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Sueños goyescos

Justo S. Alarcón






ArribaAbajoLos civilizados




ArribaAbajoEn el metro


Bajando las escaleras automáticas
fui tragado por la tierra.
Laringes y faringes frías
me absorbieron
en unos intestinos
hediondos
por los que circulaban
miles de ratas
bostezando
blasfemias y rabias.

Vagones metálicos
preñados
de carne humana
deslizándose corrían
unos en pos de otros
como víbora cascabelera
tragando
humo
y bostezando
pestilencia.

En una esquina
dos fetos
metiéndose
los dedos y la lengua
hurgaban
senos y entrepiernas.

Cuatro pupilas
lívidas y cristalinas
se cruzaron frías
en la lejanía de los años
perdidas.
La culebra
longaniza zigzagueante
silbó los cascabeles.

La víbora policromada
diseñaba puertas y ventanas
en forma de agallas.

Entre estación y estación
inflaba el pulmón.
Al parar
vomitaba y engullía
centenares de fetos.
Por la piel policromada
graffitis caprichosos
recorrían las trasnochadas
pupilas de los mirones.

Perras
con los rabos levantados
mostraban
colmillos afilados
hocicos arrugados
y encías en brama.

Una caricatura
de roquenrolero
con la greña caída
le apuntaba el cordial dedo
a la extremidad del rabo.

Un político
de lentes ahumados
con un puro habanero
bajo el mustacho
y las uñas
puntiagudas y negras
hurgando
estaba el portamonedas.

El humo del culebrero dragón
hacía armonía
con el del cigarrillo
de la marihuanería.

Un trasnochado acordeonista
constipado
por una sifilítica ceguera
desgranaba un pasacalles
a la chusma borreguera.

La masa humana
se hallaba ensardinada
en la sofocante entraña
de la boa ferrocarrilera.

Dientes carientos
lagañas perrunas
axilas al viento
atmósfera trasiega.

El herrumbroso reptil
en una lucha parturienta
vomitó al ingente feto
oliente a pegajosa placenta.




ArribaAbajoEn la plaza


Otro gentío
me esperaba
en las afueras.

Venas varicosas
dibujaban la red viaria
de la ciudad en marcha.

Seres bípedos
se cruzaban por las aceras
enseñándose los dientes
carcomidos y marfileños.

Pupilas azules, verdes y cafés
clavaban sus dardos
en faldas policromadas
y pantalones vaqueros.

Bustos y torsos al descubierto
exhibían
promontorios lecheros
y vellos ensortijados
en los macilentos pechos.

Un calor obcecante
se paseaba por el centro.
Tascas y bares
con las gargantas abiertas
engullían
a transeúntes sedientos.

Noche de luna llena,
plateada,
rondaba la plaza.

Los instrumentos estridentes
anunciaban la pachanga.

Los cafés y los bares
antros de espeso humo
inhalaban y exhalaban
pulmones nauseabundos.


Pista de baile la plaza.

La tómbola
vociferaba
obscenidades
a mansalva.

Una hembra desvelada
reclinando sus ubres
sobre el alféizar de la baranda
observaba
un hormiguero de gusanos
ritmando
una destemplada bamba.


El sol centelleaba.

En la plaza
una estatua.

Una diadema
de racimos
contorsionada
le llegaba al viejo
hasta la barba.

Prohijaba
una generación imberbe
de empelotos chiquillos
que metidos
en la gigantesca jofaina
se zambullían en el agua.

Una corpulenta diosa
anacarada
al inebriado viejo
unos racimos alargaba.
Por sus carnosos muslos
se encaramaban
los chiquillos
atropellándose
sobre el ombligo
para alcanzar
sus ubres lácteas.

En el templo
de la plaza dorada
los fieles se acercaban.
Pupilas eléctricas
aleteaban
sus mentes aleladas.




ArribaAbajoEn la playa


En la playa
una hoz, un alfanje
una plateada
guadaña.
Contra su dorado filo
adoloridas
agonizaban saladas
las ondulantes canas
del agua.

Sobre la arena
titilaban obcecantes
restos
de mejillones
almejas y ostiones.

Collares de conchas
dibujaban
un rosario plateado
de avemarías
muertas.

Arena de sol
abrasada.
Tiritaba de frío
el agua.

Un abrazo ardiente
y un beso helado
contrajeron nupcias
en la desnuda explanada.

Gaviotas y pez-espadas
con graznidos y piruetas
celebraban el machihembro enlace
a lo largo de la alborada.

Un enjambre de bañistas
se amontonaba
en el girasol
de la playa.

Se abría
el gigantesco abanico
deleitando
pechos y espaldas.

Lagartos somnolientos
tendidos
con los taparrabos
en las aguas.

Arcoíris de sombrillas
ensombrecían
torsos brillantes
de lociones y pomadas.

Pupilas brillantes
y encanicadas
giraban enloquecidas
bajo gafas ahumadas.
Espejos fidedignos
absorbían en sus azogues
lactantes senos
y protuberantes nalgas.

Violando
el límpido azulcielo
una avioneta
ronroneando roncaba
durante el vuelo.

Tirando de la cola
alegre iba el estandarte
que portaba un lustroso
y cachetudo infante.
Una sonrisa de mueca.
Unos tirabuzones blondos.
Una flexible ballesta.
Un corazón carnoso.

Jóvenes despechugadas
libidinosos muchachos
niños edénicos
y viejos desdentados
levantáronse a una
rindiendo homenaje
con las manos en los sexos
al infante
del estandarte.

Un distraído feto
que recogía conchas
y jugaba con la arena
fue devorado
por la hambrienta
y adolorida vagina
de la mar macilenta.

La muchedumbre alelada
bostezando
con la mandíbula abierta
se lanzó
sobre la asalitrada hembra
para extraerle el feto
nacido a la inversa.




ArribaAbajoLa orgía


En la lejanía
se divisaba la playa.
Media luna.
Recuerdo
de la romántica Arabia.

La superficie del mar
serena, sedosa y tersa
como las ondulantes
sinuosidades
de un Harén las doncellas.

La media luna
ostentaba
sus dos plateados
y seductores cuernos.

Los plenipotenciarios
encendían las farolas
y las ostentosas antorchas
de sus arabescas casonas.

Los trajes de seda
de las robustas vírgenes
flotaban en la brisa
de azahares y alhelíes.

La música
de los surtidores de los jardines
sintonizaba
con los vasos achampañados
importados
de la seductora Francia
para las fiestas veraniegas
de Venus y de Baco.

En la cúspide de la montaña
la mansión de los Becerra.
Unos metros más abajo
de los Swine la hacienda.

Los criados
moros, indios y mulatos
de allende los mares importados.
Eunucos unos y otros castrados.

Se sentaron veinte parejas
en dos filas paralelas.

De las paredes colgaban
veinte dorados candelabros.
Del techo pendían dos arañas
de diamantinos cristales.
Las bujías brillantes
dibujaban
caprichosos caleidoscopios.

Vajillas de plata
con mangos dorados
a ambos lados de los platos.
Manteles bordados en China
y tapetes de Persia
adornaban la mesa
y del suelo el tablado.

Servidas por los eunucos
ollas humeantes
de perdices y faisanes
pasaban de puesto en puesto
entre los distinguidos comensales.

Botellas de La Champagne
de Bordeaux la francesa
de la hermosa Rioja
y de Jerez de la Frontera.

Entre cuatro camareros
sirvieron una plateada fuente.
La asentaron en el centro.
Al destaparla
apareció un asado cerdo.

Caminaban
las manecillas del reloj.
La faz de su luna
había sufrido una apoplejía.
Un párpado caído
y el labio inferior torcido.

Hacia las tres de la madrugada
una dama empolvada
creyó verse en el espejo
de la dama del reloj.
«Bruja descarada», le dijo
«quisieras verte como yo».

Con el frac chorreado
la corbata desatada
el bigote de caviar
espolvoreado
un industrial
se había asomado al balcón
para la indigestión remediar.

Revolcado en sus propias heces
yacía sobre las delicadas baldosas
con una mano en la entrepierna
y la otra entre los senos
de la tersa y sedosa
muchacha de limpieza.

Con un enorme embudo
en la achampañada garganta
el cornudo eunuco
le vació una trasiega garrafa.

Metros más abajo
una alberca rodeada
de jazmines y amapolas.
Sobre las iluminadas aguas
flotando
se hallaban los lívidos cuerpos
del ministro de cultura
y la consorte
del secretario de estado.

Se encontraban vacías
media docena de botellas bordeaux.
Una nota
sobre la torneada mesa
confesó
la intolerable vida
de los dos.


Se había puesto la luna.

El sudario de la aurora
caía como filigrana fina
sobre la lejana historia mora.

Fidedignos informaban
los periódicos de la mañana:
«dos potentados industriales
fallecieron
con la bendición del Papa
y los auxilios espirituales».

Dos parejas desaliñadas
descalzas por el asfalto
con sus cuatro hijos
alargaban sus sarnosas manos.

Las olas
mordían contra las rocas.
Blasfemaba
el graznido de las gaviotas.

Una becerra y un cerdo
hinchados sobre la arena
eran de las moscas verbero
y de los perros cena.




ArribaAbajoEl football




ArribaAbajoOvertura

El Valle ardía.

El sol veraniego
había pegado con fuerza
tres meses llenos.

Se habían puesto en marcha
los negocios
la ciudad
los aficionados
y la universidad.

Las taquillas
abrieron sus ventanas.
La gente acudía
como moscas en brama.
Rostros y espaldas
pecosas y tatemadas
por el sol canicular.

Ventas y reventas
que subían y bajaban
como en ferias
las gananciosas subastas.

Las calles engalanadas
con luces
guirnaldas
arcos de triunfo
y tiendas abanderadas.


El estadio repleto.

Damas pintarrajeadas
de colorines y esmaltes
pieles de gamuza
perfumes malolientes
prestadas dentaduras
y oxigenadas pelucas.

Caballeros con sombrero
rasuradas las blondas barbas
bigote de tinte negro
camisas arrow
rancios desodorantes
puros habaneros
y alientos trasnochantes.

Muchachos parranderos
bebidas licorinas
bajo el sufrido asiento.
Muchachas descocadas
con shorts tricolores
y blusas escotadas.




ArribaAbajoLos gladiadores


En la cancha
fuego.

Cuatro árbitros
con sus gorritas policromadas
en el medio del campo
echaban suertes a los dos bandos.
Con pitidos y aspavientos
daban órdenes tajantes
a los veinticuatro contrincantes
que sus puestos ya habían tomado.

En dos círculos medioluneros
se agacharon los gladiadores
recibiendo las estrategias
de sus respectivos entrenadores.

Pantalones y camisas
blindados
con rodilleras
botas, yelmos
y pecheras.


Se separaron.

Con la primera lanzada
comenzó
oficialmente el juego.

Llegó
el primer choque.
Veinticuatro carneros
por tierra dándose topetazos.
Seis mil pesadas libras
sobre un jugador se amontonaron.

Piernas, dedos, brazos
espaldas, cabezas, pechos
dientes, ojos, gargantas
bocas, cuernos y pescuezos
retorcidos, entrelazados
acostados y contorsionados.

Un montón de carne, de tocino
y estiércol.


Todos se levantaron.

Arañazos
en las piernas y en los brazos.
Dientes y coágulos de sangre
por el empolvado suelo.

Dos angarillas
se posaron en el medio.
Una pierna rota
y un estómago hueco.

Cien mil voces unísonas
formaron un estridente eco.
Un alarido
salido de la entraña
del infierno.




ArribaAbajoLa grey

La banda frenética.

Rompían el aire
marchas y ruidos estentóreos.

Búhos, lechuzas y murciélagos
dejando su tierna rama
revoloteaban cadavéricos.

Las cheerleaders
gesticulaban aspavientos.
Lanzaban al embriagado público
sus aireadas nalgas
y protuberantes senos.

Los cheerleaders
como graciosas gacelas
enseñando sus bíceps
por el aire
hacían piruetas.

El público
se dividió en dos bandos.
Las mujeres ansiaban
acariciar los estriados pechos
y los ardorosos hombres
aprisionar los curveados senos.

Los vendedores
hacían la fiesta.
Como acólitos
con sus domingueros roquetes
pasaban la canasta
para recoger la colecta.
Coca-Colas, hamburguesas
palomitas, cacahuates
perritos calientes
y profilácticos tamales.




ArribaAbajoOrgía 1


Se dieron
el último choque.
Con los cuernos
un fuerte tope.

Por las puertas del campo
salía
la muchedumbre desbocada.


Era ya de noche.

Las fauces del estadio
abortaban
a una ingente manada.

Por las arterias
de la oscura ciudad
circulaban
bocinas, carcajadas, gritos
y merodeadoras ratas,
sedientas de sexo
de orgía
y jarana.

Olía
la atmósfera
a alcohol, a sudor
a intestino y a pólvora.

Cohetes y bombas
laceraban
las vísceras
de la noche.

Los fuegos de artificio
caprichosas formas
dibujaban.
Un niño empeloto
extraído
de la oscura vagina
a desgana.




ArribaAbajoEl jugador


Tendido sobre el zacate
quedaba Frank Orrantia
esperando a que llegara
la lastimera ambulancia.

El Número 13
portaba a la espalda.

Ocho hermanos menores
eran su única esperanza.

Encuadrado en cuatro ruedas
discurría su vida truncada.

De la percha colgada
sola quedaba
su toga alquilada.




ArribaAbajoOrgía 2


Los restaurantes, los clubes
las cantinas y los bares
abrían sus desdentadas ventosas.

Por los pezones de niñas virginales
brotaba espumante champaña
y por los diminutos penes de infantes
a borbotones
salía la cerveza espumosa.

Ojos vidriosos
de córneas opacas
reverberaban centellas muertas
que escupían bujías pasmadas.

Los labios inánimes
caídos
sobre el borde de los vasos
y de las afiligranadas servilletas
destilaban espuma
y baba macilenta.

Parejas en la pista
dibujaban círculos cuadrados.
Las manos en las nalgas
y las piernas
entreabiertas
arrastrando.

En el centro
dos estatuas gigantescas.
Baco enracimado
y Venus corpulenta.

Cincuenta mil parejas
abrazadas
a las carnosas siluetas
de las sonrientes estatuas.
Imitando a las deidades
todos y todas
se fueron despojando
de sus ya escasos ropajes.
Gradualmente iban apareciendo
pecas, manchas, granos
ampollas y tatuajes.

Cincuenta mil parejas
sofocadas
entre carnes
cajetas
y brebajes.

Bajo la beneplácita mirada
de las deidades clásicas
roncaba su victoriosa parranda
una enorme zahúrda humana.




ArribaAbajoLos huérfanos


Los ocho hermanitos Orrantia
arrodillados
al borde de su única cama.
Con sus ojos enrojecidos
pedían
que a su hermano malherido
Dios cuidara.




ArribaAbajo La invasión




ArribaAbajoInvasión navideña


Los copos de nieve
aterrizaron sobre el tejado.
Paracaidistas
de blanca sombrilla.
Navidades
de infierno helado.

Santa Clos
se desprendió
del cuatrimotor.

El Señor Presidente
roncaba
un sueño pesado.
Sonámbulo,
a la blanca chimenea
se acercó.

Una carta arrugada
remitida de lo alto
abrió.
Un mensaje manifiesto
entre líneas
leyó.

Por la bizca ovalada ventana
de la blanca casona
observó.


Eran las dos en punto de la mañana.

Las pupilas del gran árbol
parpadeaban caleidoscópicas.
Seguían descendiendo
paracaidistas santaclosianos.
De sus verdicoloras jorobas
extraían juguetes metálicos.
Un hormiguero de jóvenes
vestidos de verde tropicano
recogían
sus ferruginosos regalos.

El Señor Presidente
entornó
las blancas persianas
de sus pupilas
verdeazuladas.

La carta. La carta.
Firmada
por su sibila de recámara.

Se fijó en sus manos.
De sus diez dedos puntiagudos
chorreaban hilos de sangre.
Sangre hedionda y multicolora
dibujando un caprichoso mapa.
Cinco continentes
enrojecidos y macilentos
decorados
con chepudos ancianos
jóvenes parturientas
niños raquíticos
y viejas ajadas.

Desfilaban
bajo arbustos
de cafetales y bananales
tropicanos.
Con trasfondo de música-salsa
sonreían los vuelos de sus faldas
y sus ponchos policromados
plasmados en las imperiales pantallas.


Consumo de espantapájaros alelados.

Por los surcos
de los frondosos cafetales
y de los fértiles platanales
corría sangre morena.

Ante los ventanales
de pupilas entornadas
diez puntiagudas uñas anacaradas
destilaban
afiladas pesadillas
rebozadas
de sangre tropicana.

Copos paracaidistas
cubrían de alfombra blanca
los surcos de sangre prieta
por iracundos patrones
flagelada.

Alaridos, ayes, quejidos
suspiros, sollozos y gritos
brotaban
de una gigantesca garganta
de ancianos, de niños
y de jóvenes
violadas.

Voces dolorosas
silenciosas
en las imperialistas
pantallas.




ArribaAbajoLos dos cabecillas


A las canicas jugaba
el niño General
con el niño Presidente
en las orillas del canal.

El uno salía
de una torturada calleja.
El otro procedía
de una colonia de Tejas.

El General
lucía
un robusto cigarrillo de marihuana.
El Presidente
exhibía
una torneada pipa cubana.

Los dos conocedores de la CIA
se habían mancuernado.
Con la cocaína
hacían secreto mercado.

Secretos
latentes
se pesaron
en ambos platos.
El fiel
de la balanza
temblando
del uno al otro lado.

Las cuatro
pupilas
ardientes
se clavaron.
Los bíceps tatuados
se hincharon.

De sus narigudas fauces
exhalaban
humos flameantes.
Juramentos de odio
contaminaron el ambiente.
Entrelazadas
quedaron hormigueantes
masas de gente.
De un Guernica
réplica maloliente.




ArribaAbajoCompra y venta


El gato
declaró estado de guerra.
El ratón
lo tomó al pie de la letra.

Había que extraer la ponzoña
y la causa de la gangrena.

-Tú compras, yo vendo.
Así va la ganga-,
dice el uno.

-Aquí no manda
la sacrosanta ley
de la oferta
y la demanda-,
replica el otro.

Aviones y barcos
clandestinos
portaban en las entrañas
bolsas blindadas
de oro blanco compactas.

Por las arterias citadinas
circulaban traficantes
negros, prietos y blancos.
Muchedumbres jadeantes
con la lengua colgando
nervios atrofiados
visiones psicodélicas
venas y fosas nasales perforadas.


El Imperio se engangrenaba.

Los gatos de raza
maullaron.




ArribaAbajoLas dos cámaras


La familia de Frank García
atrofiada
moraba en los proyectos
construidos por el Gobierno.
Dos habitaciones y una cocina.
Las paredes interiores carcomidas
y las antiguas policromías
que en un tiempo
cubrían
el delgado y poroso emplaste
se despellejaban
como culebra mudando escama.

Treinta mil soldados rasos
a la verde región tropical
del canal
fueron clandestinamente enviados.
Por tierra, por aire y por agua
arribaron
a las dos en punto de la mañana.


Era sábado.

Los ratones
merodeaban nauseabundos
por los tortuosos y prostituidos
callejones.

A las dos en punto de la mañana
aterrizaron.
Las vaginas de los portaaviones
parieron fetos atolondrados.
Con ametralladoras y pistoletas
recorrieron los antros de las callejas.
Doncellas y viejas
sirvieron de esponjosa y cecinosa cama
a los tataranietos
de la mayfloweriana democracia.


Amaneció.

Dos cámaras
pasearon sus zigzagueantes
pupilas metálicas
por lugares
de pillaje
y desmadre
de ternura
y bonanza.

La cámara nativa
descubría
sangre por doquiera.
Por los zaguanes de las casas
por las andrajosas calles
por las banquetas deslosadas
por los malecones, avenidas y bulevares
por los callejones, salones y bares
y por las plazas
de sangre.

Sangre
de ancianas enjutas
de viejos tullidos
de trasnochadas putas
de imberbes muchachos
de vírgenes sin mancebo
de niños de pecho
y de fetos malogrados.


¡Sangre!

En la oscuridad y silencio
agonizaba el grito
de la diafragmática sangre.

La cámara foránea
mostraba
a un joven soldado
mayfloweriano
duchado
y recién rasurado.
En medio de una preñada avenida
en cuclillas
consolaba
a un niño de tres años.
Niño empeloto
de brazos y muslos torneados.
Niño barroco.
Los rayos del sol
se refractaron
en dos diamantes
lacrimógenos.
El profiláctico soldado
lo cogió en brazos.
Las azules pupilas
de la cámara foránea
se estremecían
en una límpida mañana.




ArribaAbajoEl antifaz


Frank García
había vuelto de la refriega
herido.
El Presidente
lo proclamó y condecoró
héroe.

Sus facciones precortesianas
adornadas
de una sonrisa estudiada
llenaban
las veintiuna pulgadas
de las coloreadas pantallas.

Las marmóreas miradas
de las muchedumbres
aleladas
reflejaban impávidas
sus intangibles almas
difuminadas.




ArribaAbajoLa faz

Era la Navidad.

Frank García
abrió el regalo
que su madre
le tenía guardado.
Dos oscuras lágrimas
rodaron por sus mejillas.

Despertó
a las dos en punto de esa mañana.
Recorrió
las concavidades del cráneo
en busca de dirección.
Giraban atolondrados los puntos cardinales
de sus veintiún años estivales.
En un rincón opaco
de su masa grisácea
y gelatinesca
halló
el torturado y vago
recuerdo
de su vidrioso padrastro
en un sudario
de sangre envuelto.

Por los hilos elásticos
de sus nervios
corrían atropellados
los restantes recuerdos.

Se levantó.
Tenía que cumplir la promesa.


Eran las dos en punto de la mañana.

Sus cinco hermanos
le esperaban detrás de las rejas.
Ojos cristalinos. Ojos opacos y mudos.
Como agujas
se le metían las pupilas epidérmicas
por los canales sanguíneos
dirigiéndose al corazón.
Ante las diez miradas nubladas
se desnudó.
En diagonal
les mostraba una cortada
de diez pulgadas trazada
en la región umbilical.

-Carnales,
el encanicado vato de la ruca ésa, ése,
con su vaisa derecha
agarrando
su chaineada filera
me sacó la vuelta, ése.

-Entonces, ése,
la bronce star y la teoricada
del Presidente
fue puro pedo
y pura patada, ése.

Del bolsillo
del verde uniforme
sacó cinco bolsitas de oro blanco
traído del trópico
para sus cinco decrépitos hermanos.




ArribaAbajoLa verdad velada


Las afiladas metralletas
de treinta mil invasores
escupían fuego
y sembraban semen
por las ardientes callejuelas.

Eran
las calles
antesala
del cementerio
a las dos en punto de la mañana.

A una niña quinceañera
sobre el asfalto postrada
la contemplaban
las milenarias
y pasmadas estrellas.

En los ojitos entreabiertos
de su bebé helado
tiritaba
el llanto de los luceros
lejanos.

Un fogonazo
quebró
el vidrio del ojo
de la casera cámara.

Prohibido quedaba
ver la postrera escena
de la batalla
en la extranjera y policromada
pantalla.




ArribaLa justicia


El fiel de la balanza,
dedo cordial
de la ciega estatua,
le mostraba justiciera
a todo el mundo
que la imperial democracia
se alimenta
de la patronesca metralla.





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