Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Sueño alegórico por la mexicana doña María Francisca de Nava, dedicado a la religión, objeto amable de la antigua y Nueva España1

María Francisca de Nava

María Fernández de Jáuregui (impresor)





Agitada mi imaginación2, y acostumbrada por espacio de tantos meses a no separar de ella las aflicciones de un inocente cautivo, ni la perfidia de un monstruo de ferocidad, cuyos horrendos hechos me hacen salir de un puro deseo de venganza las lágrimas a los ojos, pasando luego con el tributo de ellos mismos a los más amorosos afectos de dolor y ternura sobre la opresión del inocente Fernando, no hallando el más ligero lenitivo, me cubría de horror y, espantada mi imaginación con las varias consideraciones que se le presentaban, hube de rendirme al único descanso del afligido, cuando prodiga la naturaleza lo alimenta con el descanso del sueño, y logrando no solo éste, logré también una dulce representación con tantas delicias, que por entonces hallé total alivio a tan continuadas amarguras.

¡Oh, sueño dichoso! ¡Oh, momento feliz, en que veía de bulto la restauración del objeto deseado de todo el mundo, del amado monarca, y de mi dueño Fernando! Ojalá no hubieras desaparecido, pero no sé qué extraordinaria confianza grita a mi corazón de que pasará a realidad lo que para mí fue sueño; y ya que de nuevo vuelven las penas a agitar a mi acobardado espíritu, sírvame de desahogo pintarlo como lo vi.

Me hallé repentinamente viajando por un camino, cuyas asperezas eran tan insuperables, que hacían perder toda esperanza, aún a la más intrépida resolución, pero la serenidad de un cielo apacible se me anunciaba como embajador de una futura dicha, y a pesar de que un riesgo preparaba un nuevo precipicio, los estímulos del deseo superaron lo que no hubiera podido la fuerza. Me vi al frente de una tan hermosa como sencilla fachada, en la que hacía ostentación el arte; observé en la puerta un genio amable cuya presencia enamoraba, el que con dulce moderación me introdujo en lo interior de un templo en que parecía había estancado la arquitectura todos sus primores, y que para describir tantas bellezas era necesaria la más escrupulosa atención: en el medio estaba un pedestal de mármol blanco airosamente adornado de festones y rosas, en el que ardía sin consumirse un fuego sagrado; en los cuatro ángulos, cuatro perfumadores de rico oro, que llenaban el templo de un divino aroma; en el medio, sentada una matrona tan hermosa como respetable que arrastraba todo mi afecto; estaba cubierta de una vestidura cándida, y sostenía sobre su corazón una cruz3 y un libro4: estaba esta divina matrona en ademán de dar audiencia; a ligeros momentos por dos intercolumnios opuestos se presentaron con reverente precipitación otras dos matronas, la una con los ricos atavíos con que se deja ver Palas, o Belona5; y la otra no menos adornada, trayendo en la cabeza un rico penacho de plumas6.

Sus semblantes aunque modestos, no podían ocultar la pena que abrizaban sus corazones, las que antes de arrodillarse exclamaron con un espantoso grito, imploramos el auxilio de la Religión; y tomando la voz la primera entre sollozos y lágrimas le dice «Religión adorable. ¿No sois el principio, el medio y el fin de la humana felicidad? ¿No debe ocupar el primer lugar para con Dios y los hombres el que observa tus leyes?, por tus consejos y lecciones ¿no enseñas la sencillez de las costumbres, la reverencia a los templos y a sus ministros?; ¿no enseñas también la sujeción noble y las tan justas como debidas humillaciones a Jesucristo? ¿No inspiras la religiosa observancia, y temor al mismo Dios?; ¿no formas el complemento de las delicias en el corazón de quien sigue tu doctrina? Por esa cruz con que te condecoras ¿no estás jurando a cuantos te siguen una interminable felicidad? Pues bien, decretad ahora cual debe ser la pena de un aborto infernal que haciendo ostentación de despreciaros, pisa con escandaloso horror y temerario despotismo vuestras leyes dulces, y celestiales lecciones; tan inicuo sacrilegio, y audaz que no respetó ni a la cabeza visible de la Iglesia, aquel vicario de Jesucristo, sentado por el mismo Dios en la silla de san Pedro para hacer cumplir y guardar todas las adorables lecciones que presentan las cláusulas de ese divino libro que abrazáis. Ese horrible sacrílego, se ha establecido sobre un pedestal no de mármol blanco como el que ocupáis, sino de producciones de volcanes infernales, enarbolando en sus desoladoras manos la impiedad y la irreligión, con que él mismo se autoriza tratando de destruir tan sacrosantas máximas; éste es el tirano Napoleón, este el facineroso asesino, que fragua y ejecuta los planes infernales de ambición y crueldad, este el que ha llenado a la Europa de sangrientas guerras; los discípulos de este maestro veneran como virtudes los vicios, adorando como deidades los robos, las deshonestidades, y la más inhumana impiedad; ellos causan las lágrimas, la muerte, el asombro, el estrago, el horror y la pena; las divinas palomas, cuya pureza consagraban a su divino esposo en lo más retirado de sus claustros, con pública deshonra las ultrajan en presencia del Dios de las venganzas y no saciada su desvergüenza ni su inhumanidad, las hacen víctimas de su carnicero rencor; los santuarios los convierten en hogares infames ¡Qué horror! Llegan a los tabernáculos, donde el manso cordero recibe de sus sacrílegas manos los más feroces atentados; éste en fin, amable Religión ¡Qué dolor! nos ha usurpado a nuestro religioso Fernando arrancándolo del trono para sembrar después sus perversos designios; éste es el enemigo de Dios, el verdugo de la razón, el autor de la mentira, el horror de la naturaleza, y en fin, el que os trata de destruir. La antigua España os habla, y os ruega recordéis la dócil sumisión con que no sólo ha guardado, sino ha hecho guardar con invencible respeto vuestras sacrosantas máximas; ni la nobleza, ni el distintivo carácter con que ha excedido a todas las naciones, ni el valor, ni la integridad, son las que forman lo principal de su gloria: lo es sí, la religión, la fe y la obediencia a los preceptos del criador. Dígalo el castigo que hicieron los católicos en los rebeldes anabaptistas y luteranos cuando profanaron los templos injuriaron las imágenes, y dieron muerte a muchos religiosos y sacerdotes; estos crímenes fueron castigados al filo del cuchillo, y con él hallaron el desengaño de su locura. Los principales sectarios fueron ajusticiados para desengaño de los pervertidos, logrando así que muchos volvieran al gremio de la verdadera Iglesia, debiéndose esta celosa diligencia a la vigilancia de los católicos, solícitos siempre del aumento de la verdadera fe.

«Dígalo la gloria que tuvo el emperador Carlos V en cuyo corazón estaba tan arraigada la pureza de la fe y la religión, que hasta mejoró su salud la noticia de la formación del Concilio, porque de él resultaba gloria y alabanza a la augusta Trinidad, aumentando la fe, y últimamente opresión y extinción de los enemigos del nombre de Dios. Dígalo el celo de todos los reyes de España por la fe por la silla apostólica, y por el esplendor de la Iglesia, que han sido los afectos dominantes de sus reales corazones, sacrificando a estos superiores y religiosos motivos los intereses de Estado. Díganlo tantos héroes católicos, cuyos resplandores bañan por todas partes con los rayos que de la virtud y de la religión han dejado grabados en el templo de la inmortalidad ejemplos tantos, que ejecutan el asombro en lo difícil de la imitación. Díganlo...».

Cortó este razonamiento la Religión diciendo:

«Suspende tu doloroso raciocinio, que tu padecer espanta mi ultraje y me acongoja, y pues ya mi silencio te ha permitido algún desahogo, justo es lo logre también mi otra hija, que no menos que tú debe merecer mi atención. Entonces la América tomando la voz con un triste suspiro prorrumpió:

¿Hasta cuándo ha de abusar ese inicuo Napoleón del sufrimiento de un Dios justiciero?; ¿hasta cuándo amable Religión ha de pisar la sangre de Jesucristo?; ¿hasta cuándo hemos de estar penetrados del más vivo dolor y desconsuelo, con esa multitud de acciones ruidosas, raras y extraordinarias que nos cubren de pena? Este mentido héroe, quiere con la espada y la pluma hacer famosos los vicios que detesta la humanidad, y reprobáis como pura religión, bien sé que a los ojos del Señor de los ejércitos que registra los senos más secretos del espíritu, no hay otra grandeza sino la bondad y rectitud del corazón; pero este monstruo ha querido elevar su perversa política a la clase de la más útil virtud, su vida torpe y obscura la supone antorcha, o fanal para modelo de su nación; su avaricia no se limita a una ganancia, legítima, y roba con cautela y perfidia lo que en buenos términos no puede ganar; sus virtudes que llama morales son deshonra de la naturaleza y anuentes a la libertad del paganismo; su ambición la satisface con los tesoros de sus aliados, y se enriquece con los robos a sus amigos; su torpeza no respeta nacimiento, hermosura ni virtud, sus tropas no son ejércitos guerreros, sino reunión de bandoleros; su soberbia aprendida del mismo Lucifer, pues parece que hasta al mismo Dios quisiera disputarles el trono; se hace llamar todo poderoso, nombre digno solamente de aquel ser eterno que crió al mundo de la nada, y le concede su existencia. En fin son tan insaciables sus pasiones que juzga satisfacerlas con servirlas, por lo que echando el resto, quiso lograr la gloria que le faltaba que era usurparse a la España, arrancando con la más negra perfidia, que será escándalo de los futuros siglos, a nuestro monarca, a nuestro rey y padre FERNANDO».

Hasta aquí habló la América porque un nudo ahogaba su garganta y sofocaba su voz la pena de su queja, mas la Religión con ternura las consolaba de esta suerte.

«Bien conozco amada España y cara América que en los ojos de ese monstruo no han hecho impresión las luces apacibles de mis leyes, conozco que con el más sacrílego desacato me ha hecho el objeto de sus burlas, así es; pero sabed que jamás en el idioma del Evangelio merecerá nombre aquel que da leyes sobre el tribunal a los pueblos, árbitro de las diferencias y de los derechos ajenos, sin los principios de la justicia, y las leyes de la Religión, pues caminando con escándalo por las sendas de la falsa grandeza se hace indigno como este miserable de levantar los ojos al santuario, hasta llenarse de abundantes maldiciones del Cielo. ¡Oh!, vuestra pureza de religión, vuestro amor a la virtud, y el deseo de fomentar la fe en las presentes épocas, son sin duda aquellos mismos de los tiempos atrasados de los Fabricios y Serranos en que las robustas manos de los sencillos españoles se ensayaban en el cultivo de los campos a regar las campañas con la sangre enemiga de la Religión de Jesucristo.

¡Oh!, y cuán cierto es que la sinceridad de un corazón fiel a Dios inspira resoluciones más prudentes y generosas que cuantas enseña una consumada experiencia, pero las de este inicuo han sido tan imprudentes como su mentido valor; no referirá con franqueza los peligros de la campaña, que hasta hoy no ha conocido; mas si ha logrado algunas victorias, ha sido tanta su soberbia que no ha querido confesar deberlas a la protección del cielo, y si blasonar que ha sido débil el suceso según las esperanzas de su poder... ¡qué ciego error!

Yo soy la Religión, soy el fundamento sólido de un gobierno feliz, soy la que elevo el humano espíritu al grado de perfección, adonde no podrán alcanzar los esfuerzos de la vana filosofía, ni los artificios todos de la infernal política de ese desventurado e irreligioso Napoleón.

Registrad las cláusulas de este celestial libro, y comparad sus consejos con las acciones de ese mi enemigo, y veréis los crímenes más espantosos que lo agobian; cada ultraje que me hace, con el mismo, ¡qué dolor!, sella su desgraciado fin.

Pero volved en vosotras, matronas sensibles, que yo os prometo que mientras de vosotras no falte la que habéis venido a implorar, mientras guardéis mis máximas, mientras sigáis la fe de Jesucristo, mientras mantengáis indemne la pureza de mis lecciones, no temáis os digo, que ese monstruo introduzca el veneno en vuestros sanos corazones, ni que esa secta de ignorantes y carnales que intentan arrancaros del suave yugo de la fe y de la moral de Jesucristo os haga esclavas de su infame deleite, pues son tan infelices, que blasfemando lo que ignoran, impugnan misterios que no conocen.

Y volviéndome a vuestro FERNANDO, hijo mío muy amado, os digo que en su corazón aunque tierno, no está lánguida, sino muy esforzada su religión, es un héroe que tiene tanto de admirable, cuanto su enemigo de miseria, está dotado de un corazón ingenuo, amante de la verdad y enemigo del artificio, posee una alma sencilla y religiosa, camina por las sendas tranquilas de la moderación, es inclinado al gozo de las delicias de la virtud, y por decirlo todo, por los quilates heroicos de su religión es mi verdadero hijo. Dios lo acrisola como a su escogido en el fuego de la tribulación: consideradlo a manera de un árbol robusto y fecundo que escondido entre selvas y montes se está cubriendo de flores y frutos que van después a esparcir su fragancia en las cortes, y a sazonar las mesas más espléndidas en los reynos; o como una luz clara y activa que por más que se oculte, difunde sus rayos e ilumina a grandes distancias. Sí, ya lo veréis sentado en su trono vengándome entre mis enemigos, lo veréis gobernando con las armas de la prudencia; su dinastía no terminará como intenta Napoleón, pues se cumplirá en él aquella promesa magnífica en que Dios ofrece recompensar a los corazones sinceros como el suyo con una sucesión bienaventurada; sus máximas de gobierno estarán llenas de bondad, y celo al bien común; sus ideas serán ajustadas al interés de la religión vinculándose siempre en la tranquilidad de sus vasallos; sus labios siempre estarán de acuerdo con la rectitud de su intención; no dará oídos, sino al lenguaje puro de la verdad, y a su lado no se verán los disfraces con que se introducen los traidores con la adulación. Contened vuestro llanto y guardad esas lágrimas para cuando vayáis a darle las enhorabuenas al trono, donde lo reconoceréis por vuestro rey, y yo por mi muy caro hijo, como religioso, y héroe digno de inmortalizarse en la memoria de los siglos».

Concluido este razonamiento vi a las dos matronas que poniendo las manos en sus pechos sacaban sus corazones y los arrojaban en el fuego, abrió la Religión su libro, empuñó la España su espada y abrió sus manos liberales la América ofreciendo todos sus tesoros; se estrecharon con la cruz y juraron en manos de la Religión la venganza de su Rey: la España desarrolló su rodela en que con letras de oro se leía VIVA FERNANDO, y la América echando al hombro su carcaj salieron gritando ¡que viva siempre y para siempre viva el sol de ambas Españas que es FERNANDO!





Indice