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En medio del jardín yérguese altiva, |
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en riquísimo mármol cincelada, |
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la figura de un dios de ojos serenos, |
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cabeza varonil y formas clásicas. |
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En el invierno, la punzante nieve |
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y el viento azotan la soberbia estatua; |
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pero ésta, en su actitud noble y severa, |
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sigue en el pedestal, augusta, impávida. |
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En primavera, el aureo sol le ofrece |
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un manto de brocado; las arpadas |
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aves con sus endechas la saludan; |
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los árboles le tejen con sus ramas |
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verde dosel; el cristalino estanque |
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la refleja en sus ondas azuladas, |
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y los astros colocan en su frente |
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una diadema de bruñida plata. |
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Mas la estatua impasible está en su puesto |
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sin cambiar la actitud ni la mirada. |
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¡Así el genio inmortal, dios de la tierra, |
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siempre blanco de envidias o alabanzas, |
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impávido, sereno y arrogante, |
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sobre las muchedumbres se levanta! |
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Sobre la frágil onda iluminada |
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por el radiante sol, surca ligera |
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del bardo inglés la góndola dorada |
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desplegando a los aires su bandera. |
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De pie en la popa; la apolina frente, |
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bañada en rayos, la mirada inquieta |
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tendida por el mar resplandeciente, |
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boga triunfante el inmortal poeta. |
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Desde los cincelados miradores |
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las venecianas vírgenes hermosas |
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fijan en él sus ojos seductores, |
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y le mandan sonrisas amorosas. |
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Y sueñan por la noche, enamoradas, |
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con la canción del bandolín sonoro, |
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el recio combatir de dos espadas |
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y el choque alegre de las copas de oro. |
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De azul y plata adornada |
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está la rauda cascada; |
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azul el ancho horizonte; |
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verde la hermosa enramada, |
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y la pradera y el monte. |
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Luce la lozana flor |
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sus perfumes y sus galas; |
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y entona cantos de amor |
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ese poema con alas |
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que llamamos ruiseñor. |
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Las arboledas sombrías |
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se cubren con verdes velos; |
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y báñanse, en armonías, |
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esas noches que son días |
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y esos días que son cielos. |
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El aire se halla inflamado, |
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y la hermosa con su amado, |
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a los rayos de la luna, |
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cruza en bajel nacarado |
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la brilladora laguna. |
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Todo es luz, brisas, colores, |
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ambiente, dulzura, calma, |
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pájaros, notas y flores. |
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Sólo en mi pecho hay dolores |
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y desencanto en mi alma. |
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Es de rayos de sol tu cabellera |
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la línea de tu rostro seductora; |
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eres la encarnación de la hermosura; |
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de las gracias la diosa. |
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La voluptuosidad, ave de fuego, |
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tiene por nido tus divinas formas; |
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y hay un cielo de esencias y rubíes |
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en tu risueña boca. |
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Sólo te falta el alma, hermosa mía |
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no tienes alma, no; pero, ¡qué importa! |
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tampoco tienen alma las estrellas, |
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las perlas, ni las rosas. |
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-Los dioses se van, ha dicho |
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un eminente filósofo; |
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-El cielo es un cementerio |
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azulado -grita otro. |
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-El Cristo ya se desploma |
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-escribe un genio coloso, |
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y la multitud exclama: |
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-Los templos están ruinosos. |
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Yo sé que las religiones |
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ruedan tristes en el polvo, |
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y sé que ante la razón |
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todos se postran de hinojos; |
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no obstante, querida mía, |
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yo sigo siendo católico, |
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y es porque la Virgen tiene, |
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¡Oh hermosa!, tu mismo rostro. |
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Cuando miro de noche en el cielo |
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dos brillantes estrellas unidas, |
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me figuro que son nuestras almas |
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refulgentes de amor y alegría. |
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Pero al ver separarse a una de ellas |
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señalando una estela divina, |
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¡ay! me muero al pensar que es tu alma |
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que se aleja, veloz, de la mía. |
(ORIENTAL)
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La sultana Amina llora, |
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llena de horror y tristeza, |
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porque en una pica mora |
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ve clavada la cabeza |
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del hombre a quien ella adora. |
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Sus sedas, gasas y tul, |
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rasga, iracunda y furiosa; |
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tira su turbante azul |
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y su diadema preciosa |
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que vale más que Stambul. |
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Pisa joyas y diamantes, |
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destroza su rico velo, |
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y las de color de cielo |
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telas, que adornan brillantes, |
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su lecho de terciopelo. |
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Llega Mahomet ultrajado; |
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a la llorosa sultana |
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mira con rostro irritado, |
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y echa en su falda de grana |
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un pañuelo ensangrentado. |
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«¡Es su sangre!», dice Amina; |
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y con una damasquina |
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daga, su garganta hiere; |
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la hermosa cabeza inclina, |
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nombra a su amador... y muere. |
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Hermosa, ya tus pupilas |
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que soles radiantes fueron, |
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perdiendo van sus fulgores, |
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su viveza van perdiendo; |
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tu provocativa boca, |
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trono del amor y el beso, |
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palidece, y huyen de ella |
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la gracia, el clavel y el fuego; |
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ya en la cascada de oro |
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de tus brillantes cabellos, |
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algunos rayos de luna |
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aparecen indiscretos, |
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y en tu nacarada frente |
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de nítido terciopelo, |
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un hada un surco ha trazado |
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con su alabastrino dedo; |
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las flores de tu semblante |
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se han marchitado y deshecho, |
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y las flores de tu alma, |
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hermosa, también han muerto. |
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Pálida la color, en la alba frente, |
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un surco que revela el desconsuelo, |
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la azul pupila dirigida al cielo, |
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el paso firme, el ademán prudente, |
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baña su hermosa faz el llanto ardiente. |
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Marcado en su semblante está el desvelo, |
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y un vestido de negro terciopelo |
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aprisiona sus formas ricamente. |
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Así María Stuart camina lenta, |
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el pudoroso pecho destrozado, |
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a la picota lúgubre y sangrienta; |
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y al rodar su cabeza en el tablado, |
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rodó en el suelo, para eterna afrenta, |
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el nombre de su prima deshonrado. |
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Si al llegar la lozana primavera |
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contemplo en la pradera, |
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rosas divinas y claveles rojos, |
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recuerdo tus mejillas y sonrojos. |
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Si el verano al llegar luce el tesoro |
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de las espigas de oro, |
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y las noches brillantes y azuladas, |
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recuerdo tu cabello y tus miradas. |
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Si al llegar el otoño, oigo la brisa, |
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que vagando indecisa |
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entre las hojas pálidas, murmura, |
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tu voz recuerdo melodiosa y pura. |
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Y si el invierno viste el blanco velo |
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de nieves y de hielo, |
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y de las nieblas el capuz sombrío, |
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tu corazón recuerdo negro y frío. |
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Una flor se divisa |
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en el oscuro campo de batalla, |
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y sus hojas, movidas por el viento, |
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de humo y sangre se esmaltan. |
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Un corcel galopando se aproxima, |
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y pronto va a pisarla; |
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mas una mano fuerte y vigorosa |
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lo detiene, y ¡la flor está salvada! |
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Hoy así se divisa |
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en el oscuro campo de mi alma, |
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una flor blanca y pura: |
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la flor de mi esperanza. |
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El corcel volador de las pasiones |
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se acerca a destrozarla. |
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¡Ay de ella si tu mano bendecida |
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no detiene su marcha! |