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ArribaAbajoUn prólogo de Valera

No soy bibliófilo: no sé si existirá alguna traducción directa del Fausto en nuestra literatura; pero pienso que no, y esto mismo me han dicho personas que suelen tener buenas noticias en esta materia. Puedo dar, si no por seguro, por muy probable, que la traducción del Sr. English es la primera que se ha emprendido (y esto ya constituye un mérito) vertiendo directamente el original alemán al castellano. La edición es esmerada y lujosa; de un lujo a que no nos tienen acostumbrados los libreros españoles. Siete entregas van publicadas, y por ellas no es posible juzgar del conjunto de la traducción; pero sí de las cualidades de la parte material, por las que sólo plácemes merece la casa de los Sres. English y Gras, que con tal fuerza emprende sus trabajos editoriales. La versión es casi literal; no aspira, por consiguiente, al mérito de obra de arte como tal traducción; procura ser fotografía, y esto, en mi opinión, lo consigue.

A pesar de ser tan recomendables las ventajas de que dejo hecho mérito, la que supera a todas, la que hace de esta publicación un acontecimiento notable, es la siguiente: el libro lleva un prólogo de D. Juan Valera con este modesto título: Algo sobre el Fausto de Goethe; hablemos del prólogo.

Valera es la esfinge de nuestra literatura actual. No importa que él lo niegue, porque tal vez le parezca de mal tono ese   —216→   misterio psicológico en que se le envuelve, porque tal vez aspire a una postura sosegada, olímpica, serena, como la de Júpiter, o como la de Goethe.

Diga él lo que quiera, hablar de Valera es exponerse a no acertar. Que Valera es así, que es de este otro modo... siempre será exagerada cualquier afirmación.

Como decía D. Liborio el de Campoamor, Valera es un si es no es... todo. De lo único que no tiene pelo, es de tonto.

Ahora trata del Fausto de Goethe, y burla burlando hace la monografía crítica quizá más profunda y perfecta de cuantas se han escrito en España; donde, dicho sea de paso, este género de literatura no ha sido ni bien ni muy cultivado.

A Goethe le falta poco, acaso nada para haber merecido el fabuloso número de comentarios que ha tenido Dante; pues bien, entre tantos, ninguno de los que son dignos de estudio fue obra de autor español; Valera es el primero que publica entre nosotros algo acerca de Goethe, algo que valga la pena de leerlo.

Como Valera se basta y se sobra para sentir y sentir por cuenta propia, prescinde de todos los trabajos que han tenido análogo objeto, y nos dice lo que él piensa sobre Fausto y sobre Goethe, que es precisamente lo que queríamos saber; porque para conocer la opinión de Lewes, de Merimé, de Montegut, de Rosenkrank, etc., etc., no necesitábamos de Valera.

Siguiendo el ejemplo del diestro crítico, así como él ha prescindido de lo mucho que sabe de otros autores, voy yo a prescindir de lo muy poco que conozco en el asunto, y con esto libro al lector de la molestia de media docena de citas. Voy a decir sencillamente, qué me parece a mí de lo que le parece a Valera. Comienza nuestro literato por negar la posibilidad de una epopeya en los tiempos que corren. No soy capaz de apasionarme por el pro ni por el contra. Confieso ingenuamente que al ver hoy en tela de juicio tan importantes problemas como la espiritualidad del alma, la vida futura, la finalidad de la creación... y el derecho a la existencia, no puedo, materialmente no puedo tomar a pechos esas disputas escolásticas que consisten en nombres, bien miradas las cuestiones mismas. Si epopeya es algo como la Iliada, creo como el Sr. Valera que no se puede escribir ya epopeyas; pero si el Sr. Canalejas, y otros autores, extranjeros, que como él opinan, tienen   —217→   razón y cabe hacer una síntesis poética de una civilización, aunque sea por muy distintos procedimientos, claro está que la epopeya es un género posible todavía.

En lo que convienen Canalejas y Valera es en que el Fausto no es la epopeya de la edad actual; porque Canalejas afirma que la Comedia del Dante es hoy todavía la epopeya de nuestra edad, y Valera dice que nuestra edad no es susceptible de epopeyas. Sea todo por Dios y como Dios quiera. Que Goethe se propuso escribir algo por el estilo de eso que Valera afirma no ser posible, no cabe negarlo, y nuestro crítico no lo niega; por eso mismo encuentra más valor en el Fausto, porque sin ser lo que tal vez el autor quería, es, con todo, la obra poética más admirable de la literatura moderna.

Pero ¡ay de los poetas que sin el genio de Goethe emprendan imposibles por el estilo! En el doctor Faustino se burla Valera de esas pretensiones, figurándose al protagonista empeñado en la epopeya filosófica que tiene auroras y vislumbres del porvenir. Bueno que el doctor Faustino y el Sr. Henao y Muñoz se pongan en ridículo escribiendo poemas de ambos mundos; pero ¿quedarán también comprendidos en la conminación de Valera, Víctor Hugo con su Leyenda de los siglos, y algunos otros grandes poetas que escribieron poemas de esta índole? Yo me permito creer que no es sólo Goethe quien, sin acertar con la epopeya, escribió poemas muy notables.

Por muy breve que el autor del prólogo quisiera ser, es claro que algo tenía que decir del hombre antes de tratar del libro. Si empeñada es la controversia que existe respecto de las cualidades y defectos del Fausto, no lo es menos la que se ha entablado sobre el carácter del ilustre poeta. Goethe tiene entusiastas que aplauden sin reserva todos los actos de su vida; pero, en cambio, escritores muy notables no han ocultado cierta antipatía, respecto del hombre, no respecto del genio.

Chateaubriand pasó cerca de Goethe sin querer visitarlo (acaso tenía miedo de su presencia olímpica); Víctor Hugo, sin negar a Wolffgang su grandeza, le niega la calidad de hierofanta que concede a otros poetas como la suprema virtud; entre los críticos, no se diga, yo podría citar alguno, español y muy notable, aunque escribe poco, que no mira a Goethe con buenos ojos.

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Valera no podía ser de estos; como que mutatis mutandis Valera, en el carácter, se parece un poco a Goethe. Tiene el afán, como él, de saberlo todo, no por saberlo, sino por verlo en su imaginación de artista: Goethe contempla el mundo como un gran espectáculo, donde lo principal no es la materia misma el substractum47 de lo que sea, sino el scheinen, el aparecer. Sin embargo, en sentir de Valera, este modo de considerar el universo no hizo de Goethe un indiferente, un egoísta; natural, ante todo, no fue Goethe como los filósofos de la escuela de Fichte hasta el menosprecio de la realidad externa, sino que supo conservar, con estas grandes miras, los instintos más sanos y primitivos, la naturalidad en el sentir y el amor de la vida ordinaria, que suelen perder extraviándose muchos idealistas. En esto pienso que Valera tiene completa razón, y lo prueban los personajes que Goethe creó idealizando la realidad, procedimiento que viene a ser el resumen de su estética. Al disculpar los actos de la vida real de Goethe acaso nuestro crítico peca de benévolo, porque si se explica el abandono de Federica Brion, por ejemplo, no se justifica; y esta divina aparición en la realidad del arcángel, que deja atrás en belleza ideal a cuanto imaginó más tarde el gran poeta, es para su memoria una sombra, porque el perdón sublime de la resignada mártir en vez de borrar la culpa la agrava; cuanto más nos enamoramos de la hija del pastor, tanto más reprensible nos parece la conducta del amante. Acaso cuando tenga los años del Sr. Valera vea yo menos gravedad en esta clase de delitos; pero hoy por hoy, a pesar de la literatura escéptica que priva en este particular, Goethe no merece mi absolución (que tampoco necesita) para sus pecados de amor, porque no pecó por amar mucho, sino tal vez por amar poco. De todas maneras la discusión de esta materia es ocasionada a caer en sensiblerías cursis y la dejo a un lado. En la vida del gran poeta hay otros lunares que no se pueden desvanecer a fuerza de buena voluntad.

Por ejemplo, la conducta de Goethe respecto de Fichte, deja mucho que desear. A lo sumo aceptaré la explicación figurada que nos da Heine. Goethe, dice, era en la corte de Weimar como uno de esos dioses muy grandes que caben en templos muy chicos, porque están sentados: si se levantaran romperían la techumbre con la cabeza. Comprendiéndolo   —219→   así Goethe no quiso levantarse y consintió que Fichte fuese maltratado como ateo, enemigo del Estado.

Valera va, sin duda, más lejos de lo necesario en su panegírico de Goethe; pero tiene el acierto de no disculpar al poeta fraguando teorías morales ad hoc; rechaza, por tanto, esa hipótesis estético-moral, según la que el genio es tal vez una enfermedad y necesita otra esfera moral muy diferente de la moralidad que sirve para el vulgo de los mortales. El buen instinto de Varela se revela contra semejante teoría, que no ha dejado de ser defendida por talentos muy notables.

Acaso en nuestra patria no falte quien en calidad de genio, se permita ciertos abusos de confianza con la moral estricta, que digan lo que quieran es igual para todos.

Sin embargo, Valera aunque siga al sentido común, no puede menos de ser original, y sienta una teoría muy verosímil para disculpar a su modo a los poetas que no son todo lo buenos que debieran. Dice que el poeta, como el orador, ha de ser vir bonus, que nadie expresa bien lo que no siente en realidad; pero añade que lo que falta a veces a los poetas es la constante y perpetua voluntad de ese bien. Tiene razón; pero esto no sólo les pasa a los poetas: ser buenos de intención hasta el momento en que más se necesita esa bondad, les sucede a muchos; el caso no es sentir el bien y amarlo: la verdadera fuerza moral está en resistir la tentación.

Pero dejo ya las consideraciones de Valera acerca del autor del Fausto. En el próximo artículo veremos lo que el autor de las Ilusiones opina de la obra maestra de Goethe.

Por hoy concluyo dando la enhorabuena a nuestra literatura porque se ha enriquecido con una obra que, siquiera sea de reducido tamaño, es profunda y notable, por pertenecer a un género apenas cultivado en España.

* * *

Son estas obras del genio que se llaman La Iliada, La divina comedia, El Quijote, El Fausto, medida del progreso de nuestras más altas facultades; en estos dechados del arte hay mucho más de lo que puede ver cada cual en las distintas circunstancias de la vida: son, como la naturaleza, un libro abierto en que puede leer cada edad y cada hombre páginas muy distintas. ¡Qué diferente impresión la que produce el   —220→   poema de Goethe, por ejemplo, allá en la adolescencia, la edad triste, de la que causa al joven vigoroso de espíritu, que lucha contra los vanos sueños por un lado, y por otro contra la invasora prosa de la vida vulgar y mezquina que nos asedia, y al fin casi siempre nos conquista! Profundos sarcasmos, lecciones de experiencia dolorosa, gritos de desesperación; todo eso lo mira el adolescente sin entenderlo, aunque piensa que bien lo entiende y penetra; confunde con su vaga tristeza, que no tiene motivo a no ser el presentimiento, aquella tristeza del sabio aburrido y hastiado que se queja de heridas reales y palpables. Después el joven, que siente como una voluptuosidad misteriosa, espiritual, casi mística, la fortaleza del ánimo, desdeña la abdicación de Fausto, y sólo vuelve a tenerle en estima cuando se arroja a vivir en todos los espacios y en todos los tiempos, a agotar el vivir pensándolo todo, sintiéndolo todo. Y dicen que pasada la edad de la fuerza, al declinar la vida, el drama de Fausto adquiere a los ojos del lector más profundo sentido, y que se ve en aquella primera escena de la primera parte el triste compendio de la existencia invertida en vanos afanes, en trabajo infructuoso; muere la fuerza y no muere el deseo; lo que se desdeñó por vulgar y perecedero, se busca y ansía como si fuera bien infinito.

El Sr. Valera, que ya no es joven y que es sabio, como Fausto, comprende toda la verosimilitud de aquella venta del alma que Fausto entrega al demonio, sin miedo, porque Mefistófeles es un diablo de baja estofa que no puede arrastrar consigo, para siempre, un espíritu como el de Fausto. Lo que sí puede es distraerle, sonsacarle y hacerle perderse por tiempo en el laberinto de la vida sensual, limitada por estrechos horizontes. La interpretación que da el Sr. Valera de las relaciones entre Fausto y Mefistófeles, me parece ajustada al pensamiento de Goethe y sumamente ingeniosa. Es la verdad, y hasta los economistas hablan de esto, que las recompensas que suele encontrar el sabio en la vida, no corren en el mercado como moneda de ley, y no hay que culpar de tal desgracia a la sociedad, que vive como puede, ni al libre cambio, ni a la concurrencia especialmente: es que los sabios, abstraídos con sus meditaciones, no saben lo que más falta les hace, que es vivir: pues bien, Mefistófeles es la sagacidad artera, el espíritu mezquino del negocio y la trampa, es un diablo de   —221→   mundo, por decirlo así, que puede enseñar al doctor todas las socaliñas y malas artes que son indispensables en este valle de lágrimas para vivir con la gente. En cuanto Fausto vuelve a las andadas, a las aspiraciones ideales, a los ensueños metafísicos, Mefistófeles no le entiende; en lo que le sirve maravillosamente es en la intriga, es su trotaconventos; diablo rufián, no entiende para qué Fausto quiere visitar la región de las madres, y en cambio, en la Valpurgis demuestra que está entre los suyos, que aquella vida del sábado, del aquelarre, es su elemento natural y propio.

Con razón se extasía el Sr. Valera ante la imagen de Margarita, la más hermosa criatura de Goethe, y acaso de la literatura moderna.

Margarita es el triunfo de la burguesía en el arte; de la clase media de la poesía, si vale decirlo en estos términos. Tomada de la realidad, de la vida que parece más prosaica y vulgar, Margarita es, sin embargo,


«[...] el tipo de ideal belleza
que flota en las entrañas como un sueño».



Sus primeras palabras en el poema, que tan bien traduce el poeta italiano en aquella frase:


«Io non son damicella
ne bella [...]».



ya la rodean de un aroma misterioso y dulce de violeta... Su modestia y su honestidad le parecen al diablo murallas casi inexpugnables; y esto mismo es incentivo para Fausto, que hasta en sus devaneos necesita algún objeto digno de su ambición. Goethe ha idealizado a la menagere, que dicen los franceses, a la mujer de su casa, que decimos nosotros; ya es anuncio de esta apoteosis aquella frase del estudiante: «la mano que el sábado coge la escoba es la que mejor os acaricia el domingo». Margarita cuenta a Fausto sus quehaceres: «tenía una hermanita que se murió»; daba mucho que hacer, ¡pero ella la quería tanto!...

Sí, bien hace el crítico español en estimar como lo mejor del Fausto la creación de Margarita; de este episodio del poema, que mejor dicho es el principal asunto de toda la primera parte, se deriva una literatura completa, que muchas veces ha degenerado en la trivialidad y en la prosa menos artísticas;   —222→   pero no por culpa del genio que supo mantener esta realidad de todos los días en la región de las ideas eternas.

Admito de buen grado la teoría estética, que se ha confundido muchas veces con el realismo, de la idealidad de lo real.

Si Platón dudaba que para ciertas nociones de objetos ordinarios hubiese correspondientes ideas, contradigámosle enhorabuena, y admitamos que lo ideal, como el éter, lo penetra todo, y en todo se puede ver cuando se sabe mirar; quizá por el contraste de la apariencia humilde y del fondo bello nos seducen más las obras de arte que, como el Divino Maestro, ensalzan a los que se humillan; pero no nos apasionemos por este extremo cerrando de este modo los ojos a otros horizontes de la belleza.

Se ha negado por muchos a la segunda parte del Fausto el mérito que en la primera todos reconocen, y se le ha negado, porque así como antes Goethe se mueve en el mundo real, en este segundo vuelo llega a lo ideal directamente y lo trae a la realidad individual del arte por medio de la alegoría y el símbolo.

El Sr. Valera, aunque no oculta que su literatura predilecta es la que se conserva fuera del brutal realismo, pero tratando objetos de la realidad finita, tangible, sabe, sin embargo, considerar el mérito posible de otras esferas no menos legítimas en el arte, y ateniéndose con su buen sentido de hombre de talento al to meson de Aristóteles, y despreciando los extremos a que se entregan ciertos espíritus mezquinos, admite la belleza de la alegoría y de los otros procedimientos artísticos, propios para la representación literaria de la belleza ideal, no abstracta, como suele decirse equivocadamente.

En la segunda parte del Fausto no hay esa profunda filosofía que han querido encontrar los fanáticos de Goethe; ni debía ni podía haberla.

Hay, sí, un sentido filosófico, una tendencia ideal, y esto legítimamente, sin que por ello decaiga la obra ni mucho menos deje de ser artística, como ha supuesto algún crítico que más sirve para promotor fiscal que para crítico.

Según esa crítica que sólo quiere en el arte caballeros andantes si llevan camisas en la maleta (según el consejo del castellano de la venta), sobra de hoy más en la poesía toda representación de lo invisible, de lo infinito y eterno. Adiós   —223→   poesía religiosa, adiós odas y elegías de los profetas, cantos del Mahabarata, y todo lo que eleve el alma sobre la materia y lo finito. Este positivismo de perro rabiado que se apodera en nuestros días de algunos señores que no queriendo discurrir niegan las facultades más nobles del hombre, este positivismo-anemia ha invadido el arte a última hora y causará grandes estragos si no se le va a la mano. Había dicho el positivismo francés que es superficial, pero no tanto como el nuestro, que la metafísica llegaría a ser pura poesía; pero aquí lo entienden de otro modo y ni para el arte les sirve lo ideal, lo que se levanta sobre sus cortísimos alcances. Este positivismo ya no admite lo eterno femenino, por ejemplo, y en punto a femenino se queda con la planchadora de su casa, que no es eterna, pero es real, palpable, en una palabra, positiva. Lo más triste en el nuevo propósito no es la extravagancia, pues mayores las ha habido, es la pobreza del intento, que acusa la pobreza de las facultades, un cansancio prematuro, una atrofia censurable.

Viene todo esto a cuento, porque ayer mismo un órgano de ese positivismo de candil decía que ni en el Fausto de Goethe, ni en el Manfredo de Byron, ni en el Ahusverses de Quinet, ni en El diablo mundo de Espronceda existía el arte verdadero. Y ¿por qué no decir lo mismo de la comedia del Dante y de todo el arte alegórico derivado de aquella epopeya?...

Quédese esto aquí, porque fuera descortesía para con el señor Valera tratar con más despacio este punto incidental; pero el autor del prólogo al Fausto me perdonará esta indignación episódica, comprendiendo su justicia. Si el crítico ha de seguir en sus juicios tan sólo sus aficiones pasajeras (hijas quizá de su mediano gusto y cortos alcances) y sentarlas como dogmas estéticos, ¿en qué abismo de vanas disputas va a caer ese ministerio, que no diré que sea sagrado, pero que al fin es respetable?

Aprendan del Sr. Valera todos los que tengan determinadas preferencias, a sacrificarlas en aras de la verdad y de la justicia; y si quieren una receta, también estudiada en la conducta del Sr. Valera, oigan esta, que vale por cualquier otra: pocas teorías inventadas de sopetón y a gusto del fabricante, mucho respeto a la tradición del gusto, que es acaso la que le merece mayor entre todas las tradiciones, y sobre todo... versate   —224→   mane, etc., etc. ¡Pero qué se puede esperar de quien hace alarde de no saber... ni latín! El Sr. Valera, que conoce los clásicos y a los modernos, que ha vivido con la imaginación en todos los mundos del arte, que sabe la parsimonia con que se debe hacer uso de las teorías estéticas de última hora, y cuán malas suelen ser las exclusivas, jamás escribirá críticas por el estilo de las que censuro; y en cambio, no tiene más que mover la pluma para producir trabajos tan notables en este género difícil de la estética aplicada, como el prólogo de que he hablado, cuya lectura aconsejo a mis lectores.



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ArribaAbajoPequeños poemas

(Campoamor)


Juan Pablo Richter, el gran humorista alemán, digno de ser popular en todos los países, tenía la pasión de lo pequeño, de lo olvidado, de lo insignificante a los ojos vulgares: buscaba entre las cosas relaciones ocultas y extrañas, que para su delicado sentimiento tenían un valor que los demás no comprendían; y para saciar esta pasión, para cumplir esta como misión que se había impuesto, adoptaba procedimientos singulares, de que sus biógrafos nos dan cuenta.

Juan Pablo apuntaba en un libro de memorias las más heterogéneas noticias sobre asuntos sin importancia aparente; noticias inútiles, y, sobre todo, desordenadas e incoherentes para cualquier profano, pero que servían al autor de Los papeles del diablo de primera materia, que su ingenio sin par trabajaba cuidadosamente en obras como Fibel y Levana.

No era esto sólo: describe una ilustre escritora alemana en Los últimos amores de Richter, la vida casera del poeta de Beireuth y las rarezas con que adornaba su gabinete de estudio: en él tenía, en un gran cofre, una especie de arca de Noé, pero en la que sólo alimentaba a los animales que suelen inspirarnos repugnancia o desprecio: arañas, moscas, ratones, etcétera. No era un naturalista ni un miembro de sociedad alguna   —226→   protectora de animales: las moscas le servían para alimentar a las arañas, y a todos aquellos bichos los cuidaba con regalo, y ponía en ellos no pequeña parte de sus amores, que abarcaban cuanto hay en la naturaleza.

Con no menor esmero guardaba y conservaba Juan Pablo, cual si fuera ricos tesoros, colecciones de objetos, inútiles ya, de la industria humana: tapones de corcho, botones viejos, clavos rotos, etc., etc.; y tampoco hemos de atribuir a tan grande hombre la pasión vulgarísima de los coleccionadores de sellos, cajas de fósforos, etc. Sin afectación, con verdadero interés, por motivos legítimos que en todo su valor sólo el mismo Richter podía apreciar, ocupábanle tales cuidados, y decía que nada de cuanto crió la naturaleza, ni de cuanto trabajaron el ingenio y la mano del hombre, merecen el desprecio y el olvido; que agotada la utilidad inmediata de un objeto, no se extinguía su valor intrínseco, y que los esfuerzos de discurso, y los sudores materiales que cualquier artefacto costaba, en él vivían y le daban la dignidad imperecedera de ser obra humana.

Este mismo afán y tendencia que respecto a los objetos materiales determinaban en el poeta tal conducta, producían análogos efectos en las relaciones morales, que él sentía y comprendía con delicadeza que llamaré infinitesimal, porque llegaba a deslindar diferencias y contrastes, y a ver circunstancias y analogías allí donde sentidos más groseros, los de casi todos los hombres, ya nada distinto y claro veían.

El optimismo de Richter, mucho más profundo y prudente que el pesimismo de otros filósofos y poetas, tenía acaso su fundamento, no sólo en ver la armonía de las cosas, sino en contemplarlo todo realzado; lo grande, porque lo era, a primera vista, y lo pequeño, porque bien mirado le parecía grande. Sin esto, muchos rasgos del genio extraño de Richter no tienen explicación racional, y con esto se explica el encanto, acaso sin igual, que producen ciertos pormenores de sus obras inmortales...

Viene todo ello a cuento, porque pienso poder demostrar que el ingenio de Campoamor, el carácter de sus pequeños poemas tienen, no vaga analogía, sino parecido bien señalado con el genio y las maneras de sentir y escribir de Juan Pablo. En muchos respectos, es claro que existen muchas y bien   —227→   claras diferencias; pero bajo el punto de vista a que contraigo la semejanza la creo innegable. Y no la saco a relucir por capricho, sino porque me sirve para explicar a mi modo lo que yo entiendo que son los pequeños poemas.

Si se me pide una definición técnica me guardaré bien de darla: no creo que la ciencia de la literatura haya llegado a deslindar los campos de la poesía de modo real y evidente, y en el terreno movedizo de las abstracciones y de lo opinable no vale la pena de buscar lo que cumplidamente sólo puede ofrecer y darla ciencia... cuando pueda.

Pero otra cosa es señalar caracteres de la poesía que con tanta fortuna cultiva Campoamor, caracteres que den idea aproximada del objeto.

Para mí, los pequeños poemas son la poesía de lo pequeño; de lo pequeño a los ojos de los distraídos, del vulgo, de los poco delicados.

Campoamor ha hecho en los pequeños poemas lo que Richter en su arca de animalitos y sus colecciones de objetos inútiles; y para que la semejanza sea más clara, también Campoamor hace de sus poemas libro de memorias en que deja consignadas multitud de noticias de todos los órdenes, máximas, verdades científicas, etc., etc., que va recogiendo en su experiencia de la vida y de los libros.

Así como para Richter hay relaciones ocultas, como subterráneas, entre ideas y objetos que parecen los más heterogéneos, para Campoamor existe también un mundo de relaciones misteriosas entre lo real y lo ideal, lo sublime y lo pequeño, lo poético y lo prosaico, hasta entre lo bueno y lo malo; relaciones que le obligan a buscar una prosa poética para sus versos, a tomar frases y conceptos de los autores más ajenos acaso a la poesía, y a buscar para sus poemas argumentos que a un público mal preparado podrían antojársele materia baladí, indigna del poema. Los traductores, que no suelen ser hombres de genio, se quejan de las dificultades que presenta una versión de Richter, porque a veces se traducen ideas y frases que parece mentira que hayan estado en la intención del poeta. A Campoamor, a pesar de su estilo terso y bien claro, le pasa algo parecido: muchas veces, si no se sabe leer mucho entre líneas (y casi siempre con el corazón) no se le entiende del todo. Voy a poner ejemplos que prueben esto,   —228→   y además lo principal de mi tesis, a saber: que el pequeño poema es la poesía de lo pequeño, en el sentido que ya Vds. saben, lo pequeño reivindicado, dignificado; lo pequeño que no lo es aunque lo parece.

Antes debo advertir que yo no admito más pequeños poemas que los de Campoamor, que son la manera de un genio, no un género de notas y caracteres comunes que pueden convenir a obras de autores distintos. Todo género literario se determina por la forma, por el modo de la producción; los pequeños poemas son de distinta forma: ya dramáticos, ya lírico-dramáticos, épico-líricos, etc., etc.; el que quiera definirlos como género, no podrá menos de caer en confusiones; pero si no se miran como géneros, si se atiende al fondo, que es el modo de la inspiración, la manera, no ya de producir, sino de concebir, sentir y fantasear del autor, es posible fijar, un tanto aproximadamente, la naturaleza de los pequeños poemas. Ahora bien, si en los veinte poemas de Campoamor existe esa poesía de lo pequeño en el sentido repetidamente indicado, será muy probable que hayamos dado, por lo menos, con uno de los caracteres distintivos; que no pretendo yo otra cosa.

El Tren expreso, en mi juicio el mejor de los veinte poemas48, es ni más ni menos, aparte la descripción magnífica que le sirve de fondo (en sentido pictórico), la expresión poética de lo que llamaba un autor francés «los amores al minuto», que nacen como quiera, cuando quiera, donde quiera, que parecen fuegos fatuos, chispas eléctricas, nonadas, y que sin embargo de su aparente insignificancia dejan en el corazón profunda huella. Al mismo Campoamor le he oído interpretar de este modo el sentido del Tren expreso, y aunque él no lo explicara, bien claro lo dice el poema.

Y ¿qué es esto sino lo pequeño moral, que sólo es pequeño para el vulgo? El beso de Paolo y Francesca, no como aparece desleído en el drama de Silvio Pellico, sino como nos lo pinta Francesca cuando dice:

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    «Questo que piu di me non fia divisso
la boca mi baccio tutto tremante...
Galeotto fu il libro è chi lo scrisso!
Quell giorno piu non leggevammo avante
[...]



es la expresión de un amor al minuto como el amor del Tren expreso; para el vulgo estos amores son poca cosa, no para Campoamor que siente


en Cádiz repercutir
un beso dado en Cantón.



Dichas sin nombre es un corolario (perdonad, si podéis, la palabra) del Tren expreso; la inglesa que el autor conoció en la quinta de Pombal fue para él tan poca cosa que ni de su nombre se acuerda; y sin embargo, después de mucho tiempo, aquel amor de una tarde repercute y Campoamor desea saber cómo se llamaba aquella mujer


    «Que en los labios tenía, aunque era inglesa,
los mortales perfumes del Oriente».



En La novia y el nido la perspicacia ingenua de una niña adivina secretos del amor de los grandes por los amores de los pequeños, de los pájaros. Si Isabel fuera otra y no una criatura de Campoamor, no se pararía a contemplar lo que hacen las golondrinas, ni a comparar sus amores, que para tantos pasan como si no fueran, con los que suelen tener las personas.

El dejarse besar, ¿es malo o bueno? Este es el gran problema que puede parecer una niñería a cualquiera que oiga semejante pregunta de labios de Teodora que tiene diez años; pero que al cura del Pilar de la Horadada49 (un pequeño muy grande) le parece problema insoluble.

Dulces cadenas es la historia de un canario a quien Jacinta, el día en que se casa, da libertad; la estrechez de una jaula le parecía poco a Jacinta para la felicidad de un ave y le regala el infinito espacio; pero el canario, después de volar en la inmensidad,


    «Con el miedo que da lo indefinido,
halló en la claridad algo de oscuro»,



y volvió a morir en la ventana, cerca de su prisión estrecha, donde hubiera sido feliz toda su vida. La tesis, ¿pudo estar   —230→   mejor formulada? Un rincón, una cárcel puede ser mejor espacio que el universo entero para quien amó y vivió en tan estrecho albergue.

La historia de muchas cartas es todavía un ejemplo poético de lo grande que es lo pequeño.

Dorotea se muere por lo que nadie creería, porque no viene el cartero; y su novio es un asesino, aunque nadie lo creyera, porque tiene pereza de escribir una carta, que siempre deja para mañana.

¿Por dónde viene la muerte? Prieto cree que sólo por la humedad y el frío; de ningún modo por las niñerías de los ensueños juveniles, y, sin embargo, Eugenia se le muere de amor; ¿de amor a quién?, a nadie: es decir, se le muere por nada. ¿Habrá cosa más pequeña?

En el Quinto no matar, Campoamor nos ofrece la historia de una niña horrorizada por la muerte de un ave, de que le acusa la conciencia. ¡Qué cosa tan pequeña para los hombres! Pero ¿quién sabe lo que será ese crimen para un ángel, esto es, para una niña?

¿Y qué es la Calumnia? Una cadena de infortunios, originados de un pecado que el mundo llama venial. Entre el azar, y la malicia, y el descuido, dan impulso a un poco de nieve que después se convierte en avalancha: aquí lo pequeño es grande, pero no para el bien, sino para el mal. La misma tesis de otro modo.

* * *

Lo mismo que se nota en los poemas mencionados se echa de ver en La lira rota, El trompo y la muñeca, Las glorias de los Austrias, Los amores en la luna, Las flores vuelan, El amor y el río Piedra, etc.

Ginés Briones, el trovador de La lira rota, toca el guitarrillo, y cuando él sueña con la gloria, una moneda arrojada de una ventana viene a destruir todas sus ilusiones, corta su carrera rompiéndole el instrumento, y le hace volverse a su tierra, donde muere de cansancio, de hambre y desesperado. Lo pequeño del asunto no oculta el interés del fondo; lo que suele ser el accidente en el destino de los hombres, está simbolizado, en el guitarrillo de Ginés Briones.

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Es La lira rota uno de los mejores poemas de la colección, y en él, como en pocos, aparece determinada con toda claridad la manera predominante de nuestro poeta; trata en pequeño la materia más importante: ve en un niño, músico ambulante, el destino de muchos genios que no llegaron a brillar en el mundo, porque la casualidad les rompió la lira, o lo que fuese.

El trompo y la muñeca demuestra cuánto influjo tienen en toda la existencia las pequeñeces de la infancia. Lo que no puede un sacerdote que tiene a su disposición el arsenal de la fe y de la moralidad, lo puede el juguete de una niña. Siempre lo grande en lo pequeño.

¿Y La gloria de los Austrias? El emperador Carlos V se llega a ver prisionero, por una noche entera, de un mísero aldeano. ¿No es este contraste de lo grande y lo pequeño, venciendo lo pequeño a lo grande por el poder de las circunstancias, una prueba más de que es acertada la observación que vengo confirmando?

Los amores de la luna, también poema de los que están en primera línea, es otra variación sobre el tema de la importancia que tienen en el destino humano los ensueños, las vagas aspiraciones que el vulgo toma por lo más vano de la vida. Una reina y un santo, sin perder de su grandeza, ponen sus amores en la luna, y fijan en estos amores50 toda el alma.

La flor que va de mano en mano, y vuelve a la de que salió primero, es el desengaño que hiere de muerte el corazón de un poeta que vivía de ilusiones; aquí, como sucede en la vida, lo accidental, lo que parece insignificante, es cifra de todas las enseñanzas amargas que nos reserva la vida. Por eso Las flores vuelan confirma el aserto repetido.

En El amor y el río Piedra falta, en mi opinión, la unidad de fondo, porque el desastroso fin del desertor y la molinera no es consecuencia necesaria de la intención que se observa en la primera parte. Y, sin embargo, también encontramos la pequeñez del tiempo, de los minutos, influyendo en la suerte de los desgraciados amantes de manera decisiva. Un indulto que llega un momento después: este es el argumento de la triste leyenda.

Pesada habrá parecido, y con razón, esta prolija revista, que aún podría prolongarse, pero ha sido conveniente para hacer   —232→   ver que no va descaminado el que considera predominante en los pequeños poemas esta manera del humorismo, que consiste en buscar la grandeza de lo pequeño.

Recordarán Vds. que había establecido más arriba una semejanza entre Richter y Campoamor; pues ahora añadiré semejanza a semejanza. Campoamor, como Juan Pablo, se ha creado una poética especial, una estética a su imagen, según puede verse en el prólogo discretísimo que acompaña a la colección de los poemas. Yo admito esa poética, si no es exclusiva: para razonar los procedimientos del autor la juzgo excelente; pero no la juzgo por irreprochable si se trata de otros autores y de otros procedimientos. La sencillez en el decir casi rayana de la prosa, como Campoamor la quiere, está bien en sus pequeños poemas; pero sería ridícula en obras de otra índole.

Lo que no está bien en ninguna parte es el desaliño convertido en dogma. Campoamor, que es poeta de veras, que no necesita recurrir a las abstracciones de la poesía en prosa para defender la inopia del ingenio, porque no padece tal inopia, debiera desterrar de sus poemas ese cúmulo de consonantes vulgarísimos, esas asonancias molestas y esos giros prosaicos (los adverbiales y las oraciones de gerundio, en que tan lamentablemente abunda) que en nada favorecen a sus poesías, por más que prueban la firmeza de convicciones del autor.

Mi ilustre amigo afirma que él puede escribir, sin cambiar los consonantes, versos que encierren pensamientos distintos. Yo le aconsejo, si no es osadía, que en vez de cambiar los pensamientos, cambie los consonantes. Estas no son pequeñeces, Sr. Bremon, digo, Sr. Campoamor, son exigencias de la lógica poética y musical que también existe; no es ley arbitraria la de que el verso debe terminar con la palabra principal de la oración, no con las accesorias, aunque esto no sea precisamente puñalada de pícaro: tampoco es ley arbitraria que las muchas oraciones de subjuntivo, las de gerundio y las demás accesorias de conjunción adverbial51, son poco a propósito para la poesía.

Conste que no son estas menudencias insignificantes, pero no insistiré en ellas por más tiempo.

Dice también el Sr. Campoamor que sus poemas son dramas, que toda poesía debe encerrar lo esencial de lo dramático.

  —233→  

Pues bien; yo creo siempre, con la humildad propia de mis años y del pito que toco, que ni sus poemas dialogados ni otro alguno tienen del drama lo esencial, sino las apariencias.

No es lo esencial del drama que el poeta no tome la palabra: en los dramas de Shakspeare, que no pueden ser más dramas, el autor, disfrazado o no, sale a veces a decir el prólogo; el caso es que cuando los personajes se presenten no sean símbolos de las ideas y sentimientos del autor, sino copia poética de la realidad; esto es, de la verosimilitud. Legítima es la poesía en que esto no sucede, pues el lirismo, sin dejar de serlo, puede recurrir a las formas dramáticas, y así sucede en algunos poemas de Campoamor; pero no se diga que se conserva lo esencial de lo dramático. En los pequeños poemas, lo mismo los personajes que la trama del argumento (que sería siempre mala a considerarla en calidad de drama), son como fórmulas de un álgebra poética, escogidas para exponer las ideas del autor, como pudieran haber sido empleadas otras. Cualquier argumento, cualquier personaje de Campoamor interesa mucho más por lo que da a entender que por sí mismo52. El que mirase los poemas de que trato bajo el aspecto esencialmente dramático, tendría que encontrarlos falsos, inverosímiles, sin interés, mal compuestos... y, sin embargo, son bellísimos casi todos. Prueba de que esto es cierto, lo tenemos en que los poemas que Campoamor ha llevado a la escena, aunque muy buenos, como obras de Campoamor, no obtuvieron el buen éxito merecido, porque el público, con derecho, los consideró como dramas.

Dice el Sr. Campoamor que acaso no vuelva a escribir más pequeños poemas. Yo lo sentiré mucho; pero como confío más que en la bondad intrínseca de esa forma, que se ha llamado género, en el ingenio del autor, me resignaré a no ver nuevos pequeños poemas, con tal de que el inventor discurra otra cosa. Comprendo que después de componer veinte obritas por el estilo, el autor tema los peligros inherentes a tal manera de escribir: los personajes simbólicos se hacen fácilmente fríos; la antítesis constante entre la forma ligera y el   —234→   fondo trascendental, que algunos dicen, llega a parecer amanerada. Hay algo de artificio en el pequeño poema, algo que no excluye la belleza, pero que al cabo nos obliga a echar de menos la naturaleza como Dios la hizo. ¿Querrá creer V., Sr. Campoamor (no va a querer) que encuentro más naturalidad y más sencillez en algunos versos de Garcilaso y de Fray Luis, a pesar del Petrarca y de Horacio y del Oriente, que en algunos pasajes de los Pequeños poemas, donde sus candorosas niñas de V. hablan con los pájaros?

De todos modos, la sencillez paradisiaca a que V. parece que aspira es imposible, sobre todo para quien, como el Sr. Campoamor ha vivido tanto. Cuando V. coge en brazos al hijo del Sr. Pidal o a cualquiera de esos angelitos con faldas que usted trata, me hace temblar con las cosas que les dice; parece usted un Schopenhauer jugando al trompo. Esos niños no pueden entender que en el fondo de su humorismo escéptico, al parecer, hay un optimismo alambicado, que es el que le hace a usted presentarse en todas partes risueño y bondadoso.

¡Así es la tierra, y ¡ay!, así es el cielo!



dice V. en alguna parte; pues eso es ser creyente de una manera muy singular. Creer en el cielo y empezar a quejarse de él sin haberlo visto es ser pesimista, diga V. lo que quiera, y pesimista de ultratumba, que es más grave. Todo esto, señor Campoamor, es pura broma. No soy de los que creen a los poetas por lo que dicen en los versos. Ya sé que es V. buen cristiano. Dios se lo conserve. Dignos de lástima son los que no creen en prosa.

No sé si habré dicho algo que no le guste. Delo V. por borrado. Lo que juro es que los Pequeños poemas son de lo mejor que se ha escrito en España en lo que va de siglo. Pero nadie los mueva.



  —[235]→  

ArribaAbajoMarianela

(Pérez Galdós)



- I -

¿Se acuerdan mis lectores de Mignon, la de Goethe, la amiga, la hija adoptiva de Guillermo Meister? De fijo que sí; y todos tendrán53 presente que su nariz era bella, pero la boca demasiado cerrada y estrecha para una niña, en quien el desarrollo del cuerpo parecía reprimido por una mano de hierro. ¡La pobre Mignon!, cuyos años nadie había contado, y que al preguntarla Guillermo, ¿quién era tu padre?, contestaba: ¡El diablo mayor ha muerto! Figura inmortal en la literatura moderna, belleza misteriosa, creada por el corazón de Goethe, que era, dígase lo que se quiera, tan grande como su genio.

[...]

Una noche, Teodoro Golfín, famoso oculista, se perdió por los campos buscando las minas de Socartes, allá no lejos de los cerros, detrás de los que está Ficobriga, la patria de Gloria. Para guiarle en su camino encontró al cabo a un ciego, Pablo, y después a su lazarillo, Marianela, que cantaba en la oscuridad canciones monótonas y tristes, pero que tenían un encanto particular.

¿Quién era Marianela? ¿Qué cantaba Marianela? Yo creo que, sin saber cómo, debía cantar aquello de ¿Kennst du das Land wo die Citronen glhunn? que era la canción de la Marianela alemana, de Mignon inmortal.

  —236→  

Marianela y Mignon se parecen, miradas con cierto cristal, como dos gotas de rocío; pero al que quisiera, con malicia, suponer que Pérez Galdós había recordado a Goethe al idear a Marianela, se le podría probar, confrontando los textos, que Mignon y Marianela son dos tipos distintos, que necesitan respectivamente, para ser creados, un genio original que los produzca. Parecerá esto una paradoja al que no piense en ello de buena fe, pero no al que medite y sienta. En el fondo humano está el parecido, no en la labor artística: si Mignon os hace sentir y llorar, casi sin saber por qué, como hace Goethe llorar tantas veces, Marianela os enternece con análogas emociones, que también Pérez Galdós tiene esa vara mágica, privilegio de tan pocos.

Nadie dirá que Miranda, la de La Tempestad de Shakspeare, y Segismundo de la Vida es sueño son parecidas creaciones; y sin embargo, cuando Segismundo encuentra a Rosaura y cuando Miranda encuentra a Fernando, el amor del salvaje, mezclado de admiración supersticiosa, en los dos se despierta lo mismo, y Miranda y Segismundo se parecen en aquel momento. Cuando el príncipe de Polonia exclama:


    Con cada vez que te veo
nueva admiración me das;
y cuando te miro más
aún más mirarte deseo,



¿cómo no recordar a Miranda?, que al ver a Fernando dice:

«¡Ah, qué veo! ¿Es un espíritu? Dios mío, cómo mira alrededor. Señor, creedme que es una noble figura. Pero... ¿es un espíritu?».

Estas semejanzas están en el alma humana, y las reminiscencias poéticas, quizá puramente subjetivas, personalísimas, que despiertan algunas creaciones del genio, lejos de ser en mengua de su originalidad, acrisolan el mérito de su obra.

No, Marianela no conoció a Mignon; pero es otra Mignon, es la Mignon de Pérez Galdós; como el Adán mejicano, sin saber del asiático, se le parece en todo.

Humíllate y te ensalzaré, dice el Evangelio, y esta vez ha cumplido su promesa con Marianela. Del polvo colorado de una mina creó Pérez Galdós el cuerpo de Marianela, raquítico y feo, tal vez con alguna gracia que sólo un espíritu penetrante   —237→   pudiera descubrir; pero a este cuerpo unió un alma bella, apasionada y soñadora.

Una mujer que sueña, es una mujer que piensa de la manera más natural de pensar en las mujeres. Marianela es soñadora como Gloria; pero esta posee la religión cristiana, sólida e ilustrada, no tiene que luchar con la ignorancia; es hermosa y querida por hermosa, no tiene que luchar con la naturaleza. Sus combates son de otro género: lucha con la fatalidad del fanatismo. Marianela es una pagana porque los hombres no la han enseñado la religión del espíritu, y los árboles, las praderas, las flores, los torrentes, el cielo con sus estrellas y con su sol le han enseñado la religión de la naturaleza. Para Marianela las flores son las miradas de los muertos antes de subir al cielo; y después que suben miran con las estrellas. Su madre, que se arrojó a una sima, allí vive todavía en su opinión, y a conversar con ella va Marianela al borde de la Trascava.

Cualquiera que haya vivido en las comarcas del Norte, entre tanta y tan alegre frondosidad; en aquellos valles pequeños y deliciosos, que parecen estuches forrados de verdura, donde se ve poco cielo y en la tierra tantas cosas hermosas, comprende el paganismo, y más que comprenderlo lo siente. Santa Teresa en los páramos de Ávila ¿cómo no había de ser mística? Si los anacoretas de la Tebaida hubieran habitado nuestras colinas, siempre verdes en aquellas faldas del Pirineo, hubieran comenzado por cultivar un jardín. Es fama que no hay ningún santo asturiano, y aunque yo no pueda asegurarlo, sí diré que me parece muy verosímil.

Marianela, en aquel país pintoresco, donde la naturaleza se sobrepone a todo, porque con sus formas bellas hasta impregna el espíritu y le satura de sensaciones, Marianela es como una mariposa: parece una flor animada por un espíritu que va volando al ras por las praderas. Pero ¡ay!, que si Marianela no hubiera muerto y pudiera leer esto, me diría; «Sí, soy una mariposa de estos prados; pero ¡qué fea! Soy polvo de esta tierra, que tiene vida y se muere, y canta y ama; pero no soy hermosa por fuera, y lo que no es hermoso, ¿para qué sirve?, no debe vivir».

Para Marianela es un dogma que ella no sirve para nada. ¡Qué mucho que Marianela, preocupada e ignorante, creyera   —238→   esto de sí, si el autor mismo, según me han dicho, piensa que la pobre niña no vale gran cosa! Apresurémonos a reparar esta injusticia. Digamos como Teodoro Golfín: Marianela, tú vales mucho.

Y sí el autor no me cree bajo mi palabra, ayúdeme el lector a probárselo. Lea esa novela si no la ha leído -y aunque la haya leído- y mañana hablaremos.

* * *

Hablaba ayer, incidentalmente, de Miranda, la más poética figura de La Tempestad; la mujer que en la hermosura física adivina la nobleza del corazón, toda la belleza del espíritu; pues en la novela de Pérez Galdós hay una creación también muy bella, Pablo Penáguilas el ciego, que tiene la misma fe, cree en la armonía de la hermosura física y la moral: para Pablo es axiomático que el espíritu levantado, noble y puro debe albergarse en cuerpo también gallardo y hermoso. Esta creencia de Pablo origina la catástrofe de Marianela. Los que sean aficionados a encontrar símbolos en las obras artísticas podrán meditar sobre este de la luz que el Sr. Pérez Galdós nos presenta.

Mientras Pablo vive ciego, juzga de la forma por los sentidos que tiene sanos, y sobre todo, por la razón y el sentimiento; una piedra tosca cristalizada, se le antoja hermosa como el cielo estrellado, y es porque la proporción, la armonía que el tacto le hace comprender, le hablan de belleza. Para los que tienen vista, es un error la creencia de Pablo, y Marianela, su lazarillo, que es pagana, que adora las formas, lo que se ve, encuentra absurdas las ideas de su amo. Pero un día, en el paseo que juntos solían dar siempre por aquellos campos, Pablo le declara a Marianela que en su concepto es ella lo más hermoso de la creación; que él la quiere con toda su alma, y que por verla, más que por ver el mundo, desea la luz. La pobre niña, que ha poco, a sí misma, se llamaba fenómeno, siente el desvanecimiento de la lisonja, y se mira en el agua decidida a encontrarse hermosa. No pueden entenderse: Pablo le está viendo el alma y ella quiere la hermosura del cuerpo. El error podía tenerlos unidos toda la vida; podían seguir amándose, gozando del engaño... pero la luz trae el conflicto. Teodoro Golfín cura la ceguera de Pablo; Pablo ve... pero no   —239→   a Marianela, que huye de su señor, del que es su vida, del que adora como saben adorar los idólatras. Florentina, la prometida de Pablo, niña hermosa como ninguna, por dentro y por fuera, del alma y del cuerpo, es la que se presenta ante aquellos ojos que por vez primera se abren a la luz. Y Pablo que había jurado a la Nela amor eterno, que por verla pidió la claridad del día, poco a poco se olvida de ella y encuentra en Florentina la realidad de sus ensueños. La Nela vaga por los bosques, acecha, como una alimaña, la morada de los Penáguilas, pero huye si se le acercan; no quiere que Pablo la vea, su dogma naturalista habla en ella con voz profética, le dice que Pablo no la amará cuando la vea. Ni siquiera le queda el placer triste de aborrecer a su rival; ¿cómo? ¡Si Florentina se ha convertido en su Providencia, ama a la Nela como a una hermana! Y además... ¡es tan hermosa que parece la Virgen Santísima! Marianela no aborrece a nadie, los ama a todos... pero comprende la necesidad de morir; ella es fea, ella es la que sobra, la que no sirve para nada. Allá, en la Trascava, en aquel agujero suena la voz de su madre que la llama; la Nela va a unirse a ella. Pero el doctor Golfín, el que dio la luz a Pablo, caza a Marianela en medio del monte, y como una presa la lleva al lado de Florentina que lloraba la ingratitud de su amiga; la Nela está más fea que nunca, con sus dolores, con la fiebre que la abrasa; y cuando allí, en aquel sofá, tendida, arrebujada, sin parecer un ser humano, yace la infeliz entre la vida y la muerte... llega Pablo, se arrodilla, sin ver a su amor de ciego, a los pies de Florentina, el amor que nació con la luz, y posa sus labios sobre un brazo de marfil... La Nela lo ve todo. Pablo va a verla a ella; no la conoce, nunca la ha visto; pero a su contacto siente que es la Nela de sus sombras... Ni el autor describe lo que pasa por el alma de Pablo, lo que cae en aquel corazón, ni es posible describirlo. Lo que sucede a la Nela es más fácil de decir: se muere.




- III -

¿Es pesimista el Sr. Pérez Galdós? No por cierto, y si no lo es, ¿por qué se complace en pintarnos esos dolores que parecen   —240→   insolubles? ¿Es por el amor de la paradoja? ¿Es por hacer un alarde de su genio, que a tanto llega, hasta a pintar la sombra más hermosa que la luz? Nada de eso. Nada que no sea serio, sincero y noble, se encontrará jamás en este novelista.

¿Son pesimistas esas melancólicas baladas del Norte que concluyen siempre con vagas resonancias de dolor? ¿Son pesimistas muchos cantares de nuestra patria, que en mitad de la alegría vienen a sorprendernos con el llanto? ¿Es pesimista la naturaleza, que se pone tan triste al caer la tarde, tan triste que parece que se muere para siempre?

No; no hay más pesimismo que el sistemático, el desesperado. Las tristezas del arte, como las de la naturaleza, son una forma de la esperanza. ¿Por qué es tan artístico el cristianismo? Porque es la religión triste.

No, no se busque en la obra de Pérez Galdós el pesimismo-tesis; cierto es que nos presenta una antinomia, pero no pretende hacerla insoluble. Aparte de la tendencia social de esta novela, queda lo más interesante en ella: esa lucha de la luz del día con la luz de la conciencia, que he procurado hacer resaltar en la breve exposición que antecede. La sociedad tiene algo que aprender en este caso, sin duda; la misma religión cristiana, es decir, sus hombres, tienen también un poco que meditar; pero en definitiva, fuese o no fuese Marianela ignorante, pagana por ignorancia, fuese o no fuese víctima de la estupidez, del egoísmo, de la impiedad de aquellos empedernidos aldeanos, de todos modos Marianela, fea, repugnante de figura pero hermosa en el espíritu, amada por Pablo, ciego; y olvidada por Pablo al volver a la luz, queda como principal objeto de la obra, y la antinomia a que me refería no desaparece.

¿Pero esta antinomia es absoluta, es necesaria, es fatal en la vida? ¿La presenta el autor como un sarcasmo de la naturaleza, como podría presentarla un pesimista sistemático? ¿Nela es víctima de la naturaleza de las cosas o de algo que podría corregirse, de aberración humana?

Explícitamente no nos da la solución el Sr. Pérez Galdós, pero en lo más bello de su obra, en el sentido profundo que en ella se esparce como fluido incoercible, como una atmósfera espiritual, como una música vaga que no dice nada y lo dice todo, el lector recoge mil consuelos, mil esperanzas y lecciones   —241→   de la más pura, de la más tierna moral. No es ciertamente un libro de filosofía Marianela, ni lo pretende; pero ¡cuánto encierra! ¡El espíritu ya inmortal del cristianismo, aquello de su esencia que ya no puede desaparecer está en Marianela latente, y el que llega a sentirlo palpitar allí, experimenta una sacudida extraña, una como revelación que tiene mucho de reminiscencia! Todos los días nos predican los filósofos más o menos cristianos y los estéticos escolásticos la superioridad del espíritu, la inferioridad de la naturaleza formal, aparente; pero nos dejan fríos, y por culpa de sus fórmulas impuestas y de sus exageraciones y exclusivismo, casi nos obligan a arrojarnos en brazos del ideal contrario. Y es que ellos ni entienden ni sienten toda la belleza y toda la bondad de la espiritualidad cristiana. No es la ciencia (?) subjetiva que hoy reina la llamada a revelar las profundas verdades de la vida con sus dogmatismos, con sus formularios de piedra o con su criticismo holgazán y malévolo. Todavía (tiene razón Víctor Hugo) en ciertas esferas el arte puede ser hierofanta, y en esto un positivista, Mr. Ribot, viene a opinar lo mismo, aunque por distinto camino: él dice que la metafísica debe subsistir como poesía; yo me atrevo a sostener que más que una metafísica infundada, preocupada, vale una poesía, que siempre ha tenido grandes adivinaciones. Para las cuestiones sociales, naturales, etc., etc., quizá ya el arte sirve mucho menos que la ciencia; mas para otras regiones de la vida y de la conciencia, que muchos llaman nebulosas, pero cuya realidad se impone con un positivismo tan palpable como las piedras, el arte es mejor quizá (el gran arte, el que cultiva Pérez Galdós, por supuesto), que una ciencia que no lo es, si hemos de llamar por su nombre a las cosas.

No se crea que estoy fuera de mi asunto. Hablo sinceramente de un fenómeno de conciencia real que he experimentado en la lectura de Marianela, que experimentarán todos los que, imparcialmente y con el supremo interés de la verdad, mediten el problema del espíritu, de su realidad que doctrinas muy en boga, quieren, no ya suprimir, pero sí confundir y borrar con mezclas de colores tornasolados o desvanecidos. Cuando en ateneos y academias se oye discutir la cuestión de la espiritualidad humana, el que atiende con toda la seriedad que merece el asunto, sale disgustado de la deficencia54 fatal de   —242→   tales discusiones; allí falta siempre un criterio completo, allí se abandona, se deja atrofiarse una facultad del alma apta para entender de estas cosas. A muchos de esos señores académicos de fijo se les figura que vemos visiones; que en una novela, escrita por cierto sin pretensiones, sin preocupaciones mejor dicho, filosóficas, no puede haber revelación alguna. No es esta ocasión de discutir ampliamente el punto; yo me limito a consignar el fenómeno: Pérez Galdós, al fundar la trama de su novela, su vigor, su nervio en la antinomia de la realidad espiritual, merced a la profundidad de la idea y al supremo arte de su expresión (como mérito del artista, el más insigne), suscita en el lector atento el sentimiento y el sentido de la trascendencia del espíritu, de su realidad inmediata, sentimiento y sentido dormidos en los más por inercia, por preocupación escolástica o por complacencia del vicio. No es necesario, ni conveniente en muchos casos, que el artista se proponga todos estos resultados, ni es fácil preverlos, porque dependen de la situación de cada cual, y en el público el ánimo varía al infinito; ni para lograr tan bello fruto es el mejor camino procurarlo, porque la obra del arte en este punto es espontánea cuando es buena. Es evidente que el espectáculo de la noche serena lleva al alma a la idea de lo absoluto; pero no es probable que las estrellas alumbren por eso y para eso. Así el poeta pulsa las cuerdas de la lira, porque ese es su modo de cantar: mas al pulsar no piensa en que al unísono vibran las fibras del corazón de quien atiende. El poeta que piensa en ello es concienzudo, el que no es inspirado. El Sr. Pérez Galdós no piensa en el efecto: a veces ni sospecha que exista; por ejemplo, ahora.





  —[243]→  

ArribaAbajoDe la comisión...


- I -

Él lo niega en absoluto; pero no por eso es menos cierto.- Sí, allá por los años de 1840 a 50 hizo versos, imitó a Zorrilla como un condenado, y puso mano a la obra temeraria (llevada a término feliz más tarde por un Sr. Albornoz) de continuar y dar finiquito al Diablo Mundo de Espronceda.

Pero nada de esto deben saber los hijos de Pastrana y Rodríguez, que es nuestro héroe. Fue poeta, es verdad, pero el mundo no lo sabe, no debe saberlo.

A los diez y siete años comienza en realidad su gloriosa carrera este favorito de la suerte en su aspecto administrativo. En esa edad de las ilusiones le nombraron escribiente temporero en el Ayuntamiento de su valle natal, como dice La Correspondencia cuando habla de los poetas y del lugar de su nacimiento.

La vocación de Pastrana se reveló entonces como una profecía.

El primer trabajo serio que llevó a glorioso remate aquel funcionario público, fue la redacción de un oficio en que el alcalde de Villaconducho pedía al gobernador de la provincia una pareja de la Guardia civil para ayudarle a hacer las elecciones. El oficio de Pastrana anduvo en manos y en lenguas   —244→   de todos los notables del lugar. El maestro de la escuela nada tuvo que oponer a la gallarda letra bastardilla que ostentaba el documento; el boticario fue quien se atrevió a sostener que la filosofía gramatical exigía que ayer se escribiera con h, pues con h se escribe hoy; pero Pastrana le derrotó, advirtiendo que, según esa filosofía, también debiera escribirse mañana con h.

El boticario no volvió a levantar cabeza, y Perico Pastrana no tardó un año en ser nombrado secretario del Ayuntamiento con sueldo. Con tan plausible motivo se hizo una levita negra; pero se la hizo en la capital. El Sr. Pespunte, sastre de la localidad y alguacil de la alcaldía, no se dio por ofendido: comprendió que la levita del señor secretario era una prenda que estaba muy por encima de sus tijeras; cuando en la fiesta del Sacramento vio Pespunte a Pedro Pastrana lucir la rutilante levita cerca del señor alcalde, que llevaba el farol, es verdad, pero no llevaba levita, exclamó con tono profético:

-¡Ese muchacho subirá mucho! -y señalaba a las nubes.

Pastrana pensaba lo mismo, pero su pensamiento iba mucho más allá de lo que podía sospechar aquel alguacil que no sabía leer ni escribir e ignoraba por consiguiente lo que enseñan libros y periódicos a la ambición de un secretario de Ayuntamiento.

Toda la poesía que antes le llenaba el pecho y le hacía emborronar tanto papel de barbas, se había convertido en una inextinguible sed de mando y honores y honorarios. Pastrana amaba todo, como Espronceda; pero lo amaba por su cuenta y razón, a beneficio de inventario. Como era secretario del Ayuntamiento, conocía al dedillo toda la propiedad territorial del Concejo y no se le escapaban las ocultaciones de riqueza inmueble. Así como el divino Homero en el canto II de su Iliada enumera y describe el contingente, procedencia y cualidades de los ejércitos de griegos y troyanos, Pastrana hubiera podido cantar el debe y haber de todos y cada uno de los vecinos de Villaconducho.

Era un catastro semoviente. Su fantasía estaba llena de foros y subforos de arrendamientos y enfiteusis, de anotaciones preventivas, embargos y céntimos adicionales. Era amigo del registrador de la propiedad, a quien ayudaba en calidad de subalterno, y sabía de memoria los libros del registro. Salía   —245→   Perico a los campos a comulgar con la madre Naturaleza. Pero verán mis lectores cómo comulgaba Pastrana con la Naturaleza: él no veía la cinta de plata que partía en dos la vega verde, fecunda, y orlada por fresca sombra de corpulentos castaños que trepaban por las faldas de los montes vecinos; el río no era a sus ojos palacio de cristal de ninfas y sílfides, sino finca que dejaba pingües (pingüe era el adjetivo predilecto de Pastrana) pingües productos al marqués de Pozos-hondos, que tenía el privilegio, que no pagaba, de pescar a bragas enjutas las truchas y salmones que a la sombra de aquellas peñas y enramadas buscaban mentida paz y engañoso albergue en las cuevas y en los remansos. Al correr de las linfas cristalinas, fija la mirada sobre las ondas, meditaba Pastrana, pensando, no que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir; sino en el valor en venta de los salmones que en un año con otro pescaba el marqués de Pozos-hondos. ¡Es un abuso!, exclamaba, dejando a las auras un suspiro eminentemente municipal; y el aprendiz de edil maduraba un maquiavélico proyecto que más tarde puso en práctica, como sabrá el que leyere.

Las sendas y trochas que por montes y prados descendían en caprichosos giros, no eran ante la fantasía de Pastrana sino servidumbres de paso; los setos de zarza-mora, madreselva y espino de olor, donde vivían tribus numerosas de canoras aves, alegría de la aurora, y música triste de la melancólica tarde a la hora del ocaso, teníalos Pastrana por lindes de las respectivas fincas y nada más; y sonreía maliciosamente contemplando aquella selva de Paco Antúnez, que antaño estaba metida en un puño lejos de los mansos del cura un buen trecho, y que ogaño, desde que mandaban los liberales, andaba, andaba como si tuviera pies, prado arriba, prado arriba, amenazando meterse en el campo de la Iglesia y hasta en el huerto de la casa rectoral. Cada monte, cada prado, cada huerta veíalos Perico, más que allí donde estaban, en el plano ideal del catastro de sus sueños; y así, una casita rodeada de jardín y huerta con pomarada, oculta allá en el fondo de la vega, mirábala el secretario abrumada bajo el enorme peso de una hipoteca y próxima a ser pasto de voraz concurso de acreedores; el soto del marqués (¡siempre el marqués!) donde crecían en inmenso espacio millares de gigantes de madera,   —246→   entre cuyos pies corrían, no los gnomos de la fábula, sino conejos muy bien criados, antojábasele a Pastrana misterioso personaje que viajaba de incógnito, porque el tal soto no tenía existencia civil, no sabían de él en las oficinas del Estado.

De esta suerte discurría nuestro hombre por aquellos cerros y vericuetos, inspirado por el dios Término que adoraron los romanos, midiéndolo todo, pesándolo todo y calculando el producto bruto y el producto líquido de cuanto Dios crió. Otro aspecto de la Naturaleza que también sabía considerar Pastrana era el de la riqueza territorial en cuanto materia imponible; él que manejaba todos los papeles del Ayuntamiento, sabía, en cierta topografía rentística que llevaba grabada en la cabeza, cuáles eran los altos y bajos del terreno que a sus ojos se extendía, ante la consideración del fisco: aquel altozano de la vega pagaba al Estado mucho menos que el pradico de la Solana metido de patas en el río: con que estaba, según Pastrana, el pradico mucho más alto sobre el nivel de la contribución que el erguido cerro que era del marqués de Pozos-hondos, y por eso pagaba menos. Por este tenor, la imaginación de Pastrana convertía el monte en llano y el llano en monte; y observaba que eran los pobres los que tenían sus pegujares por las nubes, mientras los ricos influyentes tenían bajo tierra sus dominios, según lo poco y mal que contribuían a las cargas del Estado.

Estas observaciones no hicieron de Pastrana un filántropo, ni un socialista, ni un demagogo, sino que le hicieron abrir el ojo, para lo que se verá en el capítulo siguiente.




- II -

Pastrana no daba puntada sin hilo. Aquellos paseos por los campos y los montes dieron más tarde opimo fruto a nuestro héroe. Era necesario, se decía, sacar partido (su frase favorita) de todas aquellas irregularidades administrativas. El salmón fue ante todo el objetivo de sus maquinaciones. Varios días se le vio trabajar asiduamente en el archivo del Ayuntamiento: Pespunte le ayudaba a revolver legajos, a atar y desatar, y a limpiar de polvo, ya que de paja no era posible, los papelotes del municipio. Ocho días duró aquel trabajo de erudición concejil. Otros ocho anduvo registrando escrituras y copiando   —247→   matrices en los protocolos notariales, merced a la benévola protección que le otorgaba el señor Litispendencia, escribano del pueblo. Después... Pespunte no vio en quince días a Pedro Pastrana. Se había encerrado en su casa-habitación, como decía Pespunte, y allí se pasó dos semanas sin levantar cabeza.

En la secretaría se le echaba de menos, pero el alcalde, que profesaba también profundo respeto a los planes y trabajos del secretario, no se dio por entendido y suplió, como pudo, la presencia de Pastrana. En fin, un domingo Pedro se presentó en público de levita, oyó misa mayor y se dirigió a casa del alcalde: iba a pedirle una licencia de pocos días para ir a la capital de la provincia. ¿A qué? Ni lo preguntó el alcalde, ni Pespunte se atrevió a procurar adivinarlo. Pastrana tomó asiento en el cupé de la diligencia que pasaba por Villaconducho a las cuatro de la tarde.

El resultado de aquel viaje fue el siguiente: un opúsculo de 160 páginas en cuarto mayor, letra del 8, intitulado: Apuntes para la historia del privilegio de la pesca del salmón en el río Sele, en los Pozos-oscuros del ayuntamiento de Villaconducho, que disfruta en la actualidad el Excmo. señor marqués de Pozos-hondos (Primera parte), por D. Pedro Pastrana Rodríguez, secretario de dicho Ayuntamiento de Villaconducho.

Sí, así se llamaba la primera obra literaria de aquel Pastrana, que andando el tiempo había de escribirlas inmortales, o poco menos, no ya tratando el asunto, al fin baladí, de la pesca del salmón, sino otros tan interesantes como el de La caza y la veda, La ocultación de la riqueza territorial, Fuentes o raíces de este abuso, Cómo se pueden cegar o extirpar estas fuentes o raíces.

Pero volviendo al opúsculo piscatorio, diremos que produjo una revolución en Villaconducho, revolución que hubo de trascender a los habitantes de Pozos-oscuros, queremos decir, a los salmones, que en adelante decidieron dejarse pescar con cuenta y razón, esto es, siempre y cuando que el privilegio de Pozos-hondos resultare claro como el agua de Pozos-oscuros: fundado en derecho. ¿Lo estaba? ¡Ah! Esta era la gran cuestión, que Pastrana se guardó muy bien de resolver en la primera parte55 de su trabajo. En ella se suscitaban pavorosas dudas histórico-jurídicas   —248→   acerca de la legitimidad de aquella renta pingüe -pingüe decía el texto- de que gozaba la casa de Pozos-hondos; en la sección del libro titulada Piezas justificantes, en la cual había echado el resto de su erudición municipal el autor, había acumulado argumentos poderosos en pro y en contra del privilegio; la imparcialidad, decía una nota, nos obliga, a fuer de verídicos historiadores y según el conocido consejo de Tácito, a ser atrevidos lo bastante para no callar nada de cuanto debe decirse, pero también a no decir nada que no sea probado. Suspendemos nuestro juicio por ahora, esta es la exposición histórica; en la segunda parte, que será la síntesis, diremos al fin nuestra opinión, declarando paladinamente cómo entendemos nosotros que debe resolverse este problema jurídico-administrativo-histórico del privilegio del Sele en Villaconducho, como le denominan antiguos tratadistas.

El marqués de Pozos-hondos, que se comía los salmones del Sele en Madrid, en compañía de una bailarina del Real, capaz de tragarse el río, cuanto más los salmones convertidos en billetes de Banco; el marqués tuvo noticia del folleto y del efecto que estaba causando en su distrito (pues además de salmones tenía electores en Villaconducho). Primero se fue derecho al ministro a reclamar justicia; quería que el secretario fuese destituido por atreverse a poner en tela de juicio un privilegio señorial del más adicto56 de los diputados ministeriales; y, por añadidura, pedía el secuestro de la edición del folleto, que él no había leído, pero que contendría ataques directos o indirectos a las instituciones.

El ministro escribió al gobernador, el gobernador al alcalde y el alcalde llamó a su casa al secretario para que... redactase la carta con que quería contestar al gobernador, para que este se entendiera con el ministro. Ocho días después, el ministro le decía al diputado: amigo mío, ha visto V. las cosas como no son, y no es posible satisfacer sus deseos: el secretario es excelente hombre, excelente funcionario y excelentísimo ministerial; el folleto no es subversivo, ni siquiera irrespetuoso respecto de sus salmones de V.; hoy lo recibirá V. por el correo, y si lo lee, se convencerá de ello. Gobernar es transigir, y pescar viene a ser como gobernar; de modo, que lo mejor será que V. reparta los salmones con ese secretario, que está dispuesto a entenderse con V. En cuanto a destituirlo, no hay   —249→   que pensar en ello; su popularidad en Villaconducho crece como la espuma y sería peligrosa toda medida violenta contra ese celoso funcionario...

Esto de la popularidad era muy cierto. Los vecinos de Villaconducho veían con muy malos ojos que todos los salmones del río cayesen en las máquinas endiabladas del marqués; pero como suele decirse, nadie se atrevía a echar la liebre. Así es, que cuando se leyó y comentó el folleto de D. Pedro Pastrana y Rodríguez, la fama de este no tuvo rival en todo el Concejo, y muy especialmente adquirió amigos y simpatías, entre los exaltados. Los exaltados eran el médico; el albéitar; Cosme, licenciado del ejército; Ginés, el cómico retirado, y varios zagalones del pueblo, no todos tan ocupados como fuera menester.

Pespunte, que también tenía ideas (él así las llamaba) un tanto calientes, les decía a los demócratas, para inter nos, que el chico era de los suyos, y que tenía una intención atroz, y que ello diría, porque para las ocasiones son los hombres, y obras son amores y no buenas razones, y que detrás de lo del privilegio vendrían otras más gordas, y en fin, que dejasen al chico, que amanecería Dios y medraríamos. Pastrana dejaba que rodase la bola; no se desvanecía con sus triunfos y no quería más que sacar partido de todo aquello. Si los exaltados le sonreían y halagaban, no les respondía a coces ni mucho menos, pero tampoco soltaba prenda; y le bastaba para mantener su benévola inclinación y curiosidad oficiosa, con hacerse el misterioso y reservado, y para esto le ayudaba no poco la levita de gran señor, que ahora le estaba como nunca. Pero ¡ay!, pese a los cálculos optimistas de Pespunte, no iba por allí el agua del molino: los exaltados y sus favores no eran en los planes de Pastrana más que el cebo, y el pez que había de tragarlo no andaba por allí; de él se había de saber por el correo.

Y en efecto, una mañana recibió el secretario una carta, cuyo sobre ostentaba el sello del Congreso de los Diputados. Era una carta del señor del privilegio; era lo que esperaba Pastrana desde el primer día que había contemplado desde Puente-mayor correr las aguas en remolino hacia aquel remanso donde las sombras del monte y del castañar oscurecían la superficie del Sele. El marqués capitulaba y ofrecía al activo y erudito cronista de sus privilegios señoriales su amistad e influencia;   —250→   era necesario que, en este país donde el talento sucumbe por falta de protección, los poderosos tendieran la mano a los hombres de mérito. En su consecuencia el marqués se ofrecía a pagar todos los gastos de publicación que ocasionara la segunda parte de la «Historia del privilegio de pesca», y en adelante esperaba tener un amigo particular y político en quien tan respetuosamente había tratado la arriesgada materia de sus derechos señoriales. Pastrana contestó al marqués con la finura del mundo, asegurándole que siempre había creído en los sólidos títulos de su propiedad sobre los salmones de Pozos-oscuros, los cuales salmones llevaban en su dorada librea, como los peces del Mediterráneo llevan las barras de Aragón, las armas de Pozos-hondos, que son escamas en campo de oro. De paso manifestaba respetuosamente al señor marqués, que el soto grande estaba muy mal administrado, que en él hacían leña todos los vecinos, y que si se trataba de evitarlo era preciso hacerlo de modo que no se enterase la Administración de la falta de existencia económico-civil-rentística del soto, finca anónima en lo que toca a las relaciones con el fisco. El marqués, que algunas veces había oído en el Congreso hablar este galimatías, sacó en limpio que el secretario sabía que el soto grande no pagaba contribución. Nueva carta del marqués, nuevos ofrecimientos; réplica de Pastrana diciendo que él era un pozo tan hondo como el mismísimo Pozos-hondos, y que ni del soto ni de otras heredades, que en no menos anómala situación poseía el marqués, diría él palabra que pudiese comprometer los sagrados intereses de tan antigua y privilegiada casa. Pocos meses después los exaltados decían pestes de Pastrana, a quien el marqués de Pozos-hondos hacía administrador general de sus bienes raíces y muebles en Villaconducho, aunque a nombre de su señor padre, porque Pedro no tenía edad suficiente para desempeñar sin estorbos de formalidades legales tan elevado cargo.

Y en esto se disolvieron las Cortes y se anunciaron nuevas elecciones generales. Por cierto que cuando leyó esta noticia en la Gaceta, estaba Pastrana entresacando pinos en la Grandota, otra finca que no tenía relaciones con el fisco; entresaca útil, en primer lugar, para los pinos supervivientes, como los llamaba el administrador; en segundo lugar para el marqués, su dueño, y en el último lugar para Pastrana, que de los pinos   —251→   entresacados entresacaba él más de la mitad moralmente en pago de tomarse por los intereses del amo un cuidado que sólo prestaría un diligentísimo padre de familia. Y ya que voluntariamente prestaba la culpa levísima, no quería que fuese a humo de pajas. En cuanto leyó lo de las elecciones comparó instintivamente los votos con los pinos, y se propuso, para un porvenir, quizá no muy lejano, entresacar electores en aquella dehesa electoral de Villaconducho. Pespunte, que se había resellado como Pastrana, pues para los admiradores como el sastre, incondicionales, las ideas son menos que los ídolos, Pespunte no podía imaginar a dónde llegaban los ambiciosos proyectos de D. Pedro. Lo único que supo, porque esto fue cosa de pocos días, y público y notorio, que el alcalde no haría aquellas elecciones, porque antes sería destituido. Como lo fue efectivamente. Las elecciones las hizo el señor administrador del excelentísimo señor marqués de Pozos-hondos, presidente del Ayuntamiento de Villaconducho, Comendador de la Orden de Carlos III, Sr. D. Pedro Pastrana y Rodríguez. Un día antes del escrutinio general se publicó la segunda parte de los «Apuntes para la historia del privilegio»; en ella se demostraba finalmente que ya en tiempo del rey D. Pelayo pescaban salmones en el Sele sus próximos parientes los marqueses de Pozos-hondos, encargados de suministrar el pescado necesario a todos los ejércitos del rey de la Reconquista durante la Cuaresma. Al siguiente día se recogieron las redes y se vació el cántaro electoral, todo bajo los auspicios de Pastrana; jamás el marqués había tenido tamaña cosecha de votos y salmones.




- III -

Es necesario, para el regular proceso de esta verídica historia, que el lector, en alas de su ardiente fantasía, acelere el curso de los años y deje atrás no pocos. Mientras el lector atraviesa el tiempo de un brinco, Pastrana, por sus pasos contados, atraviesa multitud de funciones públicas, unas retribuidas y otras no, pero todas honoríficas. Hechas las elecciones resultó que el marqués de Pozos-hondos era cinco veces más popular en Villaconducho que su enemigo el candidato de oposición. De resultas de esta popularidad del marqués hubo que hacer a   —252→   Pastrana administrador de Bienes Nacionales. También se le formó expediente por cohecho y se le perseguió57 en justicia por no sé qué minuciosas formalidades de la ley electoral; el marqués bien hubiera querido dejar en la estacada a su administrador de votos, salmones y hacienda, pero D. Pedro Pastrana hizo comprender perfectamente al magnate la solidaridad de sus intereses y salió libre y sin costas de todas aquellas redes con que la ley quería pescarle. Pastrana no perdonó al marqués el poco celo que había manifestado por salvarle.

Al año siguiente, en que hubo nuevas elecciones para Constituyentes nada menos, el candidato de oposición fue cinco veces más popular que el marqués. Bueno es advertir que el candidato de oposición ya no era de oposición, porque habían triunfado los suyos. El marqués se quedó sin distrito; y, como se había acabado el tiempo del monopolio (según decía Pespunte, que se había echado al río para deshacer a hachazos las máquinas de pescar salmones), como ya no había clases, el pueblo pudo pescar a río revuelto y aquel año la bailarina del marqués no comió salmón. Pasó otro año, hubo nuevas elecciones, porque las Cortes las disolvió no sé quién; pero en fin, uno de tropa, y entonces no fueron diputados ni el marqués ni su enemigo, sino el mismísimo D. Pedro Pastrana, que una vez encauzada la revolución... y encauzado el río, cogió las riendas del gobierno de Villaconducho, y en nombre de la libertad bien entendida, y para evitar la anarquía mansa de que estaban siendo víctimas el distrito y los salmones, se atribuyó el privilegio de la pesca y el alto y merecido honor de representar ante el nuevo Parlamento a los villaconduchanos.




- IV -

Y aquí era donde yo le quería ver.

Tiene la palabra La Correspondencia.

«Ha llegado a Madrid el Sr. D. Pedro Pastrana Rodríguez, diputado adicto por el distrito de Villaconducho, vencedor del marqués de Pozos-hondos en una empeñada batalla electoral».

Pasan algunos días; vuelve a tener la palabra La Correspondencia:

«Es notabilísima, bajo muchos conceptos, y muy alabada de   —253→   las personas competentes la obra publicada recientemente sobre Los amillaramientos y abusos inveterados de la ocultación de riqueza territorial, por el diputado adicto Sr. D. Pedro Pastrana Rodríguez».

«Ha sido nombrado de la comisión de *** el reputado publicista financiero Sr. D. Pedro Pastrana Rodríguez, diputado adicto por Villaconducho».

«No es cierto que haya presentado voto particular en la célebre cuestión de los tabacos de la Vuelta del Medio el ilustrado individuo de la comisión Sr. Pastrana Rodríguez».

«Digan lo que quieran los maliciosos, no es cierto que el ilustre escritor Sr. Pastrana haya adquirido la propiedad de la marca Aliquid chupatur, con que se distinguen los acreditados tabacos de la Vuelta del Medio. No es el Sr. Pastrana el nuevo propietario, sino su paisano y amigo el alcalde de Villaconducho, Sr. Pespunte».

«Ha sido aprobado el proyecto de ley del ferro-carril de Villaconducho a los Tuétanos, montes de la provincia de ***, riquísimos en mineral de plata; los cuales Tuétanos serán explotados en gran escala por una gran compañía, de cuyo Consejo de administración no es cierto que sea presidente el individuo de la comisión a cuya influencia se dice que es debida la concesión de dicho ferro-carril».

«Parece cosa decidida el viaje del Jefe del Estado a la provincia de ***. Asistirá a la inauguración del ferro-carril de los Tuétanos, hospedándose en la quinta regia que en aquella pintoresca comarca posee el Sr. Pastrana».

«...No pueden Vds. figurarse a qué grado llegan el acendrado patriotismo y la exquisita amabilidad que distingue al gran hacendista, de quien fue huésped S. M., a nuestro amigo y paisano el señor marqués de Pozos-oscuros, presidente, como saben nuestros lectores, de la comisión encargada de gestionar un importante negocio en las capitales principales de Europa».

«Ha sido nombrado presidente de la Comisión que ha de presentar informe en el famoso negocio de los tabacos de la Vuelta del Medio, el señor marqués de Pozos-oscuros, ya de vuelta de su viaje a las cortes extranjeras».

«Satisfactoriamente para el sistema parlamentario y su prestigio, ha terminado en la sesión de ayer tarde el ruidoso incidente que había surgido entre el señor marqués de Pozos-oscuros   —254→   y el Sr. Pespunte, diputado por la Vuelta del Medio. El Sr. Pespunte, en el calor de la discusión, y un tanto enojado por el calificativo de ingrato que le había dirigido el presidente de la Comisión, pronunció palabras poco parlamentarias, tales como 'ropa sucia', 'manos puercas', 'río revuelto', 'bragas enjutas', 'fumarse la isla', 'merienda de negros', 'presidio suelto', 'cocinero y fraile', 'peces gordos', y otras no menos mal-sonantes. El digno diputado de la isla hubo de retirarlas ante la actitud enérgica del señor marqués de Pozos-hondos, Ministro de Hacienda, que declaró que la honra del señor marqués de Pozos-oscuros estaba muy alta para que pudieran mancharla ciertas acusaciones. Nos alegraríamos por el prestigio del sistema parlamentario de que no se repitieran escenas de esta índole, tan frecuentes en otros Parlamentos, pero no en el nuestro, modelo de templanza».

Hasta aquí La Correspondencia.

Ahora un oficio de la fiscalía. «Advierto a V. para los efectos consiguientes, que ha sido denunciado por esta fiscalía el número primero del periódico El Puerto de Arrebata-capas, por su artículo editorial, que titula: '¡Vecinos, ladrones!' que empieza con las palabras 'Pozos-oscuros, y muy oscuros', y termina con las 'a la cárcel desde el Congreso'».




- V -

Epílogo


La Correspondencia: «Para el estudio del proyecto de reforma del Código penal, ha sido nombrada una Comisión compuesta de los señores siguientes: Presidente, D. Pedro Pastrana Rodríguez...





  —[255]→  

ArribaAbajoEl tren directo

(Munilla)


¿Conoces, lector, la tierra donde crecen los naranjos? Dicen que en el espeso ramaje brillan las naranjas ya maduras junto a las no sazonadas y al lado de la flor olorosa que anuncia el regalado fruto. Añade el Diccionario, por su cuenta, que el naranjo tiene diez y seis pies de altura, pero esto no debe ser puñalada de pícaro; yo me inclino a creer que habrá naranjos que no den la talla señalada por la Academia, y otros que la pasen; lo que importa, a lo menos para el símil que me propongo, es que junto a las flores del azahar brillen las mitológicas manzanas de oro, viéndose, como pocas veces en el mundo, las esperanzas al lado de otras cuajadas en dulces realidades.

Así sucede en estos días con la novela española: es árbol floreciente, aunque ya iba pareciendo imposible de aclimatar; entre sus hojas brillan, al lado de la madurez de Galdós y Valera, y los verdores de Alarcón y Pereda, las blancas páginas de los ensayos de Ortega Munilla, que por lo pronto ya nos encanta con el aroma de la más delicada poesía.

El azahar representa, en el árbol de mi alegoría, al autor de El tren directo. El azahar es flor de los nerviosos, y parece también que la musa de los nervios inspira al joven novelista. Ponedle en las manos a un conservador de los que se duermen   —256→   en el Ateneo o en el Congreso El tren directo, y El tren directo se le caerá de las manos, mientras el conservador seguirá soñando con el ferro-carril del Noroeste.

Es preciso tener el alma a flor de aire, muy cerca de la epidermis en todos los sentidos, para entender y apreciar en su justo valor las cualidades de este libro.

Si una capa de grasa os aísla del mundo, de suerte que a través del espeso muro no oigáis las voces interiores de la naturaleza, es inútil que leáis lo que escribe Ortega Munilla, que estoy por decir que toca las cosas con los nervios.

En su estilo hay comparaciones que parecen sueños proféticos; como los de los sonámbulos de que habla la teratología. Ortega Munilla siente cualidades ocultas de las piedras, de las plantas, de los seres animados, y establece entre ellos relaciones morfológicas no ideadas por Darwin ni Hackel; semejanzas poéticas que tienen su realidad a su modo, como tienen su filosofía los sueños. También se puede leer entre líneas en la Naturaleza; hay en ella signos que son de interpretación más difícil que todos los jeroglíficos del Egipto. ¿Cuánto tiempo estuvieron diciendo lo que dicen las inscripciones hieráticas del Oriente sin que nadie entendiera su lenguaje mudo, sin gestos y sin voz? Pues en la Naturaleza, donde quiera, millares de millones de objetos con mil posturas y contorsiones nos hacen señas para que leamos en su misterioso alfabeto, a guisa de arabesco, la ciencia oculta que presintieron las patrañas supersticiosas. Para poder deletrear con tan intrincada y recóndita clave se necesita un ánimo exaltado, un alma delicada y un temperamento nervioso, capaz de sentir lo que hay... y lo que no hay a veces. La pluma de Ortega Munilla es un nervio dilacerado para que sirva al objeto.

No teniendo todo esto en cuenta, el autor de El tren directo puede parecer difuso en las descripciones, puede creerse que pinta por pintar y que concede demasiada importancia a los muebles más insignificantes, a nonadas dignas sólo de ser pasadas en silencio.

Platón, que veía en todo las ideas, se preguntaba, lleno el espíritu de dudas, si había de atribuir ideas correspondientes a esos miserables artefactos, creación de las múltiples necesidades humanas; una cama, una mesa, una clepsydra, una puerta, un carro, ¿tienen en el mundo de las ideas su idea correspondiente?   —257→   A esto contestaba Juan Pablo Richter guardando afanoso en un arca clavos, tapones de corcho, botones, etc., porque decía que nada de cuanto rodea al hombre, o es obra de sus manos e ingenio, merece desprecio ni olvido.

Como Juan Pablo, Ortega Munilla recoge en las páginas de su libro infinidad de objetos de humilde apariencia, y va su brillante estilo iluminando hasta el polvo que flota en el aire, como el rayo de sol que mete sus tentáculos de luz por las rendijas para palparlo y descubrirlo todo.

Véome yo ahora también metido en más metáforas de las que pueden parecer bien en un crítico que ha de ser más serio que un colchón; a lo menos, si hemos de creer a ciertos escritores que no pueden llevar con paciencia que la crítica seria de ellos, aunque lo merezcan.

Lo que quiero decir, en plata, es que no hay que censurar en absoluto la exuberancia de figuras y la riqueza, a veces excesiva58, de las descripciones con que casi llena su libro el autor de El Tren directo. No tendría perdón de Dios si pintase sólo por pintar; pero no es así: un buen pintor, y Ortega Munilla es de estos, pintando narra: describiendo a sus personajes, este joven poeta (poeta, como le gustan a Vidart, en prosa) nos habla de su carácter, de sus costumbres y hasta de su historia. Por esto la acción de El Tren directo adelanta y llega al fin, a pesar de tantas y tantas descripciones como al parecer la detienen en el camino. Sin embargo de todo lo cual es deber de la crítica aconsejar al novelista que tan bien empieza, mayor reflexión en las proporciones de su plan: en una novela, menos que en obra alguna -hecha excepción del drama- se puede decir todo lo que se piensa, aunque sea bueno. La exuberancia, que indica vigorosas facultades, es defecto de los menos censurables en el que empieza, y empieza tan temprano, pero al fin es defecto: como señal de ingenio, es infalible la abundancia de recursos; mas en la composición perjudica, pues en ella ya no se atiende a las dotes del autor, sino a las proporciones de la obra. Pero también exige la justicia que se note el progreso que esta novela señala, aun en este respecto, en las obras de Ortega Munilla. El Tren directo ofrece siempre, o casi siempre, real y clara congruencia en todas las semejanzas que se establecen en las distintas formas de la figura retórica, y estas semejanzas no están repartidas con la prodigalidad de   —258→   otras veces. No debe renunciar el joven autor a su estilo, que es hijo legítimo de su temperamento: sólo debe huir de los excesos, para evitar que degenere en enfermedad lo que hoy es facultad envidiable, aunque peligrosa. La fábula de El Tren directo es sencilla: no podía dar por resultado, y no lo da, una de esas novelas que, según la frase consagrada, son de interés. El interés, lo dice la palabra, es subjetivo, y el autor de novelas no está obligado a satisfacer ante todo los deseos de los que sólo ven interés en la narración de intrigas y enredos hábilmente preparados para excitar la curiosidad y sostener la atención, un tanto pueril, del lector aficionado a las que son sonadas. Muy legítima es la novela de este género; quizá pertenecen a él muchas de las mejores; pero ¿quién que sea un poco conocedor de la literatura de que se trata, negará interés a Guillermo Meister, Levana, Fiebel y tantas otras novelas, que a muchos lectores se les caen de las mano con ser obras reputadas excelentes por el mundo entero? Cualquier novela tiene bastante interés, si es bella, para el lector digno de ser complacido, que no es otro que el capaz de interesarse por lo bello.

No crea el Sr. Ortega Munilla que todo lo dicho sirve en defensa de su obra; si la fábula, por sencilla, no deja de interesar, más interesaría si hubiese habido en la composición todo el arte necesario para sostener la atención del lector hasta lo último, sin solución de continuidad. Pero ¿cómo había de acertar en tan difícil punto el Sr. Ortega Munilla, si aun los maestros más prácticos suelen equivocarse en esto? En algo ha acertado, sin embargo, el escritor novel; ha sabido limitar el escenario, formar el cuadro, apropiar las figuras, concentrar la acción en pocas y resolutorias peripecias, con todo lo cual adelanta el interés al mejorar la composición; pero de grupo a grupo no ha establecido bien las relaciones: los personajes de cada lado del cuadro no forman un conjunto con las del otro; no hay coordinación, ni hay subordinación a un personaje principal. María Luisa (delicadísimo perfil, que puede servir al autor para una figura de acabada belleza) es protagonista, sin duda, y no obstante, Genaro en muchos momentos la deja en segundo término. Cuando se lee aquel capítulo, que parece hecho por Galdós en colaboración con Valera, Como San Antón, por Genaro se olvida todo, y sus luchas interiores y su   —259→   vida en el campo, en comunión mística con la naturaleza, nos parece lo más excelente del libro y página arrancada a obra de más superiores vuelos y de acabadísimo estilo, tal como podrá escribirla el autor cuando el tiempo y la práctica del arte hayan mejorado sus facultades, conforme todo lo hace esperar ya en este libro de su juventud.

Hase notado, y con motivo, un parecido real, evidente, entre El Tren directo y la fábula de la Página de amor, de Zola. Los datos son los mismos, en efecto; la marcha de la acción y el desenlace, por todo extremo diferentes. Zola cree que la realidad consiste en que el pecado sea inevitable; la viuda peca, a pesar de los celos de la hija y de los lazos que unen al amante a otra mujer. Ortega Munilla salva a María Luisa al borde del precipicio, y es el amante mismo quien le tiende la mano para salvarla y salvarse.

Justina, la niña enferma, parece pintada por una madre amorosa que escribiera velando su sueño. ¡Qué cosas tan poéticas y tan reales a la vez sabe el joven autor de los caprichos de los niños, de sus juegos, de su lenguaje, de su fantasía! Luchaba con el recuerdo de aquella otra niña nerviosa de Zola, y sin vencer el recuerdo, hizo un esfuerzo de arte envidiable, que hace de Justina digna hermana de aquella otra huérfana y de tantas niñas como han sabido pintar Goethe, Dickens, Hugo, Galdós, todos los maestros del arte del corazón.

Clavo, el avaro de aldea es, entre los personajes secundarios, el más notable, y digno, en algunos rasgos, de Balzac, el inmortal creador de Mr. Grandet. Petrilla, la voz del palo, la niña ciega que siente la nostalgia de la vida esclava, merecía para ella sola una novela, que colocaríamos a la diestra de Mignon, Dea y Marianela, si no a la misma altura, en el mismo coro de ángeles en el cielo de la poesía.

Otros personajes hay muy bien bosquejados, por ejemplo, el notario Ceano y los hermanos Güemes, etc., etc. Siento que no me quede espacio para hablar con detenimiento de todos ellos.

Pero no cabe duda: a pesar de tantas bellezas, muy por encima de la obra está el autor, como debe suceder en los productos artísticos del que empieza; las facultades virtuales que asoman en este libro son muy superiores a la composición: hay en El Tren directo esas imperfecciones que suelen ser fecundas en bellezas para el porvenir del artista.

  —260→  

Lo que más habla del autor en esta novela, lo más suyo es el estilo, y este sí que, aparte la exuberancia de que tanto he dicho, merece los elogios entusiásticos de la crítica. Es original, no se parece a ningún escritor de los que alaba la moda y no degenera jamás en amanerado ni extravagante, si vale la palabra. No es amanerado, porque aun las metáforas, algo violentas, no muy frecuentes por cierto, son naturales en Ortega Munilla, que tiene, sí, que corregir este defecto, pensando que hay relaciones puramente subjetivas, que no siempre conviene llevar a la expresión del arte; pero sin que tal lunar indique afectación ni una vez sola. La mala fe puede ver en esto lo que quiera; el crítico debe ver sólo lo que hay, inexperiencia, descuido, pero no sobrestima del escritor que quiere imponer al público accidentes sin idea, prosaicos, de su temperamento.

El autor de La Cigarra y El Tren directo ya tiene señalada su vocación; su porvenir literario está en la novela. Tiene genio fecundo, estilo original, abundante esfera propia en que moverse; estudie, pues, aun más que los modelos, la vida; saque de sus entrañas los argumentos, luche en el arte por alguna idea, como debe luchar el artista, con lo bello, y llegará de fijo a ocupar en esta restauración bendita de la novela española el lugar a que le llaman voces proféticas de la opinión, hoy animadora y benévola, mañana severa, inflexible, si el Sr. Ortega Munilla se durmiera sobre estos primeros laureles.



  —[261]→  

ArribaAbajoEl Comendador Mendoza

(Valera)


Jamás, hasta la fecha, he escrito un sólo párrafo consagrado a obra alguna del Sr. Valera, y confieso que al emprender tan ardua y, aún diré, peliaguda tarea, no las tengo todas conmigo. Algo me anima la convicción profunda de que el Sr. Valera no ha de leer este articulejo. El Sr. Valera es un autor olímpico y hace bien, por lo menos tiene derecho a serlo; es un aristócrata del talento, con sus títulos indispensables; y todo lo demás es cuestión de temperamento. Por lo tanto, nadie podrá ver ni sombra de adulación en lo mucho bueno que del Sr. Valera tengo que decir, cumpliendo con el imperativo categórico de mi conciencia estética.

Para mí el Sr. Valera es el mejor prosista contemporáneo de los que escriben en español (porque el Sr. Castelar no escribe en español, escribe por lo divino... y ese no se cuenta). Además, el autor de Pepita Jiménez, es un observador profundo, un crítico notable, piensa y siente con gran independencia y no escasa profundidad; tiene una sola candidez, la del escepticismo filosófico, que si no es afectación es ligereza, y si es afectación es ligereza también. Porque el escepticismo   —262→   de Valera no es sistemático -en cuyo caso sería una filosofía de escuela como otra cualquiera-, es el escepticismo del hombre de mundo que ha leído mucho, meditado algo, pero siempre por motivos opuestos, es decir, con la perentoria necesidad de satisfacer la propia conciencia, no por el sublime y purísimo motivo de la verdad ante todo. Ese filosofismo es un egoísmo en rigor, egoísmo no exento de nobleza, en cierto modo digno de alabanza, pero hay algo superior. Pepita Jiménez, Luis de Vargas y el Doctor Faustino, se resienten todos del egoísmo en cuestión. Anhelan, ante todo, la propia felicidad, y como son bastante avisados para comprender que en definitiva la dicha verdadera sólo puede buscarse tratando de calmar las más altas aspiraciones del espíritu, se levantan, cuando pueden, del polvo de la tierra y vuelan por el diáfano cielo de lo ideal.

Y sin embargo -lo que dice el Sr. Canalejas del Doctor Faustino- allí lo que predomina es el apetito, siquiera sea sublime el objeto. En las obras de Valera jamás se despierta el interés del lector por un principio, por un ideal; por los personajes sí, se les llega a querer entrañablemente, se sueña con ellos, y como el autor, está el que lee muchas veces tentado a sacrificarles las leyes invariables del mundo invisible. Esto es lo que llaman los críticos neos inmoralidad literaria. El misticismo, que tan principal lugar ocupa en las obras de Valera, siempre es subjetivo, y en las relaciones de la divinidad con el individuo acaba por dar demasiada importancia a este, aunque al parecer sólo pretende su abnegación y aniquilamiento. Los personajes religiosos de Valera siempre tienden, pues, al misticismo. El Doctor Faustino se libra de esta pasión, pero al buscar por otra vía el cumplimiento de su destino, piensa principalmente en sí mismo, y con este particular, o mejor singular criterio, va a dar a una perdición necesaria. Tal vez todo esto sea, para el Sr. Valera, lo más conveniente y conforme a la realidad de la vida; no lo discuto yo ahora, pero no se queje si, a pesar del gran valor de sus obras, no encuentra en la generalidad del público tantas simpatías como otros novelistas que, sin duda, en muchas cualidades inferiores, le aventajan en esto de escribir más al unisón, si vale la expresión, con los sentimientos comunes de la humanidad. Podrá ser una preocupación de la humanidad entera, si el escepticismo   —263→   lo quiere así, pero es lo cierto que la mayoría de los hombres sabe y siente que lo primero y más importante, aun para el propio interés, no es el amor propio, sino algo superior y que está por cima del individuo: de aquí que los intereses egoístas, por mucho que se quieran espiritualizar, idealizar y mistificar, no hacen vibrar las cuerdas del corazón humano con tanto amor, con tanta fuerza como esos puros ideales que fuera de nosotros mismos, en cuanto individuos, tienen su razón de ser y la esfera de su existencia.

Y cuenta que aquí no se discute el valor intrínseco de esos ideales superiores: Alarcón ha producido más efecto con el Escándalo que Valera con el Doctor Faustino; y sin embargo, esas novelas no pueden compararse; la de Valera es superior con mucho; pero en El Escándalo, aunque falso, hay un ideal no egoísta... Tente pluma, desgraciado he sido en el ejemplo, porque me obliga a nuevas distinciones. El ideal del Escándalo no es equivalente en la intención, cree que busca el bien por el bien mismo, y en esto es objetivo (como no hay más remedio que llamarle); pero ese ideal que busca la perfección, siempre con temores y sobresalto por la salud del alma, que mueve al bien principalmente por motivo personal, coartando la libertad y la espontaneidad con el terror y otros medios de fuerza, es bajo este aspecto el más interesado y egoísta de todos.

Y tal vez en el Sr. Valera, a pesar de sus alardes de librepensador, hay muchas y lamentables reminiscencias de esos mismos principios, que deliberadamente ha abandonado y que a Alarcón todavía le inspiran. De otro modo, el Sr. Valera es quizá un ex-creyente que sigue buscando, ante todo, la salud del alma, pero como Dios le da a entender y por su cuenta y riesgo. Es simpático por el procedimiento, la libertad; no lo es por el fin, el egoísmo (repito, todo lo espiritual y alambicado que se quiera).

Libre de unos y otros defectos, se presenta Pérez Galdós, el autor de esa novela única que se llama Gloria. El bien por el bien, los más grandes principios que rigen el mundo moral, independientes de toda sugestión personal, la libertad, la dignidad de la ciencia, la solidaridad humana, la virtud sublime de la prudencia (desconocida para tantos), esas pueden llamarse las musas de Pérez Galdós. Comparemos a Gloria con   —264→   Pepita Jiménez59... pero los compararemos mañana, porque estoy de prisa y eso ha de hacerse despacio. Si hasta ahora no he dicho nada del Comendador, es porque necesito toda esta larga introducción; ya he advertido que jamás había tratado de las obras de Valera, y bien merece tan distinguido autor dos artículos.

Aparte del mérito de D. Juan, tengo mis razones para tratar por largo estas materias de inocente literatura.

Escribir sin tener a Mendo (figuradamente) entre los puntos de la pluma, es un placer mucho mayor que el ser civil.

El escritor público puede parodiar, hablando de su péñola, aquel verso de El vergonzoso en Palacio (¡siempre me la dais con pelo!) y decir:


¡Siempre me la dais con Mendo!



* * *

El lector que se haya tomado la molestia de pasar los ojos por el folletín de ayer, recordará acaso que quedábamos -yo era el que quedaba- en el paralelo (o pentágrama, que diría un ingenioso escritor) de Pepita Jiménez y Gloria, no para examinar esas obras, sino porque en las protagonistas de las novelas respectivas encuéntrase cifrada la expresión más adecuada de la inspiración y genios distintos de Valera y Pérez Galdós. Por supuesto, que sólo escribo para los que hayan leído las obras a que aludo. Pepita Jiménez, mujer soñadora, de espíritu levantado, pero muy ocupada en su propia persona, busca satisfacción en altos objetos a su comezón60 de amar; pero el amor de Pepita se parece mucho, que es parecer, es el mismo que magistralmente nos describe Moreto:


    «Quien quiere con fe más pura,
pretende de su pasión
aliviar la pena dura
mirando aquella hermosura
que adora su corazón.
—265→
    El contento de miralla
le obliga al ansia de vella;
esto, en rigor, es amalla,
luego aquel gusto que halla
le obliga sólo a querella».



Pepita Jiménez ama así, por el placer de amar. Comprende que hay que cifrar el cariño en algo real, de valor sustantivo, y nada más real ni más digno de amor, piensa primero, que Dios. Se hace casi mística; pero como ella es sensual, y no podía menos, porque todo egoísmo, a vuelta de idealidades, es materialista, porque no se eleva al amor verdadero de lo absoluto, como es sensual, materializa su religión y quiere con amor humano a aquel Niño Jesús que tiene en su casa. Luego D. Luis de Vargas vence al Niño de la Bola, y Pepita Jiménez sin hacer cosa que esté contra los mandamientos (pues sacramento divino es el matrimonio), sufre una verdadera derrota, sustituyendo el amor del cielo con el de un hombre en el lugar más apetecible de su corazón. Y así debía suceder: quería satisfacer su egoísmo, iba en busca de esa voluptuosidad espiritual, que es la más refinadamente sensual de todas, y falta de principios fijos y absolutos, su amor falso y débil al Niño Jesús se desvaneció ante el amor de un individuo.- Gloria, con menos tiquismiquis psicológicos, pero con verdadero genio, vive en la fe seria y arraigada de una religión, cuyo ideal, ella, sin quererlo, modifica lentamente en su conciencia; Gloria es mujer de principios absolutos; la fuerza para sustentarlos como deberes de conciencia, se la dan su educación y la grandeza de su alma; pero, al propio tiempo, la luz de su genio le hace guiar su energía a distintos, si no contrarios principios. Gloria no busca el amor para paladearlo como Pepita, lo siente primero como una necesidad, cuya satisfacción le ha de venir de fuera; y cuando esa vaga aspiración involuntaria se concreta en un hombre, mejor todavía puede conocer Gloria que no es ella la que crea esta realidad espiritual del amor, sino que es ley que desde fuera se le impone.

Pero esa realidad espiritual y exterior (exterior en cuanto excede de su personalidad) aparece luchando contra otras leyes y realidades no menos independientes de la voluntad de Gloria, que a ella le parecen tan respetables como lo más santo, y lo son, en efecto, en aquel punto para su conciencia.   —266→   Conflicto sublime que conmueve a todas las almas rectas y sanas; situación de interés sin igual, que pueden comprender y sentir todos los hombres que más o menos reflexivamente sacrifican la propia utilidad aparente a lo absoluto, a lo divino. Mientras la mayor parte de los hombres tengan una sana moral (a pesar de la obra deletérea de una predicación ciega y nociva que se llama religiosa), el Sr. Valera no podrá ser tan simpático, como novelista, a los ojos de la generalidad de los lectores, como lo es el Sr. Pérez Galdós. Yo, contentísimo, me coloco en la categoría de vulgo, y a riesgo de pasar por bonachón y anticuado, prefiero la moral objetiva, absoluta, de perfección, a las novedades humorísticas en materia ética, a los retruécanos sobre casuística moral. Intelligenti pauca.

* * *

El Comendador Mendoza, ha dicho algún crítico, es obra de menor trascendencia que Pepita Jiménez y El Doctor Faustino. En mi inútil opinión, los problemas que en El Comendador se tratan son no menos interesantes que los otras veces removidos, si bien es cierto que el Sr. Valera los trata más de ligero, porque los cree de más fácil solución, y él se la da como jugando.- Aquí una advertencia que será inútil si, como sigo creyendo, el Sr. Valera no ha de leer este folletín; pero en fin, allá va la advertencia: no basta decir en una nota que el autor es mero narrador y que no se hace solidario de la moral de su novela, moral que resulta, no sólo de los discursos de los personajes, sino del modo de conducir la acción, y sobre todo, de la solución del conflicto imaginado. Ya otra vez nos dijo el Sr. Valera, que Pepita Jiménez no era más que una señora que efectivamente había sido así, y que él no se metía en más filosofías. Pues no tiene más remedio que meterse... ya que se ha metido. En el Comendador aparece bien claro ese ideal del Sr. Valera, que consiste en no tenerlo; el Comendador, que no sabe a qué atenerse en punto a metafísica, que no cree ni deja de creer nada concreto, que ni afirma ni niega, resuelve empíricamente los más arduos casos de conciencia, y siempre de la manera más primorosa; pero entiéndase, no en nombre del criterio moral absoluto, como haría un kantiano (el Comendador no es kantiano) sino... porque... sabe Dios por qué. Y yo también. Porque el Sr. Valera se contenta con   —267→   paliativos, y da como solución la más humana y justa, la que no atiende a principios fijos, absolutos, que siempre, según él, son inciertos y dependientes de influencias particulares. Lo cual está con eufemismo bien artificioso, expresado en estas palabras de la novela de que trato: «de filosofía puede hablar, y hablar bien, cualquier persona de imaginación».

¿Cree esto firmemente el Sr. Valera? ¿Y no comprende que todos interpretamos claramente el rodeo de lenguaje? Tanto vale como decir que no hay filosofía, que cada cual imagina, y bien, lo que mejor le parece. Pues si no hay filosofía, no hay filosofía moral, y por ende no hay criterio absoluto moral; por eso resuelve el conflicto de su novela el Sr. D. Juan procurando el bien de los más allegados por el pronto, y sacrificando, si fuera necesario, el derecho ajeno, real y positivo a supuestos males causados a un D. Valentín; males que sólo podrían serlo considerados por un criterio estrecho, lleno de preocupaciones, mientras que el derecho que se quería sacrificar era absoluto, como todo verdadero derecho, en sí claro y evidente ante el criterio de la misma perfección moral, que es Dios. Pero el Comendador no se guiaba por lo absoluto, sino por lo que a él le parecía más conveniente en el momento: por el bien temporal efímero que él se figuraba como el más atendible.

[...]

Si por fin el derecho de D. Casimiro no se sacrifica, no depende del Comendador, sino de la boda con la Nicolasa; pero que no existiera Nicolasa en el mundo, o que D. Casimiro fuera un poco más escrupuloso para tomar cuatro millones que no sabe de dónde le vienen, en tales casos el derecho sería desconocido: a D. Casimiro le salva... el ser poco moral.

(Luego, en realidad, no se cumple con el derecho de D. Casimiro.)

Véase si se tratan problemas (?) importantes en El Comendador Mendoza, y véase si el criterio a que la obra obedece es o no corolario de lo que hemos considerado en la primera parte de esta análisis, cuando examinábamos en general el espíritu del ilustre novelista.

Dejo mucho por decir, como siempre que me meto en honduras desde este piso bajo de EL SOLFEO, que se llama el folletín.

  —268→  

Ahora correspondía, aun dejando muchos cabos sueltos, examinar la forma literaria de El Comendador Mendoza, pero ya no es posible. Por fortuna, como escritor, y como escritor de novelas especialmente, el Sr. Valera sólo merece alabanzas.

Sucede aquí lo que en la mayor parte de las comedias, que precisamente cuando comienza a salir todo bien, concluyen, porque concluye el interés. Ninguno tendría para los lectores los elogios incondicionales que yo haría del estilo, de la acción, de los caracteres, etc., etc., de El Comendador Mendoza.

Todo eso es muy bueno.

Este folletín es bajo de techo, y yo no puedo ser más largo. Tengo que ir al tribunal de imprenta, donde el fiscal me estará poniendo a estas horas como chupa de dómine.