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ArribaAbajo El malestar de la literatura italiana

Leo Ferrero


Aunque las nuevas generaciones italianas dan muestras de fecundidad; aunque Loria, Bonsanti, Carocci y los dos Gadda, Tecchi y Comisso han vuelto a cultivar el cuento con ardor y han producido algunos casi perfectos; aunque Moravia, Aniante y Zavattini han tornado a escribir novelas, sumamente interesantes; aunque la tradición jamás extinta de la lírica ha encontrado en Montale, en Quasimodo, en Ungaretti, en Grande y en Saba continuadores, y de los más vigorosos, y la tradición de la crítica, con Debenedetti, Solmi y Consiglio se esté orientando hacia nuevas formas de análisis literario (para no hablar de los literatos ilustres de fama europea, pertenecientes a las generaciones pasadas, como Ferrero, Croce, Pirandello y Papini); aunque Il Convegno no haya muerto aún, Solaria esté en pleno florecimiento, L’Italiano crezca y nazcan otras revistas: Fronte, por ejemplo, se advierte en los literatos italianos un secreto descontento de la vida. Los escritores italianos son, por lo general, pobres y tristes. Inseguros de sus amigos, en pugna con muchos enemigos conocidos y muchísimos desconocidos, viven en medio de los hombres como solitarios. El público no les ofrece ninguna compensación. Pocos leen sus libros y los teatros donde se representan   —119→   sus dramas están vacíos, casi siempre en soledad glacial. Las revistas fenecen año tras año, entre la indiferencia general. Diríase a veces que la tierra no produce con ningún abono. Hambrientos, entre esta decadencia perenne de las cosas, de una gloria que les asegure una consagración futura, que prometa a sus obras una vida mejor que la que sobrellevan, todos nuestros escritores se ven olvidados, tras breves años de ruido. Muchos no logran volver a ser apreciados. Todos sienten aproximarse el que para los artistas extranjeros es un grandioso y tranquilo crepúsculo de la vida como una noche tempestuosa, y mueren entre los insultos o el olvido apático de las nuevas generaciones. Aislados del público que ya no va en pos de ellos, a menudo corren el peligro de ser aplaudidos por un error o silbados por una obra maestra. Obligados, para despertar la atención de ese juez soñoliento, a estudiar desde sus primeros años la pirotécnica de la prensa y del escándalo, pierden el tiempo endeudándose en el fausto de casas construidas para ser fotografiadas o en tender la intrincada red de las amistades periodísticas, que anunciarán la salida de sus libros y los elogiarán. Maltratados en vida, olvidados una vez muertos, incomprendidos cuando vivos y cuando muertos, los intelectuales de Italia no pueden resignarse ni a vivir ni a morir.

¿Por qué? ¿Cómo se explica que los literatos italianos tengan que cargar una cruz tan pesada?

Si el público tiene parte de la culpa de este mal que aqueja   —120→   a los intelectuales itálicos, precisa confesar que éstos tienen la mayor parte. No se ha indicado bastante, a mi juicio, que el intelectual italiano tiene su manera propia de ver la vida, manera que en nada se asemeja a la de cualquier otro intelectual europeo. El intelectual francés, por ejemplo, nace con el instinto del grupo; apenas se halla en edad de meditar, busca un maestro que lo vincule a una tradición; no bien empieza a escribir busca compañeros con quienes fundar una escuela. Este sentido del grupo, esta necesidad de reunirse, de luchar juntos, de formar parte de la misma compañía, explica los cumplidos con los cuales, halagándose la vida recíprocamente, los franceses han hecho tan amables y fáciles las relaciones entre los hombres; todo escritor y, en general, todo ser humano se torna sociable donde la gente lo admira, y por el placer de sentirse elogiar los hombres adquieren el instinto del compañerismo. Pero si al principio los hombres admiran para ser admirados, al cabo se habitúan verdaderamente a ver en sus semejantes antes las virtudes que los vicios, y el juego se transforma en un profundo sentimiento de benevolencia.

El intelectual italiano, en cambio, nace convencido como Berkeley de ser, en medio de sus representaciones, el único hombre verdadero del universo. Persuadido de que vive en un mundo de fantasmas, crece con la perpetua irritación de ver su propia convicción desmentida por todos. Existe, pues, por definición, contra todos. Su actitud es siempre agresiva y un tanto escarnecedora. Puesto que parte del punto de vista de su soledad, cuanto sucede fuera de él no le parece sino un estéril tumulto de ilusos. Así, la vida se le muestra como el campo inmenso   —121→   donde tiene que afirmar su yo, entre las sombras bulliciosas de falsos escritores que no quieren reconocerlo.

Tal es, probablemente, una de las causas de nuestro malestar, puesto que un concepto tan huraño de la vida la esteriliza. En Italia, por lo pronto, ha destruido en los intelectuales y luego, por reflejo, en el público, aquello que siempre me pareció el fermento de una cultura, la voluntad de admirar. Creo, en efecto, que las obras admirables florecen donde los hombres quieren admirarlas, y que la admiración no es tanto recompensa cuanto aliento incubador de las obras maestras. Giuseppe Rensi ha observado ya lo que hay de fecundo en el elogio. El intelectual necesita del elogio, porque le garantiza que ha acertado, al mismo tiempo que le inocula nuevamente la grandiosa fiebre de la creación. Ya el propio Cicerón había escrito en las Tusculanas: Honos alit arte omnesque incedentur ad studia gloria; jacentque ea semper quae apud quosque improbantur.

En un país donde nadie sabe ni quiere admirar, el intelectual da traspiés como un ciego sin báculo. Partimos del punto de vista de que el escritor, con respecto a la obra que ha creado, es casi como un ciego. Donde, en vez de alentarlo a caminar, todos le llenan la cabeza de fantasmas pavorosos, el escritor tiende a encerrarse, inmóvil e inquieto, en sí mismo. Por esto, si a veces este clima silvestre no impide que florezcan grandes obras maestras; si a veces, como ocurrió con Dante, el propio país le hace escribir la Comedia por la fuerza inconmensurable del desagrado, a menudo esteriliza a muchos escritores que precisarían dulzura para vivir y los sumerge a todos en un estado de perenne inquietud.

Y no se me diga que admirando no se puede escoger, porque   —122→   pienso que únicamente puédese escoger admirando. El más bello ejemplo de crítica, realizada conforme a un orden riguroso, nos la ha dado el benévolo escritor que fue Giorgio Vasari. ¿Qué mejor modelo de la exaltación del elogio? Vasari sumerge a todos los pintores, escultores y arquitectos de que se ocupa bajo una ola majestuosa de elogios. Y no al acaso, sino deliberadamente. Nos lo dice a menudo, entre otros lugares en la vida de Ghiberti: «Ni hay cosa que despierte más el ánimo de las gentes y haga parecer menos tediosa la disciplina de los estudios como la honra y la utilidad que se busca tras el sudor de la creación, por cuanto aquéllas facilitan a todos cualquier empresa difícil y con mayor ímpetu acrecen su virtud creadora, cuando se alzan los elogios de las gentes. Pues siendo infinitos los que eso sienten y ven, se entregan a las fatigas, para ponerse en estado de merecer aquello que ven que ha merecido un compatriota suyo; y por esto antiguamente o se premiaba con riqueza a los creadores se les honraba con triunfos y efigies».

Con esta opulencia de superlativos, el «divino Michelagnolo» clasifica y escoge a Gaddo Gaddi, que «hizo muchas obras razonables, las cuales gozaron siempre de buen crédito y reputación». Y es que en verdad el de la admiración es un mundo vasto, en el cual cabe distinguir y subdistinguir, graduar en suma, al paso que la crítica acerba nivela todas las obras en un plano de descontento general. No nos hemos dado cuenta aún en Italia que si se tomasen todos los artículos de un crítico de diario, y a base de éstos se quisiera edificar una escala de valores, todos los escritores quedarían, entre una niebla de elogios y de censuras convencionales, colocados en el mismo nivel.

Tal es, lo reconozco, en general el vicio de la crítica moderna   —123→   y aquél el mérito de la antigua. Vasari, en efecto, juzgaba a los artistas con un metro invariable, mientras que los críticos modernos han olvidado el valor supremo de un principio único, que sirva de unidad de medida del mérito. Pero es lo cierto que, aun dado el caso de que poseyese, como debería poseer su metro, aquí en nuestro país todo crítico lo echaría a perder: un metro es precioso en manos de un crítico benévolo, que se sirve de él para dar a su sentimiento proporciones; pero en las de uno que se niega a admirar, no es más que la férula continua de su malignidad.

Efectivamente, el crítico descontentadizo juzga todas las obras con arreglo a un ideal que formula punto por punto y al cual ninguna obra puede ajustarse. Recuerdo una novela de aventuras en la cual un personaje tramontaba los Andes guiando dos cóndores, a los cuales hacía seguir el rumbo deseado mediante dos trozos de carne suspendidos delante de sus picos. Tal hacen, por lo común, los críticos: sin parar mientes en lo que es, juzgan un libro por lo que debería ser, alejando, a medida que crece la obra, la meta que según ellos debería alcanzar. Así, no es posible distinguir una obra de otra, y toda la vida literaria no parece sino un cementerio de proyectos frustrados; de suerte que, convencidos de que nadie querrá tener en cuenta su esfuerzo, los escritores no se sienten alentados ni a ensanchar su mundo ni a perfeccionar sus obras.

Por otra parte, el público a quien nadie ha educado, se ha convencido poco a poco de que las grandes obras sólo pertenecen al pasado. Nada lo azora ni maravilla tanto como tener que reconocer que un libro moderno no es menos bello que uno venerable del pasado. Este respeto excesivo por las obras antiguas es   —124→   señal de desorientación. Recuerdo que los lectores de Le Figaro leyeron hace algunos años un artículo de Mirabeau, en donde el conocido novelista francés afirmaba haber descubierto un dramaturgo grande como Shakespeare, que se llamaba Maurice Maeterlinck y un artículo en el cual Maeterlinck anunciaba el descubrimiento de un nuevo Homero en un anciano con un pie en la tumba, que se llamaba Henri Fabre.

Educado así, el público sueña solamente con coronar al hombre que «llegará a ser» grande, y cuando se descubre y se premia un fulgor de inteligencia, las academias alientan al artista con gloria y dinero, las mujeres con amor, el público con respeto, y la creación se convierte verdaderamente en obra de todo un pueblo.

El malestar de los intelectuales italianos es, pues, fruto de esa hostilidad de todos contra todos. Vivir en lucha con el propio ambiente no es ni fácil ni humano, y nuestras élites están naufragando en su soledad moral. Perdidos en el océano desierto de nuestro mundo literario, carecemos de apoyo de límites. Culpables y víctimas a la vez confesemos la culpa de nuestro orgullo y procuremos ser más humanos, pues de lo contrario el lema, a un tiempo heroico e insensato que hemos escogido para vivir: «cada uno en lucha contra todos», acabará por ser nuestro epitafio.