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ArribaAbajo Los problemas del compositor americano

El problema formal


Ernest Ansermet


Cuando se considera retrospectivamente la historia de la música se tiene la impresión de que los acontecimientos se encadenan en ella de una manera tan lógica que su determinación no tuvo nunca nada de problemático y obedeció a una necesidad palmaria. Y, sin duda, la libertad del genio creador está dominada, en efecto, por una lógica superior; lógica que éste debe descubrir a cada paso y ahí radica su problema esencial. No se la reconoce más que una vez resuelta, pero el músico en la mayor parte de las veces la resolvió sin sospecharlo, sintiendo sólo su proximidad de una manera más o menos aguda, especialmente angustiosa en los cambios de la historia. Éste es el problema que dificulta y atormenta algunas de las obras juveniles que Debussy nos legó, como la Fantasía para piano y orquesta o Primavera. Éste es el problema que preocupó a Wagner en los grandes intervalos que separan   —171→   sus etapas creadoras: Tristán, Los Maestros, El Anillo. Pocos creadores verdaderos escaparon a él. Hubiera sido necesario para ello que el músico naciese en el seno de una cultura en plena afirmación propia, y a cuyo llamamiento pudiera responder plenamente. Tal es el caso de Bach, cuya obra nace y se desenvuelve sin vacilación ni inquietud, como si fuera impulsada y sostenida por una fuerza natural. Pero, por lo general, la presencia del problema se trasluce en los laboriosos desasimientos de la personalidad creadora o en sus cambios de «maneras».

Este problema es, por lo demás, un problema colectivo. ¿Acaso no se trata de una «obra por hacer» mediante la cual el compositor debe comunicarse con su medio? Su solución no depende por tanto únicamente de la cualidad del que se entrega a ella. Además, esta solución es siempre irracional.

En el momento del renacimiento musical francés, que siguió a 1870, la lógica parecía indicar que la obra esperada surgiría de la tendencia franckista -aparente síntesis de la tradición germánica y del genio francés-, pero las primeras notas del Prelude à l'après-midi d'un faune disiparon esa ilusión. Se esperaba el Mesías de la   —172→   rive gauche y venía de la rive droite; se esperaba una sinfonía o un drama lírico y llegaban trozos que eran más que sinfonías sin llegar a serlo; un drama lírico completamente diferente de aquel que se había previsto. Es que la acción creadora es libre y que su lógica rebasa nuestra lógica especuladora. Por ello al hablar del problema de la composición yo no tengo la pretensión de indicar cómo lo resolverá el compositor americano. Al compositor americano se le plantean muchas cuestiones que le son propias, pero el problema de que aquí se trata se le presenta a él como se ha planteado siempre y a todos. Y como este problema preocupa a muchas cabezas jóvenes del Norte y del Sur estimo útil subrayar algunos de sus aspectos.

Lo que yo llamo el «problema» del compositor es esencialmente una cuestión de «cómo». Pues si existe alguna veleidad de creación es que hay cierta base, un «qué», alguna cosa en el estado de necesidad o de deseo que sólo se definirá tomando forma. El «qué» no se conoce más que en su configuración y este punto de la configuración se resuelve en el descubrimiento de elementos que llamamos «estilos» y «formas».

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Se emplea la palabra «estilo» para designar tanto un carácter general -así el «estilo imitativo» o el «estilo sinfónico»- como un carácter particular: el estilo de Mozart o los tres estilos de Beethoven. Pero en ambas acepciones el estilo es siempre un cierto orden funcional de los elementos sensibles (melodía, armonía y, eventualmente, ritmo y timbre). El estilo, por consiguiente, se halla determinado en cierto grado merced a los elementos escogidos o impuestos por las circunstancias, pero, no obstante, posee su expresión propia que se relaciona con la cualidad del orden por él instaurado. De esta suerte el estilo contrapuntístico -definido por la independencia de las voces en la unidad armónica que componen- significa un mundo de libertad donde se establecen relaciones y se afirma un orden -un mundo conforme al de la visión espiritual de las cosas. Por el contrario, el estilo armónico con la subordinación de todos sus elementos a su valor tonal expresa un mundo de dependencia recíproca, un mundo polarizado: tal el mundo del corazón, el de las cosas sentidas.

Lo que los músicos llaman «forma» podría ser enunciado más explícitamente: «razón formativa de la invención». Es el conjunto de disposiciones y de condiciones   —174→   que permiten elaborar y cumplir la «obra por hacer» en un estilo dado. La forma está, por consiguiente, adherida al estilo, y como este último, en mayor grado todavía, presenta una doble faz. Como los «principios reconciliadores» de que hablan los psicólogos, la forma tiene la naturaleza del símbolo, poseyendo simultáneamente una acepción concreta y una significación espiritual. En su calidad de ley que dicta sus caminos, sus libertades y sus límites a la invención, define por sí misma el sentido de sus juegos. La forma de fuga, por ejemplo -elaboración de una obra sobre un solo elemento melódico (el sujeto) tratado según el orden contrapuntístico con sus metamorfosis o sus derivados (contra-sujeto, respuesta, contrapunto)-, es el máximum de invención en el máximum de disciplina; toda la expansión creadora posible del sujeto dentro de la más rigurosa fidelidad a sí mismo. Y ésta es la condición peculiar de la «personalidad» espiritual, de la cual Goethe decía: «Aüsserlich begrenzt, innerlich unbegrenzt», o sea: «exteriormente limitada, interiormente ilimitada».

La forma de sonata es por esencia un organismo total; la acción melódica emplea en ella valores tonales, como el escultor al modelar se complace en alternar la   —175→   sombra y la luz, y los valores tonales son las palancas de la emoción. La forma de sonata es, por tanto, representativa de un mundo de sentimientos; su bi-tematismo es el órgano de un drama -conflicto del hombre con el mundo, con la naturaleza, consigo mismo-; de ahí las ricas aplicaciones que de ella se ha hecho al lirismo.

Por lo tanto, la forma, al igual del estilo, no puede separarse del espíritu determinado de donde salió y que le da su plenitud de sentido. No se reduce, como se ha creído con demasiada frecuencia, a un plano estereotipado, a un cuadro muerto y a datos puramente materiales. Ése es el error del academismo y la forma así comprendida sólo vale para dar una apariencia de sentido a una fantasía impotente o para sostener una invención de corto aliento. La forma no adquiere una existencia concreta más que realizándose, siempre diferente y empero fiel a sí misma, de igual manera que en el orden biológico el tipo produce un nuevo individuo en cada ejemplar de la especie o del género. Desprendida de su significación espiritual la forma pierde toda eficacia, a menos que de ella no nazca, como un injerto, otra forma, animada de un nuevo espíritu.

Si el academismo incurre en el error de menospreciar   —176→   el carácter vívido y significativo de la forma, otro riesgo consiste en querer llevarla demasiado lejos. En un artículo de una revista mexicana el señor Alejo Carpentier da a los jóvenes compositores el mismo consejo que pone en labios de uno de los falsos maestros de la música contemporánea: «Encontrad vuestra propia forma». Si Alejo Carpentier hubiese frecuentado los medios musicales de Berlín, hace treinta años, sabría que esa palabra estaba muy en boga en torno a Busoni, quien no tuvo necesidad de inventarla, pero que hizo de ella uno de sus artículos de fe. Para Busoni cada obra implica su propia forma. En la medida en que esta consideración del carácter individual hace perder de vista la existencia de «tipos» formales, produce un individualismo excesivo que Eric Satie ha caricaturizado lindamente escribiendo sus Morçeaux en forme de poire. En la mayoría de las ocasiones los que enuncian ese precepto confunden la realización particular de una forma con la misma forma. Cierto es que en el alba de nuestro siglo esta confusión era casi inevitable, pues bajo la acción del romanticismo las formas habían perdido toda clase de consistencia y cada «obra por hacer» planteaba de nuevo la cuestión de la forma enteramente. Ahora bien; lo que antes dije basta para hacer   —177→   comprender que la forma es un elemento impersonal. Por lo mismo que confiere a los elementos sensibles una significación espiritual, da a un orden personal un alcance colectivo (Mediante el trujamán de la forma el artista se comunica con su medio y hace que sea reconocida por éste su verdad personal. Sin llegar a la tesis de Paul Bekker, para quien toda imagen sonora no es otra cosa que un símbolo social, debe admitirse que la forma tiene siempre una significación social). El imperativo formal requiere siempre una experiencia personal, es cierto, pero de una realidad colectiva.

El mismo artículo de Alejo Carpentier necesita otra aclaración. Justificadamente dicho articulista distingue los elementos fecundos de los elementos estériles en la música popular. Pero sería un error creer que la música popular, aun en lo que ofrece de fecundo al compositor, le facilita una «forma». El menuet no es una forma sino una especie particular de la forma de lied, y todas las piezas de la suite, con excepción de la ouverture, no son más que variedades de la misma forma. La música popular -según intenté demostrar en mi precedente artículo- procura al compositor elementos de estilo, pero no «formas»;   —178→   responde esencialmente al «qué»; la forma plantea una cuestión de «cómo» y es aquí donde sopla el espíritu.

Si la forma tiene el alcance significativo que acaba de verse dedúcese de ello que la música no la realizará con plenitud más que en ciertos momentos históricos. Entre tanto la música sólo es un juego que tiene por lo menos la ventaja de mantener su ejercicio. Y esto es lo que evidencia claramente la historia. Hasta la fecha no se encuentran en ella más que dos especies de formas: las polifónicas, que culminan en la fuga, que nacieron en la Iglesia cristiana y fueron la expresión de una sociedad fundada en lo espiritual, y las formas armónicas, de las cuales la principal es la sonata (forma madre de la sinfonía), que expresan una sociedad donde fue establecida la primacía del corazón. Esta naturaleza simbólica de los elementos formales contiene el secreto de su vida y de su muerte. Así, por ejemplo, el carácter humano, tras haber sido un elemento de unidad (por consiguiente, constructor de formas), ha llegado a ser, en virtud de su diferenciación progresiva, un elemento de disociación, es decir,   —179→   de disolución formal. E inclusive esto acabamos de experimentarlo.

El último representante del lirismo personal, Schoenberg, sintiendo la necesidad de una renovación formal, recurrió, como la mayor parte de los compositores del día, a formas antiguas consideradas sólo en su base literal. Esta suma preocupación formal de la música contemporánea es precisamente un índice de la pérdida del sentido de la forma. Evidencia de que los recursos creadores actuales, ya sean de orden mecánico, sensual o cerebral, resultan insuficientes para facilitar una orientación espiritual a la vida. Estas formas, vaciadas de su contenido, completamente literales, a que recurren nuestros compositores, no son ya elementos de unidad espiritual sino simplemente de inteligibilidad. Pero esta «deshumanización del arte», que ha descubierto Ortega y Gasset, no tiene sólo un aspecto negativo. Es una reacción contra aquella primacía de lo «humano» que había llegado a ser destructora y cuya corriente fatal no puede remontarse; es una voluntad de ir más allá y de reencontrar a todo precio una forma que, por el momento, se acepta desde fuera, y arbitrariamente como un dogma, esperando poseer una fe. ¿Volverán los tiempos de la forma viva y   —180→   expresiva de nuestra vida? ¿Y cuándo, de dónde nos vendrá el genio que dote de un alma a este arte que ha llegado a ser puro objeto, y que haga resplandecer aquel elemento divino que fue antaño consecuencia de la fe cristiana y luego de la fe humanitaria? Ésta es la cuestión que se les plantea hoy día ansiosamente a los músicos de ambos mundos.