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Sor Juana y otras monjas


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La autobiografía de Sor Juana: linaje y legitimidad120



¿Nací yo acaso en las yerbas,
o críeme en las ortigas?
¿Fue mi ascendiente algún risco,
o mi cuna alguna cima?
¿No soy yo gente? ¿No es forma
racional la que me anima?
¿No desciendo como todos,
de Adán, por mi recta línea?121



Estos versos de Sor Juana Inés de la Cruz aparecen casi al inicio de un romance en apariencia banal, escrito con la clásica desmesura del lenguaje cortesano cuyo andamiaje hiperbólico calza a la perfección cuando se trata de celebrar el cumpleaños de una virreina.

¿A qué viene entonces esta declaración tan vehemente, ese rechazo a formar parte del mundo natural, y esa necesidad de insertarse con signo masculino, en una legítima genealogía cristiana, la del Antiguo Testamento?

Aunque se trate de la única genealogía posible para un cristiano, pues todos deben descender de Adán, según lo decreta el Génesis, descender del Primer Padre y no mencionar a la primera madre, implicaría una inmediata inserción en el campo simbólico y la posibilidad de hacer uso del lenguaje racional que parecería distintivo del   —120→   linaje del hombre. Pero esa racionalidad que por el hecho mismo de pertenecer al género humano debería darse por descontada, se enfrenta a una aposición radical de parte de la institución eclesiástica que particulariza y delimita los discursos de acuerdo con la sexualidad. Con su perspicacia habitual, Sor Juana alude a lo inanimado, a lo absolutamente natural -los riscos, las yerbas, las cimas- para subrayar el estereotipo: la mujer pertenece a la naturaleza, la representa, y por tanto carece totalmente de discurso122.

Al referir la vida de Sor Juana con «lisa sencillez», como él mismo asegura, su hagiobiógrafo Diego Calleja, sacerdote jesuita, explica perfectamente esa delimitación: «... Y mostrando su espíritu el impetuoso caudal que encerraba aquel cuerpecito -se refiere a Sor Juana niña- se impacientaba con la orilla que la naturaleza le puso123.

Esa «orilla», obviamente la feminidad, destruye la rectitud de la línea original, la línea que arranca desde Adán, y que parece eliminar a Eva. Por su sospechosa identidad, su «ingenio», su «discurso», su «entendimiento» y su «memoria» inconcebibles en una mujer, debe, cuando es aún muy joven, ser sometida a examen, un examen mediante el cual se verifique si su sabiduría «tan admirable»..., su «variedad de noticias tan asombrosa (era) infusa o adquirida o artificio o no natural» (p. 4), vuelve a reiterar Calleja. Y el tribunal compuesto «de cuantos hombres profesaran letras» y presidido por el marqués de Mancera, virrey de México (durante el tiempo en que la joven era dama de honor de la virreina), concentra también todos los saberes de su época. En primer lugar los teólogos; luego, los escriturarios, los filósofos, los matemáticos, los historiadores, los poetas, los humanistas y, termina Calleja, aludiendo un poco a la misma monja: «No pocos de los que, por alusivo gracejo llamados Tertulios, que sin haber cursado por destino las facultades, con su mucho ingenio y alguna aplicación suelen hacer, no en vano, muy buen juicio de todo» (pp. 443-444).

Tal como lo utiliza Calleja, el término «orilla» permite definir una ruptura radical entre los primeros padres y marcar a la descendencia de Eva con el troquel característico. Además, esa terminología fina y   —121→   precisa, empleada por un hombre del siglo XVII, podría injertarse con propiedad en esa «dinámica» del borde o «bordure», bautizada así por Derrida en su Otobiographie124, para designar un límite entre la vida y la obra, el sistema y el sujeto del sistema, que atraviesa los dos cuerpos, el corpus y el cuerpo, objeto de la autobiografía. La tensión producida por ese borde en la obra de Sor Juana se legitima cuando dentro de su corpus ella puede integrarse a una tradición, definir una genealogía, inscribirse dentro de un linaje tanto civil como religioso.

La única posibilidad de definir esa genealogía es practicando incisiones en su corpus, para aislar los fragmentos y construir un emblema o armar una divisa, figuras plásticas y alegóricas características del barroco y por tanto de todos los tipos de discurso que Sor Juana practicó. Discursos que dentro de su amplia variedad -la universalidad de noticias que la hizo célebre-, la convirtieron en Musa, la señalaron por su Numen Divino y la transformaron en Fénix y, paradójicamente, la mantuvieron como ella misma dice con ironía y con acierto en un romance «encerrada debajo de treinta llaves».

Y un emblema es, como bien se sabe, aunque sea útil repetirlo, un entretejimiento, un enlace de diversos materiales y colores que forman flores, animales y figuras varias, hasta la de una vida. Para construirlo y trazar esa figura puede ayudar la lectura de los siguientes textos:

1. La Carta de Sor Juana a Antonio Núñez de Miranda.

2. La Respuesta a Sor Filotea.

3. La Carta de Sor Filotea dirigida a Sor Juana (Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla).

4. La Aprobación del padre Calleja a la edición de la Fama de 1700.

5. El capítulo que el jesuita Juan de Oviedo, hagiógrafo de Núñez de Miranda, le dedica a la monja en su libro sobre la vida de su confesor.

6. Los diversos textos de los censores de los tres tomos de su obra publicada en España.

7. Las numerosas alusiones autobiográficas diseminadas a lo largo de ella, que junto con lo dicho por sus contemporáneos, arman el emblema mencionado, en parte decodificable125.

  —122→  
El escándalo: la calumnia, el chisme, el rumor

El primer texto verdaderamente autobiográfico de Sor Juana que poseemos es la Carta a su confesor, el padre Núñez, escrita probablemente hacia 1682 y encontrada en 1980 en una biblioteca eclesiástica de la ciudad de Monterrey por Aureliano Tapia Méndez. La carta configura una queja y asimismo una ruptura, a la vez que determina una oposición: la producción de ruido y de silencio, dos formas derivadas de una conducta:

Aunque ha muchos tiempos que varias personas me han informado de que soy la única reprensible en las conversaciones de Vuestra Reverencia, fiscalizando mis acciones con tan agria ponderación como llegarlas a escándalo público y otros epítetos no menos horrorosos...


(CN, p. 618).                


Ese escándalo se produce debido a unas conversaciones sostenidas fuera del espacio canónico que la Iglesia fija para establecer la comunicación entre un confesor y su confesanda, el confesionario. Constituyen un escándalo porque se transgrede lo privado y la palabra vertida allí se disemina, se traslada al espacio público, el de la corte virreinal. Las conversaciones a que se refiere la monja han trascendido la amable charla mundana para convertirse en chisme:

... ni yo tengo tan servil natural que haga por amenazas lo que no me persuade la razón, ni por respetos humanos lo que no hago por Dios, que el privarme yo de todo aquello que me puede dar gusto... es bueno que yo lo haga por mortificarme cuando quiera hacer penitencia, pero no para que Vuestra Reverencia lo quiera conseguir a fuerza de reprensiones, y éstas no a mí en secreto, como ordena la paternal corrección... sino públicamente con todos, donde cada uno siente como entiende y habla como siente.


(CN, pp. 624-625).                


Y el chisme produce ruido, desata rumores, esboza una calumnia, destruye la reputación. Y ese ruido lo produce el confesor, justamente quien debiera solamente oír, o en todo caso oír y sancionar, aplicar la penitencia, uno de los sacramentos, dentro del absoluto secreto del espacio confesional. Esa violación de las reglas, por parte de quien   —123→   tiene la autoridad, desencadena una reacción del agredido, la cesación del silencio, o por lo menos la posibilidad de ponerle un «rótulo», para echar mano de las palabras específicas (y ya clásicas) de la monja; en este caso la formulación de una escritura que contenga, que les ponga un límite, a las palabras pronunciadas en voz alta, dadas a la publicidad:

He querido sacrificar el sufrimiento a la suma veneración y filial cariño con que siempre he respetado a Vuestra Reverencia, queriendo más aína que cayesen sobre mí todas las objeciones... y esto no ignorando yo la veneración y crédito grande que Vuestra Reverencia tiene con todos, y que le oyen como a un oráculo divino, y aprecian sus palabras como dictadas del Espíritu Santo, y que cuanto mayor es su autoridad tanto más queda perjudicado mi crédito... juzgando que su silencio sería el medio más suave para que Vuestra Reverencia se desapasionase, hasta que con el tiempo he reconocido que antes parece que le irrita mi paciencia, y así determiné responder a Vuestra Reverencia, salvando y suponiendo mi amor, mi obligación y mi respeto.


(CN, p. 618).                


Al mencionar aquí otro tipo de voz, la que produce ruido -la voz del mundo penetrando hasta el confesionario-, la monja se ve obligada a apelar a otro silencio, el de la divinidad, el tercer excluido en este diálogo sostenido entre el silencio y el ruido; y la monja lo hace intervenir para estabilizar la balanza. En ese juicio alevoso que el confesor ha abierto, ocupando él el cargo de fiscal y colocando al mundo como jurado contra ella, Juana Inés hace intervenir a Dios («... en lo cual confieso ingenuamente que no pude merecer nada para con Dios, pues fue más humano respecto a su persona que cristiana paciencia» [p. 618]). Dios cuya interlocución es silenciosa pero tan definitiva como esta carta no hace mucho descubierta y que permaneció varios siglos en total mudez.

La interlocución divina -el ingreso de Dios como abogado defensor en el diálogo de quien debiera ser su vicario y la penitente- está rotulada («... es necesario ponerle un breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga...» [RF, p. 441]). Y ese rótulo, es decir la escritura que debe leerse, es más poderoso que la voz que produce el ruido, a pesar de que su vicario parece tener más autoridad pública que Dios, pues, ¿acaso no es considerado como su oráculo, como si sus palabras fueran dictadas por el Espíritu Santo? Y sobre todo, ¿no son palabras que sí pueden ser oídas?

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En ese otro triángulo, Dios no es el arbitrario, Dios no es el tirano, ni a Él lo rigen los caprichos ni el Amor Propio («que éste tal vez con capa de razón nos arrastra» [p. 618]). Y recordemos que el Amor Propio es uno de los atributos que junto con la Soberbia le son adjudicados por Sor Juana a Lucifer, el Ángel Caído, en su auto sacramental El Divino Narciso.

¿Y el ruido qué contiene? ¿Qué articulan sus voces? «La materia, pues, de este enojo de Vuestra Reverencia, muy amado padre y señor mío, no ha sido otra cosa que la de estos negros versos de que el Cielo contra la voluntad de Vuestra Reverencia me dotó» (p. 618).

La indignación que desata el escándalo público surge de la tergiversación del destino del acto que debe ser publicitado. Sor Juana es una monja y esa monja produce versos, y esos versos tienen como principal destinatario la corte virreinal. A su vez ella causa un estruendo, pero no el adecuado, no el que provocan, como otra vez con acierto explica el padre Calleja, «... los retiros a que empeña el buen nombre de extática...», sino el que rodea a la escritora de genio, a la Musa, a esa mujer que desde muy joven se ha puesto en tela de juicio por su gran saber, por su inserción prodigiosa en el discurso masculino:


Supuesto discurso mío
que gozáis en todo el orbe,
entre aplausos de entendido,
de agudo veneraciones.


(R 4, p. 17).                


Su fama vuela «por su habilidad nunca vista», esa habilidad innata que se cristaliza «a secas» según las exactas palabras de la monja, «que me he valido ni aun de la dirección de un maestro» (CN, p. 622), y por ello permanece en el silencio, al grado de que Calleja exclama, admirado:

Éstos (los maestros) la faltaron siempre a esta prodigiosa mujer, pero nunca la hicieron falta; dentro de sola su capacidad cupieron cátedra y auditorio para emprender las mayores ciencias, y para saberlas con la cabal inteligencia que tantas veces asoma a sus escritos; ella se fue a sus solas a un mismo tiempo argumento, respuesta, réplica y satisfacción, como si hubiera hecho todas las facultades de poesía, las que se saben sin enseñanza.


(AP, s. f.).                


Sor Juana emprende las actividades que más le interesan en silencio, aun aquellas en las que otros necesitan del diálogo fundamental del   —125→   maestro. El ejercicio implica a un público -la cátedra, el auditorio-; el debate echa mano de la réplica, de la satisfacción y forma parte del ejercicio que los alumnos desarrollan dentro de un ámbito universitario («... es el sumo trabajo, no en carecer de maestro, sino de condiscípulos con quienes conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo sólo por maestro un libro mudo, por condiscípulo un tintero insensible» [RF, p. 450]). El producto de ese silencio, su escritura, es paradójicamente lo que causa el escándalo propiciado por el padre Núñez. El escándalo repercute sobre el nombre, lo daña, lo infama y debe combatirse con varios movimientos que conducirán a un triple silencio: a) la cancelación del espacio ceremonial que enmarca a la confesanda y a su confesor o padre espiritual, y por lo tanto el silencio en lugar del diálogo entre pecadora y director espiritual; b) la decisión de romper el silencio mediante otro silencio, emitiendo una queja dentro del espacio de la escritura, el espacio que mejor domina la monja, y c) la reiteración del silencio entre los interlocutores, violencia que destruye totalmente la comunicación y el lugar donde esa relación se sostiene, impone otras reglas del juego y trastrueca las funciones de cada una de las partes en contienda.

El tribunal erigido donde el acusado nunca tiene la palabra da rienda suelta a la palabra acusadora, puesta a su vez en tela de juicio por la escritura y por un malabarismo mediante el cual Juana Inés sustituye a su confesor por Dios quien, siempre interlocutor implícito pero ausente del triángulo, es erigido como el único interlocutor válido para la monja, mecanismo del que se valen también Santa Teresa y otras monjas mexicanas, por ejemplo la casi homónima Inés de la Cruz, antecesora suya y carmelita descalza.

Escándalo de la cortesanía, frente al estruendo de la santidad. Sustitución del chisme banal y mezquino que ensordece a las habitantes de un convento («estar en una reja hablando disparates o en una celda murmurando cuanto pasa fuera y dentro de casa, o peleando con otra, o riñendo a la triste sirvienta» [p. 623]), por el estudio y el ejercicio de la escritura.

Yo tengo ese genio. Si es malo, yo [no] me hice racional126. Nací con él y con él he de morir. Vuestra Reverencia quiere que por fuerza me salve ignorando. Pues, amado padre mío, ¿no puede hacerse esto sabiendo, que al fin es camino para mí   —126→   más suave? Pues, ¿por qué para salvarse ha de ir por el camino de la ignorancia si es repugnante a su natural? No es Dios suma bondad, suma sabiduría ¿Pues por qué le ha de ser más acepta la ignorancia que la ciencia? Sálvese San Antonio con su ignorancia santa, norabuena, que San Agustín va por otro camino y ninguno va errado.


(CN, p. 623).                





El crédito de un linaje

Al despedir a su confesor, al poner alto al escándalo, al chisme, al rumor, a la calumnia, Sor Juana tiene que iniciar, como dije más arriba, un proceso para recuperar su crédito, limpiar su nombre e intentar insertarse en un linaje, delinear una genealogía.

Y ese definitivo pero al mismo tiempo para ella precario linaje, el de la descendencia en línea recta del Primer Padre, debe ser revisado. El ruido causa estragos en la honra: «Pues no soy tan absoluto dueño de mi crédito, que no esté coligado con un linaje que tengo y una comunidad en que vivo...» (CN, p. 618).

La precariedad del linaje puede deberse a varias razones. La primera, aludida de manera indirecta en sus obras y casi no mencionada por sus contemporáneos, es la que tiene que ver con su origen, la deshonra o la posible ilegitimidad:


El no ser de padre honrado
fuera defecto a mi ver,
si como recibí el ser de él,
se lo hubiera dado yo.


(EP, p. 230).                


Juana Ramírez, hija ilegítima de madre analfabeta, se declara descendiente de ilustres ramas de Vizcaya. Al hacer su profesión abjura de su ascendencia y cambia, como es de rigor, su nombre. Cuando firma sus solemnes votos, sella un contrato definitivo mediante la entrega de su vida a Dios, pero sobre todo a la orden que la albergará para siempre:

Yo, soror Juana Inés de la Cruz, hija legítima de don Pedro de Asbaje y Vargas Machuca y de Isabel Ramírez, por el amor y servicio de Dios Nuestro Señor y de Nuestra Señora la Virgen María y del glorioso nuestro   —127→   padre San Jerónimo y de la bienaventurada madre Santa Paula, hago voto y prometo a Dios Nuestro Señor... de vivir y de morir todo el tiempo espacio de mi vida en obediencia, pobreza, sin cosa propia, en castidad y perpetua clausura...


(OC, t. IV, p. 522).                


Con la profesión se pierde el nombre y se obtiene uno nuevo, además de otra familia, una familia constituida por el Esposo de quien se es viuda, y por los fundadores de la orden, convertidos en el Padre y la Madre del nuevo linaje. Y aunque haya iniciado la nueva vida con un perjurio, se inserta en la tradición más legítima para la Iglesia, la de aquellos que la edificaron, las autoridades.

La ardua búsqueda de un nombre es un problema de época, la limpieza de sangre lo exige; está Santa Teresa, nieta de reconciliado: o un orgullo de cristiano viejo que con denuedo Quevedo quiere asentar en su hidalguía. Ser bastardo obliga a borrar el nacimiento indigno, infamia que se asienta en el acta de bautismo de Sor Juana donde se le llama «hija de la Iglesia». Y a ella se acoge.

Pero para Sor Juana el convento, como tantas veces se ha reiterado, es «lo menos desproporcionado» para su genio y «lo más decente» que podía elegir para dedicarse a sus estudios. Esos estudios que sólo con ropa de hombre, travestida y con otro nombre, hubiera podido tener. Mudarse el traje y el nombre, dos operaciones que ha hecho al entrar al convento, esa facultad donde se mide «a secas» con los libros.

La orilla reaparece, ¿cómo borrarla? Su primer intento es legitimar su pertenencia dentro del linaje per se, para acabar sustituyéndolo por un linaje femenino, «esa dilatada serie de insignes mujeres», así llamadas en un obituario sobre la monja por un sacerdote español, su panegirista y censor, Jacinto Muñoz Castilblanque, y que son dignas, según él, como la propia poeta, de eterna fama.

¿De qué manera recorre Sor Juana esa trayectoria?

La imposibilidad del travestimiento -mudarse el traje como se lo mudan las doncellas en la comedia- la carencia casi total de maestros, la obligada y silenciosa convivencia con los libros («Ya se ve cuán duro es estudiar en esos caracteres sin alma»), el encierro interrumpido por las conversaciones de las criadas o las otras monjas en las celdas, o en el locutorio, de una de las cuales surge el mandato de escribir la Atenagórica, todo la encamina a insertarse en una línea muy clara, la de los hombres sabios, sobre todo San Jerónimo a quien está dedicada su orden y quien siempre vivió rodeado de una numerosa y   —128→   santa corte de mujeres estudiosas («y que siendo monja y no seglar/ ...y más siendo hija de/ San Jerónimo y una Santa Paula que era degenerar de tan doctos padres ser idiota la hija» [RF, p. 447]). San Jerónimo en proa a las mismas vicisitudes que la monja y que ella cita en la respuesta como ejemplo, en latín, en un paralelismo con su propia tarea:

De cuánto trabajo me tomé, cuánta dificultad hube de sufrir, cuántas veces desesperé, y cuántas otras veces desistí y empecé de nuevo, por el empeño de aprender, testigo es mi conciencia, que lo he padecido...127


Con San Jerónimo hay un trato familiar, casi íntimo; como ella, él aspira al saber; como ella, ha sido azotado por los ángeles, «porque leía en Cicerón, arrastrado y casi no libre, prefiriendo el deleite de su elocuencia a la solidez de la sagrada escritura», advierte Sor Filotea, alias obispo de Santa Cruz, a Sor Juana (p. 696). La legalidad se busca en otra parte y, procediendo de la misma manera que en su auto sacramental El Divino Narciso, hace desfilar a las grandes figuras bíblicas para asociarse con ellas y encontrar la legitimidad que busca, esa legitimidad que no proceda de la sangre, sino de la virtud y del conocimiento.

Moisés es su elegido. En esta segunda Carta dirigida a un confesor, un obispo que escribe travistiéndose de mujer, la monja se defiende acudiendo a las analogías tradicionales para escudarse y subrayar de nuevo el problema de la emisión de la voz y la producción de su propia escritura. Con sigilo vuelve a integrar un trío en el que la autoridad eclesiástica es mucho más severa que Dios:

No se hallaba digno Moisés por balbuceante, para hablar con Faraón, y después al verse tan favorecido de Dios, le infunde tales alientos, que no sólo habla con el mismo Dios, sino que se atreve a pedirle imposibles: «Ostende mihi faciem tuam» («Te ruego que me muestres tu rostro», trad. Bénassy, p. 442).


Abierto a las metamorfosis y disfrazado de mujer en la escritura, el obispo oculta su verdadero rostro y debajo del falso traje Sor Juana descubre el precepto, es decir la orden implícita de contestar a la Carta   —129→   con una confesión general de su vida, facturándola como una hagiografía. Y por debajo del velo, capta su verdadero sentido, la conminación a dejar los «asuntos humanos», como los llama la monja, y que el obispo con brutalidad descalifica como «rateras nociones de esta tierra». Para ocuparse de su salvación, Sor Juana debe prescindir del estruendo del mundo -el saber- y sustituirlo por el ejercicio de la santidad.

Moisés pierde la voz, «balbucea» ante el poder oficial y no ante su Dios, de la misma manera en que la poeta pierde la voz ante «tan excesivo como no esperado favor», la publicación de su Crisis de un sermón y el hecho de que el obispo le haya dado el nombre de Carta atenagórica. En el travestimiento, en el rostro oculto del Señor, hay una amenaza oculta y su violencia es tal que «enmudece al beneficiado». De nuevo parecería que el prelado usurpa el lugar de la interlocución divina.

Aunque son muchos los personajes sagrados citados por Sor Juana en su Respuesta, entre ellos Saúl, que procede de la tribu de Benjamín, la familia más mínima de las tribus de Israel, es Moisés el que mejor se presta a su defensa. En este movimiento estratégico128 en este tomar prestados otros cuerpos y otros trajes para representarse mejor, la religiosa dirime el problema de su origen y del nombre que le corresponden:

Esta carta que vos, Señora mía, honrasteis tanto, la escribí con más repugnancia que otra cosa, y así porque era de cosas sagradas a quienes (como he dicho) tengo reverente temor, como porque parecía querer impugnar, cosa a que tengo aversión natural. Y creo que si pudiera haber prevenido el dichoso destino a que nacía -pues como a otro Moisés «la arrojé expósita» a las aguas del Nilo del silencio, donde la halló y la acarició una princesa como vos-; creo, vuelvo a decir, que si yo tal pensara, la ahogara antes entre las mismas manos que nacía, de miedo de que pareciesen a la luz de vuestro saber los torpes borrones de mi ignorancia [...]; lo que precisamente ha de estar repugnando vuestro clarísimo entendimiento, pero ya que su ventura la arrojó a vuestras puertas, tan expósita y huérfana, que hasta el nombre le pusisteis vos, pésame que, entre más deformidades, llevase los defectos de la prisa...


(RF, p. 471).                


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Moisés, niño expósito, es tan indefenso como los niños ilegítimos que las mujeres, temiendo el desprestigio, abandonan en la puerta de una iglesia. Llevar más lejos la comparación nos haría caer en el melodrama o en la novela de folletín129. Es bueno de cualquier manera señalarlo e indicar la forma en que quizá Sor Juana contemplaba el problema de su origen ilegítimo. Sin embargo, lo más importante no radica allí sino en la concepción de la propia escritura, concebida como un producto bastardo, cuya única legitimidad es el respaldo de la institución; asimismo la percepción de que al entrar al terreno del dogma teológico los ruidos no provocarán un escándalo público de signo cortesano, sino un enfrentamiento con la Inquisición.

Con la publicación de la Atenagórica Sor Juana llega al colmo de la fama. Lo confirma entre otros el asombro con que Jacinto Muñoz de Castilblanque, obispo y arzobispo, antes mencionado, avala la importancia que se le dio a la publicación de la Carta: «Y en donde se suspendió la cortedad de mi juicio, fue al oír a uno de los grandes obispos de nuestra España que entre los muchos y gravísimos empleos se hizo lugar para copiar la Crisis...» (Fama, p. 440).

Las obras de la escritora son publicadas a expensas de las más grandes autoridades. Sus textos literarios ven la luz gracias al mecenazgo de la condesa de Paredes y su más deslumbrante texto religioso es impreso por orden de un obispo. ¿Por qué entonces ese producto legitimizado tanto por la autoridad civil como por la eclesiástica es degradado por su autora?

Es evidente que Moisés, nacido bajo signo tan desgraciado, se convirtió en el elegido de Dios y en el guía de su pueblo. La analogía es meridiana: el obispo cumple la misma función respecto a Sor Juana. Ha sido elegida también, pero en toda elección corre un designio y la monja lo ha detectado. Su Respuesta no puede ser ya la indignada y definitiva polémica que sostuvo con el padre Núñez, tiene que matizar y fundamentar una estrategia, la necesaria para defenderse de la acusación implícita en esta pregunta que formula casi al final del texto: «Si el crimen está en la Carta atenagórica, ¿fue aquélla más que referir sencillamente mi sentir con todas las venias que debo a nuestra Santa Madre Iglesia?» (RF, p. 468).

Pertenecer a una genealogía adánica, vestirse de hombre o escudarse en la asexuación de las almas, aunque pueda comparar sus desgracias   —131→   con las de Cristo, dentro de la más pura Imitación, ya no le basta para sobrevivir como ser racional. Propone ahora agruparse, enraizarse en un linaje de mujeres sabias que como ella tienen nombre o fama, que no se han visto obligadas a «sepultar su entendimiento» o a despojarse de sus productos como si fueran expósitos, entre las que se cuentan sobre todo Paula, Fabiola, Blesilla, Eustoquia, todas santas, pero también lingüistas y sabias quienes en estrecha relación con San Jerónimo participan de su saber y se inscriben en la genealogía del propio convento de la monja. Sor Juana se coloca entre las mujeres sabias y ya viejas que podrían «estudiar, escribir y enseñar privadamente». Formar parte de una colección, como ella misma la llama, o integrarse inscribiéndose dentro de un grupo, señalizarse, construir un catálogo de mujeres insignes -¿no las llama así Castilblanque?-, encontrar pares, sólo así puede Sor Juana legitimar su nombre ligado a su escritura. Y este viejo procedimiento, parte de una antigua tradición, separa, cataloga, compone inventarios dentro de los que pueden caber las mujeres.

Habría que preguntarse si Sor Juana no intuía ya perfectamente cuando escribió Primero sueño el tipo de mujeres con quienes debía asociarse. Son las que transitan por los versos de ese «papelillo», único texto que ella confiesa haber escrito por su propio gusto y por su propio impulso. Quizá se acoplen con mayor fuerza a ese producto degradado, arrojado a las aguas, expósito, mencionado en su Respuesta y que la clemente figura de un obispo disfrazado de madre puede rescatar.

La oscuridad funesta con que se inicia el Sueño pone en movimiento asordinado a varios monstruos mitológicos. Están las Danaides que «pagan en duros castigos/ la obediencia al fiero padre», y las Mineidas transformadas en murciélagos, siempre juntas, volando en serie, las que antes de su metamorfosis se ocupaban de labores de manos y contaban fábulas. Descuidando los ritos religiosos, sus telas se pudren y sus alas carecen de plumas: «Y aquellas que su casa campo vieron volver, sus telas hierba, a la deidad de Baco inobedientes» (Sueño, p. 336).

Las Mineidas tienen alas mas no plumas y sus cuerpos son torpes, seres intermedios, limítrofes, productos de una transformación, sólo pueden revolotear en las tinieblas de la noche, avergonzadas de esos apéndices ridículos que les tocó en el cambio («que el tremendo castigo/ de desnudas les dio pardas membranas,/ alas tan mal dispuestas/ que escarnio son aun de las más funestas» [ibid., p. 336]). Hay un   —132→   extraño presagio en esa desnudez, es ominosa, antierótica y debe por eso ocultarse, como se oculta Sor Juana de noche, en su celda y tras del lenguaje.

Ya lo había previsto alguna vez en un romance:


¿Soy ave nocturna para no poder andar de día?






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ArribaAbajo4

De Narciso a Narciso o de Tirso a Sor Juana: El vergonzoso en palacio y Los empeños de una casa130



El arquetipo

No existe mayor tautología que la del amor platónico y, por extensión, la que se produce en una de sus modalidades extremas, el narcisismo. El amor platónico se contenta con la contemplación, reside en los ojos de adentro, los de la memoria, en ellos vive de los traslados, de los trasuntos. En él se ama sólo por amar, en postración ante el amado, como se postra ante la imagen de la virgen quien la adora; así el amante ama a lo sagrado.

El amor platónico es el antecedente del amor místico. En la novela pastoril se maneja un subterfugio de amor a lo divino: la imposibilidad de ser correspondido convierte al amante en un ser contemplativo; en el drama barroco se produce, gracias a Calderón, la tragedia de Narciso, trasladada a lo pastoril; allí se da cuenta del máximo efecto de la tautología: el encendido amor por el reflejo inalcanzable de uno mismo, cuya única solución es la muerte, en la tragedia, o el juego absoluto del azar, las apariencias o las correspondencias en la comedia.

  —134→  

El amor platónico se postula de varias maneras en los versos de Sor Juana; la Fineza, personaje del sainete segundo de Los empeños de una casa, lo expresa así: «... En lo fino, lo atento,/ en lo humilde, en lo obsequioso,/ en el cuidado, el desvelo,/ y en amar por sólo amar» (p. 69). En El vergonzoso en palacio de Tirso se inserta un doble enredo amoroso131, que baraja conceptos tanto de origen platónico como aristotélico: a) el que enfrenta a Magdalena con el fingido pastor Mireno, cuya unión se retarda por la timidez, la reticencia, la dificultad que tiene éste para expresar su amor, o, para decirlo con mayor propiedad, representa al enamorado a quien le falta lengua («aunque la lengua sea muda...», (p. 478); y b) el de Antonio y Serafina, obstaculizado por ella, capaz de amar sólo a un trasunto de sí misma -una copia semejante a aquella que de sí mismo viera Narciso reflejada en las aguas del estanque-, en realidad un traslado de su propia imagen, en vestido de hombre, su retrato, mandado a pintar por Antonio, su enamorado. Por su parte, doña Leonor y don Carlos en Los empeños... se aman porque en ambos se cumple, completa, definida, la teoría de las correspondencias («Tan precisa es la apetencia/ que a ser amados tenemos,/ que aún sabiendo que no sirve,/ nunca dejarla sabemos» (R 56, p. 166). Leonor desprecia a todos sus enamorados cuando no le son semejantes y ama a Carlos cuando lo encuentra porque es su doble a lo masculino, el complemento de la figura andrógina, retratada por Platón en el Banquete; lo declara así Leonor cuando, en un debate instituido por su rival, doña Ana, en casa de su perseguidor don Pedro, define lo que para ella es la mayor pena de amor: «He imaginado/ que el carecer de lo amado/ en amor correspondido» (EC, p. 94).




El retrato

El narcisismo exige para manifestarse una doble imagen, la original y aquella desdoblada que lo representa, el reflejo. El reflejo es un trasunto del sujeto u objeto reflejado, o «copia o traslado que se saca del original», según leemos en el Diccionario de la Real Academia. La copia puede ser simplemente el reflejo representado en un espejo o sobre algo que cumpla con ese mismo papel, por ejemplo el estanque   —135→   mítico de Narciso, usado de manera muy especial por Calderón en su Eco y Narciso, y por Sor Juana en su El Divino Narciso. En cambio, en las dos obras que analizo, el trasunto lo da el retrato, objeto muy frecuentado en la poesía y el teatro de los siglos de oro132. Y ese retrato reviste dos de las formas que, dentro de los viejos modelos preceptivos, la antigua retórica le daba a la descripción, figura de pensamiento, que en este caso «habla(n) a la imaginación» y es clasificada como una de las figuras pintorescas; dos variantes de la descripción vienen a insertarse aquí con propiedad, la prosopografía, que se comete cuando se describen «las partes exteriores de un ser viviente» y la etopeya, cuando «se retrata alguien moralmente»133.

Ambas figuras descriptivas se utilizan en las comedias que analizo. Se esboza una prosopografía cuando Antonio habla «de las partes de su amada» y las incorpora a un retrato físico aunque metafóricamente dé cuenta de una belleza ideal, anterior a la mirada, acuñada por la tradición y sancionada por el «mundo»: «Por la vista el alma bebe/ llamas de amor entre nieve/ por el vaso de cristal/ de su divina blancura:/ la fama ha quedado corta/ en su alabanza» (p. 454). En esa descripción física va implícita, como en el amor platónico, una imagen mental, arquetípica, que determina que la belleza vaya ligada a la luz y a la blancura, imagen de la que es imposible deslindar una belleza individual. Magdalena, la hermana mayor de Serafina, alabada por la fama, es otra Clicie... «si el sol la sale a mirar» (p. 453), y sólo deducimos que su resplandor es menos potente para el enamorado porque a Antonio lo hiere el que emana de la belleza de Serafina y no el que emite Magdalena. De esta forma, el retrato hablado es pintado por «la lengua» -la descripción o pintura poética- que se apoya en «la fama» o en «el vulgo», es decir en el retrato que modelan «las lenguas». El retrato, si pintado por la lengua, es un producto de la mente; para hacerlo visible, corpóreo, se debe acudir, como dice doña Juana, la cómplice y prima de don Antonio, a otro tipo de instrumento: el pincel. «... Ahora bien, primo,/ en esto puedes ver lo que te quiero./ Busca un pintor sin lengua, y no malparas; que según   —136→   los antojos diferentes,/ que tenéis los que andáis enamorados,/ sospecho que para mí que andáis preñados» (p. 464). La imagen exterior, aquella en quien parece coincidir el arquetipo, cristaliza en una efigie modelada por un verdadero pintor, el que maneja el pincel, y por ello retrata «sin la lengua» (p. 464); también de allí el símil ginecológico de Juana: sólo un objeto físico, el retrato, puede reproducir con trazos concretos, palpables, perceptibles, corpóreos, con densidad y volumen, el «borrador» interior, boceto frágil, colectivo, especie de feto aún informe. La descripción, que en suma es un retrato, no puede ser aquí una figura de pensamiento simple; participa simultáneamente de la prosopografía o retrato físico, y de la etopeya, la descripción moral; en su confección se decantan varios modelos estereotípicos cuyo resultado no es una imagen a la manera realista sino una imagen altamente metaforizada, imagen anterior reconstruida por el entendimiento y la memoria, y por ello mismo compuesto extraño:


Los colores y matices
son especie del objeto
que los ojos que le miran
al sentido común dan;
que es obrador donde están
cosas que el ingenio admiran,
tan solamente en bosquejo,
hasta que con luz distinta
las ilumina y las pinta
el entendimiento, espejo
que a todos da claridad.
Pintadas las pone en venta;
y para esto las presenta
a la reina voluntad,
mujer de buen gusto y voto,
que ama el bien perpetuamente,
verdadero o aparente,
como no sea bien ignoto;
que lo que no es conocido,
nunca por ella es amado.


(Tirso, p. 466).                


Es imposible amar entonces aquello que se desconoce. El alma lleva en su interior un borrador, un bosquejo, del amado. Por eso la inquietud   —137→   no se aplaca, vuelve a manifestarse en una serie de comparaciones, de semejanzas, de analogías que hacen visible una significación polimorfa, obstinada, en la que el entendimiento es «un naipe», hermosa metáfora de Tirso, que su personaje compara con una «tabla rasa/ mil pinturas sujeto» (p. 466) y definido, según el dramaturgo (y la época), por Aristóteles. Una imagen estampada en el alma previamente pero sujeta a variaciones, a juegos de azar, a escaramuzas, a mudanzas de las potencias del alma, entre ellas la voluntad, «sólo espíritu», librada a la concreción del retrato construido mediante un objeto material, el pincel, cuyo resultado es contemplado por «la vista, que es corporal» (Tirso, p. 467).

¿Qué quiero decir con todo esto? O, más bien, ¿qué entiendo de este enredo que Tirso plantea al subrayar la incapacidad que tiene Serafina de amar y al hacerla víctima de su propia imagen? El amor ciego se enamora a través de la vista, sólo si lo que ve coincide con la imagen ideal de la belleza que se trae dentro, sería «un engañe colorido», como diría Sor Juana o, para subrayarlo con otra metáfora suya, «un cauteloso engaño del sentido». ¿No lo expresan así estos bellos versos de Tirso, dichos por Antonio cuando le explica al pintor que antes de ver el retrato hecho con el pincel, él ya tiene el suyo propio, fabricado por su mente?


Traído
de la pintura el caudal,
todos los lienzos descoge
y entre ellos compra y escoge,
una vez bien y otras mal:
pónele el marco de amor,
y como en verle se huelga,
en la memoria le cuelga
que es su camarín mayor.
Del mismo modo miré
de mi doña Serafina
la hermosura peregrina;
tomé el pincel, bosquejé,
acabó el entendimiento
de retratar su beldad,
comprole la voluntad,
guarneciole el pensamiento
—138→
que a la memoria le trajo,
y viendo cuán bien salió
luego el pintor escribió:
amor me fecit abajo.
¿Ves cómo pinta quien ama?


(Tirso, p. 467).                


El amor se engendra en la imagen interior, en el retrato que llevamos dentro, bosquejo informe modelado por la fama y definido por el entendimiento. Basta encontrar a alguien cuyas «partes» (según el vocabulario barroco) coincidan con el arquetipo interior para enamorarse con locura, sin remisión: «Con razón se llama amor/enfermedad y locura» (Tirso, p. 466).




Hágate amor Narciso

Antonio, embelesado, declara su amor a Serafina, quien lo desaira. Furioso, el enamorado arroja a los pies de la ingrata su retrato y dice:


Pues que del paraíso
de tu vista destierras mi ventura,
hágate amor Narciso,
y de tu misma imagen y hermosura
de suerte te enamores,
que como lloro, sin remedio llores.


(P. 484).                


Aunque más corpóreo que la imagen, el retrato mantiene su calidad de reflejo y el error máximo del narcisista, en este caso, el de Serafina, es ignorarlo. Al «alzar» el retrato, Serafina cae en la trampa que le ha tendido Antonio y, siguiendo las convenciones clásicas del amor-pasión, del amour fou, queda enceguecida de amor:

...¡Un retrato!

  (Álzale.) 

Es de un hombre, y me parece
que me parece de modo,
que es mi semejanza en todo.
Cuanto el espejo me ofrece,
miro aquí: como en cristal
—139→
bruñido mi imagen propia
aquí la pintura copia
y un hombre es su original

(Tirso, p. 484).                


Tirso maneja estos reflejos en varios niveles. En la cita anterior ha hecho coincidir en una misma metáfora los diversos objetos de Narciso, el espejo, el estanque, el retrato. Y en las acciones dramáticas ejerce varios desdoblamientos, los cuales, gracias al juego de las apariencias características de la comedia de enredo, hacen dialogar consigo mismos a los principales personajes del drama: primero es Serafina la que desempeña, vestida de varón, y frente a unos espías -Antonio y el pintor-, el papel de varios personajes de una comedia intitulada por ella La portuguesa cruel, que a la vez la representa, como muy bien acota doña Juana. Más tarde es Magdalena quien, desesperada ante la cortedad -vergüenza- de su amante finge que sueña y dialoga en voz alta con Mireno, donde le declara su amor, y éste a su vez, despierto, cree contemplar su sueño, el de un pastor trasvestido de galán que ha recobrado su estirpe cortesana. Por obra y magia de su amor. Antonio dialoga en doble guisa con su enemiga Serafina, quien cree recuperar, al oír su voz, otro reflejo -un eco-, el cuerpo del otro, en realidad, su propio cuerpo vestido de hombre. Tarso, el pastor, oculto entre los árboles, en espera de Mireno, y testigo involuntario de esta acción en el jardín, la sintetiza: «¡Válgate el diablo!/ Sólo un hombre es, vive Dios,/ y parece que son dos» (p. 491).




El autorretrato134

Sor Juana maneja de manera literal el retrato hablado. Perdida en su propio enredo, doña Leonor cae en casa de sus enemigos, al borde del deshonor; doña Ana la recibe de mal modo y ella se ve obligada, contrariado las leyes del decoro, a explicar su situación y al hacerlo bosqueja su retrato. La descripción física se descarta: «Decirte que nací hermosa/ presumo que es excusado,/ pues lo atestiguan tus ojos» (p. 36). La mirada directa comprueba su belleza y no es necesario describirla ni siquiera con las metáforas convencionales, dato curioso en una autora que cuenta dentro de su obra con varias composiciones   —140→   líricas de retratos femeninos135. Al negarse a hacerlo y dejar al espectador y al otro actor la tarea de advertir esa belleza específica, Sor Juana hace una crítica tácita de este fenómeno, el narcisismo136. El retrato, moral, conforma, en otras palabras, una etopeya, una larga descripción que pasa por autobiográfica y lo es porque da cuenta de manera simultánea del personaje Leonor, y de la propia Sor Juana137. La larga historia se justifica utilizando los procedimientos de un debate judicial, procedimiento que ella repite varias veces en esta obra, en los sainetes especialmente y, luego, como ya lo mencioné más arriba, dentro de un torneo que organizan para distraerla don Pedro y doña Ana, torneo que se maneja como teatro dentro del teatro. Leonor es Sor Juana, pero al hablar de sí, propone una distancia para juzgar con acierto su belleza anímica y su sabiduría:


Inclinéme a los estudios
desde mis primeros años,
con tan ardientes desvelos,
con tan ansiados cuidados,
que reduje a tiempo breve
fatigas de mucho espacio.
Conmuté el tiempo, industriosa,
a lo intenso del trabajo,
—141→
de modo que en breve tiempo
era el admirable blanco
de todas las atenciones,
de tal modo, que llegaron
a venerar como infuso
lo que fue adquirido lauro.


(EC, p. 37).                


Su hermosura es alabada universalmente y proviene, en parte, del «vulgo»: «Queréis exponer mis menguas/ al juicio de las lenguas,/ y a la opinión de las bocas?» (p. 456), exclama asustada Magdalena, al enamorarse de un hombre que, en apariencia, se encuentra debajo de su condición social. Como Tirso, Sor Juana condena al vulgo («Era de mi patria toda/ el objeto venerado/ de aquellas adoraciones/ que forma el común aplauso» (p. 37), pero lo hace con una intención de realismo cuando se refiere a sí misma, para rechazar con este procedimiento, aunque lo acepte al facturar los enredos, el disfraz clásico de la comedia que encubre los deseos y la realidad en situaciones figuradas que llegan a su objeto de manera elíptica. Su talento no es «infuso», es decir, divino, sino producto de su propia industria y de sus desvelos. Con ello, reafirma el carácter autobiográfico de su retrato frente a la tendencia hagiográfica presente en la construcción que «el mundo» hace con los «objeto(s) venerado(s)», sobre todo si se trata de una monja. Bien puede comprobarse con leer sus múltiples textos en donde defiende su capacidad de actuar como ser racional («... ¿No es forma/ racional la que me anima?», R 42, p. 120) o su talento innato como poeta («porque a mí con la llaneza/ me suele tratar Apolo», R 23, p. 68), cuidándose muy bien de discernir -por ello es «discreta»138- el lugar que le corresponde en la jerarquía social y artística de su tiempo.

  —142→  

El autorretrato de Sor Juana contrasta con el narcisismo implícito en Serafina y el platonismo declarado de Antonio. En el monólogo de Leonor es posible descubrir una autocrítica, y la verificación de que el narcisismo suele ser el fruto de una admiración desmesurada. La «Fama parlera» la convierte en «deidad» y ella, «entre aplausos... con la atención zozobrando/ entre tanta muchedumbre,/ sin hallar seguro blanco,/ no acertaba a amar a alguno,/ viéndome amada de tantos...» (p. 38). Como la princesa del cuento o como las hijas del duque de Avero en El vergonzoso..., Leonor se ve obligada a amar a quien se parece a ella porque lleva troquelada como en cera su propia imagen, engendro construido a retazos por el dictamen del vulgo y por la imagen arquetípica, a la que, por otra parte, ella suele manejar de acuerdo con la convención, como puede comprobarse en varias instancias de Los empeños..., por ejemplo en el homenaje tributado a la condesa de Paredes en la «Letra por Bellísimo Narciso» donde echa mano de las metáforas convencionales: «Bellísima María/ a cuyo Sol radiante,/ del otro Sol se ocultan/ los rayos materiales...» (p. 63)139. Es obvio aquí que este retrato es de la misma genealogía que el usado por Antonio para describir a Serafina, retrato a lo profano, pero, en sus metáforas, idéntico a los que se le dedicaban a la virgen. En toda la obra de Sor Juana puede advertirse un conocimiento notable de las formas literarias y la conceptualización de su época; penetra, con gran finura y honda percepción en el discurso oficial, lo hace suyo. Pero con esa misma hondura y con esa misma gracia suele trastrocarlo. Un ejemplo evidente es el que acabo de analizar.

Cuando con premeditación Sor Juana omite la descripción física de su personaje Leonor, reitera la importancia que tiene para ella la belleza del entendimiento, como literalmente lo dice, por ejemplo en este soneto:


En perseguirme, Mundo ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
—143→
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?
Yo no estimo tesoros ni riquezas;
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi pensamiento
que no mi pensamiento en las riquezas.


(S 146, p. 278).                


Aceptar de entrada que es bella, sin verbalizar la descripción de su belleza, es reiterar que lo que a ella le interesa es el conocimiento y ensalzar el tipo de mujer que representa Leonor, de la cual sólo puede enamorarse Carlos. Los demás se enamoran de la vista, como Antonio que, al oír discutir a Serafina con su enamorado, el conde de Estremoz, exclama asombrado: «Prima, para ser tan blanca,/ notablemente es discreta./ ¡Qué agudamente responde!» (P. 454). Amar a una mujer depende sobre todo de su inserción en el ideal de belleza física propuesta por el arquetipo. Que sea inteligente, además de bella, causa el colmo del asombro: lo prueba el verso recién citado de Tirso y muchos otros, por ejemplo los que le dedicaron a Sor Juana. La inteligencia sobra o parece excesiva en una mujer: «Leonor -dice Ana-, tu ingenio y tu cara/ el uno al otro se malogra,/ que quien es tan entendida/ es lástima que sea hermosa» (p. 83). Al subrayar su biografía moral, su etopeya, Sor Juana resalta el papel al que quiere reducirla el mundo y, en la comedia, la diferencia esencial que separa a don Carlos y a Leonor del resto de los personajes. Puestos en guardia el lector, el espectador y el autor, por una omisión señalada, la de la propia descripción, o mejor, al llamar la atención -mediante el silencio que rotula o subraya- acerca del narcisismo exterior, el de la simple belleza física, Sor Juana se adentra en su otro aspecto, quizá más peligroso, el de la soberbia que se engendra en la conciencia exagerada del propio valor. La mirada interior, enfrentada al espejo que factura el mundo, se deforma. ¿A quién amar sino al reflejo masculino de sí misma, edificado con los mismos ingredientes y matizado de igual forma que su propia imagen? Según el retrato hablado que, después del suyo propio, hace Leonor, Carlos es un dechado de perfecciones físicas y morales. Pide, como Antonio a su prima Juana «licencia para pintarlo» (p. 39), y a mi vez yo la pido para reproducir parte de los 72 versos que Sor Juana le dedica. Principia con una imagen física tradicional, de la que también están ausentes los rasgos individuales de la persona descrita. La dibuja conforme a las reglas de la belleza masculina,   —144→   mucho menos frecuentada en esa época dentro del ámbito de la prosopografía:


Era su rostro un enigma
compuesto de dos contrarios
que eran valor y hermosura,
tan felizmente hermanados,
que faltándole a lo hermoso
la parte de afeminado,
hallaba lo más perfecto
en lo que estaba más falto:
porque ajando las facciones
con un varonil desgarro,
no consintió a la hermosura
tener imperio asentado...


(EC, p. 40).                


De esa descripción deducimos también la belleza de Leonor. Carlos es bello y esa beldad refleja a la de su amada, pues ambos se rigen por la teoría de las correspondencias. Esta coquetería textual permite dibujar lo borrado expresamente por la narradora, y marca otro hecho fundamental: en ese traslado, en esa copia del natural, se ha tenido especial cuenta del decoro, manifestado en el «desgarro» que, al «ajar» las facciones del retratado, le concede una hermosura suficiente y evita al mismo tiempo cualquier sospecha sobre su virilidad. Esta nota de realismo se inscribe para subrayar de manera paralela aquella ausencia y aquel silencio ya anotados. Además, reinscribe algo fundamental, sólo dos seres fuera de lo común pueden corresponderse absolutamente y conservar simultáneamente su identidad y complementarse.

Notable contraste con Tirso, en quien las ambigüedades se marcan con delectación. ¿No las resume acaso Tarso cuando reprende a Mireno por callar?


¿Qué aguardabas, pese a tal,
amante corto y avaro
(que ya te daré este nombre),
pues no te osas atrever?
¿Esperas que la mujer
haga el oficio del hombre?
¿En qué especie de animales
—145→
no es la hembra festejada,
perseguida y paseada,
con amorosas señales?
A solicitalla empieza:
que lo demás es querer
el orden sabio romper
que puso naturaleza.
Habla; no pierdas por mudo
tal mujer y tal Estado.


(Tirso, 477).                


Tirso lo sabe, la cortedad y el narcisismo no pagan, pero esta nota de realidad se expresa por la boca del gracioso, personaje especialmente delineado para expresarla. En Los empeños..., esa realidad, esa crítica las verbaliza el personaje principal.

No obstante, el narcisismo se ejerce. Carlos, ya lo he repetido hasta la saciedad, es semejante a Leonor, pero su semejanza se atenúa por las exigencias del decoro. No las respeta Serafina, quien al contemplar su retrato recita este monólogo:


No en balde en tierra os echó
quien con vos ha sido ingrato;
que si es vuestro original
tan bello como está aquí
su traslado creed de mí
que no le quisiera mal.
Y a fe que le hubiera alcanzado
lo que muchos no han podido;
pues vivos no me han vencido,
y él me venciera pintado.
Mas aunque os haga favor,
no os espante la mudanza,
que siempre la semejanza ha sido causa de amor.


(Tirso, p. 485).                


La cercanía de Leonor y Carlos, su superioridad frente a los demás personajes se subraya de muchas y muy diversas maneras, para empezar en ese juego de retratos, luego, en los lances a los que el enredo los conmina. Carlos no acepta los rumores del vulgo y desmiente lo que ven sus ojos cuando parecen demostrar que, como las otras mujeres, Leonor se define por la mudanza, el capricho, la veleidad.

  —146→  
DON CARLOS
¡Qué miro! ¡Amor me socorra!
¡Leonor, Doña Ana y Don Pedro
son! ¿Ves cómo no fue cosa
de ilusión el que aquí estaba?
CASTAÑO
¿Y de que esté no te enojas?
DON CARLOS
No, hasta saber cómo vino;
que si yo en la casa propia
estoy, sin estar culpado,
¿cómo quieres que suponga
culpa en Leonor? Antes juzgo
que la fortuna piadosa
la condujo adonde estoy.

(EC, p. 90).                


Leonor pasa por los mismos sobresaltos. Tampoco acepta, al principio, como los demás personajes de esta y muchas otras comedias, que su doble pueda actuar como actúan los otros y, cuando las apariencias acusan a Carlos, prefiere ir al convento y no casarse con don Pedro.




De la vida es un traslado...

El más acabado reflejo, el más perfecto retrato es el teatro, afirma Tirso. ¿Cómo no hacer de él la piedra de toque de todo este edificio verbal? La metaforización se apoya en varias acepciones de la palabra «lengua». Se desdobla como los personajes, al principio, en pluma y espada y organiza las acciones narrativas: Ruy Lorenzo, secretario del duque, falsifica una carta -usa la «lengua-pluma»- para inculpar al violador de su hermana; el Duque de Avero saca la espada («de lengua ha de servir», p. 440) para defenderse del conde quien lo inculpa, a pesar de que quiere ser su yerno y casarse con Serafina. Se usa la palabra «lengua» como sinécdoque, recurso que le permite a Tirso construir el texto, ese texto proferido en escena por «las lenguas de la boca» y escrito por su autor con las «lenguas de la mano». Así se manifiestan los diversos discursos, a los que se añade el del pincel, tantas veces señalado. Por su parte hablan también los cuerpos y sus   —147→   vestidos, y Mireno, travestido de secretario de Magdalena es empleado por ella para que... «Dándome algunas liciones,/ más clara la letra haré» (p. 465). La timidez, el encogimiento de Mireno, remiten a una mudez, como ya lo decía arriba, a una falta de lengua, por lo que se le compara con una mujer, quien debe callar aquello que concierne a su honor. Este tipo de mudez corresponde también a la de la escritura del drama antes de su representación. Cuando Magdalena advierte que Mireno callará para siempre si ella no le presta su lengua, cumple con las funciones del hombre en esa época, o para decirlo mejor, al usar la lengua afirma su condición de dueño del discurso. Aquí va implícita otra acepción de la palabra que si se dijera resultaría obscena; está verbalizada, sin embargo, en ese símil utilizado por Juana de Asbaje al que he denominado ginecológico. Para que la lengua de Mireno hable, Magdalena se traviste mentalmente de hombre. Serafina admite esa función cuando, en triple reflejo, con traje de varón, representa ante Juana a un personaje masculino y, cuando el pintor, escondido con Antonio en el jardín, delinea su bosquejo, mientras los otros la observan. El retrato viene a constituir así otra de las posibles metaforizaciones de la palabra lengua, porque el pincel la sustituye.

La lengua usada en el teatro, acoplada a la pluma que escribe la obra, se convierte a la vez en un juego de espejos, efecto característico del teatro. Las representaciones que en la comedia producen el efecto del teatro dentro del teatro, permiten a Tirso definir lo que éste es para él. El teatro tiene el extraño poder de hacer que los personajes muestren en la actuación todos los repliegues que en la vida real el decoro prohíbe; de la misma manera, Sor Juana puede decir, a través del monólogo de Leonor, su idea de lo que debiera y pudiera ser una mujer dentro de su sociedad. La extraña función de la teatralidad permite desdoblar al sujeto que habla, le hace pronunciar varios discursos y asumir varias personalidades a la vez; el teatro es el instrumento ideal para señalar las ambigüedades y las rupturas del mundo. Pero más importante aún, el teatro es un reflejo de la vida, y a su manera, participa de la actividad narcisista y por ello enamora. ¿No lo resume así Serafina cuando vestida de hombre se pone a representar?


¿Qué fiesta o juego se halla,
que no le ofrezcan los versos?
En la comedia los ojos,
—148→
¿no se deleitan y ven
mil cosas que hacen que estén
olvidados sus enojos?
La música, ¿no recrea
el oído, y el discreto
no gusta allí del conceto
y la traza que desea?
Para el alegre, ¿no hay risa?
Para el triste, ¿no hay tristeza?
¿Para el agudo agudeza?
Allí el necio, ¿no se avisa?
El ignorante, ¿no sabe?
¿No hay guerra para el valiente,
consejos para el prudente,
y autoridad para el grave?
... ¿Quieres ver los epítetos
que a la comedia he hallado?
De la vida es un traslado,
sustento de los discretos,
dama del entendimiento,
de los sentidos banquete,
de los gustos ramillete,
esfera del pensamiento,
olvido de los agravios,
manjar de diversos precios,
que mata de hambre a los necios
y satisface a los sabios.


(Tirso, pp. 467-468).                


Esas escenas, esos espectáculos revelan, reflejan, pero también ocultan. La repetición y la diferencia están separadas por una franja mínima, ínfima diferencia inducida paradójicamente por la identidad. La repetición y la diferencia están tan estrechamente imbricadas una en la otra y se acercan con tal exactitud que suele ser difícil decidir, como les sucede a los personajes mismos, qué es lo verdadero. En esa tersa superficie donde radica el narcisismo, en esa zona evasiva ya resbalosa donde se encuentra la imagen proyectada, cualquier profundidad aparece como algo puramente formal que juega dentro del relato el mismo juego de las apariencias, el juego de identidades y diferencias, repetidas en espejo y que, sin descansar, van de las   —149→   palabras a las cosas, a las situaciones, a los géneros; al repetirse se pierden, para volver a encontrarse en ellas mismas, como lo indica de entrada y por su tautología la sinécdoque imantada a la palabra lengua.

La riqueza alcanzada por la polisemia de la palabra «lengua» en Tirso remite al reflejo narcisista y a la escritura. Por eso, la trama se inicia en un incidente caligráfico, la falsificación de una carta, una carta que enmienda la realidad porque pretende hacer justicia a una mujer burlada mediante un escrito: a manera de espejo copia los rasgos exactos de una caligrafía. Y quien lo hace es un secretario, quien, como el propio autor del drama, mediante la escritura crea un mundo, mundo perfecto que puede transformar la realidad desde la escena. El espejo lo reitera Tirso, cuando hace ingresar a Mireno como secretario de Magdalena y enseñarle a corregir sus borrones. La pluma que escribe, ya lo he reiterado, es otra forma de lengua y la escritura puede a su vez usarse para «enmendar los borrones» (p. 465) de la vida. Si a esto agrego el uso que en Tirso se da a la palabra «borrador», la imagen queda completa. El alma lleva en ella, antes de encontrar al arquetipo, un borrador interior, que al contacto con la imagen exterior se delinea y se conforma, de manera semejante a la escritura del drama que le da forma a aquello que, en principio, es sólo un borrador. A esto parece referirse Antonio cuando lo rechaza Serafina, al asumir él su verdadera personalidad: «Borrad, alma el retrato/ que en voz pinta/ amor...» (p. 484). El teatro puede hacer y deshacer cualquier tipo de entuerto, así sea el entuerto amoroso.

En Sor Juana se perfila también este ejercicio manejado por Tirso; en ella aparece a menudo en distintas composiciones de su vasta y proteica obra, y no sólo en el teatro. Prefiere valerse de la palabra «eco» para subrayar la confusión que provocan los reflejos y las apariencias, esas mudanzas de Fortuna, objetos del Acaso, productos quizá del Mérito y la Diligencia con que inicia su comedia y que hace decir al Mérito en la loa que la precede, respecto a los otros «entes» (Acaso, Fortuna y Diligencia):


Atribuirlo a un tiempo a todas,
no es posible; pues confusas
sus cláusulas con las nuestras,
confunden lo que articulan.
Vamos juntando los ecos
—150→
que responden a cada una,
para formar un sentido
de tantas partes difusas.


(EC, p. 11).                


Sor Juana participa y discrepa al mismo tiempo de la visión de Tirso. Coinciden en una conciencia crítica de la realidad, que revela las trampas implícitas en el narcisismo y en la visión platónica, arquetípica del amor, aunque es cierto que asimismo la aceptan como la acepta el barroco, ese mundo «de pareceres tan varios» (R 2, p. 5). Tirso la enfrenta desde afuera, situado como Antonio y el pintor atrás de la valla que separa el jardín de los otros espacios de la comedia, donde Serafina también la representa. La posibilidad de mirar y de comentar en apartes o en juegos de teatro dentro del teatro, subraya esa conciencia crítica. Sor Juana utiliza obviamente esos recursos (¿cómo hubiera podido hacerlo de otra forma?), pero al desdoblar el narciso, al desenmascararlo teatralmente y convertir el retrato hablado de Leonor en autobiografía, inserta ese tono de realidad, esa conciencia crítica en el corazón mismo del drama. Lo subrayará de infinitas maneras dentro de este mismo, riquísimo drama, pero esas estratagemas ya son harina de otro costal.





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