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[139] SALI, Y UN MOMENTO después cabalgaba llevando por escolta diez lanzas, escogidas, de Borbón. No hicimos parada hasta San Pelayo de Ariza. Allí supe que una facción alfonsina había cortado el puente de Omellín: Pregunté si era hacedero pasar el río, y me dijeron que no: El vado con las crecidas estaba imposible, y la barca había sido quemada. Hacíase forzoso volver atrás y seguir el camino de los [140] montes para cruzar el río por el puente de Arnáiz. Yo quería, ante todo, dar cumplimiento a la misión que llevaba, y no vacilé, aun cuando suponía llena de riesgos aquella ruta, cosa que con los mayores extremos confirmó el guía, un viejo aldeano con tres hijos mozos en los Ejércitos del Señor Rey Don Carlos.

Antes de emprender la jornada bajamos con los caballos a que bebiesen en el río, y al mirar tan cerca la otra orilla, sentí la tentación de arriesgarme. Consulté con mis hombres, y como unos se mostrasen resueltos mientras otros dudaban, puse fin a tales pláticas entrándome río adentro con mi caballo: El animal tembloroso sacudía las orejas: Ya nadaba con el agua a la cincha, cuando en la otra ribera asomó una vieja cargada de leña, y comenzó a gritarnos. Al pronto supuse que [141] nos advertía lo peligroso del paso. A mitad de la corriente, entendí mejor sus voces.

-¡Teneos, mis hijos! No paséis por el amor de Dios. Todo el camino está cubierto de negros alfonsistas...

Y echando al suelo el haz de leña, bajó hasta meterse con los zuecos en el agua, los brazos en alto como una sibila aldeana, clamorosa, desesperada y adusta:

-¡Dios Nuestro Señor quiere probarnos y saber ansí la fe que cada uno tiene en la su ánima, y la firme conciencia de los procederes!... ¡Cuentan y no acaban que han ganado una gran batalla! Abuín, Tafal, Endrás, Otáiz, todo es de los negros, mis hijos...

Me volví a mirar el talante que mostraba mi gente y halléme que retrocedía acobardada. En el mismo instante sonaron algunos [142] tiros, y pude ver en el agua el círculo de las balas que caían cerca de mí. Apresuréme para ganar la otra orilla, y cuando ya mi caballo se erguía asentando los cascos en la arena, sentí en el brazo izquierdo el golpe de una bala y correr la sangre caliente por la mano adormecida. Mis jinetes, doblados sobre el arzón, ya trepaban al galope por una cuesta entre húmedos jarales. Con los caballos cubiertos de sudor entramos en la aldea. Hice llamar a un curandero que me puso el brazo entre cuatro cañas, y sin más descanso ni otra prevención, tomé con mis diez lanzas el camino de los montes. El guía, que caminaba a pie al diestro de mi caballo, no cesaba de augurar nuevos riesgos.

Los dolores que mi brazo herido me causaban eran tan grandes, que los soldados de [143] la escolta viendo mis ojos encendidos por la fiebre, y mi rostro de cera, y mis barbas sombrías, que en pocas horas simulaban haber crecido como en algunos cadáveres, guardaban un silencio lleno de respeto. El dolor casi me nublaba los ojos, y como mi caballo corría abandonada sobre el borrén la rienda, al cruzar una aldea faltó poco para que atropellase a dos mujeres que caminaban juntas, enterrándose en los lodazales. Gritaron al apartarse, fijándome los ojos asustados: Una de aquellas mujeres me reconoció:

-¡Marqués!

Me volví con un gesto de dolorida indiferencia:

-¿Qué quiere usted, señora?

-¿No se acuerda usted de mí?

Y se acercó, descubriéndose un poco la [144] cabeza que se tocaba con una mantilla de aldeana navarra. Yo vi un rostro arrugado y unos ojos negros, de mujer enérgica y buena. Quise recordar:

-¿Es usted?...

Y me detuve indeciso. Ella acudió en mi ayuda:

-¡Sor Simona, Marqués!... ¿Parece mentira que no se acuerde?

Yo repetí desvanecida la memoria:

-Sor Simona...

-¡Si me ha visto cien veces cuando estábamos en la frontera con el Rey! ¿Pero qué tiene? ¿Está herido?

Por toda respuesta le mostré mi mano lívida, con las uñas azulencas y frías. Ella la examinó un momento, y acabó exclamando con bondadoso ímpetu:

[145] -Usted no puede seguir así, Marqués.

Yo murmuré:

-Es preciso que cumpla una orden del Rey.

-Aunque haya de cumplir cien órdenes. Tengo visto en esta guerra muchos heridos, y le digo que ese brazo no espera... Por lo tanto que espere el Rey.

Y tomó el diestro de mi caballo para hacerle torcer de camino. En aquella cara arrugada y morena, los ojos negros y ardientes de monja fundadora, estaban llenos de lágrimas: Volviéndose a los soldados, les dijo:

-Venid detrás, muchachos.

Hablaba con ese tono autoritario y enternecido, que yo había escuchado tantas veces a las viejas abuelas mayorazgas. Aun cuando el dolor me robaba toda energía, llevado de [146] mis hábitos galantes hice un esfuerzo por apearme. Sor Simona se opuso con palabras que a la vez eran bruscas y amables. Obedecí, falto de toda voluntad, y entramos por una calle de huertos y casuchas bajas que humeaban en la paz del crepúsculo, esparciendo en el aire el olor de la pinocha quemada. Yo percibía como en un sueño las voces de algunos niños que jugaban, y los gritos furibundos de las madres. Las ramas de un sauce que vertía su copa fuera de la tapia, me dieron en la cara. Inclinándome en la silla pasé bajo su sombra adversa.



[147] NOS DETUVIMOS ante una de esas hidalgas casonas aldeanas, con piedra de armas sobre la puerta y ancho zaguán donde se percibe el aroma del mosto, que parece pregonar la generosa voluntad. Estaba en una plaza donde crecía la yerba: En el ámbito desierto resonaba el martillo del herrador y el canto de una mujeruca que remendaba su refajo. Sor Simona me dijo, mientras me ayudaba a descabalgar:

[148] -Aquí tenemos nuestro retiro, desde que los republicanos quemaron el convento de Abarzuza... ¡La furia que les entró cuando la muerte de su General!

Yo interrogué vagamente:

-¿Qué General?

-¡Don Manuel de la Concha!

Entonces recordé haber oído, no sabía cuándo ni dónde, que la nueva de aquel suceso, una monja con disfraz de aldeana, hubo de llevarla a Estella. La monja, por ganar tiempo, había caminado toda la noche a pie, en medio de una tormenta, y al llegar fué tomada por visionaria. Era Sor Simona. Al darse a conocer aun me lo recordó sonriendo:

-¡Ay, Marqués, creí que aquella noche me fusilaban!

Yo subía, apoyado en su hombro, la ancha [149] escalera de piedra, y delante de nosotros subía la compañera de Sor Simona. Era casi una niña, con los ojos aterciopelados, muy amorosos y dulces. Se adelantó para llamar, y nos abrió la hermana portera:

-¡Deo gracias!

-¡A Dios sean dadas!

Sor Simona me dijo:

-Aquí tenemos nuestro hospital de sangre.

Yo distinguí en el fondo crepuscular de una sala blanca entarimada de nogal, un grupo de mujeres con tocas, sentadas en sillas bajas de enea, haciendo hilas y rasgando vendajes. Sor Simona ordenó:

-Dispongan una cama en la celda donde estuvo Don Antonio Dorregaray.

Dos monjas se levantaron y salieron: Una de ellas llevaba a la cintura un gran manojo [150] de llaves. Sor Simona, ayudada por la niña que viniera acompañándola, comenzó a desatar el vendaje de mi brazo:

-Vamos a ver cómo está. ¿Quién le puso estas cañas?

-Un curandero de San Pelayo de Ariza.

-¡Válgame Dios! ¿Le dolerá mucho?

-¡Mucho!

Libre de las ligaduras que me oprimían el brazo, sentí un alivio, y me enderecé con súbita energía:

-Háganme una cura ligera, para que pueda continuar mi camino.

Sor Simona murmuró con gran reposo:

-¡Siéntese!... No hable locuras. Ya me dirá cuál es esa orden del Rey... Si fuese preciso, la llevaré yo misma.

Me senté, cediendo al tono de la monja:

[151] -¿Qué pueblo es éste?

-Villarreal de Navarra.

-¿Cuánto dista de Amelzu?

-Seis leguas.

Yo murmuré reprimiendo una queja:

-Las órdenes que llevo son para el Cura de Orio.

-¿Qué órdenes son?

-Que me entregue unos prisioneros. Es preciso que hoy mismo me aviste con él.

Sor Simona movió la cabeza:

-Ya le digo que no piense en tales locuras. Yo me encargo de arreglar eso. ¿Qué prisioneros son los que ha de entregarle?

-Dos extranjeros a quienes ha ofrecido quemar por herejes.

La monja rió celebrándolo:

-¡Qué cosas tiene ese bendito!

[152] Yo, reprimiendo una queja, también me reí. Un momento mis ojos encontraron los ojos de la niña, que asustados y compasivos, se alzaban de mi brazo amarillento donde se veía el cárdeno agujero de la bala. Sor Simona le advirtió en voz baja:

-Maximina, que pongas sábanas de hilo en la cama del Señor Marqués.

Salió presurosa: Sor Simona me dijo:

-Estaba viendo que rompía a llorar. ¡Es una criatura buena como los ángeles!

Yo sentí el alma llena de ternura por aquella niña de los ojos aterciopelados, compasivos y tristes. La memoria acalenturada, comenzó a repetir unas palabras con terca insistencia:

-¡Es feúcha! ¡Es feúcha! ¡Es feúcha!...

Me acosté con ayuda de un soldado y una [153] vieja criada de las monjas. Sor Simona llegó a poco, y, sentándose a mi cabecera, comenzó:

-He mandado un aviso al alcalde, para que aloje a la gente que usted trae. El médico viene ahora, está terminando la visita en la sala de Santiago.

Yo asentí con apagada sonrisa. Poco después, oíamos en el corredor una voz cascada y familiar, hablando con las monjas que respondían melifluas. Sor Simona murmuró:

-Ya está ahí.

Todavía pasó algún tiempo hasta que el médico asomó en la puerta, tatareando un zorcico: Era un viejo jovial, de mejillas bermejas y ojos habladores, de una malicia ingenua: Deteniéndose en el umbral, exclamó:

-¿Qué hago? ¿Me quito la boina?

[154] Yo murmuré débilmente:

-No, señor.

-Pues no me la quito. Aun cuando quien debiera autorizarlo era la Madre Superiora... Veamos qué tiene el valiente caporal.

Sor Simona murmuró con severa cortesía de señora antigua:

-Este caporal es el Marqués de Bradomín.

Los ojos alegres del viejo, me miraron con atención:

-De oídas le conocía mucho.

Calló inclinándose para examinarme la mano, y comenzando a desatar el vendaje, se volvió un momento:

-¿Sor Simona, quiere hacerme el favor de aproximar la luz?

La monja acudió. El médico me descubrió el brazo hasta el hombro, y deslizó sus dedos [155] oprimiéndolo: Sorprendido levantó la cabeza:

-¿No duele?

Yo respondí con voz apagada:

-¡Algo!

-¡Pues grite! Precisamente hago el reconocimiento para saber dónde duele.

Volvió a empezar deteniéndose mucho, y mirándome a la cara: Bordeando el agujero de la bala me hincó más fuerte los dedos:

-¿Duele aquí?

-Mucho.

Oprimió más, y sintióse un crujido de huesos. Por la cara del médico pasó como una sombra y murmuró dirigiéndose a la monja, que alumbraba inmóvil:

-Están fracturados el cúbito y el radio, y con fractura conminuta.

Sor Simona, asintió con los ojos. El médico [156] bajó la manga cuidadosamente, y mirándome cara a cara, me dijo:

-Ya he visto que es usted un hombre valiente.

Sonreí con tristeza, y hubo un momento de silencio. Sor Simona dejó la luz sobre la mesa y tornó al borde de la cama. Yo veía en la sombra las dos figuras atentas y graves. Comprendiendo la razón de aquel silencio, les hablé:

-¿Será preciso amputar el brazo?

El médico y la monja se miraron. Leí en sus ojos la sentencia, y sólo pensé en la actitud que a lo adelante debía adoptar con las mujeres para hacer poética mi manquedad. ¡Quién la hubiera alcanzado en la más alta ocasión que vieron los siglos! Yo confieso que entonces más envidiaba aquella gloria [157] al divino soldado, que la gloria de haber escrito el Quijote. Mientras cavilaba estas locuras volvió el médico a descubrirme el brazo y acabó declarando que la gangrena no consentía esperas. Sor Simona le llamó con un gesto, y apartados en un extremo de la estancia los vi conferenciar en secreto. Después la monja volvió a mi cabecera:

-Hay que tener ánimo, Marqués.

Yo murmuré:

-Lo tengo, Sor Simona.

Y volvió a repetir la buena Madre:

-¡Mucho ánimo!

La miré fijamente, y le dije:

-¡Pobre Sor Simona, no sabe cómo anunciármelo!

La monja guardó silencio y la vaga esperanza que yo había conservado hasta entonces, [158] huyó como un pájaro que vuela en el crepúsculo: Yo sentí que era mi alma como viejo nido abandonado. La monja susurró:

-Es preciso tener conformidad con las desgracias que nos manda Dios.

Alejóse con leve andar, y vino el médico a mi cabecera: Un poco receloso le dije:

-¿Ha cortado usted muchos brazos, Doctor?

Sonrió, afirmando con la cabeza:

-Algunos, algunos.

Entraban dos monjas, y se apartó para ayudarlas a disponer sobre una mesa hilas y vendajes. Yo seguía con los ojos aquellos preparativos, y experimentaba un goce amargo y cruel, dominando el femenil sentimiento de compasión que nacía en mí ante la propia desgracia. El orgullo, mi gran virtud, [159] me sostenía. No exhalé una queja ni cuando me rajaron la carne, ni cuando serraron el hueso, ni cuando cosieron el muñón. Puesto el último vendaje, Sor Simona murmuró, con un fuego simpático en los ojos:

-¡No he visto nunca tanto ánimo!

Y los acólitos que habían asistido al sacrificio, prorrumpieron también en exclamaciones:

-¡Qué valor!

-¡Cuánta entereza!

-¡Y nos pasmábamos del General!

Yo sospeché que me felicitaban, y les dije con voz débil:

-¡Gracias, hijos míos!

Y el médico que se lavaba la sangre de las manos, les advirtió jovial:

-Dejadle que descanse...

[160] Cerré los ojos para ocultar dos lágrimas que acudían a ellos, y sin abrirlos advertí que la estancia quedaba a oscuras. Después unos pasos tenues vagaron en torno mío, y no sé si mi pensamiento se desvaneció en un sueño o en un desmayo.



[161] ERA TODO SILENCIO en torno mío, y al borde de mi cama una sombra estaba en vela. Abrí los párpados en la vaga oscuridad, y la sombra se acercó solícita: Unos ojos aterciopelados, compasivos y tristes, me interrogaron:

-¿Sufre mucho, señor?

Eran los ojos de la niña, y al reconocerlos sentí como si las aguas de un consuelo me refrescasen la aridez abrasada del alma. Mi [162] pensamiento voló como una alondra rompiendo las nieblas de la modorra donde persistía la conciencia de las cosas reales, angustiada, dolorida y confusa. Alcé con fatiga el único brazo que me quedaba, y acaricié aquella cabeza que parecía tener un nimbo de tristeza infantil y divina. Se inclinó besándome la mano, y al incorporarse tenía el terciopelo de los ojos brillante de lágrimas. Yo le dije:

-No tengas pena, hija mía.

Hizo un esfuerzo para serenarse, y murmuró conmovida:

-¡Es usted muy valiente!

Yo sonreí un poco orgulloso de aquella ingenua admiración:

-Ese brazo no servía de nada.

La niña me miró, con los labios trémulos, [163] abiertos sobre mí sus grandes ojos como dos florecillas franciscanas de un aroma humilde y cordial. Yo le dije deseoso de gustar otra vez el consuelo de sus palabras tímidas:

-Tú no sabes que si tenemos dos brazos es como un recuerdo de las edades salvajes, para trepar a los árboles, para combatir con las fieras... Pero en nuestra vida de hoy, basta y sobra con uno, hija mía... Además, espero que esa rama cercenada servirá para alargarme la vida, porque ya soy como un tronco viejo.

La niña sollozó:

-¡No hable usted así, por Dios! ¡Me da mucha pena!

La voz un poco aniñada se ungía con el mismo encanto que los ojos, mientras en la penumbra de la alcoba quedaba indeciso el [164] rostro menudo, pálido, con ojeras. Yo murmuré débilmente, enterrada la cabeza en las almohadas:

-Háblame, hija mía.

Ella repuso ingenua y casi riente, como si pasase por sus palabras una ráfaga de alegría infantil:

-¿Por qué quiere usted que le hable?

-Porque el oirte me hace bien. Tienes la voz balsámica.

La niña quedóse un momento pensativa y luego repitió, como si buscase en mis palabras un sentido oculto:

-¡La voz balsámica!

Y recogida en su silla de enea, a la cabecera de mi lecho, permaneció silenciosa, pasando lentamente las cuentas del rosario. Yo la veía al través de los párpados flojos, hundido [165] en el socavón de las almohadas que parecían contagiarme la fiebre, caldeadas, quemantes. Poco a poco, volvieron a cercarme las nieblas del sueño, un sueño ingrávido y flotante, lleno de agujeros, de una geometría diabólica. Abrí los ojos de pronto, y la niña me dijo:

-Ahora se fué la Madre Superiora. Me ha reñido, porque dice que le fatigo a usted con mi charla, de manera que va usted a estarse muy callado.

Hablaba sonriendo, y en su cara triste y ojerosa, era la sonrisa como el reflejo del sol en las flores humildes, cubiertas de rocío. Recogida en su silla de enea, me fijaba los ojos llenos de sueños tristes. Yo al verla sentía penetrada el alma de una suave ternura, ingenua como amor de abuelo que [166] quiere dar calor a sus viejos días consolando las penas de una niña y oyendo sus cuentos. Por oír su voz, le dije:

-¿Cómo te llamas?

-Maximina.

-Es un nombre muy bonito.

Me miró poniéndose encendida, y repuso risueña y sincera:

-¡Será lo único bonito que tenga!

-Tienes también muy bonitos los ojos.

-Los ojos podrá ser... ¡Pero soy toda yo tan poca cosa!...

-¡Ay!... Adivino que vales mucho.

Me interrumpió muy apurada:

-No, señor, ni siquiera soy buena.

Tendí hacia ella mi única mano:

-La niña más buena que he conocido.

-¡Niña!... Una mujer enana, Señor Marqués. [167] ¿Cuántos años cree usted que tengo?

Y puesta en pie, cruzaba los brazos ante mí, burlándose ella misma de ser tan pequeña. Yo le dije con amable zumba:

-¡Acaso tengas veinte años!

Me miró muy alegre:

-¡Cómo se burla usted de mí!... Aún no tengo quince años, Señor Marqués... ¡Si creí que iba usted a decir doce!... ¡Ay, que le estoy haciendo hablar y no me prohibió otra cosa la Madre Superiora!

Sentóse muy apurada y se llevó un dedo a los labios al tiempo que sus ojos demandaban perdón. Yo insistí en hacerla hablar:

-¿Hace mucho que eres novicia?

Ella, sonriente, volvió a indicar el silencio: Después murmuró:

-No soy novicia: Soy educanda.

[168] Y sentada en la silla de enea quedó abstraída. Yo callaba, sintiendo sobre mí el encanto de aquellos ojos poblados por los sueños. ¡Ojos de niña, sueños de mujer! ¡Luces de alma en pena en mi noche de viejo!



[169] LAS TROPAS leales cruzaban la calle batiendo marcha. Se oía el bramido fanático del pueblo que acudía a verlas. Unos gritaban:

-¡Viva Dios!

Otros gritaban arrojando al aire las boinas:

-¡Viva el Rey! ¡Viva Carlos VII!

Recordé de pronto las órdenes que llevaba y quise incorporarme, pero el dolor del brazo amputado me lo impidió: Era un dolor sordo que me fingía tenerlo aún, pesándome [170] como si fuese de plomo. Volviendo los ojos a la novicia le dije con tristeza y burla:

-¡Hermana Maximina, quieres llamar en mi ayuda a la Madre Superiora?

-No está la Madre Superiora... ¡Si yo puedo servirle!

La contemplé sonriendo:

-¿Y te atreverías a correr por mí un gran peligro?

La novicia bajó los ojos, mientras en las mejillas pálidas florecían dos rosas:

-Yo sí.

-¡Tú, mi pobre pequeña!

Callé, porque la emoción embargaba mi voz, una emoción triste y grata al mismo tiempo: Yo adivinaba que aquellos ojos aterciopelados y tristes serían ya los últimos que me mirasen con amor. Era mi emoción como la del moribundo que contempla los encendidos oros de la tarde y sabe que aquella tarde tan bella es la última. La novicia levantando hacia mí sus ojos, murmuró:

-No se fije en que soy tan pequeña, Señor Marqués.

Yo le dije sonriendo.

-¡A mí me pareces muy grande, hija mía!... Me imagino que tus ojos se abren allá en el cielo.

Ella me miró risueña, al mismo tiempo que con una graciosa seriedad de abuela repetía:

-¡Qué cosas!... ¡Qué cosas dice este señor!

Yo callé contemplando aquella cabeza llena de un encanto infantil y triste. Ella, después de un momento me interrogó con la adorable timidez que hacía florecer las rosas en sus mejillas:

[172] -¿Por qué me ha dicho si me atrevería a correr un peligro?...

Yo sonreí:

-No fué eso lo que te dije, hija mía. Te dije si te atreverías a correrlo por mí.

La novicia calló, y vi temblar sus labios que se tornaron blancos. Al cabo de un momento murmuró sin atreverse a mirarme, inmóvil en su silla de enea, con las manos en cruz:

-¿No es usted mi prójimo?

Yo suspiré:

-Calla, por favor, hija mía.

Y me cubrí los ojos con la mano, en una actitud trágica. Así permanecí mucho tiempo esperando que la niña me interrogase, pero como la niña permanecía muda, me decidí a ser el primero en romper aquel largo silencio:

[173] -Qué daño me han hecho tus palabras: Son crueles como el deber.

La niña murmuró:

-El deber es dulce.

-El deber que nace del corazón, pero no el que nace de una doctrina.

Los ojos aterciopelados y tristes me miraron serios:

-No entiendo sus palabras, señor.

Y después de un momento, levantándose para mullir mis almohadas, murmuró apenada de ver mi ceño adusto:

-¿Qué peligro era ese, Señor Marqués?

Yo la miré todavía severo:

-Era un vago hablar, Hermana Maximina.

-¿Y por qué deseaba ver a la Madre Superiora?

[174] -Para recordarle un ofrecimiento que me hizo y del cual se ha olvidado.

Los ojos de la niña me miraron risueños:

-Yo sé cuál es: Que se viese con el Cura de Orio. ¿Pero quién le ha dicho que se ha olvidado? Entró aquí para despedirse de usted, y como dormía no quiso despertarle.

La novicia calló para correr a la ventana. De nuevo volvían a resonar en la calle los gritos con que el pueblo saludaba a las tropas leales:

-¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!

La novicia tomó asiento en uno de los poyos que flanqueaban la ventana, aquella ventana angosta, de vidrios pequeños y verdeantes, única que tenía la estancia. Yo le dije:

-¿Por qué te vas tan lejos, hija mía?

-Desde aquí también le oigo.

[175] Y me enviaba la piadosa tristeza de sus ojos sentada al borde de la ventana desde donde se atalayaba un camino entre álamos secos, y un fondo de montes sombríos, manchados de nieve. Como en los siglos mediovales *medievales* y religiosos llegaban desde la calle las voces del pueblo: ¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!



[177] EXALTABA la fiebre mis pensamientos. Dormía breves instantes, y despertábame con sobresalto, sintiendo aferrada y dolorida en un término remoto, la mano del brazo cercenado. Fué para mí todo el día de un afán angustioso. Sor Simona entró al anochecer, saludándome con aquella voz grave y entera que tenía como levadura de las rancias virtudes castellanas:

-¿Qué tal van esos ánimos, Marqués?

[178] -Decaídos, Sor Simona.

La monja sacudió bravamente el agua que mojaba su mantilla de aldeana:

-¡Vaya que me ha costado trabajo convencer a ese bendito Cura de Orio!...

Yo murmuré débilmente:

-¿Le ha visto?

-De allá vengo... Cinco horas de camino, y una hora de sermón hasta que me cansé y le hablé fuerte... Tentaciones tuve de arañarle la cara y hacer de Infanta Carlota. ¡Dios me lo perdone!... No sé ni lo que hablo. El pobre hombre no había pensado nunca en quemar a los prisioneros, pero quería retenerlos para ver si los convertía. En fin, ya están aquí.

Yo me incorporé en las almohadas:

-¡Sor Simona, quiere usted autorizarles a entrar?

[179] La Madre Superiora se asomó a la puerta y gritó:

-Sor Jimena, que pasen esos señores.

Luego volviendo a mi cabecera, murmuró:

-Se conoce que son personas de calidad. Uno de ellos parece un gigante. El otro es muy joven, con cara de niña, y sin duda era estudiante allá en su tierra, porque habla el latín mejor que el Cura de Orio.

La Madre Superiora calló poniendo atención a unos pasos lentos y cansados que se acercaban corredor adelante, y quedó esperando vueltos los ojos a la puerta, donde no tardó en asomar una monja llena de arrugas, con tocas muy almidonadas y un delantal azul: En la frente y en las manos tenía la blancura de las hostias:

-Madrecica, esos caballeros venían tan [180] cansados y arrecidos que les he llevado a la cocina para que se calienten unas migajicas. ¡Viera cómo se quedan comiendo unas sopicas de ajo con que les he regalado! Si parece que no habían catado en tres días cosa de sustancia. ¿La Madrecica ha reparado cómo se les conoce en las manos pulidas ser personas de mucha calidad?

Sor Simona repuso con una sonrisa condescendiente:

-Algo de eso he reparado.

-El uno es tenebroso como un alcalde mayor, pero el otro es un bien rebonico zagal para sacarlo en un paso de procesión, con el tontillo de seda y las alicas de pluma, en la guisa que sale el Arcángel San Rafael.

La Madre Superiora sonreía oyendo a la monja, cuyos ojos azules y límpidos conservaban [181] un candor infantil entre los párpados llenos de arrugas. Con jovial entereza le dijo:

-Sor Jimena, con las sopas de ajo le sentará mejor que las alicas de pluma, un trago de vino rancio.

-¡Y tiene razón, Madrecica! Ahora voy a encandilarles con él.

Sor Jimena salió arrastrando los pies, encorvada y presurosa. Los ojos de la Madre Superiora la miraron salir llenos de indulgente compasión:

-¡Pobre Sor Jimena, ha vuelto a ser niña!

Después tomó asiento a mi cabecera y cruzó las manos. Anochecía y los vidrios llorosos de la ventana dejaban ver sobre el perfil incierto de los montes, la mancha de la nieve argentada por la luna. Se oía lejano el toque de una corneta. Sor Simona me dijo:

[182] -Los soldados que vinieron con usted han hecho verdaderos horrores. El pueblo está indignado con ellos y con los muchachos de una partida que llegó ayer. Al escribano Arteta le han dado cien palos por negarse a desfondar una pipa y convidarlos a beber, y a Doña Rosa Pedrayes la han querido emplumar porque su marido, que murió hace veinte años, fué amigo de Espartero. Cuentan que han subido los caballos al piso alto, y que en las consolas han puesto la cebada para que comiesen. ¡Horrores!

Seguía oyéndose el toque vibrante y luminoso de la corneta que parecía dar sus notas al aire como un despliegue de bélicas banderas. Yo sentí alzarse dentro de mí el ánimo guerrero, despótico, feudal, este noble ánimo atávico, que haciéndome un hombre de [183] otros tiempos, hizo en éstos mi desgracia. ¡Soberbio Duque de Alba! ¡Glorioso Duque de Sesa, de Terranova y Santangelo! ¡Magnífico Hernán Cortés!: Yo hubiera sido alférez de vuestras banderas en vuestro siglo. Yo siento, también, que el horror es bello, y amo la púrpura gloriosa de la sangre, y el saqueo de los pueblos, y a los viejos soldados crueles, y a los que violan doncellas, y a los que incendian mieses, y a cuantos hacen desafueros al amparo del fuero militar. Alzándome en las almohadas se lo dije a la monja:

-Señora, mis soldados guardan la tradición de las lanzas castellanas, y la tradición es bella como un romance y sagrada como un rito. Si a mí vienen con sus quejas, así se lo diré a esos honrados vecinos de Villarreal de Navarra.

[184] Yo vi en la oscuridad que la monja se enjugaba una lágrima: Con la voz emocionada, me habló:

-Marqués, yo también se lo dije así... No con esas palabras, que no sé hablar con tanta elocuencia, pero sí en el castellano claro de mi tierra. ¡Los soldados deben ser soldados, y la guerra debe ser guerra!

En esto la otra monja llena de arrugas, risueña bajo sus tocas blancas y almidonadas, abrió la puerta tímidamente y asomó con una luz, pidiendo permiso para que entrasen los prisioneros. A pesar de los años reconocí al gigante: Era aquel príncipe ruso que provocara un día mi despecho, cuando allá en los países del sol quiso seducirle la Niña Chole. Viendo juntos a los dos prisioneros, lamenté más que nunca no poder [185] gustar del bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas. En aquella ocasión hubiera sido mi botín de guerra y una hermosa venganza, porque era el compañero del gigante el más admirable de los efebos. Considerando la triste aridez de mi destino, suspiré resignado. El efebo me habló en latín, y en sus labios el divino idioma evocaba el tiempo feliz en que otros efebos sus hermanos, eran ungidos y coronados de rosas por los emperadores:

-Señor, mi padre os da las gracias.

Con aquella palabra padre, alta y sonora, era también cómo sus hermanos nombraban a los emperadores. Y le dije enternecido:

-¡Que los dioses te libren de todo mal, hijo mío!

Los dos prisioneros se inclinaron. Creo [186] que el gigante me reconoció, porque advertí en sus ojos una expresión huidiza y cobarde. Incapaz para la venganza, al verlos partir recordé a la niña de los ojos aterciopelados y tristes, y lamenté con un suspiro, que no tuviese las formas gráciles de aquel efebo.



[187] TODA LA NOCHE hubo sobresalto y lejano tiroteo de fusilería. Al amanecer comenzaron a llegar heridos y supimos que la facción alfonsina ocupaba el Santuario de San Cernín. Los soldados cubiertos de lodo exhalaban un vaho húmedo, de los ponchos: Bajaban sin formación por los caminos del monte: Desanimados y recelosos murmuraban que habían sido vendidos.

Yo había obtenido permiso para levantarme, [188] y con la frente apoyada en los cristales de la ventana contemplaba los montes envueltos en la cortina cenicienta de la lluvia. Me sentía muy débil, y al verme en pie con mi brazo cercenado, confieso que era grande mi tristeza. Exaltábase mi orgullo, y sufría presintiendo el goce de algunas viejas amigas de quien no hablaré jamás en mis Memorias. Pasé todo el día en sombrío abatimiento, sentado en uno de los poyos que guarnecían la ventana. La niña de los ojos aterciopelados y tristes, me hizo compañía largos ratos. Una vez le dije:

-¡Hermana Maximina, qué bálsamo me traes?

Ella, sonriendo llena de timidez, vino a sentarse en el otro poyo de la ventana. Yo cogí su mano y comencé a explicarle:

[189] -Hermana Maximina, tú eres dueña de tres bálsamos: Uno lo dan tus palabras, otro tus sonrisas, otro tus ojos de terciopelo...

Con la voz apagada y un poco triste, le hablaba de esta suerte, como a una niña a quien quisiera distraer con un cuento de hadas. Ella me respondía:

-No le creo a usted, pero me gusta mucho oirle... ¡Sabe usted decir todas las cosas, como nadie sabe!...

Y toda roja enmudecía. Después limpiaba los cristales empañados, y mirando al huerto quedábase abstraída. El huerto era triste: Bajo los árboles crecía la yerba espontánea y humilde de los cementerios, y la lluvia goteaba del ramaje sin hojas, negro, adusto. En el brocal del pozo saltaban esos pájaros gentiles que llaman de las nieves, al pie de [190] la tapia balaba una oveja tirando de la jareta que la sujetaba, y por el fondo nublado del cielo iba una bandada de cuervos. Yo repetía en voz baja:

-¡Hermana Maximina!

Volvióse lentamente, como una niña enferma a quien ya no alegran los juegos:

-¿Qué mandaba usted, Señor Marqués?

En sus ojos de terciopelo parecía haber quedado toda la tristeza del paisaje. Yo le dije:

-Hermana Maximina, se abren las heridas de mi alma, y necesito alguno de tus bálsamos. ¿Cuál quieres darme?

-El que usted quiera.

-Quiero el de tus ojos.

Y se los besé paternalmente. Ella batió muchas veces los párpados y quedó seria, [191] contemplando sus manos delicadas y frágiles de mártir infantil. Yo sentía que una profunda ternura me llenaba el alma con voluptuosidad nunca gustada. Era como si un perfume de lágrimas se vertiese en el curso de las horas felices. Volví a murmurar:

-Hermana Maximina...

Y ella, sin alzar la cabeza respondió con la voz vaga y dolorosa:

-Diga, Señor Marqués.

-Digo que eres avara de tus tesoros. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no me sonríes, Hermana Maximina?

Levantó los ojos tristes y lánguidos como suspiros:

-Estaba pensando que llevaba usted muchas horas de pie. ¿No le hará a usted daño?

Yo tomé sus dos manos y la atraje hacia mí:

[192] -No me hará daño si me haces el don de tus bálsamos.

Por primera vez la besé en los labios: Estaban helados. Olvidé el tono sentimental y con el fuego de los años juveniles le dije:

-¿Serías capaz de quererme?

Ella se estremeció sin responderme. Yo volví a repetir:

-¿Serías capaz de quererme, con tu alma de niña?

-Sí... ¡Le quiero! ¡Le quiero!

Y se arrancó de mis brazos demudada. Huyó y no volví a verla en todo aquel día. Sentado en el poyo de la ventana permanecí mucho tiempo. La luna se levantaba sobre los montes en un cielo anubarrado y fantástico: El huerto estaba oscuro: La casa en santa paz. Sentí que a mis párpados acudía [193] el llanto: Era la emoción del amor, que da una profunda tristeza a las vidas que se apagan. Como la mayor ventura soñé que aquellas lágrimas fuesen enjugadas por la niña de los ojos aterciopelados y tristes. El murmullo del rosario que rezaban las monjas en comunidad, llegaba hasta mí como un eco de aquellas almas humildes y felices que cuidaban a los enfermos cual a los rosales de su huerto, y amaban a Dios Nuestro Señor. Por la sombra del cielo iba la luna sola, lejana y blanca como una novicia escapada de su celda. ¡Era la Hermana Maximina!



[195] DESPUES de una noche en lucha con el pecado y el insomnio, nada purifica el alma como bañarse en la oración y oir una misa al rayar el día. La oración entonces es también un rocío matinal y la calentura del Infierno se apaga con él. Yo como he sido un gran pecador, aprendí esto en los albores de mi vida, y en aquella ocasión no podía olvidarlo. Me levanté al oir el esquilón de las monjas, y arrodillado en el presbiterio, [196] tiritando bajo mi tabardo de soldado, atendí la misa que celebró el capellán. Algunos mocetones flacos, envueltos en mantas y con las frentes vendadas, se perfilaban en la sombra de uno y de otro muro, arrodillados sobre las tarimas. En el ámbito oscuro resonaban las toses cavadas y tísicas, apagando el murmullo del latín litúrgico. Terminada la misa, salí al patio que mostraba su enlosado luciente por la lluvia. Los soldados convalecientes paseaban: La fiebre les había descarnado las mejillas y hundido los ojos: A la luz del amanecer parecían espectros: Casi todos eran mozos aldeanos enfermos de fatiga y de nostalgia. Herido en batalla sólo había uno: Yo me acerqué a conversar con él: Viéndome llegar se cuadró militarmente. Le interrogué:

-¿Qué hay, muchacho?

[197] -Aquí, esperando que me echen a la calle.

-¿Dónde te han herido?

-En la cabeza.

-Te pregunto en qué acción.

-Un encuentro que tuvimos cerca de Otáiz.

-¿Qué tropas?

-Nosotros solos contra dos compañías de Ciudad Rodrigo.

-¿Y quiénes sois vosotros?

-Los muchachos del fraile. Yo era la primera vez que entraba en fuego.

-¿Y quién es el Fraile?

-Uno que estaba en Estella.

-¿Fray Ambrosio?

-Creo que ése.

-¿Pues tú no le conoces?

-No, señor. Quien nos mandaba era Miquelcho. El Fraile decían que estaba herido.

[198] -¿Tú no eras de la partida?

-No, señor. A mí, junto con otros tres, me habían cogido al pasar por Omellín.

-¿Y os obligaron a seguirlos?

-Sí, señor. Hacían leva.

-¿Y cómo se ha batido la gente del Fraile?

-A mi parecer bien. Les hemos tumbado siete a los del pantalón encarnado. Los esperamos ocultos en un ribazo del camino: Venían muy descuidados cantando...

El muchacho se interrumpió. Oíase lejano clamoreo de femeniles voces asustadas. Las voces corrían la casa clamando:

-¡Qué desgracia!

-¡Virgen Santísima!

-¡Divino Jesús!

El clamoreo se apagó de pronto: La casa volvió a quedar en santa paz. Los soldados [199] hicieron comentarios y el suceso obtuvo distintas versiones. Yo me paseaba bajo los arcos y sin poner atención oía frases desgranadas que apenas bastaban a enterarme: Hablaban en este corro de una monja muy vieja y encamada que había prendido fuego a las cortinas de su lecho, y en aquel otro de una novicia muerta en su celda al pie del brasero. Fatigado del paseo bajo los arcos donde el viento metía la lluvia, me dirigí hacia mi estancia. En uno de los corredores hallé a Sor Jimena:

-¿Hermana, puede saberse qué ha ocurrido para esos lloros?

La monja vaciló un momento, y luego repuso sonriendo candorosa:

-¿Cuáles lloros?... ¡Ay, nada sabía!... Ocupadica en repartir un rancho a los chicarros. [200] ¡Virgen del Carmelo, da pena ver cómo vienen los pobreticos!

No quise insistir y fui a encerrarme en mi celda. Era una tristeza depravada y sutil la que llenaba mi alma. Lujuria larvade *larvada* de místico y de poeta. El sol matinal, un sol pálido de invierno, temblaba en los cristales de aquella ventana angosta que dejaba ver un camino entre álamos secos y un fondo de montes sombríos manchados de nieve. Los soldados seguían llegando diseminados. Las monjas reunidas en el huerto los recibían con amorosa solicitud y les curaban, después de lavarles las heridas con aguas milagrosas. Yo percibía el sordo murmullo de las voces dolientes y airadas. Todos murmuraban que habían sido vendidos. Presentí entonces el fin de la guerra, y contemplando [201] aquellas cumbres adustas de donde bajaban las águilas y las traiciones, recordé las palabras de la Señora: ¡Bradomín, que no se diga de los caballeros españoles, que habéis ido a lejanas tierras en busca de una princesa, para vestirla de luto!



[203] PULSARON con los artejos. Volví la cabeza, y en el umbral de la puerta descubrí a Sor Simona. No había reconocido la voz, tal era su mudanza. La monja, clavándome los ojos autoritarios, me dijo:

-Señor Marqués, vengo a comunicarle una grata noticia.

Hizo una pausa, con ánimo de dar más importancia a sus palabras, y sin adelantar un paso, inmóvil en la puerta, prosiguió:

[204] -El médico le ha dado de alta, y puede usted ponerse en camino sin peligro alguno.

Sorprendido miré a la monja queriendo adivinar sus pensamientos, pero aquel rostro permaneció impenetrable, envuelto en la sombra de las tocas. Lentamente superando el tono altanero con que la monja me había hablado, le dije:

-¿Cuándo debo partir, Reverenda Madre?

-Cuando usted quiera.

Sor Simona mostró intención de alejarse y con un gesto la detuve:

-Escuche usted, Señora Reverenda.

-¿Qué se le ofrece?

-Deseo decirle adiós a la niña que me acompañó en estos días tan tristes.

-Esa niña está enferma.

-¿Y no puedo verla?

[205] -No: Las celdas son clausura.

Ya había traspuesto el umbral, cuando volviendo resuelta sobre sus pasos entró de nuevo en la estancia y cerró la puerta. Con la voz vibrante de cólera y embargada de pena, me dijo:

-Ha cometido usted la mayor de sus infamias enamorando a esa niña.

Confieso que aquella acusación sólo despertó en mi alma un remordimiento dulce y sentimental:

-¡Sor Simona, imagina usted que con los cabellos blancos y un brazo de menos aún se puede enamorar!

La monja me clavó los ojos, que bajo los párpados llenos de arrugas fulguraban apasionados y violentos:

-A una niña que es un ángel, sí. Comprendiendo [206] que por su buen talle ya no puede hacer conquistas, finge usted una melancolía varonil que mueve a lástima el corazón! ¡Pobre hija, me lo ha confesado todo!

Yo repetí, inclinando la cabeza:

-¡Pobre hija!

Sor Simona retrocedió dando un grito:

-¡Lo sabía usted!

Sentí estupor y zozobra. Una nube pesada y negra envolvió mi alma, y una voz sin eco y sin acento, la voz desconocida del presagio, habló dentro sonámbula. Sentí terror de mis pecados como si estuviese próximo a morir. Los años pasados me parecieron llenos de sombras, como cisternas de aguas muertas. La voz de la corazonada repetía implacable dentro de mí aquellas palabras ya otra vez recordadas con terca insistencia. La monja [207] juntando las manos clamó con horror:

-¡Lo sabía usted!

Y su voz embargada por el espanto de mi culpa me estremeció. Parecíame estar muerto y escucharla dentro del sepulcro, como una acusación del mundo. El misterio de los dulces ojos aterciopelados y tristes era el misterio de mis melancolías en aquellos tiempos, cuando fui galán y poeta. ¡Ojos queridos! Yo los había amado porque encontraba en ellos los suspiros románticos de mi juventud, las ansias sentimentales que al malograrse me dieron el escepticismo de todas las cosas, la perversión melancólica y donjuanesca que hace las víctimas y llora con ellas. Las palabras de la monja, repetidas incesantemente, parecían caer sobre mí como gotas de un metal ardiente:

[208] -¡Lo sabía usted!

Yo guardaba un silencio sombrío. Hacía mentalmente examen de conciencia, queriendo castigar mi alma con el cilicio del remordimiento, y este consuelo de los pecadores arrepentidos también huyó de mí. Pensé que no podía compararse mi culpa con la culpa de nuestro origen, y aun lamenté con Jacobo Casanova, que los padres no pudiesen hacer en todos los tiempos la felicidad de sus hijos. La monja, con las manos juntas y el acento de horror y de duda, repetía sin cesar:

-¡Lo sabía usted! ¡Lo sabía usted!

Y de pronto clavándome los ojos ardientes y fanáticos, hizo la señal de la cruz y estalló en maldiciones. Yo, como si fuere el diablo, salí de la estancia. Bajé al patio donde estaban algunos soldados de mi escolta conversando [209] con los heridos, y di orden de tocar botasillas. Poco después el clarín alzaba su canto animoso y dominador como el de un gallo. Las diez lanzas de mi escolta se juntaron en la plaza: Regidos por sus jinetes piafaban los caballos ante el blasonado portón. Al montar eché mi brazo tan de menos que sentí un profundo desconsuelo, y buscando el bálsamo de aquellos ojos aterciopelados miré a las ventanas, pero las angostas ventanas de montante donde temblaba el sol de la mañana, permanecieron cerradas. Requerí las riendas, y sumido en desengañados pensamientos cabalgué al frente de mis lanzas. Al remontar un cerro me volví enviando el último suspiro al viejo caserón donde había encontrado el más bello amor de mi vida. En los cristales de una ventana vi temblar el reflejo [210] de muchas luces, y el presentimiento de aquella desgracia que las monjas habían querido ocultar, cruzó por mi alma con un vuelo sombrío de murciélago. Abandoné las riendas sobre el borrén, y me cubrí los ojos con la mano, para que mis soldados no me viesen llorar. En aquel sombrío estado de dolor, de abatimiento y de incertidumbre, a la memoria acalenturada volvían con terca insistencia unas palabras pueriles: ¡Es feúcha! ¡Es feúcha! ¡Es feúcha!



[211] FUE AQUELLA la más triste jornada de mi vida. Mis dolores y mis pensamientos no me daban un instante de paz. La fiebre tan pronto me abrasaba como me estremecía, haciéndome chocar diente con diente. Algunas veces un confuso delirio me embargaba, y las ideas quiméricas, funambulescas, ingrávidas, se trasmudaban con angustioso devaneo de pesadilla. Cuando al anochecer entramos por las calles de [212] Estella, yo apenas podía tenerme sobre el caballo, y al apearme faltó poco para que diese en tierra. Me alojé en casa de dos señoras, madre e hija, viuda la vieja del famoso Don Miguel de Arizcun. Conservo vivo el recuerdo de aquellas damas vestidas con hábito de estameña, de su rostro marchito y de sus manos flacas, del andar sin ruido y de la voz monjil. Me atendieron con amorosa solicitud dándome caldos con vino generoso, y a cada momento entornaban la puerta de la estancia por mirar si yo dormía o deseaba alguna cosa. Cerrada ya la noche, y a continuación de fuertes aldabonazos que resonaron en toda la casa, la solterona entró algo asustada:

-¡Señor Marqués, aquí le buscan!

Un hombre de aventajado talle, con la frente [213] vendada y el tabardo sobre los hombros, se destacaba en la puerta de mi alcoba. Su voz levantóse grave como en un responso:

-¡Saludo al ilustre prócer y deploro su desgracia!

Era Fray Ambrosio y el verle no dejó de regocijarme. Adelantóse haciendo sonar las espuelas, y con la diestra en la sien para contener un tanto el temblor de la cabeza. La señora le advirtió meliflua, al mismo tiempo que saludaba para retirarse:

-Procure no cansar al enfermo, y háblele bajito.

El exclaustrado asintió con un gesto. Quedamos solos, tomó asiento a mi cabecera y comenzó a mascullar rancias consideraciones:

-¡Válgame Dios!... Después de haber corrido tanto mundo y tantos peligros, venir [214] a perder un brazo en esta guerra, que no es guerra... ¡Válgame Dios! No sabemos ni dónde está la desgracia, ni dónde está la fortuna, ni dónde está la muerte... No sabemos nada. ¡Dichoso aquel a quien la última hora no le coge en pecado mortal!...

Yo divertía mis dolores oyendo estas pláticas del fraile guerrillero: Adivinaba su intención de edificarme con ellas, y no podía menos de sentir el retozo de la risa. Fray Ambrosio al verme exangüe y demacrado por la fiebre, habíame juzgado en trance de muerte, y le complacía deponer por un momento sus fieros de soldado, para encaminar al otro mundo el alma de un amigo que moría por la Causa. Aquel fraile lo mismo libraba batallas contra la facción alfonsista que contra la facción de Satanás. Habíasele corrido [215] la venda que a modo de turbante llevaba sobre el cano entrecejo, y mostraba los labios sangrientos de una cuchillada que le hendía la frente. Yo gemí sepultado entre las almohadas, y le dije con la voz moribunda y burlona:

-Fray Ambrosio, todavía no me ha referido usted sus hazañas, ni cómo recibió esa herida.

El fraile se puso en pie: Tenía el aspecto fiero de un ogro, y a mí me divertía al igual que los ogros de los cuentos:

-¿Cómo he recibido esta herida?... ¡Sin gloria, como usted la suya!... ¿Hazañas? Ya no hay hazañas, ni guerra, ni otra cosa más que una farsa. Los generales alfonsistas huyen delante de nosotros, y nosotros delante de los generales alfonsistas. Es una guerra para conquistar grados y vergüenzas. Acuérdese [216] de lo que le digo: Terminará con una venta, como la otra. Hay en el campo alfonsista muchos generales capaces para esas tercerías. ¡Hoy se conquistan así los tres entorchados!

Calló de mal talante, luchando por ajustarse la venda: Las manos y la cabeza temblábanle por igual. El cráneo, desnudo y horrible, recordaba el de esos gigantescos moros que se incorporan chorreando sangre bajo el caballo del Apóstol. Yo le dije con una sonrisa:

-Fray Ambrosio, estoy por decir que me alegro de que no triunfe la Causa.

Me miró lleno de asombro:

-¿Habla sin ironía?

-Sin ironía.

Y era verdad. Yo hallé siempre más bella la majestad caída que sentada en el trono, y [217] fui defensor de la tradición por estética. El carlismo tiene para mí el encanto solemne de las grandes catedrales, y aun en los tiempos de la guerra, me hubiera contentado con que lo declarasen monumento nacional. Bien puedo decir, sin jactancia, que como yo pensaba también el Señor. El fraile abría los brazos y desencadenaba el trueno de su voz:

-¡La Causa no triunfará porque hay muchos traidores!

Quedó un momento silencioso y ceñudo, con la venda entre las manos, mostrando la temerosa cuchillada que le hendía la frente. Yo volví a interrogarle:

-¡En fin, sepamos cómo ha recibido esa herida, Fray Ambrosio!

Trató de ponerse la venda al mismo tiempo que barboteaba:

[218] -No sé... No me acuerdo...

Yo le miré sin comprender. El fraile estaba en pie al borde de mi cama, y en la vaga oscuridad albeaba el cráneo desnudo y temblón: La sombra cubría la pared. De pronto, arrojando al suelo la venda convertida en hilachas, exclamó:

-¡Señor Marqués, nos conocemos! Usted sabe muy bien cómo recibí esta herida, y me lo pregunta por mortificarme.

Al oirle me incorporé en las almohadas, y le dije con altivo desdeño:

-Fray Ambrosio, he sufrido demasiado en estos días para perder el tiempo ocupándome de usted.

Arrugó el entrecejo e inclinó la cabeza:

-¡Es verdad!... También ha tenido lo suyo... Pues esta descalabradura me la ha [219] inferido ese ladrón de Miquelcho, ¡Un traidor que se alzó con el mando de la partida!... La deuda contraída yo la pagaré como pueda... Crea que el exabrupto de aquella noche me pesa. En fin, ya no hay que hacerle... El Señor Marqués de Bradomín, afortunadamente, sabe comprender todas las cosas...

Yo le interrumpí:

-Y disculparlas, Fray Ambrosio.

Su cólera acabó en abatimiento, y suspirando dejóse caer en un sillón que había a mi cabecera. Al cabo de algún tiempo, mientras se registraba bajo el tabardo, comenzó:

-¡Lo he dicho siempre!... El primer caballero de España... Pues aquí le entrego cuatro onzas. Supongo que el ilustre prócer no querrá ver la ley del oro... Dicen que eso es de judaizantes.

[220] Del aforro del tabardo había sacado el dinero envuelto en un papel manchado de rapé, y reía con aquella risa jocunda que recordaba los vastos refectorios conventuales. Yo le dije con un suspiro de pecador:

-Fray Ambrosio, diga usted una misa con esas cuatro onzas.

La boca negra del fraile abrióse sonriente:

-¿Por qué intención?

-Por el triunfo de la Causa.

Habíase alzado del sillón, mostrando talante de poner término a la visita. Yo le fijaba los ojos desde el fondo de las almohadas, y guardaba un silencio burlón, porque le veía vacilar. Al cabo me dijo:

-Tengo que trasmitirle un ruego de aquella dama... Sin que haya dejado de quererle, le suplica que no intente verla...

[221] Sorprendido y violento me incorporé en las almohadas. Recordaba la otra celada que me había tendido aquel fraile, y juzgué sus palabras un nuevo engaño: Con orgulloso menosprecio se lo dije, y le señalé la puerta. Quiso replicar, pero yo sin responder una sola palabra, repetí el mismo gesto imperioso. Salió amenazador y brusco, barboteando amenazas. El rumor se extendió por toda la casa, y las dos señoras se asomaron a la puerta cándidamente asustadas.



[223] DORMI TODA la noche con un sueño reparador y feliz. Las campanas de una iglesia vecina me despertaron a la madrugada, y algún tiempo después las dos señoras que me atendían, asomaron a la puerta de mi alcoba tocadas con sus mantillas y el rosario arrollado a la muñeca. La voz, el ademán y el vestido eran iguales en las dos: Me saludaron con esa unción un poco rancia de las señoras devotas: Las dos sonreían [224] con una sonrisa pueril y meliflua que parecía extenderse en la sombra mística de las mantillas sujetas al peinado con grandes alfilerones de azabache. Yo murmuré:

-¿Van ustedes a misa?

-No, que venimos.

-¿Qué se cuenta por Estella?

-¡Qué quiere que se cuente!...

Las dos voces sonaban acordadas como en una letanía, y la media luz de la alcoba parecía aumentar su dejo monjil. Yo me decidí interrogar sin rebozo:

-¿Saben cómo sigue el Conde de Volfani?

Se miraron y creo que el rubor tiñó sus rostros marchitos. Hubo una laguna de silencio, y la hija salió de mi alcoba obediente a un gesto de la vieja, que desde hacía cuarenta años velaba por aquella pudibunda inocencia. [225] En la puerta se volvió con esa sonrisa candorosa y rancia de las solteronas intactas:

-Me alegro de la mejoría, Señor Marqués.

Y con pulcro y recatado andar desapareció en la sombra del corredor. Yo, aparentando indiferencia, seguí la plática con la otra señora:

-Volfani es como un hermano para mí. El mismo día que salimos sufrió un accidente y no he vuelto a saber nada...

La señora suspiró:

-¡Sí!... Pues no ha recobrado el conocimiento. A mí quien me da mucha pena es la Condesita: Cinco días con cinco noches pasó a la cabecera de su marido cuando le trajeron... ¡Y ahora dicen que le cuida y le sirve como una Santa Isabel!

Confieso que me llenó de asombro y de [226] tristeza el amor casi póstumo que mostraba por su marido María Antonieta. ¡Cuántas veces en aquellos días contemplando mi brazo cercenado y dándome a soñar, había creído que la sangre de mi herida y el llanto de sus ojos caían sobre nuestro amor de pecado y lo purificaban! Yo había sentido el ideal consuelo de que su amor de mujer se trasmudaba en un amor franciscano, exaltado y místico. Con celoso palpitar murmuré:

-¿Y no ha mejorado el Conde?

-Mejorado sí, pero quedóse como un niño: Le visten, le sientan en un sillón y allí se pasa el día: Dicen que no conoce a nadie.

La señora, al tiempo de hablar, despojábase de la mantilla, y la doblaba cuidadosamente para clavar luego en ella los alfilerones: Viéndome silencioso juzgó que debía despedirse:

[227] -Hasta luego, Señor Marqués: Si desea alguna cosa no tiene más que llamar.

Al salir se detuvo en la puerta, prestando atención a un rumor de pasos que se acercaba. Miró hacia fuera, y enterada me habló:

-Le dejo en buena compañía. Aquí tiene a Fray Ambrosio.

Sorprendido me incorporé en las almohadas. El exclaustrado entró barboteando:

-No debía volver a pisar esta casa, después de la manera como fui afrentado por el ilustre prócer... Pero cuando se trata de un amigo todo lo perdona este indigno Fray Ambrosio.

Yo le alargué la mano:

-No hablemos de ello. Ya conozco la conversión de nuestra Condesa Volfani.

-¿Y qué dice ahora? ¿Comprende que [228] este pobre fraile no merecía ayer sus arrogancias marquesiles?... Yo sólo era un emisario, un humildísimo emisario.

Fray Ambrosio me oprimía la mano hasta hacerme crujir los huesos. Yo volví a repetir:

-No hablemos de ello.

-Sí que hemos de hablar. ¿Dudará todavía que tiene en mí un amigo?

El momento era solemne y lo aproveché para libertar mi mano y llevarla al corazón:

-¡Jamás!

El fraile se irguió:

-He visto a la Condesa.

-¿Y qué dice nuestra Santa?

-Dice que está dispuesta a verle una sola vez para decirle adiós.

En vez de alegría sentí como si una sombra [229] de tristeza cubriese mi alma, al conocer la resolución de María Antonieta. ¿Era acaso el dolor de presentarme ante sus bellos ojos despoetizado, con un brazo de menos?



[231] APOYADO en el brazo del fraile dejé mi hospedaje para ir a la Casa del Rey. Un sol pálido abría jirones en las nubes plomizas, y comenzaba a derretir la nieve que desde algunos días marcaba su blanca estela al abrigo de los paredones sombríos. Yo caminaba silencioso: Con romántica tristeza evocaba la historia de mis amores, y gustaba el perfume mortuorio de aquel adiós que iba a darme María Antonieta. [232] El fraile me había dicho que por un escrúpulo de santa no quería verme en su casa, y que esperaba encontrarme en la Casa del Rey. Yo, por otro escrúpulo, había declarado suspirando que si acudía adonde ella estaba, no era por verla sino por presentar mis respetos a la Señora. Al entrar en la saleta temí que a los ojos me acudiese el llanto: Recordaba aquel día, cuando al besar la mano alba y real de azules venas, sentí con ansias de paladín el deseo de consagrar mi vida a la Señora. Por primera vez gusté ante mi fea manquedad, un orgulloso y altivo consuelo: El consuelo de haber vertido mi sangre por aquella princesa pálida y santa como una princesa de leyenda, que rodeada de sus damas bordaba escapularios para los soldados de la Causa. Al entrar yo, algunas damas se [233] pusieron en pie, cual solían cuando entraban los eclesiásticos de respeto. La Señora me dijo:

-He tenido noticia de tu desgracia, y no sabes cuánto he rezado por ti. ¡Dios ha querido que salvases la vida!...

Me incliné profundamente:

-Dios no ha querido concederme el morir por vos.

Las damas se limpiaron los ojos, emocionadas de oirme: Yo sonreí tristemente, considerando que aquella era la actitud que a lo adelante debía adoptar con las mujeres para hacer poética mi manquedad. La Reina me dijo con noble entereza:

-Los hombres como tú no necesitan de los brazos, les basta con el corazón.

-¡Gracias, Señora!

[234] Hubo breves momentos de silencio, y un señor obispo que estaba presente, murmuró en voz baja:

-Dios Nuestro Señor ha permitido que conservase la mano derecha, que es la de la pluma y la de la espada.

Las palabras del prelado, movieron un murmullo de admiración entre las damas. Me volví, y mis ojos tropezaron con los ojos de María Antonieta. Un vapor de lágrimas los abrillantaba. La saludé con leve sonrisa, y ella permaneció seria, mirándome fijamente. El prelado se acercó pastoral y benévolo:

-¿Habrá sufrido mucho nuestro querido Marqués?

Respondí con un gesto, y Su Ilustrísima entornó los párpados con grave pesadumbre:

-¡Válgame Dios!

[235] Las damas suspiraron: Sólo permaneció muda y serena Doña Margarita: Su corazón de princesa le decía que para mi altivez era lo mismo compadecerme que humillarme. El prelado continuó:

-Ahora que forzosamente ha de tener algún descanso, debía escribir un libro de su vida.

La Reina me dijo sonriendo:

-Bradomín, serían muy interesantes tus memorias.

Y gruñó la Marquesa de Tor:

-Lo más interesante no lo diría.

Yo repuse inclinándome:

-Diría sólo mis pecados.

La Marquesa de Tor, mi tía y señora, volvió a gruñir, pero no entendí sus palabras. Y continuó el prelado en tono de sermón:

[236] -¡Se cuentan cosas verdaderamente extraordinarias de nuestro ilustre Marqués! Las confesiones cuando son sinceras, encierran siempre una gran enseñanza: Recordemos las de San Agustín. Cierto que muchas veces nos ciega el orgullo y hacemos en esos libros ostentación de nuestros pecados y de nuestros vicios: Recordemos las del impío filósofo de Ginebra. En tales casos la clara enseñanza que suele gustarse en las confesiones, el limpio manantial de su doctrina, se enturbia.

Las damas, distraídas del sermón, se hablaban en voz baja. María Antonieta, un poco alejada, mostrábase absorta en su labor y guardaba silencio. La plática del prelado sólo a mí parecía edificar, y como no soy egoísta, supe sacrificarme por las damas, y humildemente interrumpirla:

[237] -Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi doctrina está en una sola frase: ¡Viva la bagatela! Para mí haber aprendido a sonreir, es la mayor conquista de la Humanidad.

Hubo un murmullo regocijado y burlesco, poniendo en duda que por largos siglos hubiesen sido todos los hombres absolutamente serios, y que hay épocas enteras durante las cuales ni una sonrisa célebre recuerda la Historia.

Su ilustrísima alzó los brazos al cielo:

-Es probable, casi seguro, que los antiguos no hayan dicho viva la bagatela, como nuestro afrancesado Marqués. Señor Marqués de Bradomín, procure no condenarse por bagatela. En el Infierno debió haberse sonreído siempre.

[238] Yo iba a replicar, pero me miraron severos los ojos de la Reina. El prelado recogióse los hábitos con empaque doctoral, y en ese tono agresivo y sonriente, que suelen adoptar los teólogos en las controversias de los seminarios, comenzó un largo sermón.



[239] LA MARQUESA DE TOR, con el gesto familiar y desabrido que solían adoptar para hablarme todas mis viejas y devotas tías, me llamó al hueco de un balcón: Me acerqué reacio porque nada halagüeño presagiaba. Sus primeras palabras confirmaron mis temores:

-No esperaba verte aquí... Ya te estás marchando.

Yo murmuré con dejo sentimental:

[240] -Quisiera obedecerte, pero el corazón me lo impide.

-No soy yo quien te lo manda, sino esa pobre criatura.

Y con la mirada me mostró a María Antonieta. Yo suspiré cubriéndome los ojos con la mano:

-¿Y esa pobre criatura puede negarse a decirme adiós, cuando es por toda la vida?

Mi noble tía dudó: Bajo sus arrugas y su gesto adusto conservaba el candor sentimental de todas las viejas que fueron damiselas en las tertulias moratinianas:

-¡Xavier, no intentes separarla de su marido!... ¡Xavier, tú mejor que nadie debes comprender su sacrificio! ¡Ella quiere ser fiel a esa sombra detenida por un milagro delante de la muerte!...

[241] La anciana señora me decía esto emocionada y dramática, con mi mano entre las suyas amojamadas. Yo repuse en voz baja, temeroso de que la emoción me anudase la garganta:

-¿Qué mal puede haber en que nos digamos adiós? ¡Si ha sido ella quien lo quiso!...

-Porque tú lo exigiste, y la pobre no tuvo valor para negártelo. María Antonieta desea vivir siempre en tu corazón: Quiere renunciar a ti, pero no a tu cariño. Yo, como tengo muchos años, conozco el mundo, y sé que pretende una locura. Xavier, si no eres capaz de respetar su sacrificio, no intentes hacerlo más cruel.

La Marquesa de Tor se enjugó una lágrima. Yo murmuré con melancólico resentimiento:

-¡Temes que no sepa respetar su sacrificio! [242] Eres injusta conmigo, bien que en eso no haces más que seguir las tradiciones de la familia. ¡Cómo me apena esa idea que todos tenéis de mí! ¡Dios que lee en los corazones!...

Mi tía y señora recobró el tono autoritario:

-¡Calla!... Eres el más admirable de los Don Juanes: Feo, católico y sentimental.

Era tan vieja la buena señora, que había olvidado las veleidades del corazón femenino, y que cuando se tiene un brazo de menos y la cabeza llena de canas, es preciso renunciar al donjuanismo. ¡Ay, yo sabía que los ojos aterciopelados y tristes que se habían abierto para mí como dos florecillas franciscanas en una luz de amanecer, serían los últimos que me mirasen con amor! Ya sólo me estaba bien enfrente de las mujeres la actitud de un ídolo roto, indiferente y frío. Presintiéndolo [243] por primera vez, con una sonrisa triste le mostré a la anciana señora la manga vacía de mi uniforme: De pronto, emocionado por el recuerdo de la niña recluida en el viejo caserón aldeano, tuve que mentir un poco, hablando de María Antonieta:

-María Antonieta es la única mujer que todavía me quiere: Solamente su amor me queda en el mundo: Resignado a no verla y lleno de desengaños, estaba pensando en hacerme fraile, cuando supe que deseaba decirme adiós por última vez...

-¿Y si yo te suplicase ahora que te fueses?

-¿Tú?

-En nombre de María Antonieta.

-¡Creía merecer que ella me lo dijese!

-¿Y ella, pobre mujer, no merece que le evites ese nuevo dolor?

[244] -Si hoy atendiese su ruego, acaso mañana me llamase, ¿Crees que esa piedad cristiana que ahora la arrastra hacia su marido, durará siempre?

Antes que la anciana señora pudiese responder, una voz que las lágrimas enronquecían y velaban, gimió a mi espalda:

-¡Siempre, Xavier!

Me volví y halléme enfrente de María Antonieta: Inmóvil y encendidos los ojos me miraba. Yo le mostré mi brazo cercenado, y ella con un gesto de horror cerró los párpados. Había en su persona tal mudanza que aparentaba haber envejecido muchos años. María Antonieta era muy alta, llena de altiva majestad en la figura, y con el pelo siempre fosco, ya mezclado de grandes mechones blancos. Tenía la boca de estatua y las mejillas [245] como flores marchitas, mejillas penitentes, descarnadas y altivas, que parecían vivir huérfanas de besos y de caricias. Los ojos eran negros y calenturientos, la voz grave, de un metal ardiente. Había en ella algo extraño de mujer que percibe el aleteo de las almas que se van, y comunica con ellas a la media noche. Después de un silencio doloroso y largo, volvió a repetir:

-¡Siempre, Xavier!

Yo la miré intensamente:

-¿Más que mi amor?

-Tanto como tu amor.

La Marquesa de Tor, que tendía por la sala su mirada cegata, nos advirtió en voz queda y aconsejadora:

-Si habéis de hablar, al menos que no sea aquí.

[246] María Antonieta asintió con los ojos, y severa y muda se alejó cuando algunas damas ya comenzaban a mirarnos curiosas. Casi al mismo tiempo hacían irrupción en la sala los dos perros del Rey. Don Carlos entró momentos después: Al verme adelantóse y sin pronunciar una sola palabra me abrazó largamente: Luego comenzó a hablarme en el tono que solía, de amable broma, como si nada hubiese cambiado en mí. Confieso que ninguna muestra de su aprecio pudiera conmoverme tanto como me conmovió aquella generosa delicadeza de su ánimo real.



[247] MI SEÑORA TIA la Marquesa de Tor, me hace seña de que la siga, y me conduce a su cámara, donde llorosa y sola espera María Antonieta: Al verme entrar se ha puesto en pie clavándome los ojos enrojecidos y brillantes: Respira ansiosa, y con la voz violenta y ronca me habla:

-Xavier, es preciso que nos digamos adiós. ¡Tú no sabes cuánto he sufrido desde aquella noche en que nos separamos!

[248] Yo interrumpo con una vaga sonrisa sentimental:

-¿Recuerdas que fué con la promesa de querernos siempre?

Ella a su vez me interrumpe:

-¡Tú vienes a exigirme que abandone a un pobre ser enfermo, y eso jamás, jamás, jamás! Sería en mí una infamia.

-Son las infamias que impone el amor, pero desgraciadamente ya soy viejo para que ninguna mujer las cometa por mí.

-Xavier, es preciso que me sacrifique.

-Hay sacrificios tardíos, María Antonieta.

-¡Eres cruel!

-¡Cruel!

-Tú quieres decirme que el sacrificio debió ser para no faltar a mis deberes.

-Acaso hubiera sido mejor, pero al culparte [249] a ti me culpo a mí también. Ninguno de los dos supo sacrificarse, porque esa ciencia sólo se aprende con los años, cuando se hiela el corazón.

-¡Xavier, es la última vez que nos vemos, y qué recuerdo tan amargo me dejarán tus palabras!

-¿Tú crees que es la última vez? Yo creo que no. Si accediese a tu ruego volverías a llamarme, mi pobre María Antonieta.

-¡Por qué me lo dices! Y si yo fuese tan cobarde que volviera a llamarte, tú no vendrías. Este amor nuestro es imposible ya.

-Yo vendría siempre.

María Antonieta levanta al cielo sus ojos, que las lágrimas hacen más bellos, y murmura como si rezase:

-¡Dios mío, y acaso llegará un día en [250] que mi voluntad desfallezca, en que mi cruz me canse!

Yo me acerco hasta beber su aliento, y le cojo las manos:

-Ya llegó.

-¡Nunca! ¡Nunca!...

Intenta libertar sus manos pero no lo consigue. Yo murmuré casi a su oído:

-¿Qué dudas? Ya llegó.

-¡Vete, Xavier! ¡Déjame!

-¡Cuánto me haces sufrir con tus escrúpulos, mi pobre María Antonieta!

-¡Vete! ¡Vete!... No me digas nada... No quiero oirte.

Yo le beso las manos:

-¡Divinos escrúpulos de santa!

-¡Calla!

Con los ojos espantados se aleja de mí. Hay [251] un largo silencio. María Antonieta se pasa las manos por la frente y respira con ansia. Poco a poco se tranquiliza: En sus ojos luce una resolución desesperada cuando me dice:

-Xavier, voy a causarte una gran pena. Yo ambicioné que tú me quisieras como a esas novias de los quince años. ¡Pobre loca! Y te oculté mi vida.

-Sigue ocultándomela.

-¡He tenido amantes!

-¡La vida es así!

-¡No me desprecias!

-No puedo.

-¡Pero te sonríes!...

Yo le respondo cuerdamente:

-¡Mi pobre María Antonieta, me sonrío porque no hallo motivo para ser severo! Hay quien prefiere ser el primer amor: Yo he [252] preferido siempre ser el último. ¿Pero acaso lo seré?

-¡Qué crueles son tus palabras!

-¡Qué cruel es la vida cuando no caminamos por ella como niños ciegos!

-¡Cuánto me desprecias!... Es mi penitencia.

-Despreciarte, no. Tú fuiste como todas las mujeres, ni mejor ni peor. Ahora acabas en santa. ¡Adiós, mi pobre María Antonieta!

María Antonieta solloza, y desgarra con los dientes el pañolito de encajes: Se ha dejado caer en el sofá: Yo, en pie, permanezco ante ella. Hay un silencio lleno de suspiros. María Antonieta se enjuga los ojos, me mira y sonríe tristemente:

-Xavier, si todas las mujeres son como tú me juzgas, yo tal vez no haya sido como [253] ellas. ¡Compadéceme, no me guardes rencor!

-No es rencor lo que siento, es la melancolía del desengaño: Una melancolía como si la nieve del invierno cayese sobre mi alma, y mi alma, semejante a un campo yermo, se amortajase con ella.

-Tú tendrás el amor de otras mujeres.

-Temo que reparen demasiado en mis cabellos blancos y en mi brazo cercenado.

-¡Qué importa tu brazo de menos! ¡Qué importan tus cabellos blancos!... Yo los buscaría para quererlos más. ¡Xavier, adiós por toda la vida!...

-¿Quién sabe lo que guarda la vida? ¡Adiós, mi pobre María Antonieta!

Estas palabras fueron las últimas. Después ella me alarga su mano en silencio, yo se la beso y nos separamos. Al trasponer la [254] puerta sentí la tentación de volver la cabeza y la vencí. Si la guerra no me había dado ocasión para mostrarme heroico, me la daba el amor al despedirse de mí, acaso para siempre.





[255]

ACABOSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO EN LA IMPRENTA RIVADENEYRA DE MADRID A X DIAS DEL MES DE MARZO DE MCMXXXIII AÑOS