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Sobre Neruda y los clásicos españoles

Luis Sáinz de Medrano Arce





Nada más tentador que examinar la presencia de España y lo español en la totalidad de la obra de Neruda. Y en su vida, por supuesto. Quizá es demasiado pronto para abordar ese estudio con toda la objetividad que el tema requiere, pero el tema está ahí como apasionante oferta ante quien simplemente extienda la mano hacia el ingente memorial poético del chileno. Nombres, vivencias y formas españolas trascienden pródigamente las páginas nerudianas como veta detectable a simple vista en el rico conglomerado del mineral.

Neruda se autoproclamó «español de raza y de lenguaje»1 muchas veces con estas u otras palabras. Desde su primera y fugaz estancia en España en 1927, camino de su consulado en Rangún, y sobre todo a partir de 1934, año de su nombramiento de cónsul de Chile en Barcelona, España estará indeleblemente en el corazón del poeta. Nada más natural que aquella y este se unieran para dar título poco después a uno de sus libros más apasionados. Todavía, ya en su penúltima hora, en ese poemario de sustanciosa melancolía que es Geografía infructuosa, Neruda, incansable, se adentraba en sus recuerdos madrileños:



Aquellos barrios con barricas
y cuerdas y quesos flotantes
en los suburbios del aceite.

Dejé la calle de la Luna
y la taberna de Pascual.
Dejé de ver a Federico.
¿Por qué?
[...]

¿Por qué dejé de ver el frío
del mes de enero, como un lobo
que venía de Guadarrama
a cortarme con su cuchillo?2



El nombre del poeta citado en estos versos invita a considerar un aspecto fundamental de la conexión Neruda-España: sus relaciones con los grandes líricos del veintisiete. Aun con penosas bajas, esta generación está en pie. Tal vez alguno de sus miembros redacte un día este capítulo de la biografía del gran chileno. Sería presuntuoso para los demás tratar de entrar en él mientras tanto.

Nuestro propósito aquí no es sino recoger y comentar muy por encima -sin venir más acá del siglo XVII- unos datos de aquel vasto asunto, los que con más facilidad se desprenden de una ojeada apacible por los libros de Pablo Neruda.

Él escribió, hablando de Rubén Darío y de Gabriela Mistral: «Debo a ellos, como a todos los que escribieron antes que yo, en todas las lenguas. Enumerarlos es demasiado largo, su constelación abarca todo el cielo»3. Sería advertencia para quienes pretendan monopolizar llevando agua a este o aquel molino la creación nerudiana, abierta a todos los vientos y tan universal como americana. No es, sin embargo, acaparar a Neruda, ni disminuir en un ápice su originalidad mostrar suscinta y parcialmente lo que lo español significó para él, a fuer precisamente de americano, en el terreno literario.

No parece que la inclinación hacia la literatura española haya sido en Neruda demasiado temprana. No hubo en sus días adolescentes de Temuco una sólida biblioteca hispánica que le brindara la lectura de los grandes escritores peninsulares como la que Rubén encontró a la misma edad en la casa familiar de León de Nicaragua. No hay sino un nombre español en la relación de autores cuyas obras devoraba en esa época: Felipe Trigo, según nos informa en su evocación autobiográfica Infancia y poesía4. Menguado mensaje de la distante España. Junto a él, Verne, Vargas Vila, Strindberg, Diderot, Saint Pierre, Gorki y otros grandes de la literatura rusa en la que le inició Gabriela Mistral.

Hemos de pensar que sería en la etapa universitaria de Santiago cuando el interés por los poetas españoles contemporáneos -piénsese en los ecos juanramonianos en Crepusculario y Veinte poemas- y su propia formación académica hubieron de llevarle a adentrarse en la obra de los grandes clásicos del idioma.

Pero no es a través de conjeturas como pretendemos llevar adelante nuestro limitado estudio. Las bases menos movedizas para él nos las darán, como ya hemos dicho, las propias obras de Neruda, su más pura biografía en definitiva.

Poniendo un orden escolar en el planteamiento de la materia, hemos de preguntarnos ante todo por los autores medievales. Neruda, entre renacentista y barroco, no se sintió, si a sus textos nos atenemos, muy atraído por aquellos. (¿Cómo pudo escapársele Juan Ruiz y su torbellino vital?). Tardíamente menciona al autor de los Miraclos de Nuestra Señora, cuya minuciosidad descriptiva, a él, gran hacedor de inventarios, pudo llamarle en un momento la atención. Berceo y Villón son calificados de «trovadores de la memoria» en una de las Nuevas odas elementales5. Ya no volverá sobre aquel.

Sólo hay otro autor medieval español en la nómina de los mencionados por Neruda: Jorge Manrique. Con tratamiento preferente -«Oda a don Jorge Manrique»- figura en Nuevas odas elementales. Hay veneración auténtica en los versos a él dedicados. Manrique es en la oda nerudiana esa figura caballeresca y pulcra que vive en la mente de cuantos se le han acercado:


Era de plata verde
su armadura
y sus ojos
eran
como el agua marina.
Sus manos y su rostro
eran de trigo6.



Pero este respeto no esconde una seria objeción. Neruda está en pleno trance de reconciliación con la vida y no le parece lícito que un poeta se ocupe preferentemente de cantar a la muerte. Él, que ha abominado de su dolorosa y negativa poesía residenciaria, no podrá excusar lo que hay de funerario en esa delgada voz del siglo XV. Manrique aparece, por eso, en el poema tratando de justificarse y de rectificar:


Ay si de nuevo
el canto...
No a la muerte
daría
mi palabra...
Creo que el tiempo oscuro
nos cegó
el corazón7.



Quien habla, está claro, no es Manrique, sino Neruda. La licencia es excesiva y muestra un absoluto desentendimiento del contenido vital que hay en esas Coplas, donde la vida y la muerte no son enigmas, sino elementos perfectamente encalados en una visión envidiablemente serena del orden del universo. Esa falta de captación del pensamiento manriqueño es la que le induce a Neruda a medir con el mismo rasero la obra del poeta medieval y la suya propia en la etapa superrealista. El «solitario trovador» que anduvo «en las moradas transitorias» donde «todos los pasos iban / a un solemne eternidad / vacías», pretendida imagen de Manrique, no es sino la del desorientado paseante de Walking around. Falsa identificación evidentemente.

Pero no hay que sorprenderse ante esta clase de desajustes apreciativos en un poeta tan emocional como el chileno. Lo importante, por encima de esto, es valorar la admiración que esta búsqueda de afinidades representa y que revela una comprensión malgré lui por vía intuitiva. No en vano el autor de las Coplas es uno de los cuatro grandes poetas españoles mencionados por Neruda en una muy citada declaración de preferencias:


Que amen como yo amé mi Manrique, mi Góngora,
mi Garcilaso, mi Quevedo8.



Manrique es, pues, uno de los cuatro pilares, «titánicos guardianes, armaduras / de platino y nevada transparencia» en los que se apoyó para superar su hundimiento en las «pestilenciales agonías» de Lautréammont. Manrique es también, muy significativamente, en uno de los poemas dedicadas a Rubén Darío en La barcarola, la estatua de mármol vivificado que rinde el homenaje de «una rosa olorosa» al nicaragüense «que llega a Castilla e inaugura la lengua española»9.

Pasemos así a Garcilaso. Al referirse a él, ya no hay lugar por parte de Neruda para las anteriores objeciones. El toledano, nombrado, como hemos visto, en la expresiva referencia a cuatro poetas españoles, es, entre las sequedades de España que siempre asombraron al hijo de la húmeda «frontera» chilena la vena luminosa que triunfa sobre lo árido:


No en vano el estandarte de Castilla
tiene el color del viento comunero,
corre la luz azul de Garcilaso10.



Garcilaso será evocado junto a Ovidio al referirse a Rumania en Las uvas y en viento, dioses tutelares con quienes él comparte, sin que cuenten los siglos de distancia, un común destierro. Garcilaso -¡qué fervor al recordar la compra afortunada de una edición de sus obras de 1549!11- es, en fin, «mi único amigo celestial», en la Oda a don Diego de la noche12. En ella por luminoso, lo sitúa en el Paraíso, mientras que Baudelaire y Edgar Poe pagan su sombría condición en el Infierno.

Hay otros escritores del siglo XVI a quienes Neruda observa no ya desde el punto de vista de lo que su obra literaria suponga, sino como hombres de acción. Son algunos de los conquistadores-cronistas como Cortés, Jiménez de Quesada y Valdivia sobre quienes detiene su atención en cuanto portadores de espada y no de pluma. Bien sabido es el concepto que al poeta chileno le merecieron los hombres de la conquista de las Indias en el Canto general, concepto que por cierto irá atemperándose un tanto hasta el punto de llegar a hacer manifestaciones tan comprensivas sobre aquella como las recogidas no hace mucho por el periodista español Tico Medina13, donde hay, además de otras apreciaciones, una exaltación rotunda de la figura de Bernal Díaz del Castillo, gran apasionado y gran señor del yo como Neruda y a quien no había hecho aparecer entre sus versos.

En relación a esa época y a esas gentes, naturalmente las grandes simpatías del chileno van hacia el padre Las Casas, y no precisamente por las calidades literarias de su Historia de las Indias sino, como puede esperarse, por su condición de luchador social.

Siempre impoluto, objeto de admiración sostenida, aparece aquí y allá en los versos de Neruda el escritor soldado que cuenta con la adhesión de aquel por la valoración y comprensión del indio araucano que late en la galanura de sus octavas reales; el único realmente «limpio» entre todos los conquistadores, el único que se hace perdonar ante Neruda su condición del tal: Alonso de Ercilla.


Hombre, Ercilla sonoro, oigo el pulso del agua
de tu primer amanecer...
Sonoro, sólo tú no beberús la copa
de sangre...14.



Esta incontaminación de lo sangriento aplicada a quien al fin participó en la violencia natural de las luchas de la conquista no es muy rigurosa, pero salvemos el espíritu de las palabras. En todo caso la posición de Ercilla queda bien definida en la Oda al trigo de los indios, donde llama a los araucanos «amigos enemigos / del español Ercilla»15.

El madrileño-vascongado es para Neruda grande en todo. Es «el maravilloso caballero», «el grandioso poeta», «el hidalgo don Alonso de Ercilla»16, que supo hacer historia y poesía a la par con la gesta de los aguerridos aborígenes australes. «Ercilla -dirá en otro pasaje- es un refinado poeta del amor, un renacentista ligado con todo su ser a la temblorosa espuma mediterránea en donde acaba de renacer Afrodita»17. Y como tal adalid del Renacimiento representa igual que Garcilaso una fuerza luminosa que se opone a las oscuridades medievales. «Su cabeza, enamorada del gran tesoro resurrecto, de la luz cenital que ha llegado a estrellarse victoriosamente contra las tinieblas y las piedras de España, encuentra en Chile no sólo alimento para su ardiente nobleza, sino regocijo para sus estáticos ojos»18. No contento con esto, le llamará en seguida «nuestro Alonso de Ercilla, aquel padre diamantino que nos cayó de la luna», aunque en el contexto de esta frase haya cierto reproche: la mitificación de la grandeza chilena, iniciada por el autor de La Araucana, ha sido alienante en cierto modo, en cuanto ha impedido muchas veces que se viera la realidad triste de una patria «de pantalones rotos y cicatrices»19. Pero, en definitiva, esto no es tanto una acusación en profundidad contra el gran épico como una consideración incidental que no rebaja el respeto ante él.

Lope de Rueda, otro nombre español en el umbral del teatro prelopista, es apenas objeto de una fugaz aunque encomiástica alusión al referirse Neruda a las andanzas teatrales de García Lorca: «En su troupe "La Barraca" recorría los caminos de España representando el viejo y grande teatro olvidado: Lope de Rueda, Lope de Vega, Cervantes»20.

Cervantes. Sorprendentemente, el más grande y humano de los maestros de la lengua, no encaja al parecer con demasiada hondura en los gustos nerudianos. Al mencionarlo en Viaje al corazón de Quevedo, será para decir que este es «más popular» que aquel. Por otra parte, «Cervantes saca de lo limitado humano toda su perspectiva grandiosa. Quevedo viene de la interrogación agorera, de descifrar los más oscuros estados...»21. El punto de partida de este se halla más cerca de los mundos fascinantes del misterio. Un texto muy posterior de Neruda aclara notablemente su posición ante Cervantes. Lo que tal vez el chileno no le perdona al autor del Quijote es -a su modo de ver- su falta de entonación épica, su realismo doloroso a ultranza, sin paliativos, el fracaso terreno de su personaje, no compensado seguramente para Neruda por la victoria absoluta en el orden de los valores que el mismo sustenta. Así, al hablar de Walt Whitman en la disertación recogida bajo el título de «Discurso del embajador Neruda ante el Pen Club de Nueva York» afirma: «Existen muchas clases de grandezas, pero dejenme decirles... que Walt Whitman me ha enseñado más que el Cervantes español. En la obra de Walt Whitman nunca el ignorante es humillado, ni la condición humana jamás ofendida»22. El fundamento de la preferencia nerudiana no deja de ser extraño. Quizá la clave para la misma pueda hallarse en estas orientadoras palabras de Octavio Paz sobre el venerable patriarca norteamericano: «Sueño dentro de un sueño, la poesía de Whitman es realista sólo por esto: su sueño es el sueño de la realidad misma que no tiene otra sustancia que la de inventarse y soñarse...» «América se sueña en Whitman porque ella misma era sueño, creación pura»23. Y el magnífico y vehemente Neruda se pone al lado del soñador. No por escapismo, ciertamente; es sólo cuestión temperamental.

Tal vez esa misma razón le aleja del riguroso equilibrio de fray Luis de León, al que silencia en su obra, y la que le acerca a la jugosidad imaginativa y expresiva del de Granada, al que Federico García Lorca, con el evidente beneplácito del poeta chileno, denominará «jefe del idioma» en la famosa exégesis conjunta que ambos hicieron sobre Rubén Darío24.

A Neruda han de seducirle naturalmente los epígonos de Garcilaso. Del delicado y vulnerado Francisco de la Torre, a cuyas «nocturnas poesías»25 alude fervorosamente, afirmará que es, con Pedro Soto de Rojas, uno de sus poetas preferidos. No serán estos dos los únicos sobre quienes recaiga su devoción en el grupo de los líricos que bullen alrededor de Garcilaso y, sobre todo, de Góngora. De San Juan de la Cruz exalta su cualidad más inefable, estableciendo una comparación gramaticalmente insólita entre el místico y Quevedo, favorable para aquel, aunque en términos absolutos sus preferencias vayan hacia éste: «La gracia es más infinita en un Juan de la Cruz»26. No mencionará más veces al más inmaterial de los líricos españoles, pero éstas bastan para mostrarnos cómo el gran escalador de Macchu Picchu fue captado por el encendido y el alígero remontador del Monte Carmelo.

Cuando evoca sus veladas con Vicente Aleixandre, escribe, recreándose en la evocación de los poetas artífices de colores y aromas: «Leemos largamente Pedro de Espinosa, Soto de Rojas, Villamediana. Buscábamos en ellos los elementos mágicos y materiales que hacen que la poesía española, en una época cortesana, una corriente persistente y vital de claridad y misterio»27.

Y en otro lugar subrayará así su admiración por el recopilador de las Flores de poetas ilustres: «Pedro de Espinosa ilumina con un rayo de amaranto la latitud mojada y brilla su esplendor con todas las piedras preciosas recién salidas de América». Cita a continuación tres estrofas de «la fábula fluvial del Genil», a la que califica de «tal vez el más perfecto poema de nuestra lengua»28.

En este mismo texto se refiere Neruda a otra figura subyugante para él, Juan de Tassis, conde de Villamediana, «un gran señor de la poesía, un gran poeta asesinado», uno de los fantasmas que cruzan «como un relámpago de amatista un minuto de la historia poética, dejando un fulgor de fósforo»29.

La admiración por este poeta -y otras razones, según precisaremos más adelante- le llevarán a reproducir la descripción hecha por Góngora de la muerte del conde, «el pendenciero, tahúr, coleccionista de joyas, de caballos, de cuadros»30. La atracción por él le viene de antiguo. Recuérdese que uno de los tres «Cantos materiales» de la segunda Residencia en la tierra («El desenterrado») está dedicado a Villamediana:


Conde dulce, en la niebla,
oh, recién despertado de las minas,
oh recién seco del agua sin río,
oh recién sin arañas31.



No podía pasar inadvertida para Neruda la vital figura del «Fénix». Lope le seduce ante todo por su postura de escritor inmerso en el pueblo. Sólo Lorca, a su parecer, ha ejercido después una fascinación tan grande en las gentes. Lope es uno de los autores del «viejo y grande teatro olvidado»32 -nos recuerda- que Federico llevaba en el repertorio de «La Barraca». Lope, dirá después, es uno de los bardos que «en cada época asume la totalidad de los sueños y de la sabiduría: expresa el crecimiento, la extensión del mundo»33.

En este recuento de clásicos españoles a cuyos nombres dedica Neruda atención expresa en las páginas de sus libros, y aparte de los dos fundamentales a quienes nos referiremos en seguida, sólo queda destacar la mención nerudiana de Mateo Alemán. El autor del Guzmán de Alfarache es citado únicamente en una ocasión a propósito de Quevedo, «más indiscreto que él»34. El juicio, cargado de sentido positivo, contiene ante todo lisonja para el creador de Los sueños.

A este y a Góngora los hemos dejado intencionadamente para el final, dada la especial importancia que ambos tienen, por su repercusión directísima, en la obra del poeta chileno.

Muchas veces se ha aludido al gongorismo de Neruda. Lo que aproxima al chileno al poeta cordobés es indudablemente, y ante todo, su amor al mundo externo; lo que le separa de él es, desde el primer momento, el «dolorido sentir», en honda coincidencia con Garcilaso, Quevedo y Bécquer, ese «dolorido sentir» al cual don Luis se manifestó siempre inmune, quién sabe si a costa de mucha o ninguna contención.

Es momento de recordar una vez más el esencial barroquismo de la literatura hispanoamericana de sor Juana a Carpentier, pasando por el Lunarejo. «Si el barroquismo es juego dinámico, claroscuro, oposición violenta entre esto y aquello, nosotros somos barrocos por fatalidad del idioma», ha escrito Octavio Paz35 definiendo perfectamente la causa -que encierra a un tiempo las cuatro causas aristotélicas- de esta postura vital de los hispánicos y muy en concreto de los hispanoamericanos.

Entre las dos vertientes del barroco -la lúdica y la agónica- Neruda se integra esencialmente en la segunda, pero su fascinación por la primera es muy acusada.

Góngora está presente en él sin duda desde mucho antes que tomara en sus manos con casi sagrada reverencia «la magnífica edición de Góngora del editor flamenco Foppens, impresa en el siglo XVII cuando los libros de los poetas tenían una inigualada majestad»36, por la que pagó, a plazos, cien pesetas. Si, antes de este memorable episodio que tuvo como marco el Madrid de los años treinta, Neruda ya se encontraba dentro de la versión americana del barroco hispánico.

No se ha hecho un estudio de conjunto de la huella gongoriana en la obra de Neruda. Hay felices aproximaciones como las de Amado Alonso en algunos momentos del libro, bien conocido, cuya referencia se da más adelante. John H. R. Polt ha hecho un sagaz análisis de los elementos gongorinos en El gran océano, sección del Canto general y núcleo esencial, indudablemente, de lo que podríamos denominar el más estricto gongorismo a la manera de Góngora, si se nos permite la redundancia37. Recuérdese ante todo el significativo poema «Mollusca gongorina».

Para Polt, «la influencia gongorina en El gran océano se ve en el vocabulario, en las imágenes y en los temas..., pero se trata también de una semejanza más fundamental, en la visión del mundo como un caos de fuerzas superiores al hombre y de conflictos eternos y violentos. El poeta como hombre no tiene importancia en este mundo; pero como artista se sobrepone a él, conquistándolo por la recreación estética»38.

Entendemos que hay aquí acertadas intuiciones de la posición de Neruda. Para Góngora, como para el poeta chileno, el mundo sólo puede ser dominado por la magia de la palabra, y es la palabra sacralizada en la poesía la que magnifica a su vez al hombre, transformándolo de común mortal en demiurgo: esto último aún más patentemente expresado en Neruda que en Góngora.

En «Mollusca gongorina» la ostra erizada de coral -«cofre envuelto en agujas escarlatas, / o nieve con espinas agresoras»-, la rostellaria -«mínima catedral, lanza rosada, / espada de la luz, pistilo de agua»- y la tridacna -«monasterio de sal, herencia inmóvil / que encarceló una ola endurecida»39-, son, entre otras criaturas del mar, elementos transfigurados de una naturaleza fijada o eternizada por el poeta. La simple técnica, la liturgia del verbo que da perennidad, como dentro de un duro y perfecto cristal, a cuanto toca es en estas ocasiones un fin en sí misma, como lo es siempre en el poeta cordobés. En momentos como estos es cuando el paralelismo entre Góngora y Neruda parece más evidente.

Ahora bien, con mayor frecuencia la intención del chileno irá más allá de la construcción de un puro muestrario de maravillas, aunque estas no dejen de ser trozos entrañables del contorno vital del poeta. La búsqueda del hombre en medio del prodigio de las cosas -misticismo a lo humano-, lejos ya de las inútiles angustias residenciarias, caldeará el torrente de las metáforas de «Alturas de Macchu Picchu»:


Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado40.



Neruda reencuentra en Macchu Picchu, frente al mar inestable, enemigo del hombre por tradición clásica, la noble solidez del encrespado océano de piedra, y a ella -asidero del hombre- se aferra. Hipérboles y fabulosas figuras retóricas son ahora no sólo fijaciones del mundo exterior, sino sustancia de la emoción que las traspasa. La acumulación de metáforas en asombroso asíndeton tendrá un conmovido paroxismo que las separa del distanciamiento gongorino:



Águila sideral, viña de bruma,
bastión perdido, cimitarra ciega,
cinturón estrellado, pan solemne,
escala torrencial, párpado inmenso,
túnica triangular, polen de piedra,
lámpara de granito, pan de piedra.

Piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo?
Aire en el aire, el hombre, dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre, dónde estuvo?41.



Es, con todo, en el Canto general donde, en conjunto, la voz de Neruda alcanza su máximo tono barroco-gongorino.

Aunque su conocimiento de Góngora viniera de antiguo, cabe pensar que fue en España donde Neruda se adentró más en él. Su permanencia aquí como cónsul coincide con los años posteriores al redescubrimiento de Góngora por los hombres de la generación de 1927, con los que mantuvo estrecha amistad. La etapa de fervor gongorino había pasado ya, ciertamente, y a ella había sucedido la penetración del superrealismo, que dividió a estos poetas, pero el culto a Góngora no se había extinguido por completo.

El tal redescubrimiento tenía por cierto antecedentes ilustres. Dámaso Alonso ha recordado oportunamente que fue Rubén Darío quien trajo a España el morbo gongorino aprendido en los cenáculos de París42. A él le siguió Alfonso Reyes con su conferencia Sobre la estética de Góngora, pronunciada en el Ateneo de la Juventud, en Méjico, el 26 de enero de 1910, en sesión dedicada a Rafael Altamira. No cabe sino remitir al estudio de Dámaso Alonso a quien desee más pormenores sobre el tema43, pero bien vale la pena reproducir algunos de los conceptos vertidos por el ilustre mejicano en la mencionada conferencia: La poesía de Góngora «tiene las virtudes del ritmo y de la plástica, que se prenden al propio organismo de los nombres y se le adhieren como parte suya, puesto que posee la alta virtud del lirismo que liberta el alma, arrancándola a las durezas del raciocinio y de las pesadas dialécticas»44. No es sorprendente que tan aguda interpretación del gongorismo haya sido dada por un hispanoamericano.

Darío, para quien ritmo y plástica constituyeron elementos esenciales de su poesía incluso a partir de Cantos de vida y esperanza, difícilmente podría haberse sustraído al hechizo de Góngora, al que, por otra parte, pudo haber leído en su época de adolescencia en Nicaragua45.

A pesar de lo aventurado que resulta, según Dámaso Alonso, tratar de probar la presencia de Góngora en el simbolismo francés de un modo riguroso, de lo que no cabe duda, según el mismo crítico reconoce, es de que «corresponde a la escuela simbolista la gloria auténtica de haber iniciado -aunque fuera de un modo casi incomprensible y desde luego inconsciente y pintoresco, el gusto por Góngora»46.

Por cualquier lado había, pues, de encontrarse con don Luis, un poeta visual e imaginativo como Neruda, devoto de Darío, cuyos antecedentes gongorinos reconoció al afirmar: «No hay Rubén Darío sin Góngora»47, y de los simbolistas a alguno de los cuales asoció, y no casualmente, sin duda, con el poeta de Córdoba: «...la poesía de Shakespeare, como la de Góngora y Mallarmé, juego con la luz de la razón, impone un código estricto aunque secreto»48.

Neruda admiró en Góngora el prodigioso manejo del idioma como un fabuloso tesoro, sin duda porque había en el chileno la misma enajenación por la palabra que en el cordobés, «el placer del lenguaje» que Barthes ha definido como «de la misma estofa, de la misma seda que el placer erótico»49. Desde la primera palabra en las tinieblas en la hora de la Creación -dice Neruda-, «el verbo asumió todos los poderes / y se fundió existencia con esencia / en la electricidad de su hermosura»50. La asociación palabras-joyas es frecuente en Neruda y, como es de esperar, no deja de aplicarla al referirse a Góngora, a quien presenta como una de las grandes vetas de la España «clara» y «transparente» -a misma de Garcilaso- que entre crueldades y tinieblas -estamos en el Canto general- supo hacer un hueco para «el diamante rebelde»:


No en vano en Córdoba entre las arañas
sacerdotales, deja Góngora
sus bandejas de pedrería
aljofaradas por el hielo51.



El contraste entre a) lo triste y negativo (las «arañas sacerdotales») y b) lo puro y luminoso (las «bandejas de pedrería») tiene un simbolismo muy marcado que, curiosamente, encontramos anticipado en un poema de Darío dedicado a Góngora:


De España está sobre la veste oscura
tu nombre como joya reluciente52.



Para Dámaso Alonso «la veste oscura de España es, probablemente, alusión al reciente descalabro colonial»53. No lo dudamos, teniendo en cuenta además otra alusión dariana a España como «la morada que entristeció el destino»54 y ello nos muestra que la oposición a)-b) en el nicaragüense tiene un sentido distinto al de Neruda. En todo caso, el esquema es el mismo y bien legítima es la sospecha de que el chileno lo utilizará añadiendo su propia connotación.

Góngora, lo hemos visto, es uno de los cuatro bienamados poetas de Neruda, a los que cita en bloque. Le subyuga tanto su palabra que cuando nos relate la muerte de Villamediana y acuda a reproducir el texto de la carta de don Luis, de 23 de agosto de 1632, donde se narra el terrible suceso, no sabemos si el poeta se siente más hechizado por la tragedia misma o por la belleza del texto del cordobés.

Pero Neruda -ya se ha mostrado- ha percibido muy bien lo que hay en Góngora de racionalismo y es eso lo que en definitiva le impide identificarse con él a partir de cierto limite. Góngora no puede acompañarle cuando el chileno conduce sus versos por los dominios de lo incoherente, porque la poesía del cordobés tiene, a pesar de las apariencias, una lógica matemática. Está claro además que a Neruda le sobra la emoción o, al menos, le falta el poder que tiene Góngora de retenerla55.

El español navega por ruta certera a través de un dédalo de fulgores («en Góngora temblaban los rubíes»)56 y retorsiones que no le perturban; es un camino perfectamente calculado. Góngora, en definitiva, es frío. Recordemos en una de las citas anteriores la mención a tal frialdad en la estética gongorina: «sus bandejas de pedrería / aljofaradas por el hielo». Y no se piense que el hielo pueda ser un elemento más de carácter ornamental en la metáfora de Neruda. Basta enlazarla, para que todo quede bien claro, con ciertas observaciones hechas por él acerca de García Lorca y los demás poetas de su generación: Lorca fue «el único sobre el cual la sombra de Góngora no ejerció el dominio de hielo que el año 1927 esterilizó estéticamente la gran poesía joven de España»57. Resulta en verdad interesante por lo significativo este juicio sobre sus estimados y no cabe duda que también admirados poetas del veintisiete. Ni siquiera salva a Alberti (de quien contó en otro lugar: «Puede decir de memoria la "Primera soledad", de Góngora»58).

En el fondo tenemos la sensación de que Neruda, gran gongorino, no acabó de entender del todo a su admirado modelo. Tal vez en el momento de la verdad pretendió obtener de su poesía una entrega que era imposible según el propio García Lorca supo definir bien cuando afirmó: «Góngora no viene a buscarnos para ponernos melancólicos, sino que hay que perseguirlo razonablemente»59. Demasiada exigencia para Neruda para quien emoción y expresión eran como cuestión de principio valores inseparables. El chileno se acercó, pues, a Góngora en cuanto anheló como este un lenguaje incorruptible, eterno. El mismo que el autor de las Soledades había logrado crear en la idea de que, como interpreta García Lorca, «la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes»60. Por lo que «quiso que la belleza de su obra radicara en la metáfora limpia de realidades que mueren»61.

Ese algo, en efecto, que hay en el culteranismo de andamiaje sonoro y brillante, destinado a sobrevivir por encima de las injurias del tiempo, esa captación de la hermosura imperecedera del mundo en una arquitectura incorruptible es el aspecto de la creación gongorina que no podía menos de seducir a Neruda. Sólo en esa línea del barroco se ha dado en la historia de la literatura tal ansia de aprehensión totalizadora del trasfondo ideal de las cosas y los seres, trasfondo que está más allá, en el sentido platónico, de las sombras que son las apariencias. Es precisamente en esa tensión, tan íntimamente ligada a la literatura hispánica donde hay que buscar las raíces del actual realismo mágico, que es, por encima de cualquier otra consideración, un fenómeno netamente hispanoamericano.

Ahora bien, a Góngora le bastaba con «fijar» el mundo en un proceso exquisitamente intelectivo. No quiso comprometerse con lo temporal; escribía para el Tiempo. Evidentemente es ahí donde Neruda muestra una posición muy distinta siempre, antes y después de España en el corazón. Lorca en su Presentación de Pablo Neruda, con motivo de la charla que el chileno dio en la Residencia de Estudiantes en el año 1934, pudo definirle como «un poeta que está más cerca del dolor que de la inteligencia, más cerca de la sangre que de la tinta»62. Por eso no pudo amar sin más, como Góngora, «la belleza objetiva, la belleza pura e inútil, exenta de apariencias comunicables»63, amor sereno, mera ataraxia, donde a pesar de ciertas apariencias no cabía -y seguimos con ideas de Lorca- ni el desorden ni la desproporción.

Para Neruda, la poesía no podía ser únicamente eso. El mundo para él era bello, pero dramáticamente inarmónico. En un poema de sus últimos años, como quien ha asumido lo irremediable de esa ausencia de armonía, pudo escribir: «Voy a rogarte: déjame intranquilo»64. Esta intranquilidad, este apasionamiento son los elementos que, en último término, le alejan de Góngora.

Como bien ha dicho Emir Rodríguez Monegal, «Neruda no es Góngora: es decir, su laberinto no tiene hilo racional, aunque tiene hilo»65. Claro que estas palabras se refieren a Residencia en la tierra, centro del mayor momento de desazón e irracionalismo en la poesía nerudiana. Aunque siempre hemos opinado que el irracionalismo de Neruda no es absoluto e incluso en sus etapas más críticas, efectivamente, «tiene hilo», no hay duda de que resulta muy acendrado si lo comparamos con la tersa objetividad de Góngora. (El juzgar la obra de aquel con criterios válidos para la de éste produjo no poca desorientación a Amado Alonso).

Tal vez por eso se da en las Odas elementales uno de los momentos en que el arte del chileno se aproxima más al del español. En las Odas, notablemente rebajada la exaltación emocional, se hace un inventario del mundo que está bien cerca de la línea de este. La simplicidad de las Odas es sólo aparente y radica en la elementalidad de las cosas descritas, pero no en la manera de describirlas. Nos sorprende por ello que un crítico de la perspicacia de Luis Alberto Sánchez haya afirmado que las Odas son antigongorinas porque «revelan insultante desprecio por las galas verbales», ya que ellas «dicen lo que buscan decir con el menor número de palabras posible»66. No compartimos este reciente juicio del gran crítico peruano porque, en nuestra opinión, lo que sucede en las Odas es todo lo contrario: no es posible establecer más asedios verbales para definir, en general, cosas menos intrincadas. Las Odas elementales son un desafío a la simplicidad, y estimamos lógico que Rodríguez Monegal haya calificado a Neruda como «este nuevo» Góngora al referirse a él a propósito de las Odas:


[...]
de madera pulida,
de lucida caoba,
lista
como un violín que acaba
de nacer en la altura,
y cae
ofreciendo sus dones encerrados,
su escondida dulzura,
terminado en secreto
entre pájaro y hojas,
escuela de la forma,
linaje de la leña y de la harina,
instrumento ovalado
que guarda en su estructura
delicia intacta y rosa comestible67.



Ciertamente, los versos que acabamos de transcribir nos permitirían establecer no pocos paralelos con pasajes de las Soledades o con el Poema heroico de San Ignacio de Loyola, de Domínguez Camargo, ferviente discípulo neogranadino del maestro de Córdoba, pero sin perder esto de vista, pensemos también en aquellos que gongorizaron antes que Góngora, deslumbrados por las maravillas que el Nuevo Mundo ponía continuamente ante sus ojos: los cronistas de Indias. Compárese la presentación de la nerudiana castaña con esta no menos sensual descripción de la piña por Fernández de Oviedo:

Mirando el hombre la hermosura désta, goza de ver la cumposición e adornamiento con que la Natura la pintó e hizo tan agradable a la vista para recreación de tal sentido. Oliéndola, goza el otro sentido de un olor mixto con membrillos e duraznos o melocotones...; y no solamente la mesa en que se pone, más, mucha parte de la casa en que está, seyendo madura e de perfeta sazón, huele muy bien y conforta este sentido del oler maravillosa e aventajadamente sobre las otras fructas. Gustarla es una cosa tan apetitosa e suave, que faltan palabras, en este caso, para dar al propio su loor en esto...; puesta en la mano, ninguna otra da tal contentamiento68.



La literatura hispanoamericana está llena de estas contemplaciones deleitosas de los alimentos, bodegones que los gongoristas indianos vinieron a colorear aún más vivamente. Hay una Arcadia americana en torno a cuya frutal exuberancia han gongorizado desde los citados cronistas hasta Alejo Carpentier, pasando por los Balbuena, Landívar, el propio Andrés Bello, a pesar de su neoclásica contención69, y el Lugones de Odas seculares. Esta singular poesía gastronómica es a nuestro entender eminentemente americana (y no olvidamos al arcipreste de Hita ni a Max Aub). Góngora, claro está, la sazonó con su brillante especiería. Neruda será uno de sus artífices.

Recuérdese cómo se le van los ojos tras las «aglomeraciones de pan palpitante», «las merluzas», «el aceite», los «pescados hacinados», el «delirante marfil fino de las patatas», los «tomates repetidos hasta el mar», en uno de los más dramáticos poemas de España en el corazón70. Nada reflejará para él mejor que estas cosas el sabor genuino de la vida, quebrantada por el dolor de la guerra. Recuérdese también cómo su apología de una nación del Este europeo alcanzará no sólo a los aspectos políticos de esta, sino, bien anticonvencionalmente, a sus refinadas creaciones culinarias. Estamos recordando su visión del país magiar en Las uvas y el viento y en Comiendo en Hungría, libro escrito en 1965 en colaboración con Miguel Ángel Asturias.

Amado Alonso, a quien siempre hay que volver al estudiar a Neruda, ha señalado cómo en Veinte poemas de amor la mención de la fruta con valor de símbolo sensual denota la huella de Sabat Ercasty, especialmente en el caso de las alusiones a la uva. Ahora bien, en las Odas elementales, los frutos no tienen necesariamente connotaciones amorosas. Lo que de ellos se extrae es el goce del paladar, del tacto, de la vista y del olfato, al margen de cualquier otra cosa. El deleite que ofrecen las cosas pequeñas al ser tratadas con amor y grandeza, tratamiento caracterizadamente gongorino para García Lorca71 y que para nosotros tiene, además, otras implicaciones, como se ha dicho.

Claro que lo que a la larga no acepta Neruda es la pureza inexorable en el dibujo de los objetos y los seres, dibujo amoroso, pero de impecable asepsia. Como bien ha señalado Siebenmann, el muy citado ensayo de Neruda «Sobre una poesía sin pureza», escrito como prólogo a la revista Caballo verde para la poesía, es una reacción contra lo que en muchos de los poetas del veintisiete había, diga lo que quiera Alberti, de frialdad gongorina -sin olvidar la inesquivable huella del antiemocional impacto ultraísta o el controvertido influjo de Valery-, «una vuelta de espaldas a la estética de los años veinte»72. Recuérdese esta definitoria acusación nerudiana dentro de aquel ensayo: «Quien huye del mal gusto cae en el hielo»73.

Y, sin embargo, Neruda no se ha librado de que sobre él mismo recaigan acusaciones no muy diferentes en el fondo a las que él formuló, por parte de un sector muy amplio de la crítica contemporánea. También su poesía «se juzgó mármol y era carne viva», dicho sea esto sin ánimo de avanzar ni un paso en la apreciación de concomitancias con la de Darío. Piénsese, por ejemplo, en este juicio de Mario Benedetti: «La poesía de Neruda es, antes que nada, palabra. Pocas obras se han escrito o se escribirán en nuestra lengua con un lujo verbal tan asombroso como las dos primeras Residencias o como algunos pasajes del Canto general... Claro [obsérvese la concesión] que en la obra de Neruda hay también sensibilidad, actitudes, compromiso, emoción, pero (aun cuando el poeta no siempre lo quiera así) todo parece estar al noble servicio de su verbo»74.

De nada le valieron, pues, a Neruda sus distingos al incorporar a su modo de hacer maneras gongorinas. Benedetti encuentra en su lenguaje un «poder verbal hipnotizante»75. También Ibáñez Langlois hablará de «los potencias hipnóticas del nerudismo» al referirse a su poesía76. Curioso destino el de Neruda, rechazado de plano por otros que sólo ven en él todo lo contrario: al autor de una poesía intolerablemente comprometida con la realidad. No le faltaba razón al afirmar en su «Oda a la crítica»:


Se lanzaron
a disputar mi pobre poesía
a las sencillas gentes
que la amaban:
y la hicieron embudos,
la enrollaron,
la sujetaron con cien alfileres,
la cubrieron con polvo de esqueleto77.



Ahora que la muerte le ha dado inmunidad, empezará a ser más fácil considerar el alcance del gongorismo de Neruda y entender, sin negarlo, que lo que le separa a nuestro poeta de Góngora es algo muy importante y legítimo (a menos que aceptemos que el futuro de la poesía hispanoamericana está en el neocampoamorianismo a lo Nicanor Parra): el calor, la vehemencia o, simplemente, el sentimiento. Justo las mismas cosas que le acercan al cuarto de los poetas españoles citados en los versos tantas veces mencionados: Quevedo.

No es casual que sea un verso de Quevedo: «Hay en mi corazón furias y penas», la divisa que Neruda pone en el poema «Las furias y las penas» de la Tercera residencia78. Esas tensiones anímicas estaban ya muy presentes en los versos desolados de las anteriores; en adelante se avivarán acongojadamente en el poeta no por razones meramente existenciales, sino en virtud de su acercamiento a los demás hombres.

Amado Alonso ha señalado que Quevedo es «quizá el poeta clásico más querido de Neruda»79 al apuntar las múltiples relaciones entre aquel y este en las Residencias -que no excluyen a Góngora, porque, en definitiva, tampoco es ningún secreto el culteranismo quevedesco-. La muerte, la disgregación residenciaria, son sentidas quevedescamente. Y es esa pasión cuyas raíces se anudan en el gran don Francisco la que rompe, en la poesía de Neruda, esos hilos lógicos que Amado Alonso se empeña en atar del todo inútilmente, porque estamos convencidos de que el superrealismo nerudiano -que no es absoluto, desde luego- no es sólo una técnica tomada de cierta escuela francesa, sino también una exacerbación conceptista cuyo sustrato está en el XVII español. Amado Alonso, al puntualizar analogías Neruda-Quevedo destaca imágenes como «dientes y relámpagos», «llamas húmedas», espigadas en el chileno y fácilmente relacionables con las quevedescas «llamas líquidas», «relámpagos de púrpura»80. En el terreno de estas concomitancias, sin necesidad de llegar a puntualizaciones estrictas, podría irse muy lejos. Dando un giro a nuestro enfoque, ante versos de Quevedo como «La confusión inunda el alma mía, / mi corazón es reino del espanto»81, donde está toda la filosofía del ya mencionado Walking around del chileno, casi se nos escapa la más insólita de las exclamaciones: qué nerudiano es Quevedo.

Parece en verdad evidente que Neruda encontró en Quevedo una anticipación de su propia voz, especialmente en lo que se refiere a un considerable periodo de su periplo poético. El pesimismo quevedesco que, como ha señalado Dámaso Alonso, no se relaciona sólo con lo amoroso, sino que está «unido a la misma entraña de su existir»82, es un claro precedente del de Neruda. como sentimiento y como expresión -aun considerando que, en definitiva, el de don Francisco tiene un contrapeso religioso del que carece el autor de las Residencias-. Siempre hemos sostenido que Veinte poemas de amor revela ya, ante todo, una tensión existencial plena donde lo erótico se encuadra como vía, frustrada, de salvación y ocupa, por tanto, un lugar secundario en la estructura de contenido de cada poema.

A esta altura nos preguntamos: ¿Dónde acaba Góngora y dónde empieza Quevedo en la obra de Neruda? Acaso la mejor respuesta consista en decir que la influencia de ambos actúa simultáneamente sobre buena parte de ella -lo cual se comprende mejor si se piensa en el gongorismo del propio Quevedo-. En determinados casos podrían hacerse deslindes de una u otra presencia. Cuanto en Neruda hay de galas de lenguaje es Góngora, cuanto hay de condensación de pensamiento, de briosa denuncia, de dolor, en suma, es Quevedo. Dos ejes que vertebran como sustrato lo esencial de la creación nerudiana, sin menoscabo de otras presencias como las que puedan representar los otros clásicos españoles antes citados y, por supuesto, los siempre recordados Whitman, Rimbaud, Sabat Ercasty, Juan Ramón, Tagore...

Ea la obra de Neruda, y ateniéndonos como venimos haciendo desde el principio al análisis de referencias concretas en ella a los autores aludidos en el título de este trabajo, hay un texto especialmente revelador en relación a su admiración por Quevedo: nos referimos, claro está, al Viaje al corazón de Quevedo, varias veces citado, cuya lectura ilustra muchas claves nerudianas.

En primer lugar, ese ensayo nos permite afirmarnos en la idea de que Neruda descubrió en la obra del gran conceptista un temprano superrealismo hispánico. Quevedo es para el chileno el sin igual pintor de toda la guardarropía abandonada de una época, guardarropía presente en su obra como en una bodega inmensa, símbolo a su vez de una abigarrada y casi fantasmagórica sociedad, vivificada y destruida a la par por «el rayo que sigue brotando aún del corazón del caballero»83, rayo de luz y de crítica hirviente al mismo tiempo.

Manifiesta Neruda que su iniciación al conocimiento del autor de los «Sueños» fue tardía, pero su adhesión a él, o mejor dicho, su autorreconocimiento a través de él fue total, definitiva. Noblemente admitirá incluso su apoyo expresivo en el lenguaje y en el tono quevedescos. «Quevedo fue para mí la roca tumultuosamente cortada, la superficie sobresaliente y cortante sobre un fondo de color de arena, sobre un paisaje histórico que recién me comenzaba a nutrir. Los mismos oscuros dolores que quise vanamente formular, y que tal vez se hicieron en mi extensión y geografía, confusión de origen, palpitación vital para nacer, los encontré detrás de España, plateada por los siglos, en lo íntimo de la estructura de Quevedo. Fue entonces mi padre mayor y mi visitador de España»84.

La esencialidad de Quevedo, a través de quien se le descubre a Neruda la esencialidad de lo español, es lo que subyugó para siempre a ese gran cazador de raíces. Quevedo le acompañó en su etapa superrealista y en Quevedo debió de encontrar después ese sentido trascendente de la vida humana que, aun sin participar de la postura cristiana del español, deslumbró y aleccionó al Neruda descreído, pero incansable buscador de los fundamentos de la existencia: «Quevedo me dio a mí una enseñanza clara y biológica. No es el transcurriremos en vano, no es el Eclesistés ni el Kempis, adornos de la necrología, sino la llave adelantada de las vidas... [en Quevedo]... tienen su explicación el hombre y su borrasca, la lucha de su pensamiento, la errante habitación de los seres»85.

No podía faltar, como es previsible, entre las razones que Neruda expresa con relación a sus sentimientos admirativos hacia Quevedo la conectada con la valiente actitud del clásico ante los poderosos de su época: «Quevedo es el enemigo viviente del linaje gubernamental»86. La afirmación acaso no resista un análisis riguroso, pero bien sabemos que en el terreno sociológico -y juzgándole exclusivamente por su propia obra- Neruda se mueve casi siempre en un ámbito de ideas generales. Tampoco hay que exigir de un poeta precisiones de historiador o sociólogo desvelado. Aceptemos además que hay un Quevedo imperecederamente desafiante y justo a despecho de otras servidumbres humanas que empequeñecen su figura, como hay un Lope noblemente vitalista e idealista al que no pueden contaminar ciertas cartas al duque de Sessa.

La manera en que Neruda enlaza a Quevedo con García Lorca. Antonio Machado y Miguel Hernández es algo que, sin embargo, se resiste a nuestra voluntad de comprensión. Es una concesión demasiado forzada a lo circunstancial (y evidentemente la grandeza de esas tres cimas de la poesía española no depende inexcusablemente de su vinculación con Quevedo, aunque tampoco afirmaríamos que ésta no pueda rastrearse en ningún caso). Lo importante es, sin embargo, reconocer en este asedio a la sombra de Quevedo la más ferviente manifestación de adhesión a escritor alguno que Neruda haya expresado a lo largo de toda su obra. Adhesión que representa paralelamente un ansia total de penetración en lo más profundo del ser de España: «Así, pues, materia, sustancia material de España, de la eternidad de España, es Francisco de Quevedo»87.

No importa que en momentos posteriores, en «Cantos ceremoniales» (1961), nos sorprenda una alusión a Quevedo que revela una actitud despreciativa ante su condición de poeta macabro: «Quevedo, el preso prófugo, el aprendiz de muerto / galopa en su esqueleto de caballo»88. Carguemos la negatividad de la torva imagen a la cuenta del vitalismo un tanto triunfalista de Neruda por esas fechas, que le hace olvidar momentáneamente que el definidor del «polvo enamorado» jamás alzó bandera blanca ante la muerte, como él muy bien sabía y había precisado: «Quiero que veáis, con el respeto que yo siento hacia su augusta sombra, el duelo inacabable, su combate de amor y de pasión con la vida y su resistencia hacia la seducción de la muerte»89, palabras que son, después de todo, una autodefinición por parte de Neruda.

Únicamente hemos encontrado una vez más la alusión al nombre de Quevedo en la obra de Neruda después de «Cantos ceremoniales». Aparece muy significativamente en «Fin de mundo» (1969), ese libro cargado de melancólicas ironías donde el chileno trata de someter a juicio crítico del mundo que le rodea y a muchas de sus propias desazones personales. Cuando se describe como «pariente futuro / de la itálica piedra clara / o de Quevedo permanente»90 hay que valorar doblemente tal afirmación dado el especial contexto en que está situada.

No era necesaria por otro lado esa mención para saber que la pasión de raíz quevedesca sigue en Neruda hasta el final. Ahí está como indiscutible prueba esa honda exaltación del amor triunfante sobre la muerte en «La espada encendida» (1970), desde el primero hasta el último de los versos, que pueden sintetizarse en estos:


Dice Rosía: Desde toda la muerte
llegamos al comienzo de la vida.



No hemos de atar cabos tras lo que hemos escrito. Quedémonos en el muestreo sin pasar a la reflexión estadística, porque nada más que eso nos hemos propuesto desde el comienzo. En todo caso es bastante, por si no hubiera muchas otras razones, en las que ahora tampoco entraremos, para mostrar la presencia en el chileno de ciertas corrientes medulares de la literatura española que tienen demasiado que ver con la esencia misma de España, el país que Neruda reconoció como «una base roquera donde está temblando aún la cuna de la sangre»91.





 
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