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Sublevación de Nápoles capitaneada por Masanielo

Con sus antecedentes y consecuencias hasta el restablecimiento del gobierno español

Estudio histórico

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas



Ad extremum ruunt populi exitium, cum extrema onera eis imponuntur.


TÁCITO                




AL EXCMO. SR. D. FRANCISCO JAVIER DE ISTÚRIZ,
SENADOR DEL REINO, ETC., ETC., ETC.,
COMO TESTIMONIO DE FINA Y CONSTANTE
AMISTAD EN PRÓSPERAS Y ADVERSAS FORTUNAS.
SU COMPAÑERO,
ÁNGEL DE SAAVEDRA, DUQUE DE RIVAS.




ArribaAbajoPrólogo

El nombre de Masanielo, tan célebre en la Historia y popularizado en estos últimos tiempos por la poesía, y mucho más aún por la música de Auber, fue uno de los primeros que ocurrieron a mi imaginación al poner el pie en la hermosísima ciudad de Nápoles, teatro del, aunque pasajero, formidable poder de aquel ente extraordinario, y me propuse, desde luego, tomarlo para asunto de un artículo de revista. Pero cuando recorrí las calles y plazas que presenciaron su arrojo, su próspera, aunque fugitiva fortuna, sus horribles crueldades y, su lastimosa muerte y empecé a reunir noticias y documentos sobre su persona y hechos, conocí que necesitaba de más ancho campo, y me decidí a escribir la historia de su dominación. Mas como ésta no podía ser comprendida sin tener idea del estado a que llegó el reino de Nápoles bajo el gobierno de los virreyes españoles, y particularmente bajo el del duque de Arcos, y como fue de tan pocos días y a la muerte de Masanielo no concluyó la sublevación, antes bien, se hizo más grave y peligrosa, advertí que para presentar una idea exacta de aquella revuelta y dejar satisfecho al lector era indispensable dar más ensanche a mi trabajo y trazar un cuadro completo de tan memorable acaecimiento.

Resuelto a emprender esta obra, aunque desconfiado de mis fuerzas para llevarla a cabo, hice nuevas investigaciones reuní mayor copia de documentos, examiné curiosos manuscritos, leí cuantos autores de aquellos sucesos tratan y conferencié largamente con los eruditos del país, eligiendo para servirme de guía en mi trabajo a los escritores que merecen mayor crédito entre los mejor informados de las ocurrencias de aquel memorable período. Siendo éstos: Tomás De Santis, contemporáneo, y colocado entonces en posición a propósito para escribir con buenos datos, pues era secretario de uno de los sediles o barrios de la ciudad de Nápoles y desempeñaba además otro empleo en la administración, y, aunque pesado y falto de color, sin aventurar ningún juicio, escribió con prolijidad lo que presenció, indagando con solicitud lo que ocurrió fuera del alcance de su vista. Alejandro Giraffi, también contemporáneo, que publicó en Venecia, con nombre supuesto, un diario muy prolijo de la dominación de Masanielo. No se sabe quién fue, pero se colige por su obra que era hombre del pueblo y de instrucción pedantesca; se entusiasma y extasia con las acciones de su héroe, aunque no aprueba sus crueldades, da acogida a las vulgaridades más absurdas y nunca pierde el respeto al duque de Arcos. Su estilo es humilde, pero a veces se remonta ridículamente, citando textos de la Escritura. Se conoce que escribía de noche lo que pasaba de día, y que se halló presente a todos los acontecimientos. Rafael de Torres, también contemporáneo, que escribió y publicó en Génova la historia de aquella sublevación, en latín crespo e hinchado, poniendo pomposos discursos en boca de los personajes, y empedrando la narración con sentencias y apotegmas políticos; pero expone los sucesos con buen orden y claridad, y se conoce que escribió con muy buenas noticias. El conde de Módena, secretario y director del duque de Guisa, escritor culto y entendido, enemigo acérrimo de los españoles, que le tuvieron largo tiempo prisionero, y dándose en su obra exagerada importancia, refiere con bastante exactitud, aunque de oídas, las ocurrencias de Masanielo, y con mayor seguridad, las del corto tiempo que el duque francés dominó a Nápoles, como cosa que él mismo preparó, de que fue testigo y en que tuvo una parte tan principal. Parrino, panegirista de los virreyes, y que escribió medio siglo después. Giannone autor más moderno, que escribió con un método particular y raro la historia general de Nápoles. Y el moderno doctor Baldacchini, quien últimamente ha publicado un excelente compendio de la historia de aquella revolución, escrito con muy buen gusto, con calor sumo, con buenos estudios y con elegante pluma.

También entre el cúmulo de manuscritos que he registrado elegí los que, a juicio de los eruditos, merecen más crédito, y que aparecen ser, efectivamente, de mucho valor, como el del maestre de campo Capecelatro, que es el más precioso de todos y muy raro; el de Agnello de la Porta, más conocido, y que da muy buenas noticias y desciende a curiosas minuciosidades; una relación anónima, no muy extensa, y que pocos han visto, de aquellos sucesos, que posee, con otras obras muy raras, el príncipe de San Georgio; varias cartas de aquel tiempo, y, entre ellas, algunas muy importantes, de un proveedor general que padeció grandes pérdidas en aquel desorden, y otras del ayuda de cámara del duque de Arcos; y otros documentos de la época, que existen en los archivos públicos y en los particulares,. y, de los que insertamos algunos en el apéndice de esta obra.

Con estos datos y con el consejo de personas doctas la he escrito. No sé si he trabajado con acierto y si he conseguido trazar una historia clara e interesante de aquellos dramáticos sucesos que turbaron el año 1647 un reino importantísimo, dependiente entonces de nuestra inmensa monarquía. Si no he acertado a desempeñar dignamente mi propósito, no será por falta de estudio, sino de capacidad. Y puede que, a lo menos, haya logrado recordar un episodio digno de atención de nuestra historia del siglo XVII, que, tratado por escritor más idóneo, podrá formar una obra digna del tiempo en que vivimos.

Nada más tengo que manifestar a mis lectores; pero no puedo concluir este prólogo sin pagar el tributo de gratitud a las distinguidas personas que me han ayudado eficazmente en este trabajo, entre los cuales es una obligación de mi reconocimiento nombrar al señor comendador Espinelli, archivero general del reino de Nápoles, que puso a mi disposición los escasos documentos de aquella época que tiene en custodia; al señor duque de Lavello, que me escribió una sencilla memoria para enterarme de la antigua organización municipal de Nápoles; al caballero Escipione Volpiccella, eruditísimo en la historia de su patria y distinguido literato, que me instruyó en largas conferencias de muchas particularidades, y que me informó sobre el grado de crédito de los autores que manejaba; al señor Luis Blanch, escritor eminentísimo, con quien he consultado varios trozos de esta historia, rectificando con los suyos mis juicios; al señor Cuomo, a los príncipes de Cásaro y de Montemileto y al marqués de Estriano-Tito, que me proporcionaron libros de sus bibliotecas, y, por último, al señor príncipe de la Rocca, que me facilitó con particular empeño registrar libros raros y preciosos manuscritos. A todos les doy las más expresivas gracias, y a su cooperación y auxilio me reconoceré deudor si alguna gloria y aplauso mereciese esta obra.




ArribaAbajoIntroducción

La desacertada administración de los sucesores de Carlos V y de Felipe II desmoronó pronto la gran monarquía, fundada con tanta gloria y sobre tan sólidos cimientos por los Reyes Católicos, acrecentada con tanta fortuna por aquel intrépido guerrero y mantenida con tanto tesón y prudencia por este eminente político. No parece sino que Felipe III, Felipe IV y Carlos II subieron ex profeso al trono de las Españas para arruinarlas y destruir la obra de sus antepasados. Su política vacilante y mezquina; su ciego abandono en brazos de sus favoritos; su empeño en sostener a toda costa la desastrosa guerra de Flandes; la indiferencia y descuido o, por mejor decir, equivocado sistema administrativo con que trataron las nacientes colonias americanas, o, hablando con más exactitud, los vastos e importantísimos imperios que en el Nuevo Mundo les habían adquirido el arrojo y el heroísmo de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro, y la injusticia y rapacidad con que dejaban gobernar los ricos Estados que poseían en lo mejor de Europa, hacían no sólo inútil, sino embarazoso, en sus débiles e impotentes manos, aquel inmenso poderío.

Las otras potencias europeas, regidas entonces con más acierto, y sobre todas Francia, constante émula y antigua rival, gobernada por el célebre cardenal Mazarino, veían gozosas acercarse la ruina del temido coloso español, y no se descuidaban en aprovechar todos los medios de apresurarla. En cuantos países dominaba fuera de la Península no perdían ocasión alguna de acalorar el descontento, y en la Península misma agitaban sin cesar a las provincias más activas y bulliciosas. En todas partes, pues, se veían de tiempo en tiempo los resultados de sus instigaciones, que nada hubieran podido si la poca capacidad de las autoridades que la gobernaban, lo absurdo de las leyes que se les imponían y lo errado de la administración a que se las sujetaba no hubieran presentado siempre ancho campo en que se dilatasen.

Pero donde se vieron más claramente los efectos de tan descabellado sistema. de gobierno y el partido que de ellos podían sacar los extranjeros fue en la rebelión del reino de Nápoles, acaecida el año de 1647, pues, tras de varios desastrosos sucesos, puso aquel importantísimo Estado en manos de la Francia, y no lo separó totalmente de la monarquía española porque la falta de costumbre de independencia, los desórdenes y desconciertos de la anarquía y los desaciertos, rivalidades y ligerezas de los franceses hicieron preferible a aquellos naturales, cansados y desfallecidos de su propio esfuerzo, el yugo a que estaban acostumbrados,

Corto fue, ciertamente, el período de aquella memorable revuelta, pero importantísimo en la Historia y digno de la atención del filósofo y del repúblico, porque pueden estudiar en él la energía que da la desesperación a los pueblos oprimidos, lo terrible que son los momentos de la desenfrenada dominación popular, que mancha, ennegrece e imposibilita la mejor causa, y lo que se engañan los ambiciosos, ora naturales, ora extranjeros, que creen fundar en los pasajeros favores y en el efímero entusiasmo del populacho una dominación duradera.

Aún no había sujetado del todo Felipe IV la tenaz rebelión de Cataluña, acalorada y sostenida por los franceses; aún hacía vanos esfuerzos para recuperar la corona de Portugal, incorporada a la de España en tiempo de su abuelo cuando la derrota y muerte del rey don Sebastián en Marruecos, y perdida por si, incapacidad e indolencia; la guerra de Flandes era cada día más ruinosa, aunque no deslucida para las armas españolas; el Milanesado no estaba tranquilo, y continuaba la guerra con Francia, que comenzó sobre el Estado de Mantua, y que seguía encarnizada en los Países Bajos en el Rosellón y en el norte y costas occidentales de Italia, cuando estalló en Nápoles aquella famosa rebelión llamada de «Masanielo», que nos proponemos referir con sus «antecedentes» y «consecuencias», hasta el total restablecimiento del dominio español en aquel reino. Emprendemos este trabajo histórico después de haber recorrido los sitios que sirvieron de escena a aquellos trágicos acontecimientos; de haber leído y estudiado con atención los autores contemporáneos y posteriores que de aquellos sucesos tratan; de haber examinado curiosísimos manuscritos de aquel tiempo y los escasos documentos que de él existen en los archivos públicos, y de haber oído la tradición, que de padres a hijos ha llegado hasta nuestros días, sintiendo haber hallado en todas partes acriminaciones acerbas y más o menos apasionadas contra los españoles, que no eran, ciertamente, entonces más dichosos y ricos en su propio país que los habitantes de los otros Estados que dominaban, y que fueron los primeros. y de una manera harto más dolorosa, víctimas del desgobierno de los últimos reyes austríacos, como lo demuestra el lastimoso estado en que el imbécil Carlos II dejó morir la poderosa y opulenta monarquía española.






ArribaAbajoLibro primero


ArribaAbajoCapítulo primero

Desde que las armas españolas, mandadas con tanta gloria por el Gran Capitán, aseguraron a la corona de Aragón, ya reunida con la de Castilla, la posesión del reino de Nápoles, se empezaron a notar en él síntomas de descontento y de resistencia a la dominación española, bien que fuese mucho más grata a los napolitanos que la francesa. En el tiempo mismo de don Fernando el Católico, y poco después de la visita que hizo a aquel Estado, su capital se alteró por la escasez de víveres y por lo penoso de los impuestos, siendo virrey el conde de Ribagorza. El año 1510, que lo era don Raimundo de Cardona, se levantó todo el reino para impedir, como lo consiguió, el establecimiento de la Inquisición. Reinando ya Carlos I, aunque fue rechazada y rota la expedición francesa de Lautrech, dejó en pos de sí grandes disgustos y peligros, y una tranquilidad dudosa. En el brillante virreinato del célebre don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, el disgusto de los nobles por la restricción de sus privilegios, y el del pueblo por carestía de vituallas fueron tan graves, que obligaron-al emperador a pasar a Nápoles, de vuelta de su expedición a África. Su presencia fue muy grata y consoladora paca aquellos súbditos, porque concedió al reino, y en particular a la ciudad de Nápoles, varios privilegios y exenciones.

Pero de allí a poco, en el año 1547, como se intentase de nuevo introducir la Inquisición en aquel Estado, se sublevó todo con gran furia, viniendo a las manos con los españoles y pasando en sólo la ciudad, de trescientas las personas que fueron víctimas, por una y otra parte, de aquel conflicto. El inflexible virrey acreditó entonces la entereza de su carácter; pero tuvo que desistir de su propósito, renunciando al establecimiento del odioso tribunal.

En tiempo del duque de Osuna, el año 1581, los nobles reclamaron con descomedimiento sus abolidos derechos, y el pueblo se amotinó por lo crecido de los impuestos y por la falta de subsistencias. Con los mismos pretextos volvieron a alterarse los ánimos en el virreinato del conde de Miranda. Y en el del conde de Lemus, el año 1600, hubo grandes disturbios promovidos por ciertas nuevas doctrinas predicadas por el díscolo fraile Campanela, quien, de acuerdo con muchos de sus secuaces, llegó a entablar trato con los turcos, ofreciéndoles, si venían a sostenerle, facilitarles la ocupación de algunas fortalezas de la costa. Siendo virrey el conde de Benavente, en 1603, fue grande la miseria pública, y hubo estrepitosas asonadas por la alteración de la moneda. En los tiempos del otro famoso duque de Osuna, aunque demasiadamente popular en Nápoles, no faltaron trastornos y disgustos. Y cuando, llamado precipitadamente a España, dejó el mando al cardenal Borja, retardó éste algunos días el tomar posesión del virreinato, porque la ciudad andaba revuelta y amotinada. Reinando Felipe IV tuvieron graves disgustos los virreyes cardenal Zapata y duque de Alba, con las frecuentes sublevaciones contra los impuestos, que eran por demás exorbitantes, y con los continuos tumultos por falta de pan y por la baja de la moneda. El conde de Monterrey luego, y más adelante el duque de Medina de las Torres, descubrieron y cortaron oportunamente y castigaron con gran rigor conspiraciones muy serias y tratos muy adelantados con los franceses para entregarles el reino.

Ocurrencias tan repetidas podían haber advertido al Gobierno español que debía, o tener siempre en aquel reino bullicioso y tan dócil a las instigaciones extranjeras fuerza suficiente para sujetarlo, o regirlo con tanta justicia y blandura que encontrara su conveniencia en formar parte de la monarquía española. Y esto hubiera sido lo más fácil, y también lo más útil para la metrópoli, y lo más justo, además, pues en Nápoles no había antipatía contra España, y la ayudaba lealmente con sangre y con tesoros en sus descabelladas empresas. Pero los monarcas españoles o, por mejor decir, sus favoritos y los delegados que a Nápoles enviaban, en lugar de uno u otro método de dominación, eligieron el de dividir los ánimos y el de sembrar la desconfianza, primero, y luego, el odio entre el pueblo y la nobleza de aquel reino, para que, faltando el acuerdo, no pudiera ser consistente la resistencia y lograr a mansalva esquilmarlo y oprimirlo. Y así lo ejecutaron, pues el Gobierno de los virreyes fue últimamente tan funesto para aquel hermoso y abundantísimo país, que aún hoy se recuerdan en él su arbitrariedad y sed insaciable de oro con estremecimiento.

De tiempo inmemorial gozaba el reino de Nápoles la intervención en sus propios intereses de un Parlamento compuesto de los barones, señores de la tierra, y de diputados de algunas ciudades y de Corporaciones eclesiásticas, el cual, aunque no con una forma constante, ni en período fijo, se reunía a convocación del soberano o de sus lugartenientes. Pero esta Corporación respetable, sin cuyo beneplácito no se podían imponer al país contribuciones nuevas, había perdido, con el curso de los tiempos y con las diversas dominaciones, su valor e influencia, pues, «corrompida o forzada»1, se prestaba dócil, a las exigencias del Poder. Siendo acaso, el más fuerte apoyo de la tiranía, porque legalizaba sus actos. ¡Suerte terrible de las más saludables instituciones cuando, bastardeadas por el tiempo o las circunstancias, pierden su propia dignidad y olvidan los intereses que representan!

Las ciudades principales del reino estaban, además, regidas por una especie de municipalidad electiva, como la de la capital. Componíase la de ésta de los diputados de los seis «sediles», plazas o distritos en que estaba dividida la ciudad; de los «electos» de las mismas, y de los capitanes de las «utinas» o barrios en que cada «sedil» se dividía. De los seis «sediles» o distritos, en cinco pertenecían la elección y la votación a la nobleza exclusivamente, y en uno solo, al pueblo, pues, aunque en tiempo antiguo la representación de éste no era tan diminuta, cuando empezó a falsearse la institución extendieron en ella los nobles su poderío con tanta ventaja. El «sedil» del pueblo tenía, es verdad, el nombramiento de los cincuenta y ocho capitanes de «utina» (especie de alcaldes de barrio); pero mientras que los cinco de la nobleza nombraban libre y directamente su «electo», aquél sólo lo proponía en terna a la elección del Gobierno, dándose, sin embargo, al elegido y nombrado de esta manera el pomposo y mentido nombre de «electo del pueblo», y concediéndosele cierta preponderancia, algo parecida a la que tenían nuestros síndicos. De los diputados de los seis «sediles» y de los capitanes de las «utinas», presididos por los seis «electos», se formaba la Corporación municipal de Nápoles, sin cuya aquiescencia no se podían imponer cargas a la ciudad, ni establecer nuevas gabelas, ni exigir arbitrios de ninguna especie. Eran sus funciones administrar los fondos del común, los hospitales, colegios y establecimientos públicos, y cuidar de la Policía y mantenimiento de la población. Pero, aunque se componía de tantos individuos, no tenía nada más que seis votos, uno por cada «sedil», verificándose luego separadamente en cada uno de ellos las votaciones generales.

También esta Corporación, que, aunque monstruosa en su forma y embarazosísima en su acción, había llenado dignamente en lo antiguo el círculo de sus atribuciones, carecía ya de vida propia. Y si bien salían aún alguna vez de su seno enérgicas protestas contra la opresión de la ciudad, y aun del reino todo, y contra la exorbitancia de las exacciones, era ya un instrumento dócil en manos de los virreyes para llevar a cabo con cierta legalidad aparente sus exigencias.

Nada, pues, tenían que esperar los napolitanos de las protectoras instituciones que les habían dejado sus mayores: el tiempo las había desvirtuado, el poder de la dominación extranjera corrompido. Ni podían con propio esfuerzo devolverles su vigor, o establecer otras análogas a las circunstancias, abrumados bajo el peso de un yugo extraño. Y cuando los barones y nobles, unos por el duro trato que daban a sus colonos y dependientes, para aumentar sus riquezas, se habían granjeado el odio del pueblo; otros porque especulaban sin pudor con la miseria general, arrendando las rentas públicas y los nuevos arbitrarios impuestos, se habían atraído la animadversión del país, y algunos porque, presentándose sumisos en la capital para obtener, a costa de bajezas, mercedes y distinciones, habían incurrido en el desprecio universal. Y el pueblo, aislado y solo, oprimido por la fuerza extranjera y esquilmado y empobrecido, se perdía en vanas, aisladas e impotentes tentativas, sin apoyo y sin dirección.

Caminaba el hermoso reino de Nápoles, a su total exterminio. No se notaba en él la mano del Gobierno sino para extraer, oprimir y esterilizar. La seguridad pública estaba completamente perdida. Las costas, de continuo expuestas a las repentinas incursiones de los piratas berberiscos. En los montes campeaban numerosas tropas de bandidos, que la pobreza general y el común despecho engrosaban continuamente, y que llevaban sus devastadoras correrías hasta las villas más considerables cuando podían sorprenderlas desapercibidas. La población se disminuía visiblemente por la miseria, por las continuas levas de gentes para Flandes, Lombardía y Cataluña, y con la emigración continua de los infelices napolitanos, que iban hasta las playas turcas a buscar su remedio, como asegura un autor contemporáneo. La agricultura decaía notablemente por la falta de brazos, por la inseguridad de los campos, por lo crecido de las contribuciones. La industria, reducida y escasa, se veía ahogada en su cuna; y el comercio, asustado de las continuas guerras y trastornos y de los descabellados derechos y tarifas, huía de un país de que se habían sacado, en los últimos veinte años, más de cincuenta mil hombres para la guerra, y del que se habían llevado a España ochenta millones de ducados, producto de gabelas, arbitrios y extraordinarios impuestos.

En tan abatido y lastimoso estado se encontraba el reino de Nápoles cuando, en el año 1644, entró a ejercer su virreinato el almirante de Castilla don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Ríoseco. Este excelente caballero y previsor hombre de Estado conoció muy luego el aburrimiento del país y la imposibilidad y el peligro de apretarlo con nuevas exigencias. Y al mismo tiempo que dedicó todo su conato a regularizar la administración y a poner coto a las rapiñas autorizadas de los oficiales públicos, escribió a la Corte, manifestando la necesidad de mirar con compasión a aquellos extenuados pueblos y de reforzar las guarniciones españolas, sumamente disminuidas. Pero en Madrid, ocupados con la guerra de Cataluña, y cercados por todas partes de desastrosas circunstancias y de necesidades urgentísimas, despreciaron las sensatas reflexiones del sesudo virrey, y le contestaron pidiéndole terminantemente hombres y dinero.

Obedeciendo el almirante, a su pesar, las nuevas exigencias y teniendo, además, que prevenirse contra una armada turca que se dejó ver en el golfo de Tarento, que socorrer luego a Malta, amenazada por aquella fuerza, y, que acudir a Roma por la muerte del Papa Urbano VIII, se vio en la dura precisión de imponer una contribución nueva, que causó gran disgusto, sobre el consumo de harinas, y que levantar algunos batallones para enviarlos a las costas de Cataluña. Mas, al mismo tiempo, representó de nuevo y reiteró sus clamores contra las vejaciones que afligían a los napolitanos, y sobre la absoluta falta de recursos en el país. Su celo, rectitud y previsión fueron tratados en España de apocamiento y de debilidad, y le pidieron terminantemente que enviara nuevos socorros, con lo que, desconcertado el almirante, escribió al rey haciendo renuncia de su cargo y rogando le nombrase sucesor, «porque no quería que en sus manos se rompiese aquel hermoso cristal que se le había confiado». Notables palabras, que trasladan todos los historiadores contemporáneos, y que son una fuerte pincelada que caracteriza el retrato de aquel prudente, leal y entendido caballero.



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