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Solares, Ramírez y la comedia narrativa

Carlos Fuentes





«La comedia no tiene historia porque nadie la toma en serio». Esta maravillosa frase se la debemos a Aristóteles en su Poética y para actualizarla fue necesario pasar por la «comedia» medieval cristiana como peregrinaje accidentado del alma hacia su salvación a la vera de un Dios cuya Eternidad nos libera, al acogernos, de las vicisitudes de la «comedia» humana. Dante, por cierto, llamó a su periplo poético, simplemente, Commedia al publicarla en 1314. Lo de «divina» es un añadido crítico debido a Ludovico Dolce en 1555, es decir, cuando el terreno renacentista estaba abonado para que Cervantes y Shakespeare le dieran a la «comedia» su connotación humanista: la actualidad como incidente absurdo, pasajero y requerido de un lenguaje mutante y diversificado.

Si empiezo por este necesario prólogo es sólo para acercarme a lo «cómico» como una de las ausencias más señaladas de la literatura iberoamericana. A pesar de la sátira colonial de un Rosas de Oquendo en Perú o de la picaresca independentista de un Fernández de Lizardi en México, nuestra literatura ha tendido a ser seria cuando no solemne: romántica, naturalista, realista, evade el humor a favor del melodrama unas veces, de la épica de nuestros re-descubrimientos otras. La excepción en esto y en todo, es Machado de Assis. Pero, para que la comedia como eje narrativo aparezca en Latinoamérica, habrá que esperar (otra vez la excepción rioplatense) a Macedonio Fernández, Roberto Arlt y su descendencia: Borges, Cortázar y la fusión de Bioy y Borges: Biorges. El boom trajo un humor a contrapelo, implícito, enmascarado, irónico -Cien años de soledad, La tía Julia- pero sólo el boomerang salió a carcajada limpia por los fueros de la comedia: Bryce Echenique, Luis Rafael Sánchez. Ahora, adquirida su carta de naturalización y su plena ciudadanía literaria, la comedia latinoamericana es ya una historia que se toma en serio porque sólo lo cómico da cabida plena a los incidentes de nuestra modernidad confusa, perpetuamente inacabada, presta siempre a caerse de boca y romperse las narices.

Dos brillantes ejemplos de lo que acabo de decir lo representan, en dos registros muy distintos, Sergio Ramírez, de Nicaragua, e Ignacio Solares, de México. Ramírez es un reconocido maestro del absurdo cómico derivado del incidente variable, la pequeña nota roja (fuente, al cabo, de Madame Bovary, Rojo y Negro y Demonios) en Castigo Divino, o de la farsa histórica (la conjunción de Rubén Darío y los Somoza en Margarita está linda la mar). Ahora, en Catalina y Catalina, Ramírez despliega su talento cómico en la brevedad ceñida del cuento. Vamos de maravilla en maravilla y de sonrisa a carcajada con boletos de ida y vuelta: Ramírez nos abre un abanico de situaciones y personajes que le dan a nuestra vida latinoamericana de sombríos desencantos una jovialidad muy cercana a la esperanza. Personajes tan cómicos como los de Ramírez sí que tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra. «El Pibe» Cabriola, autor de un autogol en el campo de futbol que lo convierte en traidor a la selección nacional primero y a la Nación misma enseguida, con fúnebres consecuencias para su persona: de la aclamación por su pericia deportiva, «el Pibe» pasa a una cómica premonición de su destino: «Las tribunas se habían quedado silenciosas, un silencio de cementerio abandonado del que se han llevado hasta las cruces». En «Perdón y olvido», la pasión de Guadalupe por las viejas películas mexicanas conduce al protagonista, viendo un inexistente (en las filmografías de García Riera) pero existente (en la imaginación de Sergio Ramírez) película de Tito Gout con Meche Barba y Antonio Badú, a descubrir en esta saga de cabaret a sus propios padres actuando de extras, pero sentados en mesas diferentes y hablando con parejas desconocidas. ¿Qué se dicen, silenciados por la música del mambo? El protagonista requerirá de los servicios de una maestra de sordomudos para abrir, en las tumbas del cine antiguo, la verdad de su propia película personal...

Y aunque los once cuentos de Sergio Ramírez son de pareja calidad, creo que «La viuda Carlota» pasará a las antologías del relato humorístico por su libérrima conjunción de incidentes majestuosamente cómicos, dignos de Chaplin, Keaton y los grandes bufos del cine mudo. Como en esa obra maestra del año 1927 que fue El sombrero de paja de Italia de René Clair, una situación cómica genera velozmente a la siguiente y todo en torno a un misterio: ¿Quién orinó en el bacín de la viuda Carlota?, «[...] un bacín tan hermoso guarnecido de rosas en relieve y pintado con querubines que divagaban entre nubes». «Ya ni puede una orinar tranquila sin que salgan a publicarle los orines a la calle», exclama exasperada la seductora doña Carlota y aunque se queje de que «ya me cansé de estar oyendo hablar de orines toda la mañana como si fuera yo mujer vulgar, vaga y desocupada», la cómica situación puesta en escena por Ramírez acaba por crear una figura femenina irresistible, infinitamente secreta y por ende deseable.

En el cuento titulado «Vallejo», descubrimos un viejo anuncio comercial con el rostro de una muchacha «apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada». Esta inquietante narración podría ser el puente al mundo de humor fantástico creado por Ignacio Solares en El espía del aire. Aquí, Solares demuestra que el humor, por vía de la fantasía, establece situaciones de comedia silente, secreta, interna: no nos oímos reír porque estamos demasiado ocupados en sonreír. Es, digamos, el humor maestro de una obra como Siete hombres de Max Beerbom. En el caso de Solares, la nostálgica recreación de la Ciudad de México en los años sesenta, cuando el país perdió la fe, conduce a la recreación de la ciudad de los cuarenta, cuando México tenía fe.

El conducto ordinario de un tiempo a otro es un carnet de identidad encontrado en la butaca del cine Olimpia, cuya poseedora, Margarita, trabaja (carnet dixit) en el almacén Salinas y Rocha.

La credencial data de mediados de los cuarenta y el narrador se dirige naturalmente a esa época y a ese lugar. La credencial de Margarita es como la flor que Coleridge encuentra en su mano al despertar de un sueño en que ha cortado esa misma flor. La credencial -objeto de identificación frágil, pasajero y por ello cómico- permite al protagonista trasladarse a otro tiempo, conocer a la mujer desaparecida y enfrentarse al dilema del viajero en el tiempo: ¿regresar o quedarse? La pregunta instala a Solares (narrador/personaje) en el terreno propiamente cómico de la decisión heterodoxa y absurda. Si viajar de un tiempo presente a un tiempo pasado puede ser parte de una fantasía totalitaria (como lo es, por ejemplo, la utopía de la Edad de Oro), la obligación humana de escoger reduce la opción a sus dimensiones cómicas. Es la gran lección de Borges. El absoluto metafísico (la Biblioteca total, la Memoria absoluta) dejan de ser impositivas y sagradas cuando se reducen, la biblioteca, a un libro, y la memoria, a un número manejable de recuerdos. Babel y Funes presiden la transformación cómica del absoluto metafísico y totalitario en el incidente cómico, parcial, pasajero, humano y manejable.

La comedia se aprovecha de que no tiene historia y de que nadie la toma en serio, para derrotar a los dragones de la ortodoxia sin que los monstruos se den cuenta de que los han matado la maravillosa unión de la imaginación y la risa: la comedia. Ignacio Solares y Sergio Ramírez, así, nos defienden y enriquecen a todos sus lectores.





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