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La destrucción del cuerpo y la edificación del sermón195


Como ya lo dije antes, la hagiografía es un discurso edificante; se ocupa de vidas singulares, las de los santos. Es modélico, cíclico, tautológico. Este otro discurso semejante, el de los aspirantes a la canonización, santos en ciernes, mujeres y varones que buscaron el camino de la santidad y no lograron ser reconocidos por la burocracia eclesiástica; sus vidas son dignas de imitación, edifican son ejemplo para los cristianos; constituye una literatura, conocida como edificante. Al término edifican, es decir construir, se le agrega un sentido figurado: «Dar buen ejemplo uno con su vida y costumbres llevando a los demás tras sí con imitarle». La piedra de toque de ese edificio singular es un monumento escrito: surge de las virtudes, las diarias actividades edificantes, y su piedra de toque son los milagros, acontecimientos extraordinarios. Por ello, es corriente encontrar muchos obituarios y sermones de la época barroca que utilizan términos arquitectónicos para definir una vida ascética: las metáforas y las alegorías armadas con base en ese vocabulario erigen monumentos verbales, a manera de espejos de escritura.

Su máximo anhelo, el diseño específico a recrear, es la pasión de Cristo, el verdadero modelo para armar. La meta se alcanza si se   —186→   recurre a un método «democrático», inventado por Ignacio de Loyola: los ejercicios espirituales:

El hombre no tiene más que dirigirse hacia Dios por los debidos caminos para alcanzarlo; a él puede llegar solamente con su fervor y el conveniente uso de las facultades naturales. Así como andando y corriendo el cuerpo se adiestra, también es posible, por medio de ejercicios, dar a la voluntad la disposición necesaria para encontrar la voluntad de Dios196.



¿En la expresión genérica usada por Ignacio de Loyola, «el hombre», se incluye a la mujer? ¿La práctica, preconizada y definida por un sistema de ejercicios, intenta reproducir en el cuerpo femenino la pasión de Cristo como uno de los senderos que conducen al camino de perfección? ¿Cómo se produce el salto cualitativo que hace del ejercicio también una escritura?

Otra pregunta más, fundamental en este texto, ¿por qué al discurso hagiográfico, situado al final de la historia, según Michel de Certeau197, se le llama también discurso edificante? ¿Qué se construye? ¿Qué edificios se fabrican? ¿Cuál es la razón de su fábrica? Intentaré responderlo analizando un sermón que leyó, en ocasión de la muerte de una monja, el padre jesuita Antonio de Oviedo, discípulo, heredero y autor de una vida edificante del padre Núñez de Miranda, muy conocido de manera vicaria porque fue el confesor de Sor Juana Inés de la Cruz198. El sermón lleva el significativo nombre de Los milagros de la cruz y maravillas del padecer. Sermón que en las solemnes honras que el día 26 de abril de 1728 le hicieron a la Vuestra Majestad Sor María Inés de los Dolores.

Las vidas edificantes tratan de las mujeres y varones que buscaron el camino de la santidad y se proponen como candidatos a la canonización; esta finalidad se alcanza raras veces, pero constituye un modelo de imitación de la pasión de Cristo. El camino de la vida de perfección es concreto; podría llamársele, literalmente, un tratado arquitectónico de la mortificación del cuerpo: en el propio cuerpo se reconstruye el cuerpo del otro, el de aquel que es imitado, el Redentor. La construcción entonces presupone una destrucción.



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La destrucción del cuerpo

Ignacio de Loyola inició entonces una nueva forma de religión, basada en los llamados ejercicios espirituales. En realidad, se trata de una conjunción de ejercicios corporales junto con otros de meditación y oración, como lo señalaba al principio de este texto; ejercicios corporales destinados a provocar un estado anímico especial encaminado a provocar el éxtasis y una «interlocución con Dios»199. Consisten, según las propias palabras del santo, en lo siguiente:

Castigar la carne [...] es, a saber, dándole dolor sensible, el cual se da trayendo cilicios y sogas o barras de hierro sobre las carnes, flagelándose o llagándose, y otras maneras de asperezas, lo que parece más cómodo y más seguro en la penitencia, es que el dolor sea sensible en las carnes y que no entre dentro de los huesos, de manera que dé dolor y no enfermedad; por lo cual parece que es lo más conveniente lastimarse con cuerdas delgadas, que dan dolor de fuera, que no de otra manera que cause dentro enfermedad que sea notable200.


Hay que hacer hincapié en la distinción, cuidadosamente subrayada por Ignacio, entre dolor y enfermedad. Se traza una diferencia casi esquizofrénica entre uno y otra. Lo explicaré: no se permitía profesar a quienes estaban enfermos o a quienes tenían alguna deformidad física. María Inés de los Dolores, la monja ciega a quien Oviedo dedica el sermón que me ocupa, recibió el permiso excepcional de profesar cuando estaba ya a las puertas de la muerte («Lo mismo fue recibir los sacramentos y hacer la profesión», p. 17). Hacer disciplina era, por otra parte, obligatorio, y formaba parte de los ejercicios espirituales cotidianos, cuya ejecución consistía en aplicar sistemáticamente, sobre las carnes, los instrumentos de tortura, llamados eufemísticamente disciplinas. La vida disciplinaria era una norma en todos los conventos, aun en los de regla más suave. El sistema de penitencias organizado para las monjas de la regla de carmelitas descalzas eran tan rígido que Sor Juana tuvo que abandonar, por enfermedad, el convento de Santa Teresa la Antigua, tres meses después de ingresar allí. Flagelarse, penitenciarse, disciplinarse era un deber cotidiano, idéntico   —188→   en su inflexibilidad al rezo de las oraciones y a la meditación. No es extraño que siguiendo este régimen las monjas cayeran víctimas de muchas enfermedades y, sin embargo, la enfermedad en sí, como ya lo advierte San Ignacio, era un objetivo poco deseable. Lo que se buscaba era provocar el dolor y no la enfermedad. Círculo vicioso sin salida: las penitencias, el ayuno, unidos a las condiciones deplorables de higiene hacían de los conventos lugares muy insalubres. Las monjas estaban siempre en vilo, una enfermedad prolongada podía causar su expulsión del convento y el anatema de Dios, y por tanto de su sociedad201.

A estas mujeres, sitiadas entre los ambiguos polos de la enfermedad o del dolor, se les considera místicas. Ya lo explicaba antes, existe cierta confusión cuando se utiliza el término aplicándolo a monjas que tenían arrebatos y visiones, causados por esta práctica disciplinaria. Quizá se trate más bien, como dice Francisco de la Maza202, de un fenómeno de ascetismo. A diferencia de los místicos del siglo XVI, por ejemplo San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, que no precisaban de flagelaciones ni de cilicios para su unión espiritual con Dios, las monjas «edificadas» del siglo XVII empleaban esos métodos como ejercicio cotidiano para provocar las visiones, en un afán por imitar la pasión de Jesucristo y comunicarse con él a través de los sentidos. Una ascética corporal de ese tipo provoca necesariamente delirios: «Con un Santo Cristo y un azote puede llegar a santo cualquiera», decía Santa Catalina de Siena. El ejercicio ascético al que se libraban las monjas de la colonia procede sobre todo de los jesuitas y específicamente de San   —189→   Ignacio de Loyola, quien se basó, exacerbándolas, en las teorías de los místicos flamencos de la Devotio Moderna y, sobre todo, en la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, quien instaura una metodología de la vida cotidiana en el campo espiritual; Ignacio la convierte en una práctica corporal, en una jerarquización rigurosa y metódica de las horas del día, dividida y subdividida en múltiples cuadrículas, al grado de que no quede ningún intersticio de libertad para ejercer uno de los máximos atributos de que el hombre disponía, el libre albedrío, defendido teóricamente por los jesuitas y erradicado de la vida de los creyentes por la rigidez con que debía conducirse, según los preceptos de la Compañía de Jesús, que, como la mirada de Argos, pretendía controlar hasta lo infinitesimal. La bibliografía colonial mexicana está llena de textos reguladores -manuales, catecismos, sermones, cartillas- donde hasta las actividades más nimias de la vida diaria y todos los comportamientos se establecen y se definen con base en exclusiones, duraciones temporales, órdenes imperativas. Armados de una ambivalente autoridad, los confesores y los altos prelados exigían a las monjas ejercicios ascéticos «moderados», aunque alababan a aquellas que se desmesuraban en esas prácticas, como puede probarse en numerosos textos de la época:

[Sor Inés de los Dolores] guardaba aquel total retiro que la ceguera, enfermedades e inclinación de su genio demandaban. Maceraba su carne con ásperos cilicios y sangrientas disciplinas, hasta que la prudente cordura de sus confesores se lo impidió, conociendo que, en los dolores continuos de sus enfermedades, excedía con ventajas cuanto pudiera tolerar con la penitencia más rigurosa.


(Oviedo, f. 10v).                


La enfermedad, considerada en la Edad Media como una virtud, sobre todo si la padecían las mujeres, propiciaba el camino de la santidad. Hay mayor número de santas enfermas que santos; es más, su santidad solía derivarse de la abnegación y paciencia con que soportaban la enfermedad y atendían a los enfermos. Un porcentaje bastante elevado de santas fueron favorecidas y recibieron los estigmas de Cristo en la Edad Media, mientras que sólo dos santos, Francisco de Asís y el padre Pío, más tardíamente, fueron objeto de ese señalamiento. A algunas de las santas así escogidas, les sangraban periódicamente los estigmas, al tiempo que una anorexia «sagrada» permitía que cesaran por completo sus secreciones internas, las cuales, al no manifestarse,   —190→   cancelaban las funciones fisiológicas distintivas de la mujer. Este tema no se trata de manera directa en los textos edificantes del siglo XVII; su manejo es elíptico: trataré de seguir sus recovecos.




Quitar de nosotras el amor de este cuerpo...

Lo primero que hemos luego de procurar, quitar de nosotras el amor de este cuerpo [...] y determinaron mis hijas que venís a morir por Cristo y no regalaros por Cristo203.



Para morir en vida por Cristo era necesario mortificarse. Privarse de cualquier tipo de placer, al grado que las carmelitas descalzas aceptaron añadir a los cuatro votos reglamentarios: pobreza, castidad, clausura y obediencia, un quinto voto, enternecedor, la promesa de no comer chocolate. La mortificación es un ejercicio continuado, inquebrantable, y forma parte de la distribución de las horas del día; esa distribución minuciosa, exhaustiva que pretendía cerrar la puerta a cualquier resquicio del mundo exterior y permitir la práctica implacable de la contemplación. Las monjas más mortificadas eran las más santas, las más admiradas. Sor Juana lleva a cabo las disciplinas normales de su profesión, incluyendo los flagelos, pero en su Respuesta a Sor Filotea transfiere la idea de martirio al dominio de los simbólico, acercándose en espíritu y no en cuerpo al Salvador204. Por eso la critica el padre Oviedo, autor de una biografía de su maestro, el padre Núñez, como ya lo había dicho antes, confesor de Sor Juana. En el sermón que he venido analizando no la nombra directamente; su ataque es elíptico, pero su alusión a la monja jerónima es meridiano, tanto como es clara su advertencia a las demás monjas de que el único camino para la perfección y la salvación es la destrucción sistemática del cuerpo, siguiendo ciegamente los métodos que prescribe el confesor:

Tan lejos estuvo esta señora de amar o desear estos favores de Dios extraordinarios, que temblaba y se horrorizaba sólo con su memoria; así   —191→   por juzgarse indigna e incapaz de todos ellos; como por temer el riesgo y peligro que ocasionan, y de que han sido ejemplo espantoso tantos Ícaros, que valiéndose de estos favores como de alas, pero de cera, que, desvanecidas a la luz y calor de los aplausos, los hicieron despeñar en precipicios. Y por ello suplicaba instantemente a Dios, que la librase de ese camino y la llevase sólo por la segura senda del padecer, asistida de vivísima fe, de firmísima esperanza y de ardientísima caridad205.



La segura senda del padecer, tan perfectamente definida por Oviedo, incluía un catálogo «ready made» de mortificaciones; se escogían las más adecuadas a cada temperamento y se perfeccionaban de manera individual, único campo de libertad que podía ejercitarse. Traer continuamente una corona de espinas en la cabeza; atarse cadenas gruesas en el cuello o en la cintura, o aherrojar con ellas piernas y brazos; cargar cruces pesadas, disciplinarse con vigor para lograr que la sangre salpicase las paredes y se distribuyese por el cuerpo como se distribuía por el cuerpo del Redentor en la iconografía de la época, muy abundante en los espacios comunitarios del convento, en la iglesia y en las celdas de las monjas. Solían practicar sus ejercicios vestidas de manera especial, a veces con enaguas de cerda, cubiertas por un saco y usando una soga por cinturón y totalmente descalzas; se ejercitaban también en la humildad cuando besaban los pies y recibían bofetadas de las otras monjas; cuando renunciaban a parte de su comida, o comían en el suelo con una venda en los ojos o una mordaza en la boca. Exagerando los preceptos fijados por Loyola, las disciplinas se aplicaban con cuerdas muy gruesas y esmero singular -sobre las espaldas desnudas de las víctimas- que alternativamente ejercían también el cargo de verdugos206.

El padecer, continúa Oviedo, es connatural en el hombre como el vuelo es natural en las aves. El mundo es un valle de lágrimas, y a él se llega a padecer. El sufrimiento es una carga que llevamos, ordenada por Dios para lavar la mancha del pecado original, de la misma manera   —192→   que Cristo cargó la cruz para salvarnos de ese pecado. Pero el gesto de Cristo sólo es válido si se reproduce universal y sistemáticamente; no basta con padecer, simple acción vulgar y cotidiana, casi genética, y tan natural como el caminar o el hablar. Por ello, los métodos que San Ignacio concebía como ejercicios solitarios fueron modificándose hasta alcanzar refinamientos muy variados y representaciones colectivas, como las que aún se ofician regularmente en el convento de Atotonilco en Guanajuato, para citar sólo uno de los ejemplos más relevantes en México207. En la invención de nuevas torturas y la intensificación del dolor para convertirlo en un padecer extraordinario consistía la originalidad de cada monja «edificada», y sólo de esa manera su vida era ejemplar. La madre María del Sacramento, además de llevar perpetuamente una pesada cruz sobre los hombros, se coloca «una medalla del Santísimo Sacramento que hacía lumbre, tenía sellado el pecho, corazón y brazos, porque era amantísima de este divino Señor Sacramento y decía era su esclava»208. El único padecer admirable, ejemplar, es el ejercitado en plena conciencia y con absoluta regularidad. Gracias a ese método aplicado estrictamente, se puede alcanzar la perfección en esta vida, como ahora se puede estar en perfectas condiciones físicas si se siguen al pie de la letra las instrucciones de Jane Fonda o de Cher o siguiendo las dietas reguladas por los «weight watchers». El padecer natural, genético, no es meritorio, sólo es «prodigioso, admirable [... el padecer] que se propasa excediendo los límites de la medida, peso y número ordinario» (p. 3). Tal fue, agrega Oviedo, el padecer de Job, el de Cristo, y el de Sor María de los Dolores. Así colocada, la monja forma parte de una serie muy singular, la de una trinidad. ¿Cómo podría justificarse dentro de la ardiente misoginia jesuita esa inserción?




Vivía clavada en una cruz intolerable

El espíritu barroco se amolda a una imaginación que funciona de manera extraña, por lo menos para nosotros ahora. La imaginación tiene acceso a un número limitado de imágenes, cuidadosamente seleccionadas. La fijación de imágenes lícitas y la existencia de imágenes   —193→   ilícitas queda definida de acuerdo con una encarnizada clasificación y una constante prédica sacerdotal, seguida de una posterior teatralización. Una técnica sanguinaria se encarga de disciplinar al cuerpo y a la mente. Es conveniente reiterar que los ejercicios son más bien corporales que espirituales; y el cuerpo se encarga de transmitir también al espíritu varios modelos de pensamiento y de imágenes. El ejercicio corporal exacerbado provoca visiones, éxtasis. Las visiones entran en el cauce reducido de una codificación estrechamente vigilada por el confesor. Si estamos ante una monja, este aspecto es esencial:

... aunque las visiones, revelaciones, etc. sean del demonio, se enderezan y logran con ejercicio y mejora de heroicas virtudes si se gobiernan por obediencia ciega y sincera de sus superiores y padres espirituales, amonesta el padre Núñez de Miranda en un sermón pronunciado durante la profesión de una monja del Convento de San Lorenzo209.


La figura central en los ejercicios es la figura de Cristo crucificado y el deseo más vehemente de los creyentes es imitarlo. Es extraño que las monjas no quisiesen parecerse a la Virgen María, y lo anoto sin detenerme demasiado en ello, aunque creo que es necesario analizarlo. Quizá se deba al hecho de que las monjas se convertían, al profesar, en esposas de Cristo y los esponsales celebrados reiteraban la unión de una mujer viva con un esposo muerto. Si adquiría la máxima categoría al profesar, la monja llevaba un velo negro, símbolo de su calidad de viuda:

Profesar una señora religiosa, subraya Núñez, es desposarse reina con Cristo; y desposarse reina es entregarse toda, por entero, con todo su ser, cuerpo y alma, a la voluntad de su Esposo. Es quedar toda de Cristo, con todas sus dependencias, quereres y haberes y en nada suya, ni aun en el albedrío, decreta Núñez de Miranda.


(op. cit., f. 3r).                


La primera ceremonia es llevar toda la comunidad, con luces en las manos, a la profesa, como si la acompañaran de entierro, muerta de amor, que se va por su pie a la sepultura, hasta el coro bajo, donde antes de llegar al comulgatorio, que es el tálamo de sus bodas, postrada a lo de difunta, le dicen las letanías de agonizantes.


(F. 7r).                


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Casada con Cristo, la monja tiene que recrearlo en su propio cuerpo: la imitación es por ello concreta, se busca reproducir con escasas variantes sus sufrimientos, recorridos con delectación una y otra vez; tanto monjas como monjes se penitencian por igual, pero las mujeres tratan de trascender su inferior condición de seres húmedos y viscosos mediante los refinamientos más sofisticados para acrisolar sus tormentos. En cierta forma la imitación de Jesucristo toma prestada la imagen de Narciso. Cristo es el modelo; el creyente lo copia de la manera más exacta que puede. Esa copia se logra mediante un esfuerzo físico desigual: aspira a transformar el propio cuerpo y a hacer de la carne (no de los huesos, recuérdese) un material semejante al usado por los artistas cuando ejercen su oficio utilizando para hacerlo distintas materias primas. En los aspirantes a santos, la materia prima es el cuerpo. El cuerpo se conforma a modelos preestablecidos, aquellos que ha definido el arte postridentino, llamado también barroco.

Las monjas tienen un impedimento de entrada, su cuerpo es diferente al de Cristo; imitar su sufrimiento implica forzosamente un esfuerzo mayor que el de los varones; exige una revisión total de la corporeidad. En el discurso edificante femenino puede discernirse un método riguroso destinado a cancelar la diferencia sexual, hacer del cuerpo algo indiferente. La mujer que aspira a la edificación debe apoyarse en espejos de santidad. Cristo, por ser mortal, estaba, como los hombres, dividido, en una parte superior, espiritual, unida a la divinidad, pero igualmente tenía una parte inferior, sujeta a las asechanzas del demonio y, por tanto, a los pecados de la carne. María Inés de los Dolores, atada «al potro de tormento de su enfermedad» y reducida al espacio de su cama, de la que no podía moverse, es decir, al estar clavada como Cristo a una cruz, era capaz de resentir, como el Redentor, «dureza, sequedad, tinieblas y amarguras, sin que ella misma pudiese declarar, cómo se componían efectos tan encontrados, luz y tinieblas, suavidades y amarguras, gozos y desamparos» (f. 8v).

La única explicación posible puede encontrarse en un ejercicio diariamente practicado. Práctica constante, reiterada, y semejante a la de un artesano. La aplicación de la monja es singular y recibe por ello un premio. Durante toda la vida ha deseado ser como Jesús, su vida se ha dedicado íntegra a ese objetivo. Su largo padecer sólo termina cuando logra esculpir en su corporeidad la imagen acabada, prístina de la crucifixión.

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Y según el juicio que hicieron las personas que la asistían, quiso el Señor en este día hacerla participante de los tormentos de su Pasión. Las cuerdas de todo punto se le estiraron y comenzó a padecer atrocísimos dolores en los pies, manos y costado; y los de éste eran tan vehementes y tan vivos que la hacían toda estremecer. Y dispuso Dios que no entendiéndosele lo demás que decía por el impedimento de las llagas de la lengua y la garganta, le percibieron fácilmente lo que de estos dolores explicaba. Cuando se quejó de los pies, registrándoselos para darle con un poco de aceite de almendras algún alivio, se los hallaron con admiración uno sobre otro, en la misma forma que los tienen de ordinario las efigies de Jesús crucificado.


(Oviedo, ff. 17r y 18v).                





La edificación del discurso y el canon de construcción

He explicado someramente cómo se produce la destrucción del cuerpo femenino para acoplarlo al de Cristo, en un intento por imitar con perfección corpórea su pasión. Existe sin embargo una forma de reconstruir el cuerpo, o de transformarlo en materia prima para construir un edificio verbal: una vez muerta la aspirante a la perfección, se convierte en modelo; lo aprovecha el sacerdote para erigirla como ejemplo en un sermón que, si, a su vez, es ejemplar, se imprime después de haber circulado en cuadernos de mano. Ese es el caso específico, pero no excepcional, del sermón que me ocupa y que he tomado como modelo, y cuyo machote fue utilizado por varios sacerdotes de la época, entre ellos, el padre Núñez de Miranda, confesor de Sor Juana Inés de la Cruz, y del padre Oviedo, autor del sermón que analizo y de un escrito hagiográfico sobre su maestro.

Los discursos se yuxtaponen y se contaminan: la práctica, los métodos para alcanzar la perfección constituyen el tratado de la vida edificante narrada mediante innúmeras metáforas, profusión de alegorías e hipérboles, en fin, el clásico paradigma del lenguaje postridentino y la estricta organización de un canon de construcción.

El sermón mismo se edifica. A la teatralidad que la emisión del sermón barroco exige, es decir a la gestualización dramatizada que el sacerdote impone a su discurso, se añade la superposición literal de niveles que construyen una oficialidad y trazan un canon desde el momento mismo en que el texto se imprime. Una advertencia y varios permisos de impresión constituyen la obra negra. La advertencia es un curarse en salud del   —196→   predicador, una piedra de toque, garantiza la solidez del futuro edificio asentada en un precepto que refuerza el discurso oficial de la Iglesia y el reiterado voto de obediencia al papa, característico de los jesuitas. Siguen dos páginas narrativas, los títulos del sermón, una exhibe el retrato de la monja cuya vida edificante ha disparado el discurso y la otra pormenoriza entre florituras los méritos del predicador y las cualidades de la muerta; especifica los nombres y títulos de los mecenas que patrocinaron la impresión y dedica el texto a la comunidad de religiosas del convento de San Lorenzo, al tiempo que avisa a los lectores que se tienen ya las licencias pertinentes para imprimirlo. Siguen luego y, por fin, esos permisos, los del Santo Oficio, los del clero secular, los de superior gobierno, es decir, la licencia del virrey, y los cimientos se consolidan conveniente y finalmente con los permisos de la Compañía.




El ejercicio de las virtudes y la esencia del padecer

Al definirse los cimientos, puede edificarse en la escritura la vida ejemplar de Sor María Inés de los Dolores. Los textos reproducen como en espejo su propia literalidad y se duplican los niveles de metaforización. La vida de la monja se repite al imprimirse y su «continuo padecer» se reproduce literalmente: se logra este efecto gracias a la descripción que el autor de la dedicatoria, Andrés de San Miguel, hace del proceso mismo de impresión de un libro, y mediante un esquema de metaforización la compara con la vida ejemplar de la monja, semejante al papel que pasa «por las apreturas de la prensa y los tormentos del tórculo»210.

Este método rigurosamente elaborado y codificado se usa universalmente. Sor Juana Inés de la Cruz no es una excepción, pero en ella la metaforización barroca llega a su máximo: utiliza el sentido concreto, arquitectónico, de edificación, entre otros textos en su famoso Neptuno alegórico donde reitera, mediante una doble descripción, en prosa y en verso, la arquitectura efímera del arco que se erigió en la Plaza de Catedral para recibir a los marqueses de la Laguna, virreyes de México. Aunque este texto de Sor Juana repite en la escritura una edificación literal, es importante tomarlo en cuenta dentro del contexto que analizo, ya que, bien lo sabemos, se produce un deslizamiento   —197→   singular del lenguaje profano al lenguaje sagrado y viceversa. La literatura repite la realidad y al hacerlo la eterniza, como el sermón impreso retiene para la posteridad los momentos culminantes de la vida edificante. Se ha logrado un «doble exacto», el retrato escrito de las cosas construidas, un silogismo sin colores, si usamos en negativo la metáfora clásica de Sor Juana. La metaforización se antoja más evidente -en lo teológico- en la Carta atenagórica: los errores del padre Vieyra se ponen en evidencia utilizando un símil arquitectónico. Ambos textos remiten en abismo a un más allá, a una alegoría que intenta descifrar otras verdades, las divinas.

Volviendo a la construcción del texto, podría decirse enseguida que las intervenciones de los censores constituirían la fachada del sermón, los garigoleos del lenguaje imitarían las columnas salomónicas, los circunloquios y los revoloteos por la historia sagrada reproducirían los nichos con sus estatuas y las profusas decoraciones de las maravillosas portadas barrocas.




La materia prima: el estoicismo

La fortaleza con que la débil carne soporta la tortura se equipara a la de la piedra:

Mármol que le quisieron los males para olvidado sepulcro, y le arrebató la paciencia para triunfante arco. Piedra que grabando en ella el ciclo muchas enseñanzas nos muestra como las piedras de Mercurio el verdadero camino.



Exclama, maravillado y en el colmo de la hipérbole, el padre Andrés Montaño, autor de una aprobación, en su calidad de canónigo más antiguo de la catedral metropolitana de la ciudad de México; con este símil, la escritura nos remite obviamente a los distintos monumentos que con piedras se construyen: arcos, mausoleos, sepulcros, estelas; refuerza la capacidad admirable, duradera y diamantina de la mártir para soportar su cruz, su profundo estoicismo, además de subrayar la pertinencia de su nombre:

Dice Santo Tomás y lo confirman los textos civiles, que los nombres han de convenir a las propiedades. Que admirablemente le conviene a la Venerable Madre el renombre de Dolores. Cualquiera parte de su vida es un volumen de Dolores...   —198→   No es la desgracia, dice San Agustín, padecer las desgracias, sino no estudiar en su dura escuela a merecer las dichas, y para conseguir esta utilísima sabiduría todos podemos tomar de este cuaderno la lección.



La última proyección metafórica de la piedra es la de ser la esencia misma del estoicismo. El terreno propicio donde puede construirse el cuerpo, para lo cual se nos han proporcionado los materiales. Me explico: la admirable paciencia con que la monja soporta sus dolores da cuenta de su martirio y nos representa mediante el símil de la piedra su entereza. Gracias a él hemos entrado en otro dominio plástico, el del cuerpo sujeto al padecer, reproducible, materia tratable que se puede alterar, dañar, pintar o esculpir. Se ha iniciado el cambio de escenario, hemos entrado al verdadero discurso edificante, el que inscribe y graba en el cuerpo del edificado, el otro cuerpo, el del Hijo de Dios.




La viva semejanza

Y ahora le toca a Oviedo ser el dueño del discurso: inicia el sermón con una metáfora plástica y tradicional, la que pretende que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios:

Aquel gran Dios, que al formar al primer hombre, intentó copiar en él una perfecta imagen de sí mismo, al reformar con el pincel de su omnipotente mano al pacientísimo Job, tiró a sacar una semejanza muy viva de Jesús crucificado. Por eso llaman los intérpretes a Job figura de Cristo211.


La tradicional idea de la creación como una imagen repetida: la de la semejanza con el creador, se concreta aquí mediante una imagen plástica, la de la reproducción pictórica, «la copia que hace Dios de sí mismo» y la consiguiente producción de dobles, modelos para armar y representar. El retrato es un espejo donde se refleja un dios humanizado y sensible, cuyo cuerpo es doloroso:

Cristo, original admirable de esta copia [...] padeció no como quiera, sino como hombre Dios, y por eso padeció a maravilla, padeció milagrosamente, pues siendo Dios hombre, y por eso Bienaventurado, cada tormento que   —199→   padecía era un portento, era un milagro. Y sólo pudiera padecer de milagro, y a maravilla quien era copia de original tan valiente. Cristo no consumó en un instante su pasión prodigiosa, sino que con tormentos añadidos a tormentos le hizo ejemplar de un maravilloso padecer. Y queriendo sacar en Job la copia de sí mismo, una y otra vez como artífice diligente y cuidadoso, con tantas nuevas pinceladas, ¡cuántos dolores de nuevo le añadía! sacó perfecto a maravilla la imagen del sufrimiento.


(Oviedo, f. 1).                


Job es un modelo anterior a Cristo, lo prefigura; sus máximas cualidades son dos, soportar con gran paciencia su padecer y concentrar en su cuerpo todo el dolor. Su dolor es representable y la forma como se manifiesta constituye la historia de la edificación. La monja María de los Dolores será por consecuencia la tercera copia de la serie.

La vida edificante carece de densidad, está armada a base de momentos clave, figuras del relato, mediante los cuales se va haciendo el retrato; fuertes pinceladas captan la intensidad del parecido con su modelo. Cada momento crucial de la vida del mártir «excede la medida, el peso, la densidad» de la vida cotidiana y alcanza por ello lo admirable, se vuelve maravilla212. La hagiografía se inicia en el momento de la predestinación: Dios manda una señal cuando el biografiado es aún un niño, alrededor de los siete años, cuando «ya le raya la luz de la razón». En María Inés la señal es la ceguera, producto de una enfermedad y equivocación de los médicos, pero interpretada por Oviedo como «una disposición admirable de Dios», un signo de la predestinación. Se procede a levantar un catálogo de enfermedades, distribuidas a lo largo de su vida mortal. Una epilepsia a los 16 años, agravada por males nefríticos y enfermedades digestivas, padecimientos propios de la mujer, amén de llagas, apostemas y alteraciones nerviosas. Cada una de las enfermedades va acendrando la copia de la divinidad y modela su retrato de acuerdo con otras copias divinas: su cuerpo es el teatro de los tormentos y reproduce varios esquemas de santificación, por ejemplo la de la parrilla de San Lorenzo. Las marcas que se inscriben en el cuerpo son las señas indelebles de la   —200→   pasión. Cada enfermedad es el síntoma de un milagro: la epilepsia impulsa su cuerpo hacia adelante gracias a un agente sobrenatural, el cuerpo se tuerce y se arquea, imita los retorcimientos de Cristo en la Cruz, pero basta un trago de agua bendita para restablecer su equilibrio natural. Por disposición divina su cuerpo debilitado por el ayuno y los continuos dolores se fortalece: Las «saetas que el Señor le clavaba, cuya violencia le chupaba, le bebía todo el espíritu y la sangre», dan cuenta de la presencia de Job como modelo paternalista que le enseña a soportar el sufrimiento, y su presencia, un poco obscena, hay que confesarlo, es vista como nutrición: leche y sangre espiritual que la alimentan:

Esto es la grosura y substancia de la leche, y que con esa leche se alimentaba y nutría la sangre y espíritu de Job: como que las saetas con que el Señor le afligía fuesen maternos pechos, abundantes de leche que lo sustentaban... Pues si los tormentos con que Dios aflige a Job son veneno que mata, ¿cómo son pechos que vivifican? Si chupan y agotan la sangre y consiguientemente acaban con la vida, ¿cómo son leche substancial que la fomentan? Porque eso tienen por ser tormentos no naturales y ordinarios, sino admirables y maravillosos... Los tormentos naturales y ordinarios desflaquecen; los admirables y maravillosos dan más fuerzas...


(Oviedo, f. 6).                


Su paciencia infinita es ejercitada con la oración y la meditación: «Su materia ordinaria era la Vida, Pasión y Muerte de nuestro Redentor, a la que se aplicaba con tal estudio que parece la traía estampada en su corazón» (Oviedo, f. 12). El exceso de males no la hace entonces menos fuerte sino que le da una admirable resistencia, la de la piedra, para soportar el sufrimiento. En su cuerpo se libran batallas campales, los demonios la asaltan desde dentro con visiones, pero su pureza se mantiene incólume, es una estatua de sí misma, a pesar de los movimientos espasmódicos a los que la somete la epilepsia: es más, podría decirse -si continúo en la línea que he venido proponiendo- que la vida edificante se ordena a manera de una galería de estampas o se graba en relieves enmarcados, y actúa como uno de esos predicadores nudos que rodean e iluminan al creyente, colocados en las puertas de a iglesia, o en sitios estratégicos del recinto sagrado. Sor María de los Dolores se petrifica en una estampa, la que representa cada vez mejor su afán por «conformarse más y mejor con su Esposo Jesús Crucificado» (Oviedo, f. 17).

  —201→  

El cuerpo de la asceta, así marcado, se transforma en imagen viviente, paradójicamente casi estática, del Redentor:

La mano derecha no sólo se le cerró apretadísimamente, formando con dos dedos la señal de la Cruz, sino que se le quebró por la muñeca, llegándole a juntar y pegar el puño cerrado de la mano con la canilla del brazo... y lo más prodigioso era que con dolores tan acerbos y terribles en todos los dos años y cuatro meses permaneció tan entera y cabal en el juicio y tan libre en la parte racional como si estuviera del todo sana y buena.


(F. 16).                


Su pasión corporal y anímica es de tiempo completo: ha vivido para modelar su cuerpo en imagen y semejanza del Salvador pero ha trabajado para formar una sola figura, la que lo inmortaliza clavado en la cruz. La gran distancia que existe entre ella y Cristo -parece insinuar el padre Oviedo- se acorta con su padecer y, sobre todo, con su vida, esfuerzo de perfección para imprimir una estampa, o para darle a su imagen la consistencia alucinante y sanguinolenta de un Cristo de caña. Cuando muere, Dios le concede un último milagro: una niña de cuatro años... decide morir para acompañarla en su tránsito hacia lo celestial. A los cuatro días «naturales», especifica Oviedo, la pequeña vuela hacia el cielo para sentarse junto con su madrina y el Salvador en los jardines del paraíso, convertidos los tres en una santísima y casi sacrílega trinidad. Oviedo advierte, sentencioso: «La esfera de un sermón», no permite abundar sobre datos específicos de la vida y sólo ha escogido algunos para la común edificación. De esta manera todos estamos incluidos en el edificio, formamos parte de la sacralidad instaurada en la predicación y ocupando un lugar dentro del recinto dedicado al Señor. La letra impresa sella la obra. El edificio entero, perfectamente concluido, está ante nosotros: el cuerpo mortificado de la monja ha sido la materia prima necesaria para construirlo.





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El cuerpo monacal y sus vestiduras213


Entre las obras publicadas en vida de don Carlos de Sigüenza y Góngora se encuentra su Paraíso occidental. Al escribir el libro, dice su autor: «No ha sido otro mi intento sino escribir historia», y agrega, al disculparse de su estilo poco florido, ya que «siendo mi asunto el escribir historia de mujeres para mujeres, claro está que hiciera muy mal en hacerlo así»214. Nótese el matiz un tanto peyorativo de Sigüenza al hablar de lo femenino, cosa habitual en la época, sobre todo si se trata de un libro que está destinado a ser leído por un público en el que predomina el sexo «débil». Este texto, nunca reeditado hasta ahora, sería, según su autor, un libro de historia, la historia de un convento femenino de la orden concepcionista de Jesús María, inaugurado en la ciudad de México en 1580, y escrito a petición de las propias monjas, a finales del siglo XVII. Pero por el tema que trata, un escrito de ese tipo no puede ser un mero libro de historia, es además y antes que nada un libro hagiográfico; narra la vida de las monjas más destacadas de ese convento y sus esfuerzos por alcanzar la santidad, estado que pretendía lograrse poniendo en marcha un método, un manual de táctica espiritual, mejor definido como una técnica ascética. Y es justamente de esa práctica, tal y como la manejaron dos de las monjas que vivieron en ese convento, Marina e Inés de la Cruz, de la que hablaré aquí.

  —204→  

El texto está dividido en tres partes: la primera relata la historia de la fundación del convento de Jesús María y sus peripecias, y dedica un fragmento importante de su exposición a narrar también los trabajos individuales e institucionales para fundar otro convento, el de San José, de carmelitas descalzas, cuyas fundadoras son justamente Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación, con el apoyo espiritual de Marina de la Cruz, a quienes el autor dedica el mayor número de páginas de la segunda y tercera partes de su obra, junto con la vida de otras religiosas.

Las dos hermanas que he escogido tienen puntos en común y algunas diferencias. Ambas son españolas pero han vivido casi toda su vida en la Nueva España; ambas aspiran a la santidad, el principal objetivo de una religiosa al entrar a un convento, como ya lo señalaba antes, y ambas manifiestan, como es lógico, una gran perseverancia en la consecución de su fin. Hasta allí la semejanza, en otros aspectos sus vidas son totalmente opuestas: Marina fue casada y viuda dos veces y cuando entra al convento, al principio de la quinta década de su vida, o hace con su única hija, una joven de 13 años, de gran belleza, muerta súbitamente de una enfermedad misteriosa. Inés escoge desde niña un modelo de santidad, el de la eremita y el de la mártir para convertirse más tarde en fundadora de convento -en franca imitación de Santa Teresa de Jesús-, y entra en el claustro cuando tiene 18 años. La vida de Marina es narrada por el autor del libro y la de Inés fue escrita por la propia monja y ha sido intercalada por Sigüenza como arte de su material narrativo, aunque suela hacer sobre la marcha observaciones y hasta correcciones. A pesar de las diferencias que las separan, y del distinto punto de vista de los dos textos -diferencias que por otra parte son dignas de estudiarse en otro momento con tensión-, cuando se define el modelo de santidad, los dos discursos comparten un mismo repertorio de imágenes, la misma concepción retórica y formas semejantes de puestas en escena. No es extraño, los márgenes de originalidad son muy estrechos, se procede siempre de acuerdo con una rigurosa organización predeterminada por escrito, y definida como un modelo a imitar, el de los ejercicios espirituales de San Ignacio y el camino de perfección de Santa Teresa, y las compilaciones tradicionales de hagiografía, los Flos Sanctorum.

Los modelos se constituyen como una preceptiva tanto en lo que se refiere al comportamiento corporal como al diálogo con Dios, esa comunión anímica que al final de su camino de perfección logran   —205→   alcanzar los místicos y que los aspirantes a la santidad deben ineludiblemente recorrer si pretenden llegar a su meta. En suma, la santidad es un entrenamiento; exactamente lo dice así San Ignacio de Loyola, el creador del método, en sus anotaciones para tomar alguna inteligencia en los ejercicios espirituales, como lo he repetido varias veces antes:

Por este nombre... se entiende todo método de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental y de otras espirituales operaciones... Porque así como el pasear, caminar y correr son ejercicios corporales, por la mesma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima se llaman ejercicios espirituales215.




El ejercicio metódico de la santidad

Aunque se nace con predisposición a la santidad, para conseguirla ello no basta, es necesario practicar incesantemente un método a la vez obligatorio y abierto: un producto del libre albedrío que al reconocer los signos, las marcas divinas, definidas por acontecimientos vitales surgidos desde la infancia, y que integrada a un método conforma una técnica, organiza una práctica, y pone en marcha al aspirante deseoso de cubrir las etapas del camino de perfección.

Esa técnica encarnizada se inicia, como ya se dijo, con un trabajo corporal y un despliegue de signos teatralizados, mantenidos primero en secreto, y luego, publicitados. Desde niñas las dos monjas van montando un aparato escénico y definiendo el lugar de la representación. Marina, nacida en 1536, enseñada por su madre a practicar una religiosidad, se retira «al lugar más oculto de su pequeña casa (donde) gastaba grandes ratos en rezar el rosario de María Santísima» (p. 55a). A su vez, Inés, nacida en 1570, practica con fervor la soledad, se corta los cabellos y se descalza en la iglesia «y alargaba el vestido que nadie me viese, que en esto tuve gran recato» (p. 131b). Es decir, se produce un doble movimiento, uno de marginación (apartarse de los otros en lugares específicos y cuidadosamente escogidos, y luego enclaustrarse),   —206→   y otro de socialización, publicitar la conducta del aspirante a la santidad, convertirlo en un modelo social, casi en reliquia pública.

Los signos se van acumulando para conformar un destino determinado por una conducta sistemática y ejercida desde la infancia para lograr la perfección y crear un catálogo de virtudes, propiciado por el esfuerzo constante y reiterado. Ese catálogo de virtudes perfecciona el espíritu, pero, como ya lo he reiterado, su consecución exige una práctica corporal. El modelo del trabajo de oración, dice Barthes, es aquí «mucho menos místico que retórico»216. Y la retórica va siempre asociada a un ejercicio físico, reglamentado por escrito, es decir, una retórica corporal, en donde se delinean posturas claves, propiciatorias, por ejemplo, ponerse en pie, de rodillas, postrarse en el suelo, alzar los ojos al cielo, abrir los brazos en cruz, caminar con los pies y los brazos atados, pasear, producir la oscuridad en el lugar donde se está o inundarlo de luz, etc. (EE, pp. 243-244), preceptos que cada aspirante a la santidad adecua a su propia personalidad para salirse de la norma, y siempre constreñido por ella tocar una nota original y refinar el modelo.

La espiritualidad es entonces también concreción. La meditación propuesta por Ignacio de Loyola contiene «una oración preparatoria, dos preámbulos, tres puntos principales y un coloquio» (p. 236). Y este ejercicio espiritual que aspira al diálogo («al coloquio») se apoya en una serie de posiciones corporales -ejercicios espirituales- y una composición de lugar («La composición será ver con la vista de la imaginación el lugar corpóreo donde se halla la cosa que quiero contemplar», p. 236). En el estado místico se produce la comunicación con Dios, «el coloquio», como lo llama Ignacio, y aunque ese estado sea justamente «la suspensión del discurso», según la expresión empleada por Santa Teresa217, es decir la mudez, la pérdida del habla -y casi por inferencia la del cuerpo-, esa comunicación se logra sólo mediante una práctica ascética, cuyo escenario es de nuevo el cuerpo.




Los usos del cuerpo

Antes de establecer cualquier comunicación hay que preparar el espíritu para lograrla, y a ello tienden todos los manuales que se han   —207→   escrito con ese objeto. Luego, para preparar el espíritu hay que domar el cuerpo, territorio del demonio; existen para lograrlo varios métodos, puestos en práctica con constancia ejemplar. Los flagelos, los cilicios, los ayunos, forman parte de las llamadas «adiciones» útiles para perfeccionarse en los ejercicios, propuestos por San Ignacio:

... castigar la carne, es a saber, dándole dolor sensible, el cual se da trayendo cilicios o sogas o barras de hierro sobre las carnes, flagelándose o llagándose, y otras maneras de asperezas.


(P. 244).                


Este procedimiento produce a veces un deleite inusitado, como lo confiesa Inés de la Cruz:

(Cuando niña) hacía todo lo que podía de penitencias, aunque no era inclinada a mucho rigor, porque me quitaba la salud, y pasaba gran trabajo en andarme guardando no me viesen, para tener disciplina, me bajaba a las cuatro de la mañana a una caballeriza, y por no hacer ruido la tenía con sólo rocetas de abrojos, y experimenté lo que decían los mártires que no sentían los tormentos, pues con ser tales las disciplinas, y sobre llagas, no sólo no sentía dolor, sino antes una suavidad del cielo.


(Paraíso, p. 133a).                


Durante su última enfermedad que hace morir a la madre Marina de la Cruz a los 60 años, sus compañeras la despojan en el hospital de los instrumentos de tortura, sus eternos compañeros, con los cuales se había «mortificado fieramente» el cuerpo:

Halláronla entonces no sólo ceñida desde la cintura al pecho con una cadena en extremo gruesa, sino lastimadas las piernas, los muslos y los brazos con coracinas de hierro y punzantes rayos, cuyas correas fue necesario se cortasen con tijeras y con cuchillos por estar ya cubierta de carne las ligaduras. «Creo el que más sentía su espíritu» le quitasen del cuerpo aquellos instrumentos de merecer, «que aun el mismo cuerpo», siendo así que se le arrancaban pedazos suyos entre los rayos y cadenas con vehemente dolor.


(Paraíso, 103b).                


Es significativo que al describir Sigüenza esta escena, haga hincapié en el aspecto espiritual del dolor, a pesar de que la crudeza de la transcripción remita sobre todo al cuerpo, como en una de las citas de Ignacio antes mencionadas. La «fiera mortificación del cuerpo», según   —208→   la expresión usada por Sigüenza para definir esta intensa y sangrienta práctica espiritual, produce no sólo la interlocución divina, ese coloquio con Dios preconizado por San Ignacio o la conversación que anhela tener San Juan de la Cruz con Él; esa práctica provoca también una serie de visiones, signos reveladores de una comunicación establecida con lo divino; comunicación mantenida con la condición de que la mortificación sea continua y su ejercicio adecuado permita la reiteración de las visitas y del consiguiente diálogo entre divinidad y ejercitante.




El repertorio de imágenes: las visiones

Al definirse el modelo de santidad, se comparte un mismo repertorio de imágenes con la misma articulación retórica y formas semejantes de puestas en escena y escenografías. Las visiones constituyen el ámbito más definitivo para verificar esta aseveración, delimitan un campo de metáforas y una iconografía imaginaria que también se fundamenta en los ejercicios de Ignacio de Loyola y se refuerza con la iconografía real, la que se encuentra en las iglesias, sacristías, conventos, domicilios particulares, etc., y se repite sistemáticamente en los sermones y el confesionario. Recuérdese que Ignacio siempre aconseja poner en marcha la imaginación como apoyo de la meditación, por ello, cuando se refiere a la meditación del infierno, con el fin de combatir las asechanzas del demonio y evitar la condenación eterna, exige:

El primer punto será ver con la vista de la imaginación los grandes fuegos, y las ánimas como en cuerpos ígneos.

El segundo punto oír con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias contra nuestro Señor y contra todos sus santos.

El tercero oler con el olfato humo, piedra, azufre, sentina y cosas pútridas.

El cuarto gustar con el gusto cosas amargas, así como lágrimas, tristeza y el verme de la conciencia.

El quinto tocar con el tacto, es a saber, como los fuegos tocan y abrasan las ánimas.


(P. 241).                


La continua mortificación, el ejercicio inclemente del tormento corporal, favorece e intensifica las visiones o condiciona el tipo de sueños. Ellas constituyen un teatro portátil de la mente cuyas acciones y   —209→   personajes provienen de un repertorio preestablecido, dominado por la poderosa figura del fundador de la Compañía de Jesús y de sus seguidores, los sacerdotes y padres espirituales de estas monjas. Es evidente que el inventario de imágenes que puede trazarse se modifica al influjo de la biografía personal de cada monja hagiografiada y además por el tipo de sus inclinaciones y su peculiar manera de asociación. En el caso de Marina de la Cruz los sueños y las visiones son casi siempre pasivos; su modo de trabajo para cumplir el camino de perfección o logro de la santidad se apoya en la humildad y el sacrificio, en el modelo de la abnegación, el que ofrece la otra mejilla a quien ataca, aunque como sucede en estos casos, esta pasividad recubra una agresividad advertida por las monjas que la atacan furiosamente cuando ella trata de ordenar y dirigir la conducta y los modos de oración de las otras habitantes del convento: como represalia la condenan a los trabajos más humillantes, inmundos y pesados; la calumnian al acusarla de incontinencia por haber sido dos veces casada, atribuyen la muerte de su hija a un justo castigo divino y gozan con ello, y es, en fin, el centro de todos los chismes del convento. Así se fortalece: su triunfo es mayor porque realza una de sus virtudes primordiales, la humildad.

Marina ve procesiones y asambleas divinas, conversa con la Virgen María, Santa Teresa, María Magdalena; esas sagradas figuras la visitan, le dan consejos, intervienen en los asuntos del convento, la corrigen, la aclaman, le ayudan a delinear su figura de vidente, de productora de profecías que pueden referirse a su propia muerte o a la de otras monjas o dignatarios de la vida colonial, o a catástrofes públicas como terremotos, inundaciones, fuegos, plagas y pestes. Privilegio del que también goza en ocasiones la madre Inés de la Cruz, y sólo concedido a quienes dedican su vida a las privaciones, regulada por la fiera mortificación. Un rasgo particular y específico de las visiones personales de Marina de la Cruz es su relación concreta en vida y luego en espíritu con quien en México era conocido como el admirable anacoreta Gregorio López, o Siervo de Dios, candidato a la santidad en España y en el Vaticano, una de las grandes figuras de la devoción popular, y a quien ella había conocido personalmente durante su estancia en Zacatecas. Esta relación confirma el estereotipo visionario, pero también dibuja un dato histórico que como siempre en este contexto se contamina de hagiografía.

  —210→  

Marina de la Cruz no sólo ve a la madre de Dios, a sus santos y los candidatos a la beatificación, en muchas ocasiones dialoga con y contempla a Cristo, y recibe un alto premio, es acariciada y consolada por Él, y confirma su deseo al ver a su hija muerta colocada entre los serafines que animan la corte celestial. Este conjunto de sueños y visiones aquilata a las monjas así favorecidas durante su camino hacia la perfección: tiene carácter de presea, es la afirmación, la corroboración que muestra la predilección de Dios, su esposo, por ellas. Esa marca, esa predilección las señala, las aparta del resto del rebaño, muestra públicamente los designios del Señor, revela su presencia cuando manifiesta con señales la elección y la corrobora con el premio recibido, designado con el característico nombre de finezas. Al convertir la visión en un emblema, asegura el futuro de este ejercicio de la santidad, que en cierta medida acerca a las monjas -otorgándoles un remedo de la gloria que creen merecer- con la que es Virgen por antonomasia, la madre de Dios, cuya inmaculada concepción y sagrada fertilidad le concede la inmensa merced de ser intercesora entre los pecadores y Cristo.

Así, Inés y Marina tienen el poder de enderezar entuertos dentro de su convento, o de provocar castigos aun contra aquellos que aparecen como vicarios de Dios en la tierra, como lo demuestra la anécdota que vincula una acción de Inés de la Cruz con el mandatario fray García Guerra:

Cuando aquellos grandes temblores de tierra, diome el Señor a entender era por los toros que el Arzobispo-Virrey corría en Viernes (para colmo, Viernes santo). Era entonces prelada una religiosa de grande entendimiento y virtud llamada Ana de San Miguel y de quien hacía muchos aprecios aquel Príncipe; acerté a estar con ella la segunda vez que tembló y díjele: «Madre, pues lo tomará bien de Vuestra Reverencia, escríbale que él es ocasión de esos temblores». Rcspondiome: «¿Quién me mete a mí en esto?». Viendo que no quería, sentí una eficaz inspiración de escribirle, como lo hice, y dentro de un cuarto de hora le había enviado la carta por medio de nuestro Vicario, pero luego, al instante, cayó sobre mí tan gran desconsuelo y congoja que no me conocía pues no dándoseme antes nada de todo el infierno, ahora (no sé lo que fue, ni lo entendí), no podía tener resignación, ni entrar en razón y pasé la más terrible noche que puede ser. Persuadíame a que había hecho una grande locura y que había de venir el Arzobispo a ponerme en la cárcel y lo que más sentía era supiese la abadesa y monjas mi libertad, figurábaseme cada rato llamaban en la portería. Por la mañana di gracias a Dios que había amanecido con vida y   —211→   el sólo alivio que aquella noche tuve fue pensar me llevaría Dios antes de amanecer, vino la luz de Dios y desaparecieron las tinieblas, supe no se levantó más el Arzobispo y quedé advertida en conocer las astucias de nuestro enemigo.


(Paraíso, pp. 143b y 144a).                


Muy significativo es este texto que he citado largamente por el interés que tiene. La inspiración -semejante en todo a una visión, pero sin representación- que tiene la madre Inés le viene de Cristo, podemos suponer, aunque ella lo disfrace hábilmente para no pecar de soberbia y ser castigada o para disfrazar ese orgullo. Orgullo que, por otra parte, se manifiesta claramente, al establecerse la relación que existe entre la muerte del arzobispo-virrey y la escritura de la carta, con lo que se demuestran el favor que Dios le ha hecho, al convertirla en depositaria de su venganza, en intermediaria del castigo a la transgresión, y como instrumento para castigar un pecado mortal. Es más, esta conexión entre dos acciones que producen una tercera, es decir, un sacrilegio -ir a los toros en viernes-, produce temblores de tierra y la carta de reproche de la monja ocasiona la muerte del virrey: ambos actos, uno natural, fenómeno metereológico y otro, volitivo, signos inequívocos de la voluntad de Dios y muestras terribles de su ira y del castigo que merecen los pecadores. Un espectáculo celebrado en día sagrado provoca la muerte del transgresor, gracias a la mano -en este caso literal, porque es ella quien escribe la carta- de Inés de la Cruz. De esta forma se prueban varias cosas. Primero, la ya muy reiterada comprobación de que Dios premia, señala, predestina; la segunda, que en poder eclesiástico y civil de la Nueva España puede ser puesto en entredicho por una simple monja, siempre y cuando ésta haya sido elegida y recompensada por Dios.




Reflejo de virtudes: las reliquias

Me parecen comprensibles estos mecanismos. Las monjas ocupan un lugar singular en la sociedad, son víctimas propiciatorias, «anhelan, asevera Sigüenza, consagrarse a la Divina Majestad en virginal holocausto» (p. 6a). Concentran en su cuerpo macerado los pecados del mundo, los asumen y limpian, y a su debido tiempo, si persisten en su vida mortificada y son vistas públicamente como santas aunque no se logre la canonización eclesiástica, es decir, institucional y burocrática, son a su vez convertidas en reliquias. Y las reliquias son necesarias,   —212→   insiste Sigüenza, para consuelo de las monjas y para lograr acrecentar el número de fieles en la Iglesia (pp. 16a y b). Basta leer el relato que el autor del Paraíso occidental hace de la muerte de Marina de la Cruz para comprobarlo:

Como la fama de las excelentes virtudes de la Venerable Madre Marina de la Cruz, no cabiendo en la clausura del convento real de Jesús María, se había extendido por toda la ciudad de México con aprecios grandes, no es ponderable el sentimiento y conmoción que causó en toda ella al saber su muerte. Acudieron al redoble de las campanas desde las más ínfimas, hasta las primeras y más preeminentes personas de la república, así para venerar el difunto cuerpo, como para solicitar por reliquia alguna pequeña prenda de su pobre ropa, teniéndose por dichoso el que lo conseguía, porque siendo sus alhajas en extremo pocas, ya se habían apoderado de ellas las religiosas con tanta diligencia que ni aun la piedra en que solía recostarse cuando dormía perdonó el cuidado. Combináronse espontáneamente para su entierro... los cabildos eclesiásticos y secular y las comunidades todas de religiosos, con el resto de los sujetos de primera clase, en cuyas voces no se le daba otro epíteto a la Venerable Madre sino el de santa. Concepto que comprobaban con la devoción con que le besaban los pies, y, conque todos los solicitaban, aunque fuesen hilachas de las mortajas, o por lo menos el tocar los rosarios a su cadáver yerto.


(P. 104b-105c).                


Numerosos casos hay en la historia colonial de personajes a quienes la mentalidad popular transformó en santos, aunque no hubiesen sido canonizados por la institución eclesiástica. Uno de ellos es el ya mencionado Siervo de Dios, Gregorio López, de cuyos huesos, considerados como reliquias, y codiciados por los fundadores oficiales del convento de San José (Paraíso, p. 46b), entre los que se cuenta el arzobispo Pérez de la Serna, se hizo una donación al arzobispado con el producto de las limosnas aportadas por las reliquias al convento recién fundado. Otra figura fue, como ya lo vimos en la extensa cita arriba incluida, Marina de la Cruz218. Es evidente que la sociedad novohispana estaba hambrienta de santidad, es decir, de víctimas propiciatorias capaces de sobrepasar la ruptura entre el lenguaje   —213→   burocrático, el dogma y la encarnación de una fe. Los personajes señalados por una marca especial focalizan la expresión religiosa a través de gestos específicos absorbidos por el pueblo y, como puede comprobarse por la cita, dentro de éste pueden entrar sin distinción todas las clases sociales, incluyendo a las monjas.

El convento opera como un mecanismo de sustitución: las religiosas, seres débiles, inocentes, practicantes de las virtudes teologales -caritativas, humildes y obedientes, castas y abnegadas- ejercen en su contra un suplicio corporal para ayudar a borrar los pecados del mundo. Cumplen el papel que en el contexto tradicional cumple la víctima ofrecida en un altar para apaciguar la violencia del dios, o para hacerle peticiones propiciatorias. Son vírgenes ofrecidas en holocausto, como en la antigüedad, semejantes a las víctimas sacrificiales inmoladas por un sacerdote durante una ceremonia ritual. Es más, su cuerpo mismo se transforma en un espacio sagrado, cuando al supliciarse se constituyen de manera simultánea en altar, víctimas y sacerdotes, es decir, concentran en su corporeidad todos los elementos del sacrificio y de la víctima propiciatoria219. Imitan la vida de Cristo, en un momento específico, el de la Pasión, reviven en su cuerpo el cuerpo atormentado del Salvador, marcan en su carne las heridas de las que mana la sangre. El suplicio es entonces un acto de adoración: se flagelan para imitar el sacrificio de Cristo flagelado por sus verdugos. En este sentido, la monja es a la vez la víctima y el verdugo, el medio visible del sacrificio. Y el sacrificio es la oferta de Dios de una víctima propiciatoria, signo o símbolo del ofrecimiento que la criatura hace de sí misma para reconocer la total dependencia en que se halla respecto de su creador220.

La vida de las religiosas es el reflejo de las virtudes cristianas. Insisto, el convento que las alberga se convierte por extensión en un lugar sagrado, en donde viven mujeres castas cuyo oficio medular es liberar a los pecadores de sus pecados, y concentrar en sus cuerpos el castigo que debiera caer sobre los otros: ése es el sentido de su sacrificio.

  —214→  

El sacrificio lava la culpa de los que no han sido sacrificados. Para que este sacrificio sea reconocido y válido es necesario que se vuelva público. La actividad de las monjas cuando de niñas se apartan para actuar su predestinación y definir su destino -al principio solitario, marginal-, se vuelve social y objeto de culto compartido, cuando avanzan en el camino de perfección y construyen paso a paso su destino, el de santas.

Su ordinario modo de orar era estando en cruz y siendo en su oración tan perseverante bien se puede echar de ver lo que padecería su cuerpo con tan violenta postura. Bajaba muchas veces al refectorio cargando en algunas ocasiones una cruz en extremo pesada sobre sus flacos hombros; otras entraba disciplinándose las espaldas con rigor notable; otras andando con pies y manos como si fuese bestia, y arrastrando unas pesadas piedras que le lastimaban el cuerpo cuanto no es decible, y, como si todo esto fuese muy poco, con palabras muy ponderativas y con ardientes lágrimas se acusaba aún de sus más levísimos pensamientos. Cosas todas que compungiendo en lo más vivo del corazón aun a sus mayores émulas, las obligaban a que interrumpiendo la refección la acompañasen en las lágrimas, sollozos pasando desde allí al coro y originándose de uno y otro el que muchas mejorasen de vida y se olvidasen del mundo.


(Paraíso, 108a y b).                


Teatralidad dentro del convento, ceremonia necesaria, representación viva del acto de contrición, condición sine qua non de la vida comunitaria, Inés de la Cruz advierte que «sentía mucho mortificarse en público, y por eso hacía grandes mortificaciones en el refectorio» (p. 145a). La colectivización de la penitencia permite trascender la clausura y aumentar la fama de santidad de una monja; con ello crecen las expectativas en toda la ciudad, como ya lo vimos en el caso de la muerte de Marina de la Cruz.

La fama así adquirida convierte el acto mismo del suplicio en una operación de compraventa. Las monjas, chivos expiatorios de la comunidad, redimen con sus cuerpos y oraciones el libertinaje y los placeres a que se libran los demás, los pecados que cometen, sus actos de soberbia. Los ricos pagan y ellas responden con sus oraciones intercediendo ante la virgen y, cuando han llegado a ser famosas, ante Dios221. De este modo, lo terrenal es redimido a cuenta de lo celestial mediante las oraciones y los suplicios.

  —215→  

... los maitines se decían en un oratorio a las doce de la noche y entonces era el descanso y alivio de todas mis penas, porque así que entraba en él me parecía hallarme en el cielo y entre los coros de Ángeles... y mientras más largos eran los maitines más me alegraba; después de acabados, tenía disciplina...


(Paraíso, p. 139a).                


El sacrificio de las monjas es reconocido universalmente; su impacto -primero en el convento, y luego en el siglo- provoca una reacción y organiza una didáctica del padecer, una estética del sufrimiento y una retórica textual.









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