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Arriba Goethe en las guerras de la Revolución

J. I.


Confieso de entrada que mi conocimiento de la literatura goethiana es casi nulo, y que no sé si el aspecto de su obra que voy a señalar ha sido mucho o poco estudiado. En todo caso me creo disculpado por estas celebraciones de centenario que tanto dan ocasión a exhibir como a adquirir el conocimiento de un autor. De otra parte, si sólo tuvieran derecho a opinar los que poseen absoluto dominio del asunto, serían muy pocos los que trataran de él. Y las conmemoraciones de centenario serían muy pobres.

De todas las encarnaciones del maravilloso Proteo, probablemente sea la que me propongo estudiar, la menos conocida. Goethe poeta, Goethe amante, Goethe hombre de ciencia, Goethe actor, autor y director teatral, novelista, conversador, viajero, Goethe jurisconsulto y funcionario, ¿quién no tiene una imagen precisa de cada uno de esos aspectos diversos del ser maravilloso? No sucede lo mismo con el soldado que en cierto momento fue Goethe, si fugazmente, no más que en otras de sus encarnaciones menores.

El gran hombre tenía cuarenta y tres años cuando tomó parte en una guerra por primera vez. Hacía ya tiempo que había abandonado esa dulce y bella Alemania del Sur de donde era nativo por la corte nórdica   —209→   que según la señora de Staël era en aquel tiempo la Atenas germánica. Gozaba desde el ochenta de la confianza y mercedes del duque de Weimar. Había publicado buena parte de sus obras más importantes, en una espléndida sucesión de evoluciones que tenía asombrado al mundo, porque, no obstante seguir su producción el curso de su vida, como ésta quedaba oculta, aquélla resultaba inexplicable.

En suma, estaba lo menos preparado que se puede estar para vestir el uniforme por primera vez. Pero ni el deber ni el interés le permitían eludir esa necesidad. El duque de Weimar se había aficionado de tal modo a su compañía que lo llevaba consigo en todos sus viajes de placer. ¿Cómo podía excusarse de acompañarlo a la guerra? De otra parte, aunque hubiera podido, nunca hubiese querido él excusarse. Y ¿podía privarse de una experiencia -y de qué experiencia- él, el hombre que ha tenido más derecho a hacer suyo el nihil humani de Terencio? La Revolución francesa llamaba la atención de todos los espíritus hacia las exterioridades políticas del mundo. El suyo, menos que el de ningún otro, no podía desoír ese llamado.

Carlyle es de los pocos historiadores de la Revolución que han hecho un lugarcito en su relato a la presencia de Goethe en la guerra de 1792. Tenía que ser él, apologista de la otra categoría de héroes, además de los del penacho, el primero que considerara aquella presencia como uno de los no menos importantes pormenores de la campaña. Pero si ha subrayado con acierto el carácter experimental de ese momento guerrero en la vida de Goethe, ha descuidado varios detalles curiosos de la experiencia. Y olvida a otro héroe literario, que intervino en la misma campaña, aunque la mitad más joven y de suyo menos reflexivo que Goethe: Chateaubriand.

El libro en que el gran escritor alemán refirió su experiencia es uno de los que más cruda y prosaicamente describen la guerra -sobre todo la desdicha de un país ocupado por una fuerza militar extranjera-. Sin embargo ese cuadro de cielo encapotado no es uniforme, y en él no falta, rasgando el nublado de aquella miseria, como viniendo de más lejos que un rayo de sol, la antigua concepción de la guerra de presa, que el gaucho Javier de Viana decía «linda, porque en ella se   —210→   pita gratis y se come gordo». Con la pomposa imagen convencional de Goethe contrasta la del guerrero de 1792, que en medio de sus trabajos era sostenido por la esperanza de reponerse con los buenos vinos de la región a invadir. Más tarde el recuerdo de las comidas suculentas en tierra conquistada, de la alegre búsqueda de provisiones, del saqueo de las bodegas, movería festivamente la misma pluma que temblaba al referir las Cuitas del joven Werther. Como todos los demás, Goethe envía desde Verdun a su país objetos adquiridos en el saqueo de la plaza rendida. Luego nos cuenta: «Animé a nuestro cocinero y sus servidores a que saquearan estratégicamente», sostiene que «el hambre no conoce ley» y nos dice que vivía «entre economía y dilapidación, entre rapiñas y honradas adquisiciones». Es cierto que puede aducir en su descargo la mala organización del aprovisionamiento en el ejército aliado. ¿Es posible, sin embargo, que el secretario particular de un general-príncipe sufriera los efectos de aquella mala organización?

Pero si la materia lo ponía al nivel de sus hermanos de armas, el espíritu lo elevaba muy por encima de ellos. En todo el ejército, desde el famoso generalísimo hasta el último clase, pasando por el rey de Prusia y los príncipes franceses, condes de Provenza y de Artois, excelentes futuros reyes, no habla sin duda nadie que comprendiera como él la importancia de aquel momento histórico. El hombre que había renovado todos los géneros de la literatura, que descollaba tanto en el arte como en las ciencias naturales y morales, tan capaz de intuir como de abstraer, cuya facultad de adaptación a todas y las más opuestas especies de objetos era verdaderamente filosófica, y que parecía tener un sentido especial para captar los momentos del devenir en todos los modos de la existencia, debía apreciar el conflicto en que intervenía con la misma precisión que los demás hechos a que aplicaba su poderosa inteligencia.

La noche de Valmy Goethe dijo en una reunión de oficiales en que se comentaba el desastre: «Aquí, y en el día de hoy, comienza una nueva época de la Historia Universal, y podréis siempre decir que estuvisteis presentes». La importancia ideal de la Revolución francesa, su fuerza expansiva, el carácter social de la guerra empeñada, la temible fuerza que era capaz de desplegar Francia en un esfuerzo supremo, ya habían   —211→   sido señalados por las grandes cabezas del momento, Burke, Rivarol, De Maistre. Pero de la victoria nominal de los franceses deducir el triunfo definitivo del orden nuevo que ellos representaban era realmente, como dice un sociólogo contemporáneo, sentir el hacerse mismo de la historia. Los otros anticiparon hechos del porvenir inmediato con prodigiosa clarividencia: éste la larga duración de la guerra, aquél el paso de la anarquía al despotismo personal, el de más allá el modus operandi de la restauración monárquica de 1815. Pero todos ellos creían en la posibilidad del triunfo de la causa vencida. Sólo Goethe dio por sentado, no a posteriori sino en el momento mismo, el comienzo de la nueva época histórica. Su complacencia al recordarnos más tarde que los franceses hicieron empezar en Valmy el calendario de la Revolución es de todo punto legítima.

Su acierto era tanto más meritorio cuanto que su espíritu tenía que sobreponerse a las flaquezas de la carne. Es verdad que para disipar las preocupaciones de sus compañeros, les contaba detalles angustiosos de la historia de San Luis. Pero era como el payaso clásico que, llorando interiormente, distrae a los demás. Él no las tenía todas consigo. «En aquella miserable situación hice una divertida promesa: si nos librábamos de allí y volvía a verme otra vez en mi casa, nadie oiría jamás queja alguna brotada de mis labios, porque el libre panorama de las ventanas de mi habitación fuera limitado por el gablete de la casa vecina, que deseaba ahora ver nostálgicamente; además, nunca me quejaría otra vez de fastidio y aburrimiento en los teatros alemanes, en los cuales, gracias a Dios, siempre se está por lo menos bajo techado, sea lo que quiera lo que ocurra en el escenario». Y sólo el cansancio le permitió dormir en un rincón favorable en medio de las balas porque «no espanta el peligro con tal de evitar una incomodidad».

El contraste entre los goces de la invasión y las miserias de la retirada, sucediéndose en el espacio de unas pocas semanas, le parecía lindar con lo prodigioso. La forma en que Francia se halló repentinamente libre del mayor peligro de que jamás hayan podido hablar sus anales, era milagrosa. Pero su sentido de la divinidad no le dejó ver el origen infernal del milagro. Fausto aún estaba lejos. Pero   —212→   éste es otro cuento, que tal vez tratemos en un próximo artículo sobre la batalla de Valmy.

Para el partidario todo es fácil; todo lo acomoda a su paladar. Pero el poeta «debe mantenerse imparcial», penetrarse de las razones contrarias. Tanta fue la imparcialidad con que Goethe se acercó a la Revolución francesa que atribuía el origen de la guerra de 1792 a los aliados, diciendo que los invasores «habían inventado un pretexto» al decir que invadían a Francia en nombre de Luis XVI. Ahora bien, aunque los móviles interesados de la alianza sean innegables, nadie ignora que la guerra fue declarada y querida por los revolucionarios franceses.

No obstante su buena voluntad para con el movimiento francés, Goethe no podía quedar insensible a la situación del más hermoso trono del mundo como él mismo dice después de tantos escritores políticos, desde Gregorio de Tours hasta Grocio. En la retirada de Valmy encontró un cuaderno de instrucciones para los Estados generales, y lo emocionó el contraste entre la moderación de aquellas peticiones y la situación de violencia, desesperación y soberbia, los horrores que sucedían en el cultísimo pueblo vecino. Vuelto a su patria la Revolución francesa seguía preocupándolo fuertemente. A tanta distancia de los acontecimientos, nadie tan impresionado como él. «Veía a una gran nación arrancada de sus goznes», y a su rey acusado de pena capital, con lo que «se hacían circular ideas y se hablaba de cuestiones para cuyo eterno apaciguamiento había sido fuertemente establecida la monarquía muchos siglos antes». Los nobles que antes de la Revolución hablaban de la libertad «no parecían comprender todo lo que habría que perder primero antes de alcanzar cualquier dudosa ventaja». Entre el 93 y el 94, «el fin del año y el comienzo del siguiente sólo nos trajeron -dice- noticias de actos de crueldad de una nación vuelta a la barbarie y ebria de sus victorias al propio tiempo».

El ataque de los franceses contra los aliados del rey de Prusia en el año anterior llamó nuevamente a Goethe al teatro de la lucha en 1893. Con palabras y con líneas cantó y dibujó su amor al hogar y su mala voluntad por los azares de la guerra. Como en la campaña anterior, se adelantaba temerariamente entre los peligros con el afán de experimentar.   —213→   Pero nunca más allá de lo que era razonable. Ni en medio de las dificultades de la vida militar derogaba a las reglas de la higiene, y hacía barrer y baldear los lugares delante de su alojamiento.

Después de la caída de Maguncia, a la salida de la guarnición francesa, Goethe tuvo un gesto de dominador de multitudes. Se enfrentó con unos habitantes de la ciudad que querían hacerse justicia por mano propia, vengándose de unos jacobinos entre los que se hallaba una hermosa joven. El tumulto se produjo frente a la residencia del duque de Weimar. Goethe, sin averiguar nada sobre el fondo de la cuestión, intervino a favor de las víctimas, hablando fuerte a la muchedumbre. Su carácter natural hacía que prefiriera «cometer una injusticia a soportar un desorden». Y una cara bonita bien vale un riesgo. Pero en cuanto no se exigió de él más prolongada participación en los horrores de la guerra, tuvo el placer de regresar a su casa.

El libro en que Goethe ha contado la Campaña de Francia y el cerco de Maguncia es notable por el siguiente rasgo: al referir su participación en las operaciones militares, el autor no tiene ni asomo de un deseo de imponer con su coraje. No dice que tuviera miedo en ningún momento, no se pinta como personaje de comedia. Pero sí dice su satisfacción de hallarse a buen seguro y de que hayan pasado los peligros que un momento corrió. Se siente en ese libro la independencia del hombre de letras respecto del servicio militar. Esto es muy «antiguo régimen». Así hacían la guerra Boileau y Racine. Hoy que la contribución de sangre es universal, y que la inteligencia no está exceptuada, un intelectual que mostrara aquella actitud, que como Goethe expresara su satisfacción de hallarse a buen seguro en medio de una guerra nacional, perdería todo derecho a la consideración y el respeto de sus conciudadanos. En bien de la inteligencia misma el intelectual debe pagar el tributo de sangre. Pero ese tributo es la barbarie.