Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo

- XV -

El paño de lágrimas


El pobre Cleto andaba, andaba, calle arriba y calle abajo; del Paredón al portal, del portal al Paredón, diciéndose al comienzo de cada subida: «De esta vez entro»; y llegaba junto a la puerta y no entraba..., y vuelta hacia el Paredón, y siempre con aquel clavo roñoso adentro, que se le hundía en lo más dolorido del pecho a cada paso que daba. Y aquel clavo era Muergo y el considerar que si había de echarle de la bodega para siempre a fuerza de bofetadas, con lo necio y lo forzudo que el monstruo era, ya tenía campaña para rato; y si, al fin de ella, suponiendo que la campaña tuviera fin, resultaba que le cerraban la puerta a él por lo mismo que había tratado de barrerla de aquel modo, ¡lucida era la recompensa que obtenía por su empeño! ¡Si él tuviera amigos a quienes pedir un consejo! ¡Personas de formalidad y de palabra, que le creyeran todo lo que él les contara de aquellas cosas que sentía despierto y soñando, a modo de «jirvor» que le salía de la entraña, y rompía como una mar del Noroeste, tan pronto contra la tapa de los sesos como contra las paredes del arca, en cuanto ponía los pensamientos en Sotileza... (y no la apartaba un punto de su memoria); y aquel cosquilleo que le entraba con sólo pensar en lo que él sería, arrimado para siempre a la bodega, y lo que temía llegar a ser si, después de haber conocido cosa mejor, no le sacaban pronto del quinto piso, o no se resolvía a tirarse una noche por el balcón abajo! Bien apurada la materia, él no podía vivir sin lo uno ni con lo otro. Se acordó de Andrés, en cuya influencia entre las gentes de la bodega había pensado también otras veces para salir de sus ahogos; pero Andrés era protector de Muergo, y no se prestaría a ayudarle en un empeño que perjudicaba a aquel animalote. Ir derechamente con sus cuitas a los interesados en ellas, era aventurarse demasiado, porque, tras de no conocer bien las intenciones de aquellas gentes, él fiaba poco en la torpeza de su palabra y en la cortedad de su genio para pintar a lo vivo las «rompientes» consabidas de sus «jirvores», y la fuerza y significación de los otros cosquilleos que le atormentaban. Y así discurriendo, andaba ya, sin darse de ello la menor cuenta, calle de Rúa-Mayor abajo; y llegó a la Pescadería, desierta a aquella hora, y continuó hacia la Ribera..., y allí se encontró, tope a tope, con el padre Apolinar. ¡Nadie como aquel buen señor para oírle con caridad y apuntarle con un buen consejo!

Le detuvo, saludándole gorro en mano, y le suplicó que le escuchara dos palabras que tenía que decirle.

-Si no son más que dos -díjole el fraile, al cabo de un rato que invirtió en recoger con las manos, puestas de canto sobre las cejas, la luz del farol más próximo, para conocer con sus ojos enfermos al suplicante-, ya me las estás diciendo. Si son muchas, ve soltándolas según andemos, o dímelas en llegando a casa, porque estoy muy de prisa y no puedo perder el tiempo en la calle...

-Pus le diré en casa lo que tengo que decirle -contestó Cleto virando de bordo y poniéndose al costado del fraile.

Éste vivía a la sazón en una de las casitas bajas de la Alameda de Becedo; de modo que, siguiéndole los pasos, tuvo Cleto que atravesar la ciudad por la cuesta de la Ribera y calle de San Francisco; precisamente la arteria más llena de los jugos vitales del Santander de entonces. Marejadas de señorío y tiendas y más tiendas llenas de cosas y de luz, a babor y a estribor. Cleto no recordaba haber pasado por allí en todos los días de su vida, y tanto le sorprendieron el ruido y las maravillas del cuadro, que a pique estuvo de olvidar con ellos sus «jirvores» y hormigueos.

-Hay que hacerse a todo, Cleto, a todo, a todo, hijo, a todo -decíale el padre Apolinar, reparando cómo se embobaba el mozo con lo que iba contemplando, y cómo tropezaba con los transeúntes-. Pero sois bonitos de mar, y en cuanto salís a tierra y os veis entre gentes racionales y de mundo, ya os falta la respiración. Y lo peor es que esto se pega, porque has de saberte que si vivo un año más en aquella escalera de la calle de la Mar, con ser quien soy y con tratar a tantos terrestres como yo he tratado siempre, salgo, cuerno, tan tonina como vosotros. ¡Mira que solamente con aquellas crías que me mandaban a casa para escamarlas siquiera lo mayor, había para perder el modo de hablar! No es decir esto que yo los haya abandonado, que a mi casa van algunas todavía, y no van más, porque les parece largo el camino, si es que no les espanta como a ti. Pero siquiera se ventilan un poco en él, y cuando llegan a mí, ya no huelen tan mal. También los tengo terrestres, que hijos de Dios son como cualquiera y tan necesitados, como los más perdidos, del pan de la inteligencia y de la palabra divina. ¡Cuerno, qué peces hay entre ellos! Pero, con todo, hombre, yo no he tenido discípulo ni espero tenerle, por mucho que viva, tan sucio ni tan feo ni tan torpe como ese Muergo...

Esta palabra sacó instantáneamente al hijo de Mocejón del atolondramiento en que iba sumido. Estremeciéndose todo, echó un terno de los más redondos y sintiéndose poseído, repleto, de todos los resquemores que de ordinario le consumían, dijo con nerviosa vehemencia:

-Vamos a rema ligera, pae Polinar, pa que alleguemos cuanti más antes.

-¿Qué te ha dado tan de pronto, recuerno?

-Esas pampurrias, ¡paño!, que me anadan en la bodega.

Poco después, alumbrados malamente por la luz de una cerilla que echó; pae Polinar, subían ambos la escalera de la casa de éste, les abría la puerta la vieja ama de gobierno del exclaustrado, y, por último, se encerraban en un mezquino gabinete, sobre cuya mesa, bien conocida del lector, comenzaba a lucir, ensanchándose y alzándose poco a poco, la llama perezosa de un cabo de vela, embutido en una palmatoria, también inventariada más atrás.

Al hallarnos nuevamente con el padre Apolinar, y después de examinarle un instante de pies a cabeza, bien pudiéramos decir que no pasaba día por él. La misma cara y los propios hábitos; ni una arruga ni una costra más, ni un lamparón ni un recosido menos. El mismo pae Polinar de siempre, con sus párpados en carne viva, su cabeza gacha y sus talares transparentes y resobados.

-Mira, hijo, mira, ¡mira si tienes ojos para ver! -exclamó de pronto el fraile, apuntándole con el gesto unos libracos y unos papelotes que había sobre una mesa, por tener ocupadas las manos en quitarse la teja y el manteo-. Míralo y dime si pae Polinar, con esta tarea entre manos, tendrá tiempo de sobra para andarse de pingo por las calles.

Y como Cleto le miraba en demanda de una explicación más comprensible, añadió el exclaustrado:

-Eso es canela, hijo...; digo, canela, no, mejor es rescoldo que me consume el discurso y la salud y la poca vista que me queda. Porque has de saberte ahora que esto es un sermón que se me ha encargado para el día de los santos Mártires, en la capilla de Miranda... ¡El día de la fiesta del Cabildo de Abajo!... ¡Como quien no dice nada!... ¡Échame allí señores de Ayuntamiento, todos los mareantes y medio Santander, con la boca abierta, escuchando al padre Apolinar! ¿Te parece que es esto para que uno se duerma y se vaya a aquella cátedra con lo que salga a la buena de Dios?

Ocurriósele a Cleto contar por los dedos el tiempo que faltaba hasta el 30 de agosto; vio que era mes y medio bien cumplido, y así se lo dijo al fraile.

El cual se volvió rápidamente hacia el sencillote mozo (pues andaba pasando la manga de su chaqueta al pelo del sombrero, para atusarle un poco antes de ponerle sobre la cama), y le habló así:

-Echa tres..., que más de otro tanto de lo que falta llevo sobre esta mesa, dale que le das a libros y tintero... Echa cuatro, que bien pueden echarse. ¿Y qué? ¿Te parece a ti que escribir un sermón para los Mártires es añadir un pernal a un aparejo? ¡Aquí se ven los hombres, Cleto! ¡Aquí sudan el quilo los más guapos..., los más guapos, rejinojo! Y si algún predicador te dice otra cosa distinta, no te dice la verdad, ¡cuerno! ¡Buen chanfaina de predicador estaría él! ¡Bueno, bueno, bueno de veras! En fin, ya lo verás tú ese día, si vas por la ermita.

-¡Yo! -exclamó Cleto con el más sincero de los asombros-. ¡Como no vaiga yo a eso!...

-Es verdad, que tú eres del Cabildo de Arriba... Pero otros del de Abajo me oirán, y ya llegarás a saber si aquello que yo les diga se aprende en un par de meses... ¡Vaya con estos muchachos que nacen enseñados y con la palabra de Dios, verbum Dei, entre los labios!... Y ahora dime: ¿qué tripa se te ha roto? ¿Qué me quieres? ¿Por qué me buscas, et quare conturbas me?

Cleto, que estaba de prisa, no hizo esperar mucho la respuesta, si respuesta puede llamarse aquella marejada de sonidos guturales, de frases oscuras y descosidas, de interjecciones fulminantes, restregones de pies, bamboleos de espaldas y cabeza y crujidos de la silla.

-Bueno está todo eso -dijo el padre Apolinar, hombre muy ducho en descifrar tan rara especie de enigmas-. Pero ¿por qué me lo cuentas a mí?

-Pus pa que me dé un consejo, y si es caso, arrime el hombro también -respondió Cleto.

-¡Claro! -repuso el fraile retorciéndose dentro de sus ropas-. Esa ya me la temía yo aquí..., en cuanto rompiste a hablar..., en cuanto te sentaste en esa silla..., en cuanto me paraste en la Ribera, ¡cuerno!... Además, eso que te pasa tenía que suceder, porque la mano de Dios alcanza a todas partes, y la que se hace se paga, y en teniendo vosotros algo que pagar, ya estoy yo, como el otro que dice, aflojando la peseta. ¡Recuerno con la lotería! Y dime, zoquete de jinojo, ¿por qué asomaste tú la jeta en aquella casa? ¿Qué falta hacías allí?

-Ella me pegó un botón una vez.

-Ya, ya; ya me has enterado de ello, con todo lo que se siguió a esa pegadura; pero después, cuando viste lo que te pasaba por adentro, ¿por qué no hiciste bota arriba a la banda? Porque yo, al hallarte en la bodega alguna de las veces que he ido por allá, siempre entendí que no se trataba más, por tu parte, que de echar un párrafo y una punta, para pasar aquel rato de menos en tu casa.

-Así fue al escomienzo; pero endimpués... ¡Paño!... ¿No le he dicho ya cómo me iba entrando, entrando ello solo?

-¡Pues entonces, Cleto, entonces debió ser la retirada, sabiendo, como sabes, que entre el quinto piso y la bodega no puede haber amaños ni conciertos!... Pero, vamos a ver, ¿sabe ella algo de lo que te pasa por los adentros?

-Yo no se lo he dicho.

-¿Lo sabe Mechelín?

-Ni jota.

-¿Lo sabe su mujer?

-Lo mesmo que el marido.

-¿Qué tal cara te ponen?

-Los viejos, tal cual; ella... me paice que no tan güena... ¡Paño! Mejor se la pone a Muergo, y esto es lo que me desguarne.

-Y, en vista de lo que me dices, ¿qué quieres que haga yo?

-Darme un consejo.

-¿Para qué?

-Pa dir endimpués a decirla, como usté sabe decirlo, que me quiero casar con ella.

-¡Baldragazas! Pues si das por sentado que hemos de acabar por ahí, ¿para qué quieres el consejo?

-Creo que pa na. Lo otro es lo que va usté a hacer, y en el aire.

-¡Un galernazo que te barra! ¿Sabes tú lo que me pides? ¿Sabes quién es tu padre?

-Por demás.

-¿Sabes quién es tu madre?

-Mejor entodía.

-¿Sabes quién es tu hermana?

-¡Mal rayo la parta!

-¿Sabes lo que hicieron una vez conmigo?

-Sí que lo sé.

-¿Sabes que hoy es el día en que no me atrevo a poner los pies en la calle Alta si las columbro en el balcón, y que en dos ocasiones, por no haberlas distinguido bien, me dieron una corrida en pelo a todo lo largo de la acera?

-Así lo oí endimpués.

-¿Sabes que antes de verte casado con esa muchacha, serían capaces de prender fuego a la bodega, y a la casa, y a todos los de la vecindad?

-Por falta de mala entraña, no quedaría.

-Y sabiendo todas esas cosas, Cleto de los demonios, ¿me quieres meter a mí en la danza? ¿No me ves ya en el martirio? ¿No me ves atenaceado, con la saliva en la cara, las hieles en la boca y en tiras las carnes y el pellejo? ¡Cuerno, o tú me quieres mal, o no estás en tus cabales!

-¡Paño! Pero si usté se cierra a la banda, ¿qué voy a hacer yo?

-Y a mí, ¿qué me cuentas de eso? ¿Te ha parido el padre Apolinar, por si acaso? ¿Te debe el pan que come? ¿Los hábitos que viste?... ¡Nada, hijo!..., ¡lo de siempre! Los jolgorios y los tragos dulces, para vosotros solitos, y en cuanto hay una desazón o una descalabradura, a buscarme a mí para que os quite el hipo u os ponga la venda. Esas canonjías me regalaréis. ¡Suerte de las personas, ¡cuerno!; ¡suerte, y no más que suerte! Verdad que ése es mi deber, si bien se mira... Pero también es cierto que los deberes se han de cumplir con su cuenta y razón, y esto que ahora se me pide es mucho más de lo regular, y no lo haré, y no, y no. ¿Lo quieres más claro todavía, Cleto?

Cleto bamboleó la cabeza, se levantó perezosamente de la silla, dio algunas vueltas al gorro entre sus manos y murmuró sordamente palabras incomprensibles. De pronto enderezóse iracundo, y dijo al padre Apolinar, que se paseaba por la estancia:

-No sé lo que haré por mí solo en lo tocante al caso de ella; pero lo que es él, lo que es Muergo, pae Polinar, si a pura morrá no acaba, ha de fenecer de otro modo, u se me aparta de allí.

-Hombre -respondió el fraile cuadrándose delante de Cleto-, si no fuera pecado mortal, te diría que puede que hicieras una obra de caridad... ¡Ave María Purísima! ¡Qué barbaridades se le escapan a uno con estas marimorenas! No hagas caso, Cleto; no hagas caso de estos dichos al tunturuntún... ¡Pero vosotros tenéis la culpa, cuerno!... Conque vete, vete poco a poco; no tomes esas cosas tan a pechos; cálmate, duerme..., si tienes en dónde; observa por la buena, déjate de ese animal, que ningún daño puede hacerte en lo que temes; perdónale... ¡Y quién sabe hombre, quién sabe! Por lo más oscuro amanece; y, en fin, ya me daré yo unas vueltas por allá; iré palpando el terreno, y, según yo le vea..., con prudencia, se entiende, ¡con mucha prudencia!, te avisaré cuando deba avisarte. Y tú, entretanto, la lengua y las manos quietas; mucho ojo a mí, ¡mucho ojo!, y por el cariz que yo presente y el que vayas viendo en la bodega, y algo que yo te apunte cuando deba apuntártelo... ¡Ea!, ya te he dicho bastante. Ahora vete, y déjame trabajar un poco, que bastante tiempo he perdido para lo que vamos ganando, ¡cuerno!

Salió Cleto algo más animado, pero no satisfecho, y se arrimó el fraile a la mesa. Sentóse, y mientras desdoblaba su manuscrito, después de haberle sacado de las entrañas de uno de los libracos, murmuraba:

-¡Con estos entretenimientos y estas preparaciones, haga usted cosa de sustancia; busque latines al caso y emperejile discursos que aturdan a los oyentes!

Después limpió la pluma de ave en la pechera de la sotana, probó el temple de sus puntos sobre la uña del pulgar de la mano izquierda, hizo una pantalla con los libros puestos de canto, para defender sus ojos de los rayos directos de la luz...

Y se le presentó delante el ama de gobierno para decirle:

-Ahí está la mujer de Capuchín, el de Prado de Viñas.

-¿Y qué se le pudre a la mujer de Capuchín? -contestó el fraile.

-Que tiene el marido mucho peor.

-Pues que se lo cuente al médico, ¡jinojo!

-Ya se lo ha contado, señor, y por eso viene aquí.

-Mejor hiciera entonces en ir a la botica.

-¡Así tuviera con qué, la probe!

-¡Y será capaz de venir a que se lo dé yo!

-Una limosna pide.

-¡Pues a buena puerta llama! Pidiérala yo, Ramona, si no fuera por la vergüenza, ¡cuerno!

-Lo peor de todo es que en aquella casa no hay con qué dar una taza de caldo al enfermo... ¡Ni una miga de pan, señor!...

-¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!... ¡y tiene tres hijos y la mujer, y se cae de hombre de bien!...

Y mientras exclamaba así el bueno de pae Polinar, palpábase los bolsillos y hundía las manos después en el cajón de la mesa.

-Pero ¿qué jinojos ha de haber aquí? -murmuraba, sin dejar de palpar a tientas-. ¡Si, por no tener, ni siquiera tiene cerradura muchos años hace!... Nada, Ramona, nada... ¡nada! Dile a esa infeliz que perdone por Dios, que yo no puedo socorrerla.

-Pues ¿y el duro de esta mañana? -se atrevió a preguntarle la sirvienta.

-¿Qué duro, mujer de Dios?

-El de la misa de don Andrés.

-Sí... échale un galgo.

-¡Desde esta mañana acá!

-«¡Desde esta mañana acá!...» ¡Qué cosas tienes! ¿Cuánto tiempo había de durarme?... Pues hasta que me lo pidieran. Me lo pidieron esta tarde en cuanto salí de casa, y me quedé sin él. ¡Cuerno!, me parece que la cosa no puede ser más natural ni más corriente.

Íbase ya la criada con el triste recado para la mujer de Capuchín, y de pronto la llamó el fraile.

-Oye, Ramona -le dijo-, antes que te vayas, y por lo que sea: ¿qué tenemos para cenar?

-Para usté, carne con patatas.

-¡Cómo «para usted»!... ¿Y para ti?

-Para mí, hay cuatro sardinas.

-¿Y desde cuándo acá hay manjares distintos para nosotros?

-Es tan poca la carne que no alcanza para los dos.

-Conque poca... Y ¿qué tal está?, ¿qué tal está, con esas patatitas?

-A medio hacer todavía, señor.

-A medio hacer, a medio hacer... ¡Vea usted, qué jinojo!... Pues mira, tráete ahora mismo esa carne, según esté, con puchero y todo...

-Pero, señor, si...

-Que te lo traigas, ¡cuerno!

Salió la vieja Ramona, y volvió en el aire con un puchero humeante entre las manos, envuelto en una rodilla sucia.

Pae Polinar le acercó a sus narices; sorbió con ansias aquellos vapores suculentos y olorosos; y apartando en seguida el puchero lejos de sí, como quien huye de una mala tentación, dijo a su criada:

-¡Bueno, bueno, bueno de veras va el guisado éste!... Pero como yo no tengo grandes ganas que digamos, dásele a la mujer de Capuchín para que le despachen en su casa como Dios les dé a entender.

Tras algunos reparos infructuosos, fuese la criada dispuesta a cumplir el mandato de su amo; el cual, asomando la cabeza fuera del gabinete, la gritó:

-Pero dile que me devuelva la servilleta... si no les hace mucha falta.

Luego se volvió a su sillón y a sus papeles, murmurando mientras los manoseaba:

-Cabalmente, he leído yo, no sé dónde, que para conservar la salud mientras se hacen trabajos de tanto empeño como estos que yo traigo entre manos, no hay nada mejor que meterse en la cama con hambre. Pues lo que toca a la mía de esta noche, es de órdago... ¡de órdago! ¡Cuerno, si lo es!




ArribaAbajo

- XVI -

Un día de pesca


Andrés madrugó al día siguiente más que el sol, y fue a la misa primera que decía en San Francisco el padre Apolinar para los pescadores de la calle Alta. Muergo, que había ido a llamarle, llevaba los aparejos y la cesta con las provisiones de boca para todo el día; provisiones que la capitana había preparado por la noche, según lo tenía por costumbre cada vez que su hijo iba de pesca. ¡Era de oír a la mujer de don Pedro Colindres cuando, delante de su hijo, acomodaba en la cesta cada cosa!

-Dos, cuatro, siete..., diez... Una docena justa de huevos duros te he puesto. ¿Tendréis bastante? En este envoltorio de papel van rajas de merluza frita: dos libras y media. Por supuesto, que si dejas meter las manazas a esa gente, no te queda a ti para probarla... ¡No comieran rejones atravesados! ¡Hijo, yo no sé cuándo has de perder esa condenada afición tan peligrosa! Y todo, para venir abrasado del sol y del viento, y apestando la casa a esas inmundicias...; y lo peor es que el mejor día, si no te quedas allá, coges un tabardillo que te lleva... Vamos, no te amosques, que por tu bien te lo digo... Aquí va una empanada de jamón con pollo... Éstas son salchichas..., tres docenas. Procura que se harten con ellas esos hambrones, para que te quede a ti más de lo otro. Para cinco he puesto. Si no son más, porque a ti se te pega siempre medio Cabildo, que coman clavos o que se arreglen con lo que haya. ¡Dará gusto ver a tu amigo Muergo chuparse los dedazos y relamerse los hocicos de cerdo!... ¡Buena educación y buenos modales aprenderás a su lado! ¡Hijo, qué gustos más arrastrados tienes, y qué rabia me da no poder arrancártelos de cuajo!... Pero la culpa la tiene tu padre, que te los consiente, si es que no te los aplaude. ¡Sí, sí, Andrés! ¡Te lo digo como lo siento!; y tienes que oírmelo, porque eso es lo menos a que estás obligado... Una ración buena de pasta de guayaba, para ti solo; medio queso de Flandes y dos libras de galletas dulces, para todos... Seis libras de pan... ¿Cuántas botellas de vino pongo? ¿Tendréis bastante con cuatro? Vamos, te pondré seis; porque esa gente ¡tiene un saque!... La servilleta fina. ¡Cuidado con que les consientas limpiarse las manazas con ella! Para eso van estas dos rodillas grandes. El vaso para ti... y otro para ellos. Tenedores, cuchillos... Fortuna que la cesta no es chica, que si no... Ya estás aviado de lo principal... Sobre la cama te pondré el vestido de mar y el abrigo, por si el Nordeste refresca... ¡Y por el amor de Dios, hijo mío!, no salgas muy afuera ni vuelvas tarde; ¡porque tú no sabes lo que yo me consumo pensando en lo que podrá sucederte! ¡Qué misa de tres se va a cantar en San Francisco el día en que esa condenada afición se te acabe... y vayan las cosas por donde deban ir!

Andrés, al salir de misa, vio que también la habían oído Mechelín y Sotileza; lo cual le demostró que los dos iban a ser de la partida. Había acontecido esto en varias ocasiones, porque Sotileza se perecía por ello; y como no gustaba de otras diversiones y en su casa la mimaban en extremo, y Andrés, cuando fue consultado sobre el particular, despachó la pretensión encareciendo mucho lo que le complacía, no puso tía Sidora otro estorbo a los deseos de la hermosa muchacha que la condición de que, por el bien parecer, no fuera nunca a esos holgorios sin la compañía de tío Mechelín. Desde entonces, siempre que la salud de éste le permitía ir en su barco a pescar con Andrés, les acompañó Sotileza.

¡Qué ganas se le pasaban a Cleto de echar un memorial al campechano mozo para que se le diera una plaza en la barquía en la que iban tantas cosas que le arrastraban a él hacia allá! Por de pronto, Sotileza, que era, como quien dice, su propia entraña; después, Muergo, que no merecía ni debía ir solo tan cerca de quien iba; y, por último, aquella pitanza, tan abundante y sabrosa, que llevaba Andrés para regodearse todos al mediodía. Y su memorial hubiera sido bien despachado, seguramente; y lo fío yo con los propósitos que tuvo Andrés, en una ocasión, de anticiparse a los deseos de Cleto. Pero a Cleto le detenían las mismas razones que expuso a Andrés tía Sidora para que no intentara llevarle consigo en la barquía, lo más odiado en casa de Mocejón de todo lo perteneciente a la bodega, donde había tantas cosas aborrecibles para las mujeres del quinto piso. Cleto no tenía agallas bastantes para arrostrar las tempestades domésticas que le aguardaban, sentándose a remar en la barquía de su vecino, ni éste ni la gente de su casa querían tener con las de arriba más pleitos que los pendientes... ¡que no eran pocos!

Por eso Cleto no acompañaba a Andrés en la barquía de tío Mechelín, y se conformaba con ver, desde lejos, embarcarse a los expedicionarios cuando Sotileza iba entre ellos.

-Por suerte, va Andrés con ella -exclamaba para sí en tales casos, si Muergo se embarcaba también.

Y eso mismo hizo y dijo en aquel día de fiesta, encaramado en lo alto del Paredón, mientras se embarcaban el viejo Mechelín, Muergo, Cole y Sotileza, cuando empezaba el sol a dorar los contornos del hermoso panorama de la bahía, y a saltar la luz en manojos de centellas al quebrarse en el terso cristal de las aguas. Reinaba en la naturaleza una calma absoluta y algo bochornosa, y había nubes purpúreas sobre el horizonte, alrededor del astro.

Aunque se izó la vela, fue por entonces inútil, por falta de aire. Muergo y Cole armaron los remos; tío Mechelín, a proa, armó también el suyo, porque no dijeran que ya no servía el pobre hombre para nada; y buscando la contracorriente, porque la marea empezaba a apuntar en aquel instante, bogaron hacia la boca del puerto.

Andrés y Sotileza, sentados a popa, disponían y encarnaban los aparejos entre dichos harto inocentes y alegres carcajadas. Porque es de advertirse que Sotileza, tan sobria de frases y de sonrisas en tierra, era animadísima en estos lances de la mar; y como hacía mucho tiempo ya que Andrés no seguía aquel sistema de disimulos a que espontáneamente se condenó, porque fue persuadiéndose poco a poco de que era innecesario, puesto que nadie se acordaría de los motivos que se le aconsejaron, no desperdiciaba estas y otras prodigalidades que de vez en cuando brindaba a su genio retozón y alegre el más retraído y seco de su amiga.

Esta, con todos sus andariveles domingueros, no valía tanto, aunque ella creía lo contrario, como en sus cortos y escasos trapillos domésticos; pero, no obstante, iba muy guapa en la barquía, con su pañuelo de seda encarnado encima del negro y ceñido jubón; su saya azul oscura; bien calzada, y con el profuso moño y la mitad de su cabeza ocultos por el gracioso pañuelo a la cofia.

Muergo se sentaba dos bancos más a proa que ella, y estribaba en el inmediato con sus piezazos negros y callosos. Cubría su torso hercúleo una ceñida y vieja camiseta blanca con rayas azules; y estos colores daban extraordinario realce al bronceado matiz de su pellejo reluciente. La sonrisa estúpida de siempre se dibujaba entre las dos cordilleras de sus labios, y a través de los mechones de greña que colgaban frente abajo, fulguraban los cruzados rayos de sus ojos bizcos.

Andrés se complacía en cotejar las frescas, finas y juveniles facciones de la linda muchacha, con los detalles de la cabezona del remero. Admirando estaba mentalmente el contraste que formaban las dos caras, cuando le dijo Sotileza al oído:

-¡Nunca le he visto más feo que hoy!

-¡Muy feo está! -respondió Andrés coincidiendo con Sotileza en un mismo pensamiento.

-¡Da gusto mirarle! -añadió la muchacha, con expresión codiciosa, hundiendo al mismo tiempo toda la fuerza de su mirada en las tenebrosas escabrosidades de la cara de Muergo.

Éste sintió la puñalada de luz en lo más hondo de sí mismo; conmovióse todo; relinchó como un potro cerril, y cargándose sobre el remo con todos sus bríos bestiales, dio tal estropada, cogiendo a Cole descuidado, que torció el rumbo de la barquía.

En la cara de Sotileza brilló entonces algo como relámpago de vanidad satisfecha, y al mismo tiempo se oyó la voz de Mechelín, que gritaba desde proa, detrás de la vela desmayada y lacia:

-¿Qué haces, animal?

-Na que le importe -respondió Muergo, relinchando otra vez.

En esto Andrés y Sotileza largaron los respectivos aparejos, cada cual por su banda; y cuando la barquía llegaba al promontorio de San Martín, ya había embarcado en ella más de dos libras de pescado entre panchos, mules y llubinas, trabados a la cacea.

Allí comenzaba verdaderamente la diversión proyectada.

Se bajó la inútil vela, y Andrés y Sotileza, a barco parado, echaron la primera calada debajo del Castillo; porque junto a las rocas y en lo más hondo es donde se pescan los durdos, las jarguetas y otros peces de estimación.

Después pasaron a la isla de la Torre, y luego a la playa de enfrente, porque los barbos prefieren los fondos arenosos; y más tarde, a la Peña Horadada; y así, de peñasco en peñasco, de playa en playa, pescando lo que se trataba, más porredanas, panchos y julias de manto negro, que los barbos que apetecían los pescadores, llegaron éstos, en virtud de que la mar estaba como un espejo, a la isla de Mouro, no sin que Mechelín, siguiendo la diaria costumbre de los patrones de lancha, dijera descubriéndose la cabeza en el momento de salir del puerto: «Alabado sea Dios», y rezara y mandara rezar un Credo. Sotileza, que jamás había salido mar afuera, comenzó a sentir los efectos de la casi invisible, pero constante, ondulación de las aguas.

A causa de este percance inesperado, volvió la barquía al puerto, ante cuya boca exclamó Mechelín, observando también en ello otra costumbre jamás quebrantada por los patrones en casos tales:

-¡Jesús, y adentro!

Después de rebasar del Promontorio, se prepararon las guadañetas; y dejándose llevar de la corriente la barquía, se dio principio a la pesca, o más bien al robo de los maganos.

Sotileza, aunque tenía un arte admirable para agitar con la blandura y tacto necesarios dentro del agua aquel manojo de alfileres con las puntas vueltas hacia arriba, carecía de práctica en la manera de embarcar el magano trabado sin que el chorro de tinta negra que éste larga en cuanto se siente fuera de su natural elemento, se estrelle contra el mismo pescador o los que se hallen cerca de él. Así fue que con el primer magano que trabó en su guadañeta, puso a Andrés lo mismo que si le hubieran zambullido en un tintero. Mordíase Sotileza los labios, por no reírse con el lance, que, por de pronto, arrancó a Andrés una interjección algo fuerte; y acabó por reír como una loca, cuando Andrés, pasada la primera impresión, tomó también el caso a risa. Entonces Muergo, que los miraba sin pestañear, descansando de codos sobre el ocioso remo, exclamó de pronto, al calar otra vez la muchacha su guadañeta:

-¡Puño! ¡Ahora pa mí, Sotileza!... ¡Échame toa la tinta de ese que pesques, en metá de la cara!... ¡Ju, ju, ju!

Sotileza le respondió con una mirada en que iba escrita la intención de echarle encima lo más que pudiera; y Muergo, dejando el remo, se plantó a su lado dispuesto a recibirlo. Pero salió el magano, soltó la tinta, y fue ésta a parar a la pechera de Cole, que no lo deseaba ni en nada se metía.

-¡Güena suerte tenéis! -rugió Muergo contrariado.

Mas no había acabado de decirlo, cuando ya tenía en su caraza toda la pringue del magano que acababa de sacar Andrés.

-¡No es lo mismo uno que otro, puño! -exclamaba Muergo escupiendo tinta y echando el busto fuera del carel para lavarse la cara, en la cual apenas se distinguían las manchas negras.

En éstas y otras corrió el tiempo hasta más del mediodía: la marea estaba bajando, el calor sofocaba, y venían del Sur unas bocanadas de aire tibio que rizaban apenas la superficie de la bahía, a la vez que iban sus aguas tomando un tinte azul muy intenso.

-A comer -dijo de pronto Andrés.

-¿En ónde? -preguntó tío Mechelín.

-Donde siempre: en la arboleda de Ambojo.

-Algo lejos está -replicó el marinero-. ¿Se ha hecho usté cargo de que ya apunta el Sur, con trazas de apretar recio?

-Y eso ¿qué? -observó Andrés-. ¿Ya no hay agallas para tan poco?

-Por usté lo digo, don Andrés, y por esa muchacha, que se pueden calar algo los vestidos; que lo que toca a mí, sin cuidao me tienen estas chanfainas de badía... ¡Isa, Cole!

Y Cole, ayudado de Muergo, izó otra vez la vela, que se agitó en el aire hasta que, atesada su escota por Andrés, que también cogió la caña, quedó tersa e inmóvil, mientras la barquía comenzaba a deslizarse lentamente, porque el viento era escaso, con la proa puesta a los pies del Alisas.

Media hora después llegaba a la costa en cuya demanda iba. El viento había arreciado un poco; y como la playa es llana, la resaca la invadía un buen trecho entre el arenal descubierto y el punto en que de intenso embarrancó la barquía. Cuestión de descalzarse para saltar a tierra quien no tuviera en sus piernas el brío necesario para salvar el obstáculo de un solo brinco, o dejarse sacar los más escrupulosos en brazos del más forzado y menos aprensivo.

Por de pronto, se convino en que Cole se quedara al cuidado de la barquía para que no llegara a vararse por completo, lo cual acontecía si se tardaba mucho en resolver el punto referente al modo de desembarcar sus tripulantes y pasajeros; y sacó Andrés para él, del cesto de las provisiones, abundante ración de cuanto había. Mechelín, en gracia de sus achaques, consintió en que Muergo cargara con él hasta dejarle en seco; y mientras andaba Andrés empeñado en hacer otro tanto con Sotileza, que prefería descalzarse y ya se disponía a hacerlo, volvió Muergo del arenal, la agarró de la cintura y cargó con ella, que se dejó llevar, muerta de risa, en tanto Andrés saltaba, de un brinco prodigioso, desde el carel de la barquía a la parte enjuta de la playa, en cuyas arenas hundió los pies hasta el tobillo.

Y Muergo, que le precedía más de dos brazas, seguía corriendo sin soltar la carga, que antes parecía darle fuerzas que consumírselas; y casi tocaban ya los primeros cantos de las veredas que arrancaban de aquellos límites del arenal, y aún no daba señales de posar a la gentil moza, que, entre risas y denuestos, le machacaba la cara y le tiraba de la greña.

-¡Déjala ya, animal! -le gritó Andrés.

-¡Suéltala, piazo de bestia! -repitió tío Mechelín.

Como si callaran. Muergo corría y corría, y parecía dispuesto a no dejarla hasta la arboleda misma, a cuya sombra deseaba Andrés que se comiera.

Viendo trepar a aquel monstruo greñudo y cobrizo por los ásperos callejos y entre las matas de escajo, oprimiendo entre sus brazos nervudos las ricas formas de la garrida callealtera, había que pensar en Polifemo robando a Galatea, o siquiera en Cuasimodo corriendo a esconder a la Esmeralda en los laberintos de su campanario.

Al fin, volvió solo, echando chispas por los ojos bizcos, y agitándose en derredor de su cabezota, al impulso del viento, los mechones retorcidos de su greña montuna.

Tío Mechelín le maltrató de palabra por aquella acción que tan mal parecería a los que no conocieran el juicio de la honradísima muchacha, y Andrés también le echó un trepe gordo. Muergo no hizo caso maldito de las durezas de su tío; pero a Andrés le soltó al oído estas palabras mientras se restregaba las manos y escondía en lo más hondo de los respectivos lagrimales todo lo negro de sus ojos:

-¡Puño, qué gusto dan estas cosas!

A lo que respondió el mozo largándole un puntapié por la popa, de tal modo, que le apartó de sí más de dos varas.

Muergo recibió el agasajo con un estremecimiento bestial, dos zancadas al aire y un relincho.

Después cogió la cesta de las provisiones y una gran jarra vacía que llevaba tío Mechelín, y siguieron todos hacia la arboleda, a cuya entrada aguardaba Sotileza, mientras Cole, después de haber desatracado la barquía, no sin mucho esfuerzo, y de haberse fondeado con el rizón donde no corría peligro de vararse otra vez, daba comienzo a su particular banquete, al suave arrullo de la resaca y al dulce balanceo de la barquía sobre los blandos lomos del oleaje que el viento agitaba lentamente.

¡Sabrosísima, y bien glosada además, fue la comida de los cuatro comensales de la arboleda! Y por lo que toca a Muergo, hubo que ponerle a raya, según costumbre, porque no tenía calo, particularmente en el beber. Andrés y Sotileza apenas bebían otra cosa que el agua fresca que se había traído del manantial cercano; y, por acuerdo de ambos, se guardó de todo lo mejor que se comía una buena ración para tía Sidora, con harta pesadumbre de Muergo, que hubiera devorado también las rebañaduras. Tío Mechelín agradeció en el alma esta cariñosa atención consagrada a su mujer, como en otros lances idénticos; y con este motivo, amén de sentirse él bien confortado y bajo el saludable influjo de la amenidad del sitio, y de las caricias del aire, despertósele aquella locuacidad tan suya, que sólo la tiranía de los años y de los achaques había sido capaz de ir adormeciendo poco a poco, y empezó a entonar panegíricos de su vieja compañera. Cantó, una a una, sus virtudes y sus habilidades; después retrocedió con la memoria a los tiempos de su propia mocedad, y pintó sus castos amores y sus alegres bodas; y en seguida su felicidad de casado y sus desventuras de pescador; y luego sus lances de hombre maduro; y, por último, los achaques de su vejez, sin reparar que desde la mitad de su relato, que fue larguísimo, Muergo roncaba tendido boca arriba y Sotileza y Andrés no le escuchaban, por estar más atentos que a su palabra a las que a media voz y con mucho disimulo se decían mutuamente los dos mozos. El mismo Mechelín se fue rindiendo a los asaltos del sueño, y acabó por tenderse en el suelo y por roncar tan de firme como su sobrino.

Andrés y Sotileza se miraron entonces, sin saber por qué; y quizá sin conocer tampoco la razón de ello, pasearon después la vista en derredor del sitio que ocupaban, y todo lo vieron desierto y sin otros rumores que los que el viento producía entre las ramas de los árboles.

Sotileza, con el bochorno de la tarde y los vapores de la comida, estaba muy encendida de color, y como ya se ha dicho que a merced de tales jolgorios era más animada y habladora que de costumbre, este exceso de animación se revelaba en la luz de sus ojos valientes y en la sonrisa de su boca fresca. Con esto y el fuego de sus mejillas, Andrés la vio, sobre el fondo solitario y arrullador de aquel cuadro, como nunca la había visto. Se acordó, con indignación, de la calumnia de marras; y para enmendarlo, comenzó a convertir en frases terminantes las medias palabras que usó mientras tío Mechelín relataba sus aventuras. Y aquellas frases eran requiebros netos. Y Sotileza, que no los había oído jamás en tales labios, entre la sorpresa que le producían y el efecto de otra especie que le causaban, no acertaba a responder lo que quería. Esta lucha interior le saltaba a la cara en una expresión difícil de interpretar para unos ojos serenos; mas no para los de Andrés, que, ofuscado en aquel instante por los relámpagos de su interna tempestad, todo lo convertía en sustancia. Alucinado así, tomó con su diestra una mano que Sotileza tenía abandonada sobre su falda, y con el brazo izquierdo le ciñó la cintura, mientras su boca murmuraba frases ponderativas y fogosas. La moza entonces, como si se viera enredada en los anillos de una serpiente, deshizo los blandos con que la sujetaba Andrés con una brusca sacudida, lanzando al mismo tiempo sus ojos tales destellos y transformándose la expresión de su cara de tal modo, que Andrés se apartó un gran trecho de ella, y sintió que se le disipaba el entusiasmo, como si acabaran de echarle un jarro de agua por la cabeza abajo.

-Desde ahí -le dijo fieramente la indignada moza-, todo lo que quieras..., no siendo hablarme como me has hablado... No digo de ti, que estás tan alto; pero ni de los de mi parigual debo de oír yo cosa que no pueda decirse delante de ese venturao (y señalaba a tío Mechelín).

Andrés sintió en mitad del pecho la fuerza de esta brusca lección, y respondió a Sotileza:

-Tienes razón que te sobra. He hecho una barbaridad, porque... ¡no sé por qué! Perdónamela.

Pero, aunque así se expresaba, otra le quedaba adentro. En descalabros tales es donde más padece la vanidad de los buenos mozos; y la de Andrés había quedado muy herida, tanto por el descalabro en sí, cuanto por venir éste de mujer que, aun resuelta a rechazarle a él, estaba obligada a hacerlo de otro modo menos brutal; y porque no se compaginaban fácilmente su cruda esquivez con un mozo tan gallardo, y el regocijo con que la esquiva se dejaba llevar poco antes entre los brazos del monstruoso Muergo.

La alusión al pobre y honrado marinero dormido a su lado, también le había llegado al alma, no por inmerecida, sino porque la ocurrencia de Sotileza debió haberla tenido él antes; y así se hubiera evitado que le recordaran los labios de una marinera ruda lo que más le estaba mordiendo la conciencia. En fin, que al verse corrido en aquel trance, obra de las circunstancias, pensaba y sentía lo que sintiera y pensara cualquier nieto de Adán, tan honradote, tan mozo, tan sano y tan irreflexivo como él, en idéntica situación.

En tanto, Sotileza, sin señales ya de su enojo, se puso a levantar manteles y a acomodar en la cesta los avíos y las sobras de la comida. De paso, despertó a los dormidos: al «venturao», sacudiéndole blandamente; y a Muergo arrojándole a la cabeza el agua que había quedado en la jarra. Enderezóse éste lanzando un bramido, mientras se incorporaba el otro bostezando y restregándose los ojos; y como los celajes se oscurecían y el Sur iba apretando, diéronse prisa todos y volvieron a la playa, bien corrida ya la media tarde.

Nadie se había acordado de Cole, el cual, como si contara con ello, se había tendido a dormir, tan guapamente, sobre la vela plegada en el panel de la barquía, en cuyo fondo se zarandeaba, a medio flotar en el agua, de intento vertida allí, la pesca de la mañana. Costó muchas y recias voces desde la playa el trabajo de despertar a Cole; pero al fin despertó: haló el arpón para adentro, y atracó la barquía, que no fue mucho, pues la resaca era mayor que por la mañana, porque el viento era más fuerte y la marea subía ya. Como no era tan fácil saltar desde el arenal al barco como desde el barco al arenal, Andrés no tuvo otro remedio que dejarse embarcar en brazos de Muergo, y resignarse a ver otra vez entre ellos, sin pizca de protesta, a la que tan duras se las había hecho a él por menos estrujones.

Ya todos en la barquía, tío Mechelín reclamó el gobierno de ella para sí, como más viejo en el oficio, y en virtud de «lo que pudiera tomar», porque el viento arreciaba por instantes. Sometióse Andrés, sin réplica, a los mandatos del experto marinero: sentóse éste a proa; agarró la caña, e izada ya la vela, templó la escota a su gusto. Crujió la lona, tersa y sonora como el parche de un pandero, y el barco se puso en rumbo, encabritándose sobre las olas que le batían de proa, como caballo fogoso que encuentra una barrera en su camino. Como era de esperar, la barquía, ciñendo el viento, tumbó sobre el costado y comenzó a navegar de bolina; pero derivaba mucho por ceñir demasiado, y Mechelín remedó la deriva mandando echar la orza a sotavento (una sencilla tabla colgada del carel). Andrés y Sotileza se sentaron en el costado opuesto, para repartir mejor la carga de la barquía, que volaba sobre la hirviente superficie. Embestía las olas con ímpetu loco; y al estrecharse con ellas, embarcaba los chorros de espuma en que las dejaba partidas.

Andrés se había echado su capote impermeable sobre la espalda; pero Sotileza llevaba la suya sin un amparo, porque no había consentido que tío Mechelín, viejo y achacoso, le diera el sueste y el chaquetón embreados con que se cubría para no mojarse, y que a prevención había llevado a la pesca. Los dos marineros mozos no tenían más ropa que la puesta al salir de casa. Así es que, para no calarse ni perderse el vestido bueno, bastante mojado ya, Sotileza no tuvo otro remedio que aceptar el medio capote que con insistencia le ofrecía Andrés.

Viose, pues, la hermosa pareja guarecida bajo una misma envoltura de pocas varas de paño, y muy arropadita por la cabeza y por los costados; porque contra el agua que sin cesar saltaba por aquella banda, toda prevención era poca. Andrés, recordando lo pasado, procuraba molestar a su compañera lo menos que podía; pero dejar de arrimarse a ella por alguna parte le era imposible, porque el capote no daba para tanto lujo.

Muergo y Cole achicaban a cada momento el agua que iba embarcándose. Tío Mechelín no apartaba la vista del rumbo y del aparejo. Y la barquía, volando, atropellaba a las olas, y caía en sus senos, y se alzaba en sus crestas; y a veces, sólo un punto de su quilla tocaba el agua espumosa. Chorros de ellas corrían por las caras de Cole y de Muergo, y los mechones de la greña de éste goteaban como bardal después de la cellisca.

De pronto dijo Andrés a Sotileza, y por lo bajo:

-En este mismo sitio zozobró mi bote una tarde, con un viento como el de hoy.

-¡Vaya un consuelo para mí! -respondió la otra, en la misma tessitura.

-Es que me empeñé yo en tomar todo el viento de costado sin mover la escota... Una barbaridad.

-¿Y cómo salistes?

-Me cogió una lancha que venía detrás, y remolcó también el bote.

Volvieron a callar el uno y la otra, hasta que al hallarse la barquía enfrente de la Monja y próxima a los primeros barcos, volvió a decir Andrés, bajito también:

-Aquí me puso al Céfiro quilla arriba una racha de vendaval.

-¿Y tú? -preguntó Sotileza.

-Yo me aguanté agarrado al bote, hasta que me cogió uno de un barco. Aquel día me vi mal, porque caí debajo; y, además, hacía mucho frío.

-Dos zambullidas... Bastante es para lo mozo que eres.

-Dos, ¿eh? ¡Y también siete llevo ya!... ¡Y ojalá contara hoy la de ocho!

-¡Vaya una intención, Andrés!

-No es tan mala como tú piensas, Sotileza; porque quisiera hallarme en un lance en que dieras a los brazos míos tanto valor... siquiera, como a los de Muergo.

-¡Mira con qué coplas sales!

-¿Te ofendes de ellas también?

-Porque no vienen al caso.

-Pues nunca vendrán mejor.

-Señal de que no están en ley.

En esto les inundó una cascada que saltó a bordo al entrar la barquía en un verdadero callejón de naves fondeadas, donde el viento era más impetuoso y los maretazos más fuertes. Tío Mechelín, en vista de lo que esto prometía para más adelante, propuso a Andrés enmendar el rumbo para desembarcar al socaire del Paredón del Muelle-Anaos, en lugar de seguir hasta el de la calle Alta, como aquél deseaba.

Y así se hizo, con magistral destreza de Mechelín y beneplácito de todos.

Dijo Andrés qué pescado de lo cogido por la mañana quería para su casa y la de don Venancio Liencres, dejando el resto en beneficio del barco; despidióse de todos muy campechano, y de Sotileza entre cariñoso y resentido; y tomó el rumbo de su casa, mientras la gente de la barquía la desvalijaba de todo lo movible y manducable, y después de dejarla bien amarrada, cargaba con ello y se encaminaba a la calle Alta por la de Somorrostro arriba..., seguida, a lo lejos, del taciturno Cleto, que había presenciado, sin ser visto, la atracada y el desembarco, diciendo para las honduras de su bodega:

-Mientras Andrés la ampare, no me importa.




ArribaAbajo

- XVII -

La noche de aquel día


Andrés durmió mal aquella noche, ¡muy mal! En el paso imprudente que había dado en la arboleda de Ambojo, faltó a muchos deberes y cometió muchas inconveniencias a un tiempo. ¡Tantos años corridos en la intimidad de la pobre familia de la bodega! ¡La honrada vanidad que él fundaba en ser el paño de lágrimas de los dos viejos, que le tenían en las mismas entretelas del corazón! ¡Aquella noble confianza con que la hermosa muchacha, desde que fue niña descuidada, venía amparándose de su sombra benéfica, sin recelar del juicio de las gentes, que podía manchar su buena fama, como la habían manchado ya, como seguirían manchándola las mujeres del quinto piso! ¡Y el matrimonio de abajo, y la misma Sotileza, y hasta el huraño de Cleto le querían, le amaban, precisamente por honrado y parcialote; por humilde, por generoso... y porque le creían capaz de partir con ellos el mejor pedazo de pan, y de andar a cachetes en medio de la calle por defender la vida o el buen nombre de todos y cada uno de ellos! ¿Qué diría tía Sidora, qué su marido, si en aquel instante de vértigo le hubieran visto, o sin otros muchos le hubieran leído en la frente ciertos pensamientos que cruzaban rápidos por detrás de ella!... ¿Qué juzgaría el candoroso Cleto si lo sospechara! ¡Cleto, que le había visto tan indignado y tan noble cuando le descubrió las calumnias con que le perseguían las mujeres de su casa!... Y sobre todo, ¿en qué opinión le tendría Sotileza desde que se vio en la dura necesidad de arrojarle de su lado, altiva, dura, indignada, como se arroja lo que ofende, lo que mancha, lo que deshonra! Porque aquellos gestos, aquellos ademanes, aquellas palabras, significaban todo eso, y en manera alguna fueron artimañas femeniles, resistencias de artificios o disfraces de muy distintos propósitos. Aquello había sido una peña de mármol puesta delante de sus ímpetus, para que se estrellaran en ella; una lección terrible. ¡Y se la daba una marinera zafia, a pesar de deberle tantos favores y tantas preferencias! ¡Cuál no sería la magnitud de su imprudencia, y hasta qué extremo no estaría desprestigiado en la consideración de Sotileza!... Y, además, corrido; porque corridos quedan los hombres en esas empresas cuando les salen tan mal como a él le había salido la suya. ¡Si ya que el diablo le tentó, le hubiera ayudado a salir avante, triunfador y airoso!... ¡Pero quedarse sin el botín y con todos los coscorrones de tan inicua batalla!...

En fin, que no se podía vivir con sosiego en la situación en que él tenía las cosas desde la tarde anterior, examinadas serenamente al calorcillo de la almohada. Por tanto, procuraría verse con Sotileza, mano a mano, tan pronto como la ocasión se le presentara; hablaría con ella de lo acontecido, despacio, fría y severamente; echaría la culpa de su desliz a las tentaciones del sitio, a los arrullos del ábrego, al tufillo de la mar..., a cualquier cosa; quizá diera por motivo de su ex abrupto un oculto propósito de poner a prueba las virtudes de la moza... Esto ya lo decidiría él en su hora. Lo importante era quedar como debía y donde debía quedar... Si hablando, hablando, resultaba que su prestigio iba creciendo y agigantándose a los ojos de la buena moza, y que ésta llevaba su admiración hasta el extremo de... ¡Entonces, entonces sería ocasión de que se trocaran los papeles y recibiera Sotileza la lección que le debía!... A menos que la fuerza misma del empeño y lo palmario de la voluntad no le obligaran a ceder. Pero de este modo, ya la cosa era distinta, porque no siendo la culpa suya, él estaba libre de toda responsabilidad.

Y todo esto, con ser tanto, no era lo único que le robaba el sueño. ¡Si cuando las cavilaciones dan en eslabonarse unas con otras!...

En cuanto llegó a su casa de vuelta de la mar, sin responder una palabra a las muchas que le enderezó su madre, entre amorosa y sulfurada, por los riesgos que había corrido, el estado en que le veía, las gentes que le enamoraban, y por otro tanto más, se encerró en su gabinete, se afeitó, se lavoteó a su gusto y se mudó de pies a cabeza con el equipo fresco y dominguero que se halló preparadito al alcance de su mano. Previsiones de la capitana, que adoraba en aquel hijo, tan noblote, tan gallardo, tan hermoso..., ¡pero tan adán!... Si aquella noche no le pasa la revista acostumbrada, se le va a la calle con junquillo y sombrero de copa, pero sin corbata.

-¡Que con la estampa que tienes no te haya dado el Señor, para ser una persona decente, el arte que te ha dado el demonio para aventajar al marinerazo más arlote!

Así le dijo la capitana mientras le hacía el nudo de la corbata, que ella misma le había pasado bajo el cuello de la camisa con la necesaria destreza para no arrugarle. Después, y mientras le estiraba los faldones del levisac, le sentaba los fuelles de la pechera, le pasaba el cepillo sobre los hombros y arreglaba las caídas de las perneras sobre las botas del charol con caña de tafilete encarnado, continuó expresándose de esta manera:

-Si tú fueras otro, no habría necesidad de que tu madre te diera, cada vez que te vistes de señor, un mal rato como éste que estás llevando ahora, pero como eres así tan... Hijo, ¡qué rabia me das algunas veces!... ¡Deseando estoy que tu padre acabe de llegar de su viaje y comience a cumplirnos la palabra de no volver a embarcarse jamás!... ¡A ver si, con mil diablos, teniéndote más a la vista, consigue lo que yo no he podido conseguir de ti! Bueno que una vez que otra..., pero ¡tanto, tanto y como si fuera ése tu oficio!... ¿Qué te parece? Mira qué manos... ¡hasta con callos en las palmas! ¡Póngase usted guantes ahí!... Hasta por corresponder a las atenciones que te guardan esos señores, debieras ser un poco más mirado en ciertas cosas. ¿A quién se le ocurre, sino a ti, irse todo el día de pesca, sabiendo que esta noche estás convidado al teatro con una familia tan distinguida? Pues ya veremos cómo te portas... Y cuidado con largarse a media función; espérate hasta que concluya, y acompáñalos a casa. Da el brazo a la señora o a su hija, cuando salgáis de casa para ir al teatro, y lo mismo cuando bajéis la escalera de los palcos... Porque desde aquí te irás en derechura a buscar a Tolín, que te espera en su cuarto. Así me lo dijo esta mañana saliendo de misa de once de la Compañía... ¡Ea!, ya estás en regla... ¡y bien guapetón, caramba!, ¿por qué no ha de decirse, si es cierto?

A Andrés le molestaban mucho estas incesantes chinchorrerías de su madre; las cuales, si estaban muy en su punto por lo referente a las aficiones del mozo, eran harto inmerecidas por lo tocante a lo demás. La capitana le quería elegante y distinguido a fuerza de perfiles, miramientos, discreciones y finezas; es decir, haciéndole esclavo de su vestido, de su palabra y de cuatro leyes estúpidas impuestas en salones y paseos por unos cuantos majaderos que no sirven para cosa mejor; y Andrés, con su gallardía natural, con su varonil soltura y su ingenuidad noblota, era precisamente de las pocas figuras que encajan bien en todas partes, aunque en ninguna brillen mucho.

Fuese, pues, de punta en blanco a casa de Tolín; y al atravesar el vestíbulo dirigiéndose al cuarto de su amigo, hallóse tope a tope con Luisa, emperejilada ya con todos los perifollos del teatro. Parecióle al fogoso muchacho que le caían muy bien, y así se lo espetó por todo saludo, pues le sobraba confianza para ello.

-¡Vaya, que estás guapa de veras, Luisilla! -le dijo.

-Y a ti, ¿qué te importa? -respondió Luisa, pasando de largo.

Andrés tomaba todos los dichos al pie de la letra, y por eso le dejó muy desconcertado la sequedad de Luisa.

Tanto, y tan sentido, que se quejó de ello a Tolín así que llegó a su cuarto.

-Te digo, hombre, que el mejor día la suelto una fresca. ¡Mira que es mucha tirria la que me va tomando!

-¡Qué ha de ser tirria eso! -le replicó Tolín, mientras se enceraba las desmayadas guías de su bigote ralo.

-Pues si no es tirria, ¿qué es?

-Gana de divertirse contigo. ¡Como hay tanta confianza entre vosotros!...

-¡Pues me gusta la diversión!

-Sí, hombre, sí; no es más que eso... o algún resentimiento que podrá tener...

-¿De qué?

-¡Qué sé yo! De todas maneras, no vale un pito la cosa.

-Para ti, no; pero para mí...

-Y para ti, ¿por qué?

-Me parece, Tolín, que entrar todos los días en una casa donde se le recibe a uno así... Porque, desde algún tiempo acá, todos los días me pasa algo de esto.

-Hombre, eso, si bien se mira, hasta revela cariño y estimación... Pues si quisiese echarte a la calle de una vez... ¡apenas tiene despabiladeras la niña!

-¡Ya lo voy viendo, ya!

-¡Qué has de ver tú, hombre; qué has de ver tú!... Lo que hay que ver es lo que hace con los que le estorban de verdad. Mira que ya me da hasta compasión de ese pobre Calandrias.

-¡Calandrias!... ¿Quién es Calandrias?

-¿No te recuerdas que llamábamos así a Pachín Regatucos, el hijo de don Juan de los Regatucos? Pues ese elegantón se bebe los vientos por ella, y pasea el Muelle arriba y abajo todo el santo día de Dios; ¡y ella le da cada sofión y cada portazo!... ¡y le pone unas caras!... En el baile campestre del día de San Juan, se negó a bailar con él, ¡con unos modos!... Te digo que no sé cómo ese hombre tiene humos... ni vergüenza para seguir todavía paseando la calle a mi hermana. Pues como ése hay varios; porque ella es hija de don Venancio Liencres... ¡ya se ve! Y a todos los trata por igual... ¡Más seca y más...! Y lo peor es que todas sus familias son visitas de casa..., ¡como que son de lo mejor!... Mamá está que trina con esas geniadas... Y con muchísima razón... ¡Mira tú, hombre, qué cosa mejor puede apetecer ella, a la edad que tiene, que tantos y tan buenos partidos para escoger el que más le agrade! Pues nada.... como una peña...Te digo que como una peña... Conque ahora quéjate tú... Y por supuesto, que todas esas cosas te las cuento yo no más que para gobierno tuyo y en la confianza de la amistad que tenemos. ¿Estás?

En esto se oyeron dos golpes recios a la puerta de la habitación, y la voz de Luisa que decía:

-¡Que nos vamos!...

Andrés abrió en seguida; y como ya su amigo había terminado sus faenas de tocador, salieron ambos al pasillo, donde tuvo Andrés que saludar a la señora de don Venancio, que, aunque vieja ya y bastante acartonada, iba tan elegante como su hija, pero mucho más fastidiosa. Don Venancio andaba perorando en el Círculo de Recreo, y se daría una vuelta por el teatro a última hora, si otros particulares más interesantes no se lo estorbaban. Tolín se anticipó a dar el brazo a su madre para bajar la escalera, y Andrés ofreció el suyo a Luisa con grandes recelos de recibir un desaire.

Pero no le recibió, afortunadamente. Eso sí, al precio de una mirada de aire colado, y de estas palabras, que dejaron al pobre chico atarugado y sudando:

-Pero no me rompas el vestido, como la otra vez...

De camino, llamaron a la puerta de don Silverio Trigueras, comerciante bien metido en harina; y bajó, calzándose los guantes y con la cabeza hecha un borlón de colgajos relucientes, la señorita de la casa, la elegante Angustias, afamada beldad por quien el hijo de don Venancio Liencres suspiraba en sus soledades y se engomaba las puntas del bigote. Despepitóse con ella a fuerza de saludos; recibió la joven los de costumbre de las otras dos señoras, y de Andrés los mejores que supo hacer el pobre mocetón; y continuaron todos juntos hacia el teatro.

Ya en el palco, Tolín se sentó detrás de la joven por quien suspiraba. Andrés, muy cerquita de Luisa, para dejar mayor espacio a su madre; y como por haber madrugado más que el sol y bregado tanto durante el día, se pasó durmiendo la mayor parte de cada acto, y en los intermedios se salía a fumar en los pasillos, de todo lo ocurrido allí sólo recordaba después que a mitad de la función había llegado don Venancio Liencres, preguntando si aquello estaba en prosa o en verso.

-Creo que en verso -había respondido Andrés-; digo, no, puede que sea en prosa.

-Es igual -había replicado el elocuente don Venancio-. ¡Para lo bien que lo hacen y el jugo que se saca de ello!...

Después, la salida. Vuelta a ofrecer el brazo a Luisa, porque don Venancio había cargado con lo que en justicia le correspondía, y a Tolín no le apartaba nadie, ni con agua hirviendo, de la mujer por quien suspiraba hondo y se enceraba las guías del bigote.

Ya en la calle, la consabida ringlera de farolones de mano en las de las doncellas que aguardaban a sus respectivas señoras. Porque todavía en aquel tiempo, y no obstante haberse estrenado el gas el año anterior, quedaban bastantes restos de aquella antiquísima vanidad de clase, expresada en un gran farol de cuatro cristales, dos de ellos amplísimos y todos muy altos, y tres medias velas, cuando no cuatro, entre arandelas y bajo lambrequines, arcos o laberintos de papel rizado, de veinticinco colores, para andar los pudientes por las calles a las altas horas de la noche. Esta observación acerca de los faroles no fue de Andrés, que ni siquiera reparó en ellos, por estar bien acostumbrado a verlos allí en casos tales: es mía, y la apunto aquí porque no estorba, como nota expresiva del cuadro de aquellos tiempos.

Lo que Andrés observó entonces fue que el viento, encalmado desde que él había salido de casa para ir a la de don Venancio Liencres, había vuelto a arreciar, y mucho; y como sabía que en las bocacalles del Muelle soplaba con mayor fuerza que en ninguna otra parte de la población, se atrevió a aconsejar a Luisa que continuara apoyada en su brazo hasta llegar a casa. Tampoco esta vez fue desairado; y teniendo los demás por muy cuerdo el parecer, observáronle al pie de la letra. Quiero decir que don Venancio no soltó a su señora, ni Tolín a la señorita de sus amorosos pensamientos. Luisa y Andrés iban delante de todos, menos del farol empapelado, que les precedía algunas varas, zarandeándose en la diestra de la doncella de la casa. Al enfilar la calle de los Mártires, comenzaron a oírse los silbidos del viento enredado entre la jarcia de la patachería de la Dársena, y su rebramar furibundo en las encrucijadas próximas; llegaron algunas ráfagas pasajeras que hicieron crujir la seda del vestido de Luisa, zarandeando los pliegues de su falda, y Luisa entonces, muerta de miedo, se agarró al brazo de Andrés, fuerte, e inmoble como la rama de una encina.

-Agárrate de firme y sin miedo -le decía Andrés-, que a mí no me lleva por mucho que sople.

Y Luisa se agarraba a dos manos; y con tal ansia se arrimaba a la encina, que Andrés, a no serlo tanto en ciertos casos, hubiera podido sentir en su brazo derecho los latidos del corazón de su amiga; especialmente en el no muy breve rato que permanecieron en el Muelle, mientras abrían en casa de don Silverio Trigueras y se quedaba Tolín sin el arrimo de su linda acompañada.

Andrés, en cuanto volvió a verse en el relativo sosiego de la calle trasera, dijo a Luisa, como para tranquilizarla, y, sobre todo, por hablar de algo:

-Si me apuras un poco, más soplaba esta tarde.

A lo que respondió Luisa inmediatamente y sin el menor dejo de broma:

-Pues si yo llego a ser aire esta tarde, buena zambullida te llevas... Yo te lo aseguro.

Andrés sintió una marejada de fuego que le abrasaba la cara. Se acordó de que una cosa muy parecida había dicho él a Sotileza cuando los dos se amparaban contra las olas de la bahía bajo un mismo capote. No temió que Luisa le hubiera oído..., pero pudo muy bien haberlo visto.

-¡Vaya una entraña, mujer! -respondió, atarugado, a la estocada de su amiga.

-No hay que tener mala entraña para hacer esas cosas, que son escarmientos necesarios... y hasta obras de caridad, si me apuras.

-¡Escarmientos!..., ¡obras de caridad! -exclamó Andrés, más dueño ya de sí mismo, porque le iba llevando Luisa al terreno de las impertinencias que tanto le molestaban-. Pues ¿qué he hecho yo de malo esta tarde?

-Hombre -respondió Luisa muy resuelta-, a punto fijo no lo sé, porque la vela tapaba la mitad, hacia allá, de la lancha; y no vi en la de acá más que tres bultos remojados que daban asco.

-Yo iba gobernando el timón -saltó Andrés, resignado a pasar por uno de los bultos «que daban asco», siempre que Luisa se convenciera de que él no ocupaba la parte invisible de la barquía, donde iba el contrabando.

La desengañada hija de don Venancio Liencres, sin dar muestras visibles de atención a estas palabras, añadió:

-Pero si no lo has hecho esta tarde, bastante hiciste por la mañana.

-¡Por la mañana!...

-¡Sí, señor, por la mañana! Pues qué, ¿piensas que no te han visto ahí enfrente, arriba y abajo, las horas de Dios, con esos marinerazos... y una mujerona?

-¡Una mujerona!...

-Eso mismo: una mujerona ... ¿Te parece que eso está bien? ¿Qué dirán las gentes que lo hayan notado?

-¿Y qué han de decir?

-Pestes, y no será mucho.

-¿Y por qué lo miran, si tan malo es?

-¿Y por qué te pones tú con esas cosas en el mismo sitio a que está una mirando? Porque una mira allí, porque lo tiene delante de casa, y tiene también buenos gemelos para mirar.

-Sí, y ganas de meterse en lo que no importa.

-¡En lo que no me importa! -exclamó Luisa, con un sacudimiento que Andrés no estaba en disposición de apreciar, así por el enojo que ya le cosquilleaba en los nervios, como por los embates y refregones que recibía del viento a cada instante.

-En lo que no te importa, sí -respondió Andrés con entereza-, puesto que en ello no ofendo a nadie, y en lo demás cumplo con mi deber.

-Pues me importa -remachó Luisa con voz algo alterada y nerviosa-, y me importa mucho, porque eres un amigo de la casa y un compañero de mi hermano; y no me gusta que digan las gentes que Tolín tiene amigos que andan a todas horas de Dios con hombrones de la Zanguina y con marinerotas puercas y desvergonzadas. Por eso, y no más que por eso. Y si me apuras un poco, se lo contaré a papá, para que se lo cuente al tuyo cuando venga y te saque de esa mala vida. Y ahora, ya no quiero tu brazo... ni que me saludes siquiera.

Y en el acto desprendió el suyo del de Andrés. Verdad es que esto sucedía después de haber pasado a remolque de éste la última bocacalle, y en el momento de arrimarse muy pegadita al vano de la puerta de su casa, mientras la doncella, que se había anticipado algunas varas más, daba, por segunda vez, dos tremendos aldabonazos, que retumbaban en el hueco de la escalera y hacían estremecer el barrote de hierro ajustado por dentro a la puerta, la primera de las tres que guardaban la repleta caja del comerciante don Venancio.

El recuerdo fresquísimo de estos sucesos era el segundo tema de las cavilaciones que le quitaban el sueño a Andrés a las altas horas de la mencionada noche.

Jamás la hermana de Tolín se le había manifestado tan entremetida, tan impertinente y tan dura. Por primera vez había oído de sus labios la amenaza de irle a su mismo padre con el cuento, para que se lo refiriera después al capitán. Y la mimada y consentida joven era muy capaz de cumplir lo que ofrecía. El caso denunciable no era, ciertamente, cosa del otro jueves; pero ¡vaya usted a saber cómo le contaría ella, y de qué colores le revestiría, en su afán de salirse con su empeño! Don Venancio era un señor muy pagado de la formalidad y del buen viso de las personas de su trato; los humos de su señora bien a la vista estaban, tanto como el modo de pensar de la capitana, y el capitán no era ya aquel Bitadura impresionable y alegrote, con cuya indulgencia podía contarse siempre sabiendo buscarle las cosquillas de sus flaquezas de muchacho impenitente; últimamente tenía humores, algo más de medio siglo encima de su alma, estaba gordo y era rico. Por todo lo cual se le había agriado bastante el genio. El mismo Andrés no contaba ya con fuerzas suficientes para someterse en silencio a ciertas imposiciones caprichosas, y no sabía hasta qué extremos podía arrastrarle una conspiración así, tramada por una chiquilla fisgona, contra sus honrados procederes.

Con elementos tales, ¿qué salsa no podría hacer el diablo, metido por unos cuantos días en el cuerpo de la tesonuda hija de don Venancio Liencres?

Pero, al fin, todo esto era una suposición: estaba por ver, daba tiempo; se vería venir, podía combatirse desde lejos... ¡Lo otro, lo otro era lo grave, lo apremiante, lo apurado para él!...

Y así batallaba, hasta que, al cabo de las horas, volvióse del otro lado y se quedó dormido.




ArribaAbajo

- XVIII -

Ir por lana...


Por primera vez en su vida anduvo Andrés, con una perseverancia que a él mismo le repugnaba algo, en acecho de una ocasión para verse a solas con Sotileza; y también por primera vez en su vida, tan pronto como logró sus intentos, engañó a Tolín con un pretexto inventado para faltar dos horas del escritorio.

Aconteció esto a media mañana, en un día en que tío Mechelín estaba a maganos con su barquía, y tía Sidora a la plaza. Sotileza trajinaba en la bodega, en su habitual arreo doméstico: limpio, corto y ligerísimo, según se ha descrito en otra parte, y con el cual se admiraba mejor que con el de los domingos el lujo escultural de la hermosa callealtera. Bien observado lo tenía Andrés. Por eso se alegró mucho de hallarla así, aunque ya contaba con ello.

-Tengo que hablarte -la dijo por entrar, y no muy seguro de voz.

La joven notó el desconcierto de Andrés, y le preguntó sobresaltada:

-¿Y por qué vienes a estas horas y en esta ocasión?

-Porque..., porque lo que tengo que decirte no debe oírlo nadie más que tú. Siéntate y escucha.

Andrés se sentó en una silla, y arrimó otra muy cerca de ella. Pero Sotileza no quiso ocuparla. Permaneció de pie, apoyado el desnudo brazo derecho, redondo y blanco, sobre la cómoda, mientras su seno marcaba la interna agitación que le movía, y respondió en voz firme y con mirada valiente:

-Acuérdate de lo que te dije el domingo en la arboleda.

-Pues de eso mismo vengo a tratar.

-Pensé que ese punto se había rematado allí.

-No del todo; y por lo que falta, vengo ahora.

-Pues desde entonces acá más de una vez nos hemos visto. ¿Por qué te has callado hasta hoy?

-Ya te lo he dicho: porque es asunto para tratado a solas entre los dos.

-También yo te he dicho que no quiero oírte cosa alguna que no pueda decirse delante de los hombres de bien.

-Pues precisamente porque me has dicho eso, tengo que hablarte. Siéntate aquí, Silda; siéntate, por el amor de Dios, que yo te prometo no propasarme en hecho ni en palabras. No quiero más, con las que te diga, que quitarte el amargor que te dejaron otras, y quitarme yo mismo de encima un peso que me fatiga mucho.

Sotileza, algo anhelante y descolorida, plegó maquinalmente su hermoso cuerpo sobre la silla preparada por Andrés.

El cual, en cuanto la tuvo a su lado, y tan cerca que oía el sonido de su respiración, exclamó así:

-¡Y mira que se necesita toda la fuerza de los propósitos que yo traigo para no faltar a ellos viéndote tan hermosa... y en la soledad en que estamos!

Silda se alzó bruscamente de la silla, y volvió a apoyarse sobre la cómoda.

-No creas que me espanto -dijo al mismo tiempo- de verme sola contigo; que alma me sobra para meter en la ley al que falte a lo que me debe.

-Entonces -preguntó el atolondrado mozo-, ¿por qué te apartas tan allá?

-Porque no quiero oírte de cerca cosas que te pintan como yo no quisiera verte.

-Pues para que me veas a gusto, no más que para eso, he aguardado esta ocasión. Créemelo, Silda: te lo juro por éstas que son cruces.

-¡Buen camino tomabas para empezar!

-Todo ello no era más que un decir... Empeño de no callarte ni siquiera un pensamiento, para que llegaras a verme el corazón como en la palma de la mano. Pero si esas franquezas te ofenden, no volverás a oírlas de mi boca... Te lo juro, Silda... Y vuelve a sentarte aquí... y amárrame las manos, si piensas que puedo llegar a ofenderte con ellas... Y si después de oírme te parece que mis palabras te agraviaron, arráncame la lengua con que las diga...; pero siéntate aquí y escúchame.

Sotileza volvió a sentarse, pero maquinalmente, muy pálida, y entre fiera y conmovida; porque en todo aquello que le estaba pasando había tanta novedad y tan extraño interés para ella, que se imponía a la braveza de su carácter.

Andrés, que siempre la había visto fría e impasible, dueña y señora de sus impenetrables sentimientos, asombróse de aquel trastorno súbito e inesperado de tanta fortaleza, tradújole a su gusto, y vio que la de sus propósitos se conmovía también. ¡Pícara fragilidad humana!... Pero acababa de jurar que su proceder sería honrado; y armándose de voluntad para cumplirlo, comenzó por hablar de esta manera:

-Silda, aquella tarde te dije palabras y me propasé a cosas que me valieron una reprensión tuya, dura, ¡muy dura!... Así, de pronto, la falta que cometí confieso que merecía esa pena. Yo no te había acostumbrado, en tantos años que llevamos de conocernos, a que sospecharas de mis intenciones por una mala palabra ni por las señales de un mal pensamiento. En esta casa todos, y la primera tú, me hubierais entregado una honra dormida para que yo la velara. ¿Harías otro tanto desde esa tarde acá? Dilo francamente, Silda.

-No -respondió ésta sin titubear.

-Pues ése es el clavo que tengo aquí desde entonces, Sotileza. ¡Ése me punza allá dentro, y me roba el sueño de noche, y me quita el sosiego de día! Yo no quiero que nadie se recele de mí en esta casa, donde estoy acostumbrado a que se me abran todas las puertas como al sol cuando llega. A eso quiero volver, Silda: a la estimación tuya y a la confianza de todos.

-Ni la estimación mía ni la confianza de naide has perdido, Andrés. Todos saben lo que te deben, y yo lo que también te debo; y aquí no hay ingratos.

-Yo no quiero que se me estime por los favores que haga, sino por mi propio valer, y yo sé que no valgo a tus ojos hoy lo que valía poco hace.

-Y si en esa cuenta estabas, Andrés -exclamó Silda con un calor de acento desacostumbrado en ella-, ¿por qué no te la echaste en su día, para no hacer lo que hiciste?

-En la respuesta a esa pregunta está claramente la disculpa de aquel acto y de aquellos dichos; la única razón que puedo ofrecerte para volver por entero a tu estimación y a tu confianza. Y ya ves cómo esta razón no podía dártela con testigos, sin descubrir la causa de ella; lo que sería un remedio peor que la misma enfermedad.

-Yo no sé -dijo Sotileza con el acento y la expresión de la más cruda sinceridad- que pueda haber disculpa para esas cosas, en hombres de tan arriba como tú, con mujeres de tan abajo como yo.

Andrés sintió en mitad del cráneo el golpe de este argumento.

-Pues qué -respondió buscando en los falsos efectos de la voz y de las actitudes el brío que no hallaba en su razón-, ¿eres tú de las que creen que tratándose de «esas cosas» hay distancias ni jerarquías que valgan? Tu hermosura envuelta en estos cuatro trapillos, limpios como la plata, ¿no es tan hermosura como la que se adorna con sedas y diamantes? Lo que por ti experimente un mozo rudo y grosero, ¿no puede experimentarlo, y hasta con mayor fuerza, un hombre de mis condiciones?... Lo que la amenidad del campo y el influjo de la naturaleza, en todo su esplendor, puedan hacerle sentir a él, enfrente de una mujer como tú, ¿no pueden hacérmela sentir a mí también?... Y ya que de este trance hablamos, ¿qué tendría de extraño que, siendo tan propicia la ocasión y tan placentero el sitio, tratara yo de aprovechar ambas ventajas para poner a prueba tu virtud como un asalto de comedia?

Silda respondió a esta parrafada con una sonrisa fría y burlona.

-¿Es decir, que no me crees? -le dijo Andrés muy contrariado.

-No -respondió Silda con entereza.

-¿Por qué?

-Porque lo que es mentira se conoce desde lejos, hasta en el modo de venir; y aquello, no te canses, Andrés, aquello era la pura verdá... Por eso hubiera creído hoy mejor en la pena que me pintas viéndote llorarla de todo corazón, que amparándola con un embuste.

Andrés se quedó, por un momento, sin saber qué replicar a estas palabras tan crudas y terminantes. Después dijo, por decir algo:

-No basta, Silda, afirmar una cosa: hay que dar razones...

-Yo te daría, de buena gana -respondió la moza, conteniendo los ímpetus de su carácter-, una sola que valiera por muchas.

-Y ¿por qué no la das? -preguntóle Andrés, no tan valiente como parecía.

-Porque temo que te resientas.

-Te prometo no resentirme... ¿Por qué era verdad aquello?

-Porque conocía yo los malos pensamientos que te lo mandaron...

-¡Que los conocías!... ¿De qué?

-De habértelos leído muchas veces en los ojos.

-¿Cuándo?

-Desde tiempo atrás.

-¡Silda!

-Lo dicho, Andrés. ¿No querías razones? Pues ya las tienes.

Andrés se quedó desarmado, y herido en lo más hondo de su conciencia. Sotileza lo conoció y se apresuró a decirle:

-Me prometiste no ofenderte con la razón que te diera. Cúmpleme la palabra.

-Y la cumplo -dijo Andrés, más con los labios que con el corazón-, y ni siquiera he de porfiar sobre el engaño de tus ojos cuando leían en los míos. Pero dime, Sotileza: ¿por qué cuando creíste descubrir en mí esos malos pensamientos no me lo dijiste, siquiera por lo que te ofendían?

-Porque, si no me engañaba el mirar, a ti te tocaba dejarlos fuera de esta casa, no a mí el echarlos de ella.

Otra estocada al pecho. Andrés no sabía ya de qué lado ponerse en aquella lucha sin una sola ventaja para él. Acudió a los consejos del amor propio, que era lo que con mayor fuerza se le iba quejando allá dentro, y dijo a la tenaz agresora:

-Luego ¿no te amedrentaban esos pensamientos míos?

-Yo temía que los descubrieran las personas que los hubieran llorado como una desgracia para todos.

-Pero tú, por ti misma, ¿no los temías?

-¿Y por qué había de temerlos? Sentí mucho verlos donde los vi; pero no más.

-¿Y por qué lo sentiste?

-Porque podía llegar la hora... que ha llegado ya...

-¿La de darme una lección como la que me estás dando?

-Yo no sé tanto como para eso, Andrés; y harto haré con responder al caso para defenderme, como es ley de Dios.

-Pero tú misma me has dicho que, una vez descubiertos mis malos pensamientos, no te tocaba a ti echarlos de esta casa.

-Sí que lo dije.

-Luego debo echarlos yo; es decir, largarme de aquí para siempre, puesto que los llevo conmigo.

-O venir sin ellos, que no es igual.

-¿Y qué he de hacer yo para que creas que no los traigo?

-No traerlos. Con eso basta.

Andrés, por respeto a sí propio, no quería mentir insistiendo en que Sotileza se equivocaba en cuanto decía de sus malas intenciones. Como éstas, por lo que iba oyendo, se le transparentaban demasiado, insistir en negarlas era desmerecer más y más a los ojos de aquella ruda virtud, que más le quería arrepentido pecador que falso virtuoso. Pero consideraba, al mismo tiempo, que aquellas malas ideas, tan aborrecidas en él por Sotileza, quizá en otro cerebro no le espantarían tanto, y hasta se acordaba del regocijo con que la escrupulosa callealtera se dejaba estrujar, en la playa de Ambojo, por los brazos del estúpido Muergo; de Muergo, en cuyos ojos al mirar a Silda, había él leído torpezas de tal calibre, que no podían haber pasado inadvertidas para ella. Luego lo que en Muergo, sucio y feo, no era ni siquiera una falta, en él, mozo gentil y culto, era un delito que podía llegar a cerrarle las puertas de aquella casa. ¿Valía él menos a los ojos de Sotileza que aquel animal monstruoso? Esto era increíble, y sería una verdadera insensatez manifestar allí dudas siquiera de ello. Pero el hecho de la preferencia existía; lo cual demostraba que Sotileza escrupulizaba, más que en los pensamientos de esa clase, en las personas que eran movidas de ellos. No amenguaba este fenómeno la honradez de Silda a los ojos de Andrés, puesto que no ignoraba lo que influye en la significación de ciertos actos la condición de la persona que los ejecuta o que los consiente; pero en la falsa posición en que se hallaba él en aquellos instantes, el hecho le ofrecía una salida, y tal vez podía aprovecharla para huir siquiera de la que Silda le presentaba con sus tremendas razones. Salir por esta puerta, es decir, ajustarse a las condiciones de Silda, era obligarse a no volver más a la bodega, pues hombre que había jurado lo que él, todo debía sacrificarlo a la buena fama de la mujer que se quejaba de sus malas intenciones; y no volver a la bodega era empresa superior a las fuerzas del ánimo de Andrés, particularmente desde que había dado motivos para ellos y acababa de convencerse de que aquel trastorno moral, que tanto le había chocado en Silda al empezar a hablar con ella, no era la realidad de sus tan acariciadas esperanzas de que llegaran a trocarse entre ambos los papeles del paso que pasó; en la arboleda de Ambojo... ¡Y fuéranle a preguntar, sin embargo, qué tal andaba en aquel instante de alteza y fidalguía de pensamientos! Ni los de Amadís en su peñasco, que pudieran igualárseles. ¡Poder del amor propio resentido!

Todo esto, que tan largo es de contar aquí (¡y ojalá no haya resultado ocioso!), se lo barajó Andrés en la mollera en los pocos instantes de silencio que siguieron a las últimas palabras de Sotileza.

Tomando, pues, el punto de soslayo en virtud de sus mentales razonamientos, Andrés comenzó a evocar, en tono quejumbroso, los mejores años de su infancia y de la mocedad, corridos para él en la dulce intimidad de la inocente huérfana y de sus honrados protectores. Cariño, abnegación, sosiego, paz y noble confianza: todo se cantó en aquel idilio que hubiera hecho palidecer, salvo el estilo, al que inspiró a don Quijote un puñado de bellotas en la choza de los cabreros. De pronto asoma una mancha leve en el fondo risueño de aquel cuadro; sopla el aire de la sospecha; la mancha se hace nube; la nube se va extendiendo..., ¡y adiós luz y confianzas y regocijos! El amigo de siempre, el paño de lágrimas de todos, es ya el hombre malo, de quien hay que apartar las muchachas honradas, la amiga de su infancia y de su mocedad...

-Y yo no puedo resignarme a esto, Sotileza -exclamó Andrés, por remate de sus lamentaciones-. Yo no puedo salir de esta casa por ese recelo, después de haber entrado en ella como yo entré.

-Pero ¿quién te echa, Andrés? -dijo Sotileza con asombro, después de haber oído impasible sus declamaciones.

-Tú -respondió Andrés-, puesto que me dices...

-Yo no he dicho eso -replicó Silda con entereza-; yo te he dicho que no vuelvas con esos pensamientos, que han salido a relucir aquí porque tú lo has querido. ¿Es esto echarte de casa? ¿Ni quién soy yo para tanto?

-¡Siempre esos dichosos pensamientos! -exclamó el fogoso muchacho, irritado al considerar el afán con que se los ponían por delante para que se estrellara en ellos. Y luego, dejándose llevar de los impulsos de la vanidad resentida, añadió con gran vehemencia-: Y si por casualidad acertaras, Silda; si esos malos pensamientos se hubieran apoderado de mí, ¿qué habría en ello de particular? ¿No te has mirado al espejo?... ¿No sabes que eres hermosa?... ¿Y soy yo de piedra, por si acaso?

Sotileza, mientras Andrés hablaba así volvió a inmutarse; y, apartando su silla media vara de la otra, dijo, en un acento y con una expresión imposibles de pintar:

-¡Andrés!... ¡Mira que, por enmendarlo, vas a ponerlo peor!

-No sé cómo lo pongo, Silda -exclamó Andrés fuera de sí-; lo que sé es que tengo que decirte esto que te digo, porque me abrasa allá dentro si lo callo.

-¡Virgen! ¡Y con todo esto te atreverás a negar!...

-¡Yo no niego ni afirmo, Silda! Me pongo en todos los casos. ¡Ponte tú también!

-¡Pues porque me pongo en el que debo..., me matas de pesadumbre, Andrés!

Y Andrés vio entonces en los ojos de Sotileza una expresión, y como un velo de rocío, que jamás había notado en ellos.

-¿Que te mato de pesadumbre? -exclamó deslumbrado-. ¿Por qué?

-Porque no es así como yo quiero que seas para que yo te estime, sino como eras antes.

-¿Y por qué no has de estimarme siendo como yo soy ahora? -preguntó Andrés, ciego por el despecho y la vehemencia.

-Porque, porque... -y Silda, que no apartaba sus ojos de los de Andrés, se alzó rápidamente de la silla. Retrocedió dos pasos sin soltarla de la mano, y continuó así en una actitud que se imponía por la extraña mezcla de altivez y de súplica que había en ella-. ¡Por la Virgen de los Dolores, Andrés, no me preguntes más de eso... y escúchame lo que me obligas a decirte! Tú sabes, tan bien como yo, que desde que me recogiste en la calle, me dan en esta casa, por caridá, mucho más de lo que yo merezco. Desvalida y sola me vi, y aquí tengo padres y amparo... Morirme puedo, como la más moza; pero ellos son ya viejos, y en ley está que yo vuelva a verme sola otra vez en el mundo. Para valerme en él, no tengo otro caudal que la honra... ¡Por el amor de Dios, Andrés! Tú que sabes lo que vale, tú que me amparaste de inocente, ¡mira por ella más que ninguno!

-¡Robarte yo ese tesoro! -exclamó Andrés, sinceramente asombrado de la sospecha.

-Robármele, no -respondió al punto la callealtera, con gallardo brío-; eso, ni tú ni naide. Pero la apariencia basta, porque bien sabes lo que son las lenguas.

Andrés estaba ya aturdido. Su vehemente irreflexión le llevaba de descalabro en descalabro; pero su veta era noble, y siempre respondía su corazón a las llamadas de lo más hondo. Además, era de todo punto inútil el empeño de imponerse con las fuerzas del despecho a una entereza tan indomable como la de aquella mujer, nunca bien conocida de él hasta entonces.

-En todo me vences hoy, Sotileza -la dijo en una actitud que se acomodaba bien al tono dulce y sentido de sus palabras-, y tales cosas me dices y tales razones das, que voy cayendo en la cuenta de que, con el mejor de los deseos, he echado en esta porfía algunas veces por caminos que no usan los hombres de bien. Acuérdate de lo que te juré al entrar aquí un rato hace; eso es lo cierto, a eso venía; lo demás ha ido saliendo porque... porque el diablo enreda las ideas y tira luego de las palabras a su gusto para perdición de las gentes. Olvídate de ello, Silda... ¡Olvídalo y perdóname!

¡Entonces sí que hablaba Andrés con el corazón en los labios! ¡Muchacho más impresionable!...

Conociéndolo bien Sotileza, le dijo, acercándose más a él:

-¡Eso es hablar en verdá!... ¡Eso es ponerse en justicia, Andrés! Y, mira, ahora que eres amo y señor de ti mismo; ahora que Dios te corre la venda de los ojos, no esperes a que el demonio te la vuelva a poner... Vete, y déjame sola como estaba..., que con ello y no más te perdonaré esas cosas con todo mi corazón...

Andrés se levantó de la silla, resuelto a marcharse. Los escozores del amor propio, nuevamente irritado con las últimas palabras de la callealtera, no le impidieron conocer el peso de la razón con que ésta deseaba alejarle de allí.

-Voy a darte gusto -la dijo-. Pero ¿llega tu intención hasta cerrarme la puerta para siempre en cuanto yo salga por ella?... Porque a eso no me allano, Silda; y ahora que te he conocido, menos que nunca.

-¡No te amontones de nuevo, Andrés, por la Virgen del Carmen!... Yo no quiero cerrarte estas puertas para siempre, ni aunque quisiera, podría, porque no mando en ellas... Lo que quiero, por demás lo sabes. No está todo el mal en entrar, sino en la ocasión que se busca para ello, porque hay ojos y lenguas que no viven más que de hacer daño. Y si yo, por quien soy, no te parezco bastante para que te mires un poco en ese particular, hazlo por esos pobres viejos, que el día en que yo pierda la buena fama, se morirán ellos de vergüenza.

-¡Silda! -exclamó entonces Andrés en medio de uno de aquellos entusiasmos que le acometían tan a menudo-, ¡no valgo yo lo que tú mereces!

Y sin atreverse a mirarla, porque verdaderamente estaba tentadora en aquel instante la huérfana de Mules, salió, como disparado, de la bodega.

¡Él, que había entrado allí creyendo que iban a trocarse los papeles del paso aquél de la arboleda de Ambojo! Pero ¿de dónde mil demonios había sacado la arisca y taciturna moza aquella sensibilidad y aquellos bríos, con los cuales acababa de darle tan soberana lección? ¿Cómo era posible que una mujer tan equilibrada de juicio y de tan altos pensamientos, fuera una zarza montuna con él y con las gentes que mejor la querían, y copo dulce de algodón cardado con una bestia estúpida como el horrible Muergo? ¿A qué fenomenales inclinaciones obedecían aquellas notorias preferencias? ¿De qué barro estaba formada aquella mujer, que no tenía una amiga de intimidad en toda la calle; que no echaba de menos la compañía de ninguno; que parecía no conmoverse por nada, y que, sin embargo, era sensible e inteligente, y honrada, y agradecida, y animosa, y, al propio tiempo, solamente en un ser hediondo y abominable había depositado las únicas dulzuras destiladas voluntariamente de su corazón?

Así iba discurriendo Andrés desde que puso la planta fuera de la bodega; y tan abstraído le llevaba su discurso, que sus ojos no vieron a la sardinera Carpia, que se cruzó con él diez pasos más abajo de la puerta; ni la mirada que le enderezó, de medio lado, parándose un momento; ni a sus oídos llegaron estas palabras que aquella furia soltó de su boca, con el santo propósito de que en la calle se oyeran las que debían oírse:

-¡Caraspia!... ¡Si va que ajuma!... ¡Yo lo creo!... El uno en la mar... La otra en la plaza... La señorona en su palacio... ¡Y vengan barquías!... ¡Y allá va la vergüenza por esas barreduras!... ¡Puáa! ¡Pa ella, la grandísima puerca!... ¡Ah, caraspia! ¡Si allego a estar en casa yo! Pero otra vez será, que al cebo que te engorda has de golver... En una así quería yo cogeros, a la mesma luz del sol, pa que vos alumbre en la cara la vergüenza, por poca que tengáis... ¡Puáa!... ¡Indecenteeee!




ArribaAbajo

- XIX -

El perejil en la frente


A todo esto, el pobre Cleto no salía de sus ahogos. Pae Polinar había intentado en tres ocasiones cumplir la palabra que le dio de ir a sondear las voluntades del matrimonio de la bodega; pero nunca vio el camino libre de los estorbos que tanto miedo le infundían. ¡Siempre aquellos demonios de mujeres al balcón, o atravesadas en la acera, o vociferando en mitad de la calle! Y gracias que no le adivinaron las intenciones cuando, para mayor disimulo, bajaba o subía a todo andar, como si sus quehaceres estuvieran muy lejos de allí. Cleto llamaba casi todos los días, al anochecer, a la puerta del exclaustrado, que bregaba allá dentro hasta sudar el quilo en la tarea en que andaba empeñado, para preguntarle:

-¿Hay algo de eso?

Y padre Apolinar le contaba lo ocurrido, alentándole con buenas esperanzas para otro día. Después Cleto, cabizbajo y tristón, se iba a pasar un rato a la bodega, donde hallaba a Sotileza, algo pasmada, y a los viejos tan cariñosos como siempre. Nada se había oído allí, por las trazas, de aquellas morrás que se dieron él y Muergo en la oscuridad del portal. Desde entonces no habían vuelto a encontrarse más que en una ocasión, y ésa dentro de la bodega y delante de la gente. Gruñeron por lo bajo y se espeluznaron al verse; pero esto no llamó la atención de nadie, porque no era nuevo en ellos.

La última vez que vio a pae Polinar, le dijo éste:

-Quisiera, Cleto del jinojo, que tomaras esas cosas con menos entusiasmo, porque no van tus ahogos a la conveniencia de los quehaceres míos..., ¡que te digo que son de órdago!... ¡De órdago, cuerno!... Conque, o templa la fragua o vete aguantando por la buena, porque es lo que más falta va a hacerte... Mira, Cleto, que, o mucho me engaña a mí el ojo, o ese bocado tan fino no está para ti. ¡Jinojo, si picaste alto! Y con esto, y con el réspez de toda tu casta... Te digo, Cleto, te digo que ni de propio intento hubiera amontonado el mismo demonio tantos inconvenientes delante del hipo que te consume...; y déjame que me vuelva a mis libros y a mis papeles, que el tiempo corre que vuela, y el sermón es de lo que hay que ver... ¡Si te digo que es de los de tres gavias, cuerno!

Todas estas reflexiones eran leña para el fuego en que se abrasaban las impaciencias de Cleto; y salió decidido a hacer, por sí solo, cuanto cupiera en sus fuerzas y en su discurso.

Andando hacia la bodega encontróse, al abocar a la calle Alta, con el bueno de Colo. A Colo le consideraba él, por ser mozo de buena entraña y mejor conducta, y también por aquel poco de latín que había estudiado años atrás. Eran muy buenos amigos, y, por serlo, Colo le había entretenido muchas veces con el relato de sus amores con Pachuca, la hija menor de las tres que tenía su vecino Chumbao, patrón de la lancha en que andaba él. Si la primera leva no le alcanzaba, se casarían en seguida que se sacara. Todo estaba arreglado ya para eso. Cleto oía estas aleluyas muy a menudo, y con ellas se le hacía un agua la boca. ¿Quién mejor que aquel amigo, tan formal y tan experto en esas cosas, para oírle con cariño y ayudarle con un consejo?

Le abordó muy ufano; pero tal empeño puso, para encarecerle su mal, en tomarle de muy largo, que el otro, pensando que le hablaba de cosas harto viejas y sabidas, atajóle en el relato para preguntarle, con acento del más vivo interés:

-¿Tú sabes lo que pasa, Cleto?

-¿Qué pasa? -preguntó éste, a su vez, con viva curiosidad, temeroso de que lo que pasaba tuviese alguna relación con lo que él iba refiriendo a su amigo.

-Pus pasa -dijo Colo- que los de Abajo van a prevocar con una regata pa el día de los Mártiles.

-¡Pus que provoquen, paño! -exclamó Cleto, dando con ira una patada en el suelo-. ¡Pensé que era otra cosa!... Dimpués hablaremos de eso, hombre. Déjame antes finiquitar el relate.

Colo no se prestó a ello, porque iba muy de prisa, según afirmó a su amigo.

-Vengo -le dijo- de la Zanguina, onde se estaba tratando el caso. Pa ellos, es ya hecho, si nusotros no ciamos. Una onza se ha de regatear por cuenta de los Cabildos. Paece ser que el Ayuntamiento da un quiñón güeno pa una cucaña ensebá..., y too junto va a ser a modo de fiesta pa animar el señorío forastero que anda por ahí, y a las gentes de acá. Pa mi ver, quieren sacar el desquite de la que perdieron dos años hace, el día de San Pedro. ¡Como no saquen! Ahora voy corriendo a coger al Sobano en casa, pa decirle lo que hay... Mira que en su día se contará contigo, como la otra vez... Conque, ojo, Cleto..., y no hay más que hablar.

Y no habló más el animoso Colo, que picó calle arriba, dejando a su amigo con las hieles de sus penas entre los labios.

En seguida pensó en Andrés, resuelto a confiarle el secreto de su corazón, porque bien examinado el escrúpulo que le había impedido hacerlo antes, no era cosa de reparar en él. Pero Andrés no fue aquella noche a la bodega.

Al día siguiente se plantó en el portal de su escritorio, y allí se estuvo a pie firme hasta que le vio bajar.

Andrés parecía otro desde aquella conversación que tuvo con Sotileza, mano a mano y a solas en la bodega; quiere decir, que era menos estrepitoso en sus movimientos, no tan cascabel de palabra y mucho más distraído en el mirar. A veces lanzaba el aire de sus pulmones con la fuerza de una racha del Sur, haciendo trémolos feroces y escalas atrevidísimas con los labios al darle la salida, como si intentara quitar con esta música inverniza el dejillo amargo que para él tenían los pensamientos de los cuales eran obra las infladuras de su pecho.

Cleto, que bastante tenía que hacer con los «jirvores» del suyo, sin reparar cosa alguna en el nuevo cariz de su pudiente amigo, no bien le tuvo a su lado, acordándose de lo mal que le había salido la cuenta relatando por largo a Colo sus pensamientos, espetóselos en cuatro palabras y en brevísimos instantes.

Un estacazo en la espinilla no le hubiera producido a Andrés tan viva, tan honda y tan repentina impresión como las declaraciones de Cleto. Le acometieron ganas de llenarle de improperios y hasta de darle dos bofetadas. ¡Atreverse un animal semejante a poner sus ambiciones en prenda de tan alto valor! ¡Y pretender, además, que le ayudara él a salirse con su descomedido empeño!... ¡Él, con lo que le había pasado!... ¡Con lo que le estaba pasando!... ¿No parecía una burla de la pícara suerte que le andaba persiguiendo?

Pero se dominó, porque muchas razones le obligaban a ello, hasta el punto de que de su interna tempestad sólo notara Cleto algún que otro relámpago que chisporroteó en sus ojos. El atribulado mareante pensó que este chisporroteo era la señal de lo grande que parecía su empresa a la consideración desinteresada de un amigo tan bueno y tan rico como aquél. El cual amigo le confirmó sus sospechas bien pronto, pintándole tales dificultades, presentándole tan enormes obstáculos, diciéndole tales cosas y con palabras tan secas y tan duras, cerrándole, en fin, todos los caminos tan a cal y canto, y confundiéndose de tal modo con la amenaza muchos de sus razonamientos, que, comparado con el de Andrés, de rosas y mejorana le pareció al desdichado el dictamen del pae Polinar sobre el mismo pleito.

Apartóse de Andrés sin despedirse, y tan cargado de brumas el ánimo, que viéndolo todo negro y sin salida, se dio a barloventear por aquellos aborrecidos mares de Abajo, para distraer un poco la carga de su pesadumbre, discurriendo, de paso, el modo de echar cuanto antes un ancla siquiera en el codiciado puerto.

Y acertadísimo estuvo el pobre mozo al tomar aquella resolución, porque mientras él andaba voltejeando por el Muelle, y por detrás del Muelle, y junto a la Zanguina y por la calle de la Mar, y los Arcos de Dóriga, y calle de los Santos Mártires, y la Ribera, y la Pescadería, de la cual acababa de marcharse tía Sidora, Muergo y Sotileza estaban solos en la bodega, mientras tío Mechelín, de vuelta del estanco, echaba una pipada a la puerta de la calle.

Muergo había parecido allí más temprano que lo de costumbre, porque la noticia dada por Colo a Cleto era cierta en todas sus partes, y quiso, tan pronto como llegó a sus oídos con señales de formalidad, ponerla en conocimiento de su tío.

Preguntó por él a Sotileza en cuanto entró en la bodega.

-Salió a comprar tabaco -dijo la moza.

-Pus me alegro, ¡puño! -repuso Muergo-. ¿Y mi tía?

-En la plaza. En seguida vendrá.

-Pus me alegro tamién. ¡Ju, ju!

-¿Por qué, animal?

-Puño, porque así estás tú sola, que es lo que me gusta a mí... ¡Ju, ju! ¿Sabes que va a haber regateo?

-¿Cuándo?

-El día de los Mártiles, si no aflojan los de acá... ¡Puño!, ya verás lo que es jalar del remo y zamparse la onza... ¡Una onza, Sotileza! ¡Puño, si juera mía! ¡Bien sabría yo qué comprarte con ella! ¡Ju, ju! ¡Puño, qué día ése! A más de ello y la junción de Miranda, con pedrique de pae Polinar, estrenaré yo too el vestío, de pies a cabeza; hasta con zapatos y too, ¡puño!

-¿Ya tienes la gorra y la chaqueta que te faltaban, Muergo? -preguntóle la moza con el interés de una madre que se desvela por ataviar a su hijo.

-¿No te lo digo? Tanto te empeñaste que en juerza de agorrar, y agorra que agorra...

-¿Y por eso sólo, Muergo? ¿Por eso sólo agorraste?

-¿Por cuál, tú?

-¿Porque yo te lo mandé?

-Pus ¿por qué hago yo las cosas, puño? -exclamó el monstruo, estremeciéndose de pies a cabeza-. ¿Por qué no pesco yo en una cafetera ca día? ¿Por qué le aguanto al Mordaguero lo que le aguanto?... ¡Puño!... Pus por darte gusto, Sotileza ... Y por que tú lo quisiste, tengo vestío de paño fino... No más que por eso. ¡Ju, ju!... Esta noche no cenaré con vusotros. Pero me darás el pan, ¿eh? ¡Tengo una gazuza, puño!

¡Cosa más rara que aquella muchacha! En el mismo sitio en que había domado los ímpetus apasionados de Andrés con su palabra desengañada y su continente esquivo, escuchaba las brutalidades de Muergo con la sonrisa en los labios y el regocijo en la mirada.

-Pues oye -dijo al animalote aquél, sobre cuyas greñas y ropa brillaban todavía las escamas de la sardina que acababa de desenmallar en la lancha, de vuelta del mar-, y en cuanto te pongas el vestido, el día que te lo estrenes, vente acá de una carreruca pa que yo te lo amañe encima, antes que la gente arrepare de él. Porque tú no sabes de esos primores. ¡Vaya que tendrás que ver, Muergo!

-¡Puño! -exclamó éste al contemplar la expresión regocijada de Sotileza-. ¡Más que la portisión de los Santos Mártiles, con Cabildo y too!... Pero no tanto como tú, Sotileza... ¡Puño!... Porque tú tienes que ver más que toa la cristiandá con empavesaúra... Si tuvieras a mano algo de torrendo tamién...

Cuando Muergo bramaba así, clavados los desnudos y anchos pies en el suelo, los brazos caídos, con los codos hacia afuera; el gorro sobre el cogote y las greñas encima de los ojos, comenzaba a anochecer en la bodega. Con este motivo, si es que no le tomó por pretexto, Sotileza dejó a Muergo en aquella actitud, con la palabra atascada en la caverna de su boca, y fue a encender el candil de la cocina.

Al salir de ella miró hacia el portal y vio a tío Mechelín arrimado a la puerta de la calle. Le llamó para decirle que le buscaba su sobrino.

En la caraza de Muergo y en cierta sacudida de sus hombros abovedados, pudo notarse que le contrariaba mucho la vuelta de Sotileza acompañada de su tío.

En otros tiempos hubiera alborotado al alegre marinero la noticia que le dio Muergo en cuanto lo tuvo delante; pero ya, sin brío para luchar personalmente en aquellas nobles batallas entre los dos Cabildos y cargado de dolencias que le robaban el entusiasmo y hasta la curiosidad, dio escasa importancia al suceso anunciado por su sobrino, aunque no dejó por eso de aconsejarle que no fuera él al regateo si estimaba en algo su vanidad de remador, porque era cosa corriente que habían de ganar los callealteros. Muergo se las tuvo tiesas a favor de los de Abajo, sin importarle un bledo el daño que con sus brutales dichos causaba a aquel veterano de los de Arriba; pero intervino Sotileza, y con dos sacudidas de apóstrofes y de reconvenciones puso al salvaje compañero de la lancha del Mordaguero más blando que una badana. Convino sin dificultad con su tío (muy vigorizado con el valiente apoyo de aquella gentil criatura, que era el calor de su espíritu) en que eran unos tumbones los mareantes de Abajo, y comenzando a roer el zoquete de pan que le había dado Sotileza, salió de la bodega con rumbo a la Zanguina, para ver cómo se iba armando aquello.

Después entró tía Sidora, que ya estaba en autos por lo que se había corrido en la plaza, y más entusiasta que su marido, o aparentándolo al menos, quizá con el noble propósito de entretenerle y de animarle, pudo conseguir que se fuera un rato a la taberna del tío Sevilla, donde ella sabía que iba a ventilarse el punto a Cabildo pleno.

Poco después de salir de la bodega tío Mechelín, entró en ella Cleto, que no se encontró con Muergo en el camino porque, después de subir por la calle de Somorrostro, tomó por las escaleras de la Catedral, mientras que el otro bajaba por Rúa-Menor. Pero si no con Cleto, Muergo se encontró con Andrés; y no sé yo si en la necesidad de encontrarse con alguno de los dos, salió perdiendo o ganando en el encuentro que tuvo.

Andrés, tan pronto como se apartó de él Cleto, necesitó mayor espacio que éste para entender y dominar la tempestad desencadenada en su pecho y en su cabeza. Porque la tempestad de Cleto era sorda, de fondo, relativamente mansa, y podía aguantarse a la vela, dejándose llevar de aquí para allí sin otro cuidado que el de huir de los escollos de la costa; pero la de Andrés era de huracanes furiosos que le batían en redondo y le llevaban en vilo, flagelándole con unos azotes de espumas, amargas como las hieles. Huyendo a la desesperada, anduvo durante una hora sin saber por dónde ni conocer a nadie...

Y todo ello, ¿por qué? Porque dio en antojársele que Cleto era, en rigor de justicia, un buen acomodo para Sotileza; que Sotileza, o las personas que la amparaban, podrían muy bien caer en la cuenta de ello cuando Cleto, o quien les fuera con la amorosa embajada, manifestara en la bodega sus intenciones y deseos; y que, por conclusión de todo, Cleto y Sotileza... ¡Sotileza, tan pulcra, tan linda, tan gallarda; la que le había hecho faltar a él a sus deberes de amigo... y hasta de hombre honrado, y, con dureza de empedernido desdén, machacado los pensamientos en el hervidero mismo donde brotaban a escondidas de la voluntad! Cierto que oponerse a los planes de Cleto, por los motivos que le zumbaban a él en la mollera; trabajar para que Sotileza llegara a verse en el mundo sola y desamparada de todos, era una completa villanía; pero ¿estaba él seguro de que, escarbándole un poco en sus adentros, no se hallaran, por causa de aquellas desazones que le consumían, más que torpes deseos contrariados? Apretándole un poco más las ansias que le atormentaban, ¿no sería él capaz de llegar con sus intentos hasta donde la licitud de ellos le pusiera para siempre al abrigo de ese linaje de contingencias? ¡Y pensar que, sobrándole generosidad en el corazón, con haberle recibido ella mansa y cariñosa; con haber dejado a su noble arbitrio el resultado de sus inexplicables arrebatos, él mismo hubiera sido capaz de entregar a Sotileza, limpia de toda mancha, al primer hombre de bien que la mereciera!

¿Pero merecería Sotileza este sacrificio? ¿Merecería siempre el que se había impuesto él al jurarla lo que le juró en su casa viéndose a solas con ella?

Cleto le afirmó que no se había cruzado todavía entre ambos una sola palabra ni una mala señal de inteligencia en sus intentos amorosos; pero Muergo... ¡aquel estúpido y horroroso Muergo, en cuyos brazos se dejaba ella conducir, muerta de risa, en la playa de Ambojo!...

¡Y vuelta otra vez al tema que tan a menudo examinaba y exprimía desde que había prometido a Sotileza no volver a su lado con un mal pensamiento entre los cascos! No habría malicia, quizá, en aquellos abandonos de la callealtera; pero no le estaban bien a una muchacha honrada que, por faltas mucho menores, le había plantado a él a la puerta de la calle. De esto habría que hablarla, siquiera una vez a solas y pronto, y a Muergo también.

Y en tal ocasión fue cuando Muergo se le puso delante al salir de una de las bocacalles inmediatas a la Zanguina.

-¿De dónde vienes? -le preguntó Andrés.

-De allá arriba -respondió Muergo.

-¿De la calle Alta?

-Sí.

-¿De la bodega de tu tío?

-Sí. Fui a ponerle en los casos del regateo, por si no lo sabía.

-¿Y quién estaba allí?

-¡Puño! -exclamó Muergo, rascándose la cabezona a dos manos-. Cuando entré, hágase la cuenta que la mesma gloria. ¡Ella soluca, hombre!

-¿Quién? -volvió a preguntar Andrés muy anhelante.

-Sotileza, ¡puño!

-Conque... Sotileza sola -dijo Andrés, disimulando de mala manera el escozor que le atormentaba-. Vamos, ¿y qué la dijiste? ¿Qué te dijo ella?

-Pos aticuenta que na -respondió Muergo, estremeciéndose-; porque a lo mejor se jue a encender el candil, y dempués allegó mi tío.

-Conque «a lo mejor» -recalcó Andrés, con un acento que sacaba lumbres-. Eso es decir que algo bueno te había pasado ya. ¿No es cierto, Muergo? Vamos, hombre, dilo con franqueza.

Muergo se rascó otra vez la greña, y, después de reírse a su modo, dijo al impaciente Andrés:

-Güeno, por decir güeno, no fue tanto como pudo ser; pero güeno jue con too, ¡puño!, aquel ratuco entre los dos... Yo, dijéndola cosas, y cosas..., y cosas... ¡Ni la metá siquiera de lo que yo diría, puño, si sabiera decirlo!...

-¿Y ella? -apuntó Andrés, casi con un rugido.

-Pos ella -respondió Muergo, restregándose las manazas y haciéndose todo él casi un ovillo-, pos ella, don Andrés, ¡ju, ju!... La gloria mesma..., ¡las puras mieles pa mí!

-¡Mentira, estúpido! -rugió la voz de Andrés al dicho del marinero-. Las mieles de una mujer como ésa no están para bestias como tú. Yo te prohíbo que digas eso a nadie, y que tú mismo lo creas...

-¡Puño! -exclamó rudamente el apostrofado así-. ¿Y por qué no he de creer yo lo que es verdad?

¿Y quién es naide pa mandar que no me relama con ello, si me gusta?

-Yo te lo mando -repuso Andrés, temiendo haberse descubierto demasiado-, porque tengo obligación de velar por la buena fama de Sotileza, y su buena fama se mancha con alabanzas de supuestos como los tuyos. ¿Me entiendes, bárbaro? Por eso te prohíbo que te alabes delante de nadie de lo que te has alabado delante de mí, y que es una pura mentira.

-Es la pura verdá, ¡puño!

-Digo que mientes, ¡cerdo! Y ahora te añado que, si para curarte de ese vicio de calumniar a una muchacha honrada no basta lo que te digo, yo haré que te cierre la puerta de aquella casa quien tenga más autoridad que yo para hacerlo.

Según iba desahogando Andrés sus iras de este modo, en voz baja, pero fiera y desconcertada, a Muergo le subía un cosquilleo pecho arriba; se le encrespaba la greña, y los bizcos ojos se le revolvían en sus cuencas.

-¡Ah, puño! -saltó de repente, apretándose los suyos y rugiendo también-. ¡Lo que a usted le pica no es que mienta yo, sino que diga la verdá!

Andrés se quedó helado de vergüenza, al considerar que una bestia como aquélla le hubiera descubierto el misterio de su berrinche imprudente.

Muergo añadió todavía:

-Sí, ¡puño!; esto que aquí me pasa, y lo otro que se corría y pensé que eran malos quereres, y algo que he visto yo... ¡Puño, la cuenta sale!...

-¡Otra impostura, animal!

-¡No, no..., puño!, que, enestonces, no me jurgara a mí por acá entro esta cosa que nunca me jurgó. ¡Puño! ¡Cómo resquema!... Don Andrés, por usté me echo yo de cabeza a la mar en otros particulares...; pero en éste, ¡puño!, en éste, no se me cruce por la proa..., porque le doy la troncá pa echarle a pique...

La única respuesta que se le ocurrió a Andrés, de pronto, a esta inesperada y hasta elocuente exaltación de Muergo, fue un bofetón de los tremendos que él sabía dar en lances muy apurados; pero no estaba la calle solitaria, y, no estándolo, el golpe iba a tener más resonancia de la que a él le convenía.

Advirtióle algo de ello al monstruoso mareante para que se diera por respondido, es decir, por abofeteado, y temeroso de que la réplica del insubordinado animal le obligara a cumplirle la amenaza, apartóse de él precipitadamente.

Cada paso que daba en aquella desdichada aventura, era una torpeza que le costaba un nuevo descalabro.

Así es que el pobre chico iba ahumando hacia la calle de la Blanca, mientras su monstruoso rival entraba en la Zanguina.




ArribaAbajo

- XX -

El idilio de Cleto


Al día siguiente entró en el puerto la Montañesa, de retorno de su viaje a La Habana, y se desembarcó el capitán resuelto a dejar el oficio por todos los días de su vida.

-¡Ya es hora, Pedro, ya es hora! -le decía la capitana, estrechándole en sus brazos, después de oírle jurar que no quebrantaría aquellos buenos propósitos-. ¡Qué lástima que no lo hubieras hecho unos años antes! ¡Nos quedan ya tan pocos para pasar la vida juntos, sin las penas que me han llenado de canas!...

-Vamos, no te quejes, ingratona -respondía su marido, examinándola con los ojos de pies a cabeza, después de desprenderse de sus brazos-, que más tengo yo, y menos lucido me veo de pellejo y con más averías en el casco. Ahora, que trabaje otro mientras yo descanso. Veremos cómo engorda Sama con el oficio que le dejo por herencia. El camino bien lo sabe. Lo peor es el barco, que no está ya para muchas borrascas, lo mismo que su capitán. Fortuna que, al cabo de tanta brega, se ha sacado para la vasallona y darse uno la última carena en puerto seguro.

A la sazón era don Pedro Colindres un señor grueso, atezado, de patillas y pelo casi blancos, y su mujer, una hermosa matrona, de cabeza gris y majestuoso porte.

La cual, continuando la conversación con su marido, que la miraba embelesado, llegó a decirle:

-¡Mucha, muchísima falta estabas haciendo ya para eso, Pedro!

-Pues ¿qué le pasa, Andrea?

-No lo sé; pero, desde hace quince días, no es el que era, y en los ocho últimos le desconozco tanto, que me da pesadumbre. Ni come de traza, ni duerme con sosiego, ni creo que sabe por dónde va. Anoche se metió en casa muy temprano, hecho un palomino atontado, y, por más que le tiré de la lengua, no le pude arrancar una palabra. ¡Con lo alegre que él era y lo...!

-Aprensiones tuyas, Andrea, aprensiones tuyas, porque las mujeres ¡tenéis un modo de querer!...

-¡Te digo que no son aprensiones, Pedro!

-Pues yo bien sereno le he visto esta mañana, y maldito si he notado en él cambio ninguno.

-Porque delante de ti disimula... Mira, Pedro, apostaría la cabeza a que le han trastornado la suya en esa maldita casa, de donde no sale muerto ni vivo.

-¿De qué casa, mujer?

-La de la calle Alta.

-¡Bah!

-¡Cuando yo te lo digo!

El capitán no quiso que se hablara más del asunto; y, creyéndolo o no, afirmó a su mujer que por ese lacio no había nada que recelar.

Al mismo tiempo que esto acontecía en casa de Andrés, Pachuca, la novia de Colo, apremiaba a Sotileza para que le acabara aquel mismo día, que era sábado, la saya nueva que le estaban cosiendo allí. Pero Sotileza, por más que se afanaba en la costura, dudaba mucho que se saliera Pachuca con el empeño.

Ésta, sentada junto a su amiga y ayudándola con los ojos y hasta con ciertos movimientos involuntarios de sus manos, obra de la impaciencia que la consumía, hablaba y hablaba sin cerrar la boca.

Y hablando, hablando, habló de Colo, para ponerle, como era de esperar, en los cuernos de la Luna.

-¿Y cuándo vos casáis? -le preguntó Sotileza.

-No sé qué decirte a eso, hija -respondió Pachuca, suspirando-. Lo que es por casar, ya nos hubiéramos casao rato hace, que él buenas ganas tiene, y yo también; pero córrese que va a sacarse una leva muy luego. Y ya ves tú: casarse hoy pa enviudar mañana...

-Razón tienes, Pachuca. Es mejor esperar a que vuelvan.

-¡Si güelven, los enfelices!

-¡Qué han de hacer sino volver!

-Quedarse allá los probes. ¡Ay, venturaos!... ¡Por esos mares!... Si Dios quisiera que no le allegara el número... ¡Pero le tiene ya tan bajo!... Milagro será que no le llegue, por chica que la leva sea. Una misa de a peseta tengo ofrecía a San Pedro, si no le toca.

-Pus mira, Pachuca -dijo Sotileza con aquel tono dominante que era natural en ella-, sobre que más tarde o más temprano le han de llevar al servicio, yo ofrecería esa misa por que te lo llevaran ahora.

-¿Por qué?

-Porque vuelven de allá muy otros. Siquiera aprenden a andar derechos y a lavarse la cara todos los días. Esa ventaja saldrías ganando al casarte con él de vuelta del servicio.

-Y tú, mujer -preguntó Pachuca en crudo-, ¿cuándo te casas?

-¡Yo! -respondió Sotileza mirando con asombro a su amiga-, ¿con quién?

-Pus con el que tú quieras -dijo Pachuca sin titubear-. ¿No es tuya la calle de arriba abajo? ¿Hay moza en ella más cubiciá que tú?

-Pa poca salú, morirse es mejor, Pachuca.

-¡Cubiciosona! Pues ¿qué quieres? ¿Comerciantes de allá abajo?

-¿Quién ha dicho eso? -exclamó Sotileza al punto, en voz dura y con más duro entrecejo.

-Dígolo yo por decir, mujer -respondió Pachuca, temerosa de que su amiga hubiera echado la broma a mala parte.

-Es que hay dichos, Pachuca -replicó Sotileza con ira mal disimulada-, que son más de temer que los bofetones..., porque hay lenguas que los esparcen como la peste; y bien sabes tú que las hay en esta calle peores que la sarna, y contra qué honras buscan el arrimo.

La pobre Pachuca, que no había pensado en semejantes rumores para decir lo que había dicho a Sotileza, no se hartaba de jurárselo para que no se ofendiera.

-Si no me ofendo de ti, Pachuca -le dijo la hermosa huérfana, esforzándose por dar a su cara y a su voz toda la blandura que podía-. Bien sé que tú no me quieres mal; pero otros no me pueden ver y tiran a matarme, y de esos golpes, que me duelen, salen estos quejidos que no puedo remediar. Otra, en mi caso, te lo callara; yo te lo canto así, porque en ese particular no debo al demonio ni una mala idea.

Hablando Sotileza de este modo, entró en la bodega la vieja tía Ramona, el ama de gobierno del padre Apolinar, preguntando por el tío Mechelín.

-Está a porredanas, y no vendrá hasta más tarde -respondió Sotileza.

-¿Y tía Sidora? -tornó a preguntar la vieja.

-En la plaza.

-Pues yo los buscaba para decirles que pae Polinar quiere que vayan los dos a verse con él en su casa, sin falta ninguna, al anochecer. Ya ellos saben por qué no puede venir acá él mismo. Conque ¿se lo dirás así en cuanto los veas, guapa moza?

-Se lo diré -respondió la aludida, sin dejar de coser.

-¡Bendito sea Dios! -dijo tía Ramona por despedida-. ¡Qué repolluda y qué maja te hizo Su Devina Majestá, y qué agradecía debes estarle!

Y salió arrastrando sus chancletas, mientras Pachuca, mirando a Sotileza, se reía de las exclamaciones del ama del fraile, bien conocida en aquel barrio.

Sotileza, tan pronto como Pachuca la dejó sola y sin la obligación de hablar, aunque fuera poco, empleó todas las fuerzas de su discurso en adivinar la razón del recado traído por el ama del fraile. Nunca había pretendido éste cosa semejante; y, desde algún tiempo atrás, le estaban pasando a ella cosas bien desusadas.

Corrieron las horas, y el matrimonio de la bodega, vestido de media gala, porque, al cabo, tenía que atravesar una parte de las más concurridas de la población, y carcomido por la curiosidad más devoradora, acudió a la cita del padre Apolinar.

Cleto, a la escasa luz del crepúsculo, los vio salir a la calle, desde la taberna del tío Sevilla, donde estaba sentado, con las manos en los bolsillos, las espaldas mal embutidas entre el mostrador y la pared, y la cara a medio zambullir en la pechera de su elástico. No había pegado los ojos en toda la noche última, y había vuelto de la mar sin acordarse de lo que le había ocurrido en ella. Pae Polinar no hacía nada por él, y Andrés le cerraba todas las puertas. No tenía más remedio, para abrirlas, que valerse de su propio esfuerzo. Estaba dispuesto a hacerle como Dios y sus ahogos le dieran a entender, y en esto pensaba cuando vio a los viejos de la bodega salir a la calle juntos.

Alzóse súbitamente de su banco; esperó a que aquéllos doblaran la esquina de la cuesta del Hospital; miró después al balcón de su casa y a lo ancho y a lo largo de la calle, y, viéndolo todo libre del enemigo que le espantaba en la empresa que iba a acometer, llegó en dos zancadas al portal y se coló resuelto en la bodega.

Sotileza continuaba cosiendo la saya de Pachuca a la luz del candil que acababa de colgar en la pared. Por verse Cleto delante de ella, palpó la dificultad con que ya contaba él, no obstante la firmeza de su resolución. ¡La palabra, la condenada palabra, que se le negaba siempre que más falta le hacía!

-Pasaba -balbuceó, temblando de cortedad-, pasaba... por ahí delante..., y pasando así, dije: «Voy a entrar un rato en la bodega.» Y por eso entré... ¡Paño! ¡Güena saya coses! ¿Es pa ti, Sotileza?

Sotileza le dijo que no; y, por cortesía, mandóle que se sentara.

Sentóse Cleto muy separado de ella y mirándola, mirándola en silencio largo rato, como si tratara de emborracharse por los ojos para romper así las trabas de su lengua, acertó a decir:

-Sotileza; una vez me pegaste un botón... allí afuera..., ¿te alcuerdas?

Sotileza se sonrió un poco sin levantar la vista de su labor, y respondió a Cleto:

-¡Pues mira que ya ha llovido de entonces acá!

-Pos pa mí -dijo Cleto más animado- aticuenta que jue ayer.

-Bueno -repuso Sotileza-, ¿y qué hay con eso?

-Pos con eso hay -continuó Cleto- que dimpués de aquel botón, que era de asa, y entodía le tengo en estos otros calzones... ¡míale aquí!... Dimpués de aquel botón, jui entrando, entrando en esta casa... porque no se pué parar en la mía, Sotileza. Bien lo sabes tú, ¡paño! ¡Aquello no es casa, ni aquéllas son mujeres, ni aquel hombre es hombre! Pos güeno; yo no sabía de cosa mejor que ello... ¿Te alcuerdas?¡Paño! ¡Si vieras lo que ese golpe me ha dolío a mí dimpués, acá!...

Sotileza, comenzando a asombrarse de aquello que oía, porque nunca cosa igual ni parecida había oído de tales labios, clavó sus ojos en Cleto; con lo cual cortó, no solamente la palabra, sino hasta la respiración del pobre mozo. En seguida le dijo:

-Pero ¿por qué me cuentas ahora esas cosas?

-Porque hay que contarlas, Sotileza -atrevióse Cleto a responder-; por eso mesmo, y porque naide ha querío venir a contártelas por mí..., ¡paño! Me paece que en ello no ofendo a naide... Porque verás tú, Sotileza; verás tú lo que me pasa. De pronto no caía yo en la cuenta de ello y me dejaba hinchar, hinchar de aquellas marejás que iba embarcando según entraba yo aquí; y tú, crece que te crece... ¡Paño, qué arbolaúra ibas echando de día en día, Sotileza! Yo no ofendía a nenguno con mirar eso..., me paece a mí; ni tampoco por alegrar la entraña con el recreo de esta bodega, una vez que otra. Arriba, na de ello: mucha negrura..., la honra de las gentes por el balcón abajo; sin ley unos a otros... ¡Paño, esto hace mala sangre..., aunque uno la tenga de azúcara!... Y por eso te di aquella patá, Sotileza; que si no, no te la diera; y lo sé, porque si aquí se me dice: «Cleto, échate de cabeza por el Paredón», por el Paredón me echo, Sotileza, si con ello te das por bien servía, aunque otra cosa no me valga que el despeñarme... Pos güeno; de estos sentires, na sabía endenantes, Sotileza; aprendílos aquí sin preguntar por ellos y sin agravio de naide... Ya ves tú, no jue culpa mía... Me gustaban, ¡paño!, me gustaban mucho, me sabían a las puras mieles; ¡como que nunca me había visto en otra, Sotileza!... Y me hartaba, me hartaba de ellos... hasta que no me cogieron en el arca... y dimpués, tumba de acá, tumba de allá, a modo de maretazos por aentro; poco dormir y un ñudo en el pasapán... Mira, Sotileza: pensaba yo que no había mal como las pesaúmbres de mi casa... Pus mejor dormía con ellas que con estos sentires de acá abajo... ¡Pa que lo veas, paño! Me paece que tampoco en esto ofendía yo a naide, ¿verdá, Sotileza?... Porque al mesmo tiempo que esto me pasaba, mejor y mejor vos iba quisiendo ca día, y con más respeto te miraba a ti, y más deseos me entraban de verte la voluntá en los ojos, pa servírtela sin que me lo mandaras con la lengua. ¡Y anda, anda así, meses y meses, y un año y otro, con el ajogo en el arca, y sin saber cómo salir a flote! Porque ya ves tú, Sotileza: ¡una cosa es el sentir del hombre, y otra el relatarle, sin palabra, como yo! Dimpués, lo que tú eres..., lo que yo soy: ¡la mesma barreúra, acomparao contigo!... Pero no podía más, Sotileza, y acudí a hombres que lo entienden, pa que hablaran por mí; pero como a ellos no les dolía, ¡paño!, me dieron con la puerta en los bocicos. ¡Mira tú qué falta de caridá! Porque en esto tampoco había mal pa naide, ni se injuriaba a denguno... ¿Te haces tú bien el cargo, Sotileza, de esto que te digo?... Pus porque naide ha querío decírtelo de mi parte, vengo a decírtelo yo, ¡paño!

Sotileza, para quien no era noticia el amoroso sentir de Cleto, que bien claro se lo tenía leído ella, no se asombró de este descosido relato, por lo que descubría; pero sí del inesperado atrevimiento del relatante. Miró a éste muy serena y le dijo:

-Verdá es que no hay agravio en todo lo que me cuentas, Cleto; pero ¿a santo de qué me lo cuentas ahora?

-¡Paño! -respondió Cleto muy admirado-. Pus ¿a santo de qué se cuentan siempre esas cosas? Pa que se sepan.

-Pues ya las sé, Cleto, ya las sé.

-¡Que las sabes!... ¡Podías no! Pero no es bastante eso, Sotileza.

-¿Y qué más quieres?

-¡Que qué más quiero! ¡Paño!... Quiero ser un hombre como tantos que conozco yo; quiero buscarme otra vida que la que traigo, con esta luz que tú mesma me has encendío acá adentro; quiero vivir como se vive en esta bodega, quiero trabajar pa ti, y ser limpio, y curioso, y bien hablao, como tú; quiero barrerte el suelo por onde vaigas, y, cuando me las pidas, traerte hasta las serenitas del mar, que naide ha visto. ¿Te parece poco, Sotileza?

Cleto estaba en este momento verdaderamente transfigurado, y Sotileza admirada de ello.

-Nunca te vi tan animoso como ahora, Cleto -le dijo-, ni de tanta palabra.

-Es que reventó la ola, Sotileza -respondió Cleto más enardecido-, y yo mesmo creo que no soy lo que antes era. ¡Hasta por tonto me tuve!, y, ¡paño!, ahora juro que no lo soy con esto que siento acá y me hace hablar a la fuerza... Y si este milagro es tuyo sin empeñarte en ello, ¿qué milagros no harías conmigo cuando te empeñaras? Mira, Sotileza, yo no tengo vicios; soy arrimao al trabajo; no sé querer mal a naide; estoy hecho a poco; no conocí, en lo mejor de la vida, más que tristezas y pesaúmbres..., viendo aquí cosa muy diferente, ya sabes cómo la estimo y quién tiene la culpa de ello; en esta casa hace falta un hombre..., ¿te vas enterando, Sotileza?

Sotileza se enteraba demasiado; y por eso respondió a Cleto, con cierta sequedad:

-Sí; pero ¿qué adelantas con que me entere?

-¡Otra vez, paño! -dijo Cleto exasperado-. ¿O es eso darme el no con cortesía?

-Mira, Cleto -respondió fríamente Sotileza-, yo no tengo obligación de responder a todas las preguntas que se me hagan sobre estos particulares; por eso vivo metida en casa sin tirar de la lengua a naide. Yo no te quiero mal, y sé muy bien lo que vales; pero tengo acá mi modo de sentir y quiero guardarle por ahora.

-Lo dicho, Sotileza -exclamó Cleto desalentado-: eso es un barreno pa que me vaiga a pique.

-No es tanto como eso -replicó Sotileza-. Pero ponte en un caso, Cleto; si en lugar del no que temes, te diera el que vas buscando, ¿qué adelantarías con ello? Si pa entrar en esta casa, no más que por pasar el rato, tienes que esconderte de las gentes de la tuya, ¿qué sería sucediendo lo que tú quieres?

-¡Justo!... ¡Lo mesmo que me dijeron los otros!... ¡Paño! ¡Eso no está en ley!... ¡Yo no escogí la familia que tengo!...

-Pero ¿quién te dijo lo mesmo que yo, Cleto? -preguntó Sotileza, sin reparar en las exclamaciones del pobre mozo.

-Pae Polinar, en primeramente.

-¡Pae Polinar!... ¿Y quién más?

-Don Andrés.

-¿A esa persona le fuiste con el cuento, animal?... ¿Y qué te dijo?

-Las mil indinidades, Sotileza. ¡Muerto me dejó!

-¡Lo ves!... ¿Y cuándo fue ello?

-Ayer por la tarde...

-¡Bien merecido lo tienes! ¿A qué vas tú a nadie con esas coplas?

-¡Paño, ya te lo dije! Me ajuegaba el hipo... Faltábame arrojo pa hablarte de ello, y buscaba gentes que lo hicieran por mí... ¡No las buscara hoy, paño, ya que he roto a hablar!... Pero no es este el caso, Sotileza.

-¿Cuál es si no?

-Que porque arriba sean malos, lleve yo las triscas.

-Yo no te las doy, Cleto.

-Harto me las das, ¡paño!, si me cierras la puerta por los de mi casa.

-No fui tan allá siquiera, Cleto. ¡No querías correr poco! Te puse en un caso. ¿Lo entiendes ahora?

-¡Témome que sí!, ¡por vida de mi suerte!... ¡Pero dímelo claro, que a eso vine aquí!... No te encoja el miedo, Sotileza...

-¡No me hagas hablar!...

-¡Pior es que lo calles, mira... pa según yo estoy! Vamos, Sotileza... ¿te paezco poco?... Pos di cómo me quieres; yo allegaré a serlo, por caro que cueste. ¿Vale más otro, por si acaso? Yo seré más que él si tú te empeñas.

-¡Vaya que es porfía, hombre!

-¡Si me va la vida en ello, Sotileza!... ¡Pus me arriesgara si no, paño!... Mira, too es tener un poco de terneza en la entraña, y dimpués el caso va de por sí solo... Tú me dirás: «por aquí se ha de ir»; y por allí iré tan contento... Poco te estorbaré: con un rinconuco me basta, en lo más apartao... ¡Pior que el que tengo yo ahora!... Comeré lo que tú dejes de lo que yo te gane pa que vivas a la sombra... ¡Si yo vivo de ná, Sotileza! Mira, lo mesmo que Dios está en los cielos, lo que a mí me engorda es un poco de ley, una miajuca de caridá y algo de alegría al reguedor... ¡Paño, qué gusto dará eso!... Conque, ya ves tú lo que pido... No es pa ofenderse naide, ¿verdad?... Porque no se piden los imposibles.

Sotileza acabó por sonreír oyendo al pobre muchacho. Éste insistió en vano para arrancarla una respuesta terminante. La porfía volvió a incomodarla; y Cleto, desasosegado y fosco, llegó a hablar así:

-Pos dime siquiera que esto que te cuento no te da más oírlo en boca de otro.

-Y a ti ¿qué te importa, animal? -saltó aquí Sotileza con un dejillo rasgado e iracundo, que heló la sangre en las venas de Cleto-. ¿Quién eres tú pa pedirme esas cuentas?

-¡Naide, Sotileza, naide!; la basura mesma... ¡y ni siquiera tanto! -clamó el pobre mozo, conociendo la torpeza que había cometido-. Me cegó la pena, y hablé sin pensarlo. Mira, no jue más..., por éstas lo juro.

-Déjame ya en paz.

-¡Pero no me cojas tirria!

-Quítate delante, que harto te aguanté.

-¡Paño, qué mala suerte! ¿No me lo perdonas?

-Si no te largas, no.

-Pos ya estoy andando.

Y así salió aquella vez Cleto de la bodega, mustio y pesaroso, cuando creyó haber estado a medio jeme de salir triunfante y coronado.




ArribaAbajo

- XXI -

Varios asuntos y Muergo de gala


Injuriar fuera la perspicacia del lector, por roma que la supongamos (y no supondré yo tal cosa), declararle aquí, en son de noticia importante, que pae Polinar llamó a su casa al matrimonio de la bodega de la calle Alta para hablarle del asunto que le había encomendado Cleto. El pobre fraile, con el trabajo que le daba el sermón que traía entre cejas, y el miedo que le infundían las hembras de Mocejón, tomó aquel partido para perder menos tiempo y no verse en un trance que tan de lumbre temía.

Cumplió su cometido con poco entusiasmo, y hasta con la advertencia de que él ni entraba ni salía, y la condición de que, si el asunto cuajaba, no supieran ni las moscas del aire que su lengua se había movido ni para aquello poco que decía por servir al obcecado muchacho.

-Cleto es buena persona -dijo al último-. Tendría bien por un lado para ayudar a la casa. No daría guerra en ella; pero la darían otros, sólo por verle allí tan en paz... Ya sabéis de quién hablo. ¿Te acuerdas, Miguel? ¿Te acuerdas, Sidora?... ¡Qué gente, cuerno!; ¡qué gente!... Por otra parte, aunque la muchacha es guapa y honrada de veras, y por ello sólo merece un marqués, como los marqueses no buscan marineras para casarse con ellas, Silda, más tarde o más temprano, tendrá que apechugar con un callealtero del oficio; y este callealtero, greña y palote más o menos, allá se irá en pelaje y en literaturas con el hijo de Mocejón después de limpio y trasquilado... ¿Entendéis lo que digo?... Pues conociendo la voluntad de la interesada, pésense allá en familia las verdes con las maduras de este particular... y al cuerno, hijos; que yo ni entro ni salgo... ¡Y Dios me librará de ello, jinojo!

Las mismas verdes y las propias maduras que el padre Apolinar, veían en el asunto tía Sidora y su marido, con la única diferencia de que la primera para todo lo malo hallaba un remedio; y al segundo, hasta lo mejor llegaba a parecerle muy malo en cuanto se metía a comparar el oro bruñido de Sotileza con el cobre roñoso del hombre que la pretendía. Verdad que para tío Mechelín no había nacido galán en el mundo, ni nacería tan pronto, que en buena justicia la mereciera.

Sotileza había comprendido, por todo lo que le dijo Cleto, después del recado que le dio la criada del padre Apolinar, que en casa de éste se había tratado el mismo punto que acababa de ventilarse en la bodega. De modo que, a media palabra que la dijo tía Sidora después de convenir con su marido en que era hasta deber de conciencia consultar, sin perder un instante, la voluntad de la interesada, le salió ésta al encuentro para referir lo que le había sucedido con Cleto.

-Mejor pa nosotros -dijo tía Sidora-, que un trabajo nos quitas con saberlo ya.

-¡Uva! -confirmó tío Mechelín, golpeando el suelo maquinalmente con uno de sus pies.

Silda callaba y cosía. Tía Sidora añadió, después de un ratito de silencio:

-Conque tú dirás, hijuca.

-¿Qué quiere usté que diga?

-Lo que te paezca, sobre el caso.

-Por sabido se calla.

-Poco decir es.

-Y la metá sobra.

-Quisiera yo, hijuca, que te pusieras en los casos... Hoy na te falta, gracias a Dios; pero mañana o el otro... ya ves tú..., semos mortales, y viejos además, y con poca salú..., has de verte sola..., ¡y puede que muy luego!... La casta es mala... ¡mala!..., no puede ser peor; pero él es un venturao, noble como el pan... Con una miaja de aseo y bien vestido, campará mucho, porque es buen mozo de por sí... No te lo empondero tanto pa metértelo por los ojos, sino porque éste es un caso de que se pongan las cosas en su punto, pa que al resolver no te engañes.

-¡Uva! -dijo Mechelín cambiando de pie para golpear el suelo.

Como Sotileza no daba lumbres, tía Sidora, algo picada por ello, añadió en seguida:

-¡Pero hijuca, respóndenos algo, por el amor de Dios, pa que uno sepa los tus sentimientos! Si temes engañarte por ti mesma, ¿quieres que pidamos consejo, pinto el caso, a don Andrés?

-¡Ni se lo miente siquiera! -saltó la moza inmediatamente-. No hace falta ese consejo, ni el de naide tampoco; que bien sé yo lo que me conviene.

-Pos eso queremos saber, hijuca: lo que te conviene a ti a la hora presente.

-¡Uva!

-Me conviene que me dejen en paz sobre esos particulares; que no me hablen más de ellos; porque no me hace falta, porque ca uno se entiende, y lengua me sobra pa decir: «esto quiero» cuando sea de menester. Así estoy a gusto..., y Dios dirá mañana. ¿Me entienden ahora?

Y así quedó, por entonces, aquel asunto.

Con bastante más calor se ventilaba otro bien distinto en todas las tertulias y cocinas de la calle, desde la noche anterior. Este asunto era el del regateo propuesto por el Cabildo de Abajo, y aceptado por aclamación a claustro pleno en la taberna del tío Sevilla. En aquellos tiempos, todavía los mareantes santanderinos no habían pensado siquiera en meterse en otras aventuras que las del oficio; y un empeño de tal naturaleza removía en ambos Cabildos el entusiasmo de la gente moza, y calentaba la sangre en los entumecidos cuerpos de los veteranos. Porque no se trataba de un lance particular entre dos lanchas rivales, sino de un suceso que revestía toda la solemnidad de los grandes conflictos entre dos pueblos limítrofes. No eran unos cuantos remeros del Cabildo de Abajo que desafiaban a otros tantos del Cabildo de Arriba, ni se trataba tampoco de ganar, en concurso libre, un premio ofrecido por un particular o por el Ayuntamiento, lances en que caben amaños para repartir la ganga entre los competidores, y apenas se siente al amor propio; esto era muy distinto: era un Cabildo en masa desafiando al otro Cabildo, nada menos que para el día de los santos patronos del retador, patronos, a la vez, del Obispado, fiesta solemnísima en Santander; a la pleamar de la tarde, cosa de las tres y media; con el Muelle atestado de curiosos: y se regateaba una onza, sacada de la entraña misma del tesoro de los contendientes; y los mareantes de Abajo eran vanidosos porque eran muchos, comparados con los de Arriba... En fin, que particularmente para éstos, el suceso venía a ser una verdadera cuestión internacional; y por tanto, no es de extrañar que anduvieran interesados en ella hasta los gatos y los perros de la calle Alta.

Con este motivo, la bodega de tío Mechelín se vio por las noches más concurrida que de ordinario; pues como no le gustaba ni le sentaba bien salir a la taberna, donde se hablaba mucho del caso, los camaradas que le querían de veras, y no eran pocos, iban de vez en cuando a remozarle los ánimos con los dichos de la taberna, o a pedirle su autorizado parecer, siempre que se necesitaba.

Todo esto contrariaba grandemente a Andrés, porque le alejaba de aquellos sitios en la ocasión en que más sentía la necesidad de frecuentarlos hasta conseguir siquiera un cuarto de hora de libertad para advertir a Silda, tan celosa de su honra cuando se trataba de él, lo expuesta que la tenía en boca del salvaje Muergo. En esto no faltaba a la palabra empeñada, porque cuando la empeñó no contaba con lo que oyó después a aquel animal. Y aunque en opinión de Silda faltara, ¿qué? Si le estaba engañando, tonto fuera él en guardarla tan inmerecidas consideraciones; si Muergo mentía, hasta deber de conciencia era advertírselo a ella. Pero aquel ir y venir de gentes extrañas, con lo que ya se había dicho de él por sus visitas a la bodega... y la actitud de su padre, tan distinta de las de otras veces; lo que le advertía, lo que le vigilaba...; las amenazas de Luisa, que podían cumplirse a la hora menos pensada...; y entre tantas contrariedades, espoleado a la vez por los ímpetus de su carácter impaciente y fogoso, discurría las cosas más absurdas, llegaba a veces con sus proyectos a las lejanías más peligrosas. Y era lo peor que ni siquiera se asombraba de ello. Todo se sabía: pensamientos apretados en la mollera de Andrés, resolución descabellada.

En cambio, Cleto se congratulaba, a su modo, en aquel inusitado crecimiento de tertulianos en la bodega, porque así pasaba él más inadvertido en ella. Entraba como uno de tantos, y Sotileza no tenía pretexto siquiera para tacharle de porfiado. Observar sin que le observaran; ver sin ser visto, como quien dice. Esto se lograba allí a la sazón y esto le convenía desde que pae Polinar le había dicho que tenía de su parte la voluntad de los dos viejos. ¡Qué bien le supo la noticia! Con lo que él le había dicho a Sotileza y lo que ellos la añadirían, su negocio podía llegar a arreglarse a la hora menos pensada. Entretanto, mucho ojo y mucha prudencia. Y así se conducía, con el pechazo repleto de esperanzas.

Muergo volvió a la bodega dos noches después de aquel su altercado con Andrés. Con el clavo que este lance le dejó adentro, la cuestión pendiente entre ambos Cabildos y media juma de aguardiente que llevaba, armó en la tertulia un alboroto, y su tío le prohibió volver a poner allí los pies mientras duraran aquellas excepcionales circunstancias, por obra de las cuales andaban los ánimos muy vidriosos en uno y en otro Cabildo.

El de Arriba preguntó al de Abajo, que era el retador, hasta dónde quería el regateo, y desde dónde: él a todo se allanaba.

Respondió el de Abajo que hasta la Peña de los Ratones, desde la escalerilla de los Bolados, según costumbre.

En aquel mismo día comenzaron los preparativos Arriba y Abajo. Por de pronto, rasca que rasca los pantoques y branques de las lanchas, hasta dejarlos más lisos que la misma seda; y después, afirma bancos, bozas y toletes, y luego carena por lo fino, hasta que no pase una gota de agua; y venga alquitrán que cubra y no pese; y pinta los costados, y dale, por último, sebo a los pantoques, o jabón, si se teme que el sebo se agarre demasiado.

La lancha de Arriba se pintó de blanco con cinta roja; la de Abajo, de azul con cinta blanca. Cleto y Colo formaban parte de la tripulación escogida para la primera; Cole y Guarín, de la segunda. Muergo se quedó sin plaza, porque no era de fiar en lance tan delicado, no por falta de empuje, sino por su brutal informalidad. Sintió a su modo el desaire; pero se consoló pensando en que ese día estrenaba vestido, con zapatos y todo, y con el propósito de dar un tiento al palo ensebado, después del regateo.

Y así fue llegando el 30 de agosto, con regocijo de tantas gentes, y trasudores del padre Apolinar, que apenas pegó los ojos en toda la última semana, empeñado en meter en la memoria todo lo que había borrajeado durante tres meses cumplidos.

Al amanecer, ya estaba Muergo en la Rampa Larga refregándose la cabezona y las patazas con el agua del mar. Después, dejando que éstas se fueran secando por sí solas, mientras iba de vuelta a su casa para ponerse el vestido nuevo, pasábase el gorro por la cara y se peinaba la greña con los dedos.

Una hora más tarde, cumpliendo regocijadísimo los deseos y el encargo de Sotileza, subía hacia la calle Alta, reventando en su atavío flamante y resbalándose a cada paso en las aceras, porque no se amañaba con aquellos zapatos de suela algo convexa y muy bruñida, que acababa de estrenar.

Increíble parecía a los que le miraban el relieve que adquiría su fealdad envuelta en paño fino y en camisa limpia. ¡Qué relucir de pellejo!; ¡qué caer de melena por debajo de la ancha gorra con borla de cordoncillo!; ¡qué arqueo de brazos!; ¡qué sonreír de gusto!..., y ¡qué andares aquéllos!

Sotileza se santiguó tres veces en cuanto le tuvo delante, y juntó después las manos y abrió mucho los ojos, como si se asombrara de que pudieran llegar a tal extremo las humoradas de la naturaleza.

-Aguántate así, Muergo -le dijo entusiasmada-. Deja que te arrepare un poco desde lejos. ¡Bendito sea el Señor!

-¿Te gusto, puño? -exclamó el otro, parándose esparrancado en mitad de la salita-. ¿Te paizco bien con esta empavesá? ¡Ju, ju!... ¿Ónde está mi tío?

-Están a misa los dos... No te marches hasta que vuelvan... Quiero que te vean así.

-¡Ni falta que hacen, puño!... Pa que me güelvan a echar... Por ti vine yo, Sotileza..., porque te lo ofrecí; y, más a más, tengo que decirte una cosa que me jurga mucho acá entro, ¡puño!

-Pues mira -respondió la moza en ademán resuelto-, si llegas a hablarme de cosa que yo no te pregunte, te planto en metá de la calle y no vuelves a entrar aquí. ¿Lo oyes bien?

-¡Puño! ¿También tú?... Pero si tengo un pensar, ¿qué mal hay en echarle juera?

-Cuando venga el caso.

-Es que agora viene, ¡puño!

-¡Te digo que no..., y no seas burro!... ¡Madre de Dios!, ¡qué arte de vestirse!... ¡Ven acá, animal!

Muergo avanzó dos pasos hacia Sotileza. Ésta, después de mirarle de arriba abajo, le deshizo el nudo mal hecho de la corbata de seda negra, volvió a hacerle como era debido; estiró los fuelles de la pechera de la camisa y arregló sobre ella las largas puntas colgantes del pañuelo de marga de seda. Muergo le dejaba hacer, sin atreverse a respirar siquiera. Sentía en el pecho la impresión de aquellos dulces manoseos, y temblaba de pies a cabeza.

-¡Qué bardal de pelos! -exclamó la moza después que acabó con la corbata-. ¿Por qué no te han esquilado un poco, arlotón? ¿No hay siquiera un peine en todo el Cabildo de Abajo?

Y en esto le arrancó la gorra de la cabeza, y comenzó a encresparle la melena con los dedos.

-¡Virgen María, si esto es un monte cerrao! Espera que le arregle un poco antes de meter el peine.

Y al mismo tiempo que esto decía, Sotileza hundía las manos en la espesura.

Muergo lanzaba de su pecho rugidos sordos, y Sotileza, lejos de amedrentarse con ellos, tira de aquí y desbroza de allá, cuanto más roncaba él, con mayor ansia hundía ella sus dedos en la escabrosidad. De pronto lanzó Muergo un verdadero bramido.

-¿Te duele? -preguntó Sotileza sin cejar en su empeño.

-¡No, puño! -contestó el bárbaro, bajando más la cabeza-. ¡Jálame más..., más!..., ¡que me gusta mucho!... ¡Más juerte, Sotileza!; ¡puño!... Así, así... ¡Jala más!..., ¡más entodía!... ¡Ayyy!...

Sotileza dio entonces un salto hacia atrás, porque sintió las manazas de Muergo alrededor de su talle.

-¡Eso no! -le gritó al mismo tiempo.

-¡Eso sí, puño! -bramó el monstruo-. ¿Pos qué te pensabas?...

Y avanzó hacia ella, trémulo y erizado, indómito, espantoso.

En el rincón de la salita había una vara con que tía Sidora había sacudido la lana de su colchón unos días antes. Sotileza se abalanzó a ella; y antes que Muergo llegara a tocarle en el pelo de la ropa, ya tenía encima de su alma dos varazos que le arrancaron sendas blasfemias. Muergo se detuvo allí, pero rugiendo y anheloso. Sotileza le sacudió otro par de verdascazos.

-¡Atrás!..., ¡más atrás!... -le gritó al mismo tiempo, fiera y resuelta.

Muergo retrocedió tres pasos.

-¡Más atrás! -insistió Sotileza esgrimiendo la vara-. ¡Allí..., contra la paré!...

Y sólo cuando Muergo arrimó a ella las espaldas, dejó Sotileza su actitud amenazante. Muergo jadeaba, y Sotileza poco menos. Ésta le habló entonces así, como si quisiera clavarle al muro con sus palabras:

-Ése es tu lugar, y éste el mío. ¿Lo entiendes bien? Pues el día en que vuelvas, a quivocarte, será la última vez que te mire a la cara. ¿Te conformas?

-¡Sí, puño! -respondió el otro, como bramaría una fiera acurrucada en el rincón de la jaula.

-Toma ahora la gorra -díjole entonces Sotileza con gran serenidad, después de haberla alzado del suelo.

Muergo alargó la mano.

-Amáñate primero un poco los pelos -le advirtió la resuelta moza, sacudiendo entretanto muy cariñosamente el polvo de la gorra.

Muergo obedeció sin chistar.

-Baja ahora la cabeza.

Muergo obedeció también. Entonces Sotileza, con sus propias manos, le puso la gorra como debía ponerse.

-No la toques -le dijo después de enderezarse el otro, en cuyo pecho se oían zumbidos, como de lejanas rompientes-. ¿Estás contento?

-Pos mírame tú como otras veces -respondió Muergo-. ¡Así..., así!... ¡Ay, puño, qué salú da eso!

Sotileza se echó a reír, y en seguida dijo:

-Cuéntame ahora lo que tenías que contarme.

Muergo, despertando con estas palabras del estupor en que le había hundido la reciente escena, se disponía a referir a Sotileza el encuentro que tuvo con Andrés en las inmediaciones de la Zanguina; pero entraron en la bodega tía Sidora y su marido, que volvían de misa, y el relato quedó sin hacerse.

-¡Alabado sea el Santísimo Nombre de Dios! -exclamó la marinera contemplando a su sobrino-. ¡En los días de su vida discurrió el mesmo Satanás estampa como la que tienes hoy!

-¡Vaya, que paeces un gabarrón empavesao! -añadió tío Mechelín haciéndose cruces.

Con esto y lo que le había pasado poco antes, acabósele la paciencia a Muergo; el cual, con dos reniegos y una interjección brutal por toda despedida, largóse de allí resuelto a no parar hasta Miranda, en cuya ermita ondeaba, desde el amanecer, la bandera del Cabildo de San Martín de Abajo, y clamoreaba el sonoro esquilón, recreándose en todo ello los ojos y los oídos de los devotos mareantes que, paso a paso, iban acercándose allá por los atajos del breve y hondo valle intermedio.




ArribaAbajo

- XXII -

Los de Arriba y los de Abajo


El Sardinero, en cuyas soledades se alzó en breves días un edificio, uno solo, destinado a fonda y hospedería, había vuelto a quedarse desierto y abandonado de todos, por obra de un lamentable suceso ocurrido en sus playas. Pasaban veranos y solamente algún entoldado carro del país, que servía de vehículo y de tienda de campaña a tal o cual necesitado de los tónicos vapuleos de las olas, se veía por allí de tarde en cuando; los bailes campestres, tan afamados después acá, andaban a la sazón a salto de romería, y ni siquiera cuajaban en todas ellas; comenzaba a no ser de mal tono entre las familias pudientes lo que en las mismas ha llegado a vicio de veranear en la aldea; un viaje a Madrid era empresa de tres días, y se contaban por los dedos los santanderinos que conocían de vista la capital de Francia; nos visitaban durante media semana los distinguidos herpéticos de Ontaneda, o lo menos vulgar entre los reumáticos de las Caldas o de Viesgo, al fin de sus temporadas, amén de unas cuantas familias «del interior» que por inexcusable necesidad venían a remojar sus lamparones en las playas de San Martín; y por lo tocante a la gente menuda, que no tenía vapores al Astillero, ni trenes a Boo, ni tranvías urbanos, ni sociedades de baile por lo fino, ni otras recreaciones que tanto abundan ahora; ni estaban absorbidos los pensamientos de los unos por los arduos problemas sociales, ni se desvelaban las otras con los cuidados de remendar en usos y atavío a las señoras de copete, merendaba en el Verdoso o en Pronillo, o triscaba tan guapamente en el Reganche o en los prados de San Roque, con variantes de paseo en los mercados del Muelle, cuando el tiempo no permitía lucir al aire libre los trapillos domingueros.

Quiero decir con todo esto y lo que me callo, por no repetir lo que bien dicho tengo en no sé cuántos libros y ocasiones, que si entre los mareantes de acá, el suceso de una regata, en los tiempos a que voy refiriéndome causaba todavía las apuntadas impresiones, en la población terrestre también despertaba no poco interés, particularmente si, como acontecía en este caso, era muy señalado el día, y la salsilla agregada por el Municipio daba al espectáculo cierta apariencia de fiesta marítima. Cada Cabildo tenía sus partidarios en la ciudad; y en lides de aquella naturaleza, bien recio demostraba sus inclinaciones cada partidario.

Ello fue que, aunque había romería en los prados de Miranda, y el sol calentaba bien, a las dos de la tarde ya estaba a pie firme la primera hilada de curiosos sobre la misma arista del Muelle, desde el Merlón inclusive, hasta cerca de la Capitanía del Puerto. Poco después se formó la segunda fila; y en seguida la tercera, y la cuarta, y la quinta, siempre empujando las de atrás a las precedentes y culebreando, entre todos, los muchachos, y nunca perdiendo su aplomo la primera, ni zambulléndose en la bahía un espectador. Cómo se obra este milagro, nadie lo sabe; pero el milagro es aquí un hecho a cada instante.

Detrás de las cortinas tendidas sobre las barandas de los balcones, comenzaban ya las damas a colocarse en apretados racimos, dando la preferencia las de casa a las invitadas de fuera. En el fondo, rostros barbudos. Después iban desapareciendo poco a poco las cortinas, y aparecían, en su lugar, sombrillas y paraguas de todos los imaginables colores; con lo cual, cada balcón ofrecía el aspecto de una maceta enorme con flores colosales.

En el Muelle, entre la última fila de curiosos y las casas, buscando agujeros o rendijas por donde colarse, la atolondrada familia del boticario de Villalón; explicando el intríngulis de la regata, que jamás habían visto, a sus respectivas y emperifolladas esposas, el castizo hatinero de Medina del Campo, o el reseco magistrado de Valladolid; risoteando con su novio la repullada sirvienta, y contoneándose los almibarados pollos, no tan encanijados como la crema de ahora, mientras lanzan pedazos de corazón a los balcones, con flechas de miradas mortecinas. De tarde en cuando, cohetes al aire desde el Círculo de recreo y trasera de la Capitanía.

De pronto, la música de la caridad resonando a lo lejos; después más cerca, y luego más cerca todavía... hasta que los menos torpes de oído pueden notar que vienen tocando un pasodoble, con bríos muy intermitentes. Las masas se revuelven hacia la escalerilla de los Bolados, a poca distancia del Merlón, y por ella bajan los músicos imberbes; y después, de lancha en lancha, de bote en bote y como Dios y su agilidad les dan a entender, llegan a encaramarse en el puente de un quechemarín que tiene por bauprés una percha ensebada: la cucaña del Ayuntamiento. Y vuelta a soplar allí los pobres muchachos... Y más cohetes desde allí también.

Las lanchas y los botes que rodean al quechemarín y se prolongan en ancha faja hacia el norte y hacia el sur, con otras lanchas y otros botes que hay enfrente, llenos de gente también, forman espaciosa calle, a uno de cuyos extremos, el de la escalerilla, están fondeadas dos lanchas en una misma línea, paralela al Muelle; y al opuesto, otra que tiene a proa una bandera con los colores de la matrícula de Santander, tremolando en un corto listón de pino. Aquella bandera será la credencial del triunfo, cuando la coja la lancha que primero vuelva de la Peña de los Ratones, distante de ella tres millas al sur de la bahía.

Sopla una ligera brisa del Nordeste; y aprovechándola, voltejean en el fondo de este animado y pintoresco cuadro los esquifes de lujo con todas sus lonas y perejiles al aire. No faltan el Céfiro, regido diestramente por Andrés, a quien acompañan sus amigos; pero no Tolín, que está en el balcón de su casa muy arrimadito a la hija del comerciante don Silverio Trigueras. A media distancia, entre la lancha de la bandera del premio y el quechemarín de la percha ensebada, está, en primera fila, la barquía de Mechelín con toda la gente de la bodega y algunos agregados, los más de ellos por cuestión de amistad, y los menos para ayudar con el remo al veterano de Arriba. Pachuca, con su saya nueva, y Sotileza, hecha un espanto de buena moza, ocupan el lugar preferente; es decir, el centro de la banda que da al callejón despejado. Por una cruel disposición de la casualidad, la familia de Mocejón, puerca, regañona y solitaria, está con su roñosa barquía, dos botes más atrás que la de Mechelín.

De pronto se alza entre las gentes embarcadas y las de tierra un rumor que apaga los tristes jipidos de la música, y aparece como una exhalación, por el sur de la Monja, y entre remolinos de espuma, una lancha blanca con cinta roja, cargada de remeros (ocho por banda), en pelo y con una ceñida camiseta blanca con rayas horizontales, por todo vestido de cintura arriba; casi al mismo tiempo, y en rumbo contrario, aparece otra azul con faja blanca, por delante del Merlón, a rema ligera también y tripulada de idéntico modo. Ambos van gobernadas a remo por el patrón respectivo, de pie sobre el panel de popa.

Las dos se cruzan como dos centellas, enfrente de la escalerilla, entre el alegre vocerío de los tripulantes; y se deslizan y vuelan, y marcan sus rumbos de gaviotas gallardas curvas de blanca y hervorosa estela. Cualesquiera de las dos sería capaz de escribir así con la quilla el nombre de su Cabildo. Después, la rema es despacio: picadas no más con la pala del remo..., y vuelta a volar en seguida para quedarse pronto con las alas tendidas al aire, meciéndose al blando vaivén de las aguas removidas. En estas evoluciones parecen corceles fogosos trabajados por sus jinetes para domar sus impaciencias antes de entrar en la arena del torneo. Y algo hay de esto en los hermosos escarceos de las lanchas antes del regateo, puesto que lo hacen los remeros para ir entrando en calor. ¡Entrar en calor así! ¡Y con la mitad de ello tendría sobrado un forzudo ganapán para no menearse en cuatro días!

En fin, la marea está en su punto; suena la música otra vez; bajan a las dos lanchas de respeto, inmediatas a la escalerilla, personas de ambos pelajes, es decir, el marino y el terrestre; entran de popa en el callejón las dos lanchas del regateo; atrácase cada una de ellas a otra de las del Jurado; sujétanlas allí sendos jueces, llamados señores de tierra, mientras las tripulaciones se ponen en orden y se aperciben a la liza; hácese la convenida señal... ¡y allá va eso!

La del Cabildo de Arriba, es decir, la blanca, va por la derecha. A la segunda estropada, está delante de la barquía de Mechelín; y entonces, entre el crujir de estrobos y toletes, rechinar de remos sobre las bozas, el murmullo del torbellino revuelto por las lanchas y el gritar de los remeros, sobresale la voz de Cleto, que rema a proa, lanzando al aire estas palabras resonantes:

-¡Por ti, Sotileza!

Y Sotileza le vio tender su fornido tronco hacia atrás, y, con la fuerza de sus brazos, arquear el grueso remo de palma, como si fuera un acero toledano.

Nada respondió la rozagante callealtera con los labios, porque la emoción sentida con el lance le embargaba el uso de la lengua; y algo hubiera dicho de muy buena gana, ya que no por Cleto solo, aunque no dejó de estimar su cortesía, por el pedazo de honra cabildera que en el empeño se jugaba: pero, en cambio, el viejo Mechelín, vuelto al calor de sus entusiasmos por el fuego de aquellas cosas, agitó la gorra dominguera en el aire, y gritó con la voz de sus mejores tiempos:

-¡Hurra por ti, valiente..., y por todos los de allá arriba!

Y las dos lanchas pasan como si misterioso huracán las impeliera; y rebasan en tres segundos de la bandera de honor, que las saluda flameando; y las dos estelas se confunden en una sola; y las puntas de los remos enemigos se tocan algunas veces; y caen y se alzan las palas de éstos sin cesar, y tan a tiempo, como si un solo brazo las moviera; y los troncos de los remeros se doblan y se yerguen con ritmo inalterado: de modo que hombres, remos y lanchas componen, a los ojos deslumbrados del espectador, un solo cuerpo regido por una sola voluntad.

Y así van alejándose, sin que el ojo más sutil pueda notar medio palmo de ventaja en ninguna de las dos. En ocasiones tales, suele decidir el resultado de la lucha una estrategema: algo como zancadilla a tiempo; una atracada de sorpresa, por ejemplo, cuando no se puede cortar el rumbo, en buena ley, a la más animosa; pero en este caso se juega limpio y a cartas descubiertas.

A medio camino, ya se las ve más apartadas entre sí, ganando espacio a la derecha, porque el descenso de la marea comenzará pronto, y hay que contar con la deriva que las apartaría del rumbo conveniente si ahora enfilaran la peña por la proa. Dos minutos después, la simple vista no puede apreciar la diferencia entre sus colores; y un poco más allá, son dos bultos descoloridos, casi informes, y apenas se distingue el aleteo de los remos sino por el centellear del sol en los chorros de líquidos cristales que al levantarse destilan de sus palas.

Al fin desaparece una lancha detrás del islote, y en seguida la otra... y vuelven ambas a aparecer por el este del peñasco, conservando la primera la misma ventaja que al ocultarse las dos. Pero ¿cuál de ellas es la que viene delante? Muchos espectadores dudan: los que miran con catalejos de atalaya o con gemelos de teatro, sostienen que la callealtera; y, según sus dictámenes, su ventaja es tal, que tiene ya ganada la partida sólo con no aflojar la rema, aunque la otra redoble sus esfuerzos.

Poco a poco van tomando forma los dos bultos y aumentando los tamaños y apreciándose movimientos y colores... Ya pueden los ojos más inexpertos medir la distancia que separa a las dos lanchas; y cuando la callealtera está sobre el banco del Bergamín, tiene la azul a más de cable y medio por la proa.

Ninguna de ellas ceja, sin embargo, en sus esfuerzos; en ambas se boga con el mismo coraje que al principio.

Ya que una sola ha de vencer, que se estime por los maestros los méritos de la menos afortunada.

La callealtera avanza como un rayo, y llega a la boca del ancho canal; y desde allí, con los remos en banda ya, regida por su diestro patrón, se atraca a la lancha de la bandera. Arrebátala Cleto de un tirón, entre los ¡hurras! y el palmoteo de la gente; y sin perder su arrancada, la vencedora llega hasta la barquía de Mechelín; y allí Cleto, desencajado, reluciente de sudor, como todos sus camaradas, dice con su recia voz, trémula por el entusiasmo:

-¡Tórnala tú, Sotileza!... ¡pa que la claves tú mesma con las tus manucas!

Y con aplauso de todos, compañeros y circunstantes, entrega la bandera, que en aquel momento era la honra del Cabildo de Arriba, a la hermosa callealtera, que la amarra con sus propias manos, como Cleto lo pedía, al pico del tajamar de la lancha triunfadora. Muchos cohetes en el Círculo de Recreo y en la Capitanía, y muchos trompetazos y cohetes también en el quechemarín.

Mientras tía Sidora y su marido, locos de alegría, abrazan a Cleto, y también a Colo, que se arrima allí para recibir los aplausos de Pachuca entusiasmada, se alza un coro de maldiciones en la barquía de Mocejón por la «desvergonzada» hazaña de su hijo, y llega hasta cerca de la boca del canal, para torcer el rumbo en seguida y desaparecer por detrás del Merlón, la lancha azul del Cabildo de Abajo.

La callealtera había recorrido seis millas en veinticinco minutos.

Cuando terminó esta primera parte de la fiesta, ya estaban sobre el puente del quechemarín, en cueros vivos, salvo la zona cubierta por un pintoresco taparrabos, los contendientes de la cucaña.

Muergo era uno de ellos, y andaba dado a los demonios porque acababa de presenciar desde allí el episodio de la barquía cuando más le estaba requemando la derrota de la lancha de su Cabildo. Pensaba vengarse de Cleto ofreciendo a Sotileza la bandera de la cucaña.

Por verle las gentes asomar al palo, se oyó una exclamación de asombro avanzar en oleadas desde la muchedumbre del Muelle hasta la que circundaba al quechemarín. Parecía un bárbaro australiano, o un salvaje de la Polinesia.

A los dos pasos sobre la percha, se le fueron los pies; perdió el equilibrio, y cayó al agua dando tumbos y pernadas en el aire. Entonces se le tuvo por algo así como un chimpancé, derribado por una bala desde la copa de un árbol de los bosques vírgenes del África. Resoplando en el agua verdosa, buceando y revolviéndose en ella como si fuera su natural elemento, un ballenato pintiparado. A todo se parecía menos a un hombre de raza europea. Y como él tomaba el bureo por aplausos a sus donaires, en cada tentativa de asalto a la cucaña hacía mayores barbaridades.

Desde las primeras, estaba Sotileza con grandes deseos de marcharse de allí; y como a tía Sidora le pasaba lo mismo y a tío Mechelín no le divertía gran cosa, armáronse los remos de la barquía, y fuese ésta poquito a poco hacia la calle Alta.

El lector y yo nos apartaremos también de aquel espectáculo que, con Muergo y sin ellos, cansa muy pronto a los más pacientes espectadores.



Arriba
Anterior Indice Siguiente