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José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, Libro V, cap. 11, p. 235, México, FCE, 1979; Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España, México, Porrúa, 1967, t. I, cap. III, p. 33. La crónica de Acosta, jesuita, circulaba en la Nueva España en tiempos de Sor Juana, no así la de Durán, dominico.

 

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Las citas de las loas de Sor Juana provienen de OC, t. III.

 

143

Véase Juan de Torquemada, Monarquía indiana, México, UNAM, 1975-1983, 7 vols. (ed. preparada por el Seminario para el estudio de fuente de tradición indígena, bajo la coordinación de Miguel León-Portilla).

 

144

Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, México, Salvador Chávez Hayhoe, 1945.

 

145

Cf. Edmundo O'Gorman, La invención de América, México, FCE, 1986; Georges Baudot, Utopía e historia de México, Madrid, Espasa-Calpe, 1983.

 

146

Méndez Plancarte explica en una nota a la loa de El cetro de José que esta obra misioneril «en la época de Sor Juana, ...proseguía vivísima en muchas partes de nuestra tierra, v. gr. con los padres Kino, Salvatierra y Ugarte, sacerdotes jesuitas en California y Pimería, o los franciscanos en Coahuila... o los agustinos en la Huasteca y los dominicos en Oaxaca», OC, t. III, p. 598.

 

147

Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, Patria, 1983, p. 155.

 

148

Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, México, FCE, 1976 (cuidado del texto de Agustín Millares Carlo, estudio preliminar de Lewis Hanke).

 

149

Juan López de Palacios Rubios, De las Islas del Mar Océano, México, FCE, 1954. En su prólogo a esta edición Silvio Zavala sintetiza el requerimiento: «En efecto, brevemente debía exponer el Capitán a los indios, que Dios creó el cielo y la tierra y la pareja original; la numerosa generación habida a partir de entonces obligó a los hombres a dispersarse por reinos y provincias; Cristo encargó a San Pedro que fuese señor y superior de todos los hombres del mundo y... le permitió también estar en cualquier otra parte del mundo y juzgar y gobernar a cristianos, moros, judíos, gentiles y gentes de cualquier otra secta. Uno de estos pontífices, como señor del mundo, donó las islas y tierra firme del Mar Océano a los reyes de España. Las gentes a quienes esto se ha notificado, sin resistencia han obedecido y recibido a los predicadores, y voluntariamente se han tornado cristianos, y sus altezas los han recibido benignamente y tratado como a sus otros súbditos. Los nuevamente requeridos deben hacer lo mismo. El capitán les requiere que entiendan bien lo dicho, tomen para deliberar el tiempo justo y reconozcan a la Iglesia por señora universal, al papa en su nombre, y en su lugar a los reyes españoles... Si lo hacen, se les recibirá con amor y caridad... Si no acceden o dilatan maliciosamente la respuesta, el capitán les hará la guerra y los sujetará al yugo de la Iglesia y de los reyes, los esclavizará, así como a sus mujeres y a sus hijos, y los venderá, etc.», p. CXXV. En unos cuantos versos, Sor Juana sintetiza admirablemente lo antes citado y la rapidez fulminante del proceso, pues la arbitrariedad del procedimiento no escapaba ni a los más fervientes partidarios de la conquista. En el mismo prólogo mencionado, Zavala incluye un fragmento de Gonzalo Fernández de Oviedo: «Yo pregunté, después, el año de 1516, al doctor Palacios Rubios si quedaba satisfecha la conciencia de los cristianos con aquel requerimiento, e dijome que sí, si se hiciese como el requerimiento dice. Mas paréceme que se reía muchas veces cuando yo le contaba lo de esta jornada y otras que algunos capitanes después habían hecho; y mucho más me pudiera reír yo de él y de sus letras... si pensaba que lo que dice aquel requerimiento lo habían de entender los indios sin discurso de años y tiempo». Es posible que Sor Juana fuese también de quienes se reían de ese procedimiento, como parece desprenderse de la loa.

 

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Aunque quizá el hecho de que se haya publicado en México una edición suelta de El Divino Narciso pudiera permitir la suposición de que en cierto momento se pensó en representar el auto en la capital novohispana, la documentación que poseemos y la afirmación de la monja hacen suponer que esas loas y sus autos no eran para representarse en México, sino en Madrid y por tanto no tenían como objetivo la catequización de infieles; eran más bien un recordatorio para los fieles, ese tipo de recordatorios como los que se utilizaban en el auto sacramental. Así lo interpreta Marcel Bataillon: «En dos palabras, el nacimiento de un teatro eucarístico destinado al Corpus nos parece que no es un hecho de contrarreforma, sino un hecho de Reforma católica» (sub. en el texto). «Ensayo de explicación del auto sacramental» en Manuel Durán y Roberto González Echevarría, Calderón y la crítica: historia y antología, Madrid, Gredos, 1976, p. 462.

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