Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo Estilística: un estudio sobre Quevedo

Raimundo Lida


La crítica literaria española, ya de por sí numéricamente desfavorecida, suele intentarse por camino reflejo: se parte de fuera para llegar a la obra, en vez de seguir la dirección contraria. El examen de las obras mismas, cuando no se emprende como historia de ideas, limítase a coleccionar respuestas a una serie fija de preguntas -¿los caracteres?, ¿la acción?, ¿el diálogo?, ¿el paisaje?, ¿la moral?-, sin perder jamás de vista el fin normativo: caracteres bien o mal trazados, acción sostenida o floja... O se contenta con demostrar justificada la inclusión del artista en tal o cual escuela, o cómo la biografía y hasta la procedencia geográfica del escritor repercuten automáticamente en los subsuelos y desvanes de su producción literaria. Otros resultados promete el estudio de la obra entendida como fenómeno de lengua. Pero no se trata de incurrir en la vieja crítica gramatical, sólo atenta al caparazón externo del idioma, sino de poner   —164→   en descubierto el espíritu que late en cada palabra, haciendo de ella algo más que un trazo sobre el papel o una vibración de aire. Es la sola manera de reconocer un sentido al lenguaje y de no escindir la integridad de tan compleja manifestación de cultura para retener precisamente lo que menos importa. Los caracteres singulares de estilo proporcionan el necesario punto de arranque, desde el cual hay que marchar en sentido inverso al de la creación artística: partiendo de la desembocadura -los resultados de esa creación- ascender hasta las fuentes. Lo previo será, pues, destacar aquellos rasgos expresivos que constituyen como el soporte físico del peculiar placer que la lectura de un autor suscita. Y no olvidar que ésa es faena preparatoria, sólo anuncio de la ulterior interpretación.

El trabajo que Leo Spitzer dedica al Arte de Quevedo en su «Buscón»30 puede servirnos de muestra donde ver realizada esa manera de crítica. La personalidad de su autor -uno de los más empeñosos cultivadores de la estilística romance- y el interés del tema tratado hacen el estudio de Spitzer doblemente digno de ser conocido de nuestro público. En su disertación académica sobre El realismo en la literatura española del siglo de oro (Munich, 1926), Karl Vossler caracterizaba la Vida de don Pablos como el recodo en que la novela picaresca española pasa de simple libro de entretenimiento -poetización humorística de la realidad, sin lastre de preocupaciones moralizantes- a obra de doctrina y ejemplo, donde el pícaro se ha tornado conejo de experiencia a quien el novelista carga de cuantas culpas el lector debe huir. La peculiar fisonomía del Buscón se explicaba, así, por este oficio suyo de puente entre dos concepciones artísticas dispares.

El examen de estas ideas de Vossler conduce a Spitzer, en busca de material probatorio, a analizar con detenimiento la novela de Quevedo. Buena oportunidad para hacerlo le ofrece la edición de Américo Castro, de 1927, que corrige de manera fundamental los textos corrientes del Buscón, basados en el defectuosísimo de 1626. Pues no -observa Spitzer-, el propósito de Quevedo en su no vela no es de enseñanza, ni el libro mismo actúa como moralizador.   —165→   Don Pablos es la representación, perfectamente amoral y vuelta hacia el mundo, de un maestro del vivir desenfadado. Cuidémonos de tomar muy al pie de la letra las tímidas sentencias, esparcidas aquí y allá a lo largo de la obra, en que Pablos condena sus propias acciones. Decisiva es, en cambio, la insistencia gustosa de Quevedo en describir con gallardía la vida del hampa. ¡Cómo no creer en la sincera espontaneidad de las exclamaciones alborozadas con que subraya Pablos, al referirlos, sus éxitos de picardía!

Tampoco la lectura del Buscón impresiona como desfile de ejemplos por evitar. Toda la atención se concentra en los hechos mismos del protagonista. Imposible verlos ni juzgarlos sino a través de la rudimentaria escala de valores del pícaro. Y la forma autobiográfica del relato, al identificar narrador y actor, borra toda posible huella de una valoración moral intermediaria: la que correspondería al autor puesto en funciones de comentarista, de intérprete entre lector y personaje. Lógico es, por tanto, que el pícaro no alterne la historia de sus aventuras con frías reflexiones morales; y, sin embargo, no deja de impresionar extrañamente la falta de un contrapeso que equilibre, integrándola, la visión mutilada del pícaro.

Spitzer niega, así, una buena mitad de la caracterización propuesta por Vossler. Pero le halla un reemplazante: la sensación turbia de aquella ausencia, la tensión que esto determina en el lector, quien, ante el sucederse de las aventuras del pícaro, presiente un final de exacta distribución de justicia, el restablecimiento brusco de la horizontal, la estatua del comendador que venga a ajustar cuentas definitivas. Y el presentimiento falla. Se cierra el libro con un interrogante; no vemos desatarse sino cortarse el nudo de nuestras conjeturas. Aquel costado de ascetismo y predicación que Vossler advertía en el Don Pablos sólo existe virtual y negativamente, como actitud provocada en el lector, y actitud meramente posible. Subrayar lo que hay en el Buscón de apasionado, vivir entre las cosas del mundo es faena común a cuantos se han ocupado de la novela de Quevedo. La otra mitad, la de sombra, suele colocarse en segundo plano. Y ella constituye, justamente, el hito a que Spitzer apunta. Vale la pena examinar de cerca ese negro ribete de pesimismo, mal encubierto por el hincarse del artista en la realidad que tiene ante los ojos. Pero se objetará: si precisamente se nos acaba de decir que lo   —166→   único que el Buscón ofrece de hecho es esta segunda actitud, vuelta hacia la vida, ¿no será imaginaria la otra, de austeridad y recogimiento?, ¿no la introducirá en el libro de Quevedo la fantasía suspicaz de los críticos? Spitzer contesta con un intrépido no. La observación atenta de la obra misma invalidará aquel reparo.

En efecto: Una cosa es el repertorio, común a toda la picaresca, de situaciones y personajes agavillados en la novela -todo lo que queda en las mallas de los acostumbrados resúmenes de argumentos-; y otra cosa es lo que aparece a una lectura más profunda: lo que en cada palabra, en cada metáfora, en cada detalle de construcción, habla de Quevedo mismo. Si el protagonista es un títere sin alma, mecánicamente arrastrado de una aventura a otra por el fracaso o el hastío, Quevedo sí tiene alma, y su propia voz resuena, desvanecida y oscura, en las palabras de don Pablos. Y si el propósito del escritor es sólo entretenernos y seguir paso a paso al pícaro en su carrera desvergonzada, no por eso dejan de oírse, como un sordo y lejano acompañamiento, las protestas de la divinidad ofendida. Este aparecerse de lo sobrenatural en lo terreno es lo que irá rastreando Spitzer a través del libro. Y el remate de su búsqueda será el reducir la obra íntegra a esas dos fuerzas concurrentes: anhelo realista del mundo, fuga ascética del mundo. Dualidad barroca, vibrante a lo largo de la novela pero no siempre fácil de descubrir, ya que el humor pesimista, de tácita amonestación, se halla difundido por todo el cuerpo de la obra, sin exhibirse ingenuamente como en las pesadas digresiones del Guzmán de Alfarache.

Al análisis del Buscón, con tales miras, va dedicado el estudio de Spitzer. Aquellas dos fuerzas psicológicas confluentes en Quevedo determinan la doble ordenación de los detalles recogidos y examinados. Por una parte, los rasgos que reflejan esa sombría actitud de espaldas a la vida; por otra, los que traicionan un impulso irrestañablemente dirigido hacia ella.

El rótulo tradicional de macabro, que la crítica fijó sobre el humorismo de Quevedo, sólo ha servido -y éste es el oficio de los lugares comunes- para disuadir de todo intento de ahondar en el   —167→   examen de ese humorismo. Útil será, pues, comprobar en qué forma proyectan su silueta de sombra la desesperanza, la muerte y el más allá, sobre el claro tablado en que gesticula el pícaro. Simples alusiones -Quevedo se revela maestro en ellas- son las que crean, con sólo pasar revoloteando ante nuestros ojos, oblicuas imágenes de cementerio, de hechicería, de auto de fe: marco de goyescas contorsiones que cada nuevo trazo corrobora extrañamente. Pero no sólo los detalles sino la obra entera descansa en una visión pesimista y antivital. Ya Vossler señalaba como sentimiento genuinamente español el de la caducidad de las ilusiones. Spitzer va más allá y descubre en el desengaño el eje mismo del Buscón. Todo es en el relato de Pablos un fracasar de situaciones pasadas y, en amargo vaivén, la esperanza en otras nuevas. Pero, ¡cuán distinto es el modo de vivirse la ilusión en el libro de Quevedo y en el de Cervantes, por ejemplo! En Quevedo, la ilusión realmente vivida por el héroe es mínima. Al contrario, lo que da su tono a la novela es la actitud crítica del personaje frente a la ilusión. El pícaro sabe y hace ostentación de ello; la irrealidad es para él materia plástica que configura a gusto, en lugar de dejarse absorber por ella como don Quijote. No ilusión, sino simulación. Simulación en el protagonista: un arma más con que abrirse paso en el mundo; simulación en quienes le rodean: farsa que la sagacidad del pícaro se complace en dejar al desnudo. Ironía, equívoco, antítesis: he ahí las refracciones en que se desmenuza a cada paso este sentimiento raigal de ficción, de irrealidad conciente, ese «descomunal retruécano que no acaba en la palabra sino que invade el fondo mismo de la acción» (Américo Castro).

Spitzer examina cada uno de esos rasgos y muestra cómo, múltiples y dispares en apariencia, brotan de una fuente psicológica común. Y a ella hay que referir los recursos expresivos más reveladores del ser propio y genial de Quevedo: esa voluntaria confusión entre el mundo de las cosas y el de la fantasía, la vivificación grotesca de aquél, la fragmentación impresionista de lo viviente. Incapaz de síntesis comprensivas, Quevedo no resume, sino que enfila sumandos, y deja que las pinceladas se fundan solas en la retina del lector. Por último, su fuga de la realidad le lleva, no a idealizarla mejorándola, no a la creación de una realidad superior, sino al extremo opuesto, a la deformación nihilista del mundo. Un caballo descrito por Lope o Calderón es de   —168→   fuerza y tamaño y brío sobrenaturales; un caballo descrito por Quevedo es una desmedida negación del caballo, un anti-caballo. Y este contraidealismo vuelve a reflejarse en su afán de sustituir calidad por número: raro ambiente de sobrenaturalidad se crea por la exageración inverosímil de un trazo, perdido, como por inadvertencia, en medio del relato. Pero no hay peligro de que nos engañemos: Quevedo mismo se encarga de avisarnos con un guiño que no hemos de tomarlo en serio -cuando no prefiere extremar, imperturbable, la exageración, hasta hacerla estallar en el ridículo-. Señales todas de un espíritu hostigado por el problema de la existencia; actitud de quien, perdido en las fronteras de la realidad, insiste desesperadamente en aferrarse a ella. El contraste con el Quijote destaca aún más la gesticulación angustiosa de Quevedo. Cervantes, clásico, no necesita insistir; se mueve siempre con clara conciencia de los valores existenciales absolutos.

No entra Spitzer a analizar todas las manifestaciones de afán del mundo ya catalogadas por la crítica habitual. Claro que al hablar del Buscón como producto de aquellas dos fuerzas concurrentes, debe aludir a su contacto fervoroso con las cosas de este mundo. Pero en lo que vale la pena detenerse es en detalles más sutiles de la técnica novelística de Quevedo. Lo hace Spitzer, y muestra entonces cómo todos ellos reflejan un alma que afronta al mundo con agrio ademán de crítica. El buscón es crítico hasta de sí propio. Es un super-pícaro, tan poseído de su papel que se esfuerza por exhibir sabiduría aun a costa de la nerviosa brevedad del relato. Así, no es raro que el comentario preceda a los hechos, y el juicio de una acción a la acción misma, o que, después de referida una escena, se detenga el narrador a encarecer su gracia, con torpeza de claque mal amaestrada: «¡miren vuesas mercedes qué bobería!»: un abstracto quod erat demonstrandum, artificialmente añadido a la visión inicial y directa. Y la posición crítica del narrador viene a complicarse a su vez por aquella forma autobiográfica del relato, que oculta el franco sentir del autor sobre su personaje. El virtuosismo de Pablos como pícaro se apoya en el virtuosismo de Quevedo como artífice. La acción se envuelve en un halo de incertidumbre que borra todo deslinde entre narrador y protagonista.

  —169→  

Pero sí hay frontera marcada entre este narrador-personaje y el lector. El novelista se dirige a él como a un interlocutor; deja a su vista el andamiaje utilizado para trabar los hechos de la novela; trastorna su orden temporal, explicando apresuradamente las causas después de haber presentado los efectos. Su lectura provoca así una áspera impresión de materia todavía rebelde a la forma, impresión reforzada por el tono de hostilidad que resuena, mal contenido, a través de toda la obra: en esa avaricia suya de palabras, denunciadora de la falta de impulso a penetrar afectivamente las cosas; en esa brevedad hostil de la frase, extraña a la serena y armoniosa articulación del período de Cervantes; en esa ausencia de sensualidad y afecto que no suaviza con penumbras la dura luz meridiana. Quevedo deja sus imágenes egoístamente aisladas unas de otras, yuxtapone sin coordinar, enlaza ideas pugnantes, en antítesis, en juegos de palabras, en metáforas cargadas de alusiones laterales que dividen la atención del lector entre el alarde de la técnica empleada y la fundamental disonancia interna. Hasta los personajes y las acciones participan de ese aislamiento. Apenas la unidad de protagonista logra enhebrar las aventuras; pero esas aventuras se suceden linealmente, sin organizarse en perspectivas, regidas sólo por el azar. Falta una mirada de comprensiva amplitud que al menos contraponga equilibradamente, como en el Quijote, al mundo de pícaros un mundo ideal. El Buscón está construido sobre una verdad trunca, sobre un equívoco, y nos obliga a sumergirnos, con penosa tensión, en la atmósfera desespiritualizada de ese planeta donde el pícaro vive y triunfa.

De poco serviría analizar por lo menudo el trabajo de Spitzer, en acecho de afirmaciones discutibles o francamente inaceptables. Más útil es señalar los puntos en que conviene insistir, completando el examen y hasta persiguiendo nuevos materiales a través del fragoso curso de la novela. Los resultados a que llega la investigación de Spitzer podrían así verificarse, como con piedra de toque, en multitud de detalles estilísticos hacinados en la prosa del Buscón: la estructura íntima de sus frases y de sus metáforas, cabrilleantes de alusiones; los recursos, siempre distintos, de que echa mano Quevedo para cortar el relato y hablar directamente al lector o para reanudar el hilo de los hechos; la fantasía que hierve en sus chistes y en sus juegos verbales y en su creación rabelaisiana de nombres propios. Y tantos otros   —170→   pormenores, invisibles para quien mira desde fuera, pero que irían apareciendo sucesivamente a una indagación despaciosa. Sin duda se ganaría con esto algo más que el reiterar la inclusión del individuo Quevedo en la especie barroquismo. Todas esas singularidades estilísticas traslucen una invencible tendencia a embestir contra las cosas, una pasión montaraz que no puede regirse por el intelecto y que descubre su huir del mundo, no en un renunciamiento quejumbroso, sino en golpes, en detonaciones.

Spitzer sólo toca muy por encima esos rasgos exclusivos del Buscón y se apresura siempre a reducirlos al común denominador de la «dualidad barroca». ¿Pero hasta dónde es prudente semejante esquematismo? Sin contar con que poco se adelanta si, tras haber destacado los caracteres básicos de una escuela o de una época literaria, no se hace más que volverlos a descubrir en cada obra de esa época o escuela. Impulso hacia el mundo y fuga de él son comunes a toda la literatura barroca31 , no peculiares de Quevedo. Interesa, ciertamente, el modo especial de traducirse en su obra las modalidades genéricas del barroquismo; pero aun esa caracterización, si aspira a alguna profundidad, debe ensayarse partiendo de Quevedo mismo y no limitándose a subrayar en su novela la constancia de los rasgos universales de una forma de arte.

No obstante, lo original de la empresa intentada exime a Spitzer de tales reproches. Su papel de iniciador le confiere el derecho de andar con el paso libre y despreocupado de quien se adueña de tierras vírgenes. Aun cuando su estudio no abundara en conclusiones originales, la necesidad de reducirse al examen de las características más gruesas del Buscón bastaría para explicar tal deficiencia. Nada tiene de extraño el que, eligiendo el camino más ancho, haya que rozarse con el vulgo; lo evitará quien siga su propio atajo. Es en las ramificaciones últimas donde se revela lo que en un procedimiento hay de nuevo y diferenciador.

Las delimitaciones se impondrán por sí solas cuando se multipliquen las vistas, corrigiéndose unas a otras. La abundancia de material,   —171→   de puntos de reparo, de dificultades vencidas, permitirá moverse con soltura en esa dirección, y distinguir y clasificar. Será posible entonces asentar con firmeza amplias teorías sobre un nutrido número de investigaciones preparatorias, pero indispensables, como ésta de Spitzer. Es preciso llevar adelante los cómos y porqués, revisar conclusiones, modificarlas, completarlas. Y hacer pie en las posiciones aseguradas, sin encerrarse insularmente en sí mismo -como Descartes en su invernadero alemán- para comenzar cada vez a crearlo todo de la nada. Se eliminaría entonces el vago recelo con que es habitual acercarse a toda nueva obra de crítica: la presentida fragmentación de métodos y resultados que han de ceñirse por fuerza a la personalidad de cada investigador. El análisis del estilo es susceptible de más rigurosa unidad en sus conquistas; el afinamiento de la observación deja campo abierto a la labor de los sucesores.

Punto menos que desconocido al crítico literario de hoy es la posibilidad de que muchos dirijan en un mismo sentido sus esfuerzos. Desear que ocurra de otro modo no equivale a recomendar un sistema de crítica como el que alguna vez entrevió el positivismo, donde la misión del investigador se reducía a inscribir, con pasiva exactitud, ciertos caracteres de la obra en formularios preparados. Lejos de eso, la sensibilidad del crítico necesitará ejercitarse en la discriminación de detalles significativos para la comprensión de un artista y en el justo aquilatamiento de su valor estético: exigencias que afinan la tarea de cada uno sin impedir la colaboración de todos.

Entre tanto, nos queda por esperar que mueva a los hispanohablantes el impulso nacido en quienes, por extranjeros, no pueden comprender hasta lo hondo a nuestros clásicos. Tanto más inexcusable se torna el compromiso si se advierte que la literatura española ya viene siendo objeto de indagaciones así orientadas. De entre los romanistas alemanes, Leo Spitzer añade a su estudio sobre Quevedo una interpretación estilística de la dedicatoria de las Soledades al duque de Béjar, y otra, más reciente, del Celoso extremeño. El estilo del Quijote ha sido registrado con minuciosidad por Helmut Hatzfeld, quien dedica un segundo trabajo a destacar la influencia del libro de Cervantes en la técnica literaria de Flaubert. Dos artículos de Angela Hämel en la Zeitschrift für romanische Philologie (1921) analizan, finalmente, el humorismo de Espronceda en El diablo mundo.

  —172→  

Familiares al lector de nuestra lengua son los estudios gongorinos de Dámaso Alonso en la Revista de Occidente y en la de Filología española, así como su agudo examen del habla poética de Góngora, en el prólogo a su edición de las Soledades. Y Amado Alonso, entre nosotros, consagra sucesivas investigaciones a la obra de escritores contemporáneos de lengua española. En el Valle-Inclán de las Sonatas, en Jorge Guillén, en Groussac, en Güiraldes, señala Amado Alonso la presencia de realizaciones técnicas, determinadas en cada caso por peculiares exigencias anímicas; y ahonda, en este viaje alma adentro, hasta una íntima comprensión de la singular virtud de cada recurso expresivo.

El nombre de Borges debe también entrar en esta ligerísima reseña. Su prosa nos lo muestra acuciado por una constante, ya que no sistematizada, preocupación estilística, y hasta cobra de cuando en cuando un inequívoco acento de programa. Valga de ejemplo cierta «geométrica ensoñación» que su autor desliza en la página 75 de Inquisiciones.

Si es imposible prever hoy el recorrido futuro de este sistema de crítica literaria, no debe intimidarnos semejante incertidumbre, propia de toda disciplina en estado auroral. Los problemas engendran problemas y abren nuevos caminos, así como, al hablar, una palabra llama a otra, que la refuerza y sirve cada vez de renovado aguijón al pensamiento. Lo que desde ahora si puede afirmarse es la fertilidad de un tipo de crítica basado en la más profunda identificación con el momento original y creador de la obra literaria.