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Sobre la condición de escritor y/o simulador

Borja Rodríguez Gutiérrez





«Alguien miente en esta historia, Ariadna. ¿No seré yo?»


Gonzalo Torrente Ballester,
La isla de los jacintos cortados (1980; 223)
               


«Yo andaba tras brillantes invenciones: no se me ocurría, ni nadie me lo había aconsejado, contar lo que veía o lo que me sucedía, y no alcanzaba aún a comprender que, fuera de lo que era mío, cuanto pudiera escribir e inventar incurriría en plagio, inevitablemente».


(Torrente Ballester, 1977, 27)                


Corría el año 1977, y estaba reciente el éxito que, ¡por fin!, había llegado a un escritor raro, atípico, minoritario, que, ya sesentón, había dado la campanada con La Saga/Fuga de J. B. Cinco años después de esa novela aparecía el primer tomo de sus obras completas, con un jugoso y extenso prólogo en el que el autor examinaba su obra y se centraba, sobre todo, en su condición de escritor. El prólogo es bastante anterior a la edición del tomo y está escrito cuando Torrente tiene sesenta y tres años. Es decir: un año después de la publicación de La Saga/Fuga. En esta meditación sobre la naturaleza de la escritura y del proceso creador llaman la atención las líneas que acabo de citar, en las que Torrente rememora sus inicios literarios y en las que hace una proclama del autobiografismo de su obra.

Ese autobiografismo de Torrente, como tantas otras características suyas, es básicamente intelectual. Es decir: no se autobiografía en cuanto acontecimientos, sino en cuanto preocupaciones. Obsesiones:

En primer lugar, y en un momento concreto de mi vida, yo me encontré a mí mismo en la literatura. Me di cuenta de que lo que yo tenía que hacer, digámoslo con una expresión moderna que no me gusta nada, para realizarme, era escribir; tenía que escribir, tenía que inventar y escribir. Y claro, mientras yo sea yo mismo y pueda, pues seguiré haciéndolo. Yo no creo resolver con la literatura ningún problema humano, menos un problema social; no voy a dar una fórmula de salvación, no voy a explorar mundos desconocidos y darlos a conocer. Simplemente me limito a inventar historias, en torno a tres o cuatro o cinco preocupaciones fundamentales que nacen de mi experiencia humana.


(Castaño 79)                


Son palabras de Torrente Ballester en una extensa entrevista realizada por Francisco Castaño. Por lo tanto la condición autobiográfica de la obra de Torrente, lo que él definía como «mío» en la primera cita de este artículo son esas «tres o cuatro o cinco preocupaciones» en torno a las cuales él se dedica a inventar historias. Y una de esas preocupaciones fundamentales es el escritor: la condición del escritor, la figura del escritor.

Por ello no es extraño que los escritores, creadores y críticos, pululen por las páginas de la obra de Torrente y sean una raza de personajes siempre presentes. Torrente, escritor «irremediable», que mil veces pensó dejar la literatura y mil veces regresó a ella meditó como pocos autores sobre lo que representaba ser escritor.

En una carta, un amigo muy querido se pregunta y me pregunta: «¿Para qué escribo?» Y la pregunta tiene todo el sabor de una decepción. Hace cuarenta años, cuando la vocación intelectual le solicitaba, se habrá hecho una pregunta semejante, formulada con ligeras diferencias verbales. ¿Para qué voy a escribir? A lo cual él, lo mismo que todos, habrá respondido con un manojo de proyectos y esperanzas. Pasado el tiempo él, como muchos otros, puede ofrecer 30 o 40 volúmenes en que los proyectos han cuajado, pero no las esperanzas cumplidas. Y entonces la pregunta resurge, y el «para qué» reaparece, ya sin entusiasmo, un «para qué» en que se implica, sin atreverse a decirla, la respuesta: «para nada».

Me gustaría, desde aquí, animarle y hacerle comprender que ese «nada» no es en la realidad tan radical y negativo. Por lo pronto, al modo del pájaro que canta, el intelectual vive mientras piensa y escribe, es su modo de ser y de estar en el mundo, y en esto sólo encuentra ya justificación. Pienso que lo que está aquí se justifica por sí mismo, y que si la suerte, o lo que sea le trajo a uno por este camino de pensar y de escribir, no hay que complicar la cosa con fines sublimes. Uno escribe porque sí o porque le gusta o porque no sabe hacer otra cosa.

Andar buscando «finalidades» nos conduce a los españoles al punto mismo en que Larra descubrió que en este país «escribir es llorar». Destripar las palabras de nuestro gran pesimista nos lleva a la conclusión de que escribir sirve para algo, pero que, aquí, ese «algo» no se vislumbra y el escribir queda en acto gratuito, en lanzada a moro muerto. Bueno, ¿y qué? ¿Habrá que contar la historia del ruiseñor que descubrió una vez que nadie le escuchaba y que, incapaz de soportar la decepción que le sobrevino, se dedicó a carpintero, como hacía su vecino de árbol, para no alcanzar en el oficio ni una gris medianía?

No hay que preguntarse para qué, porque eso nos mete sin quererlo en el sistema falaz de las grandes trascendencias. Hay que hacerlo mientras se puede, sin darle gran importancia y con cierta indiferencia ante el hecho verificable de que la voz del ruiseñor no tenga público. Y cuando por una razón u otra llegue la hora de enmudecer, callarse y a otra cosa. Cierta vez me contaron de un torero que tras la faena, buena, mala o mediana, decía invariablemente: «Ahí queda eso».


(Nuevos cuadernos... 30)                


La condición de escritor, pues, es una condición irremediable, una situación personal ante la que no se puede elegir1. No hay razón concreta para llevarla a cabo, a no ser una que el propio Torrente nos da en la entrevista antes aludida con Francisco Castaño: «Hay quien va renunciando a posibilidades, va dejando su camino sembrado de cadáveres de hombres posibles. El escritor tiene la ventaja de que estos hombres los puede realizar imaginativamente. Yo mismo podría haberme presentado a mí mismo como algo que pude ser y no fui» (75). Esta misma idea ya aparecía en otra entrevista anterior, más ampliada y desarrollada:

El J. B de La Saga/Fuga tiene mucha relación, no literaria, sí de génesis con mi experiencia de los heterónimos de Pessoa y éstos, a su vez, se relacionaron de forma muy viva con lo que yo había leído en Ortega y esto a su vez me había interesado porque me recordaba una experiencia mía, una experiencia infantil de transmudarme a quien quería. Y todo esto como se ve son maneras diferentes de ver el problema de la multiplicidad de la persona, la posibilidad de tener muchas personalidades que van despareciendo, conforme se va viviendo. El camino del hombre está sembrado de cadáveres de otros modos posibles de ser. Escribir es poder aprovechar esas otras posibilidades. Hay escritores, sin embargo, de estructura monolítica que están ellos en todos sus libros y por el contrario hay escritores que pueden, en sus escritos, proyectar personalidades distintas y tienen la capacidad de vivirlas hablando siempre en metáfora.


(Goñi 11)                


Es la posibilidad para el escritor de vivir sus vidas alternativas, de imaginar lo que habría sido de él, si en algún momento las decisiones, las circunstancias de su vida hubieran sido diferentes. A propósito de Pedro Sánchez, de José María de Pereda, Francisco Pérez Gutiérrez plantea que tal vez esa novela sea la «biografía equivocada» de Pereda. «Es evidente que Pedro Sánchez no se parece a José María de Pereda. Pero, ¿no podría ser la otra cara de éste, su cara secreta, reprimida? Esta biografía equivocada de Pedro Sánchez, ¿no podría encubrir una tentación de Pereda de haber sido otro?» (117). José Manuel González Herrán, aunque aceptando la idea de que Pedro Sánchez es una biografía equivocada, cree que ésa no era la vida que José María de Pereda deseba haber vivido, sino más bien «la que temió haber vivido, la que acaso estuvo a punto de vivir» (17)2. Sea una biografía deseada o temida, lo cierto es que encontramos, en un escritor tan distinto y tan distante de Torrente Ballester como era José María de Pereda3, esta condición de imaginador de la vida de uno de los «hombres posibles» que fueron quedando descartados a cada vuelta del camino vital. Pereda quizás quiso vivir, o acaso temió vivir, la vida que no había vivido y se puso la máscara de Pedro Sánchez para asomarse a esa vida. Torrente Ballester se puso multitud de máscaras y se abandonó, más de una vez, a la tentación de ser otro. Unas veces a la vida que deseaba, otras a la vida que temía. Quizás por ello comenta (Nuevos cuadernos... 119) que «el ejercicio de la literatura es a la vez felicidad y dolor». ¿Dolor cuando se vive, literariamente, la vida temida? ¿Felicidad cuando en la literatura se vive la vida deseada?

No es difícil encontrar esas «vidas de hombres posibles» en las novelas de Torrente Ballester. Carmen Becerra lo ha resumido con acierto:

El lector puede recordar de manera abstracta, haciendo un repaso de todas sus obras, al personaje masculino de Torrente como un intelectual, no bien conformado físicamente, escéptico, irónico, bueno, un poco indeciso, reflexivo e inteligente, casi siempre fracasado, de temperamento moderado y con tendencia al análisis; e identificar esta figura como el prototípico y reiterado personaje masculino torrentino. Este personaje polimórfico que encontramos una y otra vez en sus novelas asumiendo distintos papeles en cada una de ellas, resulta una especie de anti-héroe que ha subvertido los valores que convencionalmente han sido considerados como típicos del héroe, para escoger los suyos propios. Pero esa especie de anti-héroe es el resultado de una desmitificación del héroe típico, que va siempre seguida de una remitificación: la preponderancia del hombre intelectual y espiritual sobre el hombre simplemente triunfador ajustado a las convenciones.


(206)                


Podemos ver como esos Torrentes posibles que no fueron, se materializan en sus distintas novelas. Asumiendo en muchas de ellas papel de narradores (Don Juan, La Saga/Fuga, La Isla, Fragmentos), mantienen siempre las características que indica Becerra. La realización de la idea de Torrente de que el escritor, a través de la literatura, puede vivir las vidas que no ha vivido, sean éstas felices o desdichadas.

En esta alternancia de felicidad y dolor viven los personajes/escritores de Torrente Ballester. Si arrancamos en Don Juan, novela tan importante para el autor, como repitió en varias ocasiones y, al cabo de los años, para la crítica, nos encontramos desde luego con el narrador -«al que he prestado alguna de mis circunstancias personales», nos dice el autor (Don Juan 10)-, pero también con Leporello, autor, «probablemente» de la Narración de Leporello. Leonardo Landrove y Leopoldo Allones en Off-side. Bastida, Barallobre, Bendaña, Barrantes4, y el mismo Torcuato del Río en La Saga/Fuga de J. B. El narrador, Justo Samaniego y Pablo Bernárdez en Fragmentos de Apocalipsis. De nuevo el narrador, Alain Sydney (Claire), Sir Ronald Sydney y Nicolás, el hermoso, en La isla de los jacintos cortados... Y para terminar y no eternizarnos, todo el cúmulo de personajes que escriben, creación o crítica, y que forman parte del mundo de Yo no soy yo, evidentemente.

Como hemos dicho antes, o como ha dicho Torrente Ballester, la condición de escritor es una cualidad que no deviene de una elección, sino que es una característica de la persona a la que no puede renunciar así como así: «Uno escribe porque sí o porque le gusta o porque no sabe hacer otra cosa». El escritor imagina, crea y de esta manera vive otras vidas, las vidas que otro hombre no podría vivir, las vidas que se han quedado a la vuelta del camino por decisiones de uno mismo, por casualidades, por combinaciones de circunstancias ajenas a nuestra voluntad e intención. El escritor, para vivirlas, las imagina, las recrea, las diseña y planifica y se pone en el lugar del hombre que no es, pero que podría haber sido. Los narradores de Don Juan, de Fragmentos de Apocalipsis, de La isla de los jacintos cortados, comparten características mentales y físicas de Torrente, como él mismo declara, pero no son él: para planificarlos, para vivirlos y recrearlos, Torrente Ballester, se disfraza, se mete en un mudo distinto y simula ser el personaje, finge ser lo que no es. Esta capacidad de simulación la debe Torrente a su frecuente presencia en el teatro, cuando era niño, tal como nos lo dice en Dafne y ensueños:

A lo que yo aprendí, en realidad, de verdad, fue, ante todo, a divertirme, quiero decir, a salir de mí mismo y a ser otro. Mucho más tarde me di cuenta de que, saliendo de mí mismo y siendo otro, llegaba también a mí mismo; que, a fin de cuentas, yo era la meta de aquellos viajes parabólicos. Aprendí también que siendo Hamlet, sintiendo a Hamlet dentro de mí mismo, se recibe mejor eso que ahora llaman el mensaje, pero que yo no lo diría así, sino de este otro modo: siendo Hamlet, se vive el ser o no ser con mucha más verdad y mucha más realidad que manteniéndose fuera, ajeno, y entendiéndolo. Lo que el teatro y, en general, arte, nos propone, no es una ocasión de entender, sino de vivir. Ésta es la sustancia de la experiencia artística, y todo lo demás es adjetivo, y, a veces, filfa.


(313-314)                


La experiencia artística es la posibilidad de vivir otras vidas, de ser otro, de simular ser otro.

Entramos de esa manera en otro de los grandes temas de Torrente: el hombre como simulador. El personaje que de forma consciente e intencionada pretende representar ante los demás un papel, que aparenta ser aquello que no es. En el «Diario de trabajo» del tomo II de la edición de sus obras teatrales queda claro la importancia que desde sus inicios (el Diario está escrito entre 1942 y 1947) Torrente le concede al tema de la simulación. En alguna de las varias versiones que planeó de El sucesor de sí mismo, una de las aproximaciones al mito de Clavijo, Clavijo debe simular ser su propio mito, no la persona que realmente fue (251). En El señor cualquiera, el hombre anónimo que simula ser alguien en el escenario (258-259)5. En Una revolución en los tejados se simula la existencia de un personaje inexistente (263) que se convertirá en la causa de la revolución. Otra comedia (270-272) en la que una mujer resentida, con un hijo de soltera se inventa una hermana a la que atribuye la maternidad y sobre la que vuelca su frustración. Un nuevo proyecto, en el que un personaje afirma ser alguien que no es. Torrente lo define así: «Este personaje se dedica a vivir vidas ajenas, irresoluta y sin argumento la suya» (273). Otra más (283-286), en la que un personaje contrata a un grupo de actores para que le adulen a fin de creerse importante y triunfador y hacérselo creer a los demás. Una idea, basada en un encuentro con personajes reales (295-297), de la figura de un padre que finge dignidad mientras que su familia vive de la prostitución, conocida y consentida, de sus hijas. Llama la atención que al final de la nota sobre esta obra Torrente apunte (297): «Esto es muy cruel, pero es muy cierto ¡Ah, aquel final del Lazarillo Y es que en el Lazarillo encontramos una galería de simuladores, -el ciego que simula ser piadoso y resignado; el clérigo que simula ser cristiano y generoso; el escudero que simula ser rico- que culmina en la simulación final de Lázaro de Tormes, cornudo consentido, que simula ser un hombre felizmente casado con una mujer fiel, en un espléndido ejercicio de cinismo. No es gratuito, por lo tanto, el recuerdo de Torrente. La obra El gran rey (319-323) en la que un mismo personaje se pone alternativamente las máscaras de rey (implacable) y de bufón (humano) y actúa de acuerdo a las características de cada máscara. Don José, el hijo de don Juan que finge una vida licenciosa que no lleva (337), pero que le gusta hacer creer que lleva. La obra de X y V (340-342) en la que el personaje de X, por envida a V, se suicida, pero simulando su propio asesinato6. El poderoso Barreiro (355-357) en la que un pobre diablo, de visita en su pueblo natal, finge una importancia política que no tiene. Muchas ideas que giran en torno a la misma obsesión: la simulación como un elemento básico de la condición humana. El mismo Torrente expone un con más detalle estas ideas en varias páginas de ese diario (312-319):

¿Se puede decir que en todo hombre hay algo cuya relación con el individuo sea de esta manera, es decir, una especie de convención o máscara? ¿O bien mi experiencia se refiere exclusivamente a hombres nacidos en mi época, aun sin que existan razones para universalizarla? ¿O han existido siempre así -llamémosles «simuladores»- en proporción numérica variable? Es decir: ¿la simulación es una realidad, restringida o amplia, del hombre de todos los tiempos? ¿Qué circunstancias históricas favorecen la simulación, y cuáles la impiden? ¿A qué tipos psicológicos resulta fácil, a cuáles necesaria, y a cuáles imposible?


(312)                


En esta meditación sobre la simulación a la que pertenecen estas líneas Torrente se pregunta si esa simulación es una necesidad social, pero sobre todo se plantea las relaciones entre el hombre y su simulacro en términos de construcción literaria. De esta manera va detallando y definiendo varios tipos de posibilidades.

-La de quien relega su simulacro a un ensueño en el que puede satisfacer sus deseos y necesidades (tal como hace José Bastida, en la primera parte de La Saga/Fuga de J. B., con sus heterónimos Bastide, Bastid, Bastidoff y Bastideira).

-La de quienes acaban por convertir en ensueño en deseo y se empeñan en alcanzarlo. Cervantino, como siempre, Torrente pone aquí el ejemplo de Don Quijote; pero podríamos añadir también a Ascanio Aladobrandini en La isla de los jacintos cortados, cuando, hacia el final de la obra, la metamorfosis de la isla en navío de guerra permite a Ascanio ser el almirante que siempre soñó ser (155-156) y convertir su utopía en realidad: «Allá arriba, sin embargo, alguien pensaba que se le hacía justicia, por fin; que el mundo estaba bien hecho y que, después de todo, no hay mal que por bien no venga» (325). O también al narrador de Fragmentos de Apocalipsis, que lleva a cabo la simulación de la existencia de Lénutchka, para así pode mantener con ella una relación amorosa que sería imposible de otra manera, y que cuando se ve obligado a destruir su simulacro por las intervenciones de Justo Samaniego se queda sin capacidad ni interés para escribir ni novela que desarrollar (388-389)7.

-El uniforme (militar, monástico...) como máscara que aparenta unas cualidades y oculta otras. Uno de los casos más evidentes de la utilización del uniforme como esa máscara es la del General Galvano della Porta quien al fin y al cabo no es más que un uniforme, pero también podemos citar a Carlos Federico Guillermo, el Águila del Este de La rosa de los vientos, cuyo uniforme pretende ocultar, entre otras cosas, su bastardía (23).

-La virtud y el heroísmo como apariencias, a veces por necesidad social de héroes y santos, a veces por autoenaltecimiento.

La simulación, la adopción de una nueva personalidad por parte del hombre, en este caso literario de un personaje o un escritor hace pensar en una de los grandes temas románticos: el doble. El Medardo/Victorino de Hoffmann en Los elixires del diablo; el Goliadkin de Dostoievski en El doble; el William Wilson de Poe; el Jekyll/Hyde de Stevenson. Pero hay una diferencia clara: el doble romántico se relaciona con una inseguridad de la conciencia, y con un temor, en muchos casos morboso, a la pérdida de la personalidad. El romántico teme la aparición de algo o alguien que le arrebate la realidad, la personalidad, la existencia: el doble. Si es creación del original, es creación involuntaria y por ello mismo más aterradora. Su misma existencia provoca el horror como le ocurre a William Wilson a quien la sola contemplación de su doble le produce una repugnancia/odio/terror invencible. Como creación involuntaria muchas veces es (o puede ser) enfermedad mental como ocurre en Dostoievski o la aparición del mal oculto en el corazón del ser humano como en Hoffmann o Stevenson8. El doble romántico es además incontrolable, aparece con insistencia y va suplantado la personalidad del original. Muchas veces es una versión negativa, malvada, del original tal como ocurre con Goliadkin y con Hyde, o tal vez la realización de deseos ocultos de sus originales: del auténtico Goliadkin, de Jekyll. Como creación del inconsciente del original es emanación de deseos ocultos, de intenciones no confesadas ni en la propia mente del original, de negros pensamientos no reconocidos

La simulación acerca de la cual se ocupa Torrente Ballester carece de ese componente terrorífico y en muchos casos del misterio y desde luego de la morbosidad. Se trata de una operación intelectual que tiene más que ver con la imagen de las caretas que un Torrente juvenil imaginaba en El gran rey que con la del doble romántico. Caretas nos remite a actores y eso nos lleva al final o a uno de los finales interpretables del Don Juan, novela por la que tantas veces el autor manifestó su preferencia: «[Leporello] salió también y corrió por el pasillo. Al pasar cerca de mí vi su rostro maquillado, sudoroso; los ojos brillantes de colirio; el traje ajado de guardarropía, y la peluca que se le había torcido. Y en aquel instante, sólo en aquel instante, comprendí que Don Juan y él no eran más que unos actores» (345). De acuerdo con esta interpretación, Leporello, Don Juan y Sonja, son representantes de una obra, actores que representan un papel. Pero, son también, entonces, los inventores de esa obra, los autores de la historia, los creadores del mismo texto que representan ante el narrador, que es el único espectador de su obra. Si es que, repito, tal interpretación de la novela se adopta.

Tenemos aquí por lo tanto, la doble condición de simulador y de creador, unidas en un mismo personaje.

Así en Off-side nos encontramos con dos escritores, Leonardo Landrove y Leopoldo Allones9 y con dos simuladores, Fernando Anglada y Salustiano Domínguez. Y los dos simuladores son creadores de su personaje y el personaje que crean es, precisamente, el de un creador. Movido por la ambición amorosa y artística, Domínguez quiere presentar un cuadro auténtico de Goya como si él lo hubiera falsificado. Así conseguirá la admiración, el amor y el respeto de Miguel, el joven pintor. Y al mismo tiempo es una autoproclamación de su talento que satisface su ego: el caso del que Torrente hablaba en su Diario de trabajo de aquél que se pone la máscara de la virtud o el heroísmo por enaltecimiento10. Virtud es sin duda para Domínguez, ser capaz de la creación artística, aunque su moral está fuera de juego en la sociedad en la que vive. El otro simulador, Anglada, ambiguo creador de un personaje público ambiguo, es consciente de su acto de creación como vemos cuando increpa a Landrove por atreverse a entremeterse en la definición de su personaje. Incapaz de escribir, ni en creación ni en crítica, y utilizando para esos menesteres a Landrove como «negro», sí que es capaz de diseñar un personaje contradictorio, que además es escritor de novelas y estudioso de la pintura. En ese simulacro que Anglada ha ido creando a lo largo de su vida las razones de la posible persecución política que le obliga a esconder su auténtica personalidad no son las únicas. Hay en Anglada una definida conciencia estética del personaje que en la vida quiere construir. El mismo Allones, por razones estéticas y morales, pretende representar a la vieja Europa en la boda de su hija, en suma, simular un personaje y acaba disfrazado de Valle-Inclán.

Domínguez y Anglada son simuladores que tienen una razón como base para su acción: amor, seguridad. No hay por tanto, en la creación de los simulacros, una dimensión lúdica. Es una creación vital, que mantienen a lo largo de toda su actividad y a la que pueden renunciar en muy contadas ocasiones (Anglada ante Landrove y sólo parcialmente: sus modales, sus palabras, sus actitudes siguen siendo las del simulacro; Domínguez nunca deja la simulación ante nadie). Pero otros personajes de Torrente pueden abandonar su simulación. Así Bastida y sus heterónimos (Bastide, Bastid, Bastideira, Bastidoff) tan presentes en el Capítulo I y luego desaparecidos de La Saga/Fuga que son un producto de una elaboración consciente de Bastida como respuesta a la situación de soledad en la que se encuentra. Ya avanzado el transcurso de la novela, con Bastida trabajando con Barallobre y con relaciones con la nueva Tabla Redonda, la soledad desaparece, las necesidades de rellenar esa soledad vital ya no existen y los cuatro personajes desparecen para no regresar. Se trataban, ni más ni menos, de un juego.

El juego es una construcción mental de raíz intelectual en la que se crean unas reglas de acuerdo a las cuales tiene que desarrollarse los comportamientos de los jugadores. El escenario del juego se decide previamente a él y tanto puede ser una mesa con un tapete verde que espacios sucesivos, numerosos e interminables como ocurre en los modernos juegos de ordenador. El juego, como la obra de Torrente, es una creación intelectual consciente y lúdica, que puede, o no, tener un significado y que debe cumplir dos características imprescindibles: la primera es la existencia de unas reglas a las que los jugadores deben ser fieles, aún cuando sea un único jugador y el juego ignorado de todos (eso es lo que Torrente explica a propósito de Don Quijote, en El Quijote como juego). La segunda es la clara conciencia y comprensión de que el juego es falso y no tiene nada que ver con la realidad, que es una creación de la fantasía. Recordemos que Torrente afirma que Don Quijote no confunde el mundo real de La Mancha con su mundo imaginado de hazañas caballerescas. Lo que hace es negarse a aceptar una realidad que le desagrada y se lanza a vivir un juego que le permite prescindir de la realidad y metaforizarla para convertirla en fantasía. Cuando su propia honradez como jugador, le hace respetar las reglas que se ha trazado y regresar a la realidad, muere, porque prefiere la muerte a vivir en una realidad que ya no soporta.

Torrente tampoco confunde realidad y fantasía, la suya es una operación intelectual de construcción de historias y de mundos a base de diversos materiales, como él mismo declara en una entrevista con Amparo Pérez Gutiérrez: «Yo juego con multitud de materiales intelectuales de los cuales no creo en ninguno de ellos» (8). Por lo tanto se trata de un acto consciente de creación, una producción pensada y meditada. No afloran materiales ajenos. Torrente reivindica la creación literaria como un acto de voluntad. Niega, por ejemplo, la posibilidad de que un personaje inventado domine la creación del autor: «Ahora les da a los críticos por decir que todo es independiente del autor y esto es una solemne estupidez. Las obras de arte, literarias, musicales, etc., son obra de un hombre entendido como personalidad completa, no obra de su inteligencia, de su talento, únicamente, sino del hombre entero» (Goñi 12). En otros momentos nos encontramos con está idea de control sobre la fantasía que ejerce Torrente y con la negación de la posibilidad de que los mundos interiores se impongan:

En estas condiciones, me temo que todo lo que haga vaya a resultar inútil, porque estas cosas sólo se pueden hacer cuando está uno metido dentro de la novela, cuando realmente la vida exterior no existe, no existe más que ese mundo en el cual uno se mueve, y del cual uno es testigo, con toda naturalidad. Advierto también que poco a poco voy perdiendo la visión de los detalles ambientales: me está saliendo el diálogo escueto, descarnado: oigo lo que dicen las personas, no veo lo que hacen, no veo el color de la habitación, el color del cielo y de las casas, lo que pasa en la calle, los restos de las copas bebidas anoche encima de la mesa del salón. No pienso en nada de eso. [...] ¿Qué tendría en su interior un hombre como Kafka? Capaz de hacer su vida normal de empleado de comercio, llevando dentro todos esos mundos que le preocuparían, que le preocupaban de hecho. ¿Cómo podía atender a su trabajo y presenciar al mismo tiempo esas imágenes que, seguramente, no podría controlar? Claro, ese mundo podía más que él, se le había impuesto. Yo estoy en la situación contraria: no me tiene dominado, sino que voy yo a él, intento suscitarlo, provocarlo, y de esa manera, las imágenes son mucho más perezosas, mucho menos coherentes. Yo sé lo que es eso de que lo envuelva a uno un mundo distinto y esté uno como obsesionado por lo que hacen y por lo que dicen los personajes.


(Los cuadernos de un vate vago 81)                


El autor controla el mundo interior, intenta suscitarlo, provocarlo. ¿Sus medios? Según Darío Villanueva: experiencia, memoria e imaginación: «La relación entre el hombre y la realidad a la que [Torrente Ballester] denomina experiencia. Sobre ella actúa la memoria que actualiza la experiencia y muy singularmente la imaginación que modifica y enriquece la conciencia de lo real» (26). El propio Villanueva llama la atención sobre algunas páginas de Dafne y ensueños en los que el propio Torrente Ballester rememora experiencias que al pasar por tamiz de la imaginación se convierten en, por ejemplo, el principio del Poema de Adán y Eva del Don Juan (68); en el «tortugo» de La Saga/Fuga, mendigo acosador de Coralina Soto (211) o en la «muñeca» de Fragmentos de Apocalipsis (308).

Pero esa relación experiencia/memoria/imaginación es uno de los recursos de ese autor que controla su mundo, de ese creador consciente que pone sobre la mesa todos sus instrumentos para el juego. El juego de «simular», de aparentar, de confundir al lector entremezclando ambos mundos de manera constante, fingiendo ser alguien que no es. Así el caso de Marcelo, el ciego de Fragmentos de Apocalipsis. «Tuve ocasión de conocer y tratar a un ciego de nacimiento, muy inteligente, poeta y músico: resentido feroz, quizá haya sido en su alma donde vi o adiviné la presencia del mal desnudo y pujante. Oyéndole tuve al diablo cerca de mí, no al divertido y tierno trasgo familiar a los gallegos, sino a ese otro que se agita en el fondo de tantas biografías de poetas» (Obras completas 34). Ese recuerdo personal de Torrente, contado en el prólogo a sus obras completas, pasa a ser recuerdo del personaje que cuenta, a veces, Fragmentos de Apocalipsis, del amante de Lénutchka: «Lénutchka me preguntó si no acumulaba demasiadas perfecciones en la persona de Marcelo y yo le respondí que el hombre en que me había inspirado para inventar las tenía, al menos intelectuales: porque para trazar la figura de Marcelo había tenido en cuenta la de otro ciego, éste real de quien tomé prendas y circunstancias, si no era que el real era verdaderamente demoníaco y Marcelo no llegaba a tanto» (102). En un primer momento se diría que se trata de la traslocación de un hecho narrado en una obra autobiográfica y por lo tanto real, a una obra novelesca y por lo tanto inventada. Pero en esa obra autobiográfica, presumiblemente real, se nos cuenta la historia del encuentro de Torrente Ballester con Ashavero, el judío errante (87-92), y el narrador de La isla de los jacintos cortados también la hace suya:

En otro lugar y tiempo, aunque no muy lejanos, conté los términos de mi encuentro, una tarde, en Nueva York, con el Judío Errante. No sé de nadie que lo haya comentado, ni en privado ni en público, para extrañarse o para reírse, y estoy por sospechar que poca gente habrá leído las páginas en que lo cuento, de las autobiográficas precisamente, y no de amena invención: pues de no ser así, de haber sido relativamente conocidas, ¿cómo no iba a existir un lector lo bastante inteligente, lo bastante sensible como para detenerse en el hecho, como para interrogar al protagonista, o, de no creerlo tal, al narrador? Pero es el caso que jamás me preguntaron por Ashaverus, hasta el punto de haberme hecho creer que la memoria de su nombre se haya perdido, pues no quiero pensar que se interprete el mío como relato fantástico, cuando no como invención burlona, de las que no pueden recibirse con la apetecida seriedad, sino con la irritación o la repulsa que reclama la mentira. Me veo, pues, precisado a repetir, aunque con menos palabras, que Ashaverus y yo nos encontramos en un café de Nueva York una tarde de estío.


(38)                


Es decir que en esas páginas «autobiográficas precisamente, y no de amena invención» tenemos dos personajes que pasan a la ficción novelesca: un ciego que va a ser Marcelo y Ashavero. Si en la primera de las correspondencias hemos determinado que se trata del paso de una experiencia real a la ficción, de la presencia de esa relación experiencia/memoria/imaginación de la que hablaba Villanueva, ¿por qué no en la segunda? Y si la segunda correspondencia es una invención que pasa a otra invención, ¿porque no puede ser el ciego malvado tan irreal como Ashavero, tan producto de la imaginación como él? ¿Qué es lo qué se simula y cuando? Juego de simulacros al que el autor se entrega gozosamente, lúdicamente, francamente. Recordemos la cita que sirve de lema a este artículo, proveniente de la misma novela en la que aparece Ashavero. Aquella en la que el narrador dice a su corresponsal: «Alguien miente en esta historia, Ariadna. ¿No seré yo?».

La razón de esta mentira nos la da el propio Torrente Ballester en el prólogo de la misma novela de la que hemos sacado el lema del artículo: «Compruebo que conservo intacta la disposición a divertirme y que de aquella seriedad que en años jóvenes vino a enturbiar mi concepción disparatada del mundo (quizás me hay expresado mal: mi concepción del mundo como puro disparate) poco va quedando. Lo cual me conduce a una literatura casi volátil, poco más allá del juego, un poco más acá del mero regocijo: para mí, por supuesto, que es de lo que se trata...» (11). Esta literatura volátil, entre el juego y el regocijo es la que describe Luis Suñén hablando de Quizá nos lleve el viento al infinito: «El narrador es el creador del Maestro cuyas huellas se pierden en la niebla, y su criatura, que no es precisamente tonta, ni simple, se sabe víctima de una burla o de un juego» (11).

Pero Suñén es demasiado severo. No se debe confundir juego con burla, ni menos hablar de las víctimas de esas burlas. En el juego de Torrente Ballester, con sus personajes y con el lector no hay burla, sino complicidad, invitación a la participación. Literatura juguetona, en la que nunca se persigue crear víctimas a no ser que estas se sientan heridas por la suave ironía que tantas veces aparece en la prosa torrentina.

Esta diversión, este concepto lúdico de la literatura, aplicada a las diferentes clases de simulaciones son muy evidente en La Saga/Fuga de J. B. Tanto la primera Tabla Redonda como la segunda son, en esencia, un grupo de provincianos que juegan a ser importantes para su propio solaz y satisfacción. La transformación se opera por la simple presencia del nombre:

Entonces, Peleteiro intervino: «Si no hubieran hecho trampa, yo me habría sentado ahí, donde está ahora el señor Bastida. Era el puesto de Bohor». Y me miró, y me señaló con el dedo, aunque no a mí, claro. Pero yo me sentí repentinamente transformado, fue como si mi raído traje desapareciera, como si el cuerpo me creciera, como si se endureciesen mis músculos y me saliese la rubia melena de caballero celta; fue como si me envolviese un ancho manto de púrpura y aljófar, colocado unas horas antes sobre mis hombros por hermosas doncellas que acaso aquella misma noche dejarían de serlo en virtud de mi intervención directa y en cierto modo apasionada. Pero nadie se dio cuenta, claro, de mi metamorfosis.


(56)                


Bastida se siente transfigurado, mejorado, metamorfoseado ante la posibilidad de la simulación, liberado de su condición de desgraciado. Claramente gozosas son también las transformaciones que Bastida experimenta en compañía de Barallobre, tanto en la que se convierten en Balseyro y Paco de la Mirandolina (405-412), como en la aparición de Ballantyne y La Rochefocauld (499-502). En ese viaje fantástico por los Jota Bes de José Bastida, en el «Scherzo y Fuga» que es el capítulo tercero de la novela, en la «Olimpiada de la metamorfosis» que dice el primer verso de la Invitación al vals que antecede al capítulo, esa dimensión gozosa se deja sentir con fuerza y el desgraciado se convierte, a través de sus metamorfosis, en victorioso ante Don Acisclo y afortunado poseedor del amor de Julia.

Pero Torrente no se limita al juego de las metamorfosis de los personajes en esa novela sino que también hay un juego de narradores que juegan con el lector y con los personajes. Ángel Loureiro (56-57) y Santiago Tejerina (95) han señalado el juego de narradores en el que el narrador principal (Bastida) mantiene constantes luchas con otros narradores. ¿Pero es Bastida o es otro narrador sin nombre el que mete, por dos veces, un tren lleno de putas negras en el escenario del juicio de la Inquisición de los cinco canónigos, para evitar la declaración del Almirante Ballantyne? Y si es Bastida el introductor del tren, ¿quién es el narrador que cuenta su victoria final ante dicho tribunal y sobre todo ante el canónigo Don Acisclo, cuando le dispara las vocales de la Primera Catilinaria de Cicerón? ¿Y ese narrador, es el mismo que de repente entra en la novela, escandalizado ante el asesinato de Clotilde, y convence a Barallobre para repetir la escena y evitar una situación desagradable y potencialmente escandalosa? Pues ese narrador es un autor11, que trata a Barrallobre como personaje de su invención -«Así se justifican los elementos narrativos que ya te constituyen y que no necesito borrar», le dice explicando lo que va a tachar de la historia del asesinato de Clotilde y como va a convertir la historia del incesto en una de dominación y castración psicológica (544)- y al mismo tiempo como interlocutor, pues tiene que convencerle para la repetición de la escena con los cambios indicados. Barallobre, por su parte, admite sin sorpresa su presencia y le reconoce su calidad de autor, en cierto modo, pues pese a la intervención correctora (el autor cree que tachando y sustituyendo se resuelve todo12) el personaje acaba por imponer a ese autor su decisión de matar a Clotilde. Juego de nuevo, y una nueva máscara, un nuevo simulacro dentro de los narradores de la novela. Juego por el juego.

Frente a esta sensación gozosa de jugar a ser diferente, distinto, a simular ser otro u otros, hay que hacer notar que el personaje más negativo de La Saga/Fuga (y quizás de toda la obra de Torrente), Don Acisclo, es incapaz de fingir ser otro, de salir de su propia personalidad e intentar vivir, imaginar y, por lo tanto, comprender otra. Es un personaje monolítico, como esos escritores a los que Torrente aludía con anterioridad, que no puede ser más que él mismo. Modelado por el destino, es una fuerza, una función, más que una persona, cuyas características a lo largo de la evolución del mito, le van perfeccionado, aguzando, quintaesenciando. Toda la evolución de los componentes del mito es siempre una decadencia salvo en el caso de Don Acisclo. El oficial Bendaña que está al mando de las tropas de Villasanta de la Estrella sufre una serie de degradaciones que le llevan de Mariscal a Teniente, la batalla se vuelve cada vez más insignificante hasta culminar en el apedreamiento de un tren, la relación amorosa pasa del amor apasionado entre Bermúdez y Lilaila a la sardónica historia de Coralina Soto con Barrantes y con cien más y la inexistencia de relación entre Barallobre y su Lilaila. Pero el canónigo, con el paso del tiempo, con el transcurso de las sucesivas versiones del mito se refina, se agudiza, se hace más poderoso, más frío, más implacable, como se puede advertir en la entrevista entre los cinco canónigos (511-514) en los que vemos que no hay máscaras ni simulacros, sino que las características del canónigo se han reforzado e inhumanizado al máximo. Incapaz también del simulacro y por lo tanto inhumana, tan inhumana como Don Acisclo es Eva Gradner o quizás Gredner, la implacable perseguidora del Maestro cuyas huellas se pierden en la niebla de Quizás nos lleve el viento al infinito. Inhumanidad que no le viene de su condición de muñeca (también Irina lo es en la novela) sino de su condición unívoca, de su incapacidad de cambio y simulación.

En cambio otro personaje en principio negativo, Ascanio Aldobrandini, se redime ante el lector y ante al narrador/espectador precisamente, por esa capacidad de jugar a ser almirante, de ser otro y distinto. Según Torrente

Ascanio es o representa la necesidad del uniforme. El mariscal Tito, que era un dictador comunista usaba unos preciosos uniformes. Es decir, la historia de Ascanio que acaba vestido de almirante está inspirada en la del General Franco [...] somos del mismo pueblo, que es un pueblo de marinos de guerra donde el uniforme tiene un prestigio social. Entonces Franco, que no era marino, pero que quiso serlo y no pudo, cuando triunfó lo primero que hizo fue proclamarse Capitán General de la Armada y vestirse de Almirante.


(Pérez Gutiérrez 8)                


Este personaje, representante del poder, de la intolerancia y de la represión, va transformándose para narrador y lector cuando se conoce su afición al juego y a la simulación. El propio narrador reconoce que este hecho le provoca una simpatía hacia el personaje, inexistente hasta entonces, ya que «un sujeto con imaginación tan viva no puede reducirse a los límites sabidos de un tiranuelo local» (160). Y de este manera, la novela culmina no con el final de la historia del narrador y Ariadna, como quizás hubiera sido esperable en esa carta de amor que constituye, ¿o quizá no?13 el eje de la novela, sino con el momento de gloria de Ascanio que unas líneas más arriba he mencionado.

El juego redime; la capacidad de ser otro, humaniza. La ambigüedad, la duda, las contradicciones que provocan estos simulacros son propias de la condición humana. Los personajes, unívocos, monolíticos, terminantes, sin sombras ni dobleces, son los más inhumanos de la novelística de Torrente Ballester. «La realidad es lo ambiguo, el sí y el no, la realidad tiene dos caras y las dos caras son igualmente valiosas e igualmente realistas» (Villán 63). Son palabras del propio autor. Los personajes no ambiguos, los que no son capazas de vivir el simulacro, son inhumanos y, por ello, irreales: Eva Gredner o Grudner es un robot, Don Acisclo una fuerza, una función del destino de los J. B.

La pregunta que Torrente Ballester se planteaba en su Diario de Trabajo, sobre si la simulación era una condición de todo ser humano, ha sido respondida a lo largo de los años por las obras del propio autor: la simulación, la capacidad de ser otro, de representar a otro, es una condición humana universal. Una condición deseable, necesaria para la realización humana del individuo, que el escritor tiene la facultad de llevar a cabo con más facilidad que otros y que por ello, con el tiempo, con la experiencia, puede convertir en un juego. Y para el impenitente cervantista que escribió El Quijote como juego, pocas cosas son tan importantes como el juego.






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