesterosos de los mendigos; y así, queriendo extender su amor al mundo entero, no suelen amar otra cosa que su propio yo». Otro tanto cabe decir del filósofo, plenamente romántico ya, Fr. H. Jacobi (1743-1819); para el cual el amor de amistad vale tanto, que ennoblece por igual a quien lo siente y a la persona por la cual se siente, aunque en la humana realidad de esta haya deficiencias y lacras bien manifiestas.

Pero el entusiasmo por la amistad llega a su ápice en el círculo filosófico y poético de que son centro Novalis, los hermanos Schlegel, Tieck, Carolina Böhmer y Schleiermacher. Más aún que sus escritos destinados a la imprenta, las cartas de estos hombres -lo cual, como veremos, no deja de ser doctrinal e históricamente significativo- son una verdadera mina de los más ditirámbicos elogios de la relación amistosa. En lo tocante a la amistad soy una bestia insaciable y solo en los amigos vivo, declara Fr. Schlegel; la comunidad (amistosa) es nuestra más íntima esencia, confiesa Novalis; muerte de la relación más estrecha es la ausencia del amigo, exclama Carolina Böhmer; tu profesión más propia es la amistad, escribe Fr. Schlegel a Schleiermacher, como respondiendo de antemano a la pregunta sobre sí mismo que este iba a hacer poco más tarde en una carta a Henriette Herz: «Tener una existencia nunca independiente, ¿no es cosa que pertenece a mi naturaleza, no será toda mi actividad un producto de la comunicación?»; la amistad, en suma, es un sublime, un sagrado misterio del alma humana y del mundo entero (Novalis a Fr. Schlegel, Fr. Schlegel a Schleiermacher, Tieck a Solger).

Pero allende sus ardorosas expresiones, ¿qué nos dicen acerca de la esencia de la amistad los pensadores y literatos románticos? Bien poco; en el fondo, nada que de una u otra forma no hubiese sido dicho, aunque ahora los términos sean nuevos y llamativos. Novalis habla de la Symorganisation y la Symevolution de los amigos; Tieck, de una Sympathie capaz de engendrar simultáneamente en varias mentes un mismo pensamiento; en su novela Lucinde, Fr. Schlegel distingue dos formas de la amistad, la «externa», por obra de la cual todo hombre digno va conquistando en su vida amigos merecedores de serlo, y la «interna», una «maravillosa simetría de lo más propio de cada uno», el humilde, delicado, divino sentimiento de saberse uno completado por la íntima divinidad de los demás, de ser humanamente con Dios, si así, a la manera romántica, vale ahora decirlo. A Schleiermacher le debemos una linda frase sobre la amistad («El amor tiende a hacer de dos uno; la amistad, a hacer de uno dos»; pero esta tesis, ¿no estaba ya en el multiplier son étre, et vivre dans autrui, de Voltaire?) y una cuasihegeliana definición de ella: la amistad sería «una fusión orgánica con el amigo que por una parte se endereza a la praxis» (esto es, a la operación en el mundo; por tanto, a la camaradería), y «que descansa, por otra, en la mutua complementación de las conciencias de sí, siempre relativamente contrapuestas, hasta hacerse conciencia genérica» (hegelianamente, el paso de la conciencia de sí individual a la conciencia de sí general). Enfrascado en su Naturphilosophie, el más romántico de los filósofos y el más filósofo de los románticos, Schelling, no presta la menor atención a la amistad. Y el nebuloso panteísmo de Krause ve la relación amistosa como el vínculo elemental primario del «gran todo» amoroso que debe ser la universal sociedad del género humano.

¿Qué viene a ser la amistad, a la postre, en la mente de los románticos alemanes, bajo el encendido entusiasmo común por ella y los ineludibles matices individuales ante ella? A mi juicio, tan solo un esbozo y un intento: por una parte, el intento de conciliar entre sí, por la vía del amor, la visión sacral de la persona que ya había afirmado Kant («Entra en la comunidad preservando tu entera individualidad», escribe Schleiermacher en sus Grundlinien einer Kritik der bisherigen Sittenlehre) y la concepción organísmica de la humanidad y del universo, tantas veces proclamada bajo distintas formas, paganas unas, cristianas otras, desde la sympátheia tôn hólôn de la Antigüedad tardía hasta esos años del siglo XIX; por otra parte, el poco preciso esbozo literario y filosófico en que, pese a tanta delicadeza espiritual y a tanto ingenio, viene a quedar la realización intelectual de la común y ambiciosa tentativa. Nobleza del espíritu, entusiasmo, brillantez expresiva, intuiciones con frecuencia felices y profundas; pero en lo tocante a una verdadera concepción teorética de la amistad, acabamos de verlo, nada que en verdad sea importante y nuevo. A mi modo de ver, tal es el balance del pensamiento romántico sobre la relación amistosa y la razón por la cual son las cartas personales y no los tratados el más importante vehículo para la expresión verbal de ese pensamiento. Vuelvo a lo dicho: en mi opinión, Kant es el último gran clásico de la teoría de la amistad.




ArribaAbajo

VI.- La literatura filosófica sobre la amistad o en torno a ella -y también la literatura de ficción: ¿cómo olvidar ese imperecedero y eficacísimo monumento literario a la vida en amistad que es la más célebre de las novelas de Alejandro Dumas, Los tres mosqueteros?- no acaba, ciertamente, con el Romanticismo. Detractores unos, con mayor o menor sinceridad, del sentimiento amistoso (para Schopenhauer, un espejismo o una utopía; para Stirner, un engaño o una aberración), reivindicadores otros de él con argumentos distintos (así Feuerbach, Emerson y Eduard von Hartmann), no son pocos los pensadores poskantianos y no románticos del siglo XIX que siguen mostrando con la pluma la inextinguible pervivencia de la amistad, pese a lo que con ella habían hecho en el orden filosófico los tres titanes de la centuria, Hegel, Comte y Marx. Pero, en el rigor de los términos, ¿puede decirse que las mentes de Feuerbach, Emerson y von Hartmann se muevan en el nivel de Aristóteles, Santo Tomás y Kant, cuando estos, cada uno a su modo, tratan de la amistad? Con otras palabras: esos que he llamado «reivindicadores de la amistad», ¿son algo más que débiles voces aisladas, cuando el pensamiento del mundo occidental, bajo la eficaz impronta -directa o indirecta- de Hegel, Comte y Marx, se está lanzando a la aventura intelectual y práctica de entender la amistad como camaradería?

Solitario disfrazado de solitario -«la soledad es mi amante», escribió una vez-, amargo revestido de amargura, el pesimista Schopenhauer (1788-1860) habla en sus obras de la amistad, la concibe como el resultado de una mezcla de egoísmo utilitario y compasión, con casi constante predominio del primero, y acaba considerando que una amistad a la que con alguna razón pueda llamarse «verdadera» o «ideal» pertenece a ese género de cosas de las que, como de las grandes serpientes marinas, no sabe uno si en verdad existen o no pasan de ser pura fábula; y no sólo porque en la naturaleza humana domine de ordinario el egoísmo, mas también porque es cuestionable si realmente hay hombres merecedores de tal amistad, aunque algunos jóvenes generosos así parezcan creerlo con su conducta. El tan cacareado «instinto social» no sería, por otra parte, sino un fruto de la pobreza de espíritu y del tedio; el individuo íntimamente fuerte y rico es mucho más asocial que social. Sólo en un manuscrito póstumo parece abrirse la mente de Schopenhauer a una auténtica teoría de la amistad: esta vendría a ser la consagración a un solo individuo de algo que únicamente el todo de la humanidad merece, y en esta verdad tendría su último fundamento el hecho de que un hombre pueda reconocerse a sí mismo -o así lo crea- en la persona de su amigo.

Con gran agudeza supo descubrir Karl Löwith el temprano mérito de Feuerbach (1804-1872) en el descubrimiento del papel que «el otro», bajo forma de «tú», desempeña en la constitución efectiva de la entidad del hombre en tanto que «yo»; y no sólo como mediador dialéctico en el paso de la conciencia de sí individual a la conciencia de sí general, según lo que había enseñado Hegel, sino como realidad psicofísica y sensible. De ahí que la amistad no sea para Feuerbach un hecho precursor transitorio en la historia de la humanidad, sino una meta y un ideal; y a la vez, que la individualidad personal de los amigos -si es que el término «persona» puede ser lícitamente usado para describir el pensamiento de un hegeliano premarxista- nunca desaparezca en la relación amistosa. «Verdadera amistad -escribe Feuerbach- sólo existe allí donde los límites de ella son observados con una conciencia religiosa, con la conciencia del creyente cuando venera la dignidad de su dios. ¡Sagrada es, y sea para ti sagrada la amistad!». El egoísmo, en consecuencia, no se opone a la amistad; porque, ¿qué otra cosa sino una satisfacción recíproca de dos egoísmos no inconciliables es el hecho de que cada uno de los amigos desee y procure el bien del otro? Feuerbach, agudo descubridor del «tú» en el alter ego, no sabe percibir la realidad propia del «nosotros», cuando este es «nosotros dos», nous deux, si se quiere decirlo a la manera francesa. Nadie podría esperar que Max Stirner (1806-1856), el autor de El único y su propiedad, el más extremado individualista en la historia del pensamiento occidental, fuese un teórico de la amistad, como no se llame «teoría de la amistad» al hecho de afirmar que la relación interhumana así llamada sólo es aceptable cuando sirve al propio egoísmo. «Sólo es mío mi amor cuando consiste en un interés utilitario y egoísta, de tal modo, que el objeto de mi amor es realmente mi objeto o mi propiedad. Y frente a mi propiedad yo no soy deudor ni tengo deber alguno»; textualmente, tal es el nervio del pensamiento de Stirner acerca del amor y la amistad. No puede extrañar oírle decir, fisiológica y aun gastronómicamente, que para su corazón un amigo es puro alimento, como las patatas (sic) para su estómago. Ni tampoco que el concepto de «sociedad» (Gesellschaft) deba ser metódicamente sustituido por los de «mutuo comercio» (Verkehr) y «asociación» de intereses individuales (Verein).

Con indudable originalidad -una originalidad a la vez personal, ochocentista y norteamericana-, el filósofo Ralph Waldo Emerson (1803-1882), insaciable lector, sabe recoger el amplio legado del pensamiento occidental acerca de la amistad y meditar luego sobre esta. Tres son, a mi juicio, las tesis principales de su ensayo On Friendship:

  1. La amistad es un sentimiento de más alta calidad ética que el amor; este no pasaría de ser un símbolo -egregio, eso sí- del valor supremo de la amistad. La relación amistosa debe ser objeto, por tanto, de una veneración verdaderamente religiosa y de la más alta estimación práctica, porque sólo quien de veras ha comprendido la ética de la amistad, sólo él puede aprender de manera profunda la lección de la vida.
  2. Únicamente es capaz de amistad verdadera quien en la realización de su propia vida sea capaz de prescindir de la amistad36.
  3. Por muy íntima que sea la amistad, no comporta «unificación» real; puesto que sólo reconociendo la autonomía personal del amigo puede haber amistad genuina, los dos amigos deben ser, en verdad, «dos». A través de las lecturas y las reflexiones de Emerson, ¿no se está viendo en su pensamiento sobre la amistad una imagen de la que entre dos osados pioneros del Far-West tantas veces nos ha presentado, ya en nuestro siglo, la cinematografía de Hollywood?

Dos palabras, en fin, sobre las benéficas y optimistas consideraciones que Eduard von Hartmann (1842-1906), antípoda, a este respecto, de Max Stirner, dedica a la amistad en su Fenomenología de la conciencia moral. Como los pensadores ingleses, von Hartmann afirma la existencia de un «instinto» o «impulso social» en los senos del alma humana; instinto sobre cuyo fondo se levantaría, alimentada en ocasiones por el interés común y configurada siempre por el respeto y la confianza, la verdadera relación amistosa. Sólo en la amistad actúa plenamente el hombre conforme a la «personalidad» que él en sí y por sí mismo es; y esto acontecería de manera suprema en el matrimonio, cuando en este hay lo que debe haber, auténtica comunidad de sentimientos y de intereses. Tanto pesa tal idea en la mente de von Hartmann, que la relación amistosa no podría en su opinión llegar a buen término si en ella uno de los amigos no aceptase un papel de algún modo femenino, la habitual sumisión de su persona a la persona del otro.

Detractores de la amistad y reivindicadores de ella. Pero en relación con nuestro tema, ¿qué vale la obra de todos ellos al lado de lo que -bajo la común influencia, no bien advertida entonces, de Hegel, Comte y Marx- está comenzando a ser el mundo occidental? Esos alegatos aislados en pro de la amistad, ¿qué suponen, en el seno de una sociedad cada vez más empapada de espíritu objetivo, moral del trabajo, mentalidad positivista y pasión revolucionaria? En lo que a la amistad atañe, nadie va a decirlo tan penetrante y patéticamente como Federico Nietzsche, último de los grandes titanes de su época y alucinado visionario de una época nueva.




ArribaAbajo

VII.- No se trata ahora de juzgar lo que la figura y la obra de Federico Nietzsche (1844-1900) históricamente fueron; trátase tan solo de ver y entender lo que él sintió, pensó y dijo acerca de la amistad. Para lo cual deberemos poner juntos dos hechos complementarios entre sí: uno de ellos bien patente, que Nietzsche fue de por vida un gigantesco y peregrino solitario; el otro harto menos conocido, que nunca dejo de ser un descomunal apologista de la amistad. Su voluntaria y peregrinante soledad era para él fuente de orgullo, ese soberano orgullo del hombre que como un monolito se levanta sobre su mundo y se afirma a sí mismo contra él, y a la vez causa de dolor, el dolor entrañable de quien siente que esa soledad suya le hace ser hombre incompleto, y en definitiva hombre enfermo. Su ansia de amistad, por otra parte, trae a su alma esperanza, porque cree que la amistad puede sanarle, y pone en ella temor, porque inevitablemente le invade la sospecha de que el trato con amigos le hará perder algo de lo que él en sí y por sí mismo es. Tal fue una de las más hondas raíces psicológicas de su drama personal.

Así nos lo hace ver, ante todo, su correspondencia juvenil con Erwin Rohde -una estrechísima amistad que más tarde había de terminar en penosa ruptura- y sus ulteriores cartas a Peter Gast y a su hermana Elisabeth Forster-Nietzsche. El Nietzsche joven, el amigo íntimo de Erwin Rohde, necesita de los amigos para robustecer -él mismo lo dice- su «débil y miserable» fe en sí mismo. Un amigo es a sus ojos una alta e incomprensible maravilla, un hombre que no desea nada para sí y da de sí todo; y como otros devotos de la amistad muy anteriores a él, San Agustín y Petrarca, sueña la posibilidad de un cenobio o falansterio donde el ideal helénico del syzên, de la concorde convivencia, pueda ser diariamente cultivado por un grupo de auténticos amigos. Más tarde confesará a Peter Gast el dolor de su aislamiento y escribirá a su hermana: «Mi salud, en verdad, es por completo normal; pero mi pobre alma sigue siendo tan vulnerable y siente siempre el ansia de buenos amigos, de hombres que yo sienta iguales a mí. Procúrame un pequeño círculo de personas que quieran oírme y entenderme, y me tendrás sano». Con razón dice Elisabeth Förster que la filosofía de su hermano no fue otra cosa que una búsqueda de hombres semejantes a él. Un hombre vocado al robo de hombres, un verdadero corsario de seres humanos, se llama Nietzsche a sí mismo en una carta a von Seydlitz, para ponderar su íntima, quemante, incesante sed de compañía y comprensión.

¿Podrá evitar Nietzsche que estos sentimientos personales se mezclen luego doctrinariamente con su propia visión de la vida humana y de la historia? Del modo más patente acontece esto en la época de Así hablaba Zaratustra y Más allá del bien y del mal. Desde tres principales puntos de vista cabe considerar la concepción nietzscheana de la amistad, a partir del momento en que esta, sin dejar de ser íntima necesidad, se convierte en tema de reflexión y de profecía; el punto de vista antropológico, el ético y el histórico.

Todo hombre auténtico es y tiene que ser hombre solitario, piensa Nietzsche: «Uno ve todavía, y habla para no callar, y para no callar escribe cartas. Pero una mirada me declara la verdad, y la verdad, muy bien la oigo, me dice así: Amigo Nietzsche, estás solo, enteramente solo»; así escribía desde Niza a Erwin Rohde, apenas acabada la redacción del Zaratustra (1884), quien todavía era amigo de ese gran amigo suyo. Pero el anacoreta, der Einsiedler, como en el propio Zaratustra él se llama a sí mismo, necesita del amigo desde el más hondo seno de su alma; porque «ser siempre uno» es demasiado para cualquier hombre, y el desdoblamiento íntimo a que esa soledad le obliga -por una parte, el «yo», por otra, el «me», el «a mí»; das Ich y das Mich- y luego el consecutivo y constante diálogo interno entre esos dos fragmentos de su persona, llegan a serle absolutamente insoportables. Sólo un tercero puede salvar al anacoreta y a su diálogo interior de un total hundimiento en el abismo, y ese tercero es el amigo; este es el flotador que le pone la existencia sobre la superficie del mar, sobre el nivel de la vida; en último extremo, quien le reconcilia consigo mismo. La amistad, en suma, es para Nietzsche una íntima, constitutiva necesidad de la existencia humana, cuando esta llega a realizarse a sí misma del modo más auténtico; necesidad tan constitutiva e íntima, que «la verdadera veneración» ante la realidad de otro hombre habla así, cuando falta la osadía suficiente para pedir de él su amistad: «¡Sé por lo menos mi enemigo!». Que el otro sea, pues, amigo, y que siéndolo me ayude a ser yo mismo; porque «nuestra fe en otro nos revela en qué quisiéramos creer al creer en nosotros mismos».

A esta concepción antropológica de la amistad, cuya más central aporía -la exigente y frenética afirmación de la propia personalidad precisamente en la comunidad de la relación amistosa- tanto y tantas veces había de atormentar el alma de Nietzsche, únese en la ética nietzscheana la hostilidad, tan constante en ella, contra el mandamiento cristiano del amor al prójimo. El amor al prójimo no sería otra cosa que el nombre con que disimulan su debilidad quienes no saben sostenerse a sí mismos; una evasión, un cobarde no dar la cara (ein Umherschweifen) al arduo imperativo de modelar el mundo. Frente al mandamiento del «amor al más cercano» (Nachstenlkbe, «amor al prójimo»), Nietzsche proclama el precepto del «amor al más lejano» (Fernstenliebe), y sobre la realidad del prójimo pone resueltamente la realidad del amigo: «No os enseño el prójimo, sino el amigo. Sea el amigo para vosotros lo firme de la tierra... Os enseño el amigo, con su bien henchido corazón; pero hay que saber hacerse esponja, si uno quiere ser amado por un corazón de veras henchido. Os enseño el amigo, el hombre en quien el mundo siempre está dispuesto..., el amigo que crea y procura, el que siempre tiene, pronto para el regalo, un mundo ya concluso»37.

Otros preceptos es posible señalar en la dispersa ética nietzscheana de la amistad: no entregarla a una sola persona, para evitar que la relación amistosa se convierta en encarcelamiento; no proponerse como ideal la entera desnudez del alma propia ante los ojos del amigo, porque sólo a los dioses avergüenza el uso del vestido; pensar que todo espíritu profundo necesita una máscara al realizarse entre los demás y que sólo con ella se actúa sobre el corazón y sobre la cabeza de los amigos, pero sin olvidar nunca que la mejor máscara es el propio rostro; evitar ser esclavo y tirano: los esclavos no pueden ser amigos y los tiranos pueden tenerlos; ser maestro en la adivinación y en el silencio, porque en uno y en otra consiste la maestría de la amistad.

Considerada en su plenitud y así concebida, ¿qué es la amistad: una realidad ya existente o un ideal utópico? Para Nietzsche, ninguna de ambas cosas; es -mejor dicho, será- una realidad del porvenir; y así, esa adivinada, soñada plenitud constituiría la mejor prenda presente respecto del advenimiento de este ya cercano futuro. «Que el futuro y lo lejano -lo más lejano, por contraposición a lo más próximo- sean para ti la causa de tu hoy, dice a los suyos Zaratustra; en tu amigo debes amar como causa tuya al Superhombre». El amigo, en efecto, debe ser «un presentimiento del Superhombre»; y «una flecha y una avidez hacia el Superhombre» tiene que ser para él quien por amigo le tenga.

El verdadero amigo: un hombre que sabe no olvidar nunca su propia personalidad («Sed siempre para mí -pide Nietzsche- de aquellos que se aman a sí mismos»); alguien que para su amigo quiere y es capaz de ser «aire limpio, soledad, pan y bálsamo medicinal» y que, aun no sabiendo desprenderse de sus propias cadenas, llega a constituirse en verdadero redentor; el óptimo educador para los propios hijos38. Amigos, pues; sobre todo, como profética y apasionadamente cantan los versos finales del Zaratustra, los nuevos, los que no han sido hechos ni han sido deshechos dentro de la asfixiante vida en que hasta entonces ha tenido que moverse el visionario anacoreta:


¡Al amigo espero, dispuesto día y noche!
¡A los amigos nuevos! ¡Venid, venid, ya es tiempo!



Pero lo que el mundo en torno ofrece a la contemplación del visionario no es todavía amistad verdadera; es simple camaradería. Lúcido vidente de su propio tiempo, no profeta enloquecido de un posible tiempo futuro, Nietzsche descubre a su alrededor el resultado a que ha conducido el imperio creciente del «espíritu objetivo» -o la obra común de Hegel, Comte y Marx, si uno prefiere referir la realidad histórica a los hombres que la han definido, y en buena parte la han creado-, y en la última línea de su reflexión «Sobre el amigo» grita así: «Hay camaradería. ¡Ojalá un día haya amistad!». En relación con nuestro tema -la historia del pensamiento acerca de la amistad, no la historia de la realidad actual de ella-, esta sentencia de Zaratustra es tal vez la clave de todo lo que tras la muerte de Kant ha acontecido en el planeta.

La tarde del 28 de agosto de 1900, casi en el filo de los siglos XIX y XX, era enterrado en el cementerio de Röcken el cadáver de Federico Nietzsche. Unos cuantos amigos suyos dijeron entonces su amistad y su dolor a quien ya no podía oírles; en último lugar, el compositor Peter Gast. Weltbewegender Geist, «espíritu motor del mundo», llamó el músico al pensador muerto. En lo tocante a la amistad, ¿iba a ser cierto ese juicio? Nuestro siglo, ¿daría por fin cumplimiento al vehemente deseo que casi veinte años antes había expresado el autor de Así hablaba Zaratustra?




ArribaAbajo

VIII.- Desde un punto de vista meramente cronológico, el siglo XX comienza, naturalmente, con el año 1901; desde un punto de vista plenamente histórico y vital, sólo en 1918, tras la Revolución de Octubre y la Primera Guerra Mundial. Lo cual quiere decir que desde 1900 hasta 1914, la belle époque de Europa, prosigue sin solución de continuidad la vida histórica y social vigente en aquella durante el período final del siglo XIX39. Así lo confirma, para no salir de nuestro tema, todo lo que a él concierne.

Entre 1900 y 1914, ¿qué es la amistad, en efecto, dentro del mundo occidental? En el seno de la vida real, un hecho sin duda frecuente, pero cada vez más envuelto y penetrado por la marea creciente que en la sociedad europea y americana es la relación de camaradería; el diagnóstico de Nietzsche en 1883 continuaba por completo vigente. Y en el orbe del pensamiento, un tema que de cuando en cuando da lugar a ensayos de erudición o de ingenio, en los cuales nada sustancial se añade a lo que sobre él se había dicho hasta entonces. No pocos en Francia, país de ingenio brillante y dulce vivir; ahí están los de Chauvet, Montier, Faguet, Mme. de Manson, Mme. L. Barbier-Jussy. Muchos menos en Alemania, pese al dolorido grito nietzscheano; aparte las reflexiones sociológicas de Simmel a que más tarde habré de referirme, tan solo -en cuanto yo sé- las páginas que en su libro Der Sinn und Wert des Lebens («El sentido y el valor de la vida») consagra R. Eucken (1846-1926) a la esencia de la amistad, sin ofrecer al lector más que el modesto compromiso intelectual entre un epicureísmo mitigado (la utilidad recíproca, fundamento de la relación amistosa) y una moderada creencia en la amistad verdadera (conversión del afán de utilidad en sentimiento amistoso íntimo y desinteresado, cuando de manera concorde perdura el trato utilitario entre los amigos). Mientras tanto, la optimista camaradería del boy-scout triunfa en el mundo anglosajón y, a partir de 1904, la Jugendbewegung («Movimiento de la juventud») va congregando en bosques y praderas a los mozos y a las muchachas de aquella Germanía bajo este significativo lema: «Camaradería. ¡Abajo las convenciones!». ¿Será la amistad una de ellas?

Algo en Europa, sin embargo, parece preludiar una nueva visión de la amistad; algo que se inicia tenuemente antes de 1914 -anteriores a esta decisiva fecha, son, en efecto, los primeros trabajos de Scheler, Ortega, Martin Buber y Spranger-, pero que sólo después de 1918 adquirirá cuerpo consistente y ofrecerá verdadera esperanza histórica en el seno de la cultura europea. ¿Qué era, qué iba a ser esa prometedora novedad? Y, sobre todo, ¿qué iba a ser de ella en los años futuros?

A la primera de esas dos interrogaciones puede darse una respuesta esquemáticamente integrada por tres puntos:

  1. El metafísico. Después de la fenomenología de Husserl, del neokantismo de Cohen y del atmosférico positivismo de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros lustros del XX, otra vez parece posible la consideración metafísica de la realidad (Bergson, Whitehead, Scheler, Ortega, Buber, Hartmann, Spranger, Heidegger, Jaspers).
  2. El antropológico. La vida humana comienza a ser tratada según su peculiar realidad, allende el puro idealismo de la filosofía precedente y el puro positivismo de la arrolladora ciencia natural (Ortega, Scheler, incipiente antropología patológica de L. von Krehl, V. von Weizsäcker y los médicos que en torno a O. Schwarz constituyen hacia 1925 el «círculo de Viena»), y reaparece en el pensamiento europeo la noción de «persona» (recta, aunque insuficientemente en Max Scheler; confusa y desorientadoramente en el patólogo Fr. Kraus).
  3. El social. Tras el auge de la sociología positivista, apunta una sociología que parece hacer inéditamente fecunda la temprana distinción de Tönnies (1887) entre «sociedad» y «comunidad» (Spann, Sombart, Vierkandt, Litt, Scheler). Por otra parte, el tipo histórico del «burgués» (vida como adaptación dominadora y no como espontaneidad creadora, self-control, espíritu de lucro y ahorro, conducta más competitiva que cooperativa, gusto invencible por la ordenación racional, la previsión y la seguridad, temor patente o secreto a la novedad, la aventura y la sorpresa) parece ser sustituido por otro, en el que predominan la afirmación resuelta de la vida humana tal como esta es y una vivencia más honda y más real de la libertad, la originalidad y la justicia en el mundo (iniciación de la física, la biología, la pintura y la arquitectura actuales; y en el orden del pensamiento filosófico y psicológico, Scheler, Buber, Ortega, Mounier y las primeras proyecciones sociales del psicoanálisis de Freud).

Todo parecía dispuesto en Europa para que después de un ocaso de más de un siglo, cumpliendo literalmente la anhelante consigna del Zaratustra nietzscheano -«Hay camaradería. ¡Ojalá un día haya amistad!»-, surgiese una teoría de la relación amistosa que fuese la respuesta de nuestro siglo al secular problema perì philías o de amicitia; una doctrina que, elaborada desde los presupuestos intelectuales y sociales del siglo XX, fuese innovadora continuación de las que Aristóteles, Tomás de Aquino y Kant habían creado en y desde sus respectivas situaciones históricas. Pese a tan excelentes augurios, tal respuesta no llegó. En un conocido libro de Max Scheler, Esencia y formas de la simpatía, hay elementos muy valiosos, sin duda, para la elaboración de esa posible e inédita teoría, pero la amistad en cuanto tal no aparece formalmente en sus páginas. Es cierto que el tema del amor en general será frecuentemente tratado desde esa nueva situación del alma y de la mente. Con orientaciones religiosas y doctrinales muy distintas entre sí, toda una serie de plumas posteriores y hasta muy posteriores a 1914 -Unamuno, Scheler, Martin Buber, Ortega, Gabriel Marcel, Jaspers, Binswanger, Marañón, von Hildebrand, Lacroix, D'Arcy, Guitton...- van a estudiar la relación amorosa con arreglo a la mentalidad que parece dominar en Occidente durante la posguerra de 1918; esos años a los que luego será tópico llamar, a la inglesa, the happy twenties. ¿Puede decirse, sin embargo, que la singularísima forma del amor interhumano tradicionalmente llamada «amistad» ocupe dentro de esa amplia literatura el lugar que con toda justicia merece? En modo alguno. La linda conferencia De la amistad y el diálogo que el sutil y alertado Eugenio d'Ors pronunció en 1914, instalado ya en la actitud espiritual que él mismo había poco antes llamado noucentisme o «novocentismo», ¿podía acaso satisfacer esa evidente necesidad intelectual?40

Más aún: la filosofía en que parece alcanzar su culminación el pensamiento de esa década -la de Martin Heidegger en Sein und Zeit, 1927- radicaliza más y más la noción hegeliano-comtiano-marxista de la camaradería: en los análisis de Heidegger, el amor interhumano queda reducido a ser simple «procura» (Fürsorge), y los conceptos con que en ellos vienen entendidas y expresadas las formas más auténticas, de la coexistencia, la «existencia sujeta a destino» (schicksalhaftes Dasein) y el «destino comunal» (Geschick), no son otra cosa que trasuntos intelectuales de una visión del acontecer histórico colectivo en la cual el «camarada» es figura central e incluso figura única; actitud mental que en la obra heideggeriana se extenderá poco más tarde a la vida del trabajo y a la operación técnica, acaso, como tan documentadamente ha sugerido Jean-Michel Palmier, bajo la doble influencia del libro Der Arbeiter («El trabajador»), de Ernst Jünger, y de la descarriada y desventurada esperanza que en el alma alemana del gran filósofo suscitó en 1933 la subida al poder del Nacionalsocialismo. Tanto más difícil iba a ser la aparición de una teoría de la amistad en verdad adecuada a las exigencias intelectuales y sociales del siglo XX, cuando la historia del mundo occidental se vio fundamental y universalmente conmovida por dos magnos sucesos: ese que acabo de nombrar, la ascensión del Nacionalsocialismo al poder, y -en no lejana relación con él- la Segunda Guerra Mundial (1939-194,5). Dejemos al margen de nuestro breve análisis las enormes consecuencias político-sociales de esta (descolonización masiva, amplísima difusión del marxismo, problema de la juventud, masificación urbana, descomunal incremento del trabajo en equipo, auge fabuloso de la tecnificación de la vida), y contemplemos a vista de pájaro la vida intelectual del planeta desde 1945 hasta hoy mismo. En el conjunto de esa vida, no teniendo en cuenta, por tanto, las actitudes minoritarias, anacrónicas o no, ¿cuáles son las orientaciones del pensamiento que han dominado o dominan? A mi juicio, las siguientes: un marxismo cerradamente ortodoxo o, en ocasiones, más o menos originalmente desarrollado y críticamente revisado; el psicoanálisis, ortodoxamente freudiano unas veces y diversamente renovado otras; el positivismo, bien como vago y tácito hábito mental entre los hombres de ciencia -recuérdese lo dicho-, bien como riguroso y excluyente «neopositivismo» o «positivismo lógico» entre los seguidores de Moritz Schlick, Carnap y Wittgenstein; el existencialismo, bajo cualquiera de sus formas, desde la atea de Sartre hasta la cristiana y harto menos vigorosa de Gabriel Marcel; el estructuralismo, en cuanto que doctrina fundamental y sistemática de la cultura o como mera e insuficiente aspiración a serlo; un sociologismo que en ocasiones pretende ser empírico, pero que casi siempre viene abierta o subrepticiamente informado por alguno de los movimientos intelectuales que acabo de nombrar; y -last, but not least- una mentalidad formal o residualmente cristiana, que dentro de esa múltiple y más bien discorde encrucijada mental y social trata de afirmar de un modo tradicional o de manera inédita las internas y no extintas posibilidades históricas del cristianismo41.

Pues bien: descontada esta última actitud de la mente -más que la mente, del alma entera-, ¿puede responsablemente afirmarse que cualquiera de las restantes permite elaborar una teoría de la amistad adecuada a lo que la relación amistosa en sí y por sí misma es? No lo creo. Lo que a tal propósito da de sí el marxismo ortodoxo, dicho quedó páginas atrás, y otro tanto cabe afirmar, pienso, de los valiosos desarrollos que el pensamiento marxista ha logrado en nuestro siglo por obra de Georg Lukács, Ernst Bloch y cuantos, como estos dos filósofos, no se conforman siendo meros transcriptores o escoliastas de Carlos Marx42. En su bien conocido libro El malestar en la cultura (1930), Freud concibió la génesis de la amistad como la consecuencia psicosocial de una inhibición transformadora de la libido: «El amor inhibido -escribió- lleva a la creación de amistades, que son culturalmente valiosas porque no tienen las limitaciones del amor genital (esto es: la limitación de una libido genitalmente sentida y satisfecha), por ejemplo, su exclusividad». Pero la vinculación afectiva que pueda producir una inhibición de la libido -si es que uno acepta moverse sin reservas dentro de la antropología psicoanalista-, ¿puede en el rigor de los términos ser llamada «amistad interpersonal»? La noción de «persona», ineludible, a mi juicio, para la construcción de una teoría de la amistad capaz de trascender el puro naturalismo helénico, ¿cabe acaso en el cuadro de esa antropología? Tal vez en Marcusse o en Erich Fromm pueda descubrirse como postulado o como ideal la posibilidad de una amistad verdadera entre hombre y hombre, pero sería inútil buscar en sus libros el esbozo de una doctrina satisfactoria acerca de ella. Esperarla de los principios de Wittgenstein o del ulterior desarrollo de esos principios, sería algo así como esperar peras del olmo: la amistad en la mente de Wittgenstein, ¿podría ser, para decirlo con una conocida fórmula suya, otra cosa que «un embrujamiento de la inteligencia por el lenguaje»? Piénsese a continuación si dentro de las cambiantes ideas de Sartre (el Sartre de L'être et le néant: el amor como rivalidad entre dos libertades, cada una de las cuales quiere reducir a objeto la naturaleza del otro; el Sartre de la Critique de la raison dialectique: teoría de la «serie» y del «grupo» como formas primarias de la convivencia social) tiene cabida la amistad stricto sensu. El intento de entender la relación amistosa con los métodos del estructuralismo -sea este el de Lévi-Strauss, el de Roland Barthes, el de Goldmann, el de Lacan, el de Foucault o el de Althusser- no sé a qué sofisticada y desrealizante construcción intelectual podría conducir. Y en cuanto a las posibilidades del sociologismo -no las de una sociología verdaderamente ambiciosa, pese a lo que sobre el tema quieran sostener algunos de los actuales sociólogos-, remito a lo que en páginas ulteriores habré de exponer.

No: lo que para muchos hombres dé este tiempo pasa por ser «pensamiento actual» no permite a la inteligencia elaborar una teoría de la amistad por igual adecuada a las exigencias de nuestro mundo y a lo que ella realmente es. ¿Por qué? ¿Es que la vinculación interpersonal que los griegos llamaron philía, los romanos y medievales amicitia y nosotros denominamos «amistad» ha desaparecido del planeta, o es que a ese «pensamiento actual», pese a su aparente y diversa riqueza, le faltan orientaciones e instrumentos mentales capaces de apresar en vivo la no extinta realidad de la relación amistosa? Resueltamente me inclino hacia el segundo término del dilema. Desvirtuada tantas veces por el egoísmo, trivializada por la prisa, dificultada por el peso enorme, múltiple e ineludible del «espíritu objetivo», desfigurada por el erotismo o corrompida por la droga, la verdadera amistad sigue existiendo en nuestros días. Pese a todo, los hombres actuales somos algo más que robots teledirigidos, trabajadores de tal hora a tal otra, veraneantes aturdidos y activistas de tal o cual movimiento social o político. Mírese cada cual a sí mismo; y si para desgracia suya sólo ve en su persona un robot, un trabajador, un veraneante a destajo o un activista, mire con ojos limpios en torno a sí; y si por obra de alguna ceguera doctrinaria le pasa entonces lo que en ciertas situaciones pasa al cangrejo ermitaño, que no sabe ver lo que realmente hay ante él, déjeme que yo, en páginas ulteriores, le diga con datos fehacientes algo de lo que ante él está realmente sucediendo. Sí; pese a todo, la amistad sigue existiendo sobre la tierra. Y si de veras existe, ¿qué debemos pensar hoy acerca de ella? Tal es, tal debe ser nuestro problema.




ArribaAbajo

IX.- Puesto que la amistad no ha dejado de existir y puesto que, dígase lo que se quiera, no parece ser todavía una actividad humana en vías de extinción, tratemos de entenderla. ¿Cómo?

Hace ahora más de doce lustros, en el libro de que antes hice mención, Rudolf Eucken afirmaba que desde la Antigüedad clásica hasta entonces, y consideradas en sus rasgos más esenciales, las teorías acerca de la amistad seguían siendo las mismas: unas refieren la relación amistosa al principio de la utilidad posible y otras afirman que esa relación es valiosa en sí misma, en cuanto qué por esencia se halla arraigada en la naturaleza misma del hombre; hay autores que conciben la amistad desde el punto de vista de la estricta individualidad del amigo, y hay otros, en cambio, que la entienden partiendo de la sociedad, y por tanto desde la radical condición social del individuo humano. Las páginas anteriores muestran cumplidamente, pienso yo, la fundamental insuficiencia de este sumarísimo esquema. Desde Platón hasta el siglo XX, el amigo ha sido filosóficamente concebido unas veces como un ser natural, en el sentido* helénico o en el sentido moderno de esta última palabra, o como un ser personal; en la realidad concreta del sujeto de la relación amistosa se ha visto un puro individuo, «natural» unas veces y «personal» otras, o la individuación de una realidad natural trascendente a cada individuo (la oikeiôsis antigua o cualquiera de sus ulteriores versiones), o el miembro de una comunidad transnatural y transpersonal, de una suerte de «cuerpo místico»; y los fines de la relación amistosa han sido entendidos, bien desde la posible utilidad de cada uno de los amigos o de la sociedad a que ellos pertenecen, bien desde el goce del acto amistoso mismo, sea «deleitable» u «honesta», como Santo Tomás diría, la índole de tal fruición. Indudablemente, el esquema de Eucken era harto deficiente para reducir a tabla sistemática la historia de las concepciones filosóficas de la amistad43.

En los capítulos precedentes hemos contemplado, por otra parte, tres grandes clásicos, tres no superadas y acaso no superables cimas en la teoría de la relación amistosa: Aristóteles, Tomás de Aquino y Kant, respectivamente instalados en los presupuestos mentales y sociales de la situación en que existieron: la Antigüedad clásica, el cristianismo medieval -un cristianismo, lo repetiré, filosóficamente helenizado- y el mundo secularizado, pluralista y burgués que solemos llamar «moderno». Pues bien: para pensar hoy acerca de la amistad, ¿qué habremos de hacer? ¿Combinar a la luz de estos tres colosos del pensamiento las posibilidades intelectuales patentes o latentes en el esquema sistemático que acabo de diseñar? ¿Volver la vista a las que entre 1920 y 1930 apuntaron en Europa -esas de que entonces fueron titulares Scheler, Ortega, Martin Buber, Spranger, Gabriel Marcel o Teodoro Litt- y preguntarse luego nostálgicamente, a la manera ronsardiana, où sont les neiges d'antan? Ni una cosa, ni otra. Solo esto cabe: recordar con buen ánimo la más importante consigna filosófica de nuestro siglo -Zu den Sachen selbst!, «¡A las cosas mismas!»- y pensar después con empeño y con rigor lo que hoy es, lo que hoy debe ser y cómo hoy debe ser entendida esa sutil e importante «cosa humana» a que con razón o sin ella diariamente damos el viejo nombre de «amistad».