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ArribaAbajoOthón, Manuel José

San Luis de Potosí (México). 1858 - 1906

De profesión, abogado y juez. Político y dramaturgo.




La selva


   Hay en mi seno voces interiores
jamás por los mortales escuchadas;
que oyéronlas tan sólo a las vagadas
los dioses convertidos en pastores.

   Al ritmo de mis plácidos rumores  5
cruzaron por mi senda nunca holladas,
y los seguían Faunos y Dríadas
ciñéndoles de lauro, mirto y flores.

   Su flauta el viejo Pan dejó escondida
donde habitan mis genios tutelares,  10
que es del misterio y del amor manida;

   mas robado me fue; y hoy sus cantares
se desbordan en hálitos de vida
resonando por montes y por mares.






La musa


   Yo la flauta de Pan en la espesura
de la selva encontré. Donéla al griego
cantor de Dafnis, que al ferviente ruego
de Virgilio cedióla con premura.

   La heredó Garcilaso, y de su obscura  5
mansión, Chénier la arrebató; mas luego
tinta en sangre fue a hundirse en el sosiego
perdurable de horrenda sepultura.

   ¿Cómo pudiste tú con fe serena
arrancarla de allí? Mas fuera agravio  10
hoy el almo trinar de Filomena.

   Castiga al mundo decadente y sabio.
Anda, pastor; devuélveme la vena
melificada por tu dulce labio.






Los poetas


   ¡Oh, diosa a quien rendidos adoramos!
Erato mira que Natura encumbra
la azul mirada, y hálito insalubre
el aire emponzoñó que respiramos.

   Ya la miel de las vides no gustamos  5
«que en pos llevó los pámpanos de Octubre».
¡Qué estrépito del cielo que nos cubre!
¡Qué amargor el del mar en que bogamos!

   El índico pastor con sus tañidos
nuestro organismo quebrantado ensalma  10
y trueca en oración nuestros gemidos.

   ¡Ay! déjanos llevar en triste calma
una gota de miel en los oídos,
otra gota de miel dentro del alma!




Idilio salvaje




I


   En tus aras quemé mi último incienso
y deshojé mis postrimeras rosas.
Do se alzaban los templos de mis diosas
ya sólo queda el arenal inmenso.

   Quise entrar en tu alma y ¡qué descenso  5
que andar por entre ruinas y entre fosas!
¡A fuerza de pensar en tales cosas,
me duele el pensamiento cuando pienso!

   ¡Pasó!... ¿Qué resta ya de tanto y tanto
deliquio? En ti ni la moral dolencia  10
ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto.

   Y en mí, ¡qué hondo y tremendo cataclismo!
¡Qué sombra y que pavor en la conciencia,
y qué horrible disgusto de mí mismo!




II


   ¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?... Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.

   Si vienes del dolor y en él nutriste  5
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.

   Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aún del placer quedan los dejos,  10
puedes tornar a tu revuelto mundo.

   Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amargísimo y profundo
de un triste amor, o de un inmenso llanto.




III


   Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba;
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minado por horrendo tajo.

   Bloques gigantes que arrancó de cuajo  5
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sabana pensativa
y adusta, ni una senda, ni un atajo.

   Asoladora atmósfera candente,
donde se incrustan las águilas serenas,  10
como clavos que se hunden lentamente.

   Silencio, lobreguez, pavor tremendos
que viene sólo a interrumpir apenas
el galope triunfal de los berrendos.




IV


   En la estepa maldita, bajo el peso
de sibilante grisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina,
como un relieve en el confín impreso.

   El viento, entre los médanos opreso,  5
cantan como una música divina,
y finge, bajo la húmeda neblina,
un infinito y solitario beso.

   Vibran en el crepúsculo tus ojos,
un dardo negro de pasión y enojos  10
que en mi carne y mi espíritu se clava;

   y, destacada contra el sol muriente,
como un airón florando inmensamente,
tu bruna cabellera de india brava.




V


   La llanura amarguísima y salobre,
enjuta cuenca de océano muerto
y, en la gris lontananza, como puerto,
el peñascal, desamparado y pobre.

   Unta la tarde en mi semblante yerto  5
aterradora lobreguez, y sobre
tu piel, posdata por el sol, el cobre
y el sepia de las rocas del desierto.

   Y en el regazo donde sombra eterna,
del peñascal bajo la enorme arruga,  10
es para nuestro amor nido y caverna,

   las lianas de tu cuerpo retorcidas
en el torso viril que te subyuga,
con una gran palpitación de vidas.




VI


   ¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura,
como si fuera un campo de matanza.

   Y la sombra que avanza...avanza...avanza,  5
parece con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.

   Y allí estamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones  10
bajo el peso de todos los olvidos.

   En un cielo de plomo el sol ya muerto;
y en nuestros desgarrados corazones
¡el desierto, el desierto... y el desierto!




VII


   ¡Es mi adiós!... Allá vas, bruna y austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera
como una maldición, sobre tu espalda.

   En mis desolaciones, ¿qué me espera?...  5
-ya apenas veo tu arrastrante falda-
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.

   El terremoto humano ha destruido
mi corazón y todo en él expira.  10
¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!

   Aun te columbro, y ya olvidé tu frente;
sólo. ¡ay! tu espalda miro, cual se mira
lo que se huye y se aleja eternamente.






El ruiseñor


   Oíd la campanita, cómo suena,
el toque del clarín, como arrebata,
las quejas en que el viento se desata
y del agua el rodar sobre la arena.

   Escuchad la amorosa cantinela  5
de Favonio rendido a Flora ingrata
y la inmensa y divina serenata
que Pan modula en la silvestre avena.

   Todo eso hay en mis cantos. Me enamora
la noche; de los hombres soy delicia  10
y paz, y, entre los árboles cubierto,

   sólo yo alcé la voz consoladora,
como una blanda y celestial caricia,
cuando Jesús agonizó en el huerto.






Blasón


   En campos de oro y gules, grifos de gule y oro
rampantes. En cuarteles de azur, lises de plata.
Y sobre alta cimera, cual triunfal catarata,
plumas verdes cayendo con bizarro decoro.

   Claras voces de fama, áureos rayos de gloria,  5
estos signos lucientes son, en el limpio escudo
que mis nobles abuelos, con entusiasmo rudo,
conquistaron en lides de perenne memoria.

   Yo, último de su raza, poeta y caballero,
mis triunfos a su triunfos unir -me dije- quiero.  10
¡Refléjese en la tarde la luz de la mañana!

   Y a los monstruos heráldicos añadí una quimera:
un gajo de laureles a la altiva cimera,
y a las lises, la roja rosa republicana.






Crónica


   Nació el príncipe. Fueron sus glorias vislumbradas
por astrólogos sabios en las altas regiones,
y al borde de su cuna los más preciados dones
de la vida pusieron complacientes las hadas.

   Mas, envidiosa, luego una vieja hechicera  5
maléfico conjuro lanzó sobre su frente,
y anuló las virtudes del mágico presente
haciendo que el cuitado usarlos no supiera.

   Y aunque tuvo los medios de alcanzar la victoria,
no supo conseguirla; luchó triste y vencido,  10
toda su vida esclavo de la atroz maldición.

   Como él soy yo. Su historia es mi doliente historia;
la dicha que era mía conquistar no he sabido,
víctima de esa extraña, fatal condenación.






Río arriba


   Hubo en la triste ruta a que, inclemente,
me condena el destino en sus rigores,
paisajes de ilusiones y de amores
bajo el sol de una edad dulce y riente.

   El río de mi vida, que es torrente,  5
arroyo fue al nacer que regó flores
y se durmió en remansos soñadores
y acarició la arena mansamente.

   Hoy triste y fatigada es la jornada;
mas doy alivio a mi alma, que cansada  10
marcha por el camino señalado,

   si venzo de la suerte los empeños,
volviendo, río arriba, con mis sueños
a vivir los recuerdos del pasado.






Retrato


   En la espaciosa frente que desnuda el cabello,
cuya raíz abrasa un volcán interior,
se muestran las arrugas precoces. Fatal sello
con que a sus elegidos nos señala el dolor.

   Debajo, en las hundidas cuencas, dan su destello,  5
al que presta la ojera violáceo resplandor,
unos ojos que ansían ver lo grande y lo bello
y están tristes mirando de la vida el horror.

   La boca, contrayéndose, dibuja la sonrisa
escéptica y doliente del que vivió de prisa,  10
y gustó miel y ajenjo, y sabe el bien y el mal.

   Y sobre el pecho trémulo, que en un suspiro late,
la pálida cabeza, resignada, se abate:
de la segura espera la caricia final.






Al volver


   Sonreía la mañana al perfume de las rosas;
ostentaba la pradera el verdor de la esperanza,
y la trova del arroyo a las brisas melodiosas
respondía cuando, alegre, comencé mi loca andanza.

   Al regreso hallé la tarde con su lívida tristeza.  5
Ni una risa ni un perfume. De los vientos el gemido
al gemido del arroyo contestaba. La belleza
del verdor del fresco prado era un luto ensombrecido.

   ¡Oh! ¿Qué espíritu protervo, con sacrílegos furores,
ha cambiado de tal modo el rincón de mis amores...?  10
Pregunté de las tinieblas insondables al abismo.

   Y en el fondo de las sombras, una voz, que el alma mía
recordaba con espanto, escuché como decía:
-Es lo mismo todo, todo; sólo tú no eres el mismo.






El espectro


   A veces, desde el fondo de su abismo, el pasado
resurge como muerto que el mar lanza a la orilla,
mostrando el gesto trágico de su faz amarilla,
al que en tranquila calma la tormenta ha olvidado.

   Y como el navegante, al mirar del ahogado  5
los restos, la tormenta recuerda tembloroso,
así tiembla el doliente al contemplar medroso
el fantasma siniestro de su mal mal curado.

   Cruel destino -tromba sobre tranquilos mares
que encrespas las amargas olas de las pasiones-  10
cuando apagan sus notas tus rugientes conciertos;

   deja que en el olvido se calman los pesares,
sin que vuelva el recuerdo a herir los corazones,
sin que surga el pasado como del mar los muertos.






¡Ave, César!


   Eres, Amor, tirano de tiranos,
verdugo sin piedad, déspota impío,
emperador de inmenso poderío
que esclavizas a todos los humanos.

   De la historia registran los arcanos  5
crímenes mil de tu reinar sombrío;
su libertad, su dicha y su albedrío
todos los seres ponen en tus manos.

   Alcanza tu poder omnipotente
lo mismo al poderoso que al mendigo;  10
todos acatan tu mandato mudo.

   Yo a tu presencia bajo mi alta frente
y, ¡Salve, César! -resignado digo.-
¡Voy a morir por ti, yo te saludo!...






Serenata


(A una hija de Asturias)


   Nacida en esta tierra tan brumosa y sombría
no es tu cabello de oro ni tu tez de azucena;
parece la hermosura de tu cara morena
tostada por el rojo sol de mi Andalucía.

   Y siento, si te miro, tristeza y alegría,  5
pues tu abundante pelo, más negro que la pena,
y tus abrasadores ojos de macarena
me recuerdan los tiempos en que amaba y sufría.

   ¿Cantarte aquí? No; entonces te cantara, no ahora.
Si sólo sé amarguras ¿cómo decirte mieles  10
bajo la triste nube que el sol pálido tapa?

   Sólo hacerlo podría en una calle mora
estando tú en la reja ornada de claveles
y yo junto del muro embozado en mi capa.






El Pardo


   El tiempo se ha dormido... Del reloj de la torre
las agujas, que un dedo misterioso ha parado,
una hora señalan que pasó. Encantado
está el lugar viviendo esa hora que no corre.

   Hay flores del castillo en la vieja ventana  5
cuyo cancel labrado escuchó madrigales;
piafan en el patio los corceles reales,
y los monjes descienden de la cumbre cercana.

   Recorren su espesura las heráldicas reses
y sus cielos las aves que en las fiestas monteses,  10
al sonar de las trompas, perseguía el azor.

   Y de la brisa al soplo, de melodía suave,
aún columpia sus ramas una encina, que sabe
de nuestro rey Poeta los secretos de amor.






Primavera


   Es la suprema floración del año.
Ya la niebla no oculta los bohíos
y los nidos del bosque, ayer vacíos,
están llenos de pájaros hogaño.

   Los vernales deshielos como un baño  5
el valle inundan en raudales fríos,
donde llenan sus ánforas los ríos
y beben las bandadas y el rebaño.

   Ya de la sierra en el crestón gigante
desbaratóse el gélido turbante  10
que el invierno formó con sus neblinas,

   y sobre el cielo azul, cuando atardece,
la sarta de las grallas desparece
y flotan las primeras golondrinas.






El perro


No temas, mi Señor, estoy alerta
mientras tú de la tierra te desligas
y con el sueño tu dolor mitigas,
dejando el alma a la esperanza abierta.

   Vendrá la aurora y te diré: «Despierta,  5
huyeron ya las sombra enemigas.»
«Soy compañero fiel en tus fatigas
y celoso guardián junto a tu puerta.»

   Te avisaré del rondador nocturno,
del amigo traidor, del lobo fiero,  10
que siempre anhela encontrarte inerme.

   Y si llega con paso taciturno
la muerte con mi aullido lastimero
también te avisaré... ¡Descansa y duerme!






Soneto


En los collados y en la selva inculta
del maternal amor se muestra el celo;
oye el ave el reclamo, deja el cielo
y acude al nido que el ramaje oculta.

   Entre las hojas de la encina adulta  5
se siente el ensayar del primer vuelo,
y en el pico de rosa del polluelo
su pico de ámbar la torcaz sepulta.

   Muge la vaca en tanto que se aleja
la cría por las quiebras del camino  10
y al blando son de la amorosa queja,

   tiembla, cual amapola sobre el lino,
la roja lengüecilla de la oveja
del cordero en el blanco vellocino.






Una estepa del Nazas


   ¡Ni un verdecito alcor, ni una pradera!
Tan sólo miro, de mi vista enfrente,
la llanura sin fin, seca y ardiente,
donde jamás reinó la primavera.

   Rueda el río monótono en la austera  5
cuenca, sin un candil, ni una rompiente
y al ras del horizonte, el sol poniente,
cual la boca de un horno, reverbera.

   Y en esta gama gris que no abrillanta
ningún color; aquí, do el aire azota  10
con ígneo soplo la reseca planta,

   sólo al romper su cárcel, la bellota
en el pajizo algodonal levanta
de su cándido airón la blanca nota.






Soneto


   Sobre el tranquilo lago, acciduo el día,
flota impalpable y misteriosa bruma
y, a lo lejos, vaguísima se esfuma,
profundamente azul, la serranía.

   Del cielo en la cerúlea lejanía  5
desfallece la luz. Tiembla la espuma
sobre las ondas de zafir, y abruma
la chimenea gris de la alquería.

   Suenan los cantos del labriego; cava
la tarda yunta el surco postrimero.  10

   Los últimos reflejos de luz flava
en el límite brilla del potrero
y, a media voz, la golondrina acaba
su gárrulo trinar, bajo el alero.






Ocaso


   He aquí, pintor, tu espléndido paisaje:
un lago oscuro, ráfagas marinas
empapadas en tintas cremesinas
y el azul profundo del celaje;

   un tronco que columpia su ramaje  5
al soplo de las auras vespertinas
y manchadas de verde las colinas
y de amarillo el fondo del boscaje;

   un peñasco de líquenes cubierto;
una faja de tierra iluminada  10
por el último rayo del sol muerto;

   y, de la tarde al resplandor escaso,
una vela a lo lejos, anegada
en la divina calma del ocaso.






En el desierto


   A fuerza de pensar en tus historias
y sentir con tu propio sentimiento,
han venido a agolparse al pensamiento
rancios recuerdos de perdidas glorias.

   Y evocando tristísimas memorias,  5
porque siempre lo ido es triste, siento
amalgamar el oro de tu cuento
de mi viejo román con las escorias.

   ¿He interpretado tu pasión? Lo ignoro;
que me apropio, al narrar, algunas veces  10
el goce extraño y el ajeno lloro.

   Sólo sé que, si tú los encareces
con tu ardiente pincel, serán de oro
mis versos, y esplendor sus lobregueces.






I


   ¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?... Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.

   Si vienes del dolor y en él nutriste  5
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.

   Mas si acaso no vienes de tan lejos,
y en tu alma aun del placer quedan los dejos,  10
puedes tornar a tu revuelto mundo.

   Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amargísimo y profundo
de un triste amor o de un inmenso llanto.






El gallo


   Hombre, descansa. De tu hogar ahuyento
el nocturno terror y estoy en vela.
Sombras de muerte cuyo soplo hiela,
con mi agudo clarín os amedrento.

   Huya la luz y te descuide el viento  5
por preludiar su dulce pastorela.
Contra el mal, poderoso centinela,
a su paso espectral estoy atento.

   No te inquiete el horrísono alarido
que escuches en tu sueño por la llana  10
pesadilla maléfica oprimido.

   Ya pondrá fin a su croar la rana,
y yo con alegrísimo sonido,
entonaré la vencedora diana.






Pie


   Ancas de rana en son de batahola
van del sijú al pulso en la torcaza.
Cuatro hijos en cruz de calabaza
perfilando la güira cimarrona.

   El caimito dorado, si la loma  5
empercude de cundiamor su falda.
La rabiche midiéndose en el gualda
del conuco sembrado fuera de hora.

   Allá lejos la alzada de un bohío;
aquí cerca la sombra de un guajiro  10
en la rama que esconde el boniato.

   Y un cebú que padrea a cada rato.
La gallina pujando su postura.
Una mata con rayo, que perdura.






La cruz sola


   Negro el altar, la bóveda desierta,
el resplandor del moribundo día
penetra por la angosta celosía
de la alta nave sobre el muro abierta.

   Allá en la triste soledad incierta  5
se levanta la cruz negra y sombría;
Cristo, la inmensa luz que en ella ardía,
descansa ya bajo la losa yerta.

   ¡Ay! del mundo en el viaje solitario
una luz nos ayuda en lontananza  10
a cargar con la cruz hasta el osario.

   Y cuando al mal el corazón se lanza,
así de nuestra vida en el calvario
queda la cruz y muere la esperanza.






Soneto


   ¿Quién dice que los hombres nos parecen,
desde la soledad del firmamento,
átomos agitados por el viento,
gusanos que se arrastran y perecen?

   ¡No! Sus cráneos que se alzan y estremecen  5
son el más grande asombrador portento:
¡fraguas donde se forja el pensamiento
y que más que nosotras resplandecen!

   Bajo la estrecha cavidad caliza
las ideas en ígnea llamarada  10
fulguran sin cesar, y es, ante ellas,

   toda la creación polvo y ceniza...
Los astros son materia... ¡casi nada!
¡y las humanas frente son estrellas!






«Pulcherrima dea»


   Del mar de Chipre en la rosada orilla,
blonda, a través de transparente bruma,
aparece flotando entre la espuma
de Citeres la virgen sin mancilla.

   Es blanca la color de su mejilla  5
como del cisne de Estrimón la pluma,
viste el fulgor de la Belleza suma
y de las Gracias la expresión sencilla.

   Extático el Olimpo adora en ella
y se siente feliz. De polo a polo  10
un himno Pan enamorado entona.

   Toca en la playa la gentil doncella,
y a su palacio de marfil Apolo
la lleva y ciñe con triunfal corona.






A un traductor de Horacio


   Ya de Gliceris la mirada ardiente,
de las blondas pestañas bajo el manto,
hizo latir tu corazón, y en tanto
probaste el agua en la Castalia fuente.

   Viste bañarse en la húmeda corriente  5
faunos y ninfas con divino encanto
y en el triclinio resonó tu canto,
cornada de pámpanos tu frente.

   Al acre jugo de las vides nuevas
en ánfora pagana mezcla ahora  10
sangre de Pan y leche de Afrodita.

   Verás que versos en el canto elevas,
pues ya en tu flauta rústica y sonora
la divina Alma Genitritx palpita.






ArribaAbajoPadrón Acosta, Sebastián

Islas Canarias. XIX - XX

Poeta encontrado en Internet.




Soneto


   La vi acercarse triste y lentamente,
envuelta en negra y vaporoso manto.
En sus ojos, bañados por el llanto,
brillaba una mirada refulgente.

   Llegó hasta mí, me atrajo dulcemente;  5
y mientras yo me estremecí de espanto
un beso puro, cariñoso y santo
imprimieron sus labios en mi frente.

   «Soy el dolor, me dijo, ya eres mío.
Sufre y bendice el lazo que te oprime.  10
Que si el placer acaba en el hastío,

   yo soy del cielo creación sublime;
y te brindo lo amargo... lo sombrío...,
lo que conforta el alma y la redime».




ArribaAbajoPalacio, Eduardo S. del

Málaga. Siglo XIX - Madrid

Poeta y periodista.




La mujer ideal


   Acaso la forjó mi fantasía,
y, de la mente plácida quimera,
tal vez en vano mi ansiedad espera
con formas de mujer hallarla un día.

   Ella es de mi razón único guía,  5
de mis pasiones única barrera,
y siempre he de querer lo que ella quiera,
pues a su voluntad rendí la mía.

   Ensueño vagoroso del deseo,
yo sus encantos en el pecho abrigo,  10
yo, sólo el mundo de su amor poseo.

   Mujer la aguardo, sombra la persigo,
y en mis delirios de placer la creo
nacida en mí, para morir conmigo.



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