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ArribaAbajo- VI -

A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndole que deseaba verle un señor sacerdote.

-¡Un sacerdote a mí! Que entre.

Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puede decirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa. Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entraba haciendo reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muy grasiento. Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto humilde y aun miserable.

Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, pues en tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de los interlocutores, el clérigo accedió a la invitación   —84→   de sentarse, apoyándose en el borde de una butaca.

-Pues -dijo-, siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña Emma Valcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse, no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en el secreto de la confesión... se me ha encargado decirle... Sí, señor, a ella o a su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefiero siempre entenderme con... mis semejantes... masculinos, digámoslo así. A falta de usted no hubiera vacilado, créame, señor mío, en abocarme, si a mano viene, con la misma doña Emma Valcárcel, heredera universal y única de...

-Pero vamos, señor cura, sepamos de qué se trata -dijo con alguna impaciencia Bonifacio, que lleno de remordimientos aquella mañana, sentía exacerbada su costumbre supersticiosa de temer siempre malas noticias en las inesperadas y que se anunciaban con misterio.

-Yo exijo... es decir... deseo... no por mí, sino por el secreto de la confesión... lo delicado del mensaje...

El cura no sabía cómo concluir; pero miraba a la puerta, que había quedado de par en par.

Como su mujer dormía a tales horas, Bonifacio no tuvo inconveniente en levantarse y   —85→   cerrar la puerta de la estancia, pues no siendo Emma, nadie se atrevería a pedirle cuenta de aquellos tapujos.

-Lo que usted quería era esto, ¿verdad? -dijo con aire de triunfo, y como hombre que manda en su casa y que puede a su antojo tener las puertas de su gabinete abiertas o cerradas.

-Perfectamente, sí, señor, eso; secreto, mucho secreto. De usted para mí nada más... Después usted dará cuenta de lo sucedido a su señora esposa... o no se la dará; eso allá usted... porque yo no me meto en interioridades... Al fin usted será, naturalmente, el administrador de los bienes de su señora... y aunque yo no sé si estos son parafernales o no... porque no entiendo... y... sobre todo no me importa, y, al fin, el marido suele administrarlo todo... eso es; tal entiendo que es la costumbre... y como la ley no se opone...

-Pero, señor cura, repare usted que yo no comprendo una palabra de lo que usted me dice... Comience usted por el principio...

Sonrió el clérigo y dijo:

-Paciencia, señor mío, paciencia. El principio viene después. Todo esto lo digo para tranquilidad de mi conciencia. He consultado al chico de Bernueces, que es boticario y abogado... sin precisar el caso, por supuesto... y,   —86→   la verdad, me decido a entregarle a usted los cuartos sin escrúpulos de conciencia... Sí, usted, el marido, es la persona legal y moralmente determinada, eso es, para recibir esta cantidad...

-¡Una cantidad!

-Sí, señor, siete mil reales.

Y el cura metió una mano en el bolsillo interior de su larga y mugrienta levita de alpaca, y sacó de aquella cueva que olía a tabaco, entre migas de pan y colillas de cigarros, un cucurucho que debía de contener onzas de oro.

Bonifacio se puso en pie, y sin darse cuenta de lo que hacía, alargó la mano hacia el cucurucho.

El cura se sonrió y entregó el paquete sin extrañar aquel movimiento involuntario del marido de la doña Emma, que recibía onzas de oro sin saber por qué se le daban.

Mas Bonifacio volvió en sí y exclamó:

-Pero ¿a santo de qué me trae usted... esto?...

-Son siete mil reales...

-¿Pero de qué? Yo no soy... quien...

Iba a decir que el que allí corría con las cuentas de todo era D. Juan Nepomuceno; pero se contuvo, porque solía darle vergüenza que los extraños conocieran esta abdicación de sus derechos.

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-¿Esto será alguna deuda antigua? -dijo por fin.

-No señor... y sí señor. Me explicaré...

-Sí, hombre, acabemos.

-Estos siete mil reales... proceden... de una restitución... sí, señor; una restitución hecha en el secreto de la confesión... in articulo mortis... La persona que devuelve esos siete mil reales a los herederos, a la única y universal heredera de D. Diego Valcárcel, esa persona ¿me comprende usted?, no quiso irse al otro mundo con el cargo de conciencia de esa cantidad... que debía... y que no debía... es decir... yo... no puedo tampoco hablar más claro... porque... la confesión, ya ve usted, es una cosa muy delicada...

-Sí que es -exclamó Bonifacio, que se había puesto muy pálido y estaba pensando en lo que el cura de la montaña ni remotamente podía sospechar.

-Sin embargo, yo... no debo... así, en absoluto... omitir las circunstancias que explican, en cierto modo, la cosa. Esto, me dije yo a mí mismo, es indispensable para que los herederos, o la heredera, o quien haga sus veces, admitan sin reparo esta cantidad, con la conciencia tranquila de quien toma lo que es suyo. Pues, sí, señores, de ustedes es... ya lo creo... Verá usted; es el caso que... aquí hay   —88→   que omitir determinadas indicaciones que no favorecen la memoria de...

-Del difunto.

-¿De qué difunto?

-Del que restituye...

-No señor; del difunto... de otro difunto. No me tire usted de la lengua, eso no está bien.

-No, si yo no tiro... ¡Dios me libre! Ello será que la casa Valcárcel prestó este dinero sin garantías... y ahora...

El cura estaba diciendo que no con la cabeza desde que Bonifacio había dicho casa.

-No, señor; no fue préstamo, fue donación inter vivos.

-¿Y entonces?

-Entonces... no me tire usted de la lengua. He dicho ya que la cosa no era favorable a la memoria del difunto... X, llamémosle X, que en paz descanse. Bueno, pues no me he explicado bien: es favorable y no es favorable, porque en rigor... él es inocente, en este caso concreto a lo menos; y además, aunque no lo fuera... el que rompe paga... y él quería pagar... sólo que no había roto... ¿Me explico?

-No, señor; pero no importa. No se moleste usted.

Al cura empezaba a parecerle un majadero el marido de la doña Emma Valcárcel.

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-¿Usted conoció... trató al difunto... Don Diego?

-Sí, señor; como que era mi suegro... quiero decir, mi principal.

-¿Si estará loco, o será tonto este señorito? -pensó el clérigo.

De repente se le ocurrió una idea feliz.

-Oiga usted -exclamó-. Ahora se me ocurre explicárselo a usted todo mediante un símil... y de este modo... ¿eh?, se lo digo... y no se lo digo, ¿me entiende usted?

-Vamos a ver -dijo Bonifacio, que apenas oía, porque estaba manteniendo una lucha terrible con su conciencia.

-Figurémonos que usted es cazador... y va y pasa por una heredad mía; supongamos que soy yo el otro; bueno, pues usted ve dentro de mi heredad un ciervo, un jabalí... lo que usted quiera, una liebre...

-Una liebre -dijo Reyes maquinalmente.

-Va, y ¡pum!...

El fogonazo, remedado con mucha propiedad por el cura, hizo dar un salto a Bonis, que estaba muy nervioso.

-Dispara usted su escopeta y me...; no, no conviene que sea liebre; es mejor caza mayor para mi caso; y cae lo que usted cree robezo o ciervo...; pero no hay tal ciervo ni robezo, sino que ha matado usted una vaca   —90→   mía que pastaba tranquilamente en el prado. ¿Qué hace usted? En mi ejemplo, en mi caso, pagarme la vaca por medio de una donación inter vivos... importante siete mil reales. Yo me guardo los siete mil reales y el chico, digo, la vaca. Pero ahora viene lo mejor, y es que usted no ha sido el matador. El tiro no dio en el blanco, el tiro de usted se fue allá, por las nubes... Sólo que antes que usted, mucho antes, otro cazador, escondido, había disparado también... y ese fue el que mató la res, y se quedó con ella y con los siete mil reales de usted. Pasa tiempo, muere usted, es un decir, y muere también el otro; pero antes de morir se arrepiente de la trampa, y quiere devolver a los herederos de usted el dinero que, en rigor, no es suyo, aunque usted se lo ha dado... inter vivos. (El cura daba gran importancia a este latín, sin el cual no creía bien explicada la idea de la donación.) ¿Eh, qué tal, me ha comprendido usted?

Ni palabra. Bonifacio no comprendió que se trataba de uno de aquellos agujeros de honor que D. Diego había tapado con dinero. En este caso concreto, como decía el cura, la lesión de honra no existía, o, por lo menos, no era D. Diego el causante, y se le había hecho pagar lo que no debía. La persona que había lucrado,   —91→   gracias a la asustadiza conciencia del jurisconsulto, siempre temeroso del escándalo, restituía a la hora de la muerte, por miedo del infierno probablemente.

El cura creyó suficientes sus explicaciones; y, muy satisfecho del símil, cuya exposición le había hecho sudar, se limpiaba el cogote con su pañuelo verde con rayas blancas, sin cuidarse ya de que aquel caballero, que parecía tonto, hubiese comprendido o no... El secreto de la confesión y la buena memoria de D. Diego no le permitían a él ser más largo ni más explícito.

Habló más, pero sin nueva sustancia; insistió mucho en que aquello debía quedar allí, y arrancó a Bonifacio la palabra de honor de que sólo él y su señora, si él lo creía decente, debían enterarse de lo sucedido.

-Nadie más. Ya ve usted, es delicado... y los maliciosos, sobre todo allá en el pueblo, si saben que yo vine... y entregué... enseguida caen en la cuenta. Mucho sigilo pues. Además, la misma señorita... quiero decir, la señora de usted, debe saber lo menos posible; podría cavilar... y las mujeres, sobre todo las casadas, las cazan al vuelo, y podría comprenderlo todo. «Mejor que tú, por lo que veo»; añadió para sí.

Y salió el señor cura de la montaña satisfecho   —92→   de sí mismo, confiado en la palabra de honor de aquel señor soso y casi tonto, que, a pesar de todo, tenía cara de honrado y de persona formal.

-Se puede ser fiel a la palabra y tener pocos alcances, se decía el clérigo bajando la escalera.

A Bonifacio se le había ocurrido, ante todo, ver en aquello que él llamaba casualidad la mano de la Providencia. Pero acto continuo añadió para sí: «La mano de la providencia... del diablo». Porque lo primero que pensó hacer de aquel dinero que le venía llovido del... infierno, fue llevárselo a D. Benito el Mayor, para tapar aquel antro horrible de la deuda, aquel agujero negro, por donde se escapaban las furias del Averno (estilo Bonifacio), gritándole: «Infame, adúltero, ¿qué has hecho de la fortuna de tu mujer?». En vano la razón decía: «Ni tú has sido adúltero hasta la fecha, a no ser por palabra de presente, ni la fortuna de tu mujer está comprometida por ese préstamo de seis mil reales, aun suponiendo que los pagase ella». No importaba; los remordimientos, o, más bien el miedo que tenía a Emma y a D. Juan Nepomuceno, no le habían dejado dormir aquella noche. Lo que él llamaba ser adúltero quedaba en segundo lugar; alambicando mucho, a fuerza de sofismas, tal vez encontraría medio   —93→   de disculpar a sus propios ojos aquel amor ilegítimo... pero lo del dinero no admitía excusas; él había pedido seis mil reales a un prestamista, abusando del crédito de su mujer. Esto era inicuo... y lo que era peor, muy expuesto a una tragedia doméstica. La imaginación, la loca de la casa, le ponía delante el cuadro aterrador: «Emma saltaba de la cama con su gorro de dormir, pálida, huesuda, echando fuego por los ojos y avanzaba en silencio hacia él, estrujando en la mano temblorosa un recibo que D. Juan Nepomuceno acababa de entregarle, impasible, como siempre, envuelto en la dignidad de sus patillas. ¡Lo sabía todo! Lo de los cincuenta duros, lo de los seis mil reales y lo del paseo por la noche... ¡Entre el sereno y Nepomuceno la habían puesto al cabo de la calle! ¡Qué horror! ¡Adónde puede llegar la fantasía!», pensaba Bonifacio temblando de pies a cabeza. Por fortuna aquello no era más que un cuadro imaginado... Pero la realidad podría llegar a parecérsele. Y aquel señor cura se le presentaba con siete mil reales, que él, Bonifacio, podría gastar en lo que quisiera, sin que persona nacida lo estorbase ni lo supiese. Es más, el secreto era allí lo principal. Y ¿cómo guardar el secreto haciendo ingresar aquellos miles en lo que llamaba D. Juan Nepomuceno la caja? Ni el cura ni el que restituía, honrado   —94→   penitente, sabían que él, Bonis, allí no tocaba pito, ni administraba, a pesar de lo que disponían ciertas leyes recopiladas, según le habían asegurado; él, pese a todas las leyes del mundo, no disponía de un cuarto, y sólo servía para firmar como en un barbecho cuantos papeles le presentaba el de las patillas. Pues bien; siendo así, ¿cómo incorporar aquel dinero al caudal de su mujer sin que nadie se enterase? Imposible. Por este lado la conciencia le decía: «Haz de tu capa un sayo». Pero emplear aquellos cuartos en su provecho, ¿no era robar a su mujer? Sí y no. No, porque con ellos iba a tapar una brecha abierta al crédito de la casa Valcárcel. Ya se sabía que él no tenía un cuarto, ni de dónde le viniera, y que D. Benito el Mayor había prestado fiándose del capital de Emma; más era; el mismo Bonifacio reconocía que en su fuero interno siempre había pensado en pagar con dinero de su mujer, aunque le asustaba pensar en el cómo y cuándo. Por este lado no era robar lo que quería hacer. Por otra parte, sí era robar; porque... porque aquello era... un robo, un fraude o como se dijera, pero ello era robar.

Satisfecho de sí mismo hasta cierto punto, en medio de aquella desolación moral, contemplaba la rectitud de su alma, que rechazaba sofismas vanos y gritaba: «¡robar, robar!».   —95→   Lo cual no impidió que Bonis se lavase y vistiera lo más de prisa que pudo y saliese de casa sin ser visto ni oído, con ánimo de estar de vuelta antes que Emma despertase.

«Estas cosas hay que hacerlas así, iba pensando por la calle. Si vacilo, si me estoy días y días dándome jaqueca con la idea de que esto es un crimen... a lo mejor viene el trueno gordo, D. Benito se cansa de esperar, Nepomuceno se entera del caso y... primero morir; cien veces la muerte y el infierno. A pagar, a pagar. ¿No quería secreto el señor cura? Pues ya verá qué secreto. Y soy un ladrón, no cabe duda, un ladrón... Sí, pero ladrón por amor». Esta frase interior también le satisfizo y tranquilizó un poco. «¡Ladrón por amor!». Estaba muy bien pensado. Llegó al portal de la casa del escribano. «¿Subiría? Sí; en último caso, si lo que iba a hacer era un verdadero delito, su honradez heredada, la fuerza de la sangre, limpia de todo crimen, el instinto del bien obrar, en suma, le impedirían llevar a cabo lo que intentaba. Se le trabaría la lengua o se le doblarían las piernas, como en recientes aventuras de otra índole; si nada de esto le sucedía, no debía de haber tal crimen ni tales alforjas».

D. Benito estaba en pie en medio de su despacho oscuro, de techo bajo; estaba rodeado de escribientes que trabajaban en vetustos   —96→   escritorios forrados de muletón verde. Los libros del protocolo, macizos y graves, de lomo pardo, estaban allí, con la solemnidad misteriosa que tal pavor supersticioso infundía en el alma romántica y nada jurisperita de Bonis.

El notario se acercó a su amigo el Sr. Reyes y le frotó las orejas con ambas manos como para entrar en calor. Fingimiento inverosímil, pues estaba la atmósfera que ardía, según el otro.

-¿Qué hay, perillán? ¿A qué viene usted aquí? ¿A robarme tiempo, eh? Pues me lo pagará usted en dinero, porque el tiempo es oro. Y se reía D. Benito, encantado con su propia gracia.

-Sr. García, quisiera hablar con usted dos palabras...

Bonifacio hizo un gesto que pedía una entrevista a solas.

D. Benito, cogiendo al deudor por las solapas del gabán, le llevó tras de sí a un gabinete contiguo, cuyas paredes estaban ocultas también por estantes, continuación del protocolo. Allí estaban los libros de siglos pasados. «¡Dios mío, pensaba sin querer Bonis, bien antiguos son estos líos del papel sellado y las triquiñuelas de los escribanos!». Sin saber por qué, se acordó de haber oído describir las bodegas   —97→   de Jerez y las soleras de fecha remota, que ostentaban en la panza su antigüedad sagrada. «¡Qué diferencia, pensó, entre aquello y esto!».

D. Benito le volvió a la realidad.

-Vamos a ver, señor mío, desembuche usted...


    «Solos estamos los dos,
solos delante del cielo...».



¡Je, je!...

El notario, después de declamar aquellos dos versos de una comedia de aficionados, muchas veces representada en el pueblo porque era de hombres solos, dio una palmadita en el vientre a Reyes; y de pronto se quedó muy serio, muy serio, sin decir palabra, como dando a entender: «Soy todo oídos; basta de chistes; aquí tiene usted al representante de la fe pública, o al prestamista sin entrañas, lo que usted quiera».

-Sr. García, vengo a pagar a usted aquel piquillo...

-¿Qué piquillo?

-Los seis mil reales que usted tuvo la amabilidad...

-¿Qué amabilidad?, quiero decir, ¿qué seis mil reales?... Usted no me debe nada.

-¡Qué bromista es usted! -dijo Bonis, que   —98→   más estaba para recibir los Santos Sacramentos que para chistes.

Y se dejó caer en una silla y empezó a contar onzas sobre una mesa.

Aquel dinero le quemaba los dedos, pensaba él, o debía quemárselos. La verdad era que la operación material de contar el dinero la hizo con bastante tranquilidad, muy atento sólo a no equivocarse, como solía; porque el reducir aquello a miles de reales, le parecía cálculo superior a sus fuerzas ordinarias.

D. Benito le dejaba hacer, estupefacto, o tal vez por el gusto de amateur. Era indudable que el espectáculo del oro le quitaba siempre la gana de bromear. Fuese por lo que fuese, la presencia del dinero siempre era cosa muy seria.

-Aquí están los seis mil; cámbieme usted esta...

-Pero... -a D. Benito se le atragantó algo muy serio también-; pero... ¿qué está usted haciendo ahí, criatura?... ¿No le digo... a usted que... ya no me debe nada?

-Sr. García... celebraría estar de buen humor para poder seguírselo a usted...

-¡Señor diablo!, le digo a usted que ayer mismo me he reintegrado de esa cantidad insignificante.

-¿Ayer?... usted... ¿quién?...

Lo que tenía atravesado en la garganta el   —99→   escribano había saltado sin duda al gaznate11 de Reyes, porque el infeliz se atragantó también.

-A ver, D. Benito, explíquese usted... ¡por los clavos de Cristo!...

-Muy sencillo, amigo mío. Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan Nepomuceno, su tío de usted...

-No es mi tío...

-Bueno... su...

-Bien, adelante; el tío... ¿qué?

-Pero hijo, ¿qué le pasa a usted? Está usted palidísimo, le va a dar algo, ¿será el calor? Abriré aquí...

-No abra usted... hable, hable; el tío... ¿qué?

-Pues nada; que hablando de negocios, vinimos a parar en las probabilidades del resultado de esa industria que van a montar ustedes con el dinero de las últimas enajenaciones.

-¿Una industria? Que vamos a montar... ¿nosotros?...

-Sí, hombre, la fábrica de productos químicos.

-¡Ah!, sí, bien; ¿y qué?

Bonifacio había oído en casa, a los parientes de su mujer, algo de productos químicos, pero no sabía nada concreto.

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-¡Al grano! -dijo más muerto que vivo.

-Yo... con la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor... pariente si el dinero que usted acababa de tomar, honrándome con su confianza, era para los gastos primeros... para algún ensayo; para muestras de... qué sé yo...; en fin, que se me había metido en la cabeza que era para la fábrica. D. Juan... me miró con aquellos ojazos que usted sabe que tiene. Tardó en contestarme; noté eso, que tardaba en hablar. En fin, encogiendo los hombros, me dijo: «Sí, efectivamente, para gastos preliminares, de preparación... pero tengo orden, ahora que me acuerdo, de pagar a usted inmediatamente ese dinero». Yo, la verdad, extrañaba que haciendo tan pocas horas que usted había recogido los cuartos... pero a mí, ¿quién me metía en averiguaciones?, ¿no es eso? En fin, que nos citamos para esta su casa a las diez de la noche, y a las diez y cuarto estaba aquí D. Juan Nepomuceno con seis mil reales en plata. Esta es la historia.

¡Aquella era la historia!, pensó Reyes desde el abismo de su postración. Estaba aturdido, se sentía aniquilado. El tío lo sabía todo... y ¡había pagado! ¿Y Emma? Al acordarse de su mujer experimentó aquella ausencia de las piernas, sensación insoportable que nunca faltaba en los grandes apuros.

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Callaban los dos. El notario comprendió que allí había gato encerrado; «algún misterio de familia», pensaba él. Pero como había cobrado su dinero, de lo que estaba muy contento, como se había reintegrado, sabía contener su curiosidad, que dejaba paso a la más exquisita prudencia. Allá ellos, se decía, y seguía callando.

Rompió el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral:

-Si usted hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua.

-Con mil amores.

Una maritornes sucia y muy gorda presentó el agua con un panal de azúcar cruzado sobre el vaso.

-Gracias; sin azúcar. Nunca tomo azúcar en el agua. Gracias.

Esto lo decía Bonis con los ojos estúpidos clavados en el rostro risueño y soez de la moza; lo decía con una voz y un tono como los que emplean los cómicos al despedirse del pícaro mundo al final de un tercer acto, cuando están con el alma en la boca y un puñal en las entrañas.

El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No pensó en dar explicaciones ni disculpas. Su silencio era muy ridículo, es claro. ¿Qué estaría pensando   —102→   aquel señor? Lo menos, que él estaba loco. Bien, ¿y qué? Valiente cosa le importaba en aquel momento a Bonis que se riera de él el mundo entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis mil reales! Esto, esto era lo terrible. ¿Volvería a casa? ¿Se escaparía?

Viéndole tan conmovido, D. Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra más sobre el asunto misterioso; sin tirarle de las orejas ni andarse con cuchufletas, le despidió muy serio, con rostro compungido como acompañándole en una desgracia tan respetable cuanto desconocida para él; y después de conducirle hasta el primer tramo de la escalera, se volvió a su despacho. Sólo entonces se le ocurrió esta diabólica idea:

-Aquí hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si... es una hipótesis, si hubiera podido haber un medio... así... verosímil... legal... de... de cobrar yo mis seis mil reales, al tío primero, y después otros seis mil al sobrino... Disparate, absurdo; corriente; pero hubiera tenido gracia.

Y dando un patético suspiro, se frotó las manos; y renunciando al ideal de cobrar dos veces, no pensó más en aquello y volvió a sus negocios.

En cuanto a Reyes, al llegar al portal, donde trabajaba y comía un zapatero de viejo,   —103→   tuvo varias ideas y un desmayo. Las ideas fueron las siguientes: «Ese farsante de ahí arriba me ha engañado, he debido tener valor para acogotarle, o, por lo menos, para decirle cuántas son cinco. Miente como un bellaco; el tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor no se fiaba de mí; me conoció en la cara que yo no podía sacar de ninguna parte seis mil reales y se fue al otro... y cantó... Verdad es que yo no le había encargado el secreto. Pero se suponía que lo necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él acudí por su fama de discreto, de hombre de mucho sigilo... Voy a volver arriba a matarle, exprofeso12...».

Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de dejarse caer. Cayó sentado en el portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió en su auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió, como la noche anterior, que le regaban la cara con agua fresca. Y medio delirando, dijo:

-Gracias... sola, sin azúcar.



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ArribaAbajo- VII -

Dio expresivas muestras de gratitud al zapatero, que se ofreció a acompañarle a su casa y salió, sacando fuerzas de flaqueza, a paso largo, sin saber adónde iba. «Yo debía tirarme al río», se dijo. Pero enseguida reflexionó que ni por aquella ciudad pasaba río alguno, ni él tenía vocación de suicida. Pasó junto al café de la Oliva, donde solía tomar Jerez con bizcochos algunos domingos, al volver de misa mayor, y el deseo de un albergue amigo le penetró el alma. Entró, subió al primer piso, que era donde se servía a los parroquianos. Se sentó en un rincón oscuro. No había consumidores. El mozo de aquella sala, que estaba afinando una guitarra, dejó el instrumento, limpió la mesa de Reyes y le preguntó si quería el Jerez y los bizcochos.

-¡Qué bizcochos!, no, amigo mío. Botillería,   —105→   eso tomaría yo de buena gana. Tengo el gaznate hecho brasas...

El mozo sonrió compadeciendo la ignorancia del señorito. ¡Botillería a aquellas horas!

-Ya ve usted... botillería a estas horas...

-Es verdad... es un... anacronismo. Además, el helado por la mañana hace daño. Tráeme un vaso de agua... y échale un poco de zarzaparrilla.

Debe advertirse que Bonifacio y el mozo, al hablar de botillería, estaban pensando en el helado de fresa que allí, en el café de la Oliva, se hacía mejor que en el cielo, en opinión de todo el pueblo.

Servido Reyes, el mozo volvió a su guitarra, y después de templarla a su gusto, la emprendió con la marcha fúnebre de Luis XVI.

Al principio Bonis saboreaba la zarzaparrilla inocente sin oír siquiera la música. Pero la vocación es la vocación. Al poco rato «su espíritu se fue identificando con la guitarra». La guitarra, para Bonis, era a los instrumentos de música lo que el gato a los animales domésticos... El gato era el amigo más discreto, más dulce, más perezosamente mimoso... la guitarra le acariciaba el alma con la suavidad de la piel de gato, que se deja rascar el lomo.

Las trompetas y tambores que imitaban las cuerdas, ya tirantes, ya flojas, le hicieron a   —106→   Reyes ponerse en el caso del rey mártir; y se acordó de la frase del confesor: «Nieto de San Luis, sube al cielo». Lo había leído en Thiers en la traducción de Miñano. Muy a su placer se sintió enternecido. Sabía él que sólo el sentimentalismo podía darle la energía suficiente, o poco menos, para afrontar su «terrible» situación cara a cara con todos los suyos, o, mejor dicho, todos los de su mujer.

Sí, era preciso armarse de valor, ir al suplicio con el espíritu firme del desgraciado rey mártir. Para él era el suplicio la presencia de Emma y de Nepomuceno.

El guitarrista dejó a Luis XVI en el panteón, y saltó a la jota aragonesa.

Se lo agradeció Bonis, porque aquello edificaba; era el himno del valor patrio. Pues bien, lo tendría, no patrio, sino cívico... o familiar... o como fuese; tendría valor. ¿Por qué no? Es más, pensó que su pasión, su gran pasión, era tan respetable y digna de defensa como la independencia de los pueblos. Moriría al pie del cañón, a los pies de su tiple, sobre los escombros de su pasión, de su Zaragoza...

-No disparatemos, seamos positivos -se dijo.

Y se llevó las manos a los bolsillos con gesto de impaciente incertidumbre... ¿Si habría dejado aquellas onzas en casa del infame?...   —107→   No... estaban allí, en el bolsillo interior del gabán... ¡lo que era el instinto! No recordaba cómo ni cuándo las había recogido y envuelto otra vez en su cucurucho.

Después que palpó su tesoro, empezó a sentirlo por el peso, peso que le oprimía dulcemente el pecho. Daba el dinero, aunque pareciera mentira a un ser tan romántico, daba cierto calorcillo suave. «¡Siete mil reales!» se decía; y experimentaba consuelo en sus tribulaciones; y sobre todo le animaba la conciencia de un valor cívico que nacía de la presión de aquellas onzas... ¡Oh! Es indudable lo que dice el catedrático de economía y geografía mercantil en la tienda de Cascos: «La riqueza es una garantía de la independencia de las naciones». Si estos siete mil reales fueran míos, yo afrontaría con menos miedo mi terrible situación. Huiría al extranjero; sí, señor, me escaparía... ¡Y si ella me acompañaba! ¡Oh!... ¡Qué felicidad!... Juntos... en aquel rincón de Toscana o de Lombardía que ella conoce. Pero ¡ay!, siete mil reales eran muy pequeña cantidad para compartirla con una dulce compañera. En realidad, ¡qué pobre había sido él toda la vida! Había vivido de limosna... y quería ser amante de una gran artista llena de necesidades de lujo y de fantasía... ¡Miserable!... Se puso colorado recordando ciertas   —108→   reticencias maliciosas y alusiones tan embozadas como venenosas de sus amigos envidiosos. El día anterior, el lechuguino, que en vano había querido conquistar a la Gorgheggi, había dicho en la tienda de Cascos:

-Estos señores creen que usted se entiende con la tiple, Sr. Reyes; pero yo defiendo la virtud de usted... y le ayudo en su campaña para desarmar la calumnia. Y mi argumento es este: «El Sr. Reyes sabe que una mujer de estas es muy cara, y él no ha de querer arruinarse y arruinar a su mujer por una cómica. Y sin regalos, y de los caros, es ridículo obsequiar a una artista de tales pretensiones. Es usted demasiado discreto».

La verdad era que si hasta la fecha no había necesitado más dinero que el prestado a Mochi, en adelante, si aquellas relaciones se formalizaban... Sí, era indispensable disponer de cuatro cuartos. Por muy desinteresada que se quisiera suponer a Serafina, y él la suponía todo lo desinteresada que puede ser la mujer ideal (el bello ideal), era indudable que si seguían tratándose y crecía la intimidad, llegarían ocasiones en que alguno de los dos tendría que pagar algo, hacer algunos gastos... y el ideal no llegaba al punto de exigir que pagase la mujer. No, tendría que pagar él. Pero ¿con qué? «Con el dinero que tenía en el bolsillo».   —109→   Esto le dijo la voz de la tentación, pero la voz de la honradez, antipática por cierto, contestó: «¡Ese dinero no es tuyo!». La guitarra, que seguía hablando al alma de Bonis, se inclinaba al partido de la tentación. La música le daba energía y la energía le sugería ideas de rebelión, deseo ardiente de emanciparse... ¿De qué? ¿De quién? De todo, de todos; de su mujer, de Nepomuceno, de la moral corriente, sí, de cuanto pudiera ser obstáculo a su pasión. Él tenía una pasión, esto era evidente. Luego no era rana, por lo menos tan rana como años seguidos había pensado.

Salió del café en un arranque de actividad que le sugirió también la energía reciente, y tomó el camino de su casa dispuesto a afrontar la situación y a no soltar los cuartos por lo pronto. Es claro que él acabaría por hacer ingresar aquellos siete mil reales en caja; pero, ¿cuándo? No corría prisa.

Como en la calle ya no oía la guitarra del mozo del café, se le empezó a aflojar el ánimo, y sin darse clara cuenta de sus pasos, en vez de entrar en su casa se encontró en el vestíbulo del teatro. Era hora de ensayo. Allí estaría Serafina de fijo. Tampoco le desagradó aquel cambio instintivo de rumbo. Era otra prueba de que estaba muy enamorado.   —110→   Siempre había leído que los buenos amantes, en casos análogos, hacían lo que él, seguir el misterioso imán del amor. ¡Oh!, y lo que él necesitaba era estar bien seguro de que experimentaba una pasión fatal, invencible. Averiguado esto, todas las consecuencias, fatales también, las reputaba legítimas.

Ocho días después Bonis no se conocía a sí mismo, y se alegraba: es más, ni pensaba en conocerse.

Serafina era suya, y él, por supuesto, era de Serafina, hasta donde podía serlo aquel mísero esclavo de su mujer. Caricias como las de la italiana-inglesa, Reyes ni las había soñado. «¡Nunca creí que el placer físico pudiera llegar tan allá!», se decía saboreando a solas, rumiando, las delicias inauditas de aquellos amores de artista. Sí, ella se lo había asegurado, el amor de los artistas era así, extremoso, loco en la voluptuosidad; pasaba por una dulcísima pendiente del arrobamiento ideal, cuasi místico, a la sensualidad desenfrenada...

En fin, él veía visiones; pero ¡qué hermosas, qué sabrosas! Tenía que confesar que «la parte animal, la bestia, el bruto, estaba en él mucho más desarrollado de lo que había creído». No pensaría Bonis que el inofensivo flautista que olía a aceite de almendras, tenía dentro de sí aquel turcazo voluptuoso que se dejaba   —111→   querer al estilo artístico-oriental tan ricamente. Y, sin embargo, el alma, el espíritu puro, velaba, ¡sí, velaba!, y Serafina era la primera en mantener aquel fuego sagrado de la poesía. «¡Besos con música! El que no sabe lo que es esto no sabe lo que es bueno. Niego que haya moralista con derecho a reprenderme por mi pasión, si el tal nunca ha gustado esta delicia, ¡besos con música!...». Pero el mayor encanto, el éxtasis de la dicha, estaba en otra parte; en la íntima alegría del orgullo satisfecho.

-Serafina me ama, me ama; estoy seguro; llora de placer en mis brazos, no hay fingimiento, no; en la escena no sabe hacerlo tan bien; me quiere de veras, le gusto, le gusto como físico y como moral, digámoslo así.

¿Y dónde cabría mayor gloria que gustarle a ella, a la mujer soñada, a la que él amaba como amante y madre y musa en una pieza?

Lo cierto era que la Gorgheggi, corrompida en muy temprana juventud por Mochi, su maestro y protector, se vengaba de su tirano y de la pícara suerte, y no sabía de quién más, arrojándose a la mayor torpeza, al desenfreno loco en los amores temporeros que su infame corruptor y amante insinuaba, favorecía y explotaba.

Mochi había seducido a su discípula para dominarla; mucho tiempo creyó tener en ella   —112→   una gloria futura y una renta de muchos miles de liras, que pronto se empezarían a cobrar. La corrompió para unirla a su suerte; después, cuando el desencanto llegó, las frías lecciones de la realidad le hicieron ver que se había equivocado, que a su hermosa discípula la faltaba algo y la faltaría siempre para llegar a verdadera estrella... le faltaba la voz y la flexibilidad suficiente de garganta. Tenía mucho gusto, sentía infinito, en el timbre había una extraña pastosidad voluptuosa, que era lo que llamaba Bonis voz de madre; sí, hablaba aquel timbre de salud, de honradez, de discreción femenina, de dulzura doméstica; pero... era poca voz para los grandes teatros. Y, además, se movía poco la garganta: como una virgen demasiado gruesa se parece a una matrona, la voz de la Gorgheggi tenía, siendo ella aún muy joven, un enbonpoint, decía Mochi, que la quitaba la agilidad, la esbeltez... En fin, ello era que, a pesar de estar él seguro de que allí había un corazón y un talento de gran artista y un timbre originalísimo, seductor... no teníamos verdadera estrella de primera magnitud. Esta convicción que adquirió antes Mochi, llegó al cabo a la conciencia de Serafina; mas fue el secreto mutuo, si vale decirlo así, de que jamás se hablaba. Fue la tristeza común quien los unió más que su   —113→   trato amoroso y sus intereses; pero fue también el origen y causa permanente de ocultos rencores, de humillaciones viles. Mochi, por amor propio, por vanidad de hombre de negocios, no quiso dar su brazo a torcer, confesarse que se había equivocado uniéndose a Serafina para explotarla. ¿No era una gran artista? Pues era mediana, y era además una mujer muy hermosa, y, más que hermosa, seductora. Pensando, como en una prueba de habilidad, en que no se había casado con ella, en que podía separarse de su negocio en cuanto fuese gravoso, se atrevió a comerciar con su hermosura y él mismo le puso delante la tentación. Serafina, la primera vez que cayó en ella, cayó, como tantas otras, seducida por la vanidad, por la lujuria exaltada de la mujer de teatro, por el interés: su primer amante, a quien quiso un poco, de quien estuvo muy orgullosa, fue un General francés, Duque, millonario. La venganza que Mochi se reservó para hacer pagar a su discípula la infidelidad espontánea, que él mismo había provocado, pero que le dolía, fue dejarla ver que él lo sabía todo y que el Duque era su mejor amigo y protector. Los regalos que Serafina ocultaba no eran la mitad del provecho que de tales relaciones había sacado la compañía. Siempre sereno, siempre risueño, feroz y cruel   —114→   en el fondo, Mochi hizo comprender a su amiga que aquella tolerancia del maestro continuaría, y que era indispensable para tener nivelados los presupuestos de la sociedad. Lo que no hacía falta era explicarse directamente; lo que allí hubiera sido repugnante, según el tenor, era un pacto explícito; no hacía falta. Además, él continuaba siendo amante de su discípula, y por rachas le entraba un verdadero amor a que ella debía corresponder, o fingirlo a lo menos. Pero lo principal era lo principal, y cuando se presentaba un partido, Mochi se reducía al papel de marido que no sabe nada; esto ante Serafina; ante el nuevo galán no era ni más ni menos que para el público, el maestro, il babbo adoptivo.

El segundo devaneo de Serafina, en Milán, ya no fue espontáneo. Aceptó como aceptaba una contrata en un teatro, porque lo exigía el otro, Mochi. También ella creía de buen gusto guardar las formas; hacía como que engañaba a su amante y director artístico. Y algo le engañaba, porque, vengándose a su vez de aquel miserable comercio a que se la condenaba, daba a entender a Mochi que sólo por interés y obediencia aceptaba los galanteos provechosos, y que en el fondo sólo a su maestro quería.

Mochi creía algo de esto. «Sí, ella me quiere   —115→   ya; y me quiere a mí sólo: si no fuera así, se escaparía; con los demás finge por interés y por obedecerme».

Lo cierto era que la Gorgheggi no amaba a su tirano y le había sido infiel de todo corazón desde la primera vez; pero al verse vendida, le dolió el orgullo; creía que Mochi estaba loco por ella, y cuando advirtió que era cómplice de sus extravíos, lo cual demostraba que no había tal pasión por parte del tenor, se sintió más sola en el mundo, más desgraciada, y experimentó el despecho de la mujer coqueta que, sin querer ella, desea que la adoren. Aquel comercio infame la dolía más que la repugnaba; en su vida de teatro, en la que entró ya seducida, enamorada del vicio, no había tenido ocasión de adquirir nociones de dignidad ni de amor puro; aquella mezcla del amor y el interés le parecía sólo producto de su oficio; que la hermosura tenía que ser el complemento del arte para ganar la vida, lo admitía, sobre todo desde que ella misma estuvo convencida de que jamás llegaría a ser prima donna assolutissima en los grandes teatros.

Pero lo que lastimaba lo que llamaba ella su corazón, era la complicidad de Mochi. «Yo hubiera hecho lo mismo sola y él hubiera conservado mi respeto y mi amistad y mis caricias   —116→   cuando las quisiera, y el provecho de estas infidelidades mías también se habría repartido. ¿Qué falta hacía que él se mezclase en esto? No me dice nada, pero me empuja, me echa en brazos de los que debiera considerar como rivales...».

Y esto era lo que ella quería que él pagase. ¿Cómo? Suponía la Gorgheggi que aunque él no estuviera ya enamorado, se creía querido todavía; y engañarle, arrojarse con ardor al vicio, al amor lucrativo; remachar los besos que vendía, era su venganza.

Eso hacía, sin darse cuenta de que tomaba parte en aquellos furores de lubricidad con aires de pasión, la lascivia, la corrupción de su temperamento fuerte, extremoso y de un vigor insano en los extravíos voluptuosos. Se entregaba a sus amantes con una desfachatez ardiente que, después, pronto, se transformaba en iniciativa de bacanal, es más, en un furor infernal que inventaba delirios de fiebre, sueños del hachís realizados entre las brumas caliginosas de las horribles horas de arrebato enfermizo, casi epiléptico.

Cuando su cuerpo macizo y bien torneado, suave y palpitante, cayó en los brazos de Bonifacio Reyes, ya estaba ella un poco cansada de aquella campaña terrible de su venganza, pero todavía sus arrebatos eróticos   —117→   eran manjar muy superior al estómago empobrecido por tibias aguas cocidas del mísero escribiente de D. Diego.

Él estaba pasmado, además de vivir en perpetua embriaguez, casi en alucinación constante. Creía sentir aquellas caricias sin nombre (él a lo menos no sabía cómo llamarlas), a todas horas, en todas partes; se le figuraba estar bañándose todo el día en los besos de Serafina; la veía, la oía, la olía, la palpaba en todas partes, hasta en el cuarto de Emma, entre las medicinas y mal olientes intimidades de la esposa enferma y poco limpia. Le extrañaba a veces que su mujer no conociese que la otra estaba allí, entre los dos, más cerca de él que ella misma.

«¡Qué mujer! -pensaba el infeliz a cualquier hora, en cualquier parte-. ¡Quién había de imaginar que había mujeres así! ¡Oh!... todo esto es el arte... sólo una artista puede querer en esta forma tan... deliciosamente exagerada».

Lo que más picante le parecía, lo que venía a remachar el clavo de la felicidad, era el contraste de Serafina, quieta, cansada y meditabunda, con Serafina en el éxtasis amoroso: esta mujer, toda fuego, que asustaba con sus gritos y sus gestos de furiosa de amor; que hablaba, mientras acariciaba, con una voz ronca, gutural, que parecía salir de la faringe   —118→   sin pasar por la boca, y que decía cosas tan extrañas, palabras que, aunque pareciera mentira, aún eran excitantes en medio de los hechos más extremosos de la pasión; esta mujer, diablo de amor, cuando el cansancio material irremediable sobrevenía y llegaban los momentos de calma silenciosa, de reposo inerte, tomaba aire, contornos, posturas, gestos, hasta ambiente de dulce madre joven que se duerme al lado de la cuna de un hijo. Las últimas caricias de aquellas horas de transportes báquicos, las caricias que ella hacía soñolienta, parecían arrullos inocentes del cariño santo, suave, que une al que engendra con el engendrado. Entonces la diabla se convertía en la mujer de la voz de madre, y las lágrimas de voluptuosidad de Bonis dejaban la corriente a otras de enternecimiento anafrodítico; se le llenaba el espíritu de recuerdos de la niñez, de nostalgias del regazo materno.

Cuando, al separarse, ella recomponía su tocado, con ademán tranquilo, familiar, echaba a la cabeza, en posturas de estatua, sus brazos de Juno, sonreía con reposada placidez, dejando los rizos de la sonrisa rodar en su boca y sus mejillas, como la onda amplia de curva suave y graciosa del mar que se encalma; pensaba, mirando el rostro pálido del aturdido amante, más muerto que vivo a fuerza de emociones, pensaba en Mochi y se decía:

  —119→  

-¡Si le dijeran a ese miserable lo dichoso que acaba de ser este pobre diablo! Todo, todo por venganza. ¡Él cree que este infeliz tiene que contentarse con desabridas caricias; no sospecha que le estoy matando de placer y que va a morir entre delicias!

Bonis también creía que aquella vida no era para llegar a viejo; pero, a pesar de cierto vago temor a ponerse tísico, estaba muy satisfecho de sus hazañas. Se comparaba con los héroes de las novelas que leía al acostarse, y en el cuarto de su mujer, mientras velaba; y veía con gran orgullo que ya podía hombrearse con los autores que inventaban aquellas maravillas. Siempre había envidiado a los seres privilegiados que, amén de tener una ardiente imaginación, como él la tenía, saben expresar sus ideas, trasladar al papel todos aquellos sueños en palabras propias, pintorescas y en intrigas bien hilvanadas e interesantes. Pues ahora, ya que no sabía escribir novelas, sabía hacerlas, y su existencia era tan novelesca como la primera. Y buenos sudores le costaba, porque había ratos en que su apurada situación económica, sus remordimientos y sus miedos sobre todo, le ponían al borde de lo que él creía ser la locura. No importaba; la mayor parte del tiempo estaba satisfecho de sí mismo. Aquella ausencia de   —120→   facultades expresivas, que según él era lo único que le faltaba para ser un artista, estaba compensada ahora por la realidad de los hechos; se sentía héroe de novela; no había sabido nunca dar expresión a lo que era capaz de sentir; mas ahora él mismo, todos sus actos y aventuras, eran la viva encarnación de las más recónditas y atrevidas imaginaciones. Y si no, se decía, no había más que repasar su existencia, fijarse en los contrastes que ofrecía, en los riesgos a que le arrastraba su pasión y en la calidad y cantidad de esta. Emma, cada día más aprensiva y más irascible, exigente y caprichosa, había llegado a complicar el tratamiento de sus enfermedades reales e imaginarias hasta el punto de que, el mismo Bonifacio, a pesar de su gran retentiva y experiencia, había necesitado recurrir a un libro de memorias en que apuntaba las medicinas, cantidades de las tomas y horas de administrarlas, con otros muchos pormenores de su incumbencia. Como la enferma no estaba muy segura de padecer todos los males de que se quejaba, temerosa muchas veces de que las pócimas recetadas no fuesen necesarias dentro del estómago y acaso sí perjudiciales, prefería por regla general el uso externo, con lo cual se aumentaban las fatigas del cónyuge curandero, porque todo se volvía untar y frotar el   —121→   cuerpo delgaducho y quebradizo, quejumbroso y desvencijado, de su media naranja o medio limón, como él la llamaba para sus adentros; porque los desahogos de Bonis eran de uso interno, al contrario de lo que sucedía con las medicinas de su mujer. Pulgada a pulgada creía conocer el antiguo escribiente la superficie de aquel asendereado cuerpo de su mujer, donde él daba friegas con fuerza y con delicadeza a un tiempo, según lo exigía la paciente, esparcía ungüento con justicia distributiva, amoroso tacto, pulcritud y suavidad; así como en la región del pecho, y en la espalda y sobre el hígado había pasado un pincel impregnado de yodo. Antojábasele aquel mísero conjunto de huesos y pellejo y de importunas turgencias, edificio ruinoso que el dueño defiende contra la piqueta municipal a fuerza de revoques de cal y manos de pintura y recomposición de tejas. «¡Ay!, en vano la retejo, y la unto, y la froto, y la pinto; esta mujer mía hace agua por todas partes, y el viento de la ira entra en ella por mil agujeros; esta destartalada máquina, inútil para mí, en cuanto legítimo esposo, sirve sólo, y servirá tal vez muchos años, para albergue del espíritu sutil de la discordia y de la contradicción: poca materia necesita el ángel malo para encaramarse en ella como un buitre en una horca, un búho en un torreón escueto   —122→   y abandonado, y desde su miserable guarida hacerme cruda guerra».

Lo cierto era que Bonis exageraba, lo mismo que en el lenguaje, en los achaques de su mujer. Emma, que había estado en peligro de muerte meses antes, poco a poco se reponía, y la nueva energía que iba adquiriendo empleábala en inventar más exigencias, más achaques y en procurarse unturas que no la comprometían a estar enferma de verdad, y en cambio habían llegado a ser para ella una segunda naturaleza; no se sentía bien sin grasa alrededor del cuerpo, sin algodón en rama aplicado a cualquier miembro; y en cuanto al resquemillo del yodo y a las cosquillas del pincel, habían llegado a ser uno de sus mejores entretenimientos. Todo ello servía para multiplicar los trabajos de Reyes, su responsabilidad y alarde de paciencia. Aquella resignación de su marido llegó a ser tan extremada, que a Emma acabó por parecerle cosa sobrenatural y diole mala espina. No sabía por qué le olía mal aquella sumisión absoluta; tiempo atrás, antes de sufrir las últimas humillaciones, protestaba tímidamente por medio de observaciones respetuosas; pero ahora, ni eso: callaba y untaba. A un insulto, a una provocación, respondía con una obra de caridad de las que inmortalizaban a un santo; allí hacía falta, no sólo el sacrificio   —123→   del corazón, sino el del estómago, pues todo se sacrificaba. Bonis no tenía ni amor propio ni náuseas; el olfato parecía haber desaparecido con el sentimiento de la propia dignidad. ¿Qué era aquello? Lo que antes era para la esposa autocrática la única gracia de su marido, ahora comenzaba a convertirse en motivo de sospechas, de cavilaciones. ¿Por qué calla tanto? ¿Por qué obedece tan ciegamente? ¿Es que me desprecia? ¿Es que encuentra compensación en otra parte a estos malos ratos? Un día Emma, a gatas sobre su lecho, se recreaba sintiendo pasar la mano suave y solícita de su marido sobre la espalda untada y frotada, como si se tratase de restaurar aquel torso miserable sacándole barniz. «¡Más, más!», gritaba ella, frunciendo las cejas y apretando los labios, gozando, aunque fingía dolores, una extraña voluptuosidad que ella sola podía comprender.

Bonis, sudando gotas como puños, frotaba, frotaba incansable, con una sonrisa poco menos que seráfica clavada en el apacible rostro: sus ojos, azules y claros, muy abiertos, sonreían también a dulces imágenes y a deleitosos recuerdos. En vano Emma refunfuñaba, se quejaba, le increpaba y con palabras crueles le ofendía; no la oía siquiera; cumplía su deber y andando.

Volvió ella la cabeza hacia arriba, y al ver   —124→   la expresión de beatitud de aquella cara, quedose pasmada ante semejante alarde de paciencia y humildad absoluta.

-A este algo le pasa, algo muy raro... Parece más tonto que de costumbre, y al mismo tiempo en esa cara hay una expresión que yo no he visto nunca.

-¿Sabes que andas distraído, joven?

Aquel joven era la tremenda ironía de la mujer que, viéndose mustia y enfermiza, recordaba al tierno esposo que él envejecía, gracias, no sólo a los años, sino también a los disgustos de aquella servidumbre conyugal.

El joven no contestaba cosa de sustancia y entonces ella le miraba de hito en hito, y daba vueltas alrededor de él, para ver si por algún lado estaba abierto y se le veía el secreto que debía de tener entre pecho y espalda. Después le olfateaba. Le daba el corazón que por el olfato habían de empezar los descubrimientos... ¿A qué olía aquel hombre? Olía a ella, a los ungüentos con que la frotaba, al espliego y alcanfor de su jurisdicción ordinaria. «Habrá que olerle cuando venga de fuera, de la calle». Y le despachó, como casi siempre, con cajas destempladas.

Emma dormía mucho, y aun despierta tenía necesidad de estar completamente sola muchas horas, porque además de las intimidades   —125→   a que podía y debía asistir Bonifacio, había otras más recónditas que no podía presenciar ni el marido; eran unas las del tocador, secreto de secretos, y otras misteriosas manías de cuya existencia no quería ella que supiese nadie. Añádase a esto que había conservado la mala costumbre de soñar despierta horas y horas en su lecho, antes de levantarse, y en tales deliquios de la pereza, así como en las frecuentes rachas de murria, Emma no toleraba la presencia de ningún semejante. Por todo lo cual, Bonis, a pesar de la estricta sujeción de sus tareas de marido enfermero, tenía por suyo mucho tiempo; el caso era ser exacto a las horas de servicio; de las demás no pedía cuentas el tirano. Todas las que, tiempo atrás, vivía Reyes olvidado por el mundo entero, sin tener que dar noticia de su empleo a nadie, a fuerza de ser él persona insignificante, ahora las dedicaba, siempre que había modo, a su amor. Veía a Serafina en el teatro, en la posada y en los largos paseos que daban juntos por parajes muy retirados o lejos de la ciudad.

Aquel día, después de lavarse bien con esponjas grandes y finas, género de limpieza que había aprendido observando a la Gorgheggi en su tocador, salió saltando las escaleras de dos en dos.

  —126→  

Y se decía: «¿Qué me importa ser aquí esclavo y oler a botica que apesto, si en otra parte soy dueño del más hermoso imperio, árbitro de la voluntad más digna de ser rendida, y me aguarda lecho de rosas y de aromas, que no sé si serán orientales, pero que enloquecen?».

Seguro estaba Bonis de que era aquel vivir suyo un rodar al abismo; que no podía parar en bien todo aquello era claro; pero ya... preso por uno... y además, en los libros románticos, a que era más aficionado cada día, había aprendido que a «bragas enjutas no se pescan truchas»; que un hombre de grandes pasiones, como él estaba siendo sin duda, y metido en aventuras extraordinarias, tenía que parar en el infierno, o, por lo menos, en las garras de su mujer y en un corte de cuentas de D. Juan Nepomuceno. Al pensar en D. Juan tembló de frío, porque se acordó de que los siete mil reales de la restitución providencial habían ido evaporándose, hasta quedar reducidos, en el día de la fecha, a dos mil. Lo demás había parado en manos de Serafina, ya en forma de regalos, ya en dinero, pues cierta clase de gastos indispensables no había tenido valor para hacerlos por sí mismo, temiendo que el secreto de sus amores pudiera ser conocido y divulgado por los comerciantes. ¿Con qué cara iba él a pedir en una tienda de su pueblo polvos de   —127→   arroz de los más finos, ligas de seda, medias bordadas y pantalones de mujer con el jaretón por aquí o por allá?

En cuanto a Mochi, no se había vuelto a acordar para nada de dinero, ni para pedirlo, ni para pagar lo que debía. «En la cuestión de cantidades» no quería pensar Reyes; se figuraba que toda la deuda del Estado era cosa suya, la debía él. ¡Primero mil reales, después seis mil, ahora los siete mil de la restitución... el mundo, el mundo entero en forma de guarismos! No, no contaba él así; no se representaba las cantidades fijas, ni menos la suma de todas; él recordaba que primero había prestado lo que no tenía; después muchísimo más, y, por último, que había cometido el gran sacrilegio de profanar una cantidad sagrada, producto del secreto del confesonario, empleándola en un corsé regente, en unos búcaros con chinos pintados, en sortijas, flores y pantalones de señora... ¡Horror! «Sí, horror, pero ¿y qué se le iba a hacer? Preso por uno... Aquella misma atrocidad de haber gastado tanto dinero que no era suyo demostraba la intensidad, la fuerza irresistible de su pasión. Pues adelante». Cierto era que quedaba el rabo por desollar. D. Juan Nepomuceno le tenía cogido por las narices, y podía hacer de él lo que le viniese en voluntad.

  —128→  

Poco a poco la figura de Nepomuceno, del odiado y odioso Nepomuceno, había ido creciendo a los ojos de la imaginación espantada de Bonis; sobre todo, las patillas cenicientas, en que el desgraciado veía el símbolo de todas las matemáticas aplicadas a la hacienda, el símbolo de los aborrecibles intereses materiales, del negocio, de la previsión y del ahorro... y la trampa si a mano viene; aquellas patillas habían subido, tocado las nubes, y en el inmenso abismo hundían los lacios hilos grises de sus puntas. ¡Rayo en ellas! Bonis, que amaba las letras, aborrecía los guarismos, y en punto a aritmética, decía él que todo lo entendía menos la división; aquello de calcular a cuántos cabían tantos entre tantos, siempre había sido superior a sus fuerzas; al llegar a lo de tantos entre tantos no caben (o no cogen, como él solía decir), sudaba y se volvía estúpido y sentía náuseas; pues bien, Nepomuceno, sólo con su presencia, hasta en idea, le producía el mismo efecto que una división en que sobraba algo; no le cogía el tal Nepomuceno.

Y eso que el muy taimado callaba como un bellaco. Ni una palabra le había dicho después de haber descubierto y pagado el préstamo famoso de D. Benito. Es claro que tampoco Bonis había abordado la cuestión; en este particular estaba el escribiente como el condenado   —129→   a muerte que, con los ojos tapados, aguarda el golpe del verdugo, y con gran sorpresa, pero sin perder el miedo, siente que el tiempo pasa y el golpe no llega. De otra manera también se figuraba su situación Reyes, fecundo siempre en alegorías y toda clase de representaciones fantásticas; se figuraba que a sus pies había una gran mina, que él estaba seguro de que el fuego había prendido en la mecha... ¿Por qué no venía el estallido? ¿Se había mojado la pólvora? ¿Se había mojado la mecha? No; él estaba convencido de que Nepomuceno estaba seco y bien seco; sería que la mecha era más larga que él había pensado; el fuego iba dando rodeos, pero el estallido vendría, ¡no podía faltar! Aun así, daba gracias a Dios por aquel plazo, que le permitía entregarse a su gran pasión sin complicaciones económicas, que todo lo hubieran aguado.

Llegó Bonis al ensayo oliendo a agua de colonia, risueño y arrogante hasta el punto que él podía serlo. Gran algazara había en el escenario. Aquel día era de los de sol allí dentro, a pesar de que poca luz podía entrar hasta la escena y la sala por las puertas de los palcos y los ventiladores del techo; el sol que vio allí Reyes era un sol moral (quería decirse que todos estaban contentos); Mochi había pagado y las rencillas habían concluido, o, por lo menos,   —130→   quedaban escondidas; el barítono embromaba a la contralto, el director de orquesta al bajo, Mochi a una señora del coro, y la Gorgheggi iba y venía repartiendo sonrisas y saludos con voz de pájaro; para todos tenía inocentes coqueterías, agasajos de voz y de gesto: para los de la escena, para los señores de las bolsas o faltriqueras, y hasta para tal o cual músico que había desafinado o perdido el tiempo. Serafina, radiante, se lo perdonaba con una interjección o una inclinación de cabeza, y cargaba con la responsabilidad. Tal vez el director decía: «¡Cristo!» y miraba con fingido enojo al trompa, y entonces ella encogía los hombros y mordía la punta de la lengua con picardía de colegiala, para decir enseguida, llena de abnegación:

-Maestro, maestro... senti, non e'colpevole, questo signore, sono io.

¡Qué música de voz! ¡Qué corazón!, pensaba Bonis, que entraba en el palco de sus amigos.



  —[131]→  

ArribaAbajo- VIII -

En el café de la Oliva se dispuso cierta noche una cena para doce personas, en el comedor de arriba; un cuarto oscuro que a los calaveras del pueblo y al amo del establecimiento les parecía muy reservado, y muy misterioso, y muy a propósito para orgías, como decían ellos.

El camarero de la guitarra y otros dos colegas se esmeraban en el servicio de la mesa, porque eran los de la ópera los que venían a cenar; y... ¡colmo de la expectación!, se aguardaba también a las cómicas; vendrían la tiple, la contralto, una hermana de esta y la doncella de Serafina, que en los carteles figuraba con la categoría dudosa de otra tiple.

El único profano a quien se invitó fue Bonifacio; él, lleno de orgullo artístico, pero recordando que la hora señalada para la tal cena   —132→   era de las que su esposa le tenía embargadas para las últimas friegas, ofreció ir a los postres y al café, reservándose el cuidado de echar a correr a su tiempo debido. No sabía que a lo que él iba era a pagar. Esto lo supo después, cuando, ebrio de amor y un poco de benedictino non sancto, había caído en el panteísmo alalo a que le llevaban todos los entusiasmos de su organismo, más empobrecido de lo que prometían las buenas apariencias de su persona.

Llegó cuando los músicos y cantantes saboreaban el ponche a la romana que Mochi había incluido en la lista de la cena. Fue recibido con una aclamación, en que tomaron parte las señoras. Sin saber cómo, y cuando la emoción producida por tal recibimiento aún le tenía medio aturdido, se vio Reyes al lado de su ídolo, Serafina, que había comido mucho y bebido proporcionadamente. Estaba muy colorada y de los ojos le saltaban chispas. En cuanto tuvo junto a sí a Bonis, le plantó un pie encima, un pie sin zapato, calzado con media de seda.

-¡Nene -dijo acercándole la cara al oído-, apestas a colonia!

Y le azotó un tobillo, por encima del pantalón, con el pie descalzo. Bonis se ruborizó no por lo del pie, sino por lo de la colonia;   —133→   aquel olor era el rastro de su esclavitud doméstica.

«Si yo no oliese a colonia, ¡a qué olería!» pensó. Pero olvidó enseguida su vergüenza al oír a Serafina que, quedándose muy seria, con la voz algo ronca con que le hablaba siempre en la intimidad de su pasión, le dijo, otra vez, al oído casi:

-Acércate más, aquí nadie ve nada... ya todos están borrachos.

Y sin esperar respuesta, y antes que Bonis se moviese, ella, bruscamente, sin levantarse, hizo que su silla chocara con la del amante, y ambos cuerpos quedaron en apretado contacto. El olor a colonia desapareció, como deslumbrado por el más picante y complejo, que era una atmósfera casi espiritual de Serafina; aquel olor a perfumes fuertes, pero finos, mezclado con el aroma natural de la cantante, era lo que determinaba siempre en Bonis las más violentas crisis amorosas. Perdió el miedo, aturdido por aquella proximidad ardiente y olorosa de su amada, y como si esto fuera escasa borrachera, se dejó seducir por las tretas de Mochi, que le invitaban sin cesar a beber de todo. Bebió Reyes ponche, champaña, benedictino después, y ya, sin conciencia despierta para reprobar las demasías que se permitían el barítono y la contralto   —134→   y alguna otra pareja, consintió en brindar, por último, cuando de todas partes salían exclamaciones que le invitaban a desahogar su corazón en el seno de aquella amistad artística, «no por nueva, pensaba él, menos firme y honda».

Borracho del todo nunca lo había estado Bonifacio; un poco más que alegre, sí, aunque no muchas veces; y en tales trances era cuando se le soltaba la lengua un poco, y decía aproximadamente algo parecido a lo mucho que le bullía en el pecho.

Consultó con los candorosos ojos a su amada si haría bien o mal en brindar; la Gorgheggi aprobó el brindis con un apretón de manos subrepticio, y el flautista frustrado se levantó entre aplausos.

-Señoras y señores -dijo con una copa de agua en la mano-, es tanto mi agradecimiento, es tal la emoción que me embarga, que... lo digo yo y no me arrepiento, yo, Bonifacio Reyes, pago todo el gasto... eso es, toda la comida y toda la bebida... botillería inclusive... Benito (a un camarero), ya lo oyes, todo esto es cuenta mía. (Bravos y exclamaciones. Mochi sonreía satisfecho, como pudiera estarlo un profeta que ve cumplida su profecía.) Yo lo pago todo, y no hay que preguntarme de dónde salen las misas. Preso por uno, preso por ciento,   —135→   y uno... eso es... Nadie me toque a la vida privada. ¡Ahí le duele!... La vida privada de la vida ajena es un sagrado, arca santa, arca sanctorum...

-Sancta Sanctorum! -interrumpió un apuntador que había sido seminarista. (Voces de: ¡silencio!, ¡fuera!)

-Bueno; sanctorum omnium. Señores, yo no puedo... yo no sé decir, ni debo, ni puedo ni quiero, todo lo que para mí significa vuestro cariño... Yo amo el arte... pero no lo sé expresar; me falta la forma, pero mi corazón es artístico; el arte y el amor son dos aspectos de una misma cosa, el anverso y el reverso de la medalla de la belleza, digámoslo así. (Bravos; asombro en los cómicos.) Yo he leído algo... yo comprendo que la vida perra que he llevado siempre en este pueblo maldito es mezquina, miserable... la aborrezco. Aquí todos me desprecian, me tienen en la misma estimación que a un perro inútil, viejo y desdentado... y todo porque soy de carácter suave y desprecio los bienes puramente materiales, el oro vil, y sobre todo la industria y el comercio... No sé negociar, no sé intrigar, no sé producirme en sociedad... luego soy un bicho, ¡absurdo!, yo comprendo, yo siento... yo sé que aquí dentro hay algo... Pues bien, vosotros, artistas, a quien también tienen en poco estos mercachifles sedentarios,   —136→   estas lapas, estas ostras de provincia, me comprendéis, me toleráis, me agasajáis, me aplaudís, admitís mi compañía y...

Bonis estaba pálido, se le atragantaban las palabras, hacía pucheros, y su emoción, de apariencia ridícula, no les pareció tal por algunos momentos a los presentes, que sin gritar ni moverse siquiera, escuchaban al pobre hombre con interés, serios, pasmados de oír a un infeliz, a un botarate, algo que les llegaba muy adentro, que les halagaba y enternecía. Al orador no le faltaban palabras, pero las lágrimas le salían al camino y querían pasar primero; además, las malditas piernas se le desplomaban, según costumbre, y así, se le veía ir doblándose, y casi tocaba con la barba en el mantel, cuando siguió diciendo:

-¡Ah, amigos míos! Mochi amigo, Gaetano carísimo (el barítono), vosotros no podéis saber cuánto me halaga que al pobre Reyes abandonado, despreciado, humillado, le comprendan y quieran los artistas. Si yo me atreviera huiría con vosotros, sería el último, pero artista, independiente, libre, sin miedo al porvenir, sin pensar en él, pensando en la música... ¿Creéis que no os comprendo? ¡Cuántas veces leo en vuestro rostro las preocupaciones que os afligen, los cuidados del mañana incierto! Pero poco a poco el arte os devuelve   —137→   a vuestra tranquilidad, a vuestra descuidada existencia; un aplauso os sirve de opio, el puro amor del canto os embelesa y saca de la miserable vida real... Y el último de vosotros, Cornelio, que no tiene más que un traje de verano para invierno, olvida o desprecia esta miseria, y se entusiasma al gritar, lleno de inspiración artística, en su papel modesto de corista distinguido, aquello de la Lucrezia: Vivva il Madera! (Bravos y aplausos interrumpen al orador. El corista aludido, que está presente y, en efecto, luce un traje digno de los trópicos y muy usado, abraza a Reyes, que le besa entre lágrimas.)

Quiso continuar, pero no pudo; cayó sobre su silla como un saco, y Serafina, orgullosa de aquella oratoria inesperada y de la discreción con que su amante se abstuvo de aludirla, le felicita con un apretón de manos y otro de pies más enérgico.

Mochi se aproxima al héroe, le abraza y le dice al oído, rozándose los rostros:

-Bonifacio, lo que te debo, lo que vales, nunca lo olvidará este pobre artista desconocido y postergado.

Las lágrimas de Mochi, mezcladas con los polvos de arroz que no ha limpiado bien aquella noche, caen sobre las mejillas del improvisado anfitrión.

Al cual apenas le quedan fuerzas para pensar...   —138→   Mas de repente da un brinco, lívido, y con el brazo en tensión, señala con el índice a la esfera del reloj que tiene enfrente.

-¡La hora! -grita aterrado, y procura separarse de la mesa y echar a correr...

-¿Qué hora? -preguntan todos.

-La hora de... Bonis miró a Serafina con ojos que imploraban compasión y ser adivinados.

Serafina comprendió; sabía algo, aunque no lo más humillante, de aquella esclavitud doméstica.

-Dejadle, dejadle salir, tiene que hacer a estas horas, sin falta... no sé qué, pero es cosa grave; dejadle salir.

Bonis besó con la melancólica y pegajosa mirada a su ídolo, ya que no podía de otro modo, y enternecido por el agradecimiento, tomó la escalera...

Los cómicos le dejaron ir, pero miraron a Mochi como preguntándole algo que él debía adivinar.

Mochi, risueño, tranquilo, retorciéndose el afilado bigote, adivinó en efecto, y dijo:

-¡Oh, señores, no hay cuidado! Palabra de rey; aquí le conocen y saben que no hay dinero más seguro que el del Sr. Reyes. Si no ha pagado ahora mismo, habrá sido por olvido... o por no ofendernos.

  —139→  

-Claro -dijo el barítono-; eso sería limitar el gasto...

-Sí, se conoce que es un caballero.

Todos convinieron en que Bonis pagaría todo el gasto que se hiciera aquella noche.

En cuanto a Bonifacio, comprendía, muy a su placer, que por el camino se le iba aliviando la borrachera. Estaba seguro de que aquella buena acción que había comenzado el fresco de la noche, la llevaría a remate el miedo que le daba su mujer.

-Sí, estoy tranquilo, debo estar tranquilo; cuando entre en su cuarto, el instinto de la conservación, llamémoslo así, me hará recuperar el uso de todas mis facultades, y Emma no conocerá nada. Además, puede que se haya dormido, y en tal caso hasta mañana no habrá riña por mi tardanza; y lo que es mañana, ya estaré yo tan limpio de vino como el Corán.

Llegó a casa, abrió con su llavín, encendió una luz, subió de puntillas y entró en las habitaciones de su mujer. Una triste lamparilla, escondida entre cristales mates de un blanco rosa, alumbraba desde un rincón del gabinete; en la alcoba en que dormía Emma, las tinieblas estaban en mayoría; la poca luz que allí alcanzaba servía sólo para dar formas disparatadas y formidables a los más inocentes objetos.

  —140→  

Bonis se acercó al lecho a tientas, estirando el cuello, abriendo mucho los ojos y pisando de un modo particular que él había descubierto para conseguir que las botas no chillasen, como solían. Esta era una de las fatalidades a que se creía sujeto por ley de adverso destino; siempre las suelas de su calzado eran estrepitosas.

Al acercarse a su mujer se le ocurrió recordar al moro de Venecia, de cuya historia sabía por la ópera de Rossini; sí, él era Otello y su mujer Desdémona... sólo que al revés, es decir, él venía a ser un Desdémono y su esposa podía muy bien ser una Otela, que genio para ello no le faltaba.

Lo principal, por lo pronto, era averiguar si dormía.

Él se lo pidió al Hacedor Supremo con todas las veras de su corazón. Había pasado un cuarto de hora de la señalada para las últimas friegas de la noche.

-Por lo menos calla -pensó, cuando ya estaba quieto, porque sus pies habían tropezado con los de la cama.

Por desgracia, el silencio no era prueba del sueño; es más, aunque tuviese los ojos cerrados no había prueba; porque muchas veces, por mortificarle, por castigarle, callaba, así, con los ojos cerrados, y no respondía aunque la llamase;   —141→   no respondía a no ser ¡terrible era pensarlo!, pero ¿cómo negárselo a sí mismo?, a no ser con una bofetada y un

-¡Toma! ¡Vete a asustar a tu abuela!... ¡Infame, traidor, mal marido, mal hombre! etcétera, etc.

Todo esto era histórico; ya sabía Bonis que si algún día se le ocurría escribir sus Memorias, que no las escribiría, ¿para qué?, habría que omitir lo de las bofetadas, porque en el arte no podían entrar ciertas tristezas de la realidad excesivamente miserables, y lo que es sus Memorias, o no serían, o serían artísticas; pero omitiéralas o no, las bofetadas eran históricas. No habían sido muchas, pero habían sido. Y más tenía que confesarse, que en rigor, en rigor, no le ofendían mucho; más quería un cachete, si a mano viene, que una chillería; el ruido lo último de todo. Además, Emma cuando le insultaba, se repetía; sí, se repetía cien y cien veces, y aquello le llegaba a marear. Verdad era que cuando le pegaba se repetía también; bueno, pero no tanto.

Emma tenía los ojos cerrados. Su esposo no se fiaba y le acercó un oído a la boca. Su respiración tenía el ritmo regular del sueño. Podía ser fingido. No se sabía si dormía o no. En cuanto a llamarla, hacía tiempo que había renunciado a semejante prueba. Prefería   —142→   estar allí, con la cabeza inclinada sobre el rostro de la supuesta enferma, porque, en todo caso, constaría que él, Bonis, había cumplido con su deber procurando indagar si el sueño de su esposa era real o fingido. Si pasaban tres o cuatro minutos, declaraba a Emma en rebeldía y se retiraba satisfecho por haber cumplido con su deber. Podía al día siguiente echarle en cara su abandono, el olvido en que la tenía, etcétera, etc.; pero él estaba seguro de que se quejaba sin razón, porque se decía: «Si estaba despierta, demasiado sabe que no falté de mi puesto; si dormía, ¿para qué necesitó de mí?».

Pasaron los cuatro minutos de espera y Bonis quiso, por lo excepcional de las circunstancias, prolongar la experiencia.

A los cinco minutos Emma abrió los ojos desmesuradamente, y con una tranquilidad fría y perezosa, dijo, en una voz apagada que horrorizaba siempre a Bonis:

-Hueles a polvos de arroz.

En las novelas románticas de aquel tiempo usaban los autores muy a menudo, en las circunstancias críticas, esta frase expresiva: «¡Un rayo que hubiera caído a sus pies no le hubiera causado mayor espanto!».

Sin querer, Bonis se dijo a sí mismo muy para sus adentros el sustancioso símil «un rayo   —143→   que hubiera caído a mis pies, etc.», y por una asociación de ideas, añadió por cuenta propia: «¡Mal rayo me parta! ¡Maldita sea mi suerte!».

-Hueles a polvos de arroz -repitió Emma.

Tampoco ahora contestó Bonis en voz alta. Pensó lo siguiente: «En todo soy desgraciado, hasta la Providencia es injusta conmigo; me castiga cuando no lo merezco: cien veces habré olido a polvos de arroz, y nada... y hoy... hoy que no hay de qué... hoy que no lo he...». De repente, se acordó de Mochi, de su abrazo y de que, en efecto, las lágrimas de borracho con que le había mojado, le olían a polvos de arroz. «¡Malditísimo marica! -pensó-; fue él, el sobón del tenor Mochi... y ahora, ¡qué conflicto!, ¡qué tormenta! Porque ¿quién le dice a esta... 'Mira, sí, huelo a polvos de arroz, pero es porque... me abrazó y me besó... ¡el tenor de la Compañía italiana!'?».

-Hueles a polvos de arroz -dijo por tercera vez la esposa desvelada.

Y con gran sorpresa del marido, un brazo que salió de entre la ropa del lecho no se alargó en ademán agresivo, sino que suavemente rodeó la cabeza de Bonis y la oprimió sin ira. Emma entonces olfateó muy de cerca sobre el cuello de Reyes, y este llegó a creer que ya no le olía con la nariz, sino con los dientes. Temió una traición de aquella gata; temió,   —144→   así Dios le salvase, un tremendo mordisco sobre la yugular, una sangría suelta... pero al retroceder con un ligero esfuerzo, sintió sobre la nuca el peso de dos brazos que le apretaban con tal especie de ahínco, que no podía confundirse con la violencia ni el dolo malo; y acabó de entender, con gran sorpresa, de qué se trataba, cuando oyó un gemido ronco y mimoso, de voluptuosidad soñolienta, imperativa en medio del abandono, gemido que él conocía perfectamente y cuyo significado no podía confundirse con nada. Significaba todo aquello el renacimiento de una iniciativa conyugal largo tiempo abandonada. En la intimidad de las intimidades no tenía Bonis mando superior al que le había sido conferido en los demás quehaceres domésticos; de su espontaneidad no se esperaba ni se admitía cosa alguna. Un rayo que hubiera caído a sus pies... y de repente se hubiese convertido en lluvia de flores, no hubiera causado mayor sorpresa al amante de Serafina, que la actitud de su mujer soñolienta y caprichosa; pero sin andarse en averiguaciones de causas próximas o remotas, echó sus cuentas Bonifacio, y se dijo en el fuero interno, sin pararse a examinar la exactitud de la frase, «lo echaremos todo a barato»; y a la invitación de su hembra hecha por señas infalibles, que levantaban en el alma nubes melancólicas   —145→   de recuerdos que se deslizaban delante de una luna de miel muy hundida en el firmamento oscuro, contestó con otras señas que fueron estimadas en lo que valían.

«Esto no es infidelidad -pensaba Bonis-, esto es un 'sálvese el que pueda'». Su conciencia de amante, la falsa conciencia del romántico apasionado por principios, le acusaba, le decía que los recientes vapores de la orgía le prestaban un fuego que no era fingido; fuese resto de borrachera, agradecimiento, nostalgia de la luna de miel o lo que fuese, ello era que aquel panteísta de la hora de los brindis no sentía repugnancia ni mucho menos al cumplir aquella noche sus más rudimentarios deberes de esposo; a la sorpresa que le causó la extraña actitud de Emma, sucedieron pronto muchas sorpresas de un orden inenarrable, llámese así, sorpresas que le enseñaron allá entre sueños, que el que más cree saber no sabe nada, que las apariencias engañan, que la aprensión hace ver lo que no hay, y viceversa; en fin, ello era que, o los dedos se le antojaban huéspedes, o veía visiones, o su mujer no estaba tan en los últimos como ella decía, ni las gallinas y chuletas que juraba no digerir, ni los vinos exquisitos que aseguraba ella que la envenenaban, dejaban de surtir sus efectos en aquella «naturaleza»; que las unturas y el algodón en rama   —146→   habían producido una... palingenesia... algo así como una vegetación de la oscuridad, pálida, pero no mezquina. La torcida y dañada conciencia del fiel amante y del marido infiel, se quejaba, no admitía sofismas, allá en los adentros más nublados del turbado Bonis, que entre el sueño y la vigilia se entregaba, mitad por miedo, por desorientarla, como él se decía, mitad por una especie de voluptuosidad nueva y que juzgaba monstruosa, se entregaba a los arrebatos del amor físico, no con gran originalidad por cierto, pero sí con una espontaneidad que era lo que más le remordía en la citada conciencia de amante. Originalidad no la había, no; frases, gritos ahogados, actitudes, novedades íntimas del placer, que Emma recibía con tibias protestas y acababa por saborear con delicia epiléptica, y por aprender con la infalibilidad del instinto pecaminoso; todo esto era una copia de la otra pasión, todo revelaba el estilo de la Gorgheggi. Sin pasar de aquella misma noche, Bonis oyó a su mujer en el delirio del amor, que él siempre llamaba para sus adentros físico (por distinguirle de otro), oyó a Emma interjecciones y vocativos del diccionario amoroso de su querida; y vio en ella especies de caricias serafinescas; todo ello era un contagio; le había pegado a su mujer, a su esposa ante Dios y los hombres, el amor   —147→   de la italiana, como una lepra; y de esto, la conciencia que protestaba era la del marido, la del padre de familia... virtual que había en él, en Bonifacio Reyes. «Esto es manchar el tálamo con una especie de enfermedad secreta... moral... se decía, y esto es además faltar a mis deberes... de fiel amante romántico y artístico». Pero todos estos remordimientos mezclados y confusos se revolvían allá en el fondo del pobre cerebro, entre vapores de la borrachera que había creído desvanecida y que sólo se había descompuesto: por un lado era plomo que se le agolpaba a la cabeza, por otro lado lujuria exaltada, enfermiza, que amenazaba derretirle. Entre los brazos de Emma, Bonis oía de cuando en cuando gritos que le estallaban dentro del cráneo. «¡Bonifacio! ¡Reyes! ¡Bonifacio!» le decían aquellos tremendos estallidos, y reconocía la voz del barítono, y la del bajo, y la del que cantaba en Lucrezia: Vivva il Madera!

Vino el día y se durmió la triste pareja. A las diez despertó Emma, se acordó de todo, sonrió como una gata lo haría si pudiera, y dio a su marido un puntapié en la espinilla, diciendo:

-Bonis, levántate, que va a venir Eufemia.

Eufemia era la doncella que debía traerla el chocolate a Emma a las diez y cuarto en punto.   —148→   No quería que la chica se enterase de que el matrimonio había dormido de aquella manera.

Cuando Bonis abrió los ojos a la realidad, como se dijo a sí mismo a los pocos segundos de despierto, lo primero que hizo fue bostezar, pero lo segundo... fue sentir una sed abrasadora de idealidad, de infinito, de regeneración por el amor, y además sed material no menos intensa, y grandísimos deseos de seguir durmiendo. Por lo demás, no quería pensar en su situación; le horrorizaba, por varios conceptos. Sideo, se le ocurrió decir acordándose de una de las siete palabras del Mártir de Gólgota, como él llamaba a Nuestro Señor Jesucristo; pero como Emma repitiese el puntapié con el pie desnudo en el hueso de la pierna derecha, Bonis tradujo su exclamación, diciendo: «Tengo mucha sed... ¡algo líquido, por Dios!... ¡aunque sea jarabe!...».

-¡Oye, tú!; ¿sabes lo que te digo? Que te levantes antes que venga la chica... si tú no tienes vergüenza, la tengo yo...

Y con aquella actividad y energía que caracterizaban a Emma y que habían hecho pensar mil veces a Bonis que su mujer hubiera sido un magnífico hombre de acción, un político, un capitán, digo que usando de estas cualidades, la esposa arrojó al esposo del tálamo a patada limpia. No tuvo más remedio Reyes   —149→   que vestirse provisionalmente deprisa y corriendo, y salir del cuarto de su media naranja sin más explicaciones: medio desnudo, descalzo, pues llevaba las botas en las manos (¿cómo calzar botas y no zapatillas al levantarse de la cama?), fue tropezando con todo por los pasillos, atravesó el comedor, bebió en un vaso de agua olvidado allí la noche anterior, llegó a su cuarto, se desnudó deprisa y mal, rompiendo botones; y en cuanto se vio en su lecho, en aquel que él tenía por propiamente suyo, pensó en entregarse a la reflexión y a los remordimientos de varias clases y harto contradictorios que le asediaban; pero la parte física pudo más; y la dulce frescura de la cama tersa, la suavidad del colchón bien mullido, le arrojaron, como sirenas vencedoras, en lo más hondo del mar del sueño, haciendo rodar sobre su cabeza olas de reposo y olvido.



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ArribaAbajo- IX -

Durmió como un muerto, pero no mucho. Como un resucitado volvió a la vida haciendo guiños a la luz cruda de un rayo del sol del mediodía, que por un resquicio de la ventana mal cerrada, se colaba hasta la punta de sus narices, hiriéndole además entre ceja y ceja.

Aquel rayo de luz le recordaba los rayos místicos de las estampas de los libros piadosos; él había visto en pintura que a los santos reducidos a prisión, y aun en medio del campo, les solían caer sobre la cabeza rayos de sol por el estilo del que le estaba molestando. Si él fuese idólatra (que no lo era), vería en aquello la mano de la Providencia. No era idólatra, pero creía en el Hacedor Supremo y en su justicia, que tenía por principal alguacil la conciencia. Indudablemente su situación, la de Bonis, se había complicado desde la noche anterior.   —152→   «Hueles a polvos de arroz», había dicho la engañada esposa, tres veces lo había dicho, y en vez de irritarse... de envenenarle o ahorcarle... ¡cosa más rara!...

Y al llegar aquí se le pusieron delante de la imaginación las carnes de su mujer tales como de soslayo y a escape las había vislumbrado por la mañana, al salir del lecho conyugal. No era lo mismo lo que había creído ver en el delirio o exaltación de la borrachera y la realidad que se le había presentado por la mañana; pero aun esta realidad excedía con mucho al estado que verosímilmente se hubiera podido atribuir a lo que él denominaba encantos velados y probablemente marchitos de su mujer. Sí, él mismo, a pesar de que, con motivo de las unturas y otros menesteres análogos, veía cotidianamente gran parte del desnudo de su Emma, no podía observar jamás, porque ella lo prohibía con sus melindres, aquellas regiones que, en la topografía anatómica y poética de Bonis, correspondían a las varias zonas de los encantos velados. En estas zonas era donde él había visto sorpresas, inesperados florecimientos, una especie de otoñada de atractivos musculares con que no hubiera soñado el más optimista. ¿Cómo era aquello? Bonis no se lo explicaba; porque aunque filósofo como él solo, amigo de reflexionar despacio y por sus pasos   —153→   contados, sobre todos los sucesos de la vida, importáranle o no, era de esos pensadores que tanto abundan, que no hacen más que dar vueltas a ideas conocidas, alambicándolas; pero no descubría, no penetraba en regiones nuevas, y, en suma, en punto a sagacidad para encontrar el por qué de fenómenos naturales o sociológicos, era tan romo como tantos y tantos filósofos célebres que, en resumidas cuentas, no han venido a sonsacarle a la realidad burlona ninguno de sus utilísimos secretos. Mucho discurrió Bonifacio, pero no logró dar en el quid de que su mujer, dándose por medio difunta, tuviera aquellas reconditeces nada despreciables, aunque pálidas y de una suavidad que, al acercar la piel a la condición del raso, la separaba de ciertas cualidades de la materia viva. Parecía así como si entre el algodón en rama, los ungüentos y el tibio ambiente de las sábanas perfumadas, hubiesen producido una artificial robustez... carne falsa... En fin, Bonis se perdía en conjeturas y en disparates, y acababa por rechazar todas estas hipótesis, contra las cuales protestaban todas las letras de segunda enseñanza que él había leído de algunos años a aquella parte, con el propósito (que le inspiró un periódico, hablando del progreso y de la sabiduría de la clase media) de hacerse digno hijo de su siglo y regenerarse   —154→   por la ciencia. No, no podía ser; todas las leyes físico-matemáticas se oponían a que el algodón en rama fuera asimilable y se convirtiera en fibrina y demás ingredientes de la pícara carne humana.

No hay para qué seguir a Bonis en sus demás conjeturas, sino irse a lo cierto directamente. Cierto era, muy cierto, que Emma había amenazado ruina, que sus carnes se habían derretido entre desarreglos originados de sus malandanzas de madre frustrada, influencias nerviosas, aprensiones, seudohigiénicas medidas y cavilaciones, rabietas y falta de luz y de aire libre; pero también era verdad que no faltaba fibra al cuerpo eléctrico de aquella Euménide, que sus nervios se agarraban furiosos a la vida, enroscándose en ella, y que al cabo el estómago, llegando a asimilar las buenas carnes, y los buenos tragos produciendo sano influjo, habían dado eficacia al renaciente apetito, y la salud volvía a borbotones inundando aquel organismo intacto a pesar de tantas lacerías.

Pensaba Emma, al verse renacer en aquellos pálidos verdores, que era ella una delicada planta de invernadero, y que el bestia de su marido y todos los demás bestias de la casa, querrían sacarla de su estufa y transplantarla al aire libre, en cuanto tuvieran noticia   —155→   de tal renacimiento. Su manía principal, pues otras tenía, era esta ahora: que tenía aquella nueva vida de que tan voluptuosamente gozaba, a condición de seguir en su estufa, haciéndose tratar como enferma, aunque, en resumidas cuentas, ya no lo estuviera. Además, con las nuevas fuerzas habían venido nuevos deseos de una voluptuosidad recóndita y retorcida, enfermiza, extraviada, que procuraba satisfacerse en seres inanimados, en contactos, olores y sabores que, lejos de todo bicho viviente, podían ofrecerle, como adecuado objeto, las sábanas de batista, la cama caliente, la pluma, el aire encerrado en fuelles de seda, el suelo mullido, las rendijas de las puertas herméticamente cerradas, el heno, las manzanas y cidrones metidos entre la ropa, el alcanfor y los cien olores de que sabía ya Celestina.

Como un descubrimiento saboreaba Emma la delicia de gozar con los tres sentidos a que en otro tiempo daba menos importancia, como fuentes de placer. En su encierro voluntario ni la vista ni el oído podían disfrutar grandes deleites; pero en cambio gozaba las sensaciones nuevas del refinamiento del gusto y del olfato, y aun del contacto de todo su cuerpo de gata mimosa con las suavidades de su ropa blanca, dentro de la cual se revolvía como un tornillo de carne.

  —156→  

En los días en que sus aprensiones, mezcladas con su positiva enfermedad nerviosa, la habían puesto en verdadero peligro, camino de la muerte, por la debilidad no combatida, había llegado a sentir una soledad terrible, la de todo egoísta que presiente el fin de su vida; todas las cosas y todos los hombres la dejaban morirse sola, irse con Dios; y con doble vista de enferma adivinaba el fondo de la indiferencia general, la proximidad del peligro.

«¡Se muere uno solo, completamente solo, los demás se quedan muy satisfechos en el mundo; ni por cumplido se ofrecen a morirse también!». Bonifacio, Sebastián, que tanto la había querido, según él decía, el tío Nepomuceno, todos se quedaban por acá, nadie hacía nada para ayudarla a no morir, nadie decía: «Pues ea, yo te acompaño».

Emma era una atea perfecta. Jamás había pensado en Dios, ni para negarlo; no creía ni dejaba de creer en la religión; cumplía con la Iglesia malamente, y eso por máquina. En su tiempo no se solía discutir asuntos religiosos en su tierra; los que no eran devotos gozaban de una tolerancia completa; como tampoco eran descreídos, ni faltaban a las costumbres piadosas y guardaban las principales apariencias, por nadie eran molestados.

«Yo no soy beata», decía Emma: y no pensaba   —157→   más en estas cosas. La Iglesia, los curas, bien; todo estaba bien; ella no era aficionada a las novenas; pero todo ello estaba en el orden, como el haber reyes, y contribución, y Guardia civil. Sobre todo, no se pensaba en nada de eso, no se hablaba de ello, ¿para qué? «Yo no soy beata». Y era atea perfecta, porque vivía en perpetuo pensamiento de lo relativo. Jamás había meditado acerca de negocios de ultratumba; el infierno se lo figuraba como un horno probable; pero a ella ¿qué? Al infierno iban los grandes pícaros que mataban a su padre o a su madre o a un sacerdote, o que pisaban la hostia o no se querían confesar... Además, no se sabía nada de seguro. Pero el morirse era horroroso, no por el infierno, por el dolor de morir y por la pena de acabarse.

Sí, de acabarse; sin pensar en la contradicción de su conciencia íntima con el dogma del cielo y el infierno, Emma veía con toda seriedad, con íntima convicción, con la conciencia de su propio espanto, el aniquilamiento doloroso en la tumba; y, poco amiga de discernir, no se paraba a separar lo racional de lo imaginado; y así, algo también sentía la muerte por las paletadas de cal, y por la tierra húmeda, y la caja cerrada, y el cementerio solo, y la eternidad oscura.

Sin ver esta otra contradicción, padecía con   —158→   la idea del aniquilamiento y la imagen de la sepultura. Pensaba en la muerte con ideas de vida, y de vida ordinaria, usual, la de todos los días de su vulgar existencia, y el horror del contraste crecía con esto.

Ni una vez sola se le ocurrió encomendarse a ningún santo, ni ofreció nada a la Virgen ni a Jesús por si sanaba; la primera energía que tuvo al convalecer, la empleó en sonreír, con terrible sonrisa de resucitada, a un propósito firme y endiablado: su tremendo egoísmo de convaleciente, mundano, prosaico y rastrero, se agarró a la resolución inconmovible de vengarse de los miserables parientes que la iban a dejar morirse sola.

Emma, como la mayor parte de las criaturas del siglo, no tenía vigor intelectual ni voluntario más que para los intereses inmediatos y mezquinos de la prosa ordinaria de la vida; llamaba poesía a todo lo demás, y sólo tenía por serio en resumidas cuentas lo bajo, el egoísmo diario, y sólo para esto sabía querer y pensar con alguna fuerza. Tal espíritu, era más compatible con aquel romanticismo falso y aquellas extravagancias fantásticas de su juventud, de lo que ella misma hubiera podido figurarse, a ser capaz de comparar el fondo de su alma mezquina con el fondo de los ensueños de sus días de primavera.

  —159→  

El renacimiento de su carne lo guardaba como un secreto; era una hipócrita de la salud; seguía fingiendo achaques corporales como si fuese virtud el tenerlos. Eufemia, su doncella, era confidente parcial de sus engaños: como una trampa que hiciera a todos los suyos, Emma saboreaba a solas con su criada los pormenores de aquel fingimiento. La hija de Valcárcel se robaba a sí misma por mano de Eufemia que, de tapadillo, traía de tiendas y plazas los mejores bocados y las chucherías más caras de la moda en materia de ropa interior, perfumes y manjares. En todos los comercios y puestos de comestibles principales, llegó a tener Emma cuentas enormes. «Ni el tío Nepomuceno, ni Bonis, ni Sebastián, sospechaban que existiera aquel agujero que ella iba haciendo con las uñas en el fortunón que ellos tal vez habían creído heredar de un día a otro».

Así lo pensaba ella, y gozaba como de una voluptuosidad de las sorpresas futuras que reservaba a sus deudos. Saborear la mejor perdiz y la mejor lamprea de la plaza y usar con codos y rodillas la mejor batista, y enredar los dedos entre los mejores encajes, y derramar por sábanas, camisas, corsés, medias y pantalones, las esencias más caras, con profusión, causando el asombro de Eufemia, era   —160→   género de delicia que se aumentaba con la idea de la mala pasada que les estaba jugando a todos aquellos parientes, en particular a Bonis y a su tío.

-D. Nepo -se decía ella a solas, sonriendo con malicia-, róbeme usted, róbeme, que yo tampoco me descuido.

Aunque entregada por completo a la vida material, no tenía el menor instinto de conservación de la fortuna, no había pensado jamás en el origen de su dinero; creía vagamente que el capital de que gozaba era una fuente inagotable que estaba en algún paraje misterioso, que no había para qué indagar ociosamente: allí, entre los papeles del tío, estaba la mina; él se quedaría con gran parte del filón; pero ¿qué importaba?, no valía la pena de echar cuentas, desconfiar, administrar por sí misma; ¡absurdo!, por lo visto había para todo; él robaba, ella también; le engañaba, y el mejor día vendrían a casa unas cuentas que le dejarían patidifuso al buen D. Nepo, pues es claro que tenía que pagarlas.

Las cuentas ya habían venido y algunas se habían pagado. D. Juan Nepomuceno seguía con Emma la misma conducta que con Bonis desde que cada cual por su lado se habían entregado a la prodigalidad, como él se decía. La de Emma sí era prodigalidad verdadera,   —161→   aunque no lo parecía. Para ella era como la sensación de un lujo enorme extravagante la pereza que sentía de echar cuentas y atar corto a Nepomuceno: comprendía que él hacía su Agosto con el caudal de su sobrina, que iba pasando a poder del administrador gran parte del capital administrado, pues bien claro estaba que todos los días D. Juan hablaba de sus propias rentas, que por milagros de la suerte o por bondad de la Providencia, prosperaban, y todos los días también hablaba de desventuras sin cuento que caían sobre los predios de la Valcárcel y la parte de su capital colocada en manos industriosas de España y del extranjero.

Las minas de hierro y de carbón que empezaban a explotarse en aquella provincia por entonces, daban mil chascos a cada momento, y no pocos de ellos redundaron en perjuicio de las acciones de Emma que Nepomuceno había comprado, siempre diligente en el cuidado de la hacienda de su antigua pupila.

Pero ¡oh casualidad portentosa y fijeza de los hados!, las minas en que tenía el mismo D. Juan sus miserables ahorrillos, no quebraban, dejaban un rédito sano y constante. En montón comprendía Emma que todo aquello significaba que la robaba el tío... Y aquí estaba lo que ella entendía por lujo refinado... No   —162→   la importaba; y le dejaba hacer, le dejaba robar, prefiriendo no calentarse los cascos, calculando lo caro que le salía este placer de no meterse a pedir cuentas ni a reñir por cuestión de ochavos, ella que improvisaba una verrina a grito pelado sobre motivos de un caldo demasiado caliente.

Mas notaba Emma, con una extraña delicia y cierta vanidad por lo que ella creía su espíritu singular, único, notaba una complacencia, como la de sentir cosquillas inaguantables capaces de ponerla enferma, en tolerar y hasta hurgar las flaquezas del prójimo, siquiera en algo la perjudicasen. El descubrimiento de la maldad ajena la embelesaba, la enorgullecía y la animaba a abandonarse a sus perversiones caprichosas. Además, tenía los sentidos y el gusto muy afinados para saborear y discernir la belleza que hay en la energía y en la habilidad del mal; un pícaro gracioso, redomado, hábil y suelto para sus picardías, le parecía un héroe: Luis Candelas, según se lo presentaban librotes de imaginación muy populares, era un héroe con quien hasta soñaba. Leía con avidez las causas célebres y reservaba toda su compasión para los criminales en capilla. Para los delitos de amor su lenidad era infinita; y si bien en los días en que la debilidad la tuvo tan postrada que sintió como   —163→   la conciencia física de un agotamiento de deseos y facultades sexuales, miraba con desprecio y repugnancia, y hasta ira, todo lo que se refiriese a respetar, consagrar y propagar el amor, cuando se vio renacer dentro de su pálido pellejo, suave y fofo, volvió a su ánimo aquella piedad sin límites por las flaquezas amorosas y la admiración para todos los grandes atrevimientos y extravagancias de este orden, especialmente si eran hembras las que llevaban a cabo tales osadías.

De su tío Nepomuceno sabía, por murmuraciones del primo Sebastián y de Eufemia, que tenía una pasión de viejo por una alemana, hija de un ingeniero industrial, M. Körner, químico notable que había venido a ciertos trabajos metalúrgicos.

-Sin duda el tío quiere hacerse rico a todo trance, y pronto, para seducir con su fortuna, ya que no puede con sus patillas cenicientas, a la hija de ese alemán.

Y Emma gustaba con delicia, casi material, casi del paladar, como la de una lectura picante, figurándose al buen señor, con sus cincuenta y pico, enamorado como un cadete y picado de veras y en lo vivo por el demonio del amor.

Largos ratos se dedicaba ella a pensar en las contingencias de aquellos graciosos amores, y   —164→   llegaba, imaginando, al día de la boda, y pensaba en la verosimilitud de una cencerrada, pues el tío era viudo, cencerrada en que ella colaboraría a cencerros tapados, sin perjuicio de haberle regalado antes a la novia un magnífico aderezo.

Y después serían muy amigas, y a paseo irían juntas, y llegarían a burlarse juntas del ridículo señor de las patillas, su deudor y esposo respectivamente... y hasta llegaba a pensar en los cuernos que su señora tía acabaría por ponerle al infiel administrador, ¿con quién?, con el primo Sebastián, por ejemplo... Y hasta enredaba la madeja en su fantasía de modo que resultaba que ella, Emma, tenía alguna culpa en la desgracia de su tío... y ¿qué?, mejor. ¿No la había él engañado a ella? ¿No la había robado? Pues entonces, las pagaba todas juntas.

Porque además Emma se reservaba el derecho de vengarse de los antiguos despojos que había tolerado antes, sacándole a relucir sus trampas a D. Nepo, justamente en aquellos días de sus desgracias conyugales... ¡Qué risa! ¡Qué oportunidad para ponerle en un apuro! En esta como en todas las demás flaquezas ajenas que a ella podían mortificarla, y que por lo pronto toleraba, por amor al arte de las picardías, la mujer de Bonis se reservaba   —165→   vagamente el derecho de vengarse del modo más refinadamente cruel, allá más adelante, no sabía cómo ni cuándo, pero algún día; y sentía una alegría y excitación semejantes a las que produce la esperanza de ser feliz, con la conciencia de estos aplazados desquites, de estos castigos y tormentos vengadores, representados y proyectados entre las brumas de la voluntad y del pensamiento.

Para explicar su conducta con el tío y con Bonis, hay que añadir a este examen de sus pervertidos sentimientos, su comezón de lo raro, original e inesperado. La irritaba que nadie pudiera prever sus enfados y rabietas, odios y venganzas; prefería incomodarse y enfurecerse por motivos de los que nadie esperase tales resultados, y desorientar al más experto observador quedándose fría, tranquila, impasible, ante injurias y daños que los demás podrían creer que la iban a sacar de sus casillas.

Con Eufemia, su confidente, ejercitaba este prurito a menudo, ya en sus mutuas relaciones, ya en lo que se refería a un tercero.

Nada de lo que el tío ni de lo que Bonis pudieran hacer en contra de ella podía darle causa para más rencores que aquello de haberla dejado estar a las puertas de la muerte... sin acompañarla al otro mundo; esto, esto era   —166→   lo que no perdonaría... y, sin embargo, ya se veía cómo disimulaba. ¡Oh! ¡Pero qué chasco les iba a dar! ¡Qué gracia, cuando el tío se encontrase con que ella también gastaba a todo gastar, y que el caudal que él tenía de reserva, para robar más adelante (para cuando su mujer, la alemana, por ejemplo, le diese chiquitines de Sebastián, era un decir) había pasado, según la ley, a manos de los acreedores, al tendero de la esquina, al comerciante de los Porches, etcétera, etc.!

Sí, la vida todavía guardaba para ella un porvenir sustancioso; ahora caía en la cuenta de que no había sido antes bastante egoísta. Mortificar a los demás y divertirse ella, de mil maneras desconocidas, todo lo posible, estas eran las dos fuentes de placer que quería agotar a grandes tragos; dos fuentes que venían a ser una misma.

Con la salud nueva sentía Emma esperanzas locas de no sabía qué deleites; y a tanto llegó esta fuerza expansiva, que aquellos mismos placeres secretos de su retiro voluntario, llegaron a parecerla insuficientes, no saciaban su sed de emociones extrañas; y, entonces, rompiendo la crisálida de su encerrona, determinó salir al mundo, no sin cautela, no sin disimulos, en busca de aventuras de que no había de dar cuenta a los parientes, procuradas entre   —167→   misterios que las había de hacer más sabrosas.

Una noche dormitaba Eufemia en el gabinete de su ama, dando cabezadas contra la pared, cuando tuvo que despertar sobresaltada por un golpe que sintió en un hombro; era la mano de Emma, que la llamaba; estaba la señorita en camisa, pálida como nunca, su respiración era anhelante, las narices se la ponían hinchadas, abriéndose como fuelles.

-¿Qué hora es? -preguntó con voz ronca.

-Serán las diez, señorita.

-Y llueve.

Eufemia atendió al ruido de la calle.

-Sí, llueve.

-Vamos a salir.

-¡A salir!

-Sí, tú calla. Anda, tráeme un vestido tuyo, de percal, y un mantón tuyo y un pañuelo... vamos las dos de artesanas. Vamos al teatro, a la cazuela. Hoy hacen la... no me acuerdo cómo se llama; es una ópera nueva, muy buena, lo leí en el cartel al volver de misa, en la esquina del Ayuntamiento. Corre, vete por eso; oye, tráeme aquel alfiler del pelo, el de cabeza de dublé, que te costó dos reales. Ninguno de esos tipos está en casa... Vamos a correrla todos... Conque... ¡andando!