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ArribaAbajo Martin Heidegger ante la sombra de Dostoiewsky

Benjamín Fondane


Por lo demás, no es posible plantear ninguna de las cuestiones metafísicas sino a condición de que quien la plantee se encuentre, como tal, incluso en la cuestión, es decir que él mismo se encuentre en cuestión.


Martín Heidegger: Was ist Metaphysik?                


... Hay un solo caso, uno solo, en que el hombre puede ex profeso, conscientemente, desear algo nocivo, estúpido y hasta absurdo; y es cuando quiere tener el derecho de desear hasta lo absurdo...


Dostoiewsky: Memorias de un Subterráneo.                


No es presumible que nadie ignore cómo la Metafísica murió a consecuencia de los golpes que, con todas las reglas de la ciencia moderna, le asestó la Crítica de la Razón Pura del viejo Kant. Al surgir esta Minerva, armada con todas sus armas, de la cabeza del sabio de Koenigsberg, la gente que piensa tuvo por fuerza que inclinarse ante ella. Se había hecho, en efecto, un consumo tan grande de carne metafísica desde el tiempo en que el mundo aceptó sin murmurar, de puro cansado, el divorcio proclamado entre la filosofía «rigurosa» y entre la metafísica y la secularización de bienes de ésta, principalmente la moral, en provecho de lo que ha solido llamarse el Progreso de las Luces: la civilización.

La laicización de la moral, su estatización por decirlo así, permitió a Nietzsche comprobar por fin con plena libertad espiritual   —152→   la genealogía humana de aquella; descubrió de esta suerte, según la expresión de Maurras, que «ningún origen es bello». Terminada su obra, hizo pensar al mundo -y lo pensó también él- que había dado el golpe de gracia a las religiones reveladas y, por rebote, a la idea misma de la Metafísica.

Pero al destruir el mito de los orígenes divinos de la moral y al hacer tabla rasa de ellos, Nietzsche preparó así, sin advertirlo, negocios brillantes a la metafísica y pudo eliminar así su fuente principal de confusiones, el núcleo de las viejas discordias. Mientras no se salía del plano del Bien y del Mal, el juego de estos conceptos arreglaba siempre, casi automáticamente, y en su provecho, todos los dilemas metafísicos, suprimiéndolos. El Bien y el Mal se habían instituido por su propia cuenta en jueces únicos del conocimiento de toda cuestión planteada, abrogándose los privilegios de una especie de censura «preventiva» que eludía mecánicamente toda cuestión incorrecta, inconveniente, insólita o simplemente mal planteada. El Bien y el Mal, ligados por su esencia misma al concepto de la Necesidad, habiendo unido sus primeros pasos a los del Conocimiento naciente -el mito del Pecado Original es, hasta ahora, su mejor partida de nacimiento- se opusieron siempre no sólo a que se plantease en términos correctos la primordial cuestión metafísica sino de cualquier otra forma -la de la libertad humana.

Pero, durante el Gran Interregno en que la teoría del Conocimiento obligó despóticamente a los espíritus a eludir todo conocimiento y en que la dinastía Kant-Hegel-Husserl asimilaba la metafísica ya al Mito, ya a la Sapiencia, figuras extrañas emergían de la sombra. Vocablos nuevos -¿eran, en verdad, realidades?- llamaban desesperados a las puertas cerradas. Una   —153→   conspiración que parecía maravillosamente urdida, pero que sólo individuos aislados fomentaban en silencio, arrojaba su red perversa en las aguas más turbias, en las más inquietantes del mundo extrafísico: Nietzsche, Kierkergaard, Dostoiewsky, Chestov echaban las bases de la piratería moderna en un mundo anárquico.

Estos formidables corsarios del pensamiento libre, ignorando las más de las veces el sitio exacto de la meta, por la cual luchaban tan denodadamente, conseguían renovar no obstante, en un mundo que la creía pasada para siempre, la sensibilidad metafísica. Sentían -cada uno de ellos lo sentía- que «ninguna de las cuestiones metafísicas puede ser planteada sino a condición de que quien la plantee esté, como tal, incluido en la cuestión, es decir, se encuentre él mismo en cuestión»; pero advertían igualmente que su posición era falsa ya que el mundo no acepta de buen grado verdades obtenidas por descastados: «Tú, ¿pretendiente de la Verdad? ¡No, loco solamente, poeta solamente!» -escribía Nietzsche- y enloqueció. Kierkergaard fue a la edad aproximada de cuarenta años, enterrado para no resucitar sino un siglo después. Y Dostoiewsky habría sido el primero en reírse burlonamente si le hubiesen dicho que Chestov iba a atreverse a afirmar un día que fue él, el autor de La Voz Subterránea, el que escribió la verdadera Crítica de la Razón Pura, de la cual Manuel Kant no habría hecho sino la Apología. La causa de la metafísica parecía abandonada para siempre en las manos de aventureros, de locos... y de poetas...

Pero que Heidegger, hoy gran filósofo de Alemania, nos hable de la Angustia, en una lección inaugural en la Universidad de Friburgo de Brisgovia, centro de irradiación mundial de la   —154→   filosofía fenomenológica, constituye un motivo más que suficiente de asombro... de regocijo... y de desconfianza13.

Se diría que con su pregunta: ¿Qué es la Metafísica?, Heidegger ha incurrido ya en un acto de audacia y de temeridad. Después de definirla además como fuente de preguntas, en virtud de la cual quien pregunta «se halla también en cuestión», parece que abandona deliberadamente el buen camino para aventurarse por callejones sin salida, vías cerradas, dédalos, qué sé yo... No olvidemos, sin embargo, que nos hallamos en la tierra firme de la filosofía rigurosa. Por lo cual Heidegger no deja que le arranquen la confesión de que aborda la metafísica porque sí... Necesita justificar el motivo por el cual «súbitamente» se ha entregado a una búsqueda tan vana: justificar la existencia del objeto que se propone estudiar.

¿Hay algo fuera del Ser? ¿Hay algo en el Ser mismo que permite suponer la existencia de otra cosa que el Ser? La nada, lo nulo, ¿existe? Heidegger comprende que la pregunta así planteada   —155→   encierra una contradicción insoluble: la nada no es sino negación -es decir un mero concepto lógico. No puede ser lo que no es. Pero ocurre que «lo que no es», esa «nada» que encierra y limita el Ser, protesta de su existencia, pide socorro, clama ante la justicia de los hombres, se enloquece al verse ignorada, exige un lugar bajo el sol, pretende existir a pesar de todo y contra todo. Muchas personas de oído fino no han dejado de advertir ese clamor de la nada. Pero, ¿es posible ser tan disipado para dar crédito a una cosa que se está seguro de haber visto, pero que la lógica declara ser «lo que no es»? ¿No sería este problema de los que no se plantean?

En realidad, el planteamiento mismo de la cuestión: ¿qué es la nada?, resulta por completo absurdo; presupone la existencia de la nada; choca de frente con el principio de contradicción y, por tanto, con la «lógica general»; lanza un reto sangriento a la «cosa juzgada». Hay motivo para asustarse y retroceder de espanto. De nada sirve saber que la nada existe, porque falta probarlo, pues hay que probarlo. ¿Y cómo llegar a la demostración, cuando la lógica prohíbe el enunciado mismo del problema?

Ahora bien; por una vez -una vez no es costumbre- he aquí a un filósofo que no se atemoriza ante la dificultad, ante la dificultad insuperable de abordar la metafísica, en calidad de metafísico. La lógica se opone al planteamiento mismo de la cuestión; pues bien, he aquí una ocasión única para examinar los derechos y los límites de la propia lógica; y puesto que es costumbre de la Lógica exigir documentos como gendarme a todo problema espiritual, esta sería acaso la gran oportunidad para exigirle a ella también sus «papeles». La cuestión de la nada,   —156→   ¿depende del principio de contradicción? ¿Cae dentro del campo de la lógica «formal»? He aquí un problema de incompetencia cuyo alcance obscuro se nos plantea en un punto en que la Lógica se ha proclamado ex cátedra, infalible... ¿Quién nos prueba -escribe Heidegger- que «la lógica sea la suprema instancia, el entendimiento, el medio y el pensamiento, la vía» para captar en principio, tal o cual realidad, la nada en este caso? La lógica lo que conoce de la nada es el «no», la negación; ¿pero si la nada fuese, en el origen, anterior a la negación? En tal caso la lógica tendría que ceder el paso, dar su puesto, y sería una vergonzosa derrota. Esta derrota, según Heidegger, decidiría «del destino de la soberanía de la "lógica" dentro de la filosofía. Y la idea misma de la lógica se disolvería, arrastrada por el torbellino de una interrogación originalmente anterior»14.

La nada existe, y no será una operación lógica la que nos lo demostrará, porque la «lógica» es impotente, por definición, para transgredir el principio de contradicción y para reconocer como «existente» lo que no existe. ¿Quién, pues, asumirá la responsabilidad y tendrá el poder de revelarnos la nada? «La Angustia -dice Heidegger, sin dejarse intimidar por la interdicción puesta por Husserl sobre los orígenes psicológicos de las verdades de razón- sobre todo estado psicológico, relativista por esencia y que relativiza al Ser, por definición».

«La Angustia -dice Heiddegger-, diferente en esto de la   —157→   inquietud, del miedo, del hastío; diferente de la "preocupación" que es la forma misma en que se nos da el mundo, es una disposición fundamental que no es provocada por una causa precisa o un objeto determinado». Hay presencia, pero indeterminada; objeto, pero desconocido. Y si el objeto de la angustia es indeterminado no es por falta de ser determinado, puesto que es su carácter el no poder recibir ese atributo. La angustia se encuentra «adormilada» en cada individuo, acorralada, puesta en jaque; no se despierta nunca en lo que Heidegger llama «la existencia vulgar»; vive con sueño ligero en los individuos superiores, en «la existencia que se ha encontrado en sí misma». Pero basta una nada, lo que Dostoiewsky llama «lo súbito», y Chestov «el momento catastrófico», para que de un salto enloquezca a la razón o la quebrante, alcanzando evidencias que aquélla no sospechaba siquiera un segundo antes... y nos pone en presencia de la nada.

Es en la medida en que la angustia existe en todo hombre que existe éste y que hay filosofía en el mundo15.

Véase cómo aquí es la angustia -es la existencia-, es el   —158→   hombre lo que da la medida de la búsqueda metafísica y no la razón o la lógica: por parte de un gran filósofo oficial de Alemania y no un poeta o de un loco, como lo eran Nietzsche y Dostoiewsky, es un acto de valor y de imprudencia que en un momento menos alocado de la Historia que no fuera nuestra Postguerra, no habría sido tolerado.

Si Heidegger dice la verdad -si la nada precede a la negación-, podría suceder por consiguiente que el Ser precediese a la afirmación y lo Real a la Idea; podría ocurrir, y me estremezco al pensarlo, que el absurdo precediese a la evidencia, el capricho al principio de contradicción y que la libertad hubiese nacido antes que la necesidad.

Si Heidegger dice la verdad al decir que la lógica formal se desvanece, ¿quién ocupará en adelante su lugar? ¿Quién nos tomará de la mano para conducirnos a la verdad? Y, una vez halladas las verdades, ¿quién homologará nuestros hallazgos? No será la Angustia, seguramente, la que reemplace a una ciencia tan rigurosa, tanto, que puede afirmarse que es la «ciencia rigurosa» por excelencia. ¿Querrá Heidegger reconocer que su «hallazgo» es mucho más importante que lo que había pensado o que lo que dejaba entrever, que está preñado de consecuencias incalculables y aterradoras, que su «angustia» no tiene los poderes que tenía la lógica y que, disipada ésta, nos está vedado en adelante edificar un Conocimiento cuyo primer deber es ser «riguroso», sobre arena movediza -que hay que renunciar por consiguiente a todo conocimiento que dependa de las disciplinas matemáticas? ¿Ignora Heidegger que en Sein und Zeit y en Was ist Metaphysik ha echado los cimientos de una nueva Crítica de la Razón Pura que remata en el desvanecimiento de la Razón,   —159→   en el rechazo de la razón como único e infalible método de búsqueda y discriminación de la verdad del error?

No; Heidegger sabe que es un irracionalista, un menospreciador de la razón, un enemigo de la dialéctica; y todos lo saben como él. No puede, pues, ignorar adónde va, con paso tranquilo pero estremecido. Un demonio lo empuja. Osa oponer la «angustia» a la «lógica»; pero ello, ¿no viene a ser, o mejor dicho a renovar los propios términos que empleaba Dostoiewsky en su lucha contra el muro, su lucha desesperada contra el dos y dos son cuatro, su valor para atreverse a sacar la lengua a las evidencias? ¿Acaso no corresponde a Dostoiewsky el honor y el mérito de haber llevado el problema de la teoría del Conocimiento hasta el extremo, hasta allí donde nadie antes y nadie después de él, se aventuró?

Dostoiewsky, por su cuenta, no se ilusiona absolutamente con el juguete que opone al conocimiento «riguroso»; le da su verdadero nombre: el de «capricho» (porque la libertad humana no podría ser otra cosa que un capricho o una fuente de caprichos, para una filosofía científica), y sabiendo perfectamente que sería imposible edificar una metafísica digna de este nombre sobre su «capricho», no se deja conmover demasiado y declara sin ambages que lo único que nos queda por hacer ante la «evidencia» es «sacarle la lengua»... ¿Querrá Heidegger reconocer que en buena lógica, sus propias conclusiones se colocan en el mismo camino de Dostoiewsky y confesar sin falsa vergüenza -a riesgo de frustrar el hermoso porvenir que le parece prometido- que sus ascendencias se remontan a Dostoiewsky (a quien acaso ignora) y a Kierkergaard (a quien está lejos de ignorar) y en manera alguna a Kant y a la estirpe a la cual pretende vincularse?   —160→   Toda la cuestión, tal como la plantea León Chestov, es en adelante ésta: ¿Fue Kant o fue Dostoiewsky quien escribió la Crítica de la Razón Pura? Y esta otra: ¿Se puede sacar la lengua a las evidencias? O mejor: Sacarle la lengua a las evidencias, ¿es la última palabra de la filosofía, el supremo argumento filosófico?

Parece, a primera vista, que Heidegger asume toda la responsabilidad de lo que acaba de adelantar, que aprecia toda su importancia. Acaso no escribe: «El rigor de la contradicción, el tajo del desprecio abren un abismo más hondo que la conformidad pura y simple a la negación pensante; más profundo es el sufrimiento ante el rechazo, la crueldad de la interdicción; más pesada es la acritud de la privación»16.

Por sobrio, por mesurado que sea el lenguaje de Heidegger, pretende, en el pasaje que acabamos de citar, aprehender y expresar plenamente, olvidando su moderación habitual y casi con violencia, las terribles realidades espirituales que Dostoiewsky fue el primero en hacer oír con su gran voz. Abrid las Memorias de un Subterráneo; allí veréis exhibidos «el sufrimiento ante el rechazo», «la crueldad de la interdicción», la acritud de la «privación»; pero también: «Sigo tranquilamente hablando de gentes de nervios sólidos... esos señores en ciertos casos por ejemplo mientras mugen como toros... se calman ante lo imposible... ¡Lo imposible es un muro de piedra! ¿Qué muro de piedra?   —161→   Pero claro está, las leyes de la naturaleza, las deducciones de las ciencias naturales, las matemáticas. Desde el momento en que se os demuestra, por ejemplo, que descendéis del mono, es inútil que frunzáis el ceño; admitir la realidad tal como es... no hay otra solución; porque dos y dos son cuatro, es un axioma». Tratad de negarlo. "Permitid, os gritarán, imposible rebelarse; dos veces dos, hacen cuatro". La naturaleza no os consulta; no se cuida de vuestros deseos y poco le importa que os plazcan o no. Estáis obligados a aceptarla tal como es, y, por consiguiente, también todos sus resultados. Un muro es un muro... etc., etc.» «¡Dios mío!, ¿qué me importan las leyes de la naturaleza y de la aritmética, cuando por una razón cualquiera, esas "leyes" y "dos veces dos son cuatro" me disgustan? Por cierto que no voy a romper ese muro con la frente; pero no me resignaré únicamente porque es un muro de piedra y porque las fuerzas me han faltado... Como si ese muro fuese una tranquilidad y contuviese, aunque no fuera más que una palabra de paz, sólo porque representa "dos veces dos son cuatro" "¡Oh absurdo de los absurdos!"». Y en otro lugar: «¿El sufrimiento? Pero si es la causa única de la conciencia».

«Quiero, sí: necesito que sea así» ¿se habría convertido en un argumento? Las palabras: sufrimiento, amargura, capricho, ¿habrían sido elevadas a la categoría honrosa de vocablos filosóficos, con el mismo título de los vocablos matemáticos y lógicos? El «sufrimiento» y la «amargura», ¿tendrían el derecho de afrontar a la necesidad en su propio terreno, y la «necesidad» se dejaría desquiciar, «persuadir» a pesar de la interdicción absoluta de Aristóteles? ¿Tendremos el derecho de eludir esa interdicción simplemente porque es cruel? ¿Habría admitido   —162→   Aristóteles que se pudiese protestar contra «la crueldad de la interdicción»? ¿Y se podrá raspar o borrar en la Historia de la Metafísica esta breve frase del Estagirita: «la necesidad no escucha a la persuasión»?

Un pasaje de la conferencia de Heidegger, en donde habla de las matemáticas, parece en efecto dar cuerpo a nuestras suposiciones. Heidegger afirma que las matemáticas no son una ciencia más «rigurosa» que las demás ciencias, sino solamente que la «exactitud» es su carácter, absolutamente con el mismo título con que la «indeterminación» es el carácter de las ciencias históricas y filológicas. De creerle, podríamos, por consiguiente, emplear en metafísica como argumento las palabras: sufrimiento, amargura, crueldad, capricho, y sin privar ni un solo instante a esas palabras de «rigor»: su indeterminación constituye pura y simplemente su «carácter».

¿Se puede esperar que el propio Heidegger asustado por las terribles consecuencias que no cesan de caer amenazantes de su caja de Pandora, imprudentemente abierta, se niegue a retroceder, espantado, se niegue a substraerse a sus propias conclusiones, y quiera libremente tenderle la mano a Dostoiewsky y confesar, sin vergüenza, sus vínculos con Kierkergaard? ¿Querrá alguna vez firmar con su mano la sentencia de muerte de la filosofía como ciencia «rigurosa» y proclamar por medio de un decreto la caída de la miserable razón y el advenimiento de una metafísica situada más allá del Bien y del Mal?

Pero no bien Heidegger afirma el «desvanecimiento» de la lógica, vacila; vacila en afirmar que si la nada precede a la negación, el ser precede a su angustia; declara, precipitadamente, que el «carácter finito» de la existencia es anterior a la existencia   —163→   misma, o más exactamente: «más primordial que el hombre mismo es su finitud». La existencia se encuentra así prendida, como un manto provisional, a la percha eterna del complemento de esa misma existencia, que su carácter «finito». El Ser no es más que un accesorio de «lo que muere» ¿qué digo?, de su propia muerte... Sin embargo, Heidegger había distinguido netamente en el ser toda una serie de grados que iban, según la terminología de Hegel, «con movimiento ascendente, de lo Inferior a lo Superior» -y distinguido, desde luego, la «Preocupación», dado como carácter esencial de la existencia; luego en la «preocupación», dos aspectos: uno vulgar, la preocupación del común de las gentes, la inquietud, el miedo, determinados por una presencia por una amenaza precisa; y el otro, de orden superior, que afecta a individuos selectos en los cuales la preocupación se convierte en angustia, estado que no es determinado por presencia alguna, que no es provocado por nada -por la Nada- y que él llama: «la existencia que se ha encontrado a sí misma (Eigentliche Existenz). Habría que insistir largamente sobre el alcance de esta distinción, discriminando dos categorías de seres, de las cuales, la primera, la existencia vulgar achata todas las posibilidades de la existencia» que falsea las condiciones de la visión del mundo, por la cual «la existencia se degrada», y la segunda: «la existencia que se ha vuelto a encontrar a sí misma» resulta siendo «la voz de la existencia que se angustia en su situación abandonada» y que se «dirige un llamamiento a sí misma por intermedio de la conciencia». Parece como si estuviésemos oyendo las definiciones de lo que Chestov llama la existencia vulgar y la existencia trágica (verdades polares y verdades ecuatoriales) y de lo que Dostoiewsky llama: la omnitud y la voz   —164→   subterránea. Pero desgraciadamente Heidegger no se siente con poder de seguirse; en el punto en que estamos, la evidencia deja de ser universal y obligatoria y la verdad de «todos» corre peligro extremo. En este momento es cuando Heidegger trata de quitar prudentemente a la angustia misma lo que la caracteriza, como Angustia: el hecho de ser la disposición fundamental de un ser, de un ser determinado, tal o cual, y no un «ser en general»; hace de ella «la irrupción de un ser llamado: hombre en la totalidad del Ser». Y llega a decir de la Angustia que se sitúa más allá de la alegría y del sufrimiento (¿dónde está la amargura, dónde la duración de la contrariedad, dónde la crueldad de la interdicción?) -«en unión íntima con la serenidad y la dulzura de la nostalgia creadora».

Después de esto, ya no se ve que Heidegger quiera tenderle la mano a Dostoiewsky; hay que dejarle volver a revocar la metafísica con una lógica que no estaba tan «desvanecida» como parecía, arrastrada como estaba «por el torbellino de una interrogación originalmente anterior». Pero, ¿con qué derecho da una interpretación de la angustia en la cual todo hombre, por poco que la haya sentido o presentido o visto, se negará a reconocerse? Que la angustia sea un estado en el que un conocimiento fue posible, un conocimiento por cierto distinto de la lógica, lo consideramos probable; pero que este nuevo conocimiento sea susceptible de tener los mismos atributos que el antiguo, que sea «sereno y dulce», que sea igualmente conocimiento de la verdad «en general», esto nos vemos bien a nuestro pesar obligados a negárselo a Heidegger. Teniendo el estado de angustia su fuente en la «preocupación» y por objeto no solamente la nada, sino la forma de la nada humana: la muerte (Heidegger insiste en la   —165→   importancia de lo que llama «mut zur angstvor dem tode» y también «la existencia que se angustia por su situación de abandono») es un estado de malestar, la antípoda exacta de la alegría creadora, de la serenidad, del equilibrio vital, del punto muerto. La fórmula, ya más antigua de Heidegger: «el mundo no puede ofrecer nada al hombre angustiado» no parecía en ningún caso tener que rematar en eso... Una lectura por superficial que se quiera de Pascal, de Dostoiewsky, de Tchekhov, nos volverá a poner inmediatamente en buen camino. No hay angustia «serena», así como no hay alegría angustiada; hay la angustia de Heidegger que no es la mía, como la mía no es la de Chestov. Y dos estados de angustia no podrían ser nunca idénticos.

Pero, ¿por qué, os preguntáis, en un punto tan capital un hombre de la enorme lucidez de Heidegger, llega a olvidar, a perder de vista, el punto-eje de su pregunta? ¿Perder de vista? Heidegger no es hombre capaz de olvidar ni de perder de vista cosas semejantes; lo que ocurre es que no se atreve; no se atreve; está asustado; siente que la tierra desaparece bajo sus pies; presa de pánico -de un pánico que, como su «miedo» no quiere gran cosa, porque, provocado por un objeto determinado, que la limita, retrocede, huye. Trata de olvidar que los fundamentos existenciales y ontológicos de la acción de descubrir se afirman como el fenómeno primordial de la «verdad» y busca apresuradamente un medio, un expediente para salvar lo que, por imprudencia o por candor, estuvo a punto de matar; quiere a toda costa salvar el Conocimiento, urgido por un miedo que domina difícilmente («El tímido, el miedoso, se halla preso dentro del sentimiento preciso que experimenta; haciendo esfuerzos por libertarse,   —166→   tórnase incierto con respecto al resto; en suma, pierde la cabeza»), y no encuentra en su mano sino lo que se encuentra en nuestras manos: la «lógica», que habíamos visto desvanecerse, conducida por la dialéctica, que Heidegger detesta tanto y de la cual había dicho que no es «sino la manifestación de las turbaciones filosóficas». Tiende la mano, más que nunca, a la manifestación de semejante turbación.

La prestidigitación es prodigiosamente hábil. Siendo la Angustia un estado del Ser en general, ocurre que «hallándose la existencia sostenida en la nada sobre la base de la angustia secreta, se exalta por encima de lo existente en su totalidad: es la trascendencia... Nuestra interrogación de la nada debe presentarnos la Metafísica misma. Metafísica significa una búsqueda que interroga más allá de lo existente, para reaprehender este existente como tal y en su universalidad, en la intelección»17. Heidegger había escrito igualmente: «Sin la manifestación primordial de la nada, no hay existencia autónoma, ni libertad»18; era bastante halagüeño; a pesar del rostro ceñudo de la angustia, el gusto en el paladar del miedo; ahora la nada sube al trono; la angustia, detrás de ella, escala las gradas; ¿cómo no la adularía? Le oculta su verdadero rostro y se torna «serena».

Ya no hay duda al respecto; si Heidegger no ha subscripto las conclusiones de Dostoiewsky19 es porque no hacía desvanecer   —167→   la lógica sino a más no poder; hizo todo para tranquilizarla urgentemente, haciéndola volver, bajo las especies de la universalidad y de la intelección, pues escribe: «la filosofía no se pone en marcha sino cuando la existencia particular se inserta específicamente en las posibilidades esenciales de la existencia en su totalidad»20. ¡Vamos!, sabíamos perfectamente que «la filosofía» no se pone en marcha sino... Creíamos solamente que, por una vez, íbamos a ver lo que pone en marcha «la verdad».

Por desgracia, Heidegger sabía esto antes de emprender el descubrimiento de la Nada y las revelaciones de la Angustia... o por lo menos lo sabía ya en el momento en que, en el discurso, distribuía muy certeramente sus efectos dialécticos. Helo aquí en los trances del nadador profesional que, desesperado, se arroja al agua para ahogarse, pero cuyos reflejos demasiado seguros, automáticamente triunfan sobre su decisión de hundirse. ¡No se ha sido impunemente discípulo preferido del gran Hussel! ¡Esto deja huellas, convenciones, costumbres! Esto tira hacia atrás. Se ha dicho que en su juventud, Heidegger había cursado estudios con los jesuitas, que había estado destinado a una carrera eclesiástica y que la educación católica debe tener alguna responsabilidad en su pánico del último momento para mirar cara a cara a una metafísica nacida fuera de la razón y vuelta contra ésta. ¿Está Heidegger destinado a quedarse allí? ¿Ha terminado ya su ruta por completo? ¿Terminará por romper con las gentes, abandonar su cargo y aventurarse por el dédalo de la locura, de la muerte, de la soledad, como sus predecesores los poetas,   —168→   los locos? ¿Tendrá el supremo valor que predica, el «Mut zur Angst vor dem Tode»?: el valor para la angustia, ante la muerte21. ¿Quién sabe?

Henos, pues, de nuevo con el sufrimiento, la amargura y la crueldad bajo el brazo; de nuevo resulta que la profundidad del abismo no significa nada ante «la adecuación pura y simple a la negación pensante»; de nuevo «el valor de la angustia ante la muerte» resulta no siendo sino un hermoso absurdo... Pero, entonces, ¿por qué, con qué derecho en el prefacio de la traducción francesa de la conferencia del maestro, se dice: «la nada que habla el Sr. H... no es ni lo Absoluto ni Dios; es la nada... y esto es lo que torna tan trágica la grandeza solitaria de la finitud humana...». En ello no hay grandeza alguna, nada de trágico. No hubiera habido «tragedia» sino en el caso de que Heidegger hubiera consentido en hacernos partícipes de su angustia; sino en el caso de que esta angustia hubiera sido malestar, desgarramiento, demencia. Pero, por el contrario (querríamos haber comprendido mal), se nos ha presentado esa angustia como en «íntima unión con la serenidad y la dulzura de la nostalgia Creadora»... Es el summum bonum.

Habría podido haber tragedia, por cierto, si Heidegger hubiera querido mostrar su corazón «al desnudo», presentarnos la imagen de su propia angustia -si esta angustia, como todas las que habíamos experimentado o visto hubiera sido, por poco que hubiera sido, de carácter demencial o catastrófico.

Pero, de todos modos, donde hay tragedia hay impotencia, horror, fealdad repugnante y malsana; el propio camino de la   —169→   Cruz, a pesar de su luz de vitral y su significación inhumana, participa de esta vista; la miseria moral, la miseria física y esta desolación en primer plano: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Todo es allí sórdido y lamentable. La tragedia -aun la de los dioses- no es grande ni bella; la «finitud» humana, su carácter «abandonado y humillado» tiene, aun en la boca de Heidegger, un acento quebrado que horroriza. Lo trágico, por muy lleno que esté de «grandeza solitaria», repugna a quien lo contempla y enloquece a quien experimenta su sentido profundo.

Si la tragedia fuese hermosa y grande, por poco que lo fuese (se entiende que no sólo en el discurso), no sentiríamos un espanto tan tenaz al acercarnos a ella, no nos arriesgaríamos tan rara vez a ello, por intermitencias y como por casualidad, y sobre todo, una vez allí, no haríamos lo imposible, tanto con los pies como con las manos, para olvidar que la vimos y para regresar lo más rápidamente posible, incluso por todos los medios, por vergonzosos o indelicados que fueran, a la ruta normal en donde la «preocupación» el «miedo» y el «hastío» son diariamente puestos en jaque por el principio de contradicción y en que la angustia misma trampea hasta el punto de traicionar su significado y aceptar deliberadamente, sin el menor repudio, entrar en «unión íntima» y hasta codearse con la «serenidad y la dulzura de la nostalgia creadora».

París, marzo de 1932.