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Sor Juana Inés de la Cruz, «musa» del Relativismo

Vicente Cervera Salinas






[...] Tan asombrado,
que -entre la copia puesto,
pobre con ella en las neutralidades
de un mar de asombros, la elección confusa-
equívoco las ondas zozobraba;
y por mirarlo todo, nada vía,
ni discernir podía [...]


(Primero Sueño, vv. 475-481)                


Centrales en la dilatada y vasta ejecución versal que configura los casi mil versos del más fecundo de los textos líricos escritos por Sor Juana Inés de la Cruz -el gongorino y aun conceptista Primero Sueño, así «intitulado» por voluntad expresa de su autora1-, responden los siete versos arriba citados a una de las «actitudes» que, si bien menos atendidas en la valoración crítica del poema en el curso de su historia, cabe ser, sin duda, vindicada como verdadera piedra de toque analítica e interpretativa del texto en cuanto concierne a sus virtualidades hermenéuticas. Aludo así a la sutil pero arraigada y firme célula relativista que alienta en tantas rimas del poema y a cuya remisión nos parece vernos abocados cuantos intentamos descifrar algunas de las constantes más profundas de su expresión poética. Pero, antes de abordar con pormenor esta propuesta teórica vertebradora, no resultaría ocioso incardinar sus conjeturas en un mínimo esquema de coordenadas históricas dentro de cuyas interpretaciones podrá sernos revelada con más rigor y sancionar así su hipotética eficacia.


ArribaAbajo- I -

El «Primero Sueño» en la «historia» de Sor Juana


Demostraríamos no haber profundizado en los entresijos de la obra lírica de Sor Juana si, aceptando los dictámenes de algunos de los acercamientos críticos propuestos en su bibliografía (entre los que cabría destacar la reciente aproximación a su figura realizada por Clara Campoamor), abonáramos la teoría de que el Primero sueño no es el más genuino y alto paradigma de su orientación poética e intelectual2, sobre todo desde el momento en que recordásemos aquel famoso texto, que por fortuna conservamos, en que la autora determinaba la importancia «histórica» detentada por el poema a partir de su propia valoración literaria3. Una corriente sin duda más valiosa dentro del ya abundante caudal de información teórica sobre su creación y su peculiar personalidad humanística, ha llegado a instituir, por contra, la posición central que el poema ocupa en su «corpus» creativo, importancia que cuando menos queda relevada por la interesante variedad exegética que deriva de las contrarias y aun opuestas lecturas hasta este momento aducidas para el texto en sus registros bibliográficos. Y, en cualquier caso, -sin entrar de momento en una detallada consideración de tales interpretaciones- es, a todas luces, reveladora de la conciencia crítica que, ya casi asumida de un modo general y unánime, singulariza las características «anticipatorias» o si lo preferimos, «modernas» del poema en relación a su contexto histórico y también desde una perspectiva de evolución de la «palabra» lírico-discursiva. Aquella condición que ya en 1934 declarara sin ambages el eminente Karl Vossler: «El esquema medieval, ya tan gastado del sueño encerrando una intención dogmática, se rejuvenece en este poema con el ansia de saber que despierta y precede a la poesía de la Aufklärung. Se piensa en Albrecht von Haller, y llegan incluso a adivinarse en esta obra los primeros acordes de una atmósfera prometeica y fáustica»4.

Las razones que avalan esta posición central del poema en el «corpus» textual de la poetisa son múltiples y, en todo caso, fácilmente demostrables. Por un lado, las relativas al momento histórico de su escritura y, por otro, -aunque estrechamente ligado al primero- aquellas amparadas en la significación interna del poema, tan vinculada con la propia intelectual definitoria de las inquietudes vitales de su autora. Y así, siguiendo los caudales bibliográficos que fueron delimitados por el primer investigador de su vida -el ya legendario Padre Diego Calleja- las noticias vertidas en torno a la fecha de redacción del Sueño han sido confirmadas en las sucesivas aproximaciones al mismo: en este sentido, aseveraciones irrefutables como la de Georgina Sabat de Rivers en que se niega toda constancia histórica que aporte una cronología exacta para el texto5, parecen verse relativizadas por otros juicios extraídos de una más cuidada pormenorización investigadora de la vida y la obra de Sor Juana. Aludo, evidentemente, no sólo al espléndido trabajo ya citado de Karl Vossler (verdadero revulsivo en el conocimiento profundo del espíritu gnoseológico de Sor Juana), donde se afirma que el poema fue concebido cuando la escritora «de treinta y cinco a cuarenta años de edad», sino -sobre todo- a ese magistral ensayo de adentramiento en una alma compleja y varia como lo es el ya clásico trabajo de Octavio Paz sobre las «trampas de la fe» que constituyen la biografía heterodoxa de Sor Juana. Pues bien, para el también poeta mejicano, el texto -tras su documentación cabal y minuciosa debió de ser escrito alrededor de 1685, es decir cuando la poetisa rondaba la «cuarentena»6.

Si tenemos, pues, en cuenta que Sor Inés moría en 1695 (a los cuarenta y cuatro años de edad) y a ello añadimos las harto conocidas noticias de su precocidad intelectual, así como su «profundo sentido crítico»7, el corolario no resulta de arduo discernimiento: el poema fue, evidentemente, creado en una etapa de plena madurez mental a lo cual se corresponde de modo perfecto, la ya declarada naturaleza especulativa del mismo o, dicho de otro modo, la impronta filosófica que, en un sentido muy determinado de «búsqueda», nos revelan sus versos. Sin entrar, de momento, en la consideración de las direcciones intelectivas presupuestas en el mismo8, me interesa en este punto abogar una vez más por su definición a luz de unas estrictas coordenadas poético-filosóficas donde el Sueño de Sor Juana cobra auténtico relieve distintivo, merced a su peculiaridad de «texto como discernimiento», tan esencial para la localización de dicha corriente literaria, cuyas más hondas raíces nos trasladan al período «logístico» de la filosofía presocrática, con su desmantelamiento de la cosmovisión mítica como única posibilidad de acceso al misterio por medio de la razón. Me permito, dentro de esta «entrada en materia» hermenéutica reconocer, como antecedente «modal» de esta formulación lírico racionalista, la deuda que la extensa silva de Sor Juana posee con el no menos monumental -aunque sí más didáctico y ortodoxo en lo relativo a la formulación de una determinada doctrina filosófica- poema de aquel cantor de epicureísmo atomista que fue Tito Lucrecio, allá por el siglo I antes de nuestra era, con su extraordinaria composición De rerum natura.

Existe, al menos, un aspecto concreto que sanciona el establecimiento de esta en apariencia, extraña asociación textual. Como es bien sabido, el extenso poema del escritor latino pretende analizar la totalidad de la experiencia vital del mundo y del hombre a la luz de los postulados de un materialismo unificador del conjunto de las realidades existentes en la naturaleza, de modo tal que, como con singular acierto evidenció el filósofo y también poeta de origen español, George Santayana, la comprobación inicial «del cambio y de la repetición» llevada a cabo por Lucrecio, dio de inmediato origen en su «sistema» poético «a una gran idea, acaso la mejor idea que se le haya ocurrido a la humanidad». La razón de ser de dicha intelección constituyó, desde la perspectiva de Santayana «la inspiración capital de Lucrecio», consistente, en última instancia, «en afirmar que todo lo que observamos a nuestro alrededor, así como nosotros mismos no es otra cosa sino formas pasajeras de un sustancia permanente»9.

Infiriendo de todo ello que tal como dictamina el propio Santayana, Lucrecio forja una de las más singulares y diáfanas imágenes que del «poeta filósofo» nos arroja nuestra tradición cultural de Occidente, resulta curioso comprobar cómo, desde una posición intelectual y gnoseológica distinta, su texto coincidirá con ciertas descripciones versales del poema de Sor Juana en lo tocante al proceso -fundamental en la silva mexicana- de la formación «fisiológica» del «sueño» que en el texto de Sor Juana será el cimiento para la posterior caracterización del peculiar «viaje de anábasis» experimentado por el alma durante el lapso temporal en que transita libre mientras descansa y duerme el cuerpo. Lo que, dicho con palabras luminosas de José Gaos, viene a configurar la verdadera entraña del poema, es decir, «el sueño de un sueño»10.

Cotejemos los fragmentos aludidos:


El sueño viene cuando el alimento
llega a descomponerse por los miembros;
y alguna de sus parte sale fuera,
y otra se junta más y se condensa
en lo interior del cuerpo; se desatan
y se aflojan entonces ya los miembros;
pues debemos al alma el sentimiento
de que no puede el sueño despojarnos,
sin que entonces nos fuera perturbada
y echada fuera el alma, aunque no toda,
pues yacería el cuerpo rodeado
con el eterno frío de la muerte:
[...] Después de la comida viene el sueño,
porque el efecto que produce el aire,
ese mismo produce el alimento
cuando se va escondiendo por las venas
y aquel es mucho más profundo
que se sigue a la hartura, o la fatiga,
[...] Y aquello en que más uno se ha ocupado,
y en las cosas que más se ha detenido
y en que más atención hubiese puesto,
eso mismo en los sueños nos parece
hacer por lo común [...]



(Lucrecio, De rerum natura)11.


El alma, pues, suspensa,
del exterior gobierno [...]
solamente dispensa
remota, si del todo separada
no, a los de muerte temporal o presos
lánguidos miembros, sosegados huesos
los gajes del humor vegetativo,
el cuerpo siendo, en sosegada calma
un cadáver con alma, [...]
ésta, pues, si no fragua de Vulcano
templada hoguera del calor humano
al cerebro enviaba
húmedos, más no tan claros, los vapores
de los atemperados cuatro humores
que con ellos no sólo se empeñaba
los simulacros que la estimativa
dio a la imaginativa
y aquésta, por custodia más segura
en forma ya más pura,
entregó a la memoria que oficiosa;
grabó tenaz y guarda cuidadosa,
sino que daban a la fantasía
lugar de que formase
imágenes diversas [...]



(Sor Juana, “Primero Sueño”)12.

Como cabe deducir, tanto en los versos de Lucrecio como en la intrincada silva de Sor Juana, se concibe la formación de las imágenes oníricas en virtud de un desarrollo interno del organismo que viene a determinarse en los efectos soporíferos de la digestión: de forma directa en el latino («Después de la comida viene el sueño») y oblicua y sesgadamente en el lenguaje metafórico-cultista de Sor Juana (el estómago como «fragua de Vulcano» y «templada hoguera del calor humano»). Así mismo, ambos autores coinciden en la resolución somática de dicho proceso. En sendos casos, la llegada del sueño implica un estado de disociación con respecto a la ósmosis cuerpo-alma por cuanto esta última se ve impelida en cierto modo hacia su liberación temporal (huyendo sin las cadenas de su «cárcel estrecha») de tal manera que para Lucrecio, fiel a su didáctico y lineal razonamiento, es en el sueño «echada fuera el alma, aunque no toda / pues yacería el cuerpo rodeado /con el eterno frío de la muerte». Por su parte -y no menos testimonial en relación a los imperativos estéticos de su contexto histórico- recurre Sor Juana a esa rotunda y, ¿por qué no?, expresionista imagen en que el cuerpo es convertido, con el «sueño» como «sosegada calma», en un «cadáver con alma».

En todo caso, el contrapunto textual ilumina un aspecto de central importancia en esta argumentación: se trata de la filiación «científica» que -declarada y básica en la creación lucreciana- redunda en el postulado según el cual el Sueño de Sor Juana es cifra de la aspiración personal más distintiva en su propio universo humanístico: la actividad heurística como aventura existencial. Búsqueda en cuyo desvelamiento teleológico hemos de alcanzar precisamente el ámbito total de la «ciencia», entendiendo por tal el conjunto de las doctrinas en que el saber humano del Seiscientos queda cifrado y dividido. Sor Juana, por tanto, representaría el máximo modelo de la existencia de una denodada búsqueda de los «vestigios» en el territorio feraz e ilimitado del conocimiento, pues, como afirma el encendido elogio de Alfonso Reyes, pertenece la escritora al gremio de cuantos emprendieron la «investigación del yo solitario enfrentado con el universo, de que han dado ejemplo los Robinsones Metafísicos, desde Aben-Tofail hasta el “criticón” de Gracián, pasando por el “Discurso cartesiano”»13.

E imagen y alto paradigma de este heroico empeño es, sin duda, su poema el Sueño, donde da rienda textual Sor Juana al dibujo de su propia geografía intelectiva, así como el discernimiento de su historia mental y discursiva: «Lo que sí es verdad que no negaré [...] que desde que me rayó por primera vez la luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas represiones -que he tenido muchas- ni propias reflejas -que he hecho no pocas-, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mi»14.




ArribaAbajo- II -

Entre las redes del relativismo


Pues bien, una vez indagado el carácter especulativo del poema así como su posición central en el seno de la personalidad literaria y humanística de Sor Juana, volvamos al punto o planteamiento inicial de este trabajo que pretendía introducir la modalidad reflexiva del Sueño en las redes de ese concepto que responde a la denominación genérica del «relativismo». Y aquí se presenta un nuevo escollo en cuanto a la discriminación exacta de su contenido semántico, ya que el término aducido puede responder a varias concepciones o referencias teoréticas. ¿En qué sentido, pues, se alude aquí a la «noción relativista»?

Hablar, en principio, de relativismo parece equivaler a una determinada opción filosófica, según la cual al pensamiento humano le es vedada la posibilidad de acceso a realidades cognoscitivas de entidad absoluta o, lo que es análogo, nuestra razón no está dotada de manera suficiente para el pleno abordaje de lo que cabría denominar como «verdades esenciales», habiéndose de resignar al hallazgo de nociones solamente definitivas o verdaderas «en relación» a ciertos elementos funcionales. Surge así, según estas premisas, una imagen del conocimiento humano que habría de situarse en un esquema de coordenadas donde la «verificación» podría sancionarse siempre que el pensamiento se ciñera a su ya delimitado campo de actuación y teniendo, por tanto, como condición inapelable la imposibilidad de verificaciones extrínsecas a dicho campo o esquema.

Como doctrina epistemológica, este «relativismo» hunde sus raíces en el dominio de la metafísica, pero, con el tiempo, extiende sus facultades aplicativas hacia otras parcelas fronterizas del espectro científico y, por supuesto, campa con libertad inusitada en los siempre inextricables ámbitos de la moral y espiritualidad religiosa (cf. F. Nietzsche). «En la periferia de la historia de la filosofía moderna -refiere Richard Rorty abonando esta “doctrina”-, aparecen figuras que sin llegar a formar una “tradición”, se parecen entre sí por su desconfianza ante la idea de que la esencia del hombre sea la de un conocedor de esencias. Pertenecen a esta categoría Goethe, Kierkegaard, Santayana, William James, Dewey, el segundo Wittgenstein, y el segundo Heidegger. [...] Han mantenido con vida la sensación historicista de que la “superstición” de este siglo ha sido el triunfo de la razón del pasado siglo, así como la sensación relativista de que el último vocabulario, tomado del descubrimiento científico más reciente, quizá no expresa representaciones privilegiadas de las esencias, sino que sea simplemente uno más del posible número infinito de vocabulario en que se puede describir el mundo»15... con la cual, en definitiva, no viene sino a corroborarse un concepción «historicista» y, por tanto, inmanentista y contingente de la verdad, desterrada del espacio sacro y ejemplar de las «mayúsculas»16.

Pero existe, simultáneo a este concepto «doctrinal» del relativismo, otro modo de aproximación semántica del término, consistente en la defensa de la mentalidad relativa, más que como corriente o método escolástico, como actitud humana distintiva y secular, como consideración fecunda o como intuición reveladora. Y así, mientras el relativismo ortodoxamente asumido puede derivar, paradójicamente, en una radicalización absoluta del mismo (lo único absoluto, según esto serían las nociones relativas), la «actitud» relativista propone una flexibilización tolerante por cuanto remite a la consecución de conocimientos válidos (ya que no absolutamente verdaderos). Entendido, pues, como tendencia intelectiva, el relativismo incorpora al pensamiento una fecunda vía de escape al dogmatismo y al asentamiento en posiciones férreas e inmutables.

Pensemos, por un momento, en la fertilidad que esta actitud comporta en la articulación de las ideas directrices de nuestra cultura occidental. Pensemos, por ejemplo, en personalidades tan decisivas para la formación de nuestra tradición intelectual como Michel de Montaigne, quien, por medio del «ensayo» (una de las más felices formas de pensar relativista) señalaba en el siglo XVI a través de un claro y sano juicio, «que condenar así resueltamente algo como falso e imposible es arrogarse el privilegio de Dios y del poder de nuestra naturaleza; y que no hay mayor mal en el mundo que remitimos a nuestra capacidad e inteligencia», o cuando declaraba al referirse a aquellos bárbaros «caníbales» del todavía utópico e ignoto «nuevo mundo» americano, «que nada bárbaro o salvaje hay en aquella nación, según lo que me han contado, sino que cada cual considera bárbaro lo que no pertenece a sus costumbres», pareciendo en suma «que no tenemos más punto de vista sobre la verdad y la razón que el modelo, la idea de las opiniones y usos del país en el que estamos»17. Y pensemos, por último y analógicamente, en la no menos peculiar figura del médico-filósofo Thomas Browne, cuya pauta reflexiva dibuja el autorretrato espiritual en su magnífica Religio medici (de 1643, el siglo de Sor Juana): «Respecto a mi conducta es como la del sol con todos los hombres, y con amistosa mirada hacia los buenos y hacia los malos. [...] No hay mente humana de temperamento tan discordante y desafinado como que una disposición melodiosa no pueda arrancarle armonía [...]. Pues así es también en la naturaleza. Los mayores bálsamos yacen envueltos en los cuerpos corrosivos más poderosos...»18.

Arribamos, de la mano de tan lúcidos y perspicaces pensadores, a una noción del relativismo como tendencia o actitud de la razón ante el fracaso o decadencia de los modelos fijos o estancos. No en vano el Renacimiento había implicado la insurrección del movimiento. La Tierra se ha «liberado» al fin de su estatismo en virtud de la sabia intuición copernicana. Un nuevo continente ha desvelado «otras» formas de manifestación inconcebibles para el hombre de Occidente. En el siglo XVII, Descartes inaugura el método filosófico «moderno» al cifrar los resortes de la intelección en la sustancia pensante interior al sujeto, donde las dudas nos acechan y las sombras del error tientan sigilosas. Su contemporáneo Gianbattista Vico sienta las bases de una «ciencia nueva» que trunca la linealidad falaz de la historia. Los empiristas ingleses vindican la relación de nuestros juicios con nuestros sentidos y nuestras percepciones y se instauran, al cabo, los cimientos de una edad moderna sustentada en la eficacia de la «crítica».

¿Habremos, por tanto, de sustraernos a la oposición tajante que establecía Ortega entre «relativismo» y «racionalismo», estableciendo tan sólo una acepción doctrinal de aquél como «una de las más típicas emanaciones del siglo XIX» y reduciendo así sus amplias connotaciones al foro limitado del «escepticismo» (como también quería Ortega)19, o podremos abogar por la actitud que, indudablemente, posibilitó al menos una de las vías más directas y libres para el desarrollo y el tránsito franco del propio racionalismo?

Aboguemos, ahora, por esta segunda posibilidad y entendamos que con ella se ejercita -sin dictados del programa o de la escuela- una encomiable y digna actitud del hombre ante la vida. Afín a pensadores, científicos y poetas. La actitud de quien, como Sor Juana Inés de la Cruz, acusó la enfermedad de «mucha ciencia» reductora del saber y aun dañina del vivir, al entender que «la» Verdad era las verdades y que los sueños nos arrojan esa forma superior de conocer nuestra ignorancia:


Todo el mundo es opiniones
de pareceres varios,
que lo que uno es negro
el otro piensa que es blanco.
A unos sirve de atractivo
lo que otro concibe enfado;
y lo que éste por alivio,
aquél tiene por trabajo20.






ArribaAbajo- III -

El relativismo de un «sueño»


Sentadas, por tanto, las bases del relativismo como actitud intelectiva cifrada en la tensión de un pensamiento incapaz de proponer razones que concluyan en verdades absolutas e inmutables, cabe, al fin, establecer las vías por donde el discurso lírico de Sor Juana -circunscrito ahora a este texto axial en su producción histórica y en su condición humanística- remita a su reconocimiento distintivo. Resulta sintomático, a este respecto, comprobar cómo en las aportaciones más singulares a la bibliografía del poema se han propuesto ciertas tesis aproximativas, aunque no del todo idénticas, a la idea vertebral que estas páginas arrojan.

Si huimos, ya de entrada, de aquellas interpretaciones «cerradas» o «absolutistas» del texto, basadas en su presunta consideración didáctico-moralizadora, que pretenden hallar en su médula ideológica el rechazo a toda posibilidad del conocimiento humano como efecto de la impotencia aprehensiva que determina el fracaso del alma en su viaje hacia el hallazgo totalizador de la experiencia gnoseológica, nos situaremos, sin duda, entonces en los umbrales de una exégesis textual más coherente con la personalidad especulativa de su enigmática y sutil autora21. Amparados en estas premisas, son reveladoras ciertas aproximaciones al texto como la tantas veces aducida teoría prerromántica aportada por Octavio Paz, según quien el Sueño introduce la tensión subjetiva del «yo» frente al universo (con sus derivaciones paradójicas y contradictorias), característica del sujeto poético que se perfila en la lírica moderna y contemporánea, o la también lúcida y destacable valoración de Elías L. Rivers fundamentada en la noción asimismo «revolucionaria» (dentro, claro está, del universo poético en que Sor Juana acomete su versificación) de la «ambigüedad» ideológica, pues -como el propio autor señala literalmente- la escritora ha llegado al descubrimiento de «un mundo ambiguo del conocimiento humano, el cual vacila primero entre el intuicionismo platónico y el discursivismo aristotélico, y luego, dentro del sistema aristotélico-escolástico, vacila entre un optimismo y un pesimismo que se influyen mutuamente»22.

En esta misma línea de argumentación teórica cabe situar, al cabo, la propuesta que este trabajo considera. El aparente anacronismo referente a la aplicación del calificativo «relativista» a una personalidad intelectual del siglo XVII puede quedar minimizada si, por un lado, rechazamos de entrada la determinación excluyente del término en un sentido escolástico y refrendamos, por contra, su calidad universal como actitud o disposición ante la vida y ante las capacidades aprehensivas de la mente humana. Pero también es posible reducir el susodicho anacronismo con el argumento que nos brinda la propia mentalidad innovadora y, en cierto modo, anticipatoria de la autora que nos ocupa, cualidad subrayada y puesta en tantas ocasiones de relieve por los estudios más propiamente historicistas de su figura. Pensemos en la contribución del historiador Mario Hernández Sánchez-Barba, quien inserta la figura de Sor Juana en el seno de la, por él llamada, «primera generación hispanoamericana [...] que se plantea la realidad vital e intelectual, desde una instancia básicamente crítica» y «que protesta contra la aceptación de los valores convenidos» confiriendo para la poetisa el estatuto de proclamadora tenaz de una, hasta entonces insospechada en América, «libertad intelectual» así como la de una «autonomía ideológica» que, si bien «no consiguió alcanzar un nivel de ruptura en su época», ha podido ser reconocida y valorada en toda su vasta y profunda dimensión desde nuestro siglo XX y, más concretamente, «a partir del proceso de reconsideración de la cultura nacional promovido con motivo de la revolución mexicana»23.

Así pues, si procedemos a comparar el texto lírico de Sor Juana con una obra literaria escrita en su mismo siglo (aunque, bien es cieno, a comienzos del mismo) como El viaje del alma, «representación moral» o auto sacramental en un acto -el primero de los escritos por Lope de Vega, al decir de Federico Carlos Sáinz de Robles, «y uno de los más bellos»- resulta significativo comprobar la distancia que media entre un texto todavía anclado en la estética y la mentalidad alegórica medievalizante (en el «auto» de Lope) y la expresión de signo intelectual y «abierto» a la consideración de un orden nuevo en el espacio de la propia «psique» humana: la relativización de la Verdad sobre el conocimiento, habiendo en ambos casos un eje temático común en tomo al que giran sendas composiciones: el alma en su viaje desligada de las férreas ataduras corporales:


ALMA.- Mi Memoria y Voluntad,
llegada es la ocasión
de mi nueva embarcación
a la gloriosa ciudad
de la celestial Sión.
Ya es el tiempo de embarcar,
porque es forzoso pasar
por la patria esclarecida
el mar de la humana vida
que es un profundo mar.
[...]
Que aunque aquí soplen los vientos
de los propios movimientos
y inclinaciones humanas,
no han de ir nuestras velas vanas
de soberbios pensamientos.



(Lope de Vega, El viaje del alma)24.


La cual, en tanto, toda convertida
a su intelectual ser y esencia bella
aquélla contemplaba,
participada de alto ser, centellea
que con similitud en sí gozaba;
y juzgándose casi dividida
de aquella que impedida
siempre la tiene, corporal cadena
que grosera embaraza y torpe impide
el vuelo intelectual con que ya mide
la cuantidad inmensa de la esfera
ya el curso considera
regular, con que giran desiguales
los cuerpos celestiales [...]



(Sor Juana, Primero Sueño)25.

En cierto modo, la peculiaridad de las cosmovisiones distintivas de ambos textos estriba, desde un punto de vista simbólico, en la naturaleza de los «viajes» emprendidos por el alma en cada uno de ellos. Y así, si el «auto» alegórico del «Fénix» nos presenta el proceso anímico como «embarcación» marítima, el viaje del alma versificada por la «Décima musa» se localiza en el ámbito del aire como «vuelo» ingrávido y etéreo. Esto implica ya, por tanto, un cierto componente de «modernidad» por parte de Sor Juana, ya que si el agua simboliza la fuente de la vida, la purificación y la posibilidad abierta a lo regenerativo, el aire viene a representar el espacio de la espiritualización26. Por ello, mientras que el agua se inscribe en el orden de los procesos de regeneración moral (bautismo, Aqueronte, las «barcas» literarias que nos conducen a los espacios de ultratumba, como las célebres de Gil Vicente), el aire connota liberación, desasimiento, elevación y verticalidad.

Comprobemos, en este sentido, cómo el eje geométrico que vertebra el texto de Sor Juana es, precisamente, de signo vertical: desde el primer verso con la alusión directa a las pirámides como manifestaciones físicas de esa sombra que «de la tierra / nacida» encaminaba al cielo «de vanos obeliscos punta altiva», hasta imágenes recurrentes en la línea versal que vienen a trazar ese «topos» de elevación y descenso: «los del monte senos escondidos, / cóncavos de peñascos mal formados» (vv. 97-98); «el vuelo intelectual» (vv. 301); «la eminente / cumbre de un monte a quien el mismo Atlante [...] enano obedecía» (vv. 309-310 y 312); el monte «Olimpo» (v. 313); «las nubes» (v. 317); «el veloz vuelo / del águila-que puntas hace al cielo / y al sol bebe sus rayos» (vv. 331-332); de nuevo las dos pirámides de Menfis, creciendo con disminución progresiva de su materia (vv. 340-358 y vv. 400-411); la «blasfema altiva torre» de Babel (v. 414); la alusión mitológica a la «necia experiencia» de Icaro (v. 467); el «eje» en que «estriba / la máquina voluble de la esfera» terráquea (vv. 485-487); las «velas» del alma-bajel (v. 560)27; la «escala» del procedimiento mental de abstracción aristotélico en el hallazgo de los «universales» (vv. 587 y ss.); la metáfora neoplatónica del hombre como «bisagra» intermediaria entre naturalezas puras y materiales (vv. 659 y ss.); el «descenso» -también vertical- de Proserpina a las «cavernas pavorosas» de Plutón (vv. 716-720); la polémica referencia a Faetón, «auriga altivo del ardiente carro» (vv. 786-810); la «llama» del calor humano (v. 832) y, entre otras muchas, la final presencia de las «líneas» luminosas del sol.

Cabe, siguiendo este proceso, especular acerca de la posible interrelación semántica que alienta entre el plano geométrico (la dimensión de verticalidad recién analizada) y el contenido ético subyacente en la comprensión del texto. Aludo con ello a la polaridad interpretativa anteriormente comentada: si aceptásemos, pues, que el movimiento espacial preeminente en el desarrollo del poema es el que sigue un eje vertical (ascensión en el sueño y subsiguiente «caída» del alma incapaz de abordar el universo como objeto de comprehensión), no resultaría en exceso descabellada su «lectura» didáctico-moralizadora, sustentada en el concepto religioso de prohibición ante la ensoberbecida actitud del hombre que interrogare los frutos del árbol de la ciencia. Atisbando desde el vértice piramidal (otra manifestación geométrica de la verticalidad recurrente) y «haciendo cumbre de su propio vuelo», reconocería el sujeto poético del texto la inanidad de su empeño por conocer (Icaro con las alas derretidas, Faetón con los caballos desbocados) y retrocedería en línea descendente hacía el punto de partida, a resultas de la propia gravidez de su «torpeza»; es decir, de su aventura.

Pero, ante este argumento que parece desprenderse de la propia sustancia «visual» de los versos, habría que contraponer, nuevamente, un criterio reductor del presunto programatismo moralizante que este enfoque analítico apareja. Y ello atendiendo de igual manera al esqueleto geométrico del poema. Pues si el componente vertical nos determina hacia una comprensión didáctica y barroca, ¿cómo olvidar que el Primero sueño dibuja el propio movimiento giratorio de la Tierra y que en dicho giro se revela el signo de lo circular, en cuya sola remisión, puede, en fin, desvanecerse la «intolerancia» lineal de las verticalidades?

Es por tanto, según creo, en la tercera y última sección versal del Primero sueño (vv. 887-975), desde la incorporación del motivo astronómico de la nueva aparición de los primeros rayos solares con los que el «sueño» ha concluido y el alma se dispone a «despertar», donde el término aplicado de «relativismo» cobra un sentido más pleno y se alcanza con ello la unificación semántica del texto. Un motivo anterior ha preludiado, sin embargo, esta «clausura». Me refiero a la atracción poética del «veneno» como antídoto médico que ha introducido la autora a partir del verso 519, como una muy sui generis digresión en que propone cierta comparación de signo fisiológico como emblema del proceso de retrotraimiento experimentado por el alma en su primera pretensión por alcanzar la comprensión de la «inmensa muchedumbre» en que se compone la Creación en tanto Totalidad. Recordemos el pasaje: los «intelectuales bellos ojos» del alma han intentado captar su infinito objeto de visión; sin embargo, aunque «la vista» ha querido «dar señas de posible» realización de tamaña empresa, no así «la comprehensión» intuitivo-platónica, que «entorpecida» ha retrocedido «cobarde» y, a resultas, «por mirarlo todo, nada vía / ni discernir podía» (vv. 440-481).

El arte lírico de Sor Juana intercala, en este punto, una de sus más sabias modalidades expresivas: la «discursividad» comparativa. Y así, un proceso similar al referido sobre el alma, es detectable, según la voz poética, tras una «diurna oscuridad», cuando «la sobra de luz» introduce una paradójica ceguera en los ojos que estaban habituados a las sombras y a la ausencia del color. La «mano» de quien se ha visto así asaltado por esa repentina aparición de luz doliente, ha celado momentáneamente los ojos para dosificar en la retina el ataque imprevisto de la luz y permitir, de ese modo, la visión del entorno súbitamente iluminado (observemos: la luz «ciega», primer rasgo relativista). Mas, no contenta aún con este discurso que pretende compararse así con la inminente reacción retroactiva del alma (como la mano que retrae la luz cegadora a la mirada oscurecida), va a suponer la voz poética otro paréntesis digresivo: dicho «recurso» natural o «innata ciencia» es, a su vez, equiparable a la paradoja del veneno: la mano que parece ocultar la excesiva luz, en realidad está haciendo posible la visión progresiva.

No de otra forma actúa el «mortífero veneno» cuando consigue inmunizar al organismo contra alguna infección nociva operando «en bien proporcionadas cantidades / escrupulosamente regulando / las ocultas nocivas cualidades». De donde se infiere (argumentación silogística aplicada al lenguaje poético) que la «apolínea ciencia» nos ofrece un paradigma insólito y fecundo del relativismo más acendrado: el uso del «mal» con finalidades beneficiosas. Los conceptos parecen, pues, despojarse de su entidad semántica absoluta. La ética abre continuas brechas a la «moral» canonizada... y es la «moderna» Sor Juana quien se convierte (como Montaigne o Browne) en la «musa» de una actitud «contemporánea», mediante -caso insólito- el vehículo de la poesía: «¡que así del mal el bien tal vez se saca!» (vv. 495-539)28.




Arriba- IV -

Y giran sombras y moral


Pues bien, este anticipo de una actitud relativista ante la realidad intelectual es el que, en suma, termina construyendo, a mi juicio, la arquitectura semántica del poema, si nos detenemos en la interpretación de la anteriormente aludida última sección versal del mismo. En ella, presenta la voz poética la conclusión del viaje anímico durante el sueño mediante un sutil procedimiento de progresión que se materializa en el momento -a su vez cambiante y sucesivo- del alba como expresión natural de la iluminación paulatina del mundo. Los versos distribuyen magistralmente esta experiencia de tensión auroral en un conjunto coherente de secciones presentadas sin solución de continuidad, que parten de la primera aparición del «padre de la luz ardiente» (el primer rayo solar) hasta el momento mágico del «despertar» donde no sólo el mundo sino el propio sujeto poético amanecen a la revelación de su naturaleza gnoseológica: «el mundo iluminado, y yo despierta»; verso-broche o epifonema que significa, según la lectura de Sáinz de Medrano, una propuesta de racionalidad, como único punto de partida para la aventura del conocimiento29.

Entre tales manifestaciones extremas del amanecer (vv. 887 y 975, respectivamente), se desarrolla el susodicho espectáculo de modificación paulatina cuyo establecimiento se determina en estos «pasos»:

1) Expresión alegórica: combate entre las fuerzas de la luz y las tenebrosas (vv. 887-933).

2) Expresión «fugada»: la noche y su ejército huyen ante las acometidas y los embates del sol. La «fuga» implica un orden, una armonía y, consecuentemente con los conocimientos enciclopédicos de Sor Juana, una forma musical determinada (vv. 934-942).

3) Expresión del «desconcierto»: aparente triunfo de la luz; las sombras huyen atropelladas y carentes ya de toda posible armonía (vv. 943-958).

4) Expresión final del relativismo: ¿implica ese proceso una aventura cerrada y absoluta o es más bien cifra de un procedimiento «natural» que implica lo reiterativo, lo recursivo, lo cíclico y, en fin, la infinitud característica de toda concepción relativista?

Analicemos someramente este desarrollo: el alegorismo del primer segmento propone un eje de oposiciones en apariencia irreductibles y absolutas; las metáforas extraídas del campo semántico «bélico» contribuyen a fomentar esta contraposición: «la bella esposa» del «viejo Tithón», la Aurora, es atraída cual «amazona de luces mil vestida» y dispuesta para un combate cruento y fatal contra la «tirana usurpadora / del imperio del día», armada, a su vez, con «negro laurel» y «cetro pavoroso». Por su parte, el «planeta fogoso» dirige y organiza estratégicamente el ejército de luces «reclutando» las «bisoñas vislumbres» como vanguardia armada y reservando «las más robustas, veteranas lumbres / para la retaguardia». Toda esta red de referencia metafórica instituye una auténtica alegoría final: las primeras luces, como «estandarte luminoso» de las cohortes matutinas, llevan aparejadas, como sonora alianza los «suaves / si bélicos clarines de las aves» y, al fin, consiguen infligir «heridas» y «tajos claros» en la «funesta capa» de la usurpadora reina de la noche30.

El movimiento de retirada dibujado por éste se caracteriza por un mismo sentido progresivo, expresado versalmente mediante dos momentos sucesivos: en un primer instante reactivo, la noche y sus aliados se dan a una fuga que cabría denominar de naturaleza «musical», es decir, un curioso contrapunto entre la poco melodiosa «bocina ronca» de su voz sombría, y las cromáticas superposiciones melódicas de la luz, todo lo cual impone en el cielo un pentagrama pictórico basado, todavía, en el imperativo de la pauta como retirada «en orden». Entre tanto, el «giro» del sol no ha permanecido inactivo y ha guiado su carrera de modo tal que su aparición impone inexorablemente esos «mil multiplicados / mil veces puntos», en cuanto expresión positiva de sus rayos, y es puntualizada por la voz poética mediante la curiosa inferencia del verbo «esculpir», que propone un sentido extático del arte, frente al dinamismo etéreo de la música. Solo así la fuga «ordenada» se trueca desbandada «presurosa», concebida «sin concierto», es decir, sin posibilidad de contrapunto ni de armonía. Las fuerzas del día han parecido, pues, derrotar definitivas al «ejército de las sombras» que «desbaratado» y «acosado / de la luz» se desmantela y pulveriza «sin orden ya». Y es, precisamente, en este punto donde se revela el carácter moderno y relativista del poema de modo definitivo. También Octavio Paz ha señalado este carácter móvil y cambiante de la mentalidad humana en que gravita esta creación poética: «Brota el sol. Las imágenes se disuelven. El conocimiento es un sueño. Pero la victoria del sol es parcial y cíclica. Triunfa en medio mundo, es vencido en el otro medio [...] Allá otras almas sueñan el sueño de Sor Juana [...]. El universo que nos revela el poema es ambivalente [...]. Cada afirmación lleva en sí su negación»31.

En efecto. Pero esta aseveración, ¿no contribuye finalmente a establecer la naturaleza relativista del «sueño» de Sor Juana? Observemos, en este sentido, cómo la observación acertadísima de Octavio Paz viene prefigurada en el poema por los primeros versos de esta tercera y última sección que tan fecunda introspección posibilita:


En tanto el padre de la luz ardiente,
de acercarse al oriente
ya el término prefijo conocía
y al antípoda opuesto despedía
con trasmontantes rayos:
que -de su luz en trémulos desmayos-
en el punto hace mismo su occidente,
que nuestro oriente ilustra luminoso



(vv. 887-894).

Destaquemos estos versos: «en el punto hace mismo su occidente / que nuestro oriente ilustra luminoso». O, dicho con otros términos: el occidente y el oriente son dos conceptos relativos al curso del Sol (en relación, claro está, al de la Tierra), y la llegada de la luz no es sólo fracaso de las sombras sino también su triunfo en el contrario hemisferio, es decir, en «las antípodas». Oriente y Occidente parecen pues coincidir e identificarse finalmente, ratificando con ello la superación de la linealidad (y, con ella, el eje vertical) del texto en esta referencia al círculo. No solamente se ha evidenciado el curso de 180º del Sol (y de la Tierra) en doce horas, sino que ese movimiento implica la circularidad del infinito: la luz supone otras sombras y la noche ha consentido las «contrarias» luces merced a un eje que mantiene y ratifica la naturaleza esférica de la Tierra. Los versos conclusivos del poema recogen y exaltan este principio científico y moderno: la lucha ha sido inane y aparente, pues «en su mismo despeño recobrada» y «esforzando el aliento en la ruina» (como antaño Faetón), la noche ha conseguido «mirarse coronada» con rebeldía «en la mitad del globo que ha dejado / el sol desamparada».

El despertar en el alma del mundo (en medio mundo) iluminado es paralelo en el tiempo a la irrupción de una nueva (¿una misma?) «piramidal, funesta de la tierra / nacida sombra» con que se iniciaba el poema. El principio y el fin son relativos. También lo son el dormir y el despertar, como el amanecer y los ocasos. Todo depende del punto de mira, del lugar de contemplación. El signo de circularidad, ¿no presagia en cierto modo «la noche cíclica» de Borges con los arduos alumnos pitagóricos que regresan sin cesar y sin cesar han regresado? El alma vuelve a su prisión. Pero la importancia del conocimiento no es transmutable en mera negatividad, pues conocer (¡hermosa conclusión de Sor Juana!) también es acto pasajero, mutable, circular y relativo.

Luces y sombras se alternan, y la aventura del «no saber», como la propia aventura de la poesía, es la convicción de nuestro genuino conocimiento: hermoso en su torpeza y en su parcialidad. Y así, tal como el Adriano de Marguerite Yourcenar, para quien la noche siria de la iniciación en Eleusis reveló su «parte consciente de inmortalidad»32, para Sor Juana Inés de la Cruz, «la peor de todas» las hermanas del convento en su grandeza y armonía33, esa «luz más cierta» y «juiciosa» que propicia el aparente triunfo del color con su «distributivo orden» no supuso un guiño amargo de desaliento, sino más bien el heroico gesto de arrancar una verdad convicta al alma humana merced al cauce de la lírica. Verdad, en tanto imagen y esencias relativas.







 
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