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ArribaAbajo Martí

Pedro Henríquez Ureña


Vidas hay que reclaman, de los hombres capaces de entenderlas, el esfuerzo que las redima de la oscuridad de su escenario para levantarlas a ejemplo de toda la humanidad. Nuestra América, teatro enorme y oscuro, deja perder en la sombra sus mejores vidas. Sólo Bolívar hace germinar en abundancia Plutarcos deificadores y Laercios anecdóticos. Pero ¡cuántas vidas para contar, y contar bien, en altura, no según la moda de cercenarles a los grandes hombres la sobra de estatura espiritual que los hacía como torres entre el vulgo! Nada de convertir en niño inútil, torpe entre el amor y la utopía, al arcángel desatador de Prometeo. Que se nos muestre a San Martín, todo severidad y estudio, en   —221→   duro contraste con su alrededor. Y a Sarmiento, todo invención y arrojo, Cadmo difusor de alfabeto y generador de población. O a Martí, todo sacrificio, pero todo creación: porque cada creación que sacrificó, se incorporó en creación nueva.

Martí sacrificó al escritor que había en él -no lo hay con mayor don natural en toda la historia de nuestro idioma- al amor y al deber. Amó tanto, que de nueve años le escribe a su madre que la quiere «con delirio»; de quince años dice a su maestro Mendive, maestro para el deber y para el decoro: «a cada instante daría por usted mi vida, que es de usted». Y pues amor «a nullo amato amar perdona», suscita pasiones delicadas y profundas, como en «la niña de Guatemala, la que se murió de amor», de silencioso amor por él. A los cuarenta años, ya entregado todo a la misión de morir por Cuba, todavía creaba amistades eternas. ¡Cuánto amó a España, él, obligado a combatirla! Con cálida simpatía comentaba siempre sus esfuerzos de civilización. El baile español lo hacía cantar de gozo. Y él dijo:


   Para Aragón, en España,
tengo yo en mi corazón
un lugar todo Aragón...



Pudo, como Rubén Darío, sacrificarlo todo al solo ideal de ser poeta; pero antes quiso acatar normas de honrado; y el deber y el amor se le agrandaron: se completaron en la devoción de su tierra. Si la vida no se le corta cuando empezaba a fructificar, habría lanzado sus energías hacia dos empeños superiores, que le atrajeron siempre: uno, de afecto, hacia nuestra América, que él sentía y conocía en su vida cabal, desde sus cimientos indígenas   —222→   hasta sus veletas ansiosas de todos los vientos; otro, de razón, la urgencia de dar a la sociedad humana organización nueva, más cómoda y más justa que la que ahora padecemos.

Pero el escritor, que se encogía para ceder el paso al hombre de amor y deber, reaparecía, aumentado, transfigurado por el amor y por el deber: la vibración amorosa hace temblar cada línea suya; el calor del deber le da transparencia. Y cuando está entregado, devorado, en su devoción suprema -Cuba-, escribe ya como si se transfundiese en la pura energía: su carta desde Montecristi, dos meses antes de caer en Dos Ríos, es como arquitectura de luz.

El escritor, en Martí, fue obrero humilde que aceptó todos los menesteres: tradujo desde cartillas de ciencias hasta poemas famosos; mientras enviaba correspondencias a la Argentina o a México, dirigía en Nueva York revistas que redactaba enteras. Y las redactaba enteras, desde la descripción cuidadora de nuevas máquinas hasta la reseña entusiasta de exposiciones de pintura, porque no le contentaba traducir, ni extractar, y sentía que, diciendo él las cosas con sus propias palabras, su público las entendería mejor. Así, todo cuanto salió de su pluma se delata solo: nada de «prosa periodística»; nada de párrafos simétricos como estrofas. Siempre aquella prosa como hablada, rota en ritmos variables con la emoción de cada minuto: con el candor de Santa Teresa, de quien aprendió que no tiene por qué refrenarse el que siente como debe, y con la malicia de Gracián, de quien aprendió a evitar prolijidades de explicación y de coordinación.

Está por hacer la vida de Martí. Y está por recoger, en gran parte, su obra. La Argentina reunió la de Sarmiento. Chile reunió la de Bello, que no fue hijo, sino maestro suyo. El Ecuador está   —223→   recogiendo la de Montalvo. México no ha cumplido todavía con Justo Sierra, vida ejemplar, no de relámpagos, pero de firme luz. ¿Y podrá Puerto Rico, empobrecido por sus nuevos amos opulentos, cumplir con Hostos?

Si Cuba, oficialmente, no ha cumplido con Martí, hay cubanos que trabajan por él. Después de años largos de rara indiferencia, la devoción a Martí se enciende como fiebre: Martí se vuelve espejo y escudo. Entre los devotos, Juan Marinello, Félix Lizaso, Néstor Carbonell. A Marinello, fino poeta, ciudadano digno, le debemos una pulcra edición, con estudio, de las Poesías de Martí, donde se pasa en modulaciones desde ternuras infantiles con sabor a Los pastores de Belén hasta tenues complejidades de paleta impresionista o escuetos bloques de escultura severa. A Lizaso, hombre de meditación y de pureza, le debemos el monumental Epistolario en tres volúmenes, condensación de treinta y cuatro años, y una curiosa colección de Artículos desconocidos: formaban parte del texto de La América, revista que fue de Martí en Nueva York, «nada lleva su firma, pero todo revela su mano». A Carbonell, en quien el fervor es de tradición familiar, le debemos dos colecciones de artículos publicados en Venezuela: España y De la vida norteamericana. Cosechó también, de números antiguos de La Nación en Buenos Aires, correspondencias de Martí que ha reimpreso en revistas. Pero en La Nación, de 1882 a 1890, hay todavía correspondencias intactas: tal vez exceden en número a las recogidas. ¡Y de La Nación procede el Grant, una de las páginas inmarcesibles! ¿Sería mucho pedir que la Argentina contribuyese a completar la obra de Martí desenterrando aquellos escritos suyos?