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Sombras nada más [Capítulo 1]

Sergio Ramírez





La costa le pareció como nunca un páramo sin fin mientras saltaba por entre las rocas, promontorios de hierro quemado como tras un incendio que sólo hubiera dejado ruinas bajo la resolana, la arena como carbón en polvo bajo sus zapatillas a medida que corría tratando de alcanzar la rompiente demasiado distante, el ronquido de las olas cada vez menos perceptible porque el mar seguía alejándose si él aceleraba su carrera, el maletín cada vez más pesado en su mano, y a pesar de que el yate había huido describiendo una amplia curva de espuma al nomás oírse la primera ráfaga, él seguía corriendo ya sin saber por qué, y ahora que el agua le embebía los calcetines y se le empozaba en la planta de las zapatillas oía las voces a sus espaldas dándole el alto, oía los jadeos, el ruido metálico de las cantimploras chocando con los arneses, y de pronto los veía acercarse por los costados, saltar por encima de las rocas, y cuando uno de ellos puso la rodilla sobre la arena y le apuntó, detuvo al fin su carrera, alzó los brazos, el maletín aún en su mano, y se derrumbó ya sin ánimo dejando que la débil ola lo bañara empapándole los pantalones.

Lo rodearon, siempre apuntándole. Cuando alzó los ojos descubrió al que parecía ser el jefe, un muchacho de piel quemada y barba montuna, una barba que junto con el sombrero de fieltro, manchado de sudor, lo hacía verse como disfrazado de adulto, aunque su mano, que ahora lo agarraba por el cuello de la camisa para levantarlo, era una mano callosa, de uñas renegridas de maque, acostumbrada a trabajos de carpintero. La otra, con la que sostenía la correa del fusil colgado al hombro, no era mano, sino un muñón abierto en tijera.

¿Por qué corrió sin necesidad? La voz suave, cargada de un deje juguetón, se volvía seria, como la de un instructor, para explicarle: Jamás hubiera podido llegar hasta la rompiente cargando ese cartapacio, ¿pensaba nadar con semejante sobrepeso, inmovilizado de un brazo?, ¿y es que sabía nadar? No sabía nadar. Nunca supo. Y aunque hubiera logrado atravesar la rompiente, el muchacho señalaba ahora hacia el mar, la parte más difícil estaba en agarrar el salvavidas en el lomo de la montaña de agua, porque del yate iban a tirarle un salvavidas amarrado a una cuerda, bajando la potencia de los motores para acercarse a doscientas brazas de la costa, ¿no era verdad?, al entrar ellos a la casa seguían llamando por radio, repitiendo las instrucciones como si usted siguiera allá arriba, dueño y señor de su casa, «Tiburón de mar llamando a tiburón herido», vea qué pesimismo, darse usted mismo ese nombre en clave de «tiburón herido» o permitir que se lo dieran, ¿alguna vez se había aventurado nadando más allá de la rompiente? Negó, mientras otro muchacho, de sombrerito de lona tipo ranger, un tanto bizco, trataba de quitarle el maletín con mucho modo, tirando suavemente, y él se dejó, soltó los dedos, y cuando el otro tuvo el maletín en su mano le limpió la arena y luego lo sopesó. Era un maletín Samsonite, color gris perla, de tapas duras y cerradura de combinación. Y vestido de esa manera, por favor, el muchacho del sombrero de fieltro y barba feroz lo iba señalando de pies a cabeza con su mano buena, su mano de ebanista: la guayabera manga larga de lino, color beige, ajustada sobre el leve promontorio de la barriga, los pantalones de gabardina marrón, las zapatillas Florsheim con fleco en el empeine, y en la bolsa de la guayabera la pluma Parker de 21 kilates que todavía no le habían requisado. ¿Iba a tirarse al agua para agarrar el salvavidas, o iba a algún ágape como aquellos de sus tiempos dorados, doctor?

Ya de pie, otro de los muchachos, de barba muy rala, como de enfermo, y boca picuda, de dientes amontonados, vino a amarrarle las manos con un trozo de cordón eléctrico que sacó de su mochila. Se las amarró hacia atrás. Lo hacía con energía, como quien está acostumbrado a menesteres ganaderos, a ratear por las patas a las reses tumbadas en el suelo antes de herrarlas, y sintió la grosería del cordón que le sollamaba las muñecas. Yo calculo, decía el jefe de sombrero de fieltro, mirando siempre al mar, que ese yate se lo mandaron de San Juan del Sur, cuando cogí el micrófono del transmisor y les contesté, se callaron, ¡aquí está al habla el comandante Manco-Cápac, pendejos!, ¡patria libre o morir!, les grité, y se callaron, qué susto madre se habrán llevado. Se reía despacio, como si le costara creerse a sí mismo. Manco-Cápac. Se mofaba este muchacho de su propio defecto físico poniéndose aquel seudónimo. Un comandante manco. Centenares de comandantes sueltos de la noche a la mañana por toda Nicaragua. ¿Fue Bravo quien le mandó el yate, verdad, doctor?, a lo mejor cree la guardia que va a hacerse eterna en toda esta zona de Rivas, que va a quedarse toda la vida en San Juan del Sur, pero los vamos a sacar de allí, como los sacamos de Tola, ¿ya sabía que nos tomamos Tola?

Otra vez se calló. A pija limpia les quitamos el cuartel aunque tuvimos que incendiarlo, pero logramos salvar de las llamas a todos los prisioneros, ladrones comunes, cuatreros, borrachines pleitistas, libres andan y agradecidos, y de donde quiera que se habían hecho fuertes los perros genocidas los sacamos, de la iglesia parroquial, los muy sacrílegos tenían apostados francotiradores en el campanario, de la alcaldía frente al parque, cercada con costales de arena, de la casa cural, allí hemos instalado provisionalmente el cuartel miliciano, todos estos muchachos, se los presento, son parte de la columna Gaspar García Laviana que libró esos combates, y sepa, pues, que cuando ya habíamos pijeado a la guardia en Tola, un pajarito mensajero llegó a contarnos que usted estaba atrincherado en Santa Lorena, y el comandante Ezequiel me dio el encargo de venir a buscarlo, una distinción para mí, pero como no conozco mucho esta zona, me traje a unos voluntarios de la comarca, buenos baquianos, son ellos los que me dijeron desde que veníamos rompiendo monte: «Ése va a querer zafarse por mar», y ya ve, tenían razón, pero ahora, si me hace el favor, camine, vamos de regreso a la casa, ordenó, cuando ya lo tenían debidamente amarrado. Y él inició obedientemente la marcha, las zapatillas zafándosele a cada paso porque se le quedaban pegadas en la arena húmeda que se deshacía bajo sus pies.

Las figuras que empiezan a andar por la playa se recortan en negro a la lumbre del sol, una fila irregular moviéndose con dificultad sobre la arena floja que va volviéndose cada vez más hirviente y tiene ahora la textura del vidrio finamente molido. Pero si no fuera por el resplandor que nos ciega podríamos ver que van vestidos de muy distinta manera, y que pueden parecer cualquier cosa menos una tropa regular, quienes en ropa de camuflaje, quienes de verde olivo, uno de blue jeans desteñidos y camiseta de los Bulls de Chicago, un gran número 2 a la espalda, y van entre ellos muchachas que parecieran andar de paseo si no fuera por su fiereza, una vestida con un uniforme caqui que perteneció a algún soldado de la Guardia Nacional muerto en combate, otra con boina a lo Che Guevara, y otra, muy morena, de quizá dieciocho años, los labios pintados de rojo carmesí, luciendo con gracia su gorrita de lona sobre los rizos tupidos, mientras el que lo ha amarrado lleva sombrero de palma a lo Camilo Cienfuegos, y ya se sabe que Manco-Cápac, el de la barba montuna que marcha detrás, luce sombrero de fieltro, y todos, mochilas, fajines cargados de tiros, zambrones de los que cuelgan granadas de mano, fusiles de guerra de diferente catadura unos, y otros, armas de cacería.

Su marcha se vuelve aún más penosa cuando van ascendiendo por la duna sembrada de zarzas antes de alcanzar las losas de roca que rodean el promontorio donde se alza la casa. En esas terrazas oscuras, sobre las que estallan en revuelto fragor las olas, pueden encontrarse, cuando se retira la marea, toda suerte de moluscos, percebes, ostras y mejillones que es posible despegar con un cuchillo de cocina de las estrías de la piedra, y como aun en bajamar queda allí empozada el agua, es posible disfrutar también de un agradable baño con el agua a la cintura. El prisionero, mejor que nadie, lo sabe.

Tal como ha mencionado Manco-Cápac, algunos de aquellos muchachos alzados en armas son vecinos de esas comarcas costaneras, pescadores y campesinos, y más de alguno de ellos apuntado en la planilla de la hacienda Santa Lorena, peones, rejoneadores, vaqueros, o campistos como el picudo encargado de amarrar al prisionero. Por lo tanto, muchos de estos mismos que andan ahora sublevados se presentaban en la casa el día de su cumpleaños a felicitarlo, puestos en paciente fila, muy distinta de esta otra fila que va moviéndose por la playa bajo la lumbre inclemente, jugaban partidas de béisbol en su honor, venían después con sus mudadas de domingo a la verbena, a comerse las reses que se degollaban para ellos, y terminaban emborrachándose con las cajas de Ron Plata que él mandaba a comprar desde el día antes a Tola, seis cajas de doce botellas cada una por lo menos. Luego sobrevenían las reyertas, que acababan a veces en hechos de sangre. Los trabajadores de uno llegan a ser como de la familia, quisiera haberle dicho a aquel Manco-Cápac, tan locuaz, y tan engreído en acariciarse la barba, por eso había hecho edificar viviendas dúplex de paneles prefabricados para las parejas casadas, con letrinas en el patio, galpones ventilados para los solteros, y en los galpones proveyó catres de litera con colchonetas, botiquín de primeros auxilios y un televisor en comunidad, larguezas de las que se burlaban los hacendados vecinos, usted está ensebando la cuerda con la que lo van a colgar, lo sermoneaban, ¿y vendría a salir cierto el vaticinio? Por la Radio Sandino, la radio clandestina de los guerrilleros que él sintonizaba cada noche, con miedo y curiosidad, siempre estaban repitiendo que ésta iba a ser una revolución humanista, sin paredón, y que se garantizaba la vida a todos los que se rindieran. Él no se había rendido, más bien quiso huir. ¿Tenía que rendirse alguien que no portaba armas? ¿Alguien que estaba hacía tiempos retirado de la política? ¿Alguien que se había enemistado con el régimen que estos muchachos andaban buscando derribar? Es cierto, fuiste justo con tus trabajadores, le respondería a lo mejor Manco-Cápac, ¿pero tu pasado? Bueno, estaba el pasado cercano, todos sus años recientes sin salir casi nunca de Santa Lorena, y estaba también el pasado remoto, de los dos tendría que prepararse para hablar.

Pero vamos primero a lo justo, al pasado cercano. Pregunten en los alrededores. Preguntando iban a saber que tenía aquella fama de hacendado cabal. ¿No peleaban ellos por una revolución socialista? Condiciones dignas para sus trabajadores, y no como Macario Palacios, el antiguo propietario, que había proclamado en sus tierras unas leyes feudales que él, apenas llegó, abolió. Macario Palacios se sabía de memoria las caras y los nombres de pila de sus trabajadores, el vicio y la virtud de cada uno, si hacendoso o haragán, si embustero o sincero, si mujeriego o amujerado, si renco o tuerto, aquí los léperos y allá los cabales, de este lado los leales y del otro los traidores, y no sólo se sabía los nombres de sus trabajadores, también los de sus mujeres, cuántas estaban panzonas, y los nombres de sus hijos, a los que llevaba cada seis de enero a la pila de bautismo en la iglesia de Tola, una sola hornada de ahijados, y todos aquellos nombres, cada trabajador con su familia, habían quedado inscritos en un libro mayor forrado de tela de dril, bautizos, y casamientos, defunciones: pero estaba también el otro libro con la lista negra, los que quedaban prohibidos de acercarse a los linderos de la hacienda si le habían fallado en algo grave, faltarle al respeto de acto o de palabra, robar frutos, bestias o aves de corral, y otro libro con la lista de los deudores, cargados con intereses leoninos como si fueran cadenas, y todavía otro con las cuentas de La Milagrosa, porque pagaba los jornales con vales que sólo servían para comprar en aquella tienda de raya, una Mejoral para el dolor, un córdoba, una pila para lámpara de mano, cinco córdobas, una cuarta de kerosín, tres córdobas.

Gaspar García Laviana, el cura español, si es que había oído bien. Había oído bien. La columna guerrillera llevaba ese nombre. ¿Serviría hablar de aquel bautizo? Había presenciado el último bautizo colectivo en la iglesia de Tola, con Macario Palacios de padrino, el domingo que vino de Managua a cerrar el trato de la compra de Santa Lorena, que entonces se llamaba El Limonal. Vendía la finca porque padecía de cáncer avanzado en la próstata y necesitaba dinero para el tratamiento en Estados Unidos, mal sobre mal, ya paralítico, ochenta años, qué esperanza puedo tener, doctor, Jacinto, mi hijo único, muerto tan injustamente a manos de esos asaltantes sin conciencia que tienen por héroe a Sandino, un bandido que quiso dividir Nicaragua y quedarse él mandando en una parte, nada menos que toda la parte de Las Segovias, un patán, me lo demostró una vez que estaba visitando a su padre don Gregorio en Niquinohomo, ya firmada la paz en 1933, para ese entonces yo buscaba aliviar a mi papá de la carga de costear mis estudios de farmacia, y encontré un empleo que consistía en llevar de pueblo en pueblo el paseo de propaganda de la Cafiaspirina Bayer encabezado por un muñeco robusto y rubicundo que bailaba al son de una banda de música mientras yo repartía de puerta en puerta sobrecitos de muestra del producto, quise conocer al muy mentado héroe aquel mediodía, entusiasmado ante su fama, detuve el paseo, mandé a descansar a los músicos y al bailarín que iba metido dentro del muñeco, y pedí muy cortésmente a uno de los rufianes que custodiaban las puertas que transmitiera a su jefe supremo mi deseo de saludarlo, me dijo el gañán que en ese momento se celebraba adentro un almuerzo con los miembros de su Estado Mayor, yo insistí, terquedad de juventud, y al mucho rato recibí respuesta suya por boca del mismo rufián, «que siguiera mi camino porque yo andaba en negocio de reales, y él en negocios de la patria», fíjese qué altanería, yo un pobre estudiante asoleándose en busca del sustento, despreciado por un autoproclamado general que almorzaba rodeado de analfabetos, y que por gloria y fama tenían volar cabezas y extremidades sin piedad, el famoso corte de chaleco, no en balde los que ahora se llaman sandinistas asesinaron a Jacinto con la misma saña, y quién mejor que usted que fue amigo verdadero de mi hijo para quedarse con estas tierras, cuatrocientas manzanas de pastos, trescientas manzanas de caña, un trapiche, tres pozos artesianos para riego con su correspondiente tubería, corrales de piedra, tres kilómetros de playa cabales para algún futuro proyecto de turismo, y la casa frente al mar en el peñasco, alguien que la admire de lejos puede bien pensar en un cuartel colonial o en una iglesia misionera, y aun de cerca verá su solidez en los recios pilares de guayacán que sostienen la techumbre del corredor de vuelta entera, pero es en todo una casa de recreo, la terraza que da al mar bajo la sombra de tantos árboles frutales, mangos, icacos, almendros, y el piso alto con su aposento matrimonial que es una belleza en holgura, ya no se diga el paisaje que desde allí se admira, y si le vendo esta querencia es porque mi esposa Coralia me lleva forzado a Houston sólo para dejarme humillado como los toros convertidos en bueyes, ya sin huevos, perder esta hacienda sólo para que me cape un cirujano de lujo, vea qué negocio, y tanto que me acusan de haber robado, ya quisiera que dijeran verdad quienes me endilgan tantas cuentas de banco en el extranjero, y se despedía con aquel bautizo, cincuenta muchachitos berreando dentro de la iglesia en brazos de las mamás que desfilaban frente a la silla de ruedas de Macario Palacios colocada al lado de la pila bautismal, mientras el cura les echaba en la mollera el agua bendita con una concha marina, el padre Josías Talavera, cura párroco de Belén, porque el de Tola, recién llegado de España, el padre Gaspar García Laviana, un misionero asturiano de la Orden del Sagrado Corazón, se había negado a celebrar el bautizo, se lo dijo en su misma cara a Macario Palacios en la casa cural cuando se presentó al trámite, que todo eso del bautismo de los hijos de sus siervos era una farsa farisea, y el viejo inválido, encendido en cólera, alegando que él era, a mucha honra, hijo de un campesino de caites y cotona que lo había graduado de doctor en farmacia a puro machete y azadón, pero el cura, tan intransigente, no importaba el origen de clase del explotador, ningún campesino honrado llegaba a terrateniente así dejara el lomo en el surco, lenguaje escandaloso en boca de un ministro del Señor, no dejaba de quejarse Macario Palacios, y ya no supo que se había hecho al fin guerrillero y que lo mataron en un combate cerca de la frontera con Costa Rica, y ahora él, el nuevo dueño de la hacienda, iba prisionero de la columna que llevaba aquel nombre, las manos amarradas a la espalda con un cordón eléctrico, las nalgas mojadas y los zapatos zafándosele a cada paso.

La casa se alzaba silenciosa en lo alto de la loma como si nada hubiera ocurrido, la urdimbre roja y verde del follaje de los almendros en la terraza, los cocoteros cargados de frutos tras las tejas oscuras, la misma decrepitud que ya mostraba desde sus tiempos de estudiante cuando Jacinto los invitaba a él y a Ignacio a pasar alguna temporada de vacaciones, y tal como seguía estando cuando tomó posesión de ella y le puso por nombre Santa Lorena. Vieja pero sólida, oyó que decía Manco-Cápac a sus espaldas, con razón sus hombres pudieron resistirnos bastante. Él quiso volver la cabeza, pero desistió. No lo culpo de que la haya escogido para hacerse fuerte, presta todas las condiciones defensivas, siguió diciendo Manco-Cápac. Ahora sí se volteó, y era la primera vez que iba a responder algo: una simple casa hacienda, vivo refugiado aquí hace tiempo. Qué calidad de refugiado, protegido por guardias de línea enviados de Rivas, una ametralladora calibre 50 bien pertrechada, sus mozos fieles armados con fusiles de guerra, y por demás, un radio de transmisiones militares, no me haga reír, doctor, Manco-Cápac se quitó el sombrero y se enjugó el sudor que le chorreaba por el pelo, una breña igual que la barba, y se rió, con ganas. Yo ya me había distanciado de Somoza, por eso me vine a refugiar aquí, dijo él. ¿Y en su carácter de refugiado mandó a que nos volaran tanto plomo? Fue por miedo, dijo. Ese miedo suyo me costó tres muertos y cinco heridos, volvió a reírse Manco-Cápac. Nada tenía que ver ya con Somoza, ustedes saben bien la historia de esa enemistad. De eso no me doy cuenta, doctor, lo único que sé es que Somoza lo tenía bien protegido en esta finca, y sólo protegen a los guapotes gordos. Me ofrecieron seguridad del Cuartel Departamental de Rivas, pero nada de eso es político, a cuántos hacendados no les habrán ofrecido la misma protección. Aquí en Rivas solamente a usted, dijo, tajante, Manco-Cápac. Hace varios años Somoza quiso salir de mí, instigado por su amante. ¿La pérfida Mesalina? Ésa misma, respondió. Rara mujer, reflexionó Manco-Cápac, allí se ha quedado con Somoza en el búnker, hasta el final, aunque sabe bien que si llegamos a agarrarla viva, no quedará para contar el cuento. Así va a pagarlas todas de una vez, dijo él. Entre las greñas de la barba, mojada también de sudor, Manco-Cápac enseñó otra vez su risa, y él vio de soslayo sus dientes muy blancos, en uno de ellos una calzadura de oro, de un amarillo apagado, como una joya muerta. No lo creía tan vengativo, doctor, dijo.

El reloj que Manco-Cápac lleva en la muñeca sana es un Rolex arrebatado al cadáver de un capitán de infantería de la Guardia Nacional en el asalto relámpago a un jeep de las Brigadas Especiales contra Actos Terroristas (BECAT). No lo recuperó él entre la chatarra prendida en llamas, todos los ocupantes despanzurrados, sino otro combatiente, pero lo recibió en premio porque durante ese operativo, que tuvo lugar en plena Calle Real de la ciudad de León, perdió la mano al estallarle la bomba de contacto que no alcanzó a lanzar. El muñón en tijera resultó de una operación que le practicaron de manera clandestina médicos amigos de la causa. El artefacto en referencia es de invención casera, un envoltorio liado con masking tape en forma de un pequeño bollo de pan que cabe en la cuenca de la mano, y que estalla al más leve choque con cualquier superficie, por lo que viene a ser muy delicado de manipular. En la carátula de ese reloj, que aguanta presiones submarinas de cincuenta atmósferas y tiene grabadas en el cierre de la pulsera metálica las iniciales de su antiguo dueño, las agujas marcan las ocho cincuenta de la mañana, y el sol pega de lleno en la cabeza del prisionero, ardiéndole el pellejo de la calva, que empieza a ampollársele.

Había empezado a perder el pelo muy joven, una herencia de familia. En la única foto de su padre que llegó a sus manos, retratado en el patio de la desmotadora Los Manguitos, aparece ya calveando a los treinta años, la edad que tenía cuando lo mataron, aunque todavía le quedaba cabello alrededor de las sienes, como a él. Pero no usaba las patillas largas como él, porque no era la moda entonces. En esa foto, en la que parece nevar porque el aire está lleno de la pelusa de algodón que avienta la tolva de la desmotadora, la inscripción del reverso dice: Para mi adorada esposa Carlota, A. M. 18 de marzo de 1952. Y los ojos verdosos, las pestañas crespas y largas, la papera, las orejas diminutas, son herencia también del padre, a quien apodaban El Muñeco, según se sabrá después por fuente fidedigna.

Qué raro que no cogió un avión y se fue para Miami, doctor, montones de somocistas se han ido, Manco-Cápac sacudía el sombrero antes de ponérselo de nuevo, ahora estaría tranquilo allá, viendo los toros de largo. Eso habla a mi favor, que no me fui a Miami, iba a decir, pero sólo parpadeó, herido por la lumbre del sol que seguía cociéndole la cabeza. Cuando diez días atrás se había presentado la patrulla enviada por el coronel Ferrey, comandante departamental de Rivas, a prevenirlo de que debía volver a Managua, decidió quedarse. Habían pasado ya cinco años desde su caída. Su caso había sido célebre, aunque el muchacho este, Manco-Cápac, no se acordara, o fingiera no acordarse, y siempre pensó que aquel escándalo jugaría a su favor en el remoto caso de un triunfo sandinista.

Demasiado remoto, como le hizo ver al coronel Ferrey cuando fue a Rivas a darle las gracias por acordarse de él, que seguía siendo poco menos que un leproso. Los Estados Unidos no iban a permitir una segunda Cuba, otra vez el cáncer del comunismo en sus propias costillas. Pero se guardó de decirle al coronel que, según su parecer, Somoza tenía de todas maneras los días contados, y seguramente habría una transición ordenada bajo la vigilancia de una fuerza interamericana de paz de la OEA, de acuerdo a la letra del tratado de Río de Janeiro, capaz de desarmar a los rebeldes, como había ocurrido en 1965 en la República Dominicana. Es cuando iban a llamarlo de su destierro en Santa Lorena, porque muerto el perro se acababa la rabia, una intriga calumniosa como aquella que lo había hundido, se volvería más bien una condecoración en su pecho. Cualquier nuevo gobernante civil del Partido Liberal, apoyado por una Guardia Nacional depurada de malos elementos, iba a necesitar de alguien como él, que se sentía cómodo en las sombras y no trataba de robar nunca la luz de los reflectores. Cálculos equivocados. Aquí estaban ya los sandinistas, se multiplicaban por todo Nicaragua, gente común y corriente, mozos de fincas, taxistas y camioneros, dependientes de comercio, barberos y cocineras, albañiles y ebanistas, estudiantes de institutos públicos y de colegios de curas y de monjas, asaltaban los cuarteles, tomaban los pueblos. Y cuando se dio cuenta que vendrían por él, quiso huir y ya no pudo.

El coronel Ferrey lo convenció esa vez de que por lo menos permitiera la instalación de un radioteléfono militar en la casa hacienda. Pero unas semanas después, a medida que la situación en el país empeoraba, volvió a visitar al coronel Ferrey en demanda de protección. Por si acaso. Pero ya no era tan fácil, se trataba de distraer fuerzas y debía consultarse a Managua, ahora cada hombre de línea valía por cien, y el coronel insistió en que mejor evacuara. Se negó otra vez. Seguía convencido de que estando lejos de los acontecimientos se preservaba mejor políticamente, y el lugar ideal para apartarse seguía siendo Santa Lorena, porque si se iba al extranjero ya no valdría nada, los exiliados siempre llegaban tarde a las reparticiones.

Fue el propio Somoza quien autorizó el envío del destacamento militar a Santa Lorena. Una sorpresa. No estaba del todo olvidado por los unos, y cuando atacaron la hacienda, se dio cuenta que tampoco por los otros. Manda a decirle el Jefe que no echa en saco roto los viejos tiempos, y que no son momentos de pensar en rencores, ni en errores, le comunicó el coronel Ferrey. ¿Los errores de quién? Eso no se lo aclaró, pero el recado traía un colofón: la Dama se había puesto también al habla al final de la transmisión, y mandaba a decirle que siempre lo recordaba, ella, la pérfida Mesalina, la misma que lo había destruido en venganza porque no quiso rendirse al más peligroso de sus caprichos, gozarlo como amante, algo que valdría la pena contarle también a Manco-Cápac en su debido momento.

Llegaron entonces a la hacienda tres rasos al mando del sargento Ifigenio Estrada, con la ametralladora calibre 50 que fue emplazada en un nido de sacos de arena en el corredor que daba a los corrales y al camino real, el punto probable de un ataque, fusiles Garand suficientes para armar a quince hombres más, y un transmisor de radio. Uno de los guardias traía consigo a un sobrino suyo de unos catorce años, huérfano reciente porque su padre, guardia también, había muerto en un ataque anterior al cuartel de Rivas dirigido por el cura Gaspar. Tenía la cabeza rapada, los pequeños troncos de cabello apenas despuntando de nuevo, y las orejas puntiagudas. El uniforme militar le nadaba en el cuerpo.

Ahora el prisionero y sus captores iban llegando al remate de la escalinata. En las gradas de cemento se acumulaba la arena que el viento barría desde la playa, y bajo las pisadas crujían las hojas ya secas y encolochadas desprendidas de los almendros. Sabía que a medida que sus ojos fueran alcanzando el nivel de la terraza, lo primero que vería sería el enorme caparazón de tortuga que alguna vez pensó en colocar en la pared encima del estante del bar, una vez barnizada, y que desde hacía tiempo recogía agua de lluvia, abandonado cerca de la regadera donde los bañistas se quitaban la sal, y luego, a pocos pasos, la gran jaula de barrotes oxidados, quizá de metro y medio de altura, donde había vivido en cautiverio Blackjack, el mono congo regalo del mandador de Santa Lorena en su último cumpleaños. Al empezar el ataque se había insolentado con aullidos tan insoportables que fue necesario dejarlo en libertad, y huyó entonces despavorido, subiendo al techo y de allí a los árboles. Nadie volvió a verlo más.

Para entrar a la terraza tuvo que subir por encima de la trinchera improvisada con piedras de cantera y colchonetas que cerraba la escalera, y amarrado de las muñecas como iba, lo empujaron por las nalgas para ayudarlo. Fue entonces cuando se sorprendió, como si lo notara por primera vez, de que la casa se hubiera convertido en un teatro de guerra. En los corredores y en la terraza quedaban armas abandonadas, cajas de municiones que los guerrilleros se dedicaban a requisar, y regueros de casquillos, mesas volteadas que habían servido como parapetos, silletas quebradas, trapos empapados de sangre, rastrillazos de botas marcados en el lodo que se extendía sobre los pisos, y tres cadáveres que logró contar. La ametralladora calibre 50 estaba ahora en poder de un mulato adornado con una pañoleta rojinegra al cuello, que mantenía la vista fija en el horizonte del mar, las manos asidas a los manubrios, mientras otro muchacho, en cuclillas junto a él, sostenía la cinta de municiones replegada en un cajón de pino. Por si el yate volvía, pero era algo que ya no iba a ocurrir.

Lo había descubierto a través de los binoculares acercándose desde el sur, la proa alzada, el toldo listado de azul y blanco, en la popa los sillines y los arneses de las cañas de pescar, y con toda nitidez había podido leer el nombre en el costado, Marlin II. Fue cuando bajó a la playa y empezó a correr. Entonces, al nomás oírse la primera ráfaga, la embarcación se había puesto en fuga. Y ahora, perdido como una ficha solitaria en una esquina del tablero, nadie iba a hacer ya nada por él.

Había otro cadáver que hasta ahora descubría recostado contra la baranda de la terraza, las piernas abiertas y la cabeza inclinada a un lado. Era el sargento Ifigenio Estrada. Sintió un escalofrío de emoción al verlo, y hubiera querido decírselo a Manco-Cápac: ese hombre había muerto cubriéndole a él la huida, ¿y acaso lo conocía siquiera?, apenas una semana habían convivido, si se puede llamar a eso convivir, siempre al lado suyo, como un perro guardián, arisco y silencioso desde que llegaron las novedades de la caída de Tola, cuando ya todo fue sobresaltos y carreras. Ambrosio, el viejo mandadero, había vuelto a galope con la noticia de que el poblado se hallaba en poder de los guerrilleros, el ambiente era de fiesta, y era voz pública que alistaban un destacamento para caer sobre Santa Lorena. Al amanecer empezaron los tiros. Los asaltantes tomaron los galpones de los mozos, y tras neutralizar el primer círculo de defensa establecido por el sargento Estrada, lograron parapetarse en los corrales de piedra.

Fue entonces cuando suplicó que lo evacuaran. El sargento Estrada consiguió dar en el transmisor con la estación del búnker, porque Rivas no respondía. Tras muchos trámites con los operadores se había puesto al habla el coronel Adonis Selva, jefe del Estado Mayor Presidencial, y tuvo que soportar que lo tratara como a un completo desconocido, a pesar de que él había empezado la comunicación llamándolo por su viejo apodo, Pirañita, algo que al otro le disgustó y no se cuidó en ocultarlo. Quedó de resolverle, pero como no le daban respuesta, la siguiente vez que Pirañita se puso, siempre reacio, él estiró el cordón del micrófono en todo lo que daba para que escuchara con sus propios oídos lo recio de la balacera. Horas después, cuando ya caía la noche, Pirañita le comunicó que se estaban impartiendo a Bravo, el jefe de operaciones de la zona, órdenes de evacuarlo a San Juan del Sur por mar, y de allí a Managua en helicóptero, aunque le adelantaba que Bravo no había recibido con alegría las órdenes, tenía prioridades más urgentes, no estaba de vacaciones en el cuartel de La Virgen, sino buscando contener la ofensiva desatada desde la frontera con Costa Rica por las fuerzas de Edén Pastora. No lo querían dentro de la Guardia Nacional, eso tenía que saberlo también Manco-Cápac. Desde que estalló en los periódicos aquel sonado caso, se había convertido en el hazmerreír de los oficiales, se burlaban de él en las mesas de tragos del Casino Militar, hacían chistes obscenos a sus costillas. Y el testigo de cargo en toda aquella pantomima que le montaron, ¿quién había sido? Pirañita. Vestido de uniforme de gala blanco, porque venía de asistir a Somoza en una ceremonia de presentación de credenciales, llegó al juzgado a declarar mentiras que ya estaban arregladas desde antes con el juez, seguido de una nube de periodistas.

En la Guardia Nacional no sólo hay fantoches como Pirañita y desalmados como Bravo, quería haberle dicho a Manco-Cápac, también hay personas de deber, como este sargento Estrada, que allí está muerto. Cuando al avistar el yate remontó la trinchera custodiada por uno de los tres efectivos del contingente enviado desde Rivas, y bajaba ya corriendo las gradas en busca de la playa, corría también el sargento Estrada hacia la terraza cargando la ametralladora que acababa de quitar de su emplazamiento original, al otro lado de la casa, para sembrarla en la baranda, corría y le gritaba sin volver la cabeza, con la esperanza de que aún lo oyera, que iba a cubrir el trecho de costa para que el yate, que no debía tardar, pudiera arrimar a la rompiente, detrás el huérfano con el cajón de la sarta de tiros. Entonces, debilitada la defensa por el flanco donde se daba el grueso del ataque al faltar la ametralladora, el tiroteo se había declarado muy cerca de los corredores, los asaltantes pugnando ya por escalar, y el fuego era respondido desde arriba cada vez con menos aliento. Casi enseguida, entraron los guerrilleros.

Nada de eso ve ya. Agazapado, avanza sobre las rocas con cuidado de no resbalar y salta después a las dunas hirvientes, se deja ir de nalgas por el declive, toca pie en la costa y emprende la carrera levantando pringues de arena húmeda a su paso, apenas una diminuta cabeza desnuda que arde bajo el sol desde lo alto, donde vuela solitario un cormorán que se prepara a lanzarse sobre un banco de sardinas, y una figura demasiado lejana en el temblor del relente a los ojos del único marinero que desde el costado del yate se prepara a tirar la cuerda a la que va atado el neumático salvavidas.

Dentro de la casa, y hay que regresar allá para poder verlo, los defensores del corredor que da al camino real lanzan sus fusiles por la pendiente en señal de rendición, mientras el sargento Estrada, a quien de nada sirvió el traslado de la ametralladora porque no hay aún un solo guerrillero en la costa, sin tiempo de hacerla girar en dirección a los atacantes que irrumpen a sus espaldas, es acribillado mortalmente mientras el huérfano alza las manos, rindiéndose como los demás. Enseguida apartan el cadáver para que el mulato de la pañoleta rojinegra se haga cargo de la pieza y pueda disparar contra el yate, que huye entonces, describiendo una amplia curva de espuma.

En el ala del corredor que daba a la terraza los prisioneros permanecían sentados en el suelo, todos con las manos en la cabeza, entre ellos el huérfano, que no paraba de llorar con un llanto roto. Junto a él, su tío el soldado raso, el único sobreviviente del contingente de línea, le hacía muecas severas con la boca para que se callara, la indignación ardiendo en sus ojos. Los demás eran trabajadores de la hacienda entrenados a la carrera por el sargento Estrada en el manejo de los fusiles Garand, y uno de ellos, Ambrosio el mandadero, lloraba también, pero de manera callada, sosteniéndose el hombro ensangrentado donde había recibido un balazo, mientras se obligaba a mantener la otra mano en la cabeza. Los tres guerrilleros que los rodeaban, apuntándoles, mudos e inmóviles, parecían figurar en una foto fija que desde ahora empezaba a envejecer.

Manco-Cápac apartó la silla de alto espaldar de la cabecera del comedor, la situó en el centro de la estancia y llevó al prisionero para que se sentara, mientras un centinela se instalaba detrás, el fusil bala en boca. Apareció entonces el operador de radio del destacamento cargando el equipo a sus espaldas, la larga antena moviéndose al compás de sus pasos, y tras desembarazarse del aparato lo depositó en el piso, se arrodilló luego al lado y se dedicó a buscar comunicación, Potrero, Potrero, Potrero, llamando a Lago, Lago, Lago, ¿Lago, me está escuchando? Lago respondió que sí, escuchaba, aquí Lago, cambio. O.K, Lago, el comandante Manco-Cápac necesita comunicarse con el comandante Ezequiel, cambio. O.K, Potrero, viene el comandante Ezequiel, está viniendo. Cambio. El comandante Ezequiel va a ponerse al habla, comandante Manco-Cápac, dijo el operador, extendiéndole el micrófono. En el otro equipo de radio instalado sobre la mesa del comedor, el de la Guardia Nacional, sólo se oían soplos de estática.

Manco-Cápac, la voz llena de risa, como si todo lo hiciera por diversión en aquella guerra, reportaba la acción de la toma de Santa Lorena al comandante Ezequiel. Cayó el palacio de Caifás, el palacio de Caifás, acción victoriosa, victoriosa, dieciséis bajas de parte del enemigo, dieciséis, siete muertos y nueve heridos, siete, nueve, y bajas de parte nuestra, de parte nuestra... Ezequiel lo interrumpió: Copiado, copiado, todo eso mejor por escrito, por escrito, más bien quiero saber qué pasó con Caifás, Caifás, ¿logró embarcarse Caifás? Negativo, negativo, Caifás en mi poder, Caifás en mi poder, todo bajo control, cambio. Confirmame si oí bien, si oí bien, se oyó que decía aquella voz antes cansada, rutinaria, y ahora de pronto entusiasta, confirmame que tenés a Caifás, Caifás, ¿vivo y coleando?, cambio. Positivo, vivo y coleando, aquí frente a mí, frente a mí, sin un solo rasguño, cambio. Entonces mando por él, mando por él, y felicitaciones del mando, del mando, a todos los compañeros, cambio y fuera.

Recostó la cabeza contra el espaldar que coronaba un penacho de hojas de laurel labrado en la madera. El tejido de junco le estorbaba en la espalda, pegajosa de sudor. Quería pedir agua al centinela a sus espaldas. Las ganas de beber le habían venido de pronto, y también de pronto sentía la boca en carne viva y un ardor en toda la garganta, como si hubiera tragado litros de agua salada, y ganas de refrescarse la calva bajo el chorro de la regadera en la terraza donde ahora permanecía vacía la jaula de Blackjack. La sed. Y las palabras «Caifás en mi poder» que entraban tarde a su mente, mucho después de haber sido dichas, como si se hubieran perdido por un vericueto donde quedaban rezagadas también las otras: «Llegarán por él». Caifás. Entonces, él era Caifás. Caifás no había podido escaparse, vendrían a llevárselo. Amarrado de las manos con un trozo de alambre eléctrico, sentado en la silla de cabecera del comedor desechado por su esposa cuando inauguraron la nueva residencia en el barrio Bolonia, en Managua, y guardado por años en una bodega hasta que mesa y sillas fueron traídos a Santa Lorena junto con otros muebles declarados ya de segunda, las únicas innovaciones en la antigua casa hacienda de Macario Palacios.

Al fin se decidió a pedir agua al centinela, pero lo oyó Manco-Cápac, que entraba en ese momento trayendo el cartapacio Samsonite sostenido con la tijera del muñón, y como si le costara decir lo que iba a decirle, se le acercó, tímido: Doctor, le propongo un trato, me da lástima abrir de un balazo la cerradura, su cartapacio está nuevecito, ¿por qué no me da mejor la combinación y yo ordeno que le den el agua? Lo que hay allí son papeles que sólo a mí me interesan, contestó, y se dio cuenta de que tartamudeaba. A la revolución todo le interesa, ahora usted ya no puede tener secretos con nosotros. ¿Qué es eso de Caifás?, se oyó preguntar, extrañado él mismo de su pregunta. Manco-Cápac soltaba de nuevo su risa. Yo interesado en el cartapacio y usted con lo que sale, bueno, son chochadas de nosotros, nombres que les ponemos a ustedes, y nombres que nos ponemos entre nosotros, ¿no ve el mío?, Manco-Cápac era un heroico jefe de los incas, el hijo del sol, que voló mejenga contra los españoles, muy bien, alta honra para mí, pero mi seudónimo me lo puso un compita por mi mano tunca, de modo que también podían llamarme Tunco-Cápac, mientras usted es Caifás, qué más quiere, gran capitoste del Sanedrín, entonces, ¿la combinación?

Manco-Cápac permanecía frente a él, balanceando el cartapacio, sin ninguna impaciencia. Quiero agua, dijo. Y yo la combinación, dijo Manco-Cápac. No hay papeles allí, sino dinero, dijo al rato, y agachó la cabeza. ¿Ve?, ¡ni que fuera yo adivino, lo pensé desde un principio! La combinación es la fecha de mi cumpleaños, 09-10-39, dijo, la cabeza más hundida aún, como si hablara para sí mismo. Fíjese qué casualidad, la misma fecha del cumpleaños de mi mamá, nueve de octubre, sólo que en año distinto, Manco-Cápac se dirigía ahora a la mesa del comedor y depositaba a plan el cartapacio, mi mamá, una vieja que ni siquiera es tan vieja pero el trabajo de bestia me la ha descalabrado, si la viera, sirvienta toda su vida en León, levantándose a las cuatro de la madrugada a encender el fuego, primero en los campamentos de los algodonales, para darle de desayunar a los mozos, después en casas de potentados, yo, en tiempos clandestinos, siempre que podía le mandaba un papel con algún correo, un saludo, y ella me contestaba de voz, porque no sabe escribir: que no fuera ingrato, que por qué andaba en la vagancia, que tuviera juicio, que mejor me dedicara a mi oficio de ebanista, ya no quedaban ebanistas de primor, y mientras con la tijera del muñón sostenía vertical el cartapacio, con las yemas de los dedos de la mano sana hacía girar la cerradura, no me va a creer, se quedó cuidando la casa de sus patrones, que se fueron a pasar la guerra a Honduras, y allí sigue, fiel, esperando que regresen, en sus cuentas para entregarles todo como lo dejaron, ¿pero volverán esos ricos?, ¿volverán las oscuras golondrinas, como dice el verso de Rubén Darío?, qué van a volver, ya no tienen a Vulcano para que los defienda y proteja, ahora ya León está prácticamente liberado, sólo falta sacar a los perros del Fortín de Acosasco donde fue a refugiarse Vulcano, quién iba a decirlo, el general Gonzalo Evertsz, nada menos, con su famita de gran culazo de la Guardia Nacional, daba gusto oírlo en su frecuencia de radio suplicándole a Somoza, entre lágrimas, que buscaran cómo evacuarlo del Cuartel Departamental, no le quedaban municiones, no le quedaba comida, el olor de los muertos no se aguantaba, y al fin salió, ¿ya sabe cómo?, escudándose, el muy hijueputa, en mujeres, en niños, en viejos, los puso amarrados unos con otros en sarta, rodeando el convoy, cuando se abrió el portón del garaje del cuartel venía Vulcano a la cabeza en el asiento delantero de un jeep, herido en el pecho porque se le veía el vendaje manchado de sangre, y agarrada del pescuezo traía a una pobre señora vendedora de tortillas que caminaba a la fuerza a su lado, la escuadra 45 del cobarde cabrón pegada contra la cabeza de la anciana, y así, al paso, en lenta procesión, llegaron al Fortín, los compás detrás, a prudente distancia, quién iba a dispararle a los perros sin causar una mortandad de inocentes.

Manco-Cápac fracasaba con la cerradura del cartapacio, y ahora se secaba el sudor de las yemas de los dedos en el pantalón para volver a empezar: Pero bueno, era de mi mamá que le hablaba, costó que dejara entrar a los compás a la tal casa de sus patrones, necesitados de instalar allí un hospitalito de campaña, ahora casas, fincas, son del que las necesita, y ella necia, que allí se quedaba entonces, recluida en el cuarto de las sirvientas, cada día jodiendo con el cuento de que cuándo van a desocupar, como si no estuviera viendo la tendalada de heridos, todo eso me lo cuentan por radio los compás, divertidos, no la aguantan pero la consienten, y algo que me arrechaba de ella, me arrechaba y al mismo tiempo me entraba lástima, es que prefiriera estar pendiente de la propiedad de unos burgueses en lugar de preocuparse de cuidar a mi papá, paralítico en una cama desde que se cayó de un andamio reparando el entorchado de un altar en la iglesia de la Recolección, murió hace una semana, se le paralizaron los riñones de tanto vivir acostado, aunque eso sí, para qué negar, ella le llevaba siempre toda la comida que podía, la escalfaba antes de la cocina de los patrones o se la regalaban ellos, como fuera, después la compraría en la calle, no sé con la escasez de la guerra cómo haría, pero lo alimentaba abundante, toda la vida le gustó comer bien, y con la inmovilidad, bien gordo que se puso, entonces, bañarlo, vestirlo, darle vuelta, eso, ella no, limpiarlo a cada rato, pues si tanto comía, lo que por consiguiente deponía, todo eso quedaba a cargo de la Erlinda, mi hermana mayor, bastantes años mayor porque yo vine a nacer cuando ya nadie me esperaba, unas grandes maletas tenía que sacar a botar al excusado del patio en la casita del barrio de San Sebastián, donde tuvo allí mismo el señor su ebanistería.

Aun del deseo de beber se había distraído y volaban sus pensamientos entre sombras con torpes aleteos mientras las palabras de Manco-Cápac caían sordamente dentro de su cráneo, una tras otra, como piedras en un abismo, pero de pronto sacudió la cabeza, una piedra de aquellas se detenía, dócil, en un recoveco del tímpano, y él miraba ahora con sorpresa a Manco-Cápac, que ocupado con la combinación no se daba cuenta de aquella mirada sorprendida suya, la casita del barrio San Sebastián, había oído, la ebanistería, la Erlinda, la pregonera de frutas, ¿iba a resultar ahora que era la misma?, ¿tan chiquito venía a ser el mundo? La Erlinda Campuzano, hermana de este guerrillero Manco-Cápac que para entonces sería un niño. Podría decirle desde la silla donde estaba amarrado, muerto de sed: ya sé que tu apellido es Campuzano, fuimos en un tiempo cuñados, cuñado.

La cerradura cedió por fin con un breve clic, y Manco-Cápac suspiró, satisfecho, al tiempo que se echaba hacia atrás el sombrero: habrá que educar a los pobres, doctor, enseñarles cuáles son sus intereses de clase, tanto a mi mamá como a ese viejo, mandadero suyo, que salió herido en el hombro, ¿Ambrosio se llama?, lo regañé, al muy sobrado, ¿para qué jodido agarraste ese rifle?, ¿querías sacarte tu balazo?, le dije cuando lo llevé a que lo curaran, pues ya ves, lo lograste, y dicha que no te matamos en el combate, soberano huele culo. Abrió despacio la tapa del cartapacio y sus ojos fueron llenándose de gozo mientras removía los fajos de billetes con la tijera del muñón, sacaba un fajo, luego otro, los abanicaba, los olía, vea qué clase de papeles que sólo a usted le interesan, cómo no van a interesarle, a nosotros también, se reía como si se salvara de una broma inocente que no hubieran podido jugarle, vamos a contarlos, por supuesto, ¿su caja chica, verdad, doctor? Y él tuvo ganas de decirle: no hay necesidad, son veinte mil dólares en fajos de mil.

Y no se sabe cuánto tiempo más tarde, tartamudo otra vez primero, y luego en una voz que le salió desde los pulmones como el acorde de un órgano viejo, se atrevió a decir: Ustedes los sandinistas pueden pasar a la historia si de verdad hacen lo que prometen. Tras cerrar el cartapacio Manco-Cápac lo quedó mirando con ojos curiosos: ¿y qué es lo que prometemos? Una revolución humanista, siguió atreviéndose él en su ingrata ronquera. Pues si es eso, quítese toda preocupación, doctor, Manco-Cápac dejaba colgar de nuevo el cartapacio de la tijera del muñón, el primer humanismo va a ser que los pobres no se nos mueran de hambre, ¿usted sabe que allí nomás, al entrar a las montañas de Matagalpa, por el lado del Tuma, hay comunidades donde los campesinos no pueden ver nada de noche, por causa de no comer?, es una enfermedad que tiene un nombre científico que a mí se me olvida, su causa es la falta de vitaminas, o sea, ciegos por hambre. Y él: Sí, los pobres, pero yo digo, también una revolución sin venganza. Ah, bueno, de acuerdo, sin venganza, pero con justicia, doctor, por medio siglo hemos tenido aquí en Nicaragua una negrura de crímenes y una robadera a lo descosido, los zánganos dueños y señores del colmenar, empalagados de miel.

Acunó el cartapacio contra el pecho y se volteó hacia una guerrillera que permanecía en la puerta que daba a la terraza esperando el permiso para entrar: consígale al prisionero un vaso de agua, compañera Judith, ordenó, y tras cuadrarse militarmente, la muchacha dio media vuelta y muy luego estaba de regreso trayendo el agua en un vaso de plástico verde. El fusil le pesaba en el hombro, porque se inclinaba de un lado al caminar, y recortada contra el deslumbre que bañaba la puerta notaba ahora que era muy blanca y pecosa, que tenía caderas estrechas y senos pequeños, que el pelo, mal recortado, le sobresalía en desorden debajo de la gorra de trapo, y que en lugar de botas militares usaba zapatos tenis blancos, por supuesto muy sucios. Le daba de beber en la boca, retirando el vaso cada vez que el agua comenzaba a derramarse por su barbilla, como si se tratara de un enfermo inválido, y debió recogerla seguramente en la pileta del lavadero porque estaba tibia y tenía gusto a jabón. Pidió más, y ella fue a llenar de nuevo el vaso. Muchas gracias, linda, se atrevió a decirle, escrutándola con algo de sorpresa. Parece que me reconoce, dijo, y acusó un dibujo de sonrisa en la comisura de los labios. No me acuerdo bien, respondió, confortado por aquella sonrisa que avanzaba desde lejos. ¿Me vio alguna vez en el periódico, o en los archivos de la OSN? ¿Qué archivos?, no sé nada de ningún archivo. De todos modos estoy cambiada, dijo, volviendo a sonreír apenas, y se fue.

Habrá pasado quizá una hora de absoluta quietud, tanta que sólo se oía alborotar en las ramas de los almendros a los zanates clarineros, y el estallido de los tumbos ahora que empezaba la llena. A través de la puerta podía ver más allá de la baranda de la terraza una ceja de mar de un gris verdoso y el cielo azul pulido, casi sin nubes. El mulato artillero, pendiente siempre de la ametralladora, se había despojado de la camisa y le alcanzaba al ayudante su cigarrillo a medio arder para que el otro encendiera el suyo, y aquella chispa que iba de una mano a la otra fulguraba en su visión al irse entredurmiendo, aturdido por el sueño, pero de pronto la voz de Manco-Cápac lo sacaba de la modorra, venga, vea, quiero enseñarle algo, lo llamaba desde la puerta con un gesto imperativo de la mano sana. Vaciló, pero Manco-Cápac seguía invitándolo con firmeza, y al fin se puso de pie, los brazos cautivos adoloridos, las muñecas entumidas.

El desorden afuera era el mismo, pero el cadáver del sargento Estrada y todos los demás cadáveres habían sido evacuados. Tampoco quedaba en el corredor ninguno de los prisioneros, y habrá notado Manco-Cápac la pregunta en su mirada, porque mientras lo llevaba tomado de los hombros por uno de los corredores laterales, empezó a informarle: No se preocupe por ellos, los tenemos encerrados en la bodega de los repuestos agrícolas para mientras son trasladados a Tola, se les va a dar de comer lo mismo que coma mi tropa, y en lo que hace a los muertos, van a ser enterrados en la ronda del cañal, ya estamos abriendo la zanja, vamos a darle preferencia a tres mozos de la hacienda, de los que puso usted a defender los galpones y los corrales, esos fenecieron desde ayer, y ya hieden. Llegaron hasta la trinchera donde había estado el emplazamiento original de la ametralladora, de cara al camino real, a los galpones, a las casas prefabricadas, los corrales de piedra. Asómese, le dijo. Y obedeciendo, se asomó por encima del parapeto de sacos.

Abajo hay un camión quemado del que sólo queda la cabina ennegrecida montada sobre el chasis. El esqueleto de un galpón humea todavía con bocanadas densas que crecen de pronto, como aventadas por una mano invisible, y las cenizas vuelan sobre los cañaverales chamuscados. En los corrales vemos reses muertas ya infladas, la nutrida zopilotera cayendo sobre ellas desde las ramas desnudas de los jícaros, mientras otras vagan sueltas por el camino real, arrastrando las sogas. Pero no es eso lo que Manco-Cápac quiere enseñarnos. En el descampado cubierto de grava que se abre en el remate del camino real, al pie del contrafuerte de la casa, dos guerrilleros ayudan a una mujer a apearse de la tina de una camioneta. Desciende de espaldas, las nalgas muy apretadas dentro de los blue jeans, y lleva una blusa típica bordada en colores, tan corta que deja descubierta su cintura, sandalias plateadas de tacón alto, y un sombrero de palma que defiende con ambas manos cuando un repentino soplo de viento quiere arrebatarlo de su cabeza. Ya en tierra se sacude el polvo mientras los guerrilleros descargan su equipaje, un juego completo de valijas Samsonite de distintos tamaños, todas de color rojo. Podríamos creer que viene a veranear si no fuera por esos dos guerrilleros que la acompañan y por la novedad del paisaje: el camión quemado, la espesa humareda, los cadáveres que están enterrando más allá de los corrales, en la ronda del cañaveral, y la pestilencia de las reses muertas en el fuego cruzado, que la obliga a taparse la nariz, sin olvidar los racimos de zopilotes posados en las ramas de los jícaros, cada vez más numerosos.

¿La conoce o se la presento?, le dice Manco-Cápac, y él, extremando su docilidad, responde: Es la Yadira. Claro que sí, su Yadira, la agarramos escondida en la casa de un pastor pentecostal en el empalme de Virgen Morena, al lado del camino que va para Ochomogo, huyendo con todo ese montón de valijas que son de la misma raza de su cartapacio, ¿cómo puede alguien creer que va a escaparse con semejante equipaje, en plena guerra? ¿Dónde la van a poner a dormir?, pregunta él, tragando saliva, y siente vergüenza de la mansedumbre que aflauta su voz. Aquí, con usted no, ni quiera Dios, a tanta complacencia no llegamos, se ríe muy despacio Manco-Cápac, como si no le gustara otra cosa que oírse reír unas veces, y otras acariciarse con demora la barba, voy a dejarla en la casa del mandador, que de todas maneras huyó con toda su familia, y créamelo que lo hago por el bien suyo. ¿Por mi bien?, iba a decir, no iba a decir, dijo al fin, y Manco-Cápac, conteniendo un nuevo golpe de risa: sí, por su bien, y por el bien de la revolución, vaya y le llegan con el cuento a su señora esposa, qué iba a pensar ella de nosotros, usted libre es una cosa, se mete con su Yadira al aposento de los espejos, y se acabó, pero prisionero del poder popular, de ninguna manera.

Mi esposa Lorena está en Miami, respondió, sabiendo que era mentira, y alzó la barbilla para mirar a Manco-Cápac con rostro que a él le pareció de desafío, aunque en el aposento de los espejos hubiera visto más bien reflejado otro rostro, unos huesos desencajados bajo la calva lívida, el temblor impúdico de una boca que se aflojaba con cada palabra. ¿En Miami?, Manco-Cápac lo empujaba otra vez con suavidad, de vuelta a su silla episcopal. No importa, doctor, de todos modos las noticias tienen alas, y por eso vuelan.





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