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Sobre los medios de transmisión de los textos teatrales en la España del siglo XVIII

Jesús Cañas Murillo


Universidad de Extremadura




1. Los objetivos de un estudio (Introducción)

Uno de los problemas al que tradicionalmente no se prestó excesiva atención en nuestra historiografía literaria, pero que, por compensación, la crítica está, cada vez más, ayudando a esclarecer en nuestros días, es el asunto de la transmisión de los textos compuestos por nuestros escritores en las diversas épocas de nuestra historia. Hasta hace bien poco era una cuestión sobre la que apenas era posible hallar bibliografía. Tan sólo algunos estudios aislados quisieron ocuparse de él, antes de ponerse de moda el estudio sistemático de la recepción de las obras. Recordemos como magnífico y clásico trabajo pionero, referido al Siglo de Oro español, el excelente libro de don Antonio Rodríguez Moñino Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVII1.

Y, pese a todo, es éste un problema que es preciso abordar si queremos comprender en profundidad la creación literaria de los diferentes periodos que se han distinguido en la historia de nuestros escritos. Sobre todo, porque, estudiándolo, observamos que las disimilitudes entre el pasado y la época actual son más que notables2.

Las diferencias se hacen más patentes si nos concentramos en el mundo del teatro, que es, a veces, el que más cambios registra con el paso de los siglos. Tal hecho se pone perfectamente de manifiesto si nos detenemos en una época muy concreta de nuestra historia literaria, los años de la Ilustración. Si nos refiriésemos a la actualidad, tendríamos que mencionar casi exclusivamente dos grandes medios de difusión de los textos dramáticos, el montaje y el impreso, pues incluso al manuscrito autógrafo ha ido perdiendo terreno progresivamente a mano de los modernos medios de los que se valen los escritores para componer sus creaciones, como es el caso de los ordenadores con sus, cada vez más, sofisticados y completos procesadores de texto. En épocas anteriores la situación es mucho más compleja. Los caminos por los que una pieza dramática llega hasta sus destinatarios son más diversos. Tal acontece con el siglo XVIII, al que, a partir de ahora, nos vamos exclusivamente a referir. Es el asunto del que en este trabajo nos vamos a ocupar. En él, sin ánimo de ser absolutamente exhaustivos, pero con la idea de abrir más, o, al menos, de ensanchar, una senda que pueda llevar a comprender mejor este problema, con la idea de ayudar a alcanzar mejor ese objetivo, vamos a enumerar todo un conjunto de medios con los que contaban los dramaturgos de la Ilustración para dar a conocer sus composiciones teatrales a su público, a los receptores interesados del momento histórico en el que les tocó vivir, en el que hubo de transcurrir su existencia.

Los medios que podía utilizar un escritor del siglo de las luces para difundir sus textos dramáticos entre los hombres de su época podían ser distribuidos en dos grandes grupos. Por un lado podríamos hablar de un conjunto de medios de transmisión oral. Por otro, de medios de transmisión escrita. Veamos cada uno de esos conjuntos.




2. Medios de transmisión oral

Los medios de transmisión oral eran de los dos grupos que hemos escindido, aquellos que con más facilidad podían difundir escritos dramáticos entre el público del momento. Ellos soslayaban el problema de la carencia de conocimientos en el espectador, de su falta de formación, de su ausencia de estudios. No todos en el siglo XVIII habían acudido a la escuela. No todos, en consecuencia, habían tenido la posibilidad de aprender a leer, de acceder a la cultura directamente, por medio de la lectura de un texto, impreso o manuscrito. El interesado, gracias a este conjunto de medios, no tenía necesidad de saber leer para conocer composiciones teatrales. Bastaba con que supiese mirar. Bastaba con que supiese y quisiese escuchar.

El medio de que podía hacer llegar una obra dramática a un público más amplio en la época de la Ilustración era la representación, el montaje de la pieza por una compañía profesional de cómicos, de título, dirigida por un autor3, o por una compañía de legua, o por un grupo de aficionados... Había varios tipos de representaciones. Estaba, por un lado, la representación pública, a la que podía asistir todo el mundo (aunque fuera satisfaciendo el importe de la entrada correspondiente, o entregando el oportuno donativo..., según los casos), que llegaba a un conjunto grande de personas, que acudían al espectáculo al aire libre (plazas, jardines...), o a escenificaciones hechas en lugares adaptados, o a escenificaciones hechas en los teatros fijos que existían en las ciudades y localidades importantes. Estaba, por otra parte, la representación privada, efectuada, por compañías profesionales o por aficionados, en casas de particulares, habitualmente nobles o mecenas que invitaban a amigos y allegados a acudir a sus domicilios para ver el espectáculo, conocer nuevos textos, participar en el festejo o la velada...

Junto a la representación, la lectura pública daba a conocer obras teatrales al público dieciochesco. Podía ser hecha por profesionales, como acontecía con las lecturas de textos realizadas, antes de los ensayos, por los cómicos en sus compañías para presentar, en un primer estadio, la pieza que iban a montar. Podía ser hecha por aficionados. En este caso se encontraban las lecturas que hacían los escritores, en su casa generalmente, en el desarrollo de reuniones literarias convocadas al efecto, para dar a conocer sus nuevas creaciones a un grupo de personas escogido. O las lecturas que efectuaban los dramaturgos o los amigos de los dramaturgos, con la misma intención de divulgar nuevas producciones, en reuniones literarias organizadas en casa de nobles que actuaban como padrinos o mecenas (recordemos las famosas reuniones sevillanas apadrinadas por Pablo de Olavide4; o las tertulias literarias, como la famosa de la Fonda de San Sebastián de Madrid, promocionada y mantenida por Nicolás Fernández de Moratín5; o las academias privadas, que pueden reunirse de forma regular u ocasional, y son patrocinadas por nobles en muchas ocasiones, como acontece con la Academia del Buen Gusto, que se celebró en Madrid entre 1749 y 1751, en la casa de la Marquesa de Sarriá, doña Josefa de Zúñiga6; o las Academias oficiales, como la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla7, la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, la Real Academia Española de la Lengua, la Real Academia de la Historia, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en cuyas reuniones oficiales o eventuales (organizadas, por ejemplo, con motivo de concursos convocados por ellas) podían ser leídas piezas literarias8; o en otro tipo de instituciones, como las famosas Sociedades Económicas de Amigos del País9.




3. Medios de transmisión escrita

Los medios de transmisión escrita tenían la capacidad de hacer llegar las obras teatrales a un público más reducido que el grupo anterior. Los que hacían uso de ellos para conocer piezas dramáticas habían de tener algún tipo de cultura. Debían haber aprendido, en la escuela, o en otros lugares, al menos a leer. Eran de utilización menos común, menos generalizada. Implicaban la voluntad de acercarse a una librería y comprar un impreso, -si se tenía el dinero suficiente para ello, pues eran caros para los presupuestos más comunes, más generales, medios, de la época-, o, al menos, de acudir a una biblioteca, o de pedirlo prestado a un conocido que lo poseyese. O implicaban la voluntad de acercarse a un manuscrito, o crear uno propio, si se estaba en posesión del don de la escritura (al igual que el de la lectura, no completamente generalizado, como indicamos) sobre la base de una copia anterior, editada o también manuscrita.

Entre los medios de difusión escrita los más importantes son los manuscritos. La imprenta era de todos estos medios el menos utilizado. Se seguían, como en los siglos anteriores, empleando mucho los manuscritos. Eran baratos, más que las obras impresas por los editores, que generalmente resultaban caras para el español medio de la Ilustración, como señalamos. Eran usados por todos aquellos que no tenían o las posibilidades económicas o el interés, o ambas cosas a la vez, para acudir a ediciones de imprenta. Podían, incluso, ser copiados por los propios interesados, que, así, encontrarían una buena manera de llenar, y entretener, horas de ocio.

Podemos distinguir varios tipos de manuscritos. En primer lugar tenemos que mencionar los autógrafos, los que han salido directamente de la mano del compositor. Hay, igualmente, varias clases de ellos. El primer término hay que resaltar el primer autógrafo, que recoge la primera versión de la obra salida de la mano, y la mente, del dramaturgo. Puede ser pulcro, o lleno de enmiendas y tachaduras. Depende del método de trabajo del escritor correspondiente. Por eso no es extraño que de ese primer autógrafo se extraigan otras copias más depuradas. A veces el propio creador realiza esas copias, en ocasiones destinadas a la censura, en ocasiones destinadas a la imprenta, en ocasiones destinadas a la compañía que se había de encargar del montaje del texto, de su representación. Por eso podemos hablar, también, de segundos autógrafos o copias autógrafas.

Otra clase de manuscritos son las copias hechas no por el escritor sino por segundas o terceras personas, las copias manuscritas. Se incluyen en ellas diversos grupos. Están las realizadas por aficionados, por interesados que con ellas quieren conservar un texto que les ha llamado la atención, que les gusta, y que de tal modo pueden ocupar ratos perdidos, como antes exponíamos. Pueden proceder del autógrafo, tal vez prestado por el creador a un amigo o conocido suyo, tal vez prestado por un miembro de la compañía de cómicos que lo había recibido de manos del compositor. Pueden proceder de otras copias manuscritas, como las hechas por otros aficionados interesados, como las hechas por las mismas compañías para facilitar su trabajo... Pueden proceder de impresos, prestados por amigos o conocidos...

Por otra parte, hay que mencionar las copias realizadas por profesionales. Es el caso de los cómicos que las utilizan para repartirse los papeles de la pieza, y aprendérselos, en los ensayos previos al estreno. Estas copias de compañía sirven de base, en ocasiones, para elaborar impresos. A veces son copias hechas por escribanos, en el ejercicio de su profesión, por encargo, bien de la compañía (igualmente para posibilitar el aprendizaje de los papeles), bien de un particular, para regalo o para su propio disfrute personal, bien del escritor, que podría emplearlas para entregar en el Consejo de Castilla, -para pasar censura-, para trasladarlas al impresor que las usaría como base para una edición, para presentarlas en concursos oficiales o privados (por ejemplo, convocados por las Reales Academias -de la Lengua, de la Historia...-, o por academias o reuniones literarias privadas), o, entre otros posibles destinos, para regalarlas a un amigo o a un mecenas o protector del que se esperan o solicitan favores. En este último caso se encuentran, por citar un caso concreto, las obras del emeritense Juan Pablo Forner, preciosamente copiadas por propio encargo suyo, con el fin de servir de regalo al todopoderoso, entonces, Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, hoy conservadas en la madrileña Biblioteca Nacional de España10.

Varias, también, son las clases de impresos que se utilizan en el siglo XVIII para dar a conocer, para difundir, para transmitir creaciones dramáticas. El medio más popular y barato de todos es la suelta. Consiste en la edición de una sola pieza teatral, de una sola comedia. Se incluye en un pequeño folleto, formado por dos, tres o cuatro pliegos, dependiendo de la extensión de la obra, -generalmente un pliego por acto-, de un total de páginas que oscila entre las treinta y las cuarenta, cosido con hilo o cuerda fina, que se vende sin ningún tipo de encuadernación y que mide unos quince centímetros y medio por veintiuno y medio. Solía tener bastante buena aceptación, pues era adquirido por un público que quizá no tuviera los medios económicos o el interés suficiente para comprarse un libro que pudiera contener una o un conjunto de comedias. Podía ser costeado por un librero, por un impresor, o por la compañía de cómicos que montaba la pieza, que, con su venta, a veces en los mismos teatros, podía obtener ingresos complementarios. La forma de financiación de la edición es indicada en la propia suelta, al final del texto, en la última hoja y página de la edición. Es el equivalente, para teatro, de los pliegos de cordel, empleados para difundir poesía, y especialmente el romancero popular11. Es un medio que fue utilizado por todo tipo de dramaturgos del siglo de las luces, desde los populares, como Cañizares, Comella, Zavala y Zamora, cultivadores de la comedia de espectáculo12, de la comedia sentimental..., del llamado teatro popular de la Ilustración, hasta los neoclásicos, como Leandro Fernández de Moratín. Tuvieron, insistimos una vez más en ello, una gran acogida. Por esto no es extraño que se hiciesen, en la época, series, colecciones, de sueltas, cada una de las cuales reciben el número correspondiente, que figura en la parte superior derecha de la primera página.

Es posible distinguir dos clases de sueltas, las auténticas y las facticias. Las primeras son las que, desde el principio, son concebidas como tales y creadas como tales por los impresores. Las segundas, falsas sueltas, proceden de volúmenes que recogieron grupos de comedias13, volúmenes que se estropearon o tuvieron mala venta, y que fueron reciclados, reconvertidos, por los libreros, para salvar lo que fuera posible y recuperar, de ese modo, beneficios, volúmenes que fueron transformados en sueltas artificiales, extrayendo de ellos los textos concretos, individualizados, que se podían aprovechar. Por otra parte, es normal que nos encontremos con tomos facticios de piezas teatrales dieciochescas, facticios porque no fueron creados como tales, porque fueron mandados formar, mediante el sistema de encuadernar sueltas que poseía el interesado correspondiente, por un propietario o coleccionista del siglo XVIII o de los siglos posteriores. El número de textos que contienen estos volúmenes facticios es variable. Depende de la voluntad concreta de cada recopilador particular que remite su colección al encuadernador para que éste componga el falso libro, el libro artificial.

Un medio de transmisión escrita específico, como las sueltas, de teatro son las partes de comedias. Constituyen una herencia del Barroco. De hecho finaliza su existencia a mediados del siglo XVIII, con el empuje de las reformas legislativas que en el libro las autoridades van progresivamente introduciendo y con la entrada en vigor de las nuevas modas y usos típicos y propios de la Ilustración14. Consiste en la recopilación de doce comedias en un solo volumen. Van precedidas de los pertinentes requisitos legales (aprobación, o aprobaciones, privilegio real, tasa, fe de erratas) y de las habituales portadas, repletas de datos diversos, tablas de contenidos o índices15, prólogos o introducciones, dedicatorias, y sonetos y composiciones laudatorias16.

Hay varios tipos de partes. Si atendemos al creador de los textos, podemos distinguir partes de un solo autor y recopilaciones de varios autores. Así, del primer grupo podemos recordar los dos tomos de Comedias de Don Antonio de Zamora, publicados en Madrid, por Joaquín Sánchez, en 1744. Del segundo grupo, las Comedias nuevas. Parte qvarenta y ocho, escogidas de los mejores Ingenios de España, publicada en Madrid, por Francisco Martínez Abad, en 1704; las Comedias escogidas de differentes Libros de los más Célebres, e insignes Poetas, publicadas en Bruselas, por Manuel Texera Tartaz, en 1704; o el Jardín ameno, de varias y hermosas flores, cuyos matizes, son doze Comedias, escogidas de los mejores Ingenios de España, publicada en Madrid [s. i.], en 1704. Si atendemos a la legalidad de su publicación, podemos hablar de partes auténticas, de partes legales, aquellas que se publican tras cumplir todos los requisitos que establece la legislación, y partes piratas, que son aquellas robadas, por impresores poco escrupulosos y deseosos de obtener rápidos beneficios sin respetar los derechos correspondientes, a los autores y editadas sin seguir los pasos establecidos en las leyes del momento, aunque, cierto es, simulan cumplir e incluir todos los permisos y requisitos de la legislación, pues los falsifican para despistar a la justicia, para darle a sus impresos una apariencia de normalidad, de legalidad.

Las partes fueron un medio habitual de editar teatro desde el Siglo de Oro, pero menos popular, por ser caro, que otros, como la suelta. De hecho muchos de los principales compositores del momento no vieron impreso su teatro en recopilaciones de doce comedias, en una, o varias, partes, sino, dentro de este tipo de libros, en colecciones de textos de varios dramaturgos, que tenían la ventaja de ofrecer obras diversas de distintos «ingenios», como los llamaban por entonces, capaces de interesar, -si no una, otra posterior; si no un escritor, el situado a continuación-, al posible comprador.

El libro, encuadernado, concebido al estilo moderno, fue utilizado en el siglo XVIII como medio de difundir una única comedia. Fue un sistema que se empezó a generalizar hacia mediados de la centuria y, especialmente, en su segunda mitad. Las obras que eran dadas a conocer con este sistema solían ir precedidas de un prólogo en el que el autor exponía sus intenciones al componer y difundir su texto, daba noticias sobre polémicas literarias y tomaba partido activo ante ellas, expresaba sus convicciones estéticas y defendía su postura particular ante la literatura dramática del momento. La Petimetra de Nicolás Fernández de Moratín, impresa en Madrid, en la Oficina de la Viuda de Juan Muñoz, en el año 1762, fue editada de esta manera, al igual que el Hacer que hacemos de Tomás de Iriarte (Madrid, Imprenta Real de La Gazeta, 1770), o La escuela de la amistad o El filósofo enamorado de Juan Pablo Forner (Madrid, Imprenta de Fermín Villalpando, 1796), entre otros muchos ejemplos concretos que podrían citarse.

En otros casos en uno o varios volúmenes se recogían las piezas teatrales, completas o selectas, de un único creador. Tal acontece con las obras de Vicente García de la Huerta17, las de Leandro Fernández de Moratín18, o la de escritores de épocas anteriores, como Miguel de Cervantes, cuyas Comedias y entremeses fueron editados, «con una Dissertación, o Prólogo sobre las Comedias de España», por Blas Nasarre y dados a la luz en Madrid, en la Imprenta de Antonio Marín, en 174919. Como en el caso de los libros que recogen una sola obra, es habitual que estas colecciones de textos vayan precedidos de una introducción, llena de noticias históricas, tomas de posición ante las polémicas vigentes, defensas de la estética del autor...

A veces los textos dramáticos comparten tomo con obras literarias, en prosa o en verso, encuadrables en otros géneros. En un mismo volumen pueden incluirse comedias, poemas, textos en prosa. Es la situación en la que se encuentran las Obras poéticas de D. Vicente García de la Huerta, Oficial primero de la Real Biblioteca, impresas en Madrid, por Antonio de Sancha, en 1778 y 1779, en dos volúmenes, el primero de los cuales contiene Raquel y el segundo, Agamenón vengado. También la Colección de obras en verso y en prosa de D. Tomás de Iriarte, editada en Madrid, por Benito Cano, en 1787, en seis volúmenes, y en Madrid, en la Imprenta Real, en 1805, en ocho volúmenes; y las Obras dramáticas y líricas de D. Leandro Fernández de Moratín, entre los Arcades de Roma Inarco Celenio. Única edición reconocida por su autor, editadas en París, por Augusto Bobée, en 1825, en tres tomos. Son recopilaciones que, en ocasiones, han sido dotadas de interesantes prólogos o preliminares de los autores.

Las obras teatrales pueden formar parte, igualmente, de tratados teóricos sobre algún género literario dramático defendido y explicado por el creador de los textos. En estos casos se ven convertidas en ejemplificaciones de las teorías previamente expuestas por el compositor, y en la prueba de que todas las posturas defendidas pueden llevarse perfectamente a la práctica. En estas circunstancias se encuentran las dos tragedias compuestas por Agustín Montiano y Luyando, Virginia, incluida al final de su Discurso sobre las tragedias españolas (Madrid, Joseph de Orga, 1750), y Athaulpho, colocada como cierre de su Discurso II. sobre las tragedias españolas (Madrid, Joseph de Orga, 1753). A veces, en lugar de tratados teóricos nos hallamos ante textos de erudición, que incluyen obras de teatro como ilustraciones. Así, Orígenes del Teatro español, seguidos de una colección escogida de piezas dramáticas anteriores a Lope de Vega, de Leandro Fernández de Moratín (París, Baudry, 1838)20.

A un último medio de difusión nos vamos a referir, las colecciones de piezas dramáticas de diferentes autores. Constituyen antologías de textos, contemporáneos o de los siglos inmediatamente anteriores, que suelen responder al gusto del recopilador. Generalmente se completan con interesantes y extensos prólogos del antólogo, en los que figuran noticias históricas, referencias a la polémica teatral de su época, juicios sobre escritores, teorías poéticas... En este grupo podemos recordar el Theatro Hespañol. Por Don Vicente García de la Huerta (Madrid, Imprenta Real, 1785-1786, 17 vols.), y, realizadas fuera de España, en Francia, podemos recordar por su significación y por la polémica que levantó21, la antología, -de fragmentos, no de textos completos-, de Du Perron de Castrera, Extraits de plusieurs pièces du théâtre espagnol avec des réflexions, et la traduction des endroits les plus remarquables (París, 1738, 3 vols.), y la cronológicamente anterior, -posiblemente de René Lesage, pues se publica anónima-, Le théâtre espagnol, ou les meilleures comédies des plus fameux auteurs espagnols (París, Jean Moreau, 1700).




4. Puntualizaciones últimas (Final)

El número de medios con los que cuenta un escritor para dar a conocer sus piezas dramáticas en el siglo de las luces es elevado. Lo hemos podido comprobar en las páginas anteriores. Hay que destacar que todos ellos son medios no excluyentes, sino complementarios. Un texto puede utilizar, para llegar a su público, sólo uno de ellos, o varios de los mismos, e, incluso, todos a la vez. Únicamente el estudio concreto de cada caso específico puede desvelar las circunstancias particulares en las que se encuentra cada obra.

Por otro lado, es preciso también resaltar, aunque sea brevemente y para dar fin a este estudio, que los diferentes medios de difusión se encuentran interrelacionados. Unos pueden enlazar con otros. Una misma pieza dramática puede, por sólo poner un ejemplo, aparecer en un manuscrito autógrafo, que, sucesivamente, puede ser objeto de una lectura pública, servir de base para hacer un montaje, ser utilizado en una imprenta para realizar una edición, y por un interesado para sacar una copia manuscrita.

Hasta aquí nuestra presente investigación. Con ella no nos hemos propuesto agotar el tema, su contenido, el objeto de su estudio. Sólo poner juntos, recopilar, todo un conjunto de medios de transmisión de escritos dramáticos. Llamar la atención sobre ellos. Destacar su existencia y complementariedad. Con todo hemos querido contribuir a facilitar el mejor conocimiento del teatro, y el mundo que con él se relaciona, de la época de la Ilustración. Ojalá hayamos, si no alcanzado en su totalidad ese objetivo, logrado aproximarnos seriamente a él. O, al menos, ayudado a que otros lleguen realmente a él. Esa sería nuestra mejor recompensa.





 
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