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ArribaAbajo «Vida» y «Espíritu» en la metafísica scheleriana

Carlos Astrada


Recientemente, Ernesto Cassirer ha movido algunas objeciones a la concepción metafísica de Scheler. Al hilo de ellas, repensando el problema en su ulterior alcance, intentaremos una interpretación crítica del dualismo scheleriano de vida y espíritu. ¿Cómo se explica que las fuerzas de la vida, las fuerzas instintivas puramente vitales en el sentido scheleriano, se dejen apartar de su propia ruta y tomen la dirección que les señala el mandamiento del espíritu?, pregunta Cassirer. Tal dubitación no ve, a nuestro parecer, la consecuencia errónea que ella implica.

Si la función del espíritu es idear la vida, proponerle direcciones a fin de realizar mediante ella -y sólo mediante ella- sus valores, no está dicho con esto que la dirección que toma la vida sea «completamente opuesta a lo vital». Si así fuese, ¿cómo podríamos considerar a la vida como el principio activo realizador del valor, llamado a dar efectividad a éste?

«¿Cómo puede el espíritu -objeta a continuación Cassirer- obrar sobre un mundo al que él mismo, por cierto, no pertenece?; ¿cómo se deja conciliar la trascendencia de la idea con la inmanencia de la vida?»25 . La dificultad aquí señalada sólo es tal porque Cassirer, pasando por alto los verdaderos términos de la problemática scheleriana, razona desde el punto de vista del idealismo, que sienta la autopotencia del espíritu, al que en consecuencia se lo concibe capaz de «obrar»; además considera vida y espíritu como esferas incomunicantes -dos mundos- lo que para Scheler en realidad no son, desde que no obstante ser originariamente distintos, y precisamente por esto, se presentan como principios recíprocamente ordenados y en mutua penetración.

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Su vida y espíritu, en tanto atributos del fundamento del mundo, se encuentran en el hombre y se traducen en la unidad dinámica del proceso humano; no tiene sentido hablar de trascendencia de la idea respecto a la vida. Ambos, vida y espíritu, restrictamente considerados, en tanto que principios funcionales, pueden ser pensados como inmanentes al hombre; pero desde el momento que uno y otro cobran en la concepción scheleriana significación óntico-metafísica cabe concebir los como trascendentes al ser humano, tomado éste como unidad concreta de vivencia.

Por otra parte, tomar vida en una acepción psicológica, reduciéndola a algo meramente inmanente, es un flagrante error, en el que con frecuencia incurren los críticos de la filosofía scheleriana. Vida en tanto que ímpetu originario, (Drang), como la concibe Scheler -de lo que Cassirer toma nota, mas luego olvida en las oscilaciones de su discurrir crítico-, es por el contrario un concepto vigorosamente metafísico que designa un atributo, una potencia del ser.

¿Cómo puede la vida -torna a interrogar Cassirer- ver las ideas que el espíritu le presenta y dirigir hacia ellas su curso, cuando ella, la vida, según su esencia originaria es concebida como mero ímpetu, como específicamente ciega para lo espiritual? No se trata de que la vida vea las ideas, sino de que ella fecunda y realiza, sin necesidad de visión, los valores espirituales que yacen en posibles rutas de la corriente vital. De que el hombre, como ser espiritual, mediante un acto de ascetismo, sirviéndose de la voluntad (que carece, según Scheler, de fuerza creadora positiva y por lo mismo no es un fiat, sino un non fiat) inhibe o desencadena el turbión del ímpetu. Lo desvía de valores que su fuerza ciega puede sepultar o aniquilar, o lo endereza hacia aquellos que han menester de su limo para fructificar. Es decir, el espíritu, con su función puramente ascética, con su non fiat, deja que sus valores sean realizados por la vida o evita que ésta los destruya. Inhibe o liberta la fuerza vital.

«Si vida y espíritu -insiste Cassirer, objetando- pertenecen a mundos completamente distintos, si según su esencia y origen son completamente extraños entre sí, ¿cómo es posible que ellos, sin embargo, ejecuten una labor completamente unitaria, y en la construcción del mundo específicamente humano, el mundo del sentido, obren conjuntamente   —150→   y se engranen uno con otro?»26 . Para nosotros, esta objeción oculta un desconocimiento de la dirección en que Scheler plantea la cuestión. Cassirer, prescindiendo de los presupuestos metafísicos del problema, parece sólo atender a la oposición metódica de vida y espíritu, a su carácter meramente funcional. Observemos ante todo, llevando la cuestión a su verdadero terreno, que vida y espíritu esencial y originariamente pertenecen a mundos distintos, lo que no equivale a decir que sean oriundos de compartimientos estancos. Tanto en la esfera de la personalidad humana, como unidad productiva y dinámica de vivencia, como incluso en el fundamento del cosmos, ímpetu y espíritu se manifiestan en perpetuo proceso de recíproca penetración. Y precisamente porque ambos atributos son en esencia distintos, en virtud, por así decir, de su dialéctica integradora, lo humano y lo cósmico están en devenir e incremento constantes. En el unitario operar en que se resuelve el proceso humano, vida y espíritu, se dan, pues, en mutua penetración. Esta unidad operante de vivencia es un factum, que Cassirer no desconoce sin duda; pues bien, de este factum, parte Scheler y valorando el postulado de Fechner (de lo que una parte del mundo contiene como indisoluble modo fundamental tiene que ser contenido también en el todo), toma el camino de la metafísica inductiva para rematar, por trascendental inferencia, en el fundamento más alto de las cosas. (En este fundamento, ímpetu y espíritu desencadenan un devenir que a su vez es un unitario proceso metafísico, susceptible de ser contemplado ya desde el ímpetu, ya desde el espíritu). Por lo tanto, cabe invertir los términos de la pregunta de Cassirer, para interrogar con sentido: Si vida y espíritu cumplen una labor enteramente unitaria, se articulan uno con otro y obran conjuntamente en la construcción del mundo específicamente humano, ¿cómo es posible que ellos pertenezcan a mundos absolutamente distintos, sean, conforme a su esencia y origen, completamente extraños entre sí? Así, planteado en su real alcance metafísico, nos enfrentamos con el problema scheleriano en toda su anchura de horizonte. De modo que los «cómo» que formula Cassirer se reducen en última y verdadera instancia a un «porqué» de vasta proyección metafísica.

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El engranaje de vida y espíritu, en el factum de la unidad huma na de vivencia, «¿es otra cosa y más que un feliz azar?» interroga Cassirer. Las consideraciones anteriores nos dan la pauta de la respuesta. Si pensamos la cuestión con prescindencia de sus presupuestos metafísicos, es decir, vida y espíritu desvinculados de su causación primordial, puede hablarse de azar; mejor dicho, no tiene sentido ya hablar de contingencia o necesidad. Enfocada, en cambio, con su constitutivo fondo trascendental -en el sentido de la respuesta scheleriana- tal trabazón se nos presenta como necesaria, desde el momento e que mediante ella se realiza e el seno mismo de la vivencia humana el fundamento del mundo en su divinidad.

Según Cassirer, si no suponemos en la vida un impulso inmanente hacia la idea, no podemos explicarnos que la primera siga el ejemplo que la última le pone por delante. Él se aferra así a la doctrina teistateleológica de la filosofía clásica, solución demasiado cómoda que Scheler rechaza por considerarle «un absurdo insostenible». Cassirer, cerrando el camino a toda inquisición filosófica en torno, a esta ardua cuestión, se coloca demasiado en el punto de vista de la solución, hasta el extremo de defender como única posible la concepción teleológica del mundo porque, si ésta falla, «no nos resta otra». Justamente el gran mérito de Scheler es habernos mostrado la inconsistencia de este teleologismo, que desde sus orígenes clásicos hasta el presente, ha sido la almohada de pereza de la filosofía occidental; haber rescatado los términos del problema del molde inánime -la consabida solución- que los aprisionaba para repensarlos en su contenido esencial y plantear la cuestión en toda su radical y aguda problematicidad. Ahora sabemos -sentimos- que estamos frente a un problema; lo vemos erguirse con propia vida ante nosotros, avanzar a un primer plano en la temática de la filosofía, encadenar a su destino y devenir, como problema, la inquietud metafísica, movilizándola hacia el terreno de las decisiones últimas, que no son ciertamente «últimas soluciones» puntos de reposo, sino, en este caso, exigencia de activa participación en un drama que no conoce fin y cuyo hilo no es otro que el mismo destino humano en la tensión de la búsqueda, es decir, en pos de sí mismo. (Si a esta petición de un previo y auténtico planteamiento de los problemas se nos opusiese la conocida advertencia de Hegel, de que sólo deben plantearse   —152→   aquellos problemas susceptibles de ser solucionados, responderíamos con la exigencia de Heidegger, más de acuerdo con la esencia misma de todo filosofar, según la cual antes de tender a solucionar un problema (y por ende, antes de decidir sobre su solubilidad) es necesario cerciorarse de la legitimidad del mismo, ver si en su raíz es un verdadero problema, destacarlo en sus estrictos perfiles; es decir, que ante todo el problema, si es tal por la fuerza de sus gérmenes implícitos, devenga plenamente lo que es: (problema).

Cassirer reconoce que Scheler impugna victoriosamente toda cómoda tentativa de solución «monista» del problema que nos ocupa. No obstante, las objeciones que el primero formula se inspiran tácitamente en la concepción monista, la que colorándolo corre subrepticia a través del pensamiento de Cassirer. Es así que éste llega a decirnos que la dualidad de vida y espíritu, en Scheler, tarde o temprano ha de conducir a un simple, o lo uno o lo otro, vale decir, a la decisión por uno de ambos términos, el que de este modo habrá absorbido al otro. El espíritu, en la doctrina scheleriana, no se deja reducir a lo vital y si sobre algo recae es sobre el fundamento supremo de todas las cosas; fundamento del que, a su vez, la vida misma es una manifestación parcial. En virtud de esto afirma Cassirer: «Para nosotros, a pesar de que espíritu y vida en sus fenómenos y también en sus formas de manifestación puedan divergir, queda no obstante siempre la posibilidad de que ambos, en cierta medida, se encuentren en un punto infinitamente lejano, que ellos se conecten, de un modo para nosotros desconocido, en aquella X del supremo fundamento del mundo»27 .

Aceptado este desenlace, con razón agrega Cassirer, colocándose en el punto de vista del monismo, que con tal respuesta el nudo gordiano no sería desatado, sino cortado. Aquí, como resalta claramente, desatar el nudo significa reducir un principio a otro, es decir, recaer en la solución monista «victoriosamente reputada» por Scheler. En realidad, el monismo, en vez de deshacer, ha cortado siempre tal nudo. Por lo demás, llevando la cuestión a los términos en que Scheler la plantea, vida y espíritu ciertamente se encuentran en aquella X del supremo fundamento, cósmico, lo que no significa que se unifiquen, que se reduzca uno a otro. Recayendo ambos atributos en su lugar originario,   —153→   permanece cada uno en su irreductible individualidad, y en virtud de ello desencadenan un proceso metafísico, unitario en su manifestación. Si el espíritu se refundiese en la vida, entonces sólo tendríamos un ímpetu ciego, indirigible, torbellino vital a merced de cuya vorágine el hombre, al igual de los demás seres, no sería más que una de tantas partículas sin resistencia y sin objeto. Inversamente, si la vida se redujese integralmente al espíritu, estaríamos en presencia de un espíritu condenado a eterno estado virtual, en estática contemplación, al que se le habría sustraído toda posibilidad de realización. Compartiría el destino del puro ser, el que, según Hegel, no se diferencia de la pura nada. Pero, por el contrario, en el ser supremo yace la tensión originaria de ímpetu y espíritu; tenemos un ímpetu creador del mundo, devenir cósmico que es prenda y vehículo de la realización de lo que en el supremo fundamento de las cosas llamamos atributo espiritual o divinidad. De donde, para Scheler, el Dios del teísmo, como perfección contemplativa y operante, no es de ningún modo un comienzo en el proceso del mundo, sino una meta final -que eternamente se aleja- del proceso de deificación, o sea, acentuando el carácter ateísta de la concepción scheleriana, de humanización, ya que sólo en la medida en que el hombre se realiza a sí mismo realizase en él lo espiritual del fundamento cósmico. Es decir, no sólo homo in Deo, sino también Deus in homine et per hominem.

Las objeciones de Cassirer no suministran, pues, el principio para la crítica de la concepción scheleriana. En nuestro concepto, de otra índole y en otra dirección son las dificultades a que ésta nos aboca.

Vida y espíritu, como vimos, son para Scheler dos atributos del fundamento cósmico, es decir, dos principios del universo. Si tales son, deben acusarse en todos los entes de la creación e incluso en los productos de la naturaleza anorgánica. Así, ímpetu y espíritu deben ser hallables tanto en la piedra como en el hombre. En lo que al primer principio respecta, este postulado es fácilmente verificable; en efecto, lo puramente vital, el ímpetu, es una fuerza que actúa constitutivamente en la total naturaleza y por consiguiente incluso también en el hombre, en tanto que es un ser natural y vital. Que al ímpetu se lo considere asimismo operante en los productos anorgánicos de la naturaleza -algo no comprobable a primera vista- es una necesaria secuela de la teoría dinámica   —154→   de la materia, sustentada con claros y consistentes fundamentos por Scheler. Aceptada ésta, cabe entonces considerar los productos de la naturaleza muerta, como aparentes solidificaciones del ímpetu creador del mundo, etapas transitorias de su fluencia cósmica en creación continua. Según esta teoría dinámica de la materia, abonada hoy en el dominio de la física matemática por las valiosas investigaciones de Weyl28 , existen centros y campos de fuerza -punto de partida de la excitación (de índole metafísica)- que son las causas comunes, tanto de las cosas del mundo circundante, es decir, de las excitaciones de carácter biológico, como también de los procesos de excitación formal mecánica; centros y campos de fuerzas que obran sobre el sistema de factores de fuerza y respectivamente instintivos que están en la base del organismo29 .

En lo que toca al atributo espiritual, si es un principio del mundo, debe manifestarse, no sólo en el hombre, sino asimismo en el animal, la planta, la piedra. En este caso, el hombre tendría ipso facto que abdicar el privilegio de poseer una singular posición en el cosmos que tan decididamente le otorga la concepción antropo-filosófica scheleriana. Pero evidentemente el espíritu no se da en el animal, ni en la planta, ni en la piedra. Entonces el hombre, en su prístina vivencia, no renuncia a ser, según Scheler, el único lugar de realización de lo espiritual o divino del fundamento cósmico; mas sin duda a costa de la universalidad del espíritu, de su validez como supuesto principio del mundo. O el espíritu es un principio del universo, y el hombre sólo un simple ente, un azaroso ser en el que por inescrutable paradoja se enciende un instante la luz espiritual únicamente para revelarle su futilidad y su nada; o el hombre es algo inmenso y terrible, dirección del universo mismo, sobre cuya ruta él, ebrio de divina perfección, desenvuelve indefinidamente la ingente posibilidad de sí mismo, y entonces el atributo espiritual no es absolutamente un principio del universo. Tal el dilema. Si nos decidimos por el último término (decisión en que se centra la antropología filosófica scheleriana), ¿cómo es posible que el espíritu sea afirmado como un principio universal? Entonces los principios   —155→   del mundo no se expresan por la dualidad scheleriana y deben necesariamente ser otros.

Mas en el pensamiento de Scheler creemos percibir la insinuación de una tercera posibilidad que eludiría o superaría el dilema que acabamos de plantear. La piedra, la planta, el animal, serían ni más ni menos que tentativas frustradas del atributo espiritual o divinidad del fundamento cósmico en su tendencia a realizarse en la vida del mundo. Según Scheler, se acusa una especie de ordenación, de gradación óntica de estadios, que va de lo anorgánico al hombre, como si un ser originario recorriese una serie ascendente de etapas en las que, recogiéndose cada vez más en sí mismo, se percibe en más altos grados y en nuevas dimensiones hasta poseerse y comprenderse plenamente a sí mismo en el hombre. Notemos que aquí el hombre, como portador del espíritu, en tanto que lugar de realización de lo divino, aparece como coronamiento y fin de un proceso, al que por necesidad no serían ajenos los anteriores eslabones. Luego el espíritu, manifestándose, desperdigándose en este proceso, tiene que acusarse en las distintas etapas como una actividad graduable en intensidad, lo que es contrario a su definición, que lo afirma como pura «esencia», como inconmensurable y pura «actualidad». Además, aun aceptado que el principio espiritual desciende de la altitud a que lo encumbra Scheler, que no posea tal soberanía y sea una actividad diversamente graduable en intensidad, no se comprende cómo puede colmarse el abismo existente entre los distintos dominios ónticos de la naturaleza, concibiéndoselos como encaminados hacia el hombre y exclusivamente en función de éste; es decir, cómo se establece una transición de la piedra a la planta, del animal al hombre. Porque si éste necesita evidentemente -y utiliza- estas supuestas etapas previas a él, sólo es en cuanto ser natural y vital (el proceso vital, como proceso temporal que crea propia estructura, realizase mediante las materias y fuerzas de lo anorgánico), y no considerado como centro en que se contempla y realiza la esencia espiritual del fundamento del mundo. La dificultad que aquí surge en la teoría scheleriana es, en nuestra opinión, insalvable. Si por el contrario, en lo tocante a la posibilidad de manifestación del espíritu, existe tal escalonamiento óntico que remata en la vivencia humana, entonces, ¿con qué derecho se atribuye el hombre una posición   —156→   singular en el cosmos, erígese en dirección del universo mismo, en el único lugar de realización de lo divino, cuando éste, el atributo espiritual del fundamento del mundo, ha necesitado de las etapas anteriores al hombre, de los demás entes de la naturaleza -es decir, de la naturaleza total- para, por vía de superación, empinarse hasta una más adecuada contemplación y efectividad de sí mismo en su peculiar esencia? ¿No delira, acaso, el hombre al querer convertirse siempre de nuevo en el hombre centrado en el espíritu divino, al anhelar contemplarse en plenitud y perfección de espíritu, vale decir, en su divinidad, hacia los últimos lindes del devenir universal, al fin de los tiempos? Son, en último análisis, quizá insuperables las dificultades a que nos enfronta el dualismo metafísico scheleriano; pero -y este es el mérito de los grandes pensadores, por el que tanta gratitud les debemos- mientras más ahondamos su radical y vigorosa problemática, más fuerte es la inquietud que aligera el pensamiento, que así impelido y puesto todo en el riesgo -filosofar- se arroja contra los últimos velos, para caer, tal vez próximo a ellos, con un simbólico ademán de desgarrón.