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Las finezas de Sor Juana: Loa de El Divino Narciso140


El tema central de las loas que Sor Juana escribió para sus tres autos sacramentales gira alrededor del descubrimiento y conquista de América, y en El cetro de José y El Divino Narciso el problema específico es el de los sacrificios humanos, remedo diabólico de la sagrada Eucaristía, preocupación documentada en la obra de los primeros cronistas («De cómo el Demonio ha procurado asemejarse a Dios en el modo de... los Sacramentos», José de Acosta). Y antes, Durán: «De lo cual se coligen dos cosas: o que hubo noticia... de nuestra sagrada religión en esta tierra, o que el maldito adversario el demonio las hacía contrahacer en su servicio oculto, haciéndose adorar y servir, contrahaciendo las católicas cirimonias de la cristiana religión»)141.

El problema central de los autos sacramentales en tiempos de Calderón y de Sor Juana es, como se sabe bien, el misterio de la Eucaristía. ¿Qué mejor tema, entonces, para mostrar la supuesta   —152→   perfidia de los indígenas que el de los sacrificios humanos? ¿Y qué mejor manera de demostrar las semejanzas entre ambas ceremonias que un auto sacramental: representar el sacramento cristiano de la Eucaristía -comida sagrada incruenta- frente a los sacrificios humanos, sacramento azteca -comida sagrada cruenta?- Es así que la Religión -vestida de dama española- le dice a América vestida de india bizarra en la loa para El Divino Narciso: «con tu mismo engaño/ si Dios mi lengua habilita/ te tengo de convencer» (p. 3)142. De esa manera Sor Juana no pecaba de heterodoxia, cosa que, además, estaba muy lejos de su intención. Pero si se examinan de cerca cualquiera de las dos loas mencionadas -El cetro de José y El Divino Narciso- se advierten elementos reveladores de una curiosa simpatía de la monja por los antepasados de esos indios que había conocido durante su infancia en Amecameca: por ello la Idolatría, vestida de india en la loa para El cetro de José exclama:


¡No, mientras viva mi rabia,
Fe, conseguirás tu intento,
que aunque (a pesar de mis ansias)
privándome la Corona,
que por edades tan largas
pacífica poseía,
introdujiste tirana
tu dominio en mis Imperios,
predicando la Cristiana
Ley, a cuyo fin te abrieron
violenta senda las armas;
y aunque la Ley Natural,
que en estos Reinos estaba
como violenta conmigo,
se haya puesto de tu banda;
y aunque casi todas ya
mis gentes, avasalladas
de tu activa persuasión,
todos tus dogmas abrazan;
con todo (vuelvo a decir)
no ha de ser tu fuerza tanta,
que pueda de una vez sola
—153→
quitar las tan radicadas
reliquias de mis costumbres!


(PP. 192-193).                


De esta forma y de un solo trazo, Sor Juana describe la conquista, condena su violencia, alude a las doctrinas esgrimidas por los conquistadores -escudados en la ley natural para condenar las prácticas religiosas indígenas- y advierte a sus contemporáneos de la posible persistencia de las viejas creencias en la Nueva España, no sin concederles a los indígenas el mismo derecho natural para practicarlas -«por edades tan largas»- que el que los españoles tenían para convertirlos a la fe católica.

Puede suponerse que Sor Juana tuvo a la mano fuentes tardías sobre la conquista de México: la obra de algunos de los cronistas fue confiscada hacia 1577 por órdenes de Felipe II y ciertas crónicas sólo lograron imprimirse hasta finales del siglo XIX. Es probable, como apunta el padre Méndez Plancarte en sus notas sobre El Divino Narciso, que varias de las ideas de esas loas -las referidas al sacrificio humano y a la historia de la conquista misma- hayan sido tomadas por la monja de la Monarquía indiana de Torquemada, la única crónica autorizada que por entonces circulaba143. Sin embargo, como lo han comprobado diversos historiadores, Torquemada tomó muchos de sus datos, casi textuales, de la Historia eclesiástica indiana de fray Jerónimo de Mendieta144, quien, a su vez, utilizó el material que le proporcionaba la obra de los primeros franciscanos, por ejemplo las de fray Toribio Motolinía, fray Andrés de Olmos y, obviamente, la de Bernardino de Sahagún, donde se hacía una investigación profunda de la tradición indígena y en donde se anotaban distintas versiones de sus ceremonias145. Sabemos, además, que el auto de El Divino Narciso, del cual existe una edición suelta en México, publicada en 1690, fue compuesto a instancias de la condesa de Paredes para llevarlo a la corte de Madrid y luego incluido en la segunda edición del primer tomo de las obras de Sor Juana (1691), en el tomo segundo, en 1692, y finalmente, en 1725, apareció de nuevo en la reedición del mismo.

  —154→  

Hay que subrayarlo: en esa época varios misioneros aún proseguían en varias regiones de México la obra de catequización y de conquista, entre los que destaca el jesuita austriaco Eusebio Kino, a quien Sor Juana dedica un soneto146.


El requerimiento

Por ello, era aún vigente en su tiempo el procedimiento sintetizado en la loa, conocido jurídicamente en ese tiempo como «requerimiento», para exigirles a los indígenas su conversión al cristianismo. Sería entonces útil examinarlo de cerca: sintetizado admirablemente por Sor Juana en esta loa, es representado en la obra como preámbulo fundamental a la conquista y a la imposición de una nueva fe que, mediante la alegoría, se explicará en el auto, esa nueva fe cuyo sacramento esencial es la Eucaristía.

Al llegar Cortés a México advierte de entrada la existencia de altares -«aras» les llama Sor Juana-, donde se celebran los sacrificios humanos. Cortés, como reacción inmediata, arremete contra los ídolos destruyéndolos y obligando a los indios a sustituirlos por una cruz o una imagen de la virgen (acción que, sintetizada, se representa en la loa mencionada); fray Bartolomé de Olmedo le recomendaba a Cortés actuar con prudencia. Bernal Díaz relata cómo en su avance hacia la ciudad de México y en un pueblo donde trata de catequizar a los indígenas:

Cortés nos dijo a los soldados que allí nos hallamos: «Paréceme señores que ya no podemos hacer otra cosa que se ponga una cruz» y respondió el padre fray Bartolomé de Olmedo: «Paréceme, señor, que en estos pueblos no es tiempo para dejarles cruz en su poder, porque son algo desvergonzados y sin temor, y, como son vasallos de Moctezuma no la quemen o hagan alguna cosa mala; y esto que se les dijo basta hasta que tengan más conocimiento de nuestra Santa Fe», y así se quedó sin poner la cruz...147


  —155→  

Fray Bartolomé de las Casas, por su parte, opina de manera semejante, aunque su pensamiento vaya orientado por otro camino:

Pero no fue aqueste el postrero disparate que en estas Indias cerca desta materia se ha hecho; poner cruces, induciendo a los indios a la reverencia dellas, si hay tiempo para ello, con significación alguna del fructo que pueden sacar dello si se lo pueden dar a entender, parece ser bien hacerse, pero no habiendo tiempo, ni lengua, ni sazón, cosa superflua e inútil parece, porque pueden pensar los indios que les dan algún ídolo de aquella figura que tienen por Dios los cristianos, y así lo harán idolatrar, adorando por Dios aquel palo...148


Derribar ídolos de sus altares, predicar contra la idolatría, sustituir los ídolos por la cruz o imágenes de la virgen o de Cristo son actos lícitos sólo en el caso de que los indígenas se hayan negado a aceptar el «requerimiento», el procedimiento jurídico mencionado, aplicado por los conquistadores a partir de 1513, año probable en que se legitimó esta famosa ley del doctor Juan López de Palacios Rubios, llevada consigo por el conquistador Pedrarias Dávila cuando se dirigía al Darién, justamente ese año149.

  —156→  

Predicar la verdadera fe (explicarla, dársela a entender a los indígenas) es uno de los actos previos -ineludible- a la declaración de guerra. Ésta se convertirá en legítima o justa sólo en el caso de que los indígenas se nieguen a aceptar la verdadera fe, «explicada» en el texto del requerimiento, leído en español -lengua incomprensible para los indios-, antes de declarar la guerra. Esta estratagema legal tranquilizó a las conciencias regias y pontificias y permitió establecer un dominio con base en el derecho natural que exigía salvar a los indígenas contra sí mismos y los obligaba a renunciar a sus prácticas idolátricas y «horrendas», prácticas que, insisto, en México eran reminiscentes de uno de los sacramentos cristianos más significativos, el de la Eucaristía. El mismo Oviedo, enemigo acérrimo de Las Casas (combatiente furibundo del procedimiento), se burla de esta farsa que permite declarar la guerra justa o santa a quienes no acepten la fe cristiana, después de leído el requerimiento y, cosa fundamental, que permite esclavizar a los indios libres cuando lo rechazan. Las Casas, detractor de la conquista, agrega con sorna que usar este texto para convertir a los indios era igual que «leérselo a los árboles».

Sor Juana dramatiza este recurso legal en El Divino Narciso de manera significativa: la Religión, dama española, predica la fe católica diciendo «dejad el culto profano/ a que el Demonio os incita.../ Seguid la verdadera Doctrina...» (p. 7) y al no recibir respuesta inmediata a su petición incita a su marido, el Celo, para que con cajas y clarines, ropas de hierro y gritos formidables, declare la guerra, diciendo, después de una breve incitación a la conversión de los indígenas a la fe cristiana:


Pues la primera propuesta
de paz desprecias altiva,
la segunda, de la guerra
será preciso que admitas.
¡Toca el arma! ¡Guerra, guerra!


(P. 10).                


Al leer la loa, uno se siente como Oviedo: da la impresión de que nadie puede tomarse en serio el requerimiento, llamado eufemísticamente   —157→   «propuesta de paz», y de inmediato se advierte la lógica de los comentarios irónicos de Las Casas. Sin embargo, fue a través de ese argumento jurídico que se legalizó la guerra justa contra los indios, y se destruyó una civilización, se impuso otra religión y se organizó una sociedad nueva en el seno de la cual nació, creció y escribió Sor Juana. Que ella se ocupe de estos temas en los autos «parecería» lógico (utilizo esa ambigua palabra, manejada sin excepción por todos los cronistas citados) si se reitera además el hecho de que el sacrificio humano y la eucaristía tienen entre sí «perversas» semejanzas y provocan una ambigüedad específicamente dramática y barroca. La semejanza y a la vez la terrible diferencia de dos rituales radicalmente distintos y, con todo, semejantes -en los que el cuerpo de su dios, usado como alimento, se usa como alegoría, alegoría donde se explica las argucias del demonio para fingir «de la Sacra Eucaristía/ el alto Misterio»- es, en suma, un paradigma, barroco por excelencia, rico en posibilidades para manejar los conceptos y retorcer las ideas. Pero «pareciera» -vuelvo a utilizar la dichosa palabra- que no hay solamente un problema retórico en esta obsesión de Sor Juana (presente por lo menos en dos de sus loas) y pareciera porque cabe preguntarse si nuestra monja, criolla mexicana, no tendría también una preocupación -traduzcámoslo mejor por mala conciencia- similar a la de Fernández de Oviedo o a la de Palacios Rubios, pero más bien parecida a la del padre Las Casas cuando protestó públicamente en España en contra de la institución del requerimiento.

Entonces, replanteo la pregunta: ¿por qué eligió Sor Juana este tema? Me limitaré por ahora a un hecho: gracias a su capacidad de síntesis y a las exigencias del género dramático, la religiosa concentra en una simple loa una enorme cantidad de información histórica y a la vez una perfecta argumentación para defender un sacramento cristiano frente a una cultura que no había sido (ni ahora ni entonces) totalmente conquistada; y además, al tiempo que incursiona en un género muy frecuentado y monopolizado en España por Calderón de la Barca, logra insertarse perfectamente en el canon del auto sacramental y añadir elementos novedosos, sobre todo en relación con su país de origen, la Nueva España.

Las loas y sus autos fueron escritos para representarse en Madrid, ciudad regia, como explica con exactitud la monja:

  —158→  


¿Y dónde se representa?, pregunta el Celo,
y la Religión contesta:


En la coronada Villa
de Madrid, que es de la Fe
el Centro, y la Regia Silla
de sus Católicos Reyes,
a quien debieron las Indias
las luces del Evangelio
que en el Occidente brillan.

CELO

¿Pues no ves la impropiedad
de que en México se escriba
y en Madrid se represente?

RELIGIÓN

¿Pues es cosa nunca vista
que se haga una cosa en una
parte, porque en otra sirva?


(P. 19)150.                


Al conceder la misma categoría a ambas ciudades, resalta la grandeza de la cultura prehispánica y el esplendor de la capital novohispana. Ciertas acotaciones escénicas subrayan costumbres propias de los indígenas, antes y después de la conquista: parece normal que en España los espectadores aceptaran sin asombrarse la vestimenta y las costumbres tradicionales de los indígenas, familiarizados con ellas a partir del descubrimiento de América: «... bailan tocotines, plumas y sonajas, como se hace de ordinario esta Danza», costumbres, además, muy arraigadas en México y que formaban parte de las festividades   —159→   importantes, por ejemplo la llegada de un virrey o un arzobispo, el traslado de reliquias, un entierro fulgurante, o cualquiera otra ceremonia que exigiera un espectáculo fastuoso y un público multitudinario, conocidos perfectamente por Sor Juana desde su juventud151.

Trataré de examinar -o por lo menos de enumerar- algunos problemas y hallazgos que presenta esta loa, en relación con el problema central de los autos sacramentales, el eucarístico.




La conquista

a) Frecuentes suelen ser en la tradición de las lecturas a lo sagrado la aparición de personajes alegóricos representados como parejas152. En la loa para El Divino Narciso, el combate lo libran dos matrimonios,   —160→   América, «india bizarra», casada con Occidente, «indio galán», quienes se enfrentan a la Religión, «dama española», y a su esposo, el Celo, vestido de «capitán general». En rapidísima y hábil actuación se representan las habituales querellas entre esposos y la Religión azuza al Celo para que castigue a la pareja rival y le impida celebrar sus cultos supersticiosos; el Celo posee fuerza y armas formidables pero pocas luces. La Religión acude «a convidarlos de paz... (antes / que tu furor los embista», p. 6). En ese paréntesis -Sor Juana utiliza los paréntesis de manera calculada- empieza a subrayarse una antítesis: el Celo y su interlocutor masculino, el Occidente, se comportan de manera mucho menos inteligente que la Religión y su interlocutora, América: la fuerza está del lado de los varones, la capacidad de razonamiento del lado de las mujeres. Las armas «corporales» las tienen los varones, las «intelectivas», las mujeres. Religión dice a Celo:


porque vencerla por fuerza
te tocó: más el rendirla
con razón, me toca a mí».


(DN, p. 11).                


¿Aseveración sancionada por la experiencia?

b) De manera esquemática, pero magistral, Sor Juana sintetiza la conquista de México: la Religión lee el famoso pero incongruente requerimiento, verbalizado simplemente así:


Occidente poderoso,
América bella y rica,
que vivís tan miserables
entre las riquezas mismas:
dejad el culto profano
a que el Demonio os incita.
¡Abrid los ojos! Seguid
la verdadera Doctrina
que mi amor os persuade.


(DN, p. 7).                


Como ya se ha reiterado infinitas veces, sabemos que los conquistadores debían, antes de iniciar cualquier batalla, leerles a los indígenas el requerimiento. Aunque a menudo se alega -y Sor Juana no es una excepción- que es contra el derecho natural hacerles la guerra a los infieles, la intervención armada se considera lícita para proteger a   —161→   los «inocentes tiranizados», es decir a las víctimas de los sacrificios humanos153. Al no aceptar Occidente el requerimiento -como era de esperarse-, al proseguirse las ceremonias en honor del dios de las semillas -Huitzilopoztli- y ofrecérsele un ídolo confeccionado con semillas (de alegría: huatli), amasado con sangre «inocente» (de niños), el Celo puede declarar la guerra. En fulminantes acciones donde se enfrentan armas desiguales -caballos, escopetas, cañones contra flechas-, los mexicanos son vencidos. Ya es tiempo de que la Religión emprenda la conquista espiritual, y la maneje con «suavidad persuasiva», «benigna condición» e «intelectivas armas», en contraste con la alevosía del Celo y sus armas corporales. Se reitera el mismo argumento: la fuerza, no la razón, ha derrotado a los indígenas.

c) Conquistados por armas superiores, Occidente y América no se dan por vencidos. A la «guerra justa» oponen el derecho natural -o los fueros de la «potestad antigua»- a las «advenedizas naciones» que «perturban sus delicias». Sor Juana reitera en síntesis admirable la vieja y larga polémica que enfrentó a la corona con conquistadores, juristas y misioneros. La polémica se entabló, lo sabemos bien, entre españoles: el genio de Sor Juana permite un diálogo entre conquistadores y conquistados, diálogo donde combaten, como en el drama español de la época (Calderón), libertad y libre albedrío:


... pues aunque lloro cautiva
mi libertad, ¡Mi albedrío
con libertad más crecida
adorará mis Deidades!


(DN, p. 12).                


La libertad subyugada permitirá una conquista física, pero gracias al albedrío se mantienen sotocapa las viejas creencias, mismas que, en muchos lugares, seguían vivas a pesar de la evangelización -quizá ella lo sabía por su cercanía con los indios durante su infancia en Amecameca-. La única forma de luchar contra ellas, de no contrariar los   —162→   «antiguos fueros», el «derecho natural», es la «suavidad persuasiva» con que Religión intentará adoctrinar a los vencidos.

Con el descubrimiento en 1980 de la carta que Sor Juana envió a su confesor, Núñez de Miranda, renunciando a sus servicios, podría quizá leerse en estas líneas una defensa del derecho universal que todos tienen al albedrío, sin excluir a las mujeres, a las monjas, a los indígenas, seres inferiores en la sociedad colonial. Núñez de Miranda les advierte a las novicias en escrito expreso, que en el instante mismo de tomar el velo habrán muerto para el mundo y perderán incluso su derecho al albedrío. En la lucha entablada en la loa entre la pareja cristiana y la indígena, Sor Juan defiende la conversión razonada y reprueba el uso de la fuerza para la catequización, es decir, emplear el requerimiento y las armas como únicos medios para convertir al cristianismo a los indígenas. Inserto un fragmento particularmente significativo de su Carta al padre Núñez, a manera de ejemplo paralelístico:

Pues, padre amantísimo (a quien forzada y con vergüenza insto lo que no quisiera tomar en boca), ¿cuál era el dominio directo que tenía Vuestra Reverencia para disponer de mi persona y del albedrío (sacando el que mi amor le daba y le dará siempre) que Dios me dio?154





La Eucaristía y los sacrificios humanos: identidad y diferencias

a) El ritual de los sacrificios humanos es un diabólico «remedo» de la Eucaristía. Así lo asientan los cronistas, según lo indicábamos más arriba. A pesar de que como también se dijo, en la época de Sor Juana sólo circulaban fuentes tardías de la historia de la conquista de México, varias ideas de esas loas -las que se refieren específicamente al sacrificio humano y a la conquista de México- parecen provenir, como también se dijo, de la Monarquía indiana de Torquemada. Puede aventurarse la idea de que Sor Juana haya conocido parte de ese material de manera indirecta: ya fuera por tradición oral o por copias manuscritas, o a través de sus amigos, entre ellos, don Carlos de Sigüenza y Góngora, tan interesado en los estudios prehispánicos y poseedor de valiosos manuscritos, ahora perdidos. Podría explicarse así la presencia en El Divino Narciso de ritos muy elaborados en honor   —163→   del Dios de las Semillas; me permito suponer que Sor Juana tuvo noticia, aunque a trasmano, de algunas fuentes de los primeros cronistas. No está de más recordarlo: las Cartas de relación de Cortés fueron prohibidas desde 1527 en España, y a pesar de todo circularon ampliamente por Europa. Debe señalarse además que el primero en describir al Dios de las Semillas fue Cortés, dato que no ha sido tomado en cuenta, que yo sepa, por quienes han trabajado esta loa. En la Segunda Carta de relación leemos:

Los bultos y los cuerpos de los ídolos en quien estas gentes creen, son de muy mayores estaturas que el cuerpo de un gran hombre. Son hechos de masa de todas las semillas y legumbres que ellos comen, molidas y mezcladas unas con otras, y amásanlas con sangre de corazones de cuerpos humanos, los cuales abren por los pechos, vivos, y les sacan el corazón, y de aquella sangre que sale de él, amasan aquella harina, y así hacen tanta cantidad cuanta basta para hacer aquellas estatuas grandes155.


Quizá este dato lo conoció la monja de fuente directa; circulaba seguramente en la Nueva España sotocapa. Debiera prestarse asimismo atención a unos versos de la loa a El cetro de José donde Sor Juana, usando el paréntesis, dice lo siguiente: («A nadie novedad haga,/ pues así las tradiciones/ de los indios lo relatan», p. 196). Cabe suponer que dispuso además de «libros escritos de mano que no están impresos», semejantes a los que el editor de la segunda edición de Torquemada, Nicolás Rodríguez Franco, consultó156. Es posible porque su argumentación es muy completa y matizada.

b) Las «armas intelectivas» permiten a la monja organizar una especie de diálogo socrático enmarcado dentro de la tradicional controversia escolástica. Sólo con la razón se podrá realmente catequizar. En este punto sigue totalmente las tesis de fray Bartolomé de las Casas157.

Insisto, su argumentación se basa en la analogía; este procedimiento, manejado de manera excepcional por Calderón, era un elemento esencial del auto sacramental158, y en los autos sacramentales   —164→   con tema mitológico, Sor Juana, como Calderón, de nuevo, subraya las analogías entre las distintas religiones, y señala esos «visos», esas semejanzas o apariencias que permiten trazar analogías entre el cristianismo y otras religiones, sobre todo entre la hebrea y la grecoromana159 con la cristiana, y en las loas mencionadas, con la religión prehispánica. En el capítulo «Sor Juana y los indios», donde Marie-Cécile Bénnasy-Berling habla de esta loa afirma:

Al parecer, Sor Juana fue la única de su tiempo en predicar una pedagogía decididamente basada en una analogía positiva: ir del corazón de una religión al de la otra mediante una especie de trasmutación160.


Esta suposición debe matizarse: la «analogía positiva» forma parte integrante de la estructura de los autos; en los autos mitológicos de Calderón se utiliza el mismo procedimiento que maneja la monja en El Divino Narciso, las relaciones analógicas entre el mito clásico y la Eucaristía161. Su gran novedad reside no en el uso de la analogía que relaciona al cristianismo con otras religiones, símil sistemático y casi canónico en Calderón; reside en el hecho insólito de agregar a la religión prehispánica como otro antecedente. Hacerlo, asegurar que ésta puede sumarse a la lista de religiones en las que «Dios puso algunos visos de sus misterios»162, es de una gran osadía, y sin embargo, gracias a la impecable argumentación de la monja es posible subrayar las grandes semejanzas que existen entre las dos religiones e incluir a la religión de los mexicas como otro de los antecedentes del cristianismo, comparable por ello a la de los hebreos y los griegos, aunque en un nivel inferior de desarrollo y simbolización.

Sin descartar el hecho de que la semejanza puede parecer diabólica, como lo argumentaban los primeros cronistas, Sor Juana prueba la inquietante   —165→   tanta similitud entre los dos ritos. Su argumentación es canónica, descansa en el concepto de ley natural, emanada de la Naturaleza Humana quien, personaje del auto, explica en su preámbulo:


y así, volviéndome al orden
del discurso, digo que
oyendo vuestras canciones (las de la Sinagoga y la Gentilidad),
me he pasado a cotejar
cuán misteriosas se esconden
aquellas ciertas verdades
debajo de estas ficciones.


(DN, p. 25).                


Tanto los distintos rituales de los aztecas -esas «ficciones»- como la simbolización de los sacrificios humanos, se parecen extrañamente al sacramento católico de la Eucaristía. Su «dibujo», sus «cifras», sus «figuras» han sido ideados por el «demonio», esa «sierpe», esa «hidra», ese «áspid», cuyas apariciones «remedan» con malicia las «sagradas maravillas». Para vencerlas la Religión no emplea como el arcángel San Miguel, San Jorge (o el Celo) «armas corporales» sino que con el «mismo engaño» si «su lengua (Dios) habilita», la dama española convencerá a la india bizarra de que la religión cristiana es parecida a la prehispánica. ¿No se habrá también Sor Juana travestido de «serpiente» o de «áspid», como en el paraíso el demonio para tentar a Eva, y ésta a su vez al hombre?

d) Creo necesario reiterarlo: la analogía es la piedra de toque de toda la argumentación. Las dos religiones se parecen: ambas religiones hacen del cuerpo de su dios un manjar sagrado. Occidente pregunta:


¿Será ese Dios, de materias
tan raras, tan exquisitas
como de sangre, que fue
en sacrificio ofrecida,
y semilla, que es sustento?


(DN, p. 15).                


Torquemada llama «tecualo» a esta ceremonia en que la divinidad es comida. América dice que «el Dios de las Semillas (hacía) manjar de sus carnes mismas»163. Las dos religiones parten de un mismo ritual   —166→   convertido en sacramento, la comunión: en los evangelios se lee: «El que come mi Carne, tiene la vida eterna». Del diabolismo prehispánico, de las perversas coincidencias, Sor Juana hace un arte. Utiliza para doctrinar los mismos argumentos que su contrincante esgrime para defender a su religión. No combate, razona. ¿No convencía siempre así Sor Juana a sus contrincantes? Más que debate parece una seducción164.

e) Uno a uno, Religión va examinando los argumentos que América le presenta. Cada uno de ellos es el sustento inequívoco de la verdadera religión:


... esos portentos que vicias,
atribuyendo su efecto
a tus deidades mentidas,
obras del Dios Verdadero
y de Su sabiduría
son efectos...


(DN, p. 14).                


Dios se hace carne y se ofrece en comunión a sus fieles, igual que el Dios de las Semillas; sólo los sacerdotes pueden tocarlo en ambos casos, y, antes de celebrar la comunión es necesario purificarse («antes que llegue a la rica/ mesa tengo de lavarme,/ que así es mi costumbre antigua...», p. 17). Esta purificación mediante el agua permite a Sor Juana invocar «las aguas vivas» del sacramento del bautismo y establecer el verdadero puente entre la loa y el auto sacramental, en donde justamente esas aguas vivas, ese manantial purísimo simbolizaran al unísono el agua del bautismo y la fuente de Narciso. Así, con «retóricos colores» y mediante «objetos visibles» se materializará la alegoría, sustento del auto sacramental, e instrumento básico de la doctrina.

f) Una última acotación escénica y conceptual: la más delicada argumentación que emplea la monja, la máxima «fineza» (para usurpar uno de sus conceptos preferidos) consiste en demostrar el carácter simbólico, y sobre todo el «carácter incruento» de la religión cristiana:

  —167→  

Ya he dicho que es Su infinita
Majestad, inmaterial;
más su Humanidad bendita,
puesta incruenta en el Santo
Sacrificio de la Misa,
en cándidos accidentes,
se vale de las semillas
del trigo...


(DN, p. 16).                


La excesiva corporalidad de los ritos de los vencidos tiene ventajas y desventajas: sirve de punto de partida, define los argumentos, refuerza las analogías, y al mismo tiempo subraya una concreción delatada por la crueldad del sacrificio humano y por el consiguiente derramamiento de sangre («Dad de vuestras venas/ la sangre más fina», p. 4). Mediante el mismo tipo de paralelismo que tanto le ha servido para catequizar en la loa, Sor Juana anuncia, antes de terminarla para pasar al auto sacramental, otro ejemplo de gentilidad, la grecolatina, cuya capacidad de conceptualización es, parece decir Sor Juana, mayor que la de la gentilidad prehispánica165.

  —168→  

Podría deducirse que Sor Juana propuso un concepto totalmente distinto de la evangelización en México: es la catequización, pero sobre todo el deseo de mostrar las relaciones que existen entre el máximo sacramento de la cristiandad -la Eucaristía- y otras religiones, y la defensa universal del libre albedrío lo que mueve a la religiosa. Además, ha exorcizado en parte a los indígenas, ha destacado el sofisticado tejido de su religión y al hacerlo demuestra su posibilidad de equipararse a las religiones más cercanas a la cristiana, la hebrea y la grecorromana. ¿Existe mayor fineza?





  —169→  

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La conquista de la escritura166


La hagiografía es una escritura particular, que narra la vida de los santos. Es por ello, una escritura edificante. Para Sebastián de Covarrubias, el autor del Primer Diccionario de la Lengua Castellana, edificar tiene además de su significado original, el de construir, un sentido figurado: «Dar buen ejemplo uno con su vida y costumbres llevando a los demás tras sí con imitarle». Las vidas de santos pretenden dejar de lado lo singular y lo específico, para destacar lo ejemplar, la médula del discurso, aquello que es cíclico, tautológico, redundante. La hagiografía católica española del siglo XVII -tanto en la metrópoli como en las colonias- se especializa en un tipo de discurso subordinado que no relata propiamente la vida de los santos, sino la de aquellos que al dar pruebas de «humildad profunda, mortificación extremada, pureza angélica», optan por el camino de la perfección, o son postulados por sus biógrafos para la santificación.

La piedra de toque de este edificio singular es un monumento escrito: parte de lugares comunes, las virtudes, y se apoya muchas veces en los milagros, acontecimientos extraordinarios. La combinación de ambos datos proporciona recetas para alcanzar ese estado que en su grado más alto resultaría en la canonización, máxima instancia de consagración, por ejemplo el caso de Santa Teresa de Jesús. El esquema primordial de imitación -que arquitectura sus vidas- es la Pasión de Cristo, el verdadero modelo para armar. La meta se alcanza   —170→   si se recurre a un método «democrático», inventado por Ignacio de Loyola: los ejercicios espirituales. Decía así San Ignacio:

El hombre no tiene más que dirigirse hacia Dios por los debidos caminos para alcanzarlo; a él puede llegar solamente con su fervor y el conveniente uso de las facultades naturales. Así como andando y corriendo el cuerpo se adiestra, también es posible, por medio de ejercicios, dar a la voluntad la disposición necesaria para encontrar la voluntad de Dios167.



¿En la expresión genérica usada por Ignacio de Loyola, «el hombre», se incluye a la mujer? ¿La práctica, preconizada y definida por un sistema de ejercicios, intenta reproducir en el cuerpo femenino la Pasión de Cristo como uno de los senderos que conducen al camino de perfección? ¿Cómo se produce el salto cualitativo que hace del ejercicio también una escritura? ¿De qué reglas se requiere para permitir a la mujer su ingreso a esa tradición escrituraria, reservada a los varones? ¿Por cuál discurso debe optar la mujer, por el hagiográfico o por el autobiográfico? Y, por último, ¿escapa la más destacada escritora mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz, a los suplicios y tiranías que en esa época se reservaban a la mujer que tomaba la pluma?

Me contento con plantear las preguntas y adelantar algunas hipótesis.


Las actividades y los lugares propios de la mujer

Las crónicas de los conventos y colegios de monjas fueron escritas por mujeres, de la misma manera que las crónicas de los frailes fueron escritas por los monjes. Hay una diferencia fundamental sin embargo: ellos escriben y, algunas veces -sobre todo si pertenecen a las altas jerarquías eclesiásticas-, hacen publicar sus propias obras; los textos de monjas se editan con menos prodigalidad, casi siempre se mantienen manuscritos, en forma de «cuadernos de mano», y a menudo sirven como material en bruto para que los confesores y prelados los «descifren» y elaboren sus materiales hagiográficos y litúrgicos168. Pocas veces   —171→   se mencionan las fuentes, una excepción notable es don Carlos de Sigüenza y Góngora que, al referir en su Paraíso occidental la fundación del convento concepcionista de Jesús María, subraya expresamente:

Ocurrí al Archivo Real del Convento, cuyos papeles se me entregaron y también varios cuadernos de autos y cédulas. Leí también las relaciones originales que de la Fundación del Convento escribieron las Venerables Madres Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación y la que de su vida dio aquélla al padre Gaspar de Figueroa, su confesor, y con lo que de una y otra dejó dicho la madre Catalina de Cristo...169



  —172→  

La labor específica de esas monjas, el grueso de su escritura histórica, se ha perdido a pesar de que existieron más de 60 conventos de monjas en la Nueva España. Las razones son varias, quizá dos sean las principales: a) los archivos de los conventos de monjas fueron destruidos durante la exclaustración ordenada por los liberales en la segunda mitad del siglo XIX, y b) a menudo sus escritos desaparecieron como materia prima de los textos de los sacerdotes y prelados: al considerar la escritura de las mujeres como una producción subordinada, la del amanuense, los autores de obras edificantes «organizaron» y, sobre todo, «descifraron» sus escritos170.

  —173→  

Era lugar común en esa época describir a la mujer como un ser naturalmente «flaco y deleznable», húmedo, viscoso, y además, de corto entendimiento. Fray Luis de León avisa decidido:

... así como a la mujer buena y honesta la Naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias, ni para negocios de dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entendimiento, y por consiguiente, les tasó las palabras y las razones [...] han de guardar siempre la casa y el silencio171.



Si se toman al pie de la letra las indicaciones de fray Luis, podría decirse que para la mujer no debe existir diferencia entre la casa y el convento y que, en suma, en ambos sitios se le exige un voto de clausura y de silencio. El relato colectivo de las monjas anónimas que hacen la crónica de la fundación del Convento de la Enseñanza en México, explica cómo el núcleo primordial de esa institución fue un grupo de mujeres «en retiro» en su propia casa, dedicada «a un continuo ejercicio» que incluía entre sus prácticas las lecciones pías, las oraciones continuas y las «operaciones de manos», con que -explican- «daban descanso a la cabeza, sin dar entrada a la ociosidad y sobradas conversaciones»172. El retiro domiciliario que deriva en convento, produce una obra escrita colectiva:

Esta vida retirada da margen para discurrir cuán celestialmente vivirían una señoras de esta clase, que no pudieran tener otro motivo para observar tan estricta clausura sino sólo el abstraerse de las gentes para entregarse   —174→   desembarazadas al devoto reverente trato con Dios Nuestro Señor, y era así en la madre, como en las hijas, una virtud extraña, principalmente en nuestros tiempos [...] y como cada estado tiene sus virtudes que son de todas, tienen otras que les son propias, las de una doncella hija de familia: son la sujección, la obediencia, el recogimiento, el silencio, la compostura y la modestia173.



Fray Luis de León tenía razón: la casa y el convento pueden ser una sola cosa. Es más, en ambos sitios, tanto las mujeres decentes como las monjas hacen labores y «operaciones de manos». Las «operaciones de mano» son descritas por Sor Juana Inés de la Cruz como esas «habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres...»174 Una monja carmelita, Sor Juana de Jesús María, fue muy diestra «en todo género de costura labrando, deshilando, bordando todo lo necesario en la sacristía... hizo los ornamentos de la iglesia, los vestidos de los santos, reliquias pequeñas y grandes, de sus manos salieron flores y rosas de seda y oro y de lienzo y de ellas salieron los ramilletes con que se adornaban los altares en las festividades sacras»175, además de ocupar el cargo de cronista de su orden.




Otro ejercicio de las manos: la escritura

Entre las labores de mano está, sin lugar a dudas y asociada con ellas, la escritura. A diferencia del bordado, el deshilado, el labrado, labores de mano propiamente femeninas, catalogadas como actividades lícitas y normales, la producción de la escritura femenina es ambigua y sufre los vaivenes que le imprime el «dictamen» de los confesores: es una actividad sospechosa y vigilada, por lo que puede volverse intermitente o desaparecer por completo.

Las monjas podían dedicarse a escribir para reglamentar las actividades de su convento; eran contadoras, escribanas y ya lo vimos, cronistas. Pero, en realidad, las monjas escriben fundamentalmente para cumplir con las órdenes de su confesor, quien puede obligarlas a escribir sin tregua o a suspender, sin motivo aparente, ese ejercicio. Más significativo aún es el hecho de que los prelados de alta jerarquía obligasen a los confesores menores a exigir de algunas monjas una   —175→   escritura autobiográfica. El obispo Manuel Fernández de Santa Cruz, quien con el seudónimo de Sor Filotea imprimió la Carta atenagórica de Sor Juana Inés de la Cruz, le exige a uno de sus subordinados que le proporcione materiales de primera mano de las monjas del convento al que se halla adscrito:

Apúrela más en que diga lo demás que le pasó en los veinte años del Siglo, pues no es posible que no tenga más; y con ocasión de que se refiere, si tuvo tentaciones, o otros trabajos anteriores, y socorros espirituales de Dios, se acordará para decirlos, Guarde Vuestra Merced, con cuidado los papeles, y envíeme los de esa otra con Don Ignacio176.



La curiosidad y el fervor -casi sospechosos- con que el obispo de Santa Cruz perseguía y exigía la escritura monjil puede ilustrarse con varios ejemplos, elijo éste: cuando una generación de cronistas carmelitas del siglo XVII empezó a desaparecer, el obispo de Puebla ordenó a las carmelitas que hicieran una nueva crónica y que consignaran todo lo que sabían de la fundación de su orden y de las madres más antiguas. Los cuadernos de mano que las monjas escribieron los revisó él mismo, mandando que continuaran la crónica, anotando en ella todo lo que le pareciera importante en la vida del monasterio, así como las biografías de las monjas que fueran muriendo177.

Cadenas de servidumbre, las autobiografías o vidas escritas por monjas servían en ocasiones, como ya lo he dicho, sólo como materia prima, utilizada para elaborar los sermones o relatos edificantes de los altos dignatarios eclesiásticos. Numerosos manuales dan cuenta de esta actividad, en última instancia, otra forma de ejercicio espiritual y práctico; su nombre mismo lo proclama: se conocen con el nombre genérico de Prácticas de Confesores de Monjas. Y en las licencias que autorizan la publicación de ciertos documentos suelen leerse declaraciones como la siguiente, incluida en el sermón obituario de Sor María Inés de los Dolores, profesa en el convento de San Lorenzo de la ciudad de México:

Para que vuestras reverencias puedan leer en ella "el ejercicio práctico de las virtudes en que se ejercitaba": pues aquel continuo padecer que   —176→   Vuestras Reverencias vieron, y que ella no sabía explicar, lo "descifra maravillosamente", con qué destreza ¡con cuánto espíritu!, ¡con cuánta solidez! y con cuánta alma el Reverendo Padre Doctor Juan Antonio de Oviedo de la Compañía de Jesús»178.



Por su parte, cuando las monjas declaraban que escribían por orden de su confesor179 cumplían con el voto de obediencia, el cuarto voto que junto a los de clausura, castidad y pobreza era jurado por las monjas al entrar en el convento. Este cuarto voto es obviamente uno de los puntales en que se apoyan los jesuitas, y lo refuerzan también en los ejercicios espirituales entre los que puede incluirse la escritura. Al mismo tiempo, hay que advertir que cuando las monjas avisan que han sido constreñidas a escribir se hacen tributarias de una retórica a la moda: dan cuenta de un mandato, de un «dictamen» de los confesores: revela de entrada la importancia que la sociedad patriarcal les atorga a las mujeres, al tiempo que pretende mantenerlas en el lugar que les ha sido asignado, pero esta explicación es simplista, oculta algo más. Mariana de la Encarnación, una de las monjas fundadoras del Convento de Santa Teresa, concluye con estas palabras su relación:

Paréceme he cumplido lo que me mandó la «obediencia» de escribir esta fundación tan prolija y tan larga, no he podido ni he sabido más, pido humildemente perdón de las faltas y sobras. Pues se sabe que en mi cosecha no tengo más que ignorancia y desacierto, «consuélame que no ha sido yerro de obedecer y mortificarme en vencer la resistencia que en hacer esto he tenido»; glorificado sea nuestro Señor por todos los siglos de los siglos, Amén. «La más imperfecta e indigna de este convento»180.



  —177→  

El reiterado uso de fórmulas como las destacadas por mí en el texto da qué pensar: anoto, al paso, algunas reflexiones: a) la modestia infinita que revelan no deja de parecer sospechosa y es evidentemente una de las fórmulas de la cortesanía barroca: una humildad ejemplar que a la vez que abulta y realza la calidad de quien escribe, lo hace descender al lugar más bajo de la escala, la del humilde siervo de Cristo, a quien se imita, pero nunca se llega a igualar; b) y, en el caso de las mujeres, lo más importante es advertir que acatan un mandato, convertido en precepto y «ley natural»: la escritura no les pertenece y cuando manifiestan su repugnancia a escribir subrayan que aceptan esa inferioridad genérica convertida en «dictamen», reforzado por el confesor, quien, por su parte, también se identifica simplemente como un amanuense de Dios181.




Escritura y caligrafía

Por ello quizá deba desmontarse el proceso de producción de esta escritura femenina, demostrando que se trata de un ejercicio especial en las mujeres, en cierta medida distinto -cercenado- de la misma actividad cuando es emprendida por un hombre. Cuando sabe escribir, la mujer de la sociedad barroca asocia ese movimiento de su mano con el de las labores manuales propias de la mujer: cocinar, bordar, coser, hilar, y hasta ¿por qué no? barrer, escombrar, actividades hechas, todas, con las manos. Sin embargo, esta actividad estética y ordenadora, esencial para que la vida se mantenga, es despreciada: se la toma como una simple manifestación -natural- de lo femenino. El hombre, se deduce, escribe con la cabeza, la mano es apenas un instrumento subordinado, encargado de poner en ejecución el ejercicio de la mente. A este respecto, es muy significativo un pasaje de la carta recién descubierta de Sor Juana Inés de la Cruz, dirigida al padre Núñez de Miranda:

... ya que en su opinión es pecado hacer versos, ¿en cuál de estas ocasiones ha sido tan grave el delito de hacerlos? Pues en la facilidad que todos saben   —178→   que tengo, si a ésta se juntare a motivo de vanidad, ¿que más castigo me quiere Vuestra reverencia que el que entre los mismos aplausos, que tanto le duelen, tengo? [...] Y de todo junto resulta un tan extraño género de martirio cual no sé yo qué otra persona haya experimentado [...] Que hasta el hacer esta forma de letra algo razonable me costó una prolija y pesada persecución, no más de porque dicen que parecía letra de hombre y que no era decente, conque me obligaron a malearla adrede, y de esto toda esta comunidad es testigo182.


Una mujer que hace versos debiera tener una forma de letra «razonable», sobre todo si además, como se lee en la Respuesta a Sor Filotea, realiza prodigiosas «labores de mano». El argumento de Sor Juana parece definitivo, contundente; es peligroso, sin embargo, porque la buena caligrafía en la mujer se contamina de indecencia; se vuelve un signo obsceno que dibuja la sexualidad, la mano es una proyección de todo el cuerpo: opera como una figura retórica, la sinécdoque, es decir, toma la parte por el todo183. Malear la letra equivale en la escritura femenina a deformar el cuerpo, carne de tentación que con su belleza amenaza a los hombres, parte de esa trilogía maldita -Mundo, Demonio y Carne- que obstruye el camino hacia la perfección, cuyo desbroce pudieran ser los ejercicios espirituales184. Desde los comienzos del catolicismo, y a través de Eva, la belleza femenina ha sido considerada como objeto de perdición; por ello debe destruirse, «malearse», como se destruye o se malea el cuerpo expuesto a la flagelación, al cilicio. La deformación de la carne favorece, engendra la belleza del espíritu. Las actividades femeninas por excelencia son hilar, bordar o coser: estas labores de mano exigen un resultado final de excelencia, pero una excelencia que se da por descontada y que, por lo mismo, se soslaya y menosprecia.

  —179→  

Sor María Magdalena de Lorravaquio, muerta en 1636, y jerónima como Juana Inés, escribe, igual que las demás monjas, porque sus confesores «mandaron que escribiera su vida» y aprende a leer y a escribir por mandato divino. En sus palabras se advierte con nitidez la mecánica que liga los ejercicios espirituales con las labores de mano, incluyendo a la escritura dentro del amplio diapasón dibujado por ese método que recrea un movimiento de lanzadera que va de una a otra práctica. Así, se dedica a:

... enseñar la doctrina cristiana a las mozas de servicio que quieren aprenderla. Después de esto dispongo de lo necesario para el servicio de mis necesidades y de las hermanas que conmigo están, que en esto gasto alguna media hora, después tengo una media hora de lección espiritual en la pasión, vidas de santos, que éstas me alienan y animan mucho a padecer más y más [...] los libros de ejercicios espirituales y, después de esta lección hago «obra de manos», porque «así por ser voluntad de Dios», como por ayudar a mis hermanas a ganar para lo menester por no tenerlo y ser pobre o porque no puedo estar ociosa que ocupo en ello hasta las doce o la una, que es la hora ordinaria de tomar algún sustento necesario. Después de esto vuelvo a la labor de manos y lección espiritual...185


Con la descripción anterior, la monja responde a otro de los preceptos del confesor, cumplir al pie de la letra con la distribución de las labores del día, rigurosamente prescritas186. Además, subraya la hilación perfecta que hay entre los tipos de labores, su absoluta continuidad: la escritura, el ejercicio espiritual -casi siempre la flagelación seguida de meditaciones y raptos- y el bordado, son, en las mujeres, actividades relacionadas con las «labores de manos».

Dentro de esta línea argumenta, es quizá posible recolocar en el lugar que le corresponde uno de los episodios más citados de la vida de Sor Juana. El padre Calleja, autor de una semblanza póstuma de la célebre escritora, relata con ferviente admiración una anécdota archicitada que a él le relatara, con el mismo entusiasmo desbordante, el marqués de Mancera refiriéndose a la época en que, siendo él virrey de la Nueva España, la monja fue dama de honor de la virreina, su esposa:

  —180→  

Aquí referiré con certitud no disputable [tanta fe se debe al testigo] un suceso... [que] el señor Marqués de Mancera... me ha contado dos veces, que estando con no vulgar admiración de ver en Juana Inés tanta variedad de noticias, las escolásticas tan (al parecer) puntuales, y bien fundadas las demás, quiso desengañarse de una vez, y saber si era sabiduría tan admirable, o infusa, o adquirida, o artificio, o no natural, y juntó en su Palacio cuantos hombres profesaban letras en la Universidad y Ciudad de México: el número de todos llegaría a cuarenta y en las profesiones eran varios, como teólogos, escriturarios, filósofos, matemáticos, historiadores, poetas... No desdeñaron la niñez [tenía entonces Juana Inés no más de diecisiete años] de la no combatiente, sino examinada, tan señalados hombres, que eran discretos, ni aun esquivaran descorteses la científica lid por mujer, que eran Españoles... y atestigua el Señor Marqués, que no cabe en humano juicio creer lo que vio, pues dice «Que a la manera que un Galeón real (traslado las palabras de su Excelencia) se defendería de pocas chalupas, que le embistieran, así se desembarazaba Juana Inés de las preguntas, argumentos y réplicas, que tantos, cada uno en su clase, la propusieron... ¿Qué estudio, qué entendimiento, qué discurso, y qué memoria será menester para esto?


(AP, s. f.).                


Es fácil detectar en este pasaje una admiración que enaltece y desvirtúa a su objeto. Sor Juana es presentada como en una feria, a la manera en que se presentaban los prodigios, los monstruos de la naturaleza o esos fenómenos que en la corte servían como bufones y que tan atractivos les eran a los reyes. Sor Juana es objeto de estupor, semejante en su desmesura a la desazón que le producían a Covarrubias, el filólogo de 1611, los enanos:

El enano tiene mucho de monstruosidad. Porque Naturaleza quiso hacer en ellos un juguete de burlas, como en los demás monstruos. Destos enanos se suelen servir los grandes señores... En fin, tienen dicha con los príncipes estos monstruos, como todos los demás que crían por curiosidad y para su recreación.


También entre las mujeres hay excepciones a la regla. Las monjas o beatas que merecieron una biografía en la que su vida fue «descifrada» por un hombre «de razón», son calificadas siempre siguiendo el patrón de la virilidad: «Fue una mujer verdaderamente varonil» o, reitero, «podemos aplicarle el epíteto de la mujer fuerte, por su ánimo varonil y magnánimo   —181→   corazón», o, de manera superlativa, se convierten en «un Job de las mujeres» añado; para mostrar su redundancia, un ejemplo más.

Esta América Septentrional, tan celebrada por sus ricos minerales, puede gloriarse de haber sido patria de una mujer tan heroica que podemos aplicarle el epíteto de la mujer fuerte, por su ánimo varonil y magnánimo corazón187.


En ese correlato de paralelos, una gran mujer se ha convertido en un gran hombre. Las vidas edificantes simulan erigir el mismo monumento reiterado, gracias al cual despojan de su especificidad a los seres retratados. Al igualar a las figuras allí representadas con un molde, al subrayar la heroicidad con un sistema de correspondencias que les niega cualquier parecido con el original, se «edifica» el dogma. Por fortuna, todo mausoleo tiene sus grietas y la hagiografía tiende a convertirse en autobiografía. La hazaña pasmosa, el prodigio dos veces relatado es reducido por la propia Sor Juana a su justa proporción:

El lector lo discurra por sí, que yo sólo puedo afirmar, que de tanto triunfo quedó Juana Inés (así me lo escribió, preguntada) con la poca satisfacción de sí, que si en la Maestra (la escuela elemental) hubiera labrado con más curiosidad el filete de una vainica.


(AP, s. f.).                


¿Y qué es una vainica? El Diccionario de la Real Academia la define como «el deshilado menudo que por adorno se hace especialmente en el borde de los dobladillos». Y por su etimología aprendemos que «vainica» procede de vaina que, a su vez, proviene de la palabra latina vagina. Una vainica sólo puede entonces confeccionarla una mujer. Sor Juana coagula las dos significaciones y, al hacerlo, unifica dentro del mismo conjunto y les da el mismo valor a las labores de mano: tanto el bordado, el deshilado, como la costura valen igual, ni más ni menos, que «sus negros versos», por los cuales su confesor la acusa, «fiscaliza sus acciones», haciéndola objeto de «escándalo público». Versos que, subraya ella, «he rehusado sumamente el hacerlos y me he excusado todo lo posible no porque en ellos hallase yo razón de   —182→   bien ni de mal, que siempre los he tenido (como lo son) por cosa indiferente»188.

Por su parte, María de Zayas, la novelista española de la primera mitad del siglo XVII, anota:

... como los hombres, con el imperio que Naturaleza les otorgó en serlo, temerosos quizá de que las mujeres no se los quiten... Luego al culparlas de fáciles y de poco valor y menos provecho es porque no se les alcen con la potestad... y así, en empezando a tener discurso las niñas, pónenlas a labrar y hacer vainillas, y si les enseñan a leer, es por milagro189.





De la palabra manuscrita a la letra impresa

Pareciera que la literatura femenina novohispana hubiera sido escrita, salvo excepciones, por mujeres que declaraban que no deseaban escribir. En esto Sor Juana tampoco es una excepción, si nos atenemos a sus comentarios expresos no sólo en la Respuesta a Sor Filotea, sino en varios de sus poemas y en la carta llamada de Monterrey. Como lo he subrayado varias veces, la mayoría explica que escribió por mandato expreso de sus confesores, celosos de vigilar su intimidad y controlar sus más mínimas acciones y hasta el flujo de su pensamiento. La literatura se mantuvo casi siempre manuscrita, en copias llamadas «de mano» que las religiosas se encargaban de caligrafiar. La madre Mariana de la Encarnación, devota dada al misticismo, se comunica con Dios, a través de:

... unos cuadernos de la Vida de nuestra Santa Madre Teresa de Jesús... «Eran de mano» estos cuadernos, que sus libros aún no estaban impresos, y si lo estaban, no habían llegado a mi noticia190.



  —183→  

La escritura de mujeres se recluye en el convento, está hecha para la edificación silenciosa y como apoyo de los ejercicios espirituales y modelos de santidad:

Y con la nueva devoción de estos cuadernos, se vinieron a aficionar desde las compañeras del ejercicio de la música..., de manera que ya tratábamos todas de ser carmelitas191.



La cansada tarea de las amanuenses ofrece muchos puntos de reflexión. Llama la atención un curioso texto, recientemente muy comentado: el de la Madre Sor María de Jesús Tomellín, cuya vida fue escrita por la monja Sor Agustina de Santa Teresa -su secretaria-, siguiendo los mandatos del jesuita irlandés Michael Wadding, conocido en México como Miguel Godínez; la vida de la monja ha llegado hasta nosotros, fragmentada, reordenada y reescrita por diversos confesores, y fue grandemente admirada de los más ilustres eclesiásticos de la época, incluyendo a Palafox y Mendoza, a Fernández de Santa Cruz y hasta el importante teólogo español Eusebio de Nieremberg192. Aunque su propósito sea dejar memoria de los milagros y devociones de su amiga, Agustina inscribe en su relación rasgos reveladores de su propia vida, pero sobre todo el laborioso ejercicio previo a la producción de la escritura, tan penoso como una flagelación:

... al segundo renglón, explica uno de sus compiladores, Félix de Jesús María, borraba el primero y así de uno a otro venía a tacharse toda la plana... Daba principio a nueva hoja y aquí añadiendo y allí borrando, formaba un laberinto de caracteres en que no se podía sacar el hilo de los renglones... y al fin, comenta su biógrafo, de aquel escrito intrincado de taches, rayas y borrones lo que sacó en limpio fue hacerle mil pedazos y hacerse otros tantos su cabeza, aturdida en buscar el modelo de poner en escrito sus conceptos193.



Los borrones, las tachaduras, las rayas inscritas en el cuaderno «de mano» reproducen otro esquema singular: el de la mortificación de las pasiones registrado en el propio cuerpo de las monjas. Este sería un tema largo de desarrollar aquí, cumplo con anotarlo y señalar que   —184→   converge con el de la imitación de Cristo, esbozado al principio de este ensayo. Otra de las ramificaciones de este tema que me contento con señalar, y que intento dilucidar en un próximo estudio, se relaciona con esa escritura prohibida, refundida en los archivos de la Inquisición, que en forma de procesos permite vislumbrar esa posible escritura de monjas o beatas condenadas por la Inquisición, muchas veces junto con sus confesores. Y lo menciono porque lo catalogado por el Santo Oficio como escritura subversiva, permanece, como muchos de los cuadernos de mano de las monjas, sin imprimir.

Quiero darle un final provisorio a este escrito: para ello volveré a Sor Juana. La finalidad declarada por el obispo Fernández de Santa Cruz al dar a la imprenta el discurso teológico de la monja por él intitulado Carta atenagórica, fue, según sus propias palabras «para que Vuestra Merced se vea en este Papel de mejor letra»194. Al dar a la imprenta «sus borrones» como la propia Sor Juana calificaba a sus «cuadernos de mano», el obispo le había concedido la más alta merced: incluirla entre los grandes dignatarios de la Iglesia, los únicos que merecían que un devoto publicara sus «borrones»; asimismo, el acto de dar a la imprenta un escrito lo salva de la desaparición. De la misma manera, había procedido con Sor Juana la condesa Manrique de Lara al publicar en España su obra poética, esos «negros versos» que para ella pesaban en la balanza lo mismo que una vainica. Pero al hacerlo, el obispo de Puebla también le ordenó que escribiera la historia de su vida, para igualarla a las demás monjas a quienes él conminaba a hacerlo. Sor Juana cumplió con gran maestría; el resultado es no un escrito edificante más, sino una autobiografía: se conoce con el nombre de Respuesta a Sor Filotea.





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