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Tambor olvidado [Mulatez y mulatidad]

Sergio Ramírez





Si el Güegüence es señalado como el representante del doble mestizaje hispano e indígena en la época colonial de Nicaragua, Rubén Darío asume esa representación a partir de la época republicana, el fruto más preciado del encuentro entre el mundo europeo y el mundo indígena, el mestizo indohispano por antonomasia. Así lo afirma Pablo Antonio Cuadra en su emblemático libro El nicaragüense:

«Darío se niega a considerar los dos factores del mestizaje como antítesis, como contradicciones desgarradoras, y los une iniciando una síntesis. Valora lo indio, pero valora también lo español. En todos los momentos estelares de su poesía americana y americanista, Darío alza como bandera de esperanza la riqueza y variedad mestizas de una raza nueva y de una cultura nueva, abonadas "de huesos gloriosos" e irrigadas por los dos grandes ríos: el español y el indio».



Pero en un ensayo incluido en otro libro suyo, Aventura literaria del mestizaje, Pablo Antonio va aún va más allá. Le da a Darío el papel mesiánico de crear en su poesía lo que la realidad histórica no habría podido hacer: integrar África y el Caribe en el tejido de nuestra cultura. Y así dice: «[...] nuestra literatura con Rubén Darío nos salvó de esta falta de Atlántico -de esta falta de vivencia en la mediterraneidad del Caribe y de sus aportes europeos y africanos- inventándonos con su genio un mar suficiente».

Bajo esta propuesta, la cultura de la costa del Caribe que tiene origen o participación africana, no pertenece a los elementos de la identidad nicaragüense, restringida a lo hispano y a lo indohispano. Es Darío quien como forjador de mitos viene a llenar ese hueco, un mar vaciado, una costa sin orillas, mar y costa que de tan lejanos nunca estuvieron allí. Tan lejanos que quedamos diciendo costa Atlántica a todo el inmenso litoral del Caribe, mientras tanto la única historia colonial que aceptamos como propia es la del dominio español, no la del dominio británico.

Pero nuestra historia es más rica, dramática y contradictoria si somos capaces de tender sobre ella una doble mirada, sin olvidar que lo único que Colón logró ver de Nicaragua en su último viaje, fue la costa del Caribe.

De aquel lado corsarios y piratas; tratantes de esclavos; traficantes sin escrúpulos; sobrevivientes de naufragios de barcos negreros que dieron lugar a nuevas mezclas étnicas; inmigrantes, libres o forzados, desde las islas y territorios del Caribe; tribus indígenas distintas a las de la costa del Pacífico; reyes zambos del reino de la Mosquitia, creado por instigación maliciosa de los colonizadores ingleses, coronados en la catedral de Kingston; aventureros fantasiosos que inventaron repúblicas inexistentes para estafar incautos en Inglaterra, vendiendo concesiones de tierras, como el general escocés Gregor McGregor, lugarteniente de Bolívar, quien se proclamó cacique de un país fruto de su invención llamado Poyáis, ubicado en la Mosquitia.

Y de este otro lado, una historia colonial que comienza con decapitaciones de capitanes de la conquista y perreadas de indios, gobernadores déspotas y traficantes de cerdos que se hacían velar de cuerpo presente en vida, obispos enemigos de las encomiendas de indios asesinados, ciudades en perpetua guerra, primos hermanos enfrentados a muerte que desgarraron el país por ambiciones de poder, generales mitómanos que se hacían llamar mariscales, incautos que entregaron las llaves de Nicaragua a una partida de filibusteros.

En su poema «El negro», escrito precisamente en Bluefields y Laguna de Perlas, que pertenece a sus Poemas nicaragüenses, libro publicado en 1933, Pablo Antonio hace una hermosa alegoría del encuentro entre los esclavos negros que habrían naufragado frente a las costas de la Mosquitia en el año de 1642, y los indios bawinkas, llamados después misquitos. Sarabasca, el esclavo africano, y Miskut, el jefe de la tribu indígena, son los personajes de la alegoría que representa la fundación de un nuevo pueblo, el pueblo zambo misquito, mezcla africana e indígena, una historia que si en este poema merece contarse de manera lírica, seguirá siendo ajena a la idea patriarcal de identidad nacional:


Entonces bajó Miskut, el fundador, con el cortejo de sus tribus.
Miró al extraño náufrago de ébano, el primer negro;
miró la obstinada noche que envolvía su piel
Y dijo: -¿Quién eres? ¿De qué reino
oscuro te arrancaron las olas?
Y Sarabasca dio la espalda al rey y el rey vio en su espalda
tatuado el insomne país de sus exilios.



Este es también un encuentro entre dos culturas, igual al encuentro de 1523, un poco más de un siglo atrás, entre el cacique Nicaragua y el conquistador Gil González Dávila en el istmo de Rivas, la piedra mítica sobre la cual se asienta todo lo que pasará a llamarse el mestizaje que luego Darío vendrá a encarnar. Pero son encuentros que no tienen igual categoría; el de conquistadores españoles e indios vendrá a ser fundacional, y el otro no. La costa donde Sarabasca encuentra a Miskut no es parte de la idea patriarcal de país, ni tampoco ellos lo son.

Sin embargo, en un poema del año siguiente, «Jalalela del esclavo bueno», Pablo Antonio relata un remate en el mercado de esclavos de Granada, y entonces venimos a reconocer en su poesía, llena de humanidad, la presencia de la sangre africana en la costa del Pacífico:


Trajo siete esclavos
río de San Juan, río de San Juan.
Uno se ha caído,
ya se lo ha comido
tiburón del mar, tiburón del mar.
Por el muelle entraron
al mercado van.
Allí el vendedor
con voz de tenor
gritando así está -gritando así está:
«¡Barato el esclavo,
y no come pan!»
...Cara de moronga
negrito rezonga:
«¡Porque no mi dan -porque no mi dan!».



Rubén Darío se reconoce él mismo, efectivamente, como un mestizo fruto de dos grandes ríos, uno indígena, otro español, tal como afirma Pablo Antonio. Pero también es fruto de la cultura del silencio, que niega cauce al tercer río que viene a dar a las aguas revueltas del gran mestizaje triple.

Era hijo de Manuel García y Rosa Sarmiento, primos hermanos entre sí, forzados a un matrimonio de conveniencia que se celebró en 1866. Manuel, a su vez, era hijo de Domingo García -llegado a León desde Panamá- y de Petronila Mayorga, y ambos aparecen consignados como «mulatos de este vecindario» en la partida donde se asienta su casamiento, celebrado en 1819 por Don Leandro Ortega, a la sazón Teniente Cura de El Sagrario y que consta en el Folio 167 A, del libro de matrimonios de El Sagrario (1807-1824), conservado en el Archivo Diocesano de León.

A su vez, Rita Mayorga, tía abuela de Rosa, es citada también como mulata al contraer matrimonio en 1811. De modo que Rubén navega en la confluencia de un mestizaje triple, pues la herencia indígena le vendría también, sin duda, de cualquiera de sus ancestros mestizos.

Fiel a esa imagen suya de poeta mestizo indo-hispano, en su poema «A Colón», de 1893, Rubén exalta a los caciques soberbios, leales y francos, y recuerda que bebemos «la esparcida savia francesa con nuestra boca indígena semiespañola». Pero en otro de 1907, «Raza», dice:


Hisopos y espadas
han sido precisos,
unos regando el agua
y otros vertiendo el vino
de la sangre. Nutrieron
de tal modo a la raza los siglos.
Juntos alientan vástagos
de beatos e hijos
de encomenderos, con
los que tienen el signo
de descender de esclavos africanos,
o de soberbios indios.



No es ésta, sin embargo, una declaración de principios, como tampoco lo es la pregunta retórica que se hace a sí mismo en las Palabras liminares de Prosas profanas: «¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués». Ni el comentario que le oímos, a su paso por Panamá en 1906, consignado en El viaje a Nicaragua: «[...] desde vuestro banco en el salón de espera podéis leer en inglés sobre dos puertas de cierto lugar indispensable: Para señoras blancas y Para señoras negras. Detalle de higiene física y moral que desde luego hay que aplaudir».

La idea de civilización en el mundo que le tocó vivir, provenía de un artículo de fe que era la superioridad de la raza blanca, tanto para explicar la excelencia de la cultura grecolatina, sobre la que se asentaba la tradición humanista de Occidente, como para explicar el progreso y el avance tecnológico. Esta concepción eurocentrista abarcaba ya a los Estados Unidos, que entonces empezaba a asentar su supremacía económica, tecnológica y militar, sobre todo después de la guerra de 1898 contra España, que marca bajo nuevos términos de hegemonía la apertura del siglo veinte.

Sin esta idea capital de una raza por encima de las otras, hubiera sido imposible justificar la empresa del colonialismo del siglo diecinueve, cuando los países europeos consiguieron dominar tres cuartas partes del mundo. Y la base de lo que llegó a ser toda aquella filosofía se hallaba en El origen de las especies de Charles Darwin, publicado en 1859, aunque él mismo no imaginó la influencia de semejante naturaleza que el libro tendría.

En una carta escrita poco antes de su muerte ocurrida en 1882, Darwin afirma que podía demostrar que «la lucha en la selección natural ha hecho y hace más por el progreso de la civilización de lo que otros parecen inclinados a admitir... Las razas caucásicas han superado con mucho a los turcos en la lucha por la existencia. Considerando el mundo en fecha no muy lejana, ¿qué número inacabable de razas inferiores habrán sido eliminadas por razas más civilizadas en todo el mundo?».

De esta proposición nació toda una escuela de pensamiento, el darwinismo social: la lucha por la supervivencia, los fuertes contra los débiles, no venía a darse sólo entre individuos de especies diferentes, sino entre grupos sociales, pueblos, y aun razas, y la raza blanca era la que biológicamente se hallaba dotada para señorear sobre las demás, por razones sobre todo de la inteligencia.

Semejante idea de supremacía llegó a permear las mentes de los mismos criollos mestizos que desde la perspectiva liberal positivista -ciencia contra oscurantismo y superstición- creían en la necesidad de las inmigraciones europeas como única manera de desarrollar la agricultura y la industria, y transformar la sociedad rural en otra moderna, de carácter urbano. Sólo a los europeos pertenecía el dominio de la ciencia y la tecnología, y la habilidad y disciplina para el trabajo organizado, y únicamente así la civilización se impondría contra la barbarie que impedía la consolidación pacífica de los Estados nacionales surgidos tras la independencia.

Es lo que Sarmiento, uno de los forjadores del pensamiento liberal latinoamericano, llega a plantear en Facundo. Resolver la contradicción entre civilización y barbarie, no de otra manera que con el triunfo de la civilización europea urbana sobre el salvajismo rural que representaban en Argentina los gauchos y los indígenas, estos últimos en el extremo de aquel salvajismo a desterrar.

No pocos intelectuales franceses de finales del siglo diecinueve, entre ellos Rémy de Gourmont, admirado por Rubén, y a quien influenció en cuanto a su visión del mundo, siguieron tras la huella de la superioridad racial blanca, que indefectiblemente llevaba hacia el menosprecio y la descalificación de las llamadas razas inferiores, entre ellas la raza negra. El pensamiento de Rémy de Gourmont se acerca al del conde de Gobineau, expresado en el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, libro publicado en 1853, y que vino a ser más tarde, en el siglo veinte, el emblema de las teorías de la superioridad aria.

En el artículo «Los hijos de Cham», incluido en su libro Parisiana, de 1907, Rubén, motivado por las noticias acerca de alzamientos de la población negra contra la minoría blanca en Haití, se apoya precisamente en Rémy de Gourmont para afirmar:

«De Haití llegan a Francia malas nuevas. La macacada está furiosa; los pocos blancos que hay en la isla ven con temor la agitación de los naturales. Saben que una insurrección de color es terrible para los europeos. En el negro, danzante, tristón, jovial, pintoresco, carnavalesco, surge, con el fuego de la cólera y el movimiento de la revuelta, el antepasado antropopiteco, el caníbal de África, la fiera obscura de las selvas calientes».



Haití había sido el primer país latinoamericano en ganar su independencia, tan temprano como en 1804, gracias a la lucha de los antiguos esclavos que, tras la derrota que el general Jean-Jacques Dessalines causó a las tropas napoleónicas de Rochambeau en la batalla de Vertières, proclamaron una república negra, única entonces en el mundo. Y a pesar de las luchas intestinas que asolaban al país para esos años, incapaz de ganar estabilidad tras la independencia, era difícil olvidar que la continuada ingerencia francesa, y la de Estados Unidos, eran en buena parte las causas de esa situación.

Para entonces, la inestabilidad dominaba también a otros países del continente, donde la población negra no era mayoría abrumadora como en Haití, y por tanto no se atribuían a esas luchas intestinas causas raciales. Lo sabía el propio Rubén por la experiencia de Nicaragua, donde el régimen liberal de José Santos Zelaya fue derrocado en 1909 con la bendición y el apoyo de Estados Unidos, que luego intervendría militarmente en 1912 en medio de una nueva guerra civil.

Rubén, fiel a los cánones de la identidad indo-hispana, ya dijimos que no era ajeno a la amnesia que a lo largo de los siglos ha borrado de nuestra memoria histórica el ancestro africano, ni a los prejuicios que llevaban a despreciar lo africano. En cambio, Luis Alberto Cabrales, mulato, uno de los poetas centrales del movimiento de Vanguardia, nacido en Chinandega, muestra orgullo por sus antiguos abuelos africanos en su «Canto a los sombríos ancestros»:


Tambor olvidado de la tribu
lejano bate mi corazón nocturno.
Mi sangre huele a selva del África.
Sombría noche de luciérnagas,
sombría sangre tachonada de estrellas.



Rubén, en el prefacio a Cantos de vida y esperanza, reafirma su identificación con lo que él llama «la aristocracia del pensamiento», término fiel a los gustos de Rémy de Gourmont, y por tanto, «su antiguo aborrecimiento a la mediocridad, a la mulatez intelectual, a la chatura estética» que «apenas se aminora hoy con una razonada indiferencia».

Mulatez parece ser un término acunado por el mismo Rubén, y que obviamente no va por el camino de la exaltación, como podría decirse «hispanidad», o «indianidad», sino por el del desprecio, como podría decirse «estupidez», o si queremos darle matices, como acepción de una manera subalterna de entender la cultura, o no entenderla del todo, gracias a la estulticia y a la chatura mental y estética. Semejante concepto parte de la visión tradicional que a lo largo de la colonia y aún durante la vida republicana se tuvo del mulato, que para estos efectos viene a representar una condición rebajada del espíritu, porque a su vez representa una condición racial rebajada.

En su novela inconclusa Oro de Mallorca, el personaje, Benjamín Itaspes, un músico latinoamericano en el que el propio Darío se encarna, cuenta a su amiga la experiencia de su retorno al país natal:

«Lo miraba todo con ojos de extraño, aunque conservaba el cariño por el lugar natal, por todo lo que le traía los recuerdos de su primera edad. Con tan dilatado alejamiento había todo para él cambiado tanto, aunque el aspecto de las ciudades y pueblos fuera más o menos el mismo de antes. Le sorprendían, como si por primera vez los viese, los licenciados confianzudos o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño».



Licenciados confianzudos y ceremoniosos, coroneles negros e indios. Ellos pertenecen a la variada mezcla mestiza, en la que no faltan los negros, como se ve, y tampoco los mulatos, que desde finales de la colonia, y sobre todo tras el triunfo de la revolución liberal de Zelaya en 1893, pasó a dominar las profesiones liberales y los altos rangos militares, y que a comienzos del siglo veinte se establecía ya como un amago de clase media. Para Rubén representa triste mulatez todo lo que el país tiene de mediocridad y atraso provinciano, y que conlleva la natural incomprensión de lo estéticamente alto.

Pero el concepto, una vez refinado, habrá de ir más allá de lo estrictamente racial, y vendrá a significar todo lo contrario a la excelencia del espíritu y la elevación del arte, cualquiera que sea su contexto. En un artículo suyo publicado en octubre de 1894 en la Revista de América de Buenos Aires, dedicado al pintor Graciano Mendilaharzu que se había suicidado ese mismo año rindiéndose a la locura y a la pobreza, vuelve a enlazar el asunto de la mediocridad con el asunto de «el alma criolla», que debemos tomar también como un sinónimo de ese sentido lato de mulatez:

«En nuestras repúblicas latinas, el viento de la Mediocridad sopla sobre el alma criolla. Nuestras sociedades recién formadas no cuidan del alma; el Arte no puede tener vida donde la Religión va perdiendo terreno, y en donde el Lucro y la Política hinchen cada día más sus enormes vientres.

[...] El yankee, tan ferozmente práctico, siempre derrama su oro para tener en su casa las obras de arte que no entiende; el americano-latino, la raza de los licenciados, doctores y coroneles, tiene que conformarse con ser la madre por excelencia de ese monumental y portentoso tipo que instala nuestra pequeñez a la luz del mundo: el Rastaquouère. Y mientras triunfan los rastas, los artistas que tengamos se morirán de hambre, o irán al manicomio, o morirán tragando su propia bilis».



El concepto de lo «américo-latino», que Darío aleja del otro concepto idealizado de lo «indohispano», y que representa en aquel caso el mestizaje total, es otra vez la raza de los licenciados, doctores y coroneles sumidos en la mediocridad provinciana, en la abulia de la ignorancia, y, por consecuencia, insensibles a la belleza.

En cuanto al panorama de mediocridad e ignorancia, no le faltaba razón. Por eso había emigrado de Nicaragua, como anota en Historia de mis libros: «[...] asqueado y espantado de la vida social y política, que mantuviera a mi país original en un lamentable estado de civilización embrionario, no mejor en tierras vecinas, fue para mí un magnífico refugio la República Argentina».

A estas alturas, el rastacuero vulgar y petulante se vuelve una verdadera síntesis, y desborda cualquier límite de mezclas étnicas, y cualquier mulatez vista en sentido nada más racial. Es el mismo rey burgués, ce-lui-qui-ne-comprend-pas de Rémy de Gourmont, aquel que no entiende de nada, y a quien en las Palabras liminares de Prosas profanas Rubén asimila al rastacuero, «persona inculta, adinerada y jactanciosa», según la Academia. Toda una especie encarnada en la figura del boticario M. Homais, el personaje de Flaubert en Madame Bovary emblemático de la mediocridad, cuya aspiración suprema, al fin colmada, es recibir la condecoración de la Legión de Honor. Es Flaubert quien, igual de aristócrata de la belleza que Rubén, ha dicho en esas mismas páginas magistrales de Madame Bovary que «en el alma de todo boticario hay un poeta en ruinas».

Pero la mulatez tiene también otra cara reversa, y contraria. Es la del propio Rubén, vástago del turbión en el que entran todos quienes tienen «el signo de descender de beatos e hijos de encomenderos, de esclavos africanos, de soberbios indios» y que vienen a representar toda una deslumbrante explosión creativa en el nuevo continente. Pero así como la mulatez desborda su sentido negativo original, aquí, bajo su signo positivo, no se trata de una mezcla o mezcolanza sólo racial sino, sobre todo, cultural. Es lo que nos dice Martí, que no era precisamente un mulato de sangre:

«Éramos una máscara con los cañones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio mudo nos daba vueltas alrededor y se iba al monte, a la cumbre del monte a bautizar a sus hijos. El negro oteando, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido entre las olas y las fieras».



Y es lo que de todos modos y desde el principio intuyó el propio Rubén, como en este poema primerizo de 1885. La presencia de ese infaltable componente sin el cual nunca seríamos lo que somos:


Señor, yo abarcaré en este estrecho abrazo,
toda la paz del mundo.
Al África tostada,
ya de antiguo sombría, aletargada,
donde el fiero león sangriento ruge,
la tierra donde moran los hombres de piel negra.



Componente cultural infaltable, chispa del genio total americano, lo negro era en el criterio europeo del tiempo que tocó a Darío, más bien parte capital del estigma. Y él mismo cargaba con ese estigma. Para los intelectuales españoles de finales del siglo diecinueve, que veían deshacerse para siempre al viejo imperio tras la pérdida de sus últimas posesiones en América a raíz de la guerra de 1898 contra Estados Unidos, negro, mulato e indio viene a ser la misma cosa exótica, la cosa americana lejana.

Es de sobra conocido que don Miguel de Unamuno le vio a Rubén «ceñida la cabeza de raras plumas». Otros, recuerda Gastón Baquero, lo llamaban «negro mulato» en afán de mortificarlo; y en Luces de Bohemia, la pieza de Valle-Inclán de la que Rubén es personaje, Max Estrella, el ciego, lo llama «negro» en la quinta escena:

MAX.-  ¿Qué tierra pisamos?

DON LATINO.-  El Café Colón.

MAX.-  Mira si está Rubén. Suele ponerse enfrente de los músicos.

DON LATINO.-  Allá está como un cerdo triste.

MAX.-  Vamos a su lado, Latino. Muerto yo, el cetro de la poesía pasa a ese negro.



El cerdo triste se sienta siempre frente a los músicos. Pero es un negro, además, cuyo rostro parece una máscara de ídolo:

«Por entre sillas y mármoles llegan al rincón donde está sentado y silencioso Rubén Darío. Ante aquella aparición, el poeta siente la amargura de la vida, y con gesto egoísta de niño enfadado, cierra los ojos, y bebe un sorbo de su copa de ajenjo. Finalmente, su máscara de ídolo se anima con una sonrisa cargada de humedad».



Negro, mulato, indio. Todo venía a representar una condición exótica, una manera diferente, caprichosa, de ver el mundo, resultado de una naturaleza atávica. «Mulato de oído sedoso, afelpado e imitativo como el de muchos negros de América», dice de Rubén el poeta andaluz Salvador Rueda, aún cuando Andalucía, tierra de moros, siguiera siendo el modelo de lo exótico para los escritores franceses: toreros, gitanas, cuchilleros, contrabandistas, como en la novela Carmen de Merimée, llevada a la ópera por Bizet, y aun cuando España toda fuera considerada entonces, desde el otro lado de los Pirineos, más parte de África que de Europa.

Pero Rubén, músico de nacimiento por su oído prodigioso, sedoso y afelpado, que fue capaz desde niño de entrar en todos los registros métricos y sonoros, e imitarlos y asimilarlos, hasta hallar e inventar sus propios ritmos y melodías, coincide con Rueda en atribuir a los negros el don de la imitación como uno de sus defectos, y está lejos de reconocer cualquier identidad con ellos. Dice en Los hijos de Cham:

«El romanticismo lo hermoseó todo, hasta los negros. En realidad, apenas el heroísmo es el que salva al pobre hijo de Cham del ridículo que trae como fatal herencia desde el materno vientre. Necesitan para brillar el resplandor de la pólvora o la grandeza del suplicio. La humanidad no ha podido aún ver el genio negro. El talento mismo es en ellos escaso, fuera de ciertas especiales disciplinas, a las cuales se adaptan su agilidad y su don de imitación».



Mulato imitador, o un indio, con sensibilidad de indio, como también dice Azorín de Rubén. Pero quizás, quien acertó mejor desde el principio a definir esa condición creativa que toma y presta de todo para revolverlo y obtener la rara quintaesencia, deslumbramiento, colores, olores, sabores, ritmos, palabras, y que al contrario de mulatez vamos a llamar mulatidad, fue don Juan Valera, cuando escribió en sus Cartas americanas el elogio de Azul, y que algunos no tomaron por tal: «Usted no imita a ninguno. Ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: se ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quintaesencia».

La virtud de revolverlo todo, de vestir sus versos de manera extraña, de poner sátiros y bacantes al lado de santos ultrajados y vírgenes piadosas, de hallar gusto en los colores contrastados, el oído mágico para la música y otro no menos mágico para el ritmo, sonsacar vocablos sonoros de otras lenguas, hacer que el oropel tenga la apariencia del oro y que los decorados tengan sustancia real, la lujuria como goce y como pecado, la superstición, la inquerida bohemia, el acaparamiento goloso de todo lo exótico, todo eso que él mismo llegó a llamar miliunanochesco, la obsesión por la forma y la búsqueda sin fin de un estilo, ese yo persigo una forma que no encuentra mi estilo, el primitivo terror de la muerte que entra con trazos negros en su poesía, ¿qué era sino la mulatez, vista desde el otro lado, el lado de la mulatidad revuelta y creadora?

«En el fondo de mi espíritu, a pesar de mis vistas cosmopolitas, existe el inarrancable filón de la raza», confiesa en Historia de mis libros. Y donde otros veían exotismo, él veía el ensayo de una incesante composición de elementos que debía dar la rara quintaesencia: «[...] un ansia de vida, un estremecimiento sensual, un relente pagano».

Desconcertados, algunos de sus contemporáneos se asombraban de los atrevimientos que cometía, y no veían en ellos sino un afrancesamiento gratuito, el amor por la moda, el vicio mulato de la imitación, y él los provocaba, incitándolos al asombro desconfiado: «[...] no sólo de las rosas de París extraería esencias, sino de todos los jardines del mundo», dice también en Historia de mis libros.

Eso significaba subvertir los cánones de la vieja lengua española de finales del siglo diecinueve, tan decrépita como el imperio mismo; despojarla de sus férulas ortopédicas para hacerla caminar de manera libre; untarla de pomadas y afeites franceses; allegar lo popular a la llamada poesía culta como hizo con los aires de la gaita gallega y con la seguidilla.

Los mundos descubiertos e iluminados por el mulato de revueltas incandescencias que no podía dejar de ser músico, loco de armonía, el indio triste que buscaba los paraísos artificiales en el ajenjo, el español peninsular «muy siglo dieciocho y muy antiguo», que cuidaba sus manos de marqués, figuras cambiantes y superpuestas que giran frente a la linterna mágica, uno y trino.





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