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ArribaAbajoTrece de Febrero

(Díaz)





Prólogo de Clarín

    Fabián, saber pretenderás en vano
si lloro de lo mucho que me río;
quiero ocultar, como insondable arcano,
la opinión que he formado de este lío
escrito en progresista y castellano.
    Yo antes era tan llano
como Posada Herrera,
no tenía jamás inconveniente
en decir mi opinión a quien la oyera.
¡Cuántas veces le dije a algún pariente
de algún autor bendito
¡ay!, la verdad entera
acerca del autor y del delito!
    Amargos sinsabores cosechando
ahora he cambiado mucho;
mi amigo Sánchez Pérez, que es muy ducho,
me manda ser más blando,
y la lección de la experiencia escucho
y me voy enmendando.
El trece de Febrero,
hablando con franqueza
y para ser sincero,
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es un drama sin pies y sin cabeza.
Esto es, en puridad, Fabián amigo,
y cuenta que a ti solo te lo digo.
    Pero al público no, pues me enajeno
las voluntades del partido en masa
que hará a Cánovas bueno;
y ¡ay de mí si la pluma se propasa!
Ni siquiera diré que no hubo lleno.
Ahora, escucha, Fabián, lo que allí pasa.


Prólogo del drama

    El autor, ambidiestro, de la escena
ventrílocuo, y asombro de las artes,
porque en una vez sola habla en dos partes,
creó su Blanca, y vimos que era buena.
    Estaba en su boardilla
cuidando a su papá la pobrecilla
-presidiario de antaño,
un pobre viejo que se muere al paño-.
    Allí tabique en medio
mientras muere el anciano sin remedio
si no va a Andalucía,
vive la vizcondesa, que es muy tía
y engatusa a Roberto.
    Se hacen algo el amor y hablan de un muerto.
Luego el muchacho pasa
de la una a la otra casa
y también enamora
a Blanca, que era toda una señora;
y sin embargo de esto,
Roberto está con el sombrero puesto.
    Mientras habla de amores se le quita;
pero ante unas tremendas calabazas
de aquella señorita,
vuelve Roberto a sus primeras trazas,
y vuelve a ser Roberto
caballero cubierto.
    Blanca, para salir de sus apuros
pide al amante fiel algunos duros,
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y con delicadeza
y gusto extraordinario
le llama ¡millonario!
    (Aquí tienes Fabián el cómo empieza.)
El verdadero amor, si es verdadero,
besa al morir la mano que le hiere;
pero Roberto, aunque de amor se muere,
no quiere dar de balde su dinero.
-A más alta virtud jamás alcanza
hombre de tan poquísima crianza.
    Blanca lo vende por su padre todo30
y se arroja en el lodo:
son virtudes postizas
esas tan fácilmente arrojadizas.


Actos 1.º, 2.º, 3.º, etc., etc., etc.

    En el acto primero
ya es Blanca la mujer de un caballero.
¡La sabia Providencia
pone de esta señora en el camino
tan buena conveniencia!
    Él no le preguntó de dónde vino;
y así, sin beneficio de inventario
con ella se casó. ¡Fue su destino!,
(el destino ordinario).
    Un general -Parreño- viejo adusto
y que tiene el mal gusto
de leer sin cesar
artículos de fondo de Escobar,
hablando a troche y moche
nos hace bostezar toda la noche.
    En esto llega Vico,
cada vez más filósofo y más rico.
A Blanca, que compró cual mercancía,
le recuerda la venta; «tú eres mía,
le dice, que lo sepa el mundo entero,
yo soy un caballero»,
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y dicho y hecho, lo refiere todo.
(Hay caballeros que lo son de un modo...)
    Como estamos a trece de Febrero
le da un síncope atroz a la Dardalla,
y el pueblo bonachón y alabardero
dispara de entusiasmo la metralla.
¡Oh público sincero
que casi siempre acierta cuando calla!
    De resultas de todo lo ocurrido
desafía a Roberto... no el marido,
sino aquel general tan singular
que leía a Escobar.
    Ahora el autor dedica todo un acto
a presentarnos con pincel exacto
lo que pasa en un duelo:
¡y son las doce!, ¡oh santa Providencia,
danos de aquel marido la paciencia
y que nos premie el cielo!
Mas al fin la moral queda corriente:
¡no muere en este drama el inocente!
    Aprenda Echegaray de estos autores
que valen menos, pero son mejores,
pues su jurisprudencia
siempre funda en justicia la sentencia.
Lo que en el drama me parece un yerro,
es que se muere Vico como un perro.
¿De qué sirven el médico y testigos
que se van hacia el foro
como si fuesen coro?
¿Con que ya no hay amigos para amigos?
    En fin, muere el ateo
llamando a Dios a gritos, y laus Deo.
Y muerto el perro, ¿se acabó? ¡Gran Dios!
Si aun falta un acto o dos...
    ¡Tierra! Concluye el drama.
Aquel marido, que por fin se escama,
maldice su consorcio
y reclama quo ad torum el divorcio
con voz desentonada,
que viene bien ahora;
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esa voz que Zamora
siempre tiene ensayada.
    Como Vico dejó por heredera
a su antigua querida y compañera,
y esta, muy liberal,
traspasa aquella herencia al hospital,
por rasgo tan hermoso
el marido obligado,
a su vez generoso,
la perdona y se queda tan templado.
    Y... ¡parece mentira!,
ya no hay más actos, y se acaba el drama,
y el público bosteza y se retira
y se mete en la cama.


Epílogo

    Así me dijo Pepe, mi sereno:
-¿Cómo viene tan tarde el señorito?
y yo le respondí de terror lleno:
-¿Sabes lo que ha pasado?
¡Un delito! -¿Un delito?
-Sí, señor, un delito consumado.
-¿Y el juzgado? -¿El juzgado?
¡Ha aplaudido al autor del finiquito!



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ArribaAbajoEl doctor Pértinax


- I -

El sacerdote se retiraba mohíno; Mónica, la vieja impertinente y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que se reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax.

-¡Perro judío, si no fuera por la manda ya iría yo aguantando el olor a azufre que sale de tu cuerpo maldito!... ¡No confesarse ni a la hora de la muerte!...

Este impío monólogo fue interrumpido por un ¡ay!, del moribundo.

-¡Agua! -exclamaba el mísero filósofo.

-¡Vinagre! -contestó la vieja sin moverse de su sitio.

-Mónica, buena Mónica -prosiguió el doctor hablando como pudo-, tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel... tu conciencia te lo premie... esto se acaba... llegó mi hora, pero no temas...

-No, señor, pierda V. cuidado...

-No temas, la muerte es una apariencia, sólo el egoísmo... individual puede quejarse de la muerte... Yo expiro, es verdad, nada queda de mí... pero la especie permanece... No es sólo eso; mi obra, el producto de mi trabajo, los majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi personalidad en la naturaleza,   —168→   quedan también; son tuyas, ya lo sabes, pero dame agua.

Mónica vaciló, y ablandándose al cabo, cuanto un pedernal puede ablandarse, acercó a los labios de su amo no sé qué jarabe, cuya sola virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más cada vez.

-Gracias, Mónica, gracias, y adiós, es decir, hasta luego. Queda la especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la especie y los majuelos, que heredará tu sobrino, o mejor dicho, nuestro hijo, porque esta es la hora de las grandes verdades.

Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vio en la oscuridad de arriba la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de gallarda apostura.

-¡No sería mala especie la que saliera de cuerpo enclenque y de tu meollo consumido por las herejías!

Esto pensó la vieja al tiempo mismo que Pértinax entregaba los despojos de su organismo gastado al acervo común de la especie, laboratorio magno de la naturaleza.

Amanecía.




- II -

Era la hora de las burras de leche: San Pedro frotaba con un paño el aldabón de la puerta del cielo y lo dejaba reluciente como un sol. Claro, como que era el aldabón que limpiaba San Pedro el mismísimo sol que nosotros vemos aparecer todas las mañanas por el Oriente.

El santo portero, de mejor humor que sus colegas de Madrid, cantaba no sé qué aire muy parecido al ça irá de los franceses.

-¡Hola!, parece que se madruga -dijo inclinando la cabeza y mirando de hito en hito a un personaje que se le había puesto delante en el umbral de la puerta.

El desconocido no contestó, pero se mordió los labios, que eran delgados, pálidos y secos.

-¿Sin duda -prosiguió San Pedro-, V. es el sabio que se estaba muriendo esta noche?... ¡Vaya una noche que me ha hecho V. pasar, compadre!... ¡No he pegado ojo en toda ella, esperando que a V. se le antojase llamar, y como tenía órdenes   —169→   terminantes de no hacerle a V. aguardar ni un momento!... ¡Poquito respeto que se les tiene a Vds. aquí en el cielo! En fin, bien venido, y pase V.; yo no puedo moverme de aquí, pero no tiene pérdida. Suba V... todo derecho... No hay entresuelo.

El forastero no se movió del umbral, y clavó los ojos pequeños y azules en la venerable calva de San Pedro, que había vuelto la espalda para seguir limpiando el sol.

Era el recién venido, delgado, bajo, de color cetrino, algo afeminado en los movimientos, pulcro en el trato de su persona y sin pelo de barba en todo su rostro. Llevaba la mortaja con elegancia y compostura y medía los ademanes y gestos con académico vigor.

Después de mirar una buena pieza, la obra de San Pedro, dio media vuelta y quiso desandar el camino que sin saber cómo había andado; pero vio que estaba sobre un abismo de oscuridad en que había tinieblas como palpables ruidos de tempestad horrísona, y a intervalos ráfagas de luz cárdena a la manera de la que tienen los relámpagos. No había allí traza de escalera, y la máquina con que medio recordaba que le había subido, tampoco estaba a la vista.

-Caballero -exclamó con voz vibrante y agrio tono-: ¿se puede saber qué es esto?, ¿dónde estoy?, ¿por qué se me ha traído aquí?

-¡Ah!, ¿todavía no se ha movido usted? Me alegro, porque se me había olvidado un pequeño requisito. Y sacando un libro de memorias del bolsillo, mientras mojaba la punta de un lápiz en los labios, preguntó:

-¿Su gracia de usted?

-Yo soy el doctor Pértinax, autor del libro estereotipado en su vigésima edición que se intitula: Filosofía última...

San Pedro, que no era listo de mano, sólo había escrito a todo esto Pértinax...

-Bien; ¿Pértinax de qué?

-¿Cómo de qué? ¡Ah!, sí; querrá V. decir ¿de dónde?, así como se dice: Tales de Mileto, Parménides de Elea... Michelet de Berlín...

-Justo, Quijote de la Mancha...

-Escriba V.: Pértinax de Torrelodones.

-Y ahora, ¿podré saber qué farsa es esta?

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-¿Cómo farsa?

-Sí, señor, yo soy víctima de una burla; esto es una comedia; mis enemigos, los de mi oficio, ayudados con los recursos de la industria, con efectos de teatro, exaltando mí imaginación con algún brebaje, han preparado todo esto sin duda; pero no les valdrá el engaño: sobre todas estas apariencias está mi razón, mi razón que protesta con voz potente contra y sobre toda esta farándula; pero no valen carátulas ni relumbrones; que a mí no se me vence con tan grosero ardid, y digo lo que siempre dije, y tengo consignado en la página 315 de la Filosofía última... nota b de la subnota alfa, a saber: que después de la muerte no debe subsistir el engaño del aparecer, y es hora de que cese el concupiscente querer vivir. Nolite vivere, que es sólo cadena de sombras engarzada en deseos, etc., etc. Con que así, una de dos, o yo me he muerto o no me he muerto; si me he muerto, no es posible que yo sea yo, como hace media hora que vivía; y todo esto que delante tengo, como sólo puede ser ante mí, en la representación, no es, porque yo no soy; pero si no me he muerto, y sigo siendo yo, este que fui y soy, es claro que esto que tengo delante, aunque existe en mí como representación, no es la que mis enemigos quieren que yo crea, sino una farsa indigna tramada para asustarme; pero en vano, porque ¡vive Dios!

Y juró el filósofo como un carretero. Y no fue lo peor que jurase, sino que ponía el grito en el cielo y los que en él estaban comenzaron a despertarse al estrépito, y ya bajaban algunos bienaventurados por las escalonadas nubes, teñidas cuál de gualda, cuál otra de azul marino.

Entretanto San Pedro se apretaba los ijares con entrambas manos por no descoyuntarse con la risa que le sofocaba. Más se irritaba Pértinax con la risa del Santo, y este hubo de suspenderla para aplacarle, si podía, con tales palabras:

-Señor mío, ni aquí hay farsa que valga, ni se trata de engañar a V., sino de darle el cielo que por lo visto ha merecido por buenas obras que yo ignoro: como quiera que sea, tranquilícese y suba, que ya la gente de casa bulle por allí dentro y habrá quien le conduzca donde todo se lo expliquen a su gusto, para que no le quede sombra de duda, que todas se acaban en esta región, donde todo lo que menos brilla es este sol que estoy limpiando.

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-No digo yo que V. quiera engañarme, pues me parece hombre de bien; otros serán los farsantes, y V. sólo un instrumento sin conciencia de lo que hace.

-Yo soy San Pedro...

-A V. le habrán persuadido de que lo es; pero eso no prueba que V. lo sea.

-Caballero, llevo más de 1800 años en la portería...

-Aprensión, prejuicio...

-Qué prejuicio ni qué calabaza -grita el Santo ya incomodado un tantico-; San Pedro soy y V. un sabio como todos los que de allá nos vienen, tonto de capirote y con muchos humos en la cabeza... La culpa la tiene quien yo me sé, que no se va más despacio en el admitir gente de pluma donde bendita la falta que hace. Y bien dice San Ignacio...

A la sazón apareciose en el portal la majestuosa figura de un venerable anciano, vestido de amplia y blanquísima túnica, el cual mirando con dulces ojos al filósofo colérico le dijo, mientras cogía sus flacas manos con las que él tenía de luz, o por lo menos de algo muy tenue y esplenderoso31.

-Pértinax, yo soy el solitario de Patmos, ven conmigo a la presencia del Señor; tus pecados te han sido perdonados y tus méritos te levantaron como alas de la tierra triste y llegaste al cielo, y verás al Hijo a la diestra del Padre... El Verbo que se hizo carne.

«Habitó entre nosotros, ya sé la historia; pero señor San Juan, digo y repito que esto es indigno, que reconozco la habilidad de los escenógrafos, pero que la farsa, buena para alucinar a un espíritu vulgar, no sirve contra el autor de la Filosofía última». Y el padre filósofo escupía espuma de puro rabiado.

El portal ya estaba lleno de ángeles y querubines, tronos y dominaciones, santos y santas, beatas y beatos y bienaventurados rasos. Hacían corro alrededor del extranjero y escuchaban con sonrisa... de bienaventurados, la sabrosa plática que tenían ya entablada el autor del Apocalipsis y el de la Filosofía última. Como San Juan se explicara en términos un tanto metafísicos, fue apaciguándose por poco el furioso pensador, y con el interés de la polémica llegó a olvidar la que él llamaba farsa indigna.

Entre los del corro había dos que se miraban de reojo, como animándose mutuamente a echar su cuarto a espadas. Eran   —172→   Santo Tomás y Hegel, que por distintas razones veían con disgusto en el cielo al autor de la Filosofía última, obra detestable en su dictamen, esta vez de acuerdo. Por fin, Santo Tomás, terciando el manteo interrumpió al filósofo intruso gritando sin poder contenerse...

-¡Nego supositum!

Volviose el doctor Pértinax con altiva dignidad para contestar como se merecía al doctor angélico, el cual después de haberle negado el supuesto se preparaba a anonadarle bajo la fuerza de la Summa teológica que al efecto hizo traer de la biblioteca celestial. Diógenes el Cínico que andaba por allí, puesto que se había salvado por los buenos chascarrillos que supo contar en vida, no por otra cosa, Diógenes opinó que la mejor manera de sacar de sus errores al doctor Pértinax, era enseñarle todo el cielo desde la bodega hasta el desván32. A esto Santo Tomás apóstol, dijo: -Perfectamente: eso es, ver y creer. Pero su tocayo, el de Aquino, no se dio a partido; insistió en demostrar que la mejor manera de vencer los paralogismos de aquel filósofo era recurrir a la Summa. Y dicho y hecho; ya llegaba con cuatro tomos como casas sobre las robustas espaldas una especie de mozo de cordel muy guapo que llamaban por allí Alejandrito, y era efectivamente D. Alejandro Pidal y Mon, tomista de tomo y lomo que estaba en el cielo de temporada y en calidad de corresponsal. Abrió Santo Tomás la Summa con mucha prosopopeya y la primer q con que topó vínole como pedrada en ojo de boticario. Ya el Santo había juntado el dedo índice con el pulgar en forma de anteojo, y comenzaba a balbucir latines, cuando Pértinax gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-Callen todas las Escolásticas del mundo donde está mi Filosofía última; en ella queda demostrado...

-Oiga V., seor filósofo -interrumpió Santa Escolástica, que era una señora muy sabida-; yo no quiero callar, ni es V. quién para venir aquí con esos aires de taco; y lo que yo digo es que ya no hay clases y que aquí entra todo el mundo...

-Señora -exclamó el Santo Job, haciendo una reverencia con una teja que llevaba en la mano y usaba a guisa de cepillo-;   —173→   señora, sea todo por Dios, y dejemos que entre el que lo merezca, que todos cabemos bien. Yo creo que mi amigo Diógenes dice bien; este caballero se convencerá de que ha vivido en un error si se le hace ver el Universo y la corte celestial tal como son efectivamente; esto no es desairar a Santo Tomás, mi buen amigo, Dios me libre de ello; pero, en fin, por mucho que valga la Summa, más vale el gran libro de la Naturaleza, como dicen en la tierra, más vale la suma de maravillas que el Señor ha creado; y así, salvo mejor parecer, propongo que se nombre una comisión de nuestro seno que acompañe al doctor Pértinax y le vaya haciendo ver la fábrica de la inmensa arquitectura, como dijo Lope de Vega, a quien siento no ver entre nosotros.

Grandísimo era el respeto que a todos los santos y santas merecía el Santo Job, y así aunque otra le quedaba, el de Aquino tuvo que dar su brazo a torcer, y Pidal volvió con la Summa a la biblioteca. Procediose a votación nominal, en la que se empleó mucho tiempo por haber acudido al portalón del cielo más de medio martirologio, y resultaron elegidos de la comisión los señores siguientes: el Santo Job, por aclamación; Diógenes, por mayoría; y Santo Tomás apóstol, por mayoría. Tuvieron votos, Santo Tomás de Aquino, Scoto y Espartero.

El doctor Pértinax accedió a las súplicas de la comisión y consintió en recorrer todas aquellas decoraciones de magia que le podrían meter por los ojos, decía él, pero no por el espíritu.

-Hombre, no sea V. pesado -le decía Santo Tomás, mientras le cosía unas alas en las clavículas para que pudiese acompañarles en el viaje que iban a emprender-. Aquí me tiene V. a mí que me resistía a creer en la Resurrección del Maestro; vi, toqué y creí; V. hará lo mismo...

-Caballero -replicó Pértinax-, V. vivía en tiempos muy diferentes: estaban Vds. entonces en la edad teológica, como dice Comte, y yo he pasado ya todas esas edades y he vivido del lado de acá de la Crítica de la razón pura y de la Filosofía última; de modo que no creo nada, ni en la madre que me parió; no creo más que esto: en cuanto me se da saberme, soy conscio, pero sin caer en el prejuicio de confundir la representación con la esencia, que es inasequible, esto es, no es   —174→   para mí, como conscio, quedando todo lo que de mí (y conmigo todo); sé, en saber que se representa todo (y yo como todo) en puro aparecer, cuya realidad sólo se inquieta el sujeto por conocer, por nueva representación volitiva y afectiva, representación dañosa, por irracional, y pecado original de la caída; pues deshecha esta apariencia del deseo, nada queda que explorar, ya que ni la voluntad del saber queda.

Sólo el santo Job oyó la última palabra del discurso, y rascándose con la teja la pelada coronilla, respondió:

-La verdad es que son Vds. el diablo para discurrir disparates, y no se ofenda V., porque con esas cosas que tiene metidas en la cabeza o en la representación, como V. quiere, va a costar sudores hacerle ver la realidad tal como es.

-Andando, andando -gritó Diógenes en esto-: a mí me negaban los sofistas el movimiento, y ya saben Vds. cómo se lo demostré: ¡andando, andando!

Y emprendieron el vuelo por el espacio sin fin. ¿Sin fin? Así lo creía Pértinax, que dijo: -¿Piensan Vds. hacerme ver todo el universo?

-Sí, señor -respondió Santo Tomás apóstol (único Santo Tomás de que hablaremos en adelante)-, ese fruto se ve.

-Pero hombre, si el universo (en el aparecer, por supuesto), ¡es infinito! ¿Cómo conciben Vds. el límite del espacio?

-Lo que es concebirlo, mal; pero verlo todos los días lo ve Aristóteles que se da unos paseos atroces con sus discípulos, y por cierto que se queja de que primero se acaba el espacio para pasear que las disputas de sus peripatéticos.

-¿Pero cómo puede ser que el espacio tenga fin? Si hay límite tiene que ser la nada; pero la nada como no es, nada puede limitar, porque lo que limita es, y es algo distinto del ser limitado.

El santo Job, que ya se iba impacientando, le cortó la palabra con estas:

-¡Bueno, bueno!, conversación; más le vale a V. bajar la cabeza para no tropezar en el techo, que hemos llegado a ese límite del espacio que no se concibe, y si V. da un paso más se rompe la cabeza contra esa nada que niega.

Efectivamente; Pértinax nota que no había más allá; quiso seguir y se hizo un chichón en la cabeza.

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-Pero esto no puedo ser -exclamó, mientras Santo Tomás aplicaba al chichón una moneda de las que llevaban los paganos en su viaje al otro mundo.

No hubo más remedio que volver pie atrás, porque el universo se había acabado. Pero finito y todo, ¡cuán hermoso brillaba el firmamento con sus millones de millones de estrellas!

-¿Qué es aquella claridad deslumbradora que brilla en lo alto, más alta que todas las constelaciones? ¿Es alguna nebulosa desconocida de los astrónomos de la tierra?

-Buena nebulosa te dé Dios -contestó Santo Tomás-, aquella es la Jerusalén celestial, de donde bajamos nosotros precisamente; allí ha disputado V. con mi tocayo, y eso que brilla son las murallas de diamantes que rodean la ciudad de Dios.

-De manera que aquellas maravillas que cuenta Chateaubriand y que yo juzgaba indignas de un hombre serio...

-Son habas contadas, amigo mío. Ahora vamos a descansar en esta estrella que pasa por debajo, que a fe de Diógenes que estoy cansado de tanto ir y venir.

-Señores, yo no estoy presentable -dijo Pértinax-; todavía no me he quitado la mortaja y los habitantes de esa estrella se van a reír de este traje indecoroso...

Los tres ciceroni del cielo soltaron la carcajada a un tiempo: Diógenes fue el que exclamó: -Aunque yo le prestara a V. mi linterna no encontraría V. alma viviente ni en esa estrella ni en estrella alguna de cuantas Dios creó.

-Claro hombre, claro -añadió muy serio Job-; no hay habitantes más que en la tierra; no diga V. locuras.

-¡Eso sí que no lo puedo creer!

-Pues vamos allá -replicó Santo Tomás, a quien ya se le iba subiendo el humo a las narices. Y emprendieron el viaje de estrella en estrella y en pocos minutos habían recorrido toda la vía láctea y los suburbios más lejanos. Nada, no había asomo de vida. No encontraron ni una pulga en tantos y tantos globos como recorrieron. Pértinax estaba horrorizado. -¡Esta es la creación! -exclamó-, ¡qué soledad! ¡A ver, enséñeme V. la tierra, quiero ver esa región privilegiada: por lo que barrunto, debe ser mentira toda la cosmografía moderna, la tierra estará quieta y será centro de toda la bóveda celeste;   —176→   y a su alrededor girarán soles y planetas y será la mayor de todas las esferas!...

-Nada de eso -repuso Santo Tomás-; la astronomía no se ha equivocado; la tierra anda alrededor del sol y ya verá V. qué insignificante aparece. Vamos a ver si la encontramos entre todo este garbullo de astros. Búsquela V., santo Job, V. que es cachazudo.

-Allá voy -exclamó el santo del desierto, dando un suspiro y asegurando en las orejas unas gafas-. ¡Es como buscar una aguja en un pajar!... ¡Allí la veo!, ¡allí va!, ¡mírela V., mírela usted qué chiquirritina!, ¡parece un infusorio!

Pértinax vio la tierra y suspiró pensando en Petra y en el fruto de sus filosóficos amores.

-¿Y no hay habitantes más que en esa mota de tierra?

-Nada más.

-¿Y el resto del Universo está vacío?

-Vacío.

-Y entonces ¿para qué sirven tantos y tantos millones de estrellas?

-Para faroles. Son el alumbrado público de la tierra. Y sirven además para cantar alabanzas al Señor. Y sirven de ripio a la poesía. Y no se puede negar que son muy bonitas.

-¡Pero vacío todo!

-¡Vacío!

Pértinax permaneció en los aires un buen rato triste y meditabundo. Se sentía mal. El edificio de la Última filosofía amenazaba ruina. Al ver que el Universo era tan distinto de como lo pedía la razón, empezaba a creer en el Universo. Aquella lección brusca de la realidad era el contacto áspero y frío de la materia que necesitaba su espíritu para creer -¡Está todo tan mal arreglado, que acaso sea verdad! -así pensaba el filósofo. De repente se volvió hacia sus compañeros y les preguntó: -¿Existe el infierno?

Los tres suspiraron, hicieron gestos de compasión y respondieron:

-Sí; existe.

-¿Y la condenación, es eterna?

-Eterna.

-¡Solemne injusticia!

-¡Terrible realidad! -respondieron los del cielo a coro.

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Pértinax se pasó la mortaja por la frente. Sudaba filosofía. Iba creyendo que estaba en el otro mundo. Aquella sin razón de todo le convencía. -¿Luego la cosmogonía y la teogonía de mi infancia eran la verdad?

-Sí; la primera y última filosofía.

-¿Luego no sueño?

-No.

-¡Confesión!, ¡confesión! -gritó llorando el filósofo, y cayó desmayado en los brazos de Diógenes.

Cuando volvió en sí, estaba de rodillas, todo vestido de blanco, en los estrados de Dios, a los pies de la Santísima Trinidad. Lo que más le chocó fue ver efectivamente al Hijo sentado a la diestra de Dios Padre. Como el Espíritu Santo estaba encima, entre cabeza y cabeza, resultaba que el Padre estaba a la izquierda. -No sé si un trono o una dominación, se acercó a Pértinax y le dijo:

-Oye tu sentencia definitiva; y leyó la que sigue:

«Resultando que Pértinax, filósofo, es un pobre de espíritu incapaz de matar un mosquito;

»Resultando que estuvo dando alimentos y carrera por espacio de muchos años a un hijo natural habido por el tambor mayor Roque García en Mónica González, ama de llaves del filósofo;

»Considerando que el hecho de creer Pértinax suyo el hijo de Mónica si quita en parte el mérito a su buena obra, en cambio le eleva a la categoría de mártir y confesor;

»Considerando que todas sus filosofías no han causado más daño que el de abreviar su existencia, que no servía para bendita de Dios la cosa;

»Fallamos que debemos absolver, y absolvemos libremente al procesado, condenando en costas al fiscal Sr. D. Ramón Nocedal y dando por los méritos dichos al filósofo Pértinax la gloria eterna».

Oída la sentencia, Pértinax volvió a desmayarse.

* * *

Cuando despertó se encontró en su lecho. Mónica y un cura estaban a su lado.

-Señor -dijo la bruja-, aquí está el confesor que V. ha pedido... Pértinax se incorporó; pudo sentarse en la cama, y extendiendo   —178→   ambas manos, gritó, mirando al confesor con ojos espantados:

-Digo, y repito, que todo es pura representación, y que se ha jugado conmigo una farsa indigna. Y en último caso, podrá ser cierto lo que he visto; pero entonces juro y perjuro que si Dios hizo el mundo, debió haberlo hecho de otro modo.

Y expiró de veras.

No le enterraron en sagrado.





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ArribaAbajoLa familia de León Roch

(Pérez Galdós)


No todo ha de ser acierto y perfección en el movimiento de la ciencia y de la cultura, y bien puede el más entusiasmado partidario de los progresos modernos reconocer los lunares que no han de faltar en la obra humana de los adelantos. Uno de los defectos a que aludo es, en mi opinión humilde, el prurito de las nomenclaturas, de las divisiones y subdivisiones infranqueables que introducen en la ciencia y hasta en la literatura, aun tratadistas que hacen alarde de muy prudentes y reservados, cuando no de escépticos. Dejo, porque no hace al caso directamente, la cuestión de la ciencia en este respecto, y me limito a tratar de las divisiones y clasificaciones en materia literaria: pues bien, en academias, libros y hasta críticas de periódico suelen ser víctimas los míseros autores de este sistema parcelario. Tal crítico, a quien en su vida se le ha ocurrido tener razón, aplicando el nonius de sus abstractas cavilosidades a la obra del ingenio, la encuentra inconmensurable, y en este caso no transige con las más patentes bellezas. Aquí nos hemos reído mucho de la antigua retórica, que tenía una casuística para el arte; pero, en mi opinión, no serán menos ridículas, andando los tiempos, estas divisiones y subdivisiones de géneros y subgéneros, que son como casillas estadísticas, a que ha de sujetar el artista el vuelo de su fantasía. El día en que la verdadera ciencia de la literatura sea conocida, se podrá legítimamente determinar cuáles la natural distinción   —180→   de género; pero hoy que tal ciencia no existe (y ningún espíritu serio y sincero dirá otra cosa) exigen, la verdad, la justicia y hasta el buen gusto, cierto latitudinarismo en la crítica respecto al fin y límites de las obras de arte; y a falta de domas evidentes, gran poder de intuición, estudio prolijo y reflexivo de los modelos que, sin degenerar en empirismo sistemático, si vale hablar así, se aparte de la abstracción seca y fría, nociva en todo, pero más que en nada en materia estética.

Para muchos, que trabajan en una reacción, en su principio provechosa, contra el utilitarismo en el arte, es mancha que afea no poco la obra bella, la tendencia del autor a demostrar -cómo el arte puede y hasta dónde puede- determinadas afirmaciones de un orden cualquiera: dicho esto así, y hablando en seguida del fin propio del arte y de su actividad, etc., etc., parece como que no hay nada que oponer, y que los poetas y demás artistas deben huir para siempre de toda tendencia en sus obras.

Y con todo, la experiencia nos enseña que el público de nuestros días, si aplaude las obras no tendenciosas cuando son bellas, más aplaude las que además entrañan un grave problema social, como dicen los redactores filósofos de La Correspondencia. Ejemplo, el mismo Sr. Pérez Galdós: mientras escribió sus Episodios nacionales, en que el público, aunque tal vez la hubiera, no advirtió tendencia alguna de enseñanza, sino pura novela descriptiva, no obtuvo todo el buen éxito de que vio después coronados sus esfuerzos cuando se publicó Doña Perfecta y Gloria.

Esta experiencia a que aludo, que es así, y de la cual pudiera citar infinitos ejemplos, ¿no podrá manifestarnos su razón suficiente? Creo que sí. El público en general vive en un estado de cultura muy inferior al que han alcanzado algunos privilegiados: si a tal pensador no le hace falta, para entrar en especulaciones purísimas y abismarse en ellas, el atractivo del arte, y antes lo que en él ha de haber de sensible e individual le estorba y retarda en el camino, no sucede lo mismo al pueblo todo, ni aun a muchos que pasan por hombres ilustrados y lo son a su modo: esta mayoría considerable del público sin este señuelo de la poesía no penetra voluntariamente en ciertas regiones del pensamiento; pero con el arte, sí, entra, y en   —181→   gustando aquella regalada ambrosía de las ideas más altas, al tratar con las madres goza lo que no soñó fuera de aquella misteriosa morada de que vivía tan cerca sin saberlo; y lo que allí ve y comprende, lo reputa por lo más bello y admirable, y atribuye al artista todo el valor de sus puras emociones, de aquellas reflexiones tan nuevas y tan profundas que mejoran su espíritu, lo levantan y depuran.

A esto se dirá: es que el arte, sólo por ser arte, obra esas maravillas sin necesidad de ser tendencioso. Y entonces replico: pues el arte, que presentándome bellezas sensibles me eleva a esas regiones y me hace sentir mucho y con pureza, pensar con rectitud y profundidad, o querer con energía y desinterés, a ese arte es al que yo llamo tendencioso cuando concreta a determinado propósito este poder que tiene sobre mi espíritu. El arte que fuese a este fin útil por otros caminos, con disertaciones abstractas, o aun sin ser abstractas, de forma didáctica puramente, no merece el nombre de arte, y por eso muchos libros que se llaman tendenciosos, no lo son dentro de la esfera artística.

Las novelas contemporáneas del Sr. Pérez Galdós son tendenciosas, sí, pero no se plantea en ellas tal o cual problema social, como suele decir la gacetilla, sino que como son copia artística de la realidad, es decir, copia hecha con reflexión, no de pedazos inconexos, sino de relaciones que abarcan una finalidad, sin lo cual no serían bellas, encierran profunda enseñanza, ni más ni menos, como la realidad misma que también la encierra, para el que sabe ver, para el que encuentra la relación de finalidad y otras de razón entre los sucesos y los sucesos, los objetos y los objetos.

Así como de la vida real unos sacan más enseñanza que otros, de las novelas, que deben ser copia de la vida real, pero no fragmentaria, sino de lo orgánico que hay en ella, unos sacan también más enseñanza que otros, y el novelista cumple con su cometido cuando de su obra se puede obtener -por quien pueda- lecciones de que otros no tienen, ni acaso necesidad. ¿Quién duda que del Quijote ha obtenido más lecciones, más experiencias el siglo XIX que el siglo en que se escribió? Shakspeare no decía al alma de Voltaire lo que dice al espíritu sagaz de Henri Taine; y de fijo que la lectura de La familia de León Roch no suscitó en el pensamiento del   —182→   cura de mi pueblo las reflexiones que pudiera hacer brotar del espíritu de algún Luis Gonzaga, de algún joven místico de puro corazón y de escogida inteligencia. En este sentido, ¿cómo no han de tener enseñanza las obras buenas, las que son reflejo artístico de la vida? Así es que en mi humilde juicio el ilustre novelista español, lejos de ir por mal camino en sus novelas contemporáneas, sigue el que más conviene, especialmente ahora; el que le dará más laureles y al público más provecho.

Se trata de la primera parte de una novela que tendrá tres o cuatro: el que haya creído que el asunto de esta obra es el problema del conflicto religioso, se equivoca, o a lo menos no juzga con toda exactitud. León Roch y María Egipciaca, luchan, dentro del lazo que les une, por disidencias religiosas, mejor, por culpa del espíritu intolerante, seco y ciego del fanatismo; es verdad, pero si hasta aquí llega el desarrollo de la novela en la primera parte, las consecuencias del conflicto que son las que se van a ver en el resto de la obra, forman su propio asunto, y por el primer tomo no es posible juzgar del conjunto ni de la idea principal.

Si olvidáramos esto podríamos creer que el escaso movimiento que se nota en la primera parte era defecto capital de la novela, mientras no es más que una manera de exposición, que han usado otros notables novelistas: Víctor Hugo, por ejemplo, en los Trabajadores del Mar, en el Hombre que ríe y tal vez en los Miserables. Pero si falta movimiento, y esto cabe en una exposición, no falta interés que no debe faltar nunca desde los primeros renglones.

León Roch interesa desde que aparece, no por la energía de su carácter, ni por la inflexibilidad de sus resoluciones, ni por la grandeza de su talento, sino por su propósito de formar una familia a imagen y semejanza de aquel noble anhelo de su corazón, que tan bien nos describe el autor. León Roch no es el filósofo estoico, ni el asceta laico, de voluntad de hierro que va al cumplimiento de su destino por la línea recta imperturbable; es libre pensador, pero no es filósofo; ha dejado de creer en la religión cristiana, y no ha sustituido a la antigua Iglesia ninguna arquitectónica teológica; pero cree tener derecho, aun en medio de sus vacilaciones y debilidades, a la paz del hogar, al natural dominio, legítimo en ciertos límites, del   —183→   esposo sobre el espíritu de la familia propia. No es León el varón perfecto, el Mesías de estos nuevos judíos que esperamos al hombre nuevo; gran novela podría hacer un autor como Galdós con semejante carácter; pero esta vez no ha sido ese su asunto; tal vez León Roch no es siquiera el principal personaje de la obra de que se trata.

Lo que ha dado en llamarse el problema religioso, no sólo tiene importancia imponderable como tal problema religioso, sino que es digno de atención especial por las relaciones que mantiene con todo lo que en la vida nos interesa: por esta razón, aun los espíritus menos inclinados a meditar los misterios de ultratumba, se preocupan con la materia religiosa, que sin que nadie pueda estorbarlo, influye en todo, y al más despreocupado sprit-fort puede hacerle víctima de su poder tiránico. León Roch, decía más arriba, no es un filósofo; si ha dejado de creer lo que le enseñaron en los primeros años, fue porque encontró aquella antinomia insoluble entre la aritmética y el catecismo de que nos habla Heine; mas, por desgracia, León, como tantos otros, no ha construido para su conciencia una dogmática, no tiene para cada afirmación atrevida de la Iglesia otra afirmación que oponer. Pero esto no es por culpa suya; y sin necesidad de saber a punto fijo lo que pasa de tejas arriba, se cree con derecho, y de esto está seguro, a buscar una felicidad honesta, la del hogar tranquilo, en el cual se cumple ese idilio que el mismo cristianismo describe con tanta perfección; unión de los cuerpos y de las almas, dulce concordia en esta vida, que es a la vez un sagrado compromiso para la eternidad. María Egipciaca es la compañera que escoge el pobre sabio para realizar sus legítimos ensueños. La novela comienza con una carta de María a León; en esa carta, que cada cual quisiera para sí y bienaventurados los que hayan recibido alguna semejante, se revela un espíritu sencillo y noble, una ignorancia que suele acompañar a la inocencia y que parece que participa de sus encantos: ya en esa carta hay alguna nubecilla preñada de rayos, en realidad; pero como se ve de lejos y el sol la baña con su luz, parece un ramillete de flores en el jardín del cielo.

María llega a ser la esposa de León. La religión de la esposa debiera ser una garantía de que el matrimonio iba a realizar las aspiraciones de León. ¿Por qué se casan los esposos? ¿Para   —184→   saciar el sensual apetito? ¿Para fines puramente materiales? No por cierto, nos dice la Iglesia. «No33 os es lícito emborracharos con vuestro propio vino», ha dicho un santo; la concupiscencia no desaparece con la bendición del sacerdote, es preciso que la unión sea honesta, espiritual el vínculo. Esto quiere la Iglesia y esto quiere León; perfecto acuerdo. Pero... la Iglesia tiene ideales que contradicen esos buenos propósitos. La mujer que cumpla como buena católica; la que tenga, como María Egipciaca, los gérmenes del misticismo y aspire a una práctica seria y lógica de las doctrinas creídas, tenderá al ascetismo; por su Dios (es decir, por una idea) dejará todo lo que no sea Dios, es decir, lo que ella se figura que es Dios, y sacrificará al esposo -porque todos los maridos son finitos y perecederos-, se perderá en las nubes ascendiendo de una en otra morada mística, y hará imposible aquella unión espiritual que la misma Iglesia juzga indispensable en el matrimonio. Todo esto, que es inflexiblemente lógico, se presenta en la novela de Pérez Galdós con la fuerza de convicción y persuasión que tienen la realidad y el arte. Ya se ha advertido en otras obras de nuestro novelista, que los personajes que representan el error son puro instrumento suyo, y sin dejar de tener interés sumo, vienen a ser como premisas de un silogismo, o como miembros de una ecuación, no porque les falte espontaneidad, movimiento y vida, sino porque en todo eso no interviene el factor de la casualidad y de lo fenomenal, no sobreviene el azar de las contingencias ni las influencias encontradas de caracteres y temperamentos; todo se explica por la idea, por la fuerza originaria del error creído, amado y practicado. De la María Egipciaca que se revela como divina aparición en la carta, bien puede sacar la religión al uso la mujer vestida de paño pardo, que es luego el tormento del mísero León. Las mismas cualidades de María, que pudieran hacer esperar de ella una mujer dócil, capaz de comprender verdades a fuerza de amar, de intimar con el sabio por querer mucho al hombre, esas mismas cualidades, minada el alma inocente por la zapa de confesionario, se convierten en enemigos. El sacerdote siembra en el espíritu dócil lo absoluto, es decir, lo absoluto al revés, el error absoluto; que aunque no lo hay, según dicen, no encuentro mejor nombre para esa doctrina que quiere unión de los espíritus y comienza por colocar en medio el abismo infinito.

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El terror trágico de esos absurdos aparece con más efecto cuando se les deja en toda su pureza: María Egipciaca aún vive ligada a la tierra; pero su hermano, Luis Gonzaga, aspira al error infinito de dejar su propia naturaleza por una abstracción soñada. ¡Y dicen los escolásticos que no cabe sublimidad en el mal! Bien sublime es el asceta de tan pocos años que muere de consunción, como la dama de las camelias, con la flor de su pasión en las mejillas, enamorado de cavilosidades suyas, con la misma fuerza que pudiera amar a una mujer o a una causa grande, real, noble y legítima. Verdad es que el egoísmo que acompaña siempre a todo pesimismo y a todo misticismo, quita no poco de su grandeza a la pasión de Luis Gonzaga; pero aún le queda lo que basta para sumergirnos en profunda meditación dolorosa. Porque, crean los neos, que está muy por encima de sus creencias, de sus costumbres y hasta de sus facultades sensitivas, ese gran misticismo que es de todas las religiones, que puede existir también fuera de confesión determinada, y que siendo el error más funesto que pudiera enseñorearse de la tierra, tiene tal sublimidad que arrebata, y por algunos de sus limbos se acerca tanto a ciertas profundas verdades, que a veces deslumbra. El señor Pérez Galdós ha sabido tocar tan difícil materia con todo el arte que requería, y en cierto sentido, son los capítulos que consagra a Luis de Gonzaga, lo más grande y admirable que hasta hoy ha salido de su pluma. Fácil es leer y admirar la propiedad de aquellas místicas lucubraciones; ¡pero cuán difícil escribirlas de tal suerte! Mucho más difícil porque el señor Pérez Galdós no es un místico y ha llegado a tanta propiedad, no por exaltación como llegaron muchos místicos, sino a fuerza de ingenio. Y después de todo, cuando se trata de esas cosas de allá arriba ¡seduce tanto creer! Sólo hay una cosa más sublime: estudiar la verdad y huir de los ensueños como si fueran tentaciones. León Roch, que escucha entre la espesura las frases místicas de Luis, oyendo hablar tanto del cielo mira a las estrellas, y las mira como un pagano, con un profundo sentimiento que no es espiritual puramente, ni es groseramente material, que es, en fin, humano y poético. Lector, cuando leas esta novela (cuando la leas otra vez si la has leído), compara las visiones de Luis con las astronomías de León: yo espero que tu corazón admirará la grandeza del jesuita; pero   —186→   latirá con más fuerza ante aquella melancólica, sencilla revista de las estrellas, que parece una poesía gnómica, al mismo tiempo que una égloga celeste. Mirar a las estrellas, reconocerlas como amigas, quererlas, sin saber por qué, y sentirse bien en medio de este gran enigma del universo, quizás sea más profundamente religioso que ser místico, rasgar la realidad de la vida en dos partes y con ella el velo de un misterio supremo; lanzar el anatema sobre la mitad del mundo y necesitar aborrecer lo uno para amar lo otro... Pero no todos los católicos son místicos; hay algunos que hasta son diputados.

La familia de María Egipciaca tiene de todo: su padre es el católico que de su catolicismo sólo conserva la papeleta de empeño, si es lícito hablar así; en la prendería del diablo ha dejado todas las virtudes cristianas, pero conserva la papeleta, el resguardo; esto es, la fe de bautismo para recoger en el día de la muerte toda aquella religión que para vivir no le sirve, y que le servirá para bien morir. Polito es el sietemesino de los salones, que conserva la religión de sus padres por conservar algo, pero que no sabe dónde la tiene, y que de fijo no la tiene en el corazón ni en la cabeza, cuartos desalquilados de su insignificante individuo. Gustavo, ya es otra cosa: es el joven católico por principios; no sólo sabe montar, tirar, perorar y medrar, también sabe probar su religión, con dogmas y todo. El autor pinta con maestría esta terrible variedad del católico. Nada más repugnante que la vanidad y la pedantería disfrazadas de religiosidad; y para mengua suya, de esta mescolanza hace sus campeones mal amasados la reacción desfachatada. Si el novelista pudiera descender a la arena candente de la política, terminaría el retrato de Gustavo con esta pincelada: era redactor de El Siglo Futuro.

Aunque en el dibujo de estos personajes predominan los rasgos cómicos, la corrección y propiedad no faltan, y la intención seria y profunda tampoco; baste reflexionar que como esos creyentes son casi todos, según las edades y los oficios, y que, sin embargo de ser así, pretenden que el mundo y el porvenir les pertenecen.

En esta primera parte, aunque la acción no llega a desarrollarse, hay escenas de exposición comparables a lo mejor que Pérez Galdós hasta el día ha escrito: la vida de Luis y María en los páramos de Ávila, la escena de Pepa y León, en que   —187→   acierta el autor, por descripciones de lo plástico, a revelarnos lo más espiritual, lo inefable de puro profundo; la descripción de la triste campiña de Madrid, que de noche se traslada al cielo; todos los capítulos en que figura Luis Gonzaga; la conferencia erótico teológica de María y León a última hora, y otros muchos pasajes, son fragmentos que, por méritos de orden muy distinto, confirman más y más la opinión ya unánime entre el público más culto, de que Galdós ha elevado la novela española a unas alturas que no eran de prever pocos años hace.

Por mi parte, estoy tan satisfecho de la tendencia, del estilo y de los procedimientos del autor, que sólo se me ocurre decirle... adelante.

No tengo consejos que dar ni reparos de consideración que poner. Esto es, sin duda, por lo poco que se me alcanza. Prefiero que me digan: «eres miope», a inventar defectos que no he visto. En todo caso, si alguno de bulto descubro, a tiempo estoy para avisarlo, porque dentro de poco tendré que hablar a mis lectores de la segunda parte de la novela.



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ArribaAbajoEl niño de la bola

(Alarcón)


Así como los libros, y aun las comedias, suelen tener un prólogo en que el autor explica al público que aquel es gallo, como dice el epigrama; creo que el revistero de libros, o crítico que ahora se llama, tiene también derecho para echar por delante, a manera de batidores, aquellos conceptos que la presencia de una obra le sugiere, aparte del valor intrínseco de la misma. Pongo, pues, un prólogo o proemio a la revista bibliográfica que he de escribir tratando de la última novela de Alarcón, para dejar a un lado ciertas enojosas cuestiones, que no quiero que, en modo alguno, influyan en el juicio literario que ha de merecerme El Niño de la bola.

Otros muchos revisteros se me han adelantado y han puesto por cierto por las nubes, como era natural tratándose del Niño Jesús, la novela de Alarcón.

Y a eso voy precisamente.

Haga cuenta el Sr. Alarcón que no hablo con él; si alguna culpa le cabe en el bombo prematuro de la prensa, yo no lo sé, y no tengo derecho para suponer tamaña debilidad en el ilustre consejero.

Anteayer lunes apareció El Niño de la bola en los escaparates; en los escaparates de las librerías, no en los almacenes de música, como podría creerse a juzgar por la que, sobre motivos de ese bienaventurado infante, han tocado algunos colegas.

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Parece que una mano invisible tenía la batuta, y que a una indicación suya han comenzado los órganos a sonar como un solo bombo.

¡Triste sinfonía! A mí me suena como marcha fúnebre de la crítica imparcial, seria y comedida. Esas alabanzas preestablecidas34 hacen imposible el ejercicio de la crítica sensata y desapasionada. Comprendo que cuando se trata de un discurso de la Corona al abrir las Cortes, diga La Correspondencia que es excelente, antes de que se pronuncie; pero cuando tratamos de un escritor como Alarcón, que no necesita semejantes aperitivos, el procedimiento se me antoja contraproducente, y creo que los panegiristas a priori, probando que la obra es admirable, antes que se conozca, prueban demasiado.

¿Cuál es la situación del pobre crítico, sin fama ni méritos para tenerla, pero severo a su modo, justo y de buena fe, que quiera decir su leal saber y entender acerca de libro erizado de semejantes precedentes en forma de ditirambos? ¿Cómo contrarrestar35, si a mano viene, el impulso que a la opinión imponen periódicos populares que lee España entera, y que, entre muchas cualidades que tienen, no cuentan con la de ser morigerados en la alabanza, ni con la de ejercitar con escrupulosa conciencia el oficio, magisterio o lo que sea de la crítica? ¿Quién será osado (por supuesto que estas interrogaciones son puramente retóricas, porque yo soy el osado, y tres más), quién será osado a ir (si hace falta) contra la corriente que es ya tan poderosa desde los primeros y más abundantes raudales?

Estos elogios con que libros no conocidos aún del público se imponen al juicio de todos, parécense en lo irracionales a los que exigía D. Quijote de la Mancha a todo mal aventurado viajero con quien tropezaba en su camino, que había de colocar mal su grado la belleza de la incomparable Dulcinea del Toboso por encima de todas las hermosuras del mundo.

¡Y guay del crítico que se atreva a decir que le mana algo que no sea ámbar a El Niño de la bola!, porque ya nos han dicho los periódicos por adelantado aquello de «¡No le mana, canalla infame!».

Y cuidado que ha habido unanimidad en el prejuicio, que así debe llamarse, del libro en cuestión.

El Globo, el más entusiasmado, sin duda porque en eso de El Niño de la bola ha visto una alusión, echa la casa por la   —191→   ventana y regala a sus abonados una biografía del autor, el retrato del autor, un bombo del autor y un capítulo del autor.

Dispénseme mi querido colega, a quien yo estoy agradecido por razones especiales; pero creo, sin que esto sea reñir ni andarme con dimes y diretes, que eso no es propio de un diario cuyo crítico oficial es por lo común severo en sus juicios. Yo en lugar del Sr. Revilla protestaría contra esas sinfonías que El Globo toca antes de que él exponga su opinión.

Pero dejando esto, que en rigor no me importa, digo que semejante conducta en la ocasión presente ofrece un expresivo contraste con lo que suele suceder cuando aparece alguna novela de otro ilustre novelista a quien ya el público coloca a muchísimos codos de altura sobre los novelistas más altos.

Recuerden Vds. qué callandito se presentaron al público Marianela, Doña Perfecta, y hace poco Los apostólicos, y noten Vds. qué poco se habla de la última obra que en breve aparecerá, y que da fin y coronamiento a los Episodios nacionales, monumento de nuestra literatura contemporánea.

¡Ah, Sr. Alarcón, y si V. supiera cuán bello atractivo tienen para los que sienten el pudor del arte esta callada modestia del ingenio, este descuido, no estudiado, de las apariencias y del éxito!

Ya sé yo... (es decir, en conciencia no puedo decir que lo sé) ya supongo yo que V., Sr. Alarcón, no entra ni sale en estas armonías preestablecidas36 de la prensa; pero el caso es que, sin comerlo ni beberlo, V. va a cargar con las consecuencias deplorables de la imprudente alabanza abortiva.

Los espíritus independientes que aborrecen esa especie de tacto de codos de que usan los periódicos, aun los discretos, para elogiar al amigo, miran, sin poder remediarlo, con cierta prevención, libro que viene desde el primer día rodeado con la peste del incienso.

Esto no es decir que yo no prometa a V., empeñando solemne palabra, prescindir en absoluto de semejante preocupación al juzgar su obra. Pienso escribir de ella cuando esta mala impresión (crea V. que es triste impresión) se haya disipado; cuando el público haya podido, por término prudencial, conocer la obra; cuando mis alabanzas, que barrunto no han de ser escasas, no suenen a deseo inmoderado de contentar al autor.

Supongo que no se habrá V. incomodado con todo lo dicho,   —192→   que en último resultado ni pone ni quita merecimientos al autor, ni disminuye en una sola las bellezas que de seguro hay en su libro. En tal suposición me acuesto tranquilo; pero si V. fuese hombre capaz de enfadarse porque me parezca mal la lisonja oficiosa, ¡ah, entonces! ¿Qué perdería yo con tener por enemigo, espíritu tan poco serio, tan mal templado? Afortunadamente V. está, de seguro, por encima de semejantes niñerías, y sabrá apreciar la buena fe y el justo título de estas observaciones preliminares.

Ahora, veamos El Niño de la bola. Lo único que yo anticipo a los lectores es que la escena no pasa en Belén.

* * *

Recuerdo que cuando yo era niño, aunque no el de la bola, tenía una pasión frenética por las novelas de Alarcón, quiero decir, por el género de novelas que Alarcón cultiva; veía yo en los cuentos con que mi buen Pascual -mi criado- pretendía dormirme, inesperados y rarísimos sucesos, tan extraños a la realidad como lo era, por entonces, la idea que yo me formaba del mundo. Para mí la tierra estaba minada por los encantadores; cada peña y cada mata era el misterioso sésamo que servía de puerta a un palacio encantado, subterráneo y alumbrado por misteriosísima luz infusa, servido por manos negras en las múltiples necesidades de los no convidados huéspedes, y lleno de músicas que vagaban en el aire sin que nadie las tocase; así como era invisible el cocinero que aderezaba los delicadísimos manjares puestos a la mesa para regalo de los intrusos. Antes que el cuento terminara quedábame dormido; pero la semilla de lo maravilloso hacíase fecunda en mis sueños, y el encantamiento continuaba después de dormido, mas libre entonces de las miserables leyes terrestres de la verosimilitud y naturalidad, recetas de los impíos preceptistas, para mi conciencia de aquellos días absolutamente ignoradas.

¡Oh! ¡Quién me hubiese dado a mí a saborear El Niño de la bola en aquellos albores de la fantasía, tan flexible entonces a las exigencias del acalorado y poco comedido ingenio! Si yo fuese ahora aquel infante de que os hablo y no un empedernido y pretencioso mozalbete libre pensador, especie de Vitriolo, que diría Alarcón, en vez de escribir un artículo de malísima crítica lleno de distingos y peros, contentaríame con   —193→   batir palmas, abrir ojos como puños y preguntar al autor después del epílogo: ¿y qué más?, que es la pregunta eterna de la fantasía irritada con el interés del cuento.

Cuando anoche, después de dejar a Antonio Arregui en manos de la justicia, apagaba la luz, me rebujaba en las mantas de mi lecho y me preparaba a dormir, además de dar gracias a Dios, como suelo, por la vida de aquel día, dábaselas al señor Alarcón por las emociones de la noche, emociones que me habían trasladado a los más dulces años de la existencia. Reíame yo, en aquella situación de ánimo, de mi papel de crítico, impuesto por las circunstancias, y renegaba del Sr. Revilla que pocas horas antes me decía con muchísimo juicio, pero sin pizca de candor, que la fábula de El Niño de la bola era pueril, inverosímil y las filosofías de Alarcón superficiales y ridículas.

¡Ah, Sr. Alarcón! Cuánto ganaríamos todos con dejar esta pícara carcoma de los años y volver a la Arcadia de nuestros ensueños infantiles, donde no había ni filosofías, ni símbolos morales, ni otras frialdades que a V. le echan a perder las novelas y a nosotros -los Vitriolos- el alma. ¡Felices los tiempos paradisiacos que no conocieron la crítica, ni la libertad del pensamiento, ni lo que es mucho peor, las burlas y las veras alegóricas con que el Sr. Alarcón mortifica a los librepensadores!

Quiero decir con todo esto, que El Niño de la bola es novela que ofrece mucho interés, que mantiene en tensión constante el espíritu del más distraído, y que si no deja huella duradera en el alma, es, a lo menos, como la estela que la hélice del vapor señala; mueve las aguas de la superficie, conviértelas en espuma, aunque la próxima ola borre y disipe todos aquellos juegos pomposos del tritón de hierro.

No dirá el Sr. Alarcón que no voy lejos por las metáforas para dar a entender que en su novela no hay nada de lo que él pedía en el discurso que le servió37 de postigo o brecha para entrar en la Academia. El autor pedía al arte algo más que arte, pedíale trascendencia moral, lecciones cristianas y otra porción de gollerías, y El Niño de la bola no encierra más trascendencia, ni más lecciones, ni más cristianismo, que los que pueden extraerse de... Diego Corrientes, Luis Candelas, o el Guapo Francisco Esteban.

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Hubo una época de decadencia para nuestra literatura en que a los antiguos romances que inmortalizaron nuestra poesía popular, sucedieron otros de heroísmos y caballerías contrahechos, con bandoleros y pícaros del hampa por protagonistas, con aventuras del monte por hazañas. En aquella desdichada epopeya en embrión no faltaba el elemento religioso en la firma adecuada, que era la superstición más grosera, desalmada y perniciosa. Todos estos elementos, en cuya explicación no hay que insistir porque son de todos conocidos, entran en la fábula ideada por Alarcón, y no cabe negar que si el católico académico se propuso halagar ciertos sentimientos, muy nacionales por cierto, y conservar su clásico colorido a la pintura de este género, su obra es maestra. Pero la enseñanza que de semejante invención resulta no ha de abrirle al académico las puertas del paraíso. Esto no es decir que El Niño de la bola deje de tener sus tendencias reaccionarias, como El Escándalo; allí están las tendencias empecatadas de siempre, ya tácitas, ya expresas, como en los desdichados capítulos dedicados a la tertulia de D. Trajano Pericles, Mirabel y Salmerón38, y los no más dichosos que tratan de Vitriolo y sus sectarios. La tendencia más clara es probar que el análisis de los sentimientos y la consideración de la vida, en su punto de vista estético, son perniciosas corruptelas en que sólo toman parte espíritus pervertidos por la concupiscencia; mientras la vida instintiva, animal y casi casi vegetal de los espíritus limitados y groseros, incapaces de lo sutil y delicado, es la más propia para alcanzar la beatitud por medio de la fe ciega y sin cultivo.

A Dios gracias esta teoría le salió al Sr. Alarcón por la culata, porque ni su Prima del marqués, ni D. Trajano, ni Pepito, ni mucho menos Vitriolo son personas ilustradas, sino caricaturas cursis y absurdas algunas de ellas; ni D. Trinidad Muley, el cura, es el ignorante y pobre espíritu que al principio nos quiere pintar el notable novelista.

Muley, por el contrario, es un santo, y es un santo que sabe mucho más que todos aquellos espíritus d'elite que hay en la ciudad.

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Ni en esta novela ni en otra alguna ha sabido el Sr. Alarcón dar más verosimilitud y realidad a personaje alguno: no hay duda que existen santos verosímiles, y D. Trinidad lo es, y lo que vale más, es tipo de esplendorosa belleza, el que más hermosas páginas ha inspirado en esta obra, que tiene muchas de sobresaliente mérito. Muley es el verdadero héroe moral de El Niño de la bola, porque Manuel Venegas, el protagonista oficial, es, a pesar de sus hercúleas fuerzas, un pigmeo al lado de Muley; véanse si no las escenas, las bellísimas escenas, en que combaten aquellos dos espíritus: ¡qué fuerte Muley, qué lleno de recursos, así oratorios como de acción! ¡Qué débil, qué pobre, qué indeciso Venegas! Se deja traer y llevar sin mérito alguno, como autómata; y si, a solas con el Niño Jesús, parece dar cuenta de su energía interior, manifestando aquella resignación que D. Trinidad buscaba, es a costa de la verosimilitud, pues los arranques de Venegas, según sus antecedentes, debían ser de actividad, de suprema fuerza, así para el bien como para el mal; y nada de esto hay en aquella sumisión que es, en parte cansancio, en parte superstición, en parte atonía.

Vea el autor si este es grave defecto: presentar en la obra un personaje secundario que deja en la sombra al protagonista. Porque ya comprenderá el discreto Alarcón que no dan realce a la figura de Venegas sus excéntricas atrocidades, sus vértigos de furor insensato, ni mucho menos aquel proceder misterioso sin sentido, que causa su desgracia, la de los seres que ama y la del autor; pues ve a su protagonista convertido, gracias a la tirantez de su conducta cabalística, inexplicable, en un figurón o maniquí, cuyos alambres, resortes de locomoción, descubre el espectador más dispuesto a dejarse engañar.

El Niño de la bola, Venegas, es una mezcla inverosímil y desmañada de Gilliat, Robinson, y contrabandista. Porque si bien Venegas no introduce contrabando, aquel extraño comercio a que se dedica, aquella fama que pretende adquirir rompiendo huesos a los matones, le convierten en héroe de aventuras ilegales, de esas que al vulgo más iliterato halagan y conmueven39. En lo que tiene de Robinson, es, de puro inverosímil, absurdo, y en lo que tiene de Gilliat, pierde mucho en la comparación. La justicia exige establecer aquí un distingo:   —196→   mientras Venegas es niño (en la parte llamada Antecedentes), su carácter caprichoso, extraño y fantástico, si no es de gran realidad, es de belleza innegable: hay pureza, relieve y corrección en las líneas de aquel infante, infante propiamente tal, pues no habla. Cuando llega a adolescente, sus excentricidades40 se hacen cada vez más inútiles y más inverosímiles, pero aún tiene defensa el tipo, en gracia del interés de sus acciones y de la verdad y grandeza de algunos rasgos. Pero cuando Venegas es ya hombre y sigue siendo salvaje, matón, anarquista (pues huye toda sociedad y gobierno), parece un Segismundo con calañés... y eso es ridículo. Si el conflicto creado por el autor para hacer enemigos a Venegas y Caifás es original, y da cierto interés y belleza, como ya veremos al hablar de la acción especialmente, lo que en tal conflicto y sus complicaciones depende del carácter de Manuel no se justifica, y da un sello falso a toda la trama, falsedad que perjudica al interés mismo de la fábula. Porque Venegas, como bien se advierte la carta de Soledad, pudo evitar todas las peripecias póstumas, y muchas de las que le perjudicaron en vida del usurero, sólo con recurrir a los medios que suelen usar los hombres civilizados que se proponen un fin honrado y justo. ¿Por qué si no quiere guerra con su enemigo, que tiene en rehenes su amor, le arroja aquel guante de la Rifa? ¿A qué venía provocación tan descarada, ofensiva hasta el punto de hacer saltar al prudentísimo Caifás, dispuesto ya a la avenencia, según el escritor nos dice?

Para remediar las consecuencias fatales de su grosero desafío no se le ocurre otra cosa a Manuel que dejar la tierra y estarse ocho años dando vueltas al mundo, ganando dinero y leyendo libros prohibidos, que bueno le ponen. ¿Qué culpa tiene nadie de que después todo le salga contra su gusto? ¿Por qué se estuvo ocho años sin escribir? ¿Por qué no procuró enterarse de lo que pensaba en el pueblo, donde estaba pendiente del arbitrio de una chica caprichosa toda su suerte? Y cuando vuelve, si está dispuesto a ser feliz y a vengarse a toda costa, ¿por qué le detienen tan débiles obstáculos? ¿Por qué deja que allí todos se muevan y entren y salgan en sus negocios, y él no hace nada más que estarse como un muerto? ¿Cómo un hombre tan locamente enamorado, de tanta fuerza, de tantos recursos, consiente en pasar diez y siete años sin hablar   —197→   una vez sola con su amada? ¿Por qué, si es hombre de valor real como se supone, es tan jactancioso y bravucón que fía durante ocho años la custodia de su felicidad a la sombra que deja en el pueblo, al miedo que le tienen? ¿Cómo no supuso que podía haber, como hubo, hombre tan enamorado que despreciase el peligro de habérselas con él a la vuelta? ¿Por qué no procuró asegurar su ventura por el principal baluarte, que era la fidelidad de su novia? Todo le sale al revés porque todo lo hace mal, y así se explica que de puro zafio mate a su amor, sin querer (esto indica el novelista) con el primer abrazo. ¿No ve el autor que al quedarse con los huesos rotos de su novia entre las manos, después de tantas fechurías y disparates, recuerda un poco Venegas a D. Frutos Calamocha? ¿La mató por voluntad? ¡Repugnante asesinato, sin asomo de disculpa en aquel momento! ¿Fue por torpeza? Pues así rompe platos D. Frutos Calamocha. ¿O prefiere el autor que le compare con un oso?

Si el Sr. Alarcón o alguno de sus apasionados lee estos artículos, podrá creer que no he comprendido todo el valor de la catástrofe que pone término a El Niño de la bola: aquel abrazo supremo en que perece la mujer pérfida, se querrá decir, no es un asesinato vulgar, ni es tampoco el abrazo del oso, que mata porque aprieta, y nada más. ¿Qué es entonces?, pregunto yo. Soledad ha escrito al novio, a quien burló casándose con otro, diciéndole que vuelva a gozar furtivamente de los placeres del adulterio.

En buen hora que esta conducta vil, que revela en el final de la obra toda la perversidad de aquel ídolo que adoró Venegas, no sea favorecida y secundada por el amante, que al fin, aunque torpe y zafio, no es villano; pero otra cosa es volver al pueblo con el propósito deliberado de ahogar a la mujer querida, que se entrega y declara su amor. Un amante platónico, por lo menos de recta moralidad, no se aprovecha de aquella coyuntura que le ofrece la liviandad de la mujer ajena, convenido; pero a todo amante le halaga en el fondo ser amado, así sea contra todas las leyes; y aunque lleguen sus fuerzas a tanto que resista la tentación suprema del amor que le llama, no será capaz de castigar con muerte alevosa y bárbara el cariño, criminal o no, de la mujer idolatrada que se entrega.

  —198→  

El autor, comprendiendo que era fuerte semejante interpretación, deja en vaga, indecisa forma el final, y no dice, sino con bien confusas palabras, por qué muere la Dolorosa entre los brazos de Venegas. La interpretación literal aún es menos favorable para el autor. Según ella, cegado por la pasión, apretó tanto aquel Hércules, que los huesos frágiles de la mujer se rompieron y toda su delicada máquina se descompuso. Pero tamaño estropicio es sencillamente feo, repugnante, carece de toda intención artística, y tanto valdría que Venegas hubiese matado de un pisotón -que bien podría- a su adorado tormento.

El cual tormento es otro de los pecados capitales de la obra, Soledad o la Dolorosa es el tipo más repugnante de mujer que se ha visto. A pesar de que las tendencias del autor le hacen quebrarse de idealista, suponiendo por lo general quiméricos personajes, aquí el realismo materialista más pedestre le inspira y es su Dolorosa (sarcasmo nada católico el del apodo) la serpiente mujer, libidinosa y astuta. Soledad ama a Venegas desde los ocho años; pero como su padre oponga tenaz resistencia a aquellos amores, la niña, que estima en mucho la gracia de su padre, quien la cubre de diamantes y encajes, no procura siquiera contradecir al autor de sus días, y deja que Venegas, a quien adora, se desespere y se vaya por el mundo. Verdad es, como ya se dijo, que el tal Venegas por su parte nada hace de provecho, sino todo lo contrario, para satisfacer su pasión; de modo que estos dos amantes, merced a su carácter, son unos novios paralelos que no se encuentran por mucho que se prolongue su existencia. La primera vez que se tocan es para estrangularse. Sin embargo, Soledad, preciso es confesarlo, tenía un plan que Venegas no supo comprender, plan que desarrolla en aquella carta infame, que no deben leer las señoritas, si seguimos el criterio de que el arte escandaliza cuando pinta el vicio. Soledad, en la ausencia de Manuel, tuvo, que habérselas con su padre, terrible enemigo a quien no era posible atacar de frente, sobre todo si se quería salvar además de los principios las colonias, o sean los diamantes y encajes de que va hecha mención. He aquí el expediente de Soledad: a su padre le da un año de vida; este año lo pasará ella en el convento: si su padre muere entretanto, ella es libre; pero su padre pasa del año, ella antes que profesar se casa con quien   —199→   el tirano diga, porque profanar el tálamo es más fácil que profanar el claustro, y Venegas cuando vuelva no necesitará saltar las tapias de un monasterio para llegar al logro de sus deseos. Este es el plan de la Dolorosa.

¿Por qué se complace el Sr. Alarcón en pintar semejantes horrores, de fealdad repugnante, fría, insolente? Y no se crea que esta interpretación del plan de Soledad es mía; ella lo declara así en su carta, y así antes lo comprenden D. Trajano y la Madrileña. Para mayor encanto, el Sr. Alarcón no se cuida de disimular los horrores de este carácter repulsivo, haciendo interesante a la Dolorosa en el curso de la novela por la fuerza de la pasión, ni de modo alguno; el lector apenas oye hablar a Soledad en todo el libro: la conoce principalmente por su buen talle y por la carta desfachatada que escribe a su amante ya cerca del fin de la obra.

¿Qué procedimientos son estos, Sr. Alarcón?

Entre los personajes secundarios los hay buenos y malos: Venegas el padre, Caifás, María Josefa, son caracteres perfectamente dibujados y sostenidos. El padre del Niño de la bola, que sólo figura en lo que puede llamarse prólogo del libro, es un tipo de nobleza que atrae y enternece; Caifás, menos original, está pintado con sobriedad y acierto, y María Josefa, en su papel secundario, se apodera del corazón del lector, sin necesidad de efectos de relumbrón, por su natural sencillez y la verdad de sus sentimientos: sobre todo llega tal vez a lo sublime en aquella escena de la ermita, que es, en absoluto, uno de los más bellos capítulos de novela que he leído. ¡Ah!, señor Alarcón, si Venegas fuese todo el tiempo como es en el diálogo rápido, apasionado y sentidísimo que mantiene con María Josefa en el porche de la ermita, y si su novela de V. tuviera muchas escenas como esta y la que anima el espíritu evangélico de Muley, en aquella lucha con Venegas... y con el apetito; si tal fuese, yo le aclamaría a V. gustoso como el autor más eminente de nuestra literatura contemporánea.

¡Qué fuerza, qué naturalidad, qué vehemencia, qué estilo hay en la escena de la ermita! ¡Qué unción, qué ternura, qué humorismo religioso, por decirlo así, hay en el capítulo de las perdices! Cuando Muley, que ha hecho el sacrificio de Jocelyn, se decide a seguir a su ahijado por todo el mundo, y le dice «ea, vamos a correrla», crea el Sr. Alarcón que hasta los   —200→   descreídos sienten el placer inefable que produce el sublime más alto, el sublime de la buena voluntad segura, serena ya en la virtud, graciosa por la facilidad con que se mueve en el sacrificio y en todo bien. ¡Qué pequeño, repito, es aquel Niño de la bola ante aquel D. Trinidad Muley, digno de mejor novela, digno de la novela mejor posible!

Vea el Sr. Alarcón cómo no hay apasionamiento en contra suya; ¡qué mayor placer para el crítico de buena fe que alabar los primores del arte, las pocas veces que esta ocasión se presenta!

Lo declaro y me atrevo a sostenerlo, porque no hablo sin pensar: obra que contiene rasgos de carácter y escenas como estos de que hago tan merecido elogio, no puede ser tenida en poco; revela un ingenio excepcional, capaz de grandes obras; y a este ingenio, por mucho que yerre en otras ocasiones, es preciso animarle a seguir su vocación, que es definitivamente la novela.

El talento de Alarcón, sus envidiables dotes de novelista están a salvo; bastan las bellezas indicadas para darle el título honrosísimo de autor insigne. Ahora sigo, tranquila la conciencia, en el examen de este libro tan desigual, tan extraño, que nos ofrece junto a la sublimidad, lo absurdo; junto alarte más exquisito, la impericia más absoluta.

De los demás personajes que forman lo que el autor llama el coro, nada bueno se puede decir. Hubiera dejado el coro para el teatro griego y la filosofía para el seminario, y El Niño de la bola sería, sin duda, de menores dimensiones, pero más interesante y correcto libro.

El coro le sirve al autor: 1.º para diluir el interés de la novela, y convertir en pesada acción la que podía ser rápida, enérgica y viva. 2.º para poner en ridículo la obra convirtiendo ateos y libres pensadores mucho más simples, cursis, absurdos y repugnantes que los que hicieron famoso El Escándalo; y 3.º para demostrar que el Sr. Alarcón no es aficionado a los estudios serios, y los pone en caricatura por vengarse de la reserva que guardan siempre que se les acerca la inteligencia del Sr. Alarcón.

Hecha excepción de Pepito, alguno de cuyos rasgos son muy verdaderos y demuestran observación profunda en el autor, todos los demás volterianos, ateos, republicanos, etc., etc., que   —201→   figuran en la novela, son insensatas creaciones; inútiles, sin gracia, sin verosimilitud, sin sentido común, puede decirse. Vitriolo es una mueca del asco, es una pesadilla de una noche de indigestión; su secta filosófico-farmacéutica es una invención ajena a toda realidad; un símbolo arbitrario y repugnante de lo que no existe.

Y lo peor es que toda esa canalla da tal aire de inverosimilitud a la acción, y la hace tan pesada que el lector se pasa la mayor parte del tiempo renegando de todos los habitantes de la ciudad, tan ocupados en lo que no les importa.

Es absurdo que una ciudad de doce mil almas no piense más que en las aventuras de Venegas, y que ni después de ocho años olvide las peripecias de su vida y el interés que provocan. ¡Y apenas toman aquellos boticarios y demagogos con afán los asuntos ajenos! ¡Y qué intrigas las suyas, y qué pasión tan insensata, por inútil y necia, la de aquel Vitriolo contra la paz del pueblo! Por esta parte no hay salvación; todo es absurdo, todo repugna, y parece imposible que el Sr. Alarcón haya escrito aquellos insustanciales capítulos en que habla el coro.

De la acción ya poco tendré que decir, pues al tratar del carácter de Venegas y Soledad, van indicados sus principales defectos. Es interesante, como declaré al comenzar mi tarea; pero ese interés pierde mucho con la dilación que producen las escenas en que interviene el pueblo en masa, escenas que el autor dedica a entusiasmarse por su cuenta con la grandísima importancia de los sucesos que refiere.

En cuanto a que la fábula es inverosímil, ya he dicho bastante para probarlo; parece que el protagonista se complace en crear las dificultades, y Soledad, que tarda en querer allanarlas, propone medios tan repugnantes y viles como hemos visto.

El Sr. Alarcón tenía asunto para una narración breve y animada, como la del Sombrero de tres picos, y por estirar la materia hace que rompa por lo más delgado; y el interés, si no zozobra, por lo menos corre borrasca. Aquel recurso de la puja en la rifa que por dos veces viene a decidir de la suerte de los personajes, es de efecto, pero poco serio tratándose de resolver el conflicto principal de la novela.

Si en la primera puja Venegas es imprudente provocando a Caifás, en la segunda no se concibe cómo Antonio Arregui consiente que Soledad baile con Manuel en aquellos momentos   —202→   en que su honor necesita más vigilancia y energía que nunca. La ley no podía obligarle a cumplir con aquella extraña costumbre más pastoril que piadosa, y pudo oponerse y debió oponerse hasta el último momento a que su esposa recibiese el mortal abrazo de Venegas.

Sería hipócrita pedantón el que negase que, a pesar de todos estos inverosímiles y violentos recursos, la acción de El Niño de la bola interesa y a veces conmueve; en aquel mismo epílogo, tan defectuoso por muchos conceptos, hay un terror trágico que los lectores sienten dentro de sí al terminar la obra; hay que olvidar los medios demasiado fuertes, o mejor, forzados, con que llega el autor a tal resultado; pero la sinceridad exige declarar que la impresión se produce, y no deja de ser viva y poderosa.

Si este don de conmover e interesar, tan necesario al novelista, lo posee el Sr. Alarcón, como prueban todas sus novelas, ¿por qué no aprovecha mejor esta ventaja meditando más despacio sus invenciones, y sobre todo despojándolas de esa trascendencia pseudo-filosófica que compromete hasta la seriedad de su pensamiento?

Si El Niño de la bola, tal como está, es una obra muy imperfecta, lo sería mucho menos arrancándole todos esos adornos de simbolismos didácticos sumamente ridículos.

Respecto del lenguaje del Sr. Alarcón poco hay que hablar, pues es generalmente alabado. No es su estilo rico, ni mucho menos, ni es armonioso el periodo que construye, ni los giros con que aspira a cierta originalidad castiza son de buen gusto ni de los más naturales: a veces, por evitar anfibologías, llena su prosa de pronombres demostrativos, que le sirven a guisa de jalones para indicar el camino de la gramática; pero a pesar de estos defectos, el Sr. Alarcón escribe con soltura y gracia, dialoga con gran facilidad y sabe dar a cada personaje, cuando no es un sabio, el lenguaje que le corresponde.

He concluido. Creo obligación de todo español amante de las letras patrias leer El Niño de la bola, que, a pesar de los defectos apuntados y otros muchos que se quedan en el tintero, es obra que demuestra el vigor del ingenio nacional, y contribuye a esta gloriosa y difícil empresa acometida por pocos, pero ilustres autores, de restaurar la novela española, por siglos decaída y casi muerta.



  —[203]→  

ArribaAbajoEl buey suelto...

(Pereda)


No sería justo contar al Sr. Pereda entre la turba multa de novelistas imposibles que dentro y fuera de España son proveedores del mal gusto predominante; está más alto que todo eso el escritor montañés; mas como quiera que el aplauso inmoderado e imprudente de amigos, correligionarios y paisanos va poco a poco, más de prisa que los méritos propios, colocando al simpático publicista donde, sin falta, ha de marearse; por su bien, y el general de las letras, deben, los que pueden ser imparciales, atender a las obras de este escritor distinguido, para que cada cual, como es justicia, quede en su sitio, que es como todo está mejor sin duda.

El buey suelto debió ser una demostración ad absurdum, de que el estado de matrimonio es el menos imperfecto en esta miserable vida, donde perfecto no hay nada. Conforme el Sr. Pereda en esto con los krausistas, aunque no con San Pablo, que fue un krausista de la antigüedad, escribe una novela de las llamadas ahora tendenciosas, aunque él, ni la tiene por tendenciosa ni por novela. Pura modestia. No basta con advertir en el prólogo que no existe el propósito de resolver el problema, ni con escribir en el frontispicio del libro: «cuadros edificantes». Si el Sr. Pereda no se propone hacer amable el vínculo matrimonial y aborrecible la soltería pertinaz, ¿a qué   —204→   viene la historia de Gedeón? Y si la historia de un personaje ideado, puramente fantástico, no es novela, ¿qué es? Más de cuatrocientas páginas consagradas a relatar y describir miserias e inconvenientes del estado imperfecto del celibato perpetuo, serían demasiadas y se harían insoportables por lo monótonas a no servir de trama la acción, más o menos interesante, que existe, sin duda, en El buey suelto; acción peor o mejor trazada, hilvanada bien o mal, variada o no, quieta o movida, pero acción sin duda.

No hay escape: el Sr. Pereda ha escrito una novela, que será poco novela, pero que lo es, y que la crítica ha de juzgar como tal. En cuanto al empeño que el autor pone en librarse de toda responsabilidad, como escritor que trata problemas sociales, serios e importantes, es vano prurito, y por el bien del Sr. Pereda (todo por su bien) insisto en asegurar que el propósito que tan claro se ve en el libro, es el del autor, que sabe lo que se dice, y no lo dice a tontas y a locas. Muy extraño sería que en una obra donde no hay una sola página acaso que no contenga un argumento, más o menos fuerte, en pro del santo vínculo y una amenaza o una cuchufleta en contra del celibato, no tuviese el lector derecho de reconocer el fin (que decimos nosotros) loable y fecundo de casar a todo hijo de vecino.

Conviene dejar esto bien probado, porque si no El buey suelto no tendría perdón de Dios. La historia vulgar, y vulgarísima del vulgarísimo, adocenadísimo y zafio Gedeón, no pudiera servir de honesto recreo a ninguna persona de buen gusto, no siendo, como es, por vía de ejemplo, de provechoso escarmiento. Del libro del Sr. Pereda se obtiene realmente una enseñanza; yo de mí sé decir, que después de leerlo pensé para mis adentros: «como Dios me depare un decente capital, ya me guardaré de quedarme soltero, como el gaznápiro de Gedeón; y sobre todo, Dios me libre de ser, soltero o casado, tan pobre como él en punto a bienes espirituales; porque entre todos los dones del Espíritu Santo, con ser muchos, ni uno sólo llovió la Providencia sobre este buey suelto, que sin yugo o con él, buey hubiera sido todos los días de su vida». Porque una cosa, Sr. Pereda, es que V. se haya propuesto demostrar o no algo, y otra cosa que lo haya, o no lo haya demostrado.

  —205→  

Lo primero es lo que yo afirmo: de lo segundo hay mucho que hablar.

Contra el arte docente se ha dicho (y ahí está el Sr. Revilla que, hablado o escrito, lo dice todas las semanas en alguna parte) que no puede enseñar ni probar nada, porque, como el arte ha de revestir formas sensibles, ha de tener por objeto lo individual concreto en último punto (que también decimos nosotros), lo que gana en intensidad su expresión lo pierde naturalmente en extensión; y del caso singular, que es el propio del arte, nada puede inducirse para lo general, para lo propiamente científico. Todo eso no tendría réplica si el arte lo entendieran todos los artistas como, según El buey suelto, parece entenderlo el Sr. Pereda.

Este señor nos da un caso singular, bien definido y concreto, rodeado de condiciones que le son peculiares, hasta el punto de que es imposible, en buena lógica, generalizar aquella situación creada por el novelista.

De aquí dos males: que así el arte no puede ser docente, por la razón que apuntan sus enemigos; y lo peores que así el arte... no es arte siquiera. Porque el arte es lo singular, cierto, es la determinación de todo lo esencial que sea posible manifestar en lo individual; pero el individuo, por serlo, no deja de estar dentro del género: lo peculiar suyo es lo que le distingue constantemente, necesariamente, de todo lo que él no es; pero su esencia no es ante todo distinta, sino que es la del género en una determinación insustituible, por un modo único, que es lo que hace el individuo. Ahora bien: el arte exige, para merecer este nombre (el de arte bello) que la expresión del fondo, de lo esencial, de lo genérico, sea determinada, individual, pero reflejando aun en esta última concreta representación, lo que es en el individuo lo principal, lo de la esencia, lo común a todo el género de que es: sin representación sensible en lo individual no hay arte, ciertamente, pero tampoco lo hay sin que esta representación sea de algo más que lo accidental para el género, puramente del individuo, determinado como tal individuo solamente. Esta no es filosofía, son habas contadas, y el que de todo eso, pensado así o de otra manera, prescinda, no puede producir obra artística. El realismo, el legítimo, no desconoce la necesidad de tal doctrina, retrata fielmente lo individual, sin afeites ni   —206→   postizos; pero retrata aquello que es característico, representativo, típico, mejor que todo eso. El idealismo artístico, legítimo también cuando es obra del verdadero genio, tampoco pretende que fuera de la manifestación individual sea posible el arte; pero en vez de atenerse a la realidad histórica, para copiarla en lo esencial de ella, atiende a lo virtual, y atribuye a los individuos que le sirven de expresión, cualidades posibles (verosímiles41) dentro de su género; sin que la crítica reflexiva pueda confundir el resultado de tal procedimiento con la abstracta creación de prosaico pensador que aspira al arte sin tener imaginación para cuajar en lo individual, vivo y semoviente, la concepción indeterminada, que antes de la determinación expresiva y concreta ya podrá ser bella, pero no artística. Todo es legítimo en el arte, el realismo y el idealismo; pero a condición de que el primero no olvide, en lo singular que directamente copia, buscar lo propio para la expresión de lo genérico; y de que el segundo, el idealismo, lo ejemplar y perfecto que concibe, lo aplique verosímilmente a una creación individual, viva, y por todos lados determinada y acabada.

Viniendo ahora a nuestro pleito, debo advertir que Gedeón, protagonista del libro que examino, se escapa de los límites del arte, no por idealismo, sino por falso realismo, por ser un tipo que no es tipo; es una expresión individual, bien real, bien concreta, pero no representa nada; todos los rasgos de que se compone esta figura son singularísima expresión de lo accidental en lo individual: podrá ser Gedeón el retrato de algún caballero que conozca el Sr. Pereda, pero no es un tipo artístico. ¡Qué naturalidad, qué bien está, se parece a D. Fulano!, podrá decir cualquier amigo de la montaña al autor de El buey suelto, y será cierto; pero a fuerza de parecerse mucho a ese señor que ustedes conocen se parece muy poco a los demás solterones a quienes debiera parecerse. Este falso realismo vituperado por algunos con razón, pero sin ella para confundirle con el legítimo, da ocasión muchas veces para injustos reproches, y además a la perversión del gusto y atrevimiento de los copistas sin ingenio. Zola, el más realista de los novelistas notables de ahora, va comprendido, injustamente, en el anatema con que se castiga a tantos y tantos insípidos autores que copian servilmente lo que no   —207→   tiene sustancia y nada significa. Zola desciende a los pormenores últimos, llega a extremar la precisión y a dar valor artístico a lo que parece más lejano de la propia expresión de la esencia, pero nunca deja de estar (aparte pasajeras aficiones al género crudo) dentro del arte, porque, como verdadero artista que es, sabe dónde hay fondo, qué menudencias son típicas y cuáles no, y ni una sola pincelada da en balde; todo es en su obra trasparente y enseña un fondo rico de belleza, aun lo que parece al distraído más accidental e insignificante. El Sr. Pereda, aunque tal vez reniegue de Zola y de sus obras, es de los que van siguiendo huellas que parecen y no son las del autor del Assomoir; es de los falsos realistas, que copian lo singular y sus pormenores hasta lo atómico, pero sin el quid divinum de la inspiración, sin dar con el tipo, y copiando, por copiar, cualquier cosa, lo que pasa por delante. Advierto que me refiero aquí sólo a El Buey suelto, obra que tengo entre manos.

Fácil será notar que este defecto que tanto daña a la obra artística, es asimismo de consecuencias deplorables, según arriba dije, para el fin o propósito del autor. Si Gedeón no es más que un caballero particular que se llama así, si nada representa, si es él y nadie más que él, ni por asomos parecido a algo genérico, claro está que el autor no puede pretender con razón que en su personaje veamos castigados a todos los solterones, porque podemos objetar, que Gedeón sufrió y padeció lo que padeció, por ser quien era, no por ser soltero. Y porque no piense el Sr. Pereda que hablo a humo de pajas, vamos a ver con los autos delante, cómo lo que a Gedeón le sucede no le sucede por quedarse soltero, sino por ser Gedeón; de donde sacaremos en consecuencia que podría no acontecer lo mismo a otros, aunque fuesen solteros, y pasarle a Gedeón, aunque se hubiera casado. Y si esto se prueba, medrada va a quedar la tesis del Sr. Pereda; digo mal, la tesis puede seguir siendo buena, yo creo que lo es; pero lo malo serán las probanzas.

Gedeón es, según confesión del autor y según obras del personaje, un hombre grosero, egoísta, sin temor de Dios, sin amor a nada levantado y noble, sin educación, sin trato de buena sociedad, sin conocimientos de nada digno de estudio y estima, esclavo de lo material, sensual a lo bruto, y   —208→   además de esto pusilánime42; de los que se ahogan en poca agua, sin iniciativa para nada, ni para las aventuras torpes, ruines y prosaicas que son de su gusto: preocúpanle sobre todos, mejor, como los únicos, los cuidados domésticos en cuanto se refieren al bienestar material de su corpanchón grosero y sin gracia: la voluptuosidad es en él bestial y sin fantasía; desea como un animal y ni siquiera tiene el arranque de un perro para las aventuras; sacia sus apetitos en las criadas que vienen en camisa, a deshora, a darle auxilios a él o a su ratonero.

Las desgracias que le agobian son natural secuela de estos gustos y de tan pocos ánimos. La primera contrariedad de su estado de soltería consiste en que las fámulas que escoge están mal avenidas, riñen y escandalizan.

Para remediar tamaña desgracia, a Gedeón, que es rico, sólo se le ocurre irse a vivir a una posada donde se admite a toda clase de gente, inclusive cómicos de la legua que juegan al monte en la sala de recibo y se arrojan botellas a la cabeza.

Es decir, que Gedeón, por no aguantar las discordias de sus criados, se reduce a vivir a lo pupilo de ocho reales sin principio. Como el autor no dice que Gedeón sea avaro, hay que figurársele tonto de capirote. En la posada, Gedeón comienza, definitivamente, sus amores con Solita, su criada, como si en el mundo para los solteros ricos no hubiese más que criadas.

Gedeón se traslada a la fonda mejor, que es una fonda donde todo es pringue, porquería y mala asistencia y peor educación: si se llama, nadie responde; el camarero hace la limpieza delante del señorito, silbando y de mala manera; las paredes están llenas de lamparones, los muebles dislocados.

¡Pobre Gedeón!, la mejor fonda es inhabitable, ¿y todo por qué? Por haberse quedado soltero. Otra cosa sería si Gedeón pasara su celibato en un país más civilizado en que no ya las mejores, sino las peores fondas, fuesen... lo que son en casi todas partes, menos en algún miserable poblachón de España. La enseñanza en este punto parece ser que no debe quedarse nadie soltero en un país de malas fondas y peores casas de pupilos. -¡Oh, sublime matrimonio, instituido, según ellos, por Jesucristo! Tú no tienes lamparones, tú no estás desvencijado, tú tienes el oído atento a la campanilla... en   —209→   una palabra, el matrimonio vale más que una sala y un gabinete en una fonda con mesa redonda y mala asistencia. Si el autor apura a su protagonista con esta clase de contrariedades es porque le conoce el genio y sabe que a Gedeón nada le incomoda y entristece como estos disgustos de menor cuantía. Gedeón, en fin, por consejos de un médico espiritualista, se vuelve a su casa, convierte sus afecciones a un perro ratonero y a un chiquillo sucio, feo, maligno, que pronto es ladrón y pendenciero; porque Gedeón es así, necesita amar algo, y como no es casado... como no tiene hogar, ama lo más asqueroso que se le presenta. En el mundo, fuera de una esposa, no hay más que perros ratoneros, chiquillos bizcos de alma y ojos, y criadas respondonas próximas a la madurez. Porque ahora recuerdo que Gedeón también seduce a Regla, su nueva sirvienta. Entre Regla y Solita, las dos conquistas del soltero, tejen la urdimbre de disgustos, que es ya la trama de toda la vida solitaria y perra de Gedeón. Judas, un borracho, zapatero, padre de Solita, acosa al seductor, que en muchos años no halla medio de librarse de los insultos y la vil compañía del zapatero. ¡Qué hombre es este Gedeón! Pues ahora, Sr. Pereda, dígame si para evitar tales desgracias era menester haberse casado, si no valía más tener un poco de sentido común, y dígame también si Gedeón, aunque fuese marido de siete mujeres, valdría más ni sería más feliz, teniendo tan bajos deseos, aspiraciones tan ruines, gustos tan miserables, equivocaciones tan extrañas, complacencias tan inexplicables; siendo tan flojo, tan desprevenido, tan... animal, en una palabra, según V. mismo le llama y le pinta.

Yo no niego que haya Gedeones; lo que digo es, que Gedeón no representa a la respetable clase de solteros, y que no es típico, artístico, porque sólo vemos en él miserias prosaicas, sin sentido, sin nada significativo, miserias vulgarísimas, pero de las que no se copian porque no ofrecen más que fealdad, que ni para sombra y contraste sirve. Aquí se pinta lo feo por lo feo.

Como con su protagonista, su célibe, no prueba nada el autor, según lo visto, y como el empeño de probar algo no es baladí ni capricho del momento, recurre, en fin, el Sr. Pereda a la predicación directa, sin ambages. Y vestido de médico, a la cabecera del lecho en que llora su soltería el pobre Gedeón,   —210→   ataca valeroso a Balzac, destruye sus débiles argumentos, proclama la santidad del matrimonio como el concilio de Trento lo dispone, y nos deja a todos convencidos de que el hombre nació para casarse, porque no hay manera mejor de curar el reuma, digan lo que quieran esos médicos materialistas que ahora se estilan, entre los cuales no hay que contar, no por cierto, al doctor que asiste al célibe de nuestro pleito.

Del mismo vicio que el carácter de Gedeón (y ya dejo el tema principal del fin propuesto y no cumplido), adolece la pintura que se nos hace de los personajes secundarios; es decir, no la de todos, porque algunos no tienen pero, en su escasa importancia, y otros, los que al fin hacen asomar la sonrisa a los labios, son caricaturas de rasgos imposibles por lo exagerados.

Judas el zapatero, que pudo haber sido, a juzgar por algunas pinceladas, el tipo mejor trazado y de mejor colorido, se echa a perder por los retoques de brocha gorda con que sin tino lo mancha y desfigura el autor; aquel estilo altisonante y disparatado del suegro de Gedeón, si al principio se tolera, a pesar de lo chabacano del recurso, llega a ser insoportable cuando se repite a lo largo de páginas y más páginas: el lector de mediano gusto llegará a ponerse colorado de vergüenza antes que el señor Pereda mate al hablador mentecato, que se parecerá a cualquier borracho de Santander o de Oviedo; pero que no es típico, por lo excepcional, por lo inverosímil.

Solita, la hija del zapatero, es insignificante; no tiene en su carácter ni un solo rasgo notable, ni por lo cómico ni por lo bello; se distingue únicamente, desde que la ponen casa, por un lenguaje escogido, inverosímil en ella, que no pudo enseñarle Gedeón, quien hablaba peor por regla general, si bien en los últimos momentos le presta el autor un estilo poético y sublime poco natural en aquel alma de cántaro.

El doctor es «una sombra que habla», como dicen las comedias; mejor, es «el neísmo que habla».

Anás, Caifás, Herodes y Pilatos, son otros tantos símbolos sin vida, sin realidad, que hubieran podido dar variedad a la acción, interés al conjunto, fuerza a la tesis si el autor se hubiera decidido a hacerles de carne y hueso y a mezclarles de veras en la fábula. Aquella monótona igualdad de su vida, de su irascible43 carácter, de los palos que se reparten, de las murmuraciones   —211→   con que se acribillan y del fin en que terminan, es del peor efecto, no tiene verosimilitud, ni interés, ni nada de lo que exige la novela.

Regla, Merto y el ratonero son los personajes mejor dibujados, los que tienen vida natural en la fábula, los que procuran al autor en su penuria algunas escenas que excitan la curiosidad y causan honesto placer al lector más descontentadizo. Pero el Sr. Pereda, conociendo, por desgracia, que en esto ha acertado, nos da demasiado perro, demasiada Regla y demasiado Merto.

Las caricaturas a que antes me refería son los parientes de Gedeón que le visitan o le escriben: son verdaderos tipos, cómicos de veras, pero (también aquí hay pero), el autor no ha sabido contenerse al trazar los rasgos cómicos; los ha prolongado y la caricatura no puede menos de aparecer.

Los contertulios de la tienda, inútiles, episódicos (pero sin razón de ser aun para el episodio), serían buenos para un artículo de costumbres que se llamara La tienda o cosa por el estilo. En fin, pecado venial.

Con semejantes personajes ¿qué acción ha de ser la de El buey suelto? Pobre, desmadejada, lánguida; y no por esto sólo, porque además de no prestarse Gedeón ni los seres insignificantes que le rodean a nada poético ni interesante, además de esto, fáltanle al Sr. Pereda ciertas facultades: ni tiene el don de inventar, ni la habilidad de componer. Las aventuras de Gedeón son, por culpa de su miserable ingenio y de su ánimo mezquino, pequeñas, rastreras y prosaicas, y por culpa del Sr. Pereda pobres, repetidas, sosas, soporíferas. Cuanto la acción más se limita y empequeñece, más se aburre el lector, por lo pronto, y después menos campo le queda al autor para probar con el ejemplo lo que se proponía.

Ya que el carácter de Gedeón no era propio para provocar sucesos que interesaran y que a todo soltero pertinaz le enseñasen el buen camino, pudo hacer el autor (no sé si pudo, debió, quiero decir), que los acontecimientos hurgando44 y sonsacando el ánimo del protagonista trajeran la ejemplaridad y la emoción estética que de Gedeón era en vano esperar.

Pero, nada de esto: ya dije que los tres amigos y co-reos de Gedeón son como él, ni más ni menos. Herodes, como Gedeón, es un celibatario camastrón que aguarda facilidad y momento   —212→   para las más bajas y prosaicas aventuras; que hasta en la misma Solita va a saciar sus torpes deseos, y que por fin muere arrepentido y contrito como muere el Buey suelto. Anás y Caifás parecen el mismo tipo con diferente nombre, y los dos parecen una segunda prueba de Gedeón. De modo que se ha ingeniado el autor de tal arte, que con tener a su disposición, cuatro solterones, sólo pinta uno, y ese tan singular45, tan desprovisto de ejemplaridad, a fuer de insignificante, que la mayoría, la inmensa mayoría de los solterones podrán darse por no apercibidos ni emplazados en el libro del Sr. Pereda. Otra cosa hubiera sido si, por fas o por nefas, de El buey suelto resultara, que en toda clase de vida, para todo carácter, el matrimonio es el estado mejor, y la soltería está llena de dolores y de achaques.

Si la acción es pobre, como decía, no peca menos de mal aliñada. Consta de tres jornadas la novela, y al principio de cada una el autor sale a las tablas a decir el prólogo; aunque bien mirado, la jornada primera, tan pesada y fría, no es más que un prefacio de toda la obra. Muchos lectores habrá que dejen el libro antes de doblar el cabo, antes de llegar al medio, que es donde empiezan a aparecer algunos seres, humanos o no; pero, en fin, interesantes. Adonis, el perro, es el personaje que comienza a dar algo de animación a la escena. ¡Pero antes! Las riñas de los criados, el cónclave de los solteros, las vulgaridades de la posada, los contratiempos de la fonda, los sermones del médico, ¡qué pesadez, qué 200 páginas tan largas!

El interés, el pequeño interés que en la obra existe, comienza desde la aparición del ratonero y dura hasta que el asma y la gota se agravan.

Desde la primera vez que Gedeón hace cama, el mezquino interés a que me refiero se acuesta también para no levantar más cabeza. ¡Qué horas tan largas pasa el lector junto aquel lecho de angustias...! Y luego el asma, la gota... ¡la gota serena!

Por lo visto los casados en llegando a viejos no tienen achaques, o de otra manera, el matrimonio se ha constituido como caja de retiro para los achaques de la vejez. Ya advierte el autor que el marido debe tener quince años más que la mujer; es claro, porque así cuando él tenga sesenta y cinco, ella con   —213→   sus cincuenta todavía podrá cuidarle. El amor entre los iguales, entre el joven y la joven es niñería, fuego fatuo, poesía, pura poesía: lo importante es la taza de caldo, la asidua asistencia. ¡Demonio!, (como diría el Sr. Pereda) esta moral de bayeta amarilla, no es moral, es un tratado de vendajes; cosa de hospital y de botica.

¡Ah, Sr. Pereda, el amor apasionado, el amor por el amor existe, lo han cantado los poetas, lo cantan los pájaros, y el sol, y los ángeles -según dicen- y lo canta Gayarre y mejor que todos; y el matrimonio, fatal, pero honrada consecuencia del amor con buen fin, puede seguir siendo amor y algo más y mejor que emplastos y cataplasmas, que afecto de clases pasivas, sol del invierno de la vejez! El matrimonio, como V. lo pinta, se ha hecho para los egoístas: según V. lo entiende, debieran ser los solterones, opresores y materialistas, los primeros en casarse; y eso precisamente es lo que V. prueba: Gedeón debió casarse a tiempo, es verdad; ¡pero mísera esposa de Gedeón! ¡Miserable esposa la de cualquiera que se case por las enseñanzas de El buey suelto! Pero en rigor yo no debía ya hablar de esto. Trataba de la composición desmañada de la novela, ¿por qué volví al punto de su enseñanza fallida? Por algo fue; porque lo que perjudica al arte, lo que daña al libro como obra bella, también perjudica al propósito del novelista. Nos quedamos sin interés y sin demostración.

Hablemos ahora un poco de la forma retórica y gramatical. El lenguaje de El buey suelto no es irreprochable; falta muchas veces precisión, acaso propiedad, y de aquí lo difuso y vago de muchos periodos; más se distingue en general por lo correcto el Sr. Pereda. Hace, sin embargo, alardes de provincialismos excesivos, y algunos son de los que no pueden tolerarse porque se oponen al carácter general de la lengua española y a las corrientes que sigue. El empleo del cual por el qué, la anteposición del pronombre de segunda persona te al de tercera se, cuando van juntas, y otras maneras de decir que se permite el autor, no deben alabarse porque van contra el uso y no tienen hoy la sanción del buen gusto ni de los buenos escritores. Cada vez que emplea un sustantivo, se cree el señor Pereda obligado a no repetirlo, aunque sea en los diálogos, en muchos renglones a la redonda, y de aquí el empleo de pronombres que hacen anfibológica la frase. Y lo peor es   —214→   que este prurito quita naturalidad, además de claridad en la locución, y en el diálogo hasta la verosimilitud.

Es muy cierto, a propósito, que dialoga bien el Sr. Pereda; pero a veces se regala el oído con sus diálogos, abusa de ellos, los escribe inútiles y prolijos contra las exigencias más inexcusables del interés, y con peligro de que la atención y la paciencia de los lectores se acaben.

El estilo, sin duda, es fácil, abundante la frase; pero ni por casualidad conciso; culpa de la falta de precisión de que antes hablaba. Bien está que el autor sea verboso; pero si habla por boca de sus personajes, se expone a que les tengamos por charlatanes. El estilo es el hombre; pero no así en El buey suelto, porque si tal fuera, allí no habría más hombre que el autor: Regla habla como le corresponde; el perro no habla, pero piensa como deben pensar los perros en su situación; todos los demás hablan como no piensan y como no debieran hablar. El doctor es el único que tiene allí derecho para hablar como... un doctor.

Resumen: el Sr. Pereda no es un novelista adocenado; sobre que El buey suelto no es la mejor de sus obras, aun en esta se adivina que el autor, más atento a lo que hace, será capaz de escribir libros muy aceptables.

Creo, con la opinión más común, que el Sr. Pereda sabrá siempre describir mejor que narrar; verá cuadros mejor que inventará planes; pero no por esto dejará de ser novelista: el citado Zola tampoco tiene la imaginación que es propia para la invención de argumentos interesantes por las peripecias, y sin embargo, es un gran novelista. No defiendo su talento como símbolo de escuela; admito la novela de invención y peripecias como la descriptiva en que se complace el realismo, y lógicamente prefiero la que reúne ambas ventajas: por ejemplo, los Episodios de Pérez Galdós, las novelas de Dikens46, etcétera, etc. Cultive el Sr. Pereda sin descanso, pero con esmero, el género a que su talento le ata, y no serán sus obras, como él dice, cada vez peores, sino todo lo contrario.

Y si esto lee, crea por Dios que más le convienen advertencias desinteresadas e imparciales que alabanzas exageradas y fumigaciones intempestivas.