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ArribaAbajo- VII -

Un sueño que se sueña en otro sueño


Un numeroso grupo de policías armados con metralletas, irrumpió con ejercitado mutismo en la vivienda de Mario Sarer. Éste se encontraba a punto de ser vencido por el sueño total, arrebujado en los brazos de Nené, que sostenía sobre su vientre engrandecido la mano derecha de su esposo. De vez en cuando también a él se le escapaba una suave presión sobre el cuerpo amado, que devolvía el arrumaco. Se creaba así, durante breves segundos, una coreografía de amadores cercanos a la enigmática revelación de la paternidad.

Los atacantes despertaron a la pareja. Los obligaron a punta de pistolas apretadas en sus nucas, a ubicarse parados y tiesos en un rincón del dormitorio.

-¡Ni una palabra, comunistas de mierda! -intimó un hombre de tez oscura, abriendo ampulosamente los brazos, mientras fijaba sus dedos en el gatillo del arma con un rápido, casi invisible temblor.

Los demás policías cavaban con furia en las tres primeras habitaciones, destrozando las baldosas. Gritaban improperios que cortaban demencialmente la noche.

De repente, uno de los excavadores vociferó:

-¡Aquí, aquí, mierda!

Se arremolinaron en ese sitio. Desenterraron papeles. Eran materiales gráficos de propaganda de la Organización Paraguaya Revolucionaria.

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Posteriormente informaron que en la batida encontraron, además, equipos bélicos asombrosamente dispares, algunos de ellos del siglo XIX: libros, fusiles, escopetas, rifles, carabinas, trabucos, arcabuces, pedreñales, mosquetones, vainas y estuches antiguos de retacas y fusiles, palos y mazas.

En urgente inventario, clasificaron sus trofeos y los enumeraron: 2 revólveres, 5 ametralladoras, 1 culebrina, 1 puñal de gracia, 1 lanza, 1 pica, 1 chuzo, 1 guillotina, 5 piedras enormes, 7 hondas, 8 honditas, 1 ballesta, 1 dardo, 2 jabalinas, 1 tirachinos e incontables piezas de artillería. También anotaron sinnúmero de cachiporras, martillos, escopetas de aire comprimido, de viento y de chispa, mazos, bastones, rompecabezas, látigos, varas, escudos y más libros.

-¡Están armados hasta los dientes! -chilló un escribano improvisado-. Tienen armas blancas y con seguridad esconden en otro lugar cohetes teledirigidos, cañones pesados de largo alcance y torpedos. ¡Todo un parque de guerra!

-No te vueles -lo bloqueó un subteniente con facha de persona equilibrada.

Mientras los policías se concentraban en la pesquisa, Nené y Mario comenzaron a defenderse con los más primitivos impulsos. En forma inaudita, el joven burló el acecho del oficial que lo aprisionaba. Le torció el brazo y logró que soltara la pistola. La recogió con los pies y en un derroche de agilidad la lanzó hacia arriba, y la sostuvo firmemente en las manos. Apuntó a los que estaban en su cercanía.

-¡Si no sueltas ese juguete te haremos volar los sesos en menos que canta un gallo! -gritó el que comandaba el asalto-. ¡Ríndanse ahora mismo o se acaban para siempre!

Amparado por un extraordinario poder, Mario apretó la mano de Nené y la arrastró hacia una puerta del fondo de la vivienda, dando enormes zancadas hacia atrás, al mismo tiempo que continuaba amenazando con el arma a los asaltantes, paralizados por la sorpresa. Su mujer lo acompañó   —61→   en la fuga con una rara calma que alentó a Mario a sentirse poseído por el personaje-adalid de su infancia, un coloso de historietas. La misma fuerza inconmensurable impulsaba sus gestos ahora.

En un santiamén alcanzaron el patio. Iluminada por un chispazo quizás imaginario que reverberó hacia el cielo, Nené miró las achiras que había plantado. ¡Gozaba tanto cuando les cantaba a las raíces, para que su fecundidad fuera inagotable!

Saltando murallas, cercos y alambrados con púas en los que iban dejando pedazos de carne y ropa, atravesaron las propiedades vecinas, pero no pudieron esquivar la ráfaga de ametralladora que hirió a Mario en la pierna izquierda.

Sin una sola queja, trastabillando, se apoyó en el hombro de Nené. Se contagiaron mutuamente de esa energía inexplicable que los ayudaba a salvarse. Así llegaron hasta el portón principal del Convento donde eran maestros. Confiaban plenamente en la protección que les brindarían sus compañeros y superiores.

Entretanto, José Pedro de Castillo, que tal como sospechaba la policía, utilizaba la casa de Mario y Nené Sarer como escondrijo, al verse acorralado hirió a un alto oficial de la policía. Sufrió, disparó, resistió sin desmayos.

Parecía invencible, pero el número de agresores era incalculable. Lo circunvalaron, clausurando todas sus salidas. Cuando ya era un pobre animal herido, el jefe policial amenazó con una solemnidad fuera de lugar:

-Te cercenaremos el pene. ¡Disfruta, comunista! Estás sitiado hasta el paroxismo. Te amputaremos los dedos de los pies. Trasquilaremos tu cabezota llena de pelos. Trozaremos tus miembros pedacito por pedacito. Te confinaremos en el fuego reservado a los pecadores. Te podaremos despacio, con la técnica que se utiliza para crear un bonsai, un remedo de árbol, atrofiado y ridículo. Cada herida conseguirá   —62→   que pidas perdón a gritos, que te arrepientas de tu salvajismo y de tu brutalidad.

Los policías se apoyaron contra la pared y permanecieron allí como si se tomaran el tiempo necesario para liquidar a José Pedro. Y luego le dispararon cuarenta balazos, hasta convertirlo en una masa informe y sanguinolenta. El cerebro se desmenuzó y los fragmentos de seso se confundieron con las tripas y los ojos desorbitados, uno aquí, otro allá, con el hígado plagado de redondeces extrañas y con el pulmón que adquirió la apariencia de un ave prehistórica.

Con la nueva víctima cayó todo el archivo secreto de la Organización Paraguaya Revolucionaria.

Lo más insólito fue que ya herido José Pedro de Castillo, mientras los asesinos miraban cómo se desangraba aceleradamente, ya en el rapto de la expiración, uno de los uniformados se desahogó, para no ser menos, con ocho culatazos sobre su espalda.

Entre los jirones del pantalón buscaron los bolsillos y hurgaron allí impacientes y excitados. El más sádico de todos, el comisario Sandoval, que dirigía el operativo, tropezó en el interior de uno de ellos con un papel cuidadosamente doblado, en el que José Pedro había escrito una nota brevísima, probablemente en los instantes de extraordinaria clarividencia que antecedieron al asalto de su escondite.

El comisario deletreó torpemente cada sílaba:


En la muerte ataviada
con su dulce tibieza,
    exploro un sueño
       que me sueña
en otros sueños

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Alucinado, leyó una y otra vez en la hoja de cuaderno escolar. Recordó el único artículo que había leído hasta el final y con sumo interés, una tarde de franco en que fue a la peluquería. Ni falta que le hacía, si siempre debía usar el recorte cadete, que daba a su cabeza una apariencia más pelada de lo que era. Y lo envejecía, pero un militar y un policía tienen que ser bien machos.

El pelo largo es cosa de maricones, lo catequizaron desde que ingresó al cuartel. Por eso le fascinaba ir al Salón de Félix. Era el lugar en el que se instruía, recorriendo ágilmente cada foto y todos los titulares de las revistas de actualidad.

Tal vez lo que le sucedió aquella tarde fue una casualidad. O algo inaudito. Como siempre, se fijó exclusivamente en el título de la nota. Arriba de la página, con grandes letras de molde, se anunciaba: Mitos y supersticiones. Y un poco más abajo: Escritura automática, ¿ciencia esotérica o patraña copiada?

El peluquero terminó de rasurarlo. Cuadrándose ante su cliente con ensayada simpatía, dijo:

-A su orden, mi mariscal. Agradezco su preferencia.

El comisario resolvió quedarse a gastar el tiempo libre en el local, disfrutando el aire fresco del ambiente, gracias al especial aparato que producía frío y que él jamás podría instalar en su pequeña vivienda alquilada. El magro salario no alcanzaba para cubrir las necesidades básicas de su familia. Otros camaradas, más astutos y ambiciosos, orientaban especulativamente su economía con diversos negociados, encubriendo o participando directamente en las acciones del vulgar mundillo paraguayo del hampa. El robo de automóviles y la incursión indirecta en el narcotráfico eran las actividades predilectas de estos servidores del orden, porque sus camufladas tareas les permitían recibir pingües ganancias.

  —64→  

Sandoval tenía otras razones importantes para instalarse en la peluquería hasta que se cerrara. Con este pasatiempo evitaba escuchar las quejas de su mujer. Su profesión, que no era en absoluto vocacional, limitaba las oportunidades de diversión.

Él quería ser aviador, piloto de LAP, el capitán de Líneas Aéreas Paraguayas, y recorrer el mundo. Pero como sus padres no tenían los recursos para alimentarlo, lo enviaron a la Escuela de Policía, donde aprendió a ser el hombre frustrado y sanguinario ante el que empequeñecían todos sus colegas del Departamento de Investigaciones de la Capital. La gente le hablaba con pavoroso respeto. Sus vecinos lo saludaban agachando el torso. Todos le huían, razón que lo impulsaba a buscar alivio en los establecimientos donde pagaba su dinero para recibir un servicio.

En las cafeterías, a las que iba a tomar un trago en muy contadas ocasiones, generalmente los viernes de tardecita, los mozos lo atendían simulando cortesía, pero él notaba en sus ademanes un retintín de insolencia. En las mesas cercanas, hombres y mujeres reunidos en amable tertulia, discutían temas baladíes o cuchicheaban sobre la invariable situación política del país, pero al darse cuenta de que él era policía, aunque estuviera vestido de civil para este caso excepcional, lo observaban fijamente, sostenían su mirada sin parpadear, lanzándole con actitudes evidentemente desdeñosas el mensaje de que aunque la mona se vista de seda, la mona mona se queda.

Ante las obvias muestras de desprecio, nada podía hacer el comisario para ocultar su rol de defensor del régimen coercitivo y perverso de Alfredo Stroessner. A un policía integrante de las fuerzas especializadas para aplastar a los subversivos, se lo distinguía inclusive en la oscuridad más negra, por su manera de caminar, de sentarse, de acosar   —65→   a todo ser humano sospechoso que se hallara al alcance de su intuitiva vigilancia.

Las ostentaciones de desdén eran tan sistemáticas, que el comisario concluía su solitaria jornada dedicada ¡al placer! con un malestar clavado exactamente en el espinazo. Este dolor lacerante alimentaba con mayor énfasis sus ansias de venganza. Por eso le gustaba ir a la peluquería, donde generalmente había tranquilidad y no se fijaban en él debido a la prisa. Los clientes se sentaban en el alto sillón, se concentraban en el espejo, y cuando el corte de pelo concluía, se marchaban.

El comisario admiraba las ilustraciones de las revistas de moda. La crónica que llamó su atención explicaba uno de esos fenómenos citados como paranormales. Decía que algunos individuos comprobadamente ignorantes, de pronto se sienten impulsados a obedecer el mandato de realizar una escritura automática, que alguien muy sapiente les dicta párrafo por párrafo, sin que los escribas logren asimilar cuál es el significado de las ideas que brotan y se transmiten con signos que avizoran el porvenir. Era como si en sus cerebros resonara algo parecido al bramido del mar, o al rugido de un ventarrón que todo lo frota desde las profundidades de la tempestad.

La revista explicaba que muchos analfabetos experimentaron este estado alterado de conciencia. Nunca aprendieron a leer, pero en episodios de éxtasis como los citados, escribieron con la misma seguridad de doctores diplomados en la Sorbona con las más altas distinciones académicas.

Similar inspiración se apoderó del comisario Sandoval al observar el cadáver de José Pedro de Castillo, que yacía a sus pies, desfigurado. Algo inconcebible. Seguramente se hallaba bajo los efectos de la sugestión que le motivaba rememorar lo que había visto en el artículo sobre Parapsicología.   —66→   Ahora lo asociaba con el segundo texto completo que leía desde que nació: el verso premonitorio de José Pedro de Castillo, este hombre muerto.

Desdobló otra vez el papel y fijó su atención en las letras, con la viva creencia de que a partir de esta contingencia siempre sería un iluminado:

-En la muerte ataviada con su dulce pureza -leyó sin darse cuenta pureza donde decía tibieza- exploro un sueño que me sueña en otros sueños.

Levantó la vista y vio a sus subalternos adosados contra la pared. Fue en ese instante cuando con ínfula e incontinencia verbal improvisó la siguiente parrafada:

-Si este pelotudo adivinó que con su muerte inventaría algo que nadie supiera hacer, o que jamás le sucedería a nadie, que yo sepa, como estar dormido y tener una alucinación en ese estado en que uno no decide ni piensa nada, quiere decir que es una especie de profeta, como los santos.

Al parecer, nadie se daba cuenta de la presencia de los demás. Cada uno permanecía enconchado, evitando mirar el cadáver de José Pedro y moviendo los pies para tratar de esquivar los hilos de sangre que se dispersaban por la habitación. Y Sandoval:

-Imagínense lo que es soñar que estamos soñando, y dentro de ese sueño hay otro sueño lleno de imágenes, un sueño que a su vez le está soñando al que duerme en vez de ser al revés.

¿Quién podía entenderlo? Ni siquiera podían escucharlo porque los aterrorizaba el peligro de sus propias muertes y el esfuerzo. Esfuerzo para concentrarse en la respiración. Esfuerzo para no ver lo que no podían dejar de ver. Esfuerzo para no recordar a sus parientes muertos por las mismas razones de este muerto. Y al mismo tiempo, la ocupación mental de repetir como una oración: «Todo esto está muy bien, muy bien, muy bien».

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Mas ya no había manera de detener la verborragia del comisario Sandoval:

-Fíjense. Para completar, el sueño que te sueña no te permite ser el soñador, porque te está añadiendo otras miles de visiones en otros sueños que están en la misma dimensión del hecho que crees estar soñando. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. El sueño es el que te atrapa, se adueña de tus imágenes, las roba y te convierte en su soñante.

Boquiabiertos, los cómplices de la masacre esperaron que continuara sus deducciones. Con el torso inflado, el comisario concluyó su histriónica actuación.

-Sólo un privilegiado -dijo-, un tipo como éste, al que acabamos de rematar, podía ser el jefe supremo de la criminal Organización Primero de Mayo. Era el que urdía las sofisticadas tramas de la conspiración. Él lideraba la guerrilla. Ahora que lo enviamos al lugar donde debe estar, podemos mostrar la satisfacción del deber cumplido, muchachos.



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ArribaAbajo- VIII -

Prisioneros, torturados y asesinados


Sonó el teléfono. La madre de Darío Abate se despertó exactamente cuando los policías del Dictador asesinaban a José Pedro de Castillo.

-Señora, disculpe que la despierte, comuníqueme urgentemente con Darío -seseó una voz desconocida.

-Él no está -contestó la mujer, malhumorada.

Los tiros se habían escuchado desde la casa de los padres de un amigo de Darío Abate, que, alertado, buscó a su camarada Milciades Pérez:

-Vamos a la casa de Mario y Nené, a ver si podemos enterarnos de algo.

En el barrio Herrera se cruzaron con dos celulares de la policía y con el automóvil del jefe de Investigaciones. Al verlos, el conductor titubeó, y luego aceleró la marcha. Esta ambivalencia hizo que los obligaran a detenerse. No opusieron reparos.

-¡Hijos de puta, comunistas de mierda -amenazó un policía-, les vamos a reventar a balazos! ¡Entreguen todo lo que tengan!

Milciades traía consigo un revólver, que entregó a sus captores.

La policía se ocupó de cotejar documentos minuciosamente, apretándoles las clavijas a los detenidos. Darío y Milciades vincularon a un tal Santo Martínez con la Organización   —70→   Paraguaya Revolucionaria, para evadirse del grueso de los cargos que les incumbían y traspasar a Santo parte de los compromisos fundamentales. La jugarreta planificada tal vez inconscientemente por Darío y Milciades se divulgó, y de esta forma el inocente Santo Martínez fue situado como puntal de la dirigencia superior.

Surgían más y más nombres de jóvenes implicados en la lucha subversiva. Darío Abate, lastimado con procedimientos indescriptibles, con la misma cobardía exhibida cuando delató a Santo Martínez, se convirtió en el pico de oro. Cantó, cantó y cantó hechos reales y todo lo que le obligaron a inventar.

Primero trataron de sacar a luz las acciones urbanas. Luego, las fuerzas de la represión enviaron comisionados a Misiones. Decenas de campesinos, muchos de ellos sin ninguna diligencia política, fueron detenidos y se mantuvieron hacinados en las delegaciones de gobierno de Santa Rosa y San Juan. En esta última localidad habilitaron como antro de tortura una casa alejada del pueblo. Allí, la figura del comisario Sandoval se agigantó: nadie lograba superarlo en sus métodos de castigos físicos y psicológicos. Concluido el trabajito, lanzaba a su víctima en un retrete, para que falleciera entre los excrementos.

Después, una noche oscura y caliente, de encimados cansancios, en que ningún viento soplaba, un camión transportador de ganado condujo a Asunción a los campesinos que sobraron, registrados como temerarios, con acendradas posiciones ideológicas de izquierda e indómitas actitudes.

Los amontonaron en un cobertizo. En uno de los ángulos ardía una bujía de cera. Afuera brillaba intensamente la luna. En las miradas de los prisioneros parecían entrecruzarse memorias y fiebres antiguas. Conforme avanzaban las horas la impaciencia se hacía más ardiente. ¿Sufrir más? No podían. Exacerbados, parecían estar escuchando la sirena   —71→   de un barco que parte, el silbato de un tren misterioso, empujando cada imaginación hacia periplos que los tiraban hacia fuera, fuera de ellos, de todos, gozosa y dolorosamente, mientras reverbera en el aire una faz lejana, el cuello de una chiquilla como un tallo gracioso, el deseo de confundirse con alguien, el corazón que no sabe mudarse, que no puede mudarse fácilmente, despierto, vivo, a punto de perderse en la última calma del olvido.

¡El desenlace! En ese silencio tan pesado la única pregunta era si amanecerían vivos. La mayoría había llegado a esa edad en que quizás fuera todavía posible engañar a los demás, pero era muy difícil engañarse a sí mismo.

Paulatinamente la policía fue liberando a algunos prisioneros, basándose en evaluaciones, caso por caso. Autoridades civiles y militares de alto rango anunciaron a voz de cuello:

-Son analfabetos, pero tendrán a partir de ahora una buena educación oficialista ¡para que nunca más ningún ladino oportunista los engañe! Ya no los tomarán por idiotas útiles.

Ofertaron, blandiendo sus sables, la concesión de tierras, de escuelas, de préstamos de dinero con bajos intereses y cómodas amortizaciones en cuotitas, además de otras ventajas:

-Ustedes, sencillos y pobres habitantes de zonas rurales, se harán acreedores de estos bienes luego del acto de contrición. Recuerden: aceptación de la culpa, propósito de enmienda y rectificación. Entonces serán excarcelados. Tendrán su redención si comprenden cómo hay que ganarla.

En el ínterin, durante dos días que transcurrieron como si fueran siglos, Mario y Nené Sarer intentaron convencer a los religiosos en cuya casa se refugiaron, para que no los entregaran a la policía. Pero atrapado por el pánico, en una   —72→   decisión que se reprocharía toda su vida, el sacerdote Edgardo Frei ofreció a estas jóvenes almas como carne de cañón: comunicó a la comisaría más cercana que Mario y su esposa se encontraban en la capilla de las monjas de la Iglesia San Cristóbal.

Ambos fueron detenidos. Mario entró caminando dificultosamente en el local de Investigaciones de la Policía. ¡Vivía aún! Pero no transcurrió sino un lapso muy breve para que falleciera a causa de los martirios que le infligieron, sin tregua, durante las horas de sobrevivencia, los torturadores Carlos Almada Mirol, José Martínez y Lucilo Delibes, junto al mismísimo Castor Pedronel, Jefe de Investigaciones.

Nené dio a luz al hijo de Mario en la cárcel de Emboscada. El bebé comenzó a crecer en el triste corralón, junto a otros niños de padres asesinados o desaparecidos.



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ArribaAbajo- IX -

El ardid de salvación


La asombrosa puesta de sol enrojecía las nubes, los tejados y la vegetación. Luis confundió las flores rojas del chivato con las de un árbol cuyo nombre no recordaba. ¿Estaría muy cerca la primavera? Subió las escaleras de dos en dos. Alertado por buenos amigos, supo que había llegado el momento crucial. Si no escapaban, los detendrían. No, la Organización ya estaba destruida. Era gente de la policía la que tendía el cerco, mientras en el otro rumbo de la ciudad sonaba alegremente una trivial caja de música. ¿O sería la vitrola del abuelo, repiqueteando en la memoria de la eternidad?

Había desaparecido la guardia de su puesto enfrente de la casa. ¿Dónde se habría escondido el hombre vestido de civil, encargado de anotar sus mínimos desplazamientos? Anudila y Luis llegaron a intercambiar bromas y galletitas con el espía, una vez que se acostumbraron a su expectante mirada doméstica.

-¡Anudila! -llamó al entrar al escritorio, y fue cuando la vio sentada con Belén en brazos. Tenía la mirada mojada.

-¿Qué sucedió?

-Nada. Esta tarde fui al departamento de una amiga a la que le sobra espacio.

-¿Quién?

-Zeneida, la profesora de Gimnasia del Colegio Mundial.

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-¿Para qué?

-Para irme de aquí. Ya tengo la llave. Mañana nos mudaremos Belén y yo.

Alterado, Luis pidió aclaraciones y se inició un altercado lleno de quejas.

-No podemos continuar a la deriva -increpó Anudila.

El ambiente pareció recogerse en un aire raro, limpia fosforescencia que se fue apagando mientras Luis hundía los hombros, bajaba la cabeza, se sentía poseído, apenas un hombre-fantasma. Belén abrió los ojos y miró alternativamente a su padre y a su madre. Gimió, asustada. ¡Tenía sólo nueve meses!

Luis empujó la puerta de la cocina y se dio de narices con algunos muebles apilados. Clavó los ojos en el más lejano vacío. Allí, sin saber qué hacer, aturdido, pensó en el resguardo. Pero para qué. Ya no servía para nada.

Estaban enfadados y comenzaron a echarse las culpas recíprocamente. ¡Nadie ha ganado ni perdido!, se justificaba Anudila. ¡No puedes abandonarme ahora!, clamaba Luis. Y así.

Bien entrada la noche, se tendieron en la cama junto con la bebita. La noche avanzaba, inevitable, de color gris cerrado, como de plomo. Anudila y Belén estaban desnudas, cubiertas con una manta.

De pronto, golpearon imperiosamente a la puerta. Luis se levantó y acudió a abrirla. Cuatro matones lo apartaron a golpes, se introdujeron rápidamente a la sala e invadieron el dormitorio. Una vez allí tiraron al suelo la frazada que cubría a madre e hija. Belén mamaba plácidamente.

-¡Qué se destete ya esa comunistita! ¡Vístase! -le gritó un hombre de traje azul marino a Anudila, mientras de un empellón arrancaba a Belén de sus brazos.

Inspeccionaron todo frenéticamente. Luis cruzó los   —75→   brazos y se mantuvo sereno. Anudila sintió que sus rodillas se entrechocaban y la boca se iba secando, mientras los matices inexistentes de un caleidoscopio vibrando en una puesta de sol teñían sus ojos de una emoción desconocida.

Cuando salieron, la última visión que guardó de su casa desarticulada, fue la de una montaña de libros en desorden, muebles destrozados, ¡y Belén! Belén, que lloraba a gritos, solitaria y azul de frío.

La llamativa capa roja de lana que se puso Anudila no impidió que el aire se colara y le recorriera el cuerpo. El viento helado hacía castañear sus dientes con brusquedad. Los apremiaron para subir a la parte de atrás del automóvil. Al acomodarse en el asiento, vieron a Eleonora Bermúdez que lloraba, acurrucada hacia la ventanilla derecha.

-¡Yo no conté nada! -mintió a sabiendas.

Luis apretó sus manos y la consoló:

-Cálmate. Tú u otro, ya no había remedio. La delación bajo tortura es irremediable.

Fueron introducidos a empujones en la oficina del comisario político. Un recluta limpiaba el lugar haciendo como que nada veía, oía ni olía. El repasador del piso aún tenía manchas de sangre. Era la toalla que Mario Sarer utilizó como torniquete para evitar el exceso de pérdida de sangre, ya agotado, en el proceso de la agonía, orillado por un aire deliciosamente terco, olas viniendo desde bien lejos, una música -cifra terrestre del recuerdo venidero, testimonio secreto de la conciencia de que eres equivalente a lo humano, de que eres todo, de que eres una voluntad para el asombro-, una música, sí, precisamente ese acorde, ése.

Todos sabían que estaban observando la toalla con la que Mariano intentó sobrevivir, pero el jefe subrayó la anécdota una vez más para intimidar a los que acababan de ser apresados.

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Qué largas se hicieron las primeras horas en el caserón de la calle Presidente Franco. Anudila compartía una reducida celda con un sacerdote jesuita de apellido Caballos. En ese lugar sellado, donde hasta lo más insignificante se convertía en algo imantado por la soledad y el enigma, se dieron a conocer con susurros y gestos manuales. Desde su posición, en el suelo, el sacerdote le indicó que no debía moverse del lugar que le asignaron, y con un dedo sobre la boca pidió silencio. Cada tanto, un guardia abría intempestivamente la puerta y les daba una ojeada, advirtiéndoles que no debían tener ningún tipo de comunicación. Ateridos, escuchaban llantos y gritos interminables.

-La cámara de tortura, la tortura -suspiraba el sacerdote.

Anudila soportaba a duras penas la pestilencia que emanaba del cuerpo de su acompañante. Al notar que se inclinaba sobre el regazo, para vomitar, él explicó que pasaron días enteros sin higienizarme, y se están infectando las heridas porque estoy lleno de purulencias.

-Acompáñemeeee, camarada Berta -ordenó un hombre gordo desde la puerta.

Anudila miró fijamente al padre Caballos, sin inmutarse.

-¡A usted pues le hablo!

-¿A quién? -dijeron al unísono ambos prisioneros.

-A usted, doña Anudila No Sé Qué, alias Camarada Berta.

-Yo me llamo Anudila pero no tengo ningún seudónimo -insistió ella.

-¡Qué seudónimo ni qué ocho cuartos! ¡Venga!

La acarreó por pasillos tenebrosos y en algún lugar Anudila se cruzó con Blanca Olivetti, una compañera de la Facultad, que estaba en camisón, y tenía una expresión de espanto en el rostro. El bulto de su vientre indicaba que en   —77→   cualquier momento ocurriría el parto. Anudila trató de infundirle esperanza con una mirada muy tierna. Comenzaba a aterrorizarse. ¡Estaban todos allí! ¡Todos sus amigos!

Entraron a un salón iluminado profusamente. Alrededor de una mesa ovalada se hallaban sentados ocho individuos de tétricos semblantes. Uno de ellos, rubio de ojos claros, apellidado Dodinoff, dijo afablemente:

-Siéntese, señora.

Encendió un cigarrillo, y en esa fracción de segundos Anudila concretó su ardid de salvación:

-¿Me invita uno, por favor? -musitó.

Desconcertado, el hombre le tendió el cigarrillo mientras ella cruzaba las piernas y le lanzaba una sugerente mirada, moviendo los párpados.

-¿Qué sucede? -agregó con un suspiro inocente capaz de despistar al más zorruno.

Pero estaban precavidos. No se dejaban manipular. Ella empujó con ademán que pretendió ser sensual una mata de sus relucientes cabellos y acusó incertidumbre con un ligero pucherito de los labios:

-No entiendo lo que pasa -dijo suavemente, lanzando a la cara de su interlocutor una bocanada de humo.

Después comentó:

-Ciertamente creo estar soñando que...

No pudo terminar la frase, pero armándose de coraje, exclamó otra:

-¡Qué horror, Dios mío!

Y cambió inmediatamente de actitud, al proponer, sonriendo:

-¡Inventemos alguna diversión para acortar la noche!

Los hombres la examinaron, desconcertados ante la incongruencia y el buen ánimo de la joven, que se empeñaba en fingirlo, recurriendo a todos los artilugios de la voz y las posturas de la cabeza, del hombro y de las piernas.

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El hombre rubio le mostró una serie de documentos que la sindicaban como integrante de la Organización Paraguaya Revolucionaria.

-Mire -indicó con el dedo sobre el papel-, usted, camarada Berta, está fichada en el Grupo Ocho de tácticas pedagógicas de penetración cultural. Su clave es Tántalo, y su enlace es la camarada Efigenia.

-¡Pero qué me está diciendo! -brincó repitiendo los gatunos movimientos del tronco-. ¡Yo no sé nada! Y Tántalo es simplemente el título de mi primera obra literaria importante, aún en ciernes. Tántalo es el nombre de un pájaro zancudo de zonas tropicales, ¿no lo sabía?

Sus labios temblaban y ya empezaban a humedecerse sus ojos, pero describió minuciosamente el libro, diciendo que estaba escrito en un block escolar. Que era una situación. Tántalo.

-Tiene enfrente manjares deliciosos que no puede saborear. El ser humano parece ir buscando algo, y entre metas y objetivos que aparentemente alcanza, no se dirige hacia un lugar concreto, sino que huye de los que le van ofertando. Lo que le digo, ya muy pensado y antiguo, lo he garrapateado para repasar mi letra actual y para darme bríos, porque era muy vasalla de la máquina de escribir. ¿Entiende todo lo que le cuento?

-No.

-El manuscrito, para mí, constituye una tentación: es como si me dibujara, como si todos pudieran leerme a mí misma en cada trazo. Toda palabra que escribo es una completa descarga física. ¿Comprende?

-Los otros han confesado -dijo el hombre, indiferente ante la explicación de Anudila-. Es bueno que usted lo haga ahora, para eludir drásticos tratamientos. Sólo debe confirmar las declaraciones anteriores y escribir la propia y firmarla. Podemos atenuar el martirio con una personita tan delicada, y, además, intelectual, por lo que se ve.

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-¡Seguro que no entiendo absolutamente nada de lo que dice! -contraatacó Anudila, gimoteando.

-Su marido ya ha dicho todo, evítese malos momentos -sugirió con voz pastosa el policía.

-¡No lo puedo creer! Solamente me convenceré si lo escucho de su propia boca -declamó haciendo gala de glamour, echando la cabeza hacia atrás y abriendo los labios a lo Marilyn Monroe.

Continuó un interminable tira y afloja que descolocó un tanto al inquisidor. Embrollado en la tragicomedia de Anudila, ordenó súbitamente al guardia que estaba en la puerta:

-Tráiganlo al príncipe consorte.

Minutos después Luis entró al cuarto y Anudila intentó lanzarse a sus brazos, pero cuatro manazas la detuvieron, como si fueran garfios.

-Parece que su esposa no es tan buenita como usted -dijo Dodinoff3 con el ceño fruncido-. A ver si le ofrece una lección de cortesía y la persuade para que suelte todo tranquilamente.

-¡Qué me has hecho, Luis! -lloriqueó Anudila-. ¡No sabes los cuentos chinos que me acaban de contar! ¡Que tú y yo pertenecemos a una Organización sediciosa que planea derrocar por las armas al Gobierno de Stroessner, minando sus defensas! ¡Que estamos implicados hasta los tuétanos! ¡Que me llaman camarada Berta! ¡Que no sé qué estrategia educativa! ¡Que conspiramos permanentemente! ¡Que tú eres uno de los dirigentes rebeldes más turbulento y que has tenido problemas con los otros, debido a encontronazos ideológicos!

Luis la escrutó, desconcertado, y se le hizo la luz. Comenzó a hablarle como un padre, totalmente consustanciado con la obra teatral que ella estaba improvisando. Quizás podría salvarla:

  —80→  

-Cálmate, mi cielo. Pensaba esclarecerte las cosas alguna vez, pero por ahora era imposible, para preservar nuestra seguridad -dijo enrojeciendo mucho-. Lo que acaban de contarte es cierto. Eeeeh... en realidad creíamos que era recomendable asociarte a la Organización, pero estábamos entrenándote, aguardando que maduraras e incorporaras a tus costumbres un montón de perspectivas diferentes de gestión. También es verdad que creamos un nombre postizo para ti, el de Berta, pero no hubo tiempo para avisarte. Todo se cortó abruptamente al retirarme yo. Tuve que enfrentar otro tipo de problemas, por la presión a la que me sometieron.

Siguió un largo intercambio de parlamentos. Apoyados en ellos, los esposos se demostraron a sí mismos sus cualidades actorales. Fuera de sí, Anudila lloraba amargamente recriminándolo por su falta de confianza, por su deslealtad:

-¡Por qué te has callado! ¡Yo hubiera estado contigo en las malas, como siempre estuve en las buenas! Nada debe permanecer oculto ante una buena madre y esposa.

-Lo sé, mi amor -continuó Luis, grandilocuente, ubicado al otro lado de la sala, extendiendo los brazos como si quisiera ampararla con ellos.

En esta circunstancia los prisioneros no tenían el albedrío suficiente para discriminar dónde comenzaba la fantasía y dónde terminaba la realidad.

Los separaron. Estaban agotados. Primero, maniatado y a empellones, lo llevaron a Luis.

-Espere noticias -le dijo Dodinoff a Anudila.

Un oficial de policía apretó con rudeza el brazo izquierdo de Anudila y la condujo hasta otra dependencia del departamento de Investigaciones. Agobiada, un rato después se acostó en el piso. Al pasar por allí, la vio un oficial de alta graduación, padre de una alumna suya.

  —81→  

-¡Profesora Gonzaga! -se sorprendió.

Ella había estado una vez en la mansión de este señor, durante una fiesta escolar. Le contó a grandes rasgos sus peripecias, y el hombre intentó tranquilizarla, diciéndole que le enviaría cobertores, papel higiénico, un cepillo de dientes y un dentífrico.

-¿Y mi marido?

-La tendré al tanto de su situación -se despidió él.

Los minutos se transformaron en siglos. El recinto en el que se hallaba era contiguo al del jefe de la Sección Política, y por esta razón todos transitaban por allí, observándola como si fuera un descuidado animalito de zoológico. Esta incómoda circunstancia la ponía bastante paranoica. Bajaba la mirada y procuraba evitar el llanto que empujaba desde la garganta anudada.

Dos policías entraron y la contemplaron, curiosos. Uno de ellos la tomó de los cabellos y la llevó de esta manera hasta un baño ubicado al fondo del local. Arriba, en una improvisada terraza de madera, se hallaban apilados más de sesenta presos, que fijaron en ella sus ojos impotentes. Distinguió perfectamente a Miguel Ángel Pérez, su amigo de la Facultad, que luego de avistarla bajó la mirada con tristeza. Anudila continuó buscando otros rostros conocidos, pero un manotón del policía la lanzó contra la pared mohosa del baño.

-¡Deshágase de la ropa y báñese, comunista tarada! -gruñó.

Dieron la misma orden a una monjita que al sacarse la toca mostró la cabeza rasurada. Tiritaron juntas. Anudila iba paralizándose. El agua fría de la ducha la helaba, y, a su turno, la monja temblaba también, horrorizada no solamente debido a la baja temperatura sino por la ultrajante exposición de su desnudez ante los hombres prisioneros. Por su parte, ellos esquivaban la vista, demudados.

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Luego, Anudila fue perdiendo la cuenta de los sucesos. Estaba embotada. La llevaban, la traían, la obligaban a escribir y firmar papeles y más papeles, le daban un culatazo al pasar. Desmejorada totalmente, ya no podía hacer trucos de coquetería. Cada vez más consternada, sentía cómo se le revolvía la bilis en el estómago vacío, mientras vislumbraba los rastros inclementes del suplicio en los cuerpos de los que pasaban a su lado.

Una madrugada trajeron a la celda de Luis a la madre de Armando Peralta, un repartidor de diarios que estaba aislado y se descontrolaba permanentemente. La mujer reconoció los alaridos de su hijo y comenzó a vociferar. Era su primer día, aún tenía fuerzas para envalentonarse y resistir.

A la hora de pasar la lista de detenidos los sacaron a todos al corredor.

-¡Presente! -dijo Luis al ser llamado, y luego se empinó intentando localizar a Anudila.

Desde lejos, ella lo saludó moviendo el tronco, con una mueca risueña que procuraba recomponer su destartalada figura. En ese momento Armando Peralta pidió socorro. Vivía en constante horror desde que lo apresaron. Tenía la certeza de que iban a matarlo pausadamente, arrancándole los dientes, como a tantos, achicharrándole las plantas de los pies, clavándole tijeretazos en las pupilas, horadándole los músculos con la picana, ahogándolo en la pileta llena de excrementos, introduciéndole un metal caliente en el ano. Había visto todas estas torturas. Estaba convencido de que le harían lo mismo.

Uno de los oficiales de guardia, al no poder contenerlo, lo amedrentó con una sencilla frase:

-En efecto, el siguiente que mataremos serás tú.

La crisis de Armando llegó entonces al paroxismo y comenzó a correr hacia la salida, seguido por su madre, que   —83→   al intentar subir una grada de la escalera que conducía al zaguán, tropezó y cayó, como fulminada por un rayo. Nadie supo qué produjo su muerte: si el golpe que recibió en la cabeza, al aplastarse contra un ladrillo puntiagudo, o el ataque cardiaco que adujeron los médicos al servicio de la policía.

Ante tamaña tragedia, totalmente fuera de sí, Armando se tiró al suelo y empezó a flagelarse la frente contra una baldosa. Dos oficiales, los mismos que lo detuvieron en su intento de huida, lo ataron y comentaron entre carcajadas:

-¡Es para que se calme, nada más!

Pero amaneció muerto debido a la sobredosis de psicofármacos que lo forzaron a tragar los paramédicos, supuestamente para tranquilizarlo.

Eran las doce y cinco de la noche. El Jefe de Investigaciones, Castor Pedronel, viejo, obeso, sin cuello, de grotesca papada y mirada viborezna, citó a Anudila en su despacho. Le dijo que podía irse a su casa por orden superior, y que no sabía cuál sería el futuro de Luis.

-Una señora como yo no irá a estas horas a su casa, sola -pronunció Anudila levantando el mentón afectadamente, en un intento de ganar tiempo.

-El chófer la llevará en mi coche -dijo Pedronel, dando por terminada la reunión.

Cuando se dirigía hacia la calle, Anudila vio que ingresaban a otros prisioneros. Los miró de soslayo. Eran Eleonora y Enrique.

En el camino, bajo la lluvia, los trazos deformados de Asunción con sus relojes dormidos, la conmovieron tan profundamente que apretó los puños hasta hacerse sangrar las palmas de las manos con las uñas.

En la radio los Beatles cantaban Yesterday. Ya nada sería igual.



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ArribaAbajo- X -

¿Idealistas activos o terroristas?


Esmirriada, la chica mantuvo la mirada fija en el suelo durante los diez minutos que duró la entrevista con Anudila. No usaba calzado, y al echarle una ojeada cualquiera podía pensar que se había escapado de Biafra o que no cumplió aún doce años: huesos saltándole por aquí y por allá, cabellos larguísimos hablando de vientos y de sol. Sus senos parecían dos naranjitas arrugadas bajo el vestido.

El hombre que la trajo, apoyado todo el tiempo en el manubrio de su bicicleta, habló parcamente:

-Ella estuvo trabajando con las monjas en Italia. De entrada parece muy tímida, pero sabe hacer de todo.

Ambos se fueron sin que María dijera nada. Pero fue la elegida para ser la niñera de Belén. Otras cinco mujeres ya maduras fueron rechazadas.

-¿Por qué justamente ésta? -se quejó la suegra de Anudila, preocupada.

-No sé -repuso Anudila-. La única vez que me permitió mirarla a los ojos le vi tal hondura, un brillo tan extraño. Y además, ¡qué desvalida parece! Creo que será muy cariñosa con Belén.

-Es justamente lo contrario de lo que tú necesitas en la etapa de ambigüedad que te toca vivir. ¡Esa chica es apenas una criatura más! ¡Qué sentido de la competencia puede tener!

-Yo viajo mañana en avión -alegó Anudila, impertérrita-. Ella irá en barco. La esperaré en Asunción el viernes.

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María llegó desde la ciudad de Concepción con el cuñado de Anudila. Éste se lamentó de su mala suerte. Habló pestes acerca de los modales de la nueva empleada doméstica.

-¡No fue capaz de ayudar con los bolsos! Ni que fuera una dama inglesa, trajo cuatro enormes valijas. Y por supuesto, no se dignó hacer un gesto de ayuda. Tuve que pagarles a dos changadores.

Arrinconada, con la cabeza y el cuerpo inclinados, la muchacha se asemejaba más a un animalito asustado que a una mujer, aunque ahora estaba calzada y con los cabellos recogidos.

-Entra y báñate -especificó Anudila-. Ésta será tu toalla.

-Tengo la mía -agradeció María débilmente.

-¿Qué traes en tantas valijas?

-Mis instrumentos de costura.

Por fin María miró de frente, con ojos grandes y melancólicos, más grandes y melancólicos de lo que aparentaron a primera vista. Mientras la muchacha se aseaba, Anudila comenzó a llorar. Si verdaderamente María estuvo en contacto con las religiosas italianas, tendría traumas parecidos a los suyos y sería complicado el trato. Evocó las exigencias monjeriles abortándole gerundios, e, inmediatamente, la tarde en que Sor Azucena le dio un coscorrón. ¡Compórtese Anudila! Era diciembre, hacía calor y la monja estaba realmente malhumorada, con el vientre que parecía más inflado que nunca y los bigotes que acentuaban su color negruzco, bañados por el sudor que luego resbalaba hasta la papada rechoncha. El grupo de alumnas internadas en el colegio María Salvadora, comenzó a rezar el segundo rosario. Mirta, la amiga del alma de Anudila, leía una novela de aventuras, como ya era su treta, a escondidas. El muestrario de puntos de bordado de Anudila estaba más incompleto que los de sus compañeras, porque -y sobre todo durante las   —87→   ceremonias religiosas-, leía el diccionario. Cada palabra saltaba hacia adelante y hacia atrás confiriéndoles movimientos increíbles a los significados. ¡Era una verdadera tramposa! Había buscado un diccionario con el mismo tamaño, con idéntica forma a la de su misal, y lo había forrado con el mismo papel marrón, lustroso. ¡Cuántas aventuras se prodigaba mientras simulaba rezar o bordar! Era capaz de cometer todas las imprudencias posibles con tal de leer el diccionario y encontrarse con esos contenidos secretos que todo lo explicaban, corriendo desde la indiferencia, desde la nada a la nada, hacia articulaciones fabulosas, ritmos que la humanizaban, peldaños de una escalera que la conducían suavemente hacia los territorios indescriptibles del conocimiento de las cosas. ¡Oh, revelaciones que agigantaban su rebeldía!

Una puntada, otra. Fue ahí mismo que Carmen se pinchó el dedo y gritó, chupándoselo en medio de entrecortados lleneres de gracialseñor escontigo.

A Anudila también se le enmarañó en la lengua una jaculatoria. Estaba en primera fila y fingía orar y bordar en ese corredor cargado de suaves telas, bastidores, agujas, hilos de colores y libros de plegarias. Un segundo antes de que llegara a obsequiarles con su piadosa visita semanal la señora representante de la Asociación de Beneficencia San Bernardo, Anudila se rascó el pubis y Sor Azucena se levantó y la zarandeó ante todos. Apenas tuvo tiempo de recomponerse cuando comenzaron a distribuir tortas y camisas entre las artesanas huérfanas. Debido a su indigencia, tenían el deber de lavar hasta los pañitos higiénicos usados por las pupilas que pagaban pensión, durante los tres días de la regla.

-Sólo regreso al pueblo para las grandes ocasiones felices o tristes -dijo la señora caritativa y gimió-: Mi pobre marido.

-Ésta -canturreó Mirta por lo bajo- se quedó sin el muerto y con su pena. En cambio, la otra que la acompaña   —88→   es una viuda feliz, feliz. Ni siquiera tiene que sufrir, porque su marido murió en un accidente, mientras se iba a algún lugar no recomendable con una adolescente más linda que una flor.

La primera noche de su estadía en Asunción, María insistió en dormir con Anudila:

-Tengo miedo de dormir sola, y su cama es grande. ¿Por qué es tan grande?

-Porque es una cama matrimonial.

-¿Y dónde está su marido?

-Está preso.

-¿Preso? ¿Por qué?

-En este lugar nunca se sabe bien por qué. Unos te dirán que por terrorista, otros, por idealista.

-¿Y cuándo va a regresar aquí?

-Quién sabe.

María cuidaba a Belén con celo de cancerbera, y al mismo tiempo transformaba la casa incorporando sus propias costumbres:

-Señora, el vecino de abajo me quiso meter en su pieza -contó una mañana.

-¿Quéee? ¿Qué hiciste?

-Corrí.

Esa noche, cuando Anudila regresó de la Universidad, halló estampitas con imágenes de santos distribuidas sobre las mesas y sillas, con velas ardiendo enfrente de cada una. Cerca de su cama, al lado del velador, vio una nota: «Me voy a la Iglesia a rezar, Dios y la Virgen Santísima cuidarán a tu hija». Corrió hacia la cuna de la niña y la halló dormida. Se recriminó largamente. ¡Cómo pudo dejar a Belén sola con María, suponiendo que había seguridad absoluta!

Durmió muy tarde, sin que María regresara. Como si   —89→   leyera un folletín macabro, digno de integrar una antología de la crónica negra, pensó en el poder de lo fortuito, en la figura de María invadiendo su vida. Muchas cosas cambiaron. Había sábanas y manteles bordados, cortinas nuevas, comidas deliciosas. La niña engordaba, los pisos brillaban, los recados telefónicos estaban minuciosamente apuntados. Cada día, María elegía y planchaba la ropa que Anudila debía vestirse, insistía en ayudarla a peinarse, le traía el desayuno a la cama, narraba una y otra vez su recurrente pesadilla:

-Un varón me persigue en el campo, corre detrás de mí. Huyo. Corro a todo lo que dan mis flacas piernas, hasta que no aguanto más, choco con una piedra y caigo. En ese instante el varón se lanza sobre mi cintura, y allí me despierto. Clavada. Se borran las imágenes y me angustio porque quiero saber qué es lo que ocurre después.

Anudila se propuso esquivarla, y admitió que se había equivocado al seleccionar a María para el delicado cargo de niñera. Pasado cierto tiempo, la muchacha ya ni siquiera la dejaba quitarse el maquillaje a solas. Provista de crema, loción y algodón, la conminaba a reposar y con gestos suaves limpiaba su rostro mientras el sueño la tragaba. A cambio, exigía dedicación total a sus caprichos.

-Me inscribí para estudiar pintura -anunció plácidamente una siesta, al tiempo que cocinaba dulce de leche-. Son unos cursos muy económicos.

-Imposible -replicó Anudila-. ¡Con quién dejaremos a Belén!

-Con la vecina. Ya hablé con ella -contestó María con displicencia.

Y así lo hizo. Después también se anotó para estudiar danzas clásicas en un famoso Conservatorio. Y cuando todo el orden doméstico estaba controlado indiscutiblemente por   —90→   ella, planificó su segunda etapa de ofensiva. En esa época Anudila ya había accedido a que María la llamara mamá, a que inquiriera acerca de todas sus salidas, a que protestara por nimiedades, a que la aventajara, en fin, en determinación y don de mando.

-¡Mamá, mamá! -voceó una mañana desde la ventana del tercer piso, cuando Anudila cruzaba la calle-. ¿Sabes que hoy tendremos una sorpresa en el almuerzo?

-¡Bueno! -dijo Anudila.

-¿Quieres saber qué?

-¡Si es una sorpresa no se cuenta!

-¡Belencita al horno! ¡Belencita al horno! -insistió María con voz cantarina-. ¡Belencita al horno, Belencita al horno!

Estremecida, Anudila detuvo la marcha y sintió cómo flaqueaban sus piernas. Subió a la casa y no se movió de allí durante tres días. Pero aun conservando el estado de dolorosa orfandad, una noche decidió volver a la Facultad. Este cambio de actitud era consecuencia de su voluntad de no perder la carrera, nada más, porque era incapaz de librarse de ese llamado interior, toc toc, el miedo, la inseguridad.

Al regresar, cuando abrió la puerta de la casa, María la enfrentó:

-¿Sabes, mamá? Toda la tarde estuve tratando de tirarla a Belencita por el water. Estiraba y estiraba la cadena del agua, pero como está muy grande no pudo pasar por el agujero.

Anudila le dio una sonora bofetada, que María correspondió con arañazos. Luego se encerró en el dormitorio con la niña, y no permitió que la muchacha se acercara a ellas. Aún así, con sigilo, ésta abrió la puerta en un descuido, entró y se puso en cuclillas pidiendo disculpas:

-¿No ves qué sana está Belén, y todas las ropitas que yo misma le coso, y como juega conmigo? ¡Si era una broma para asustarte, nada más, para que no nos dejaras siempre solas!



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ArribaAbajo- XI -

Quimeras en la celda


Luis Boggiani permanecía de pie mirando las cuatro paredes oscuras y sucias con expresión serena, mientras cien mosquitos sobrevolaban su cabeza. Cerró los ojos. Respiró profundamente. Comenzó a frotarse las palmas de las manos para infundirse calor, no físico, calor interno, quemazón de la vida. Levantó la vista e hizo el gesto de comer un trozo de pan. Masticó. Metió la mano en el bolsillo y extrajo más pan, y una lata de sardinas, y un trozo de jamón, y uvas frescas, y mantequilla, y queso. Del otro bolsillo sacó botellas con jugos naturales de frutas. Era bueno y hasta maravilloso comer y beber de esta manera, torciendo el cuello hacia arriba, con la ansiedad y la sorpresa de ir reconociendo cada sabor, poco a poco. Inmóvil, abrió los ojos sin mirar nada. Luego se recostó sobre diez almohadas inmensas, blancas, de distintos tamaños, y siguió paladeando sus manjares. ¿Cuán hundidos estarían sus ojos? No, no era él quien planteaba esta pregunta, embelesado por el perfume que colmaba el ambiente, por el desvanecimiento paulatino de su alma ante suaves resplandores, este placer casto de jugar con tanto amor y este dolor, este dolor ajeno, mortífero. Este aroma que a toda razón escapa. Brisa, sólo brisa ya laberíntica en los pulmones, preludio de una dulce perdición. Enredado en las telas de seda -¡oh, lascivos anhelos!, ardor de los cinco sentidos y más, los labios creciendo, cada vez más grandes de tanto comer- se fue agachando hasta encontrar el piso húmedo y frío.

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Así, pues, completamente satisfecho, anotó en un gran cartel los sonidos y movimientos amorosos de los patos, subdividiéndolos:

LA PATAEL PATO
1. Incitación1. Forma del celo
2. Llamada de «coqueteo»2. Sacudida preliminar
3. Llamada para el vuelo3. Limpieza aparente
4. Preliminares del apareamiento4. Llamar la atención

Observó su croquis y se entretuvo con los movimientos de abajo arriba de los patos, el sacudimiento acompañado de silbido, la incitación por el macho, la lucha de los machos por la pata y el epílogo del apareamiento. Y continuó, buscando otros animales, investigando sus conductas eróticas y estéticas, hasta que abruptamente abrieron la puerta de la celdilla. Sus dimensiones eran de un metro por un metro y medio. Un poco más de un metro cuadrado, justo para acostarse estirando las rodillas hacia el estómago.

-Buenos días, doctor Boggiani -dijo un policía con voz más educada que la habitual.

-Buenos días.

-¿Le gustaría tomar un cocido con leche, y galletas?

-Sí señor.

-Enseguida le traeré, pero tengo que pedirle un favor.

El policía explicó que estaba estudiando la carrera de Derecho en la Universidad Nacional, y que ya le faltaba muy poco, sólo la tesina. Pero no tenía tiempo para hacer el trabajo de campo, ni el marco teórico, ni para la redacción del material.

-Con tantos presos políticos hacemos jornada doble. Estamos durmiendo acá, inclusive.

-¿En qué puedo servirlo?

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-Todos pues sabemos lo que es usted, su inteligencia, digo. Lo que quiero es ayudarle, y que a cambio usted me haga una pequeña ayudita. Mire, yo no tengo tiempo de hacer mi trabajo de la Facultad, y a usted no le cuesta nada, porque ya sabe todo. Entonces le propongo que me escriba y a cambio buscaré la forma de traerla a su esposa una noche y que hablen por unos minutos.

-¡Hecho!

El policía sonrió abriendo toda la boca. Le faltaban tres dientes. ¿Hay otro signo más fuerte del fracaso humano que la pérdida de los dientes? Pero este no era el asunto. El corazón de Luis comenzó a golpetear. Enseguida ya estaba con Anudila trotando a campo traviesa sobre un alazán, y la falda de ella se extendía, mecida por el viento. ¡Cuánto verde luminoso! Pero al rato volvió a concentrarse en el uniformado:

-Tráigame papel y lápiz, y una linterna, compañero, y ya empezamos.

-No, doctor. Cada noche, a las dos de la madrugada, cuando se hace el cambio de guardia, lo llevaré a la oficina. Allí tenemos máquinas de escribir, papel blanco y papel carbónico, de todo, de primera, y le podré traer algunos libros porque tiene que ir solamente incluida la bibliografía, porque de otra manera no vale. Yo sé que no necesita libros, pero hay que poner nomás que se leyó a otros autores.

-Métale nomás compañero.

El policía cerró la puerta entusiasmado y más entusiasmado se sintió Luis. ¡Lo dejarían escribir a su aire! Podría moverse en un sitio más amplio, sin ratas. Utilizaría durante unas cuantas horas nocturnas un mobiliario, austero, pero mobiliario al fin. Tal vez hubiera una ventana. Sí. Tal vez podría ver de nuevo la luz del día, en alguna ocasión. De todos modos, se conformaría con la luz de la bombilla eléctrica, porque los ojos le ardían y ya apenas podía   —94→   respirar. Tenía que aprovechar tamaña oferta. Este policía era como su Arcángel Gabriel. ¿Todas las noches? De acuerdo, lo haría con tantísimo gusto. Él, Luis Boggiani, le enseñaría además al policía cómo dejar de ser corrupto y pasar a ser un hombre honrado y justo. Conversaría con él. ¡Qué bien le vendría poder hablar! Poder emitir sonidos, escuchar otra voz que no fuera la suya, cada día más debilitada.

Al policía le impresionó la respuesta afirmativa y rápida del doctor. ¿Quería decir que era realmente un hombre tan bueno como todos aseguraban, y tan sabio? Para los demás policías el doctor Boggiani era un genio, casi una autoridad en ese charco de miserias espantosas donde la mayoría de ellos no se sentían muy diferentes de los prisioneros. Pero bueno, las cosas se tenían que hacer por orden superior, y con algo había que sobrevivir, alimentar a los niños. Muchos de ellos ni siquiera intuían cómo es que fueron cimentando la creencia en que lo que hacían era correcto, cómo se fueron disipando los escrúpulos, ni por qué seguían allí, como autómatas, bandidos sacudiendo la cabeza para ahuyentar pensamientos pecaminosos, para no oír la voz de sus viejos maestros de escuelas campesinas, humildes y laboriosos.

-¿Cómo es tu nombre? -dijo Luis cuando el policía regresó con el cocido con leche.

-Mario. Me llamo Mario. Y acá le traigo doctor una frazada también, y un jarabe para el pecho, expectorante, dice, para que se cure. Después le voy a traer también una pomada para la sarna. Le pido disculpas por todo lo que está pasando.

Luis comenzó a tomar ávidamente el cocido mientras Mario le informaba que afuera aumentaban los conciliábulos y que Anudila, su mujer, siempre venía a averiguar acerca de su estado. Mario se sentía conmovido por la amabilidad del prisionero y hasta empezó a maquinar ilusionadamente   —95→   cómo ponerlo a salvo una vez que terminara de escribirle su tesis. Él no se consideraba secuaz de los torturadores, había aprendido muchas reglas de urbanidad leyendo libros prestados. Este hombre podría huir fácilmente si le doy una mano, se decía al tiempo que miraba el imponente físico del doctor, malherido en estas difíciles circunstancias, sumido en un incesante espasmo. Todo ello agregado a la densidad de la atmósfera: el orín y la materia fecal malolientes.

-Yo mismo limpiaré este lugar mientras usted trabaja esta noche en la oficina -prometió-. Y veré la forma de que use un baño para higienizarse. Y ropa limpia.

-Gracias. Gracias.

Horas después, cuando salió por primera vez de su celda, luego de varios meses de reclusión, Luis se frotó los párpados. Le dolían. Pese a los ejercicios cotidianos de estiramiento y respiración yoga, sentía todo el cuerpo entumecido al caminar. Alguien lloraba a gritos. ¿De dónde venía ese llanto? ¿De arriba o de abajo? ¿Y los quejidos, encimados? ¿Y esa canción desde la radio a todo volumen? Un olor agridulce impregnaba el corredor. Un olor poderoso que se colaba por sus fosas nasales como una catedral de aire muerto.



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ArribaAbajo- XII -

El intento de violación


Meses penosos dejaron su impronta en el carácter de Anudila. Fue expulsada de las instituciones en las que enseñaba, porque una circular del Ministerio había prohibido que ella y su esposo ejercieran la docencia en instituciones públicas y privadas del país.

Entró por última vez al amplio edificio escolar. Sus ciento veinte alumnos de Educación Idiomática formaron filas y uno a uno le entregaron un regalo y una esquela. Todos bajaban la cabeza. Por sus rostros corrían lágrimas llenas de risas y juegos, deletreos, páginas transformadas en gaviotas, cuentos de nunca acabar, campeonatos de natación en la piscina haciéndole cosquillas a la profe, largas líneas de afecto en la pizarra.

Con el dinero de la indemnización que pagó el Colegio Mundial por despido injustificado, Anudila compró telas, hilos, encajes y una máquina de coser eléctrica, y se dedicó a diseñar ropas y a confeccionarlas ella misma durante noches inacabables.

Qué sutiles texturas. La seda con sus reminiscencias. Salía a vender sus obras casa por casa, todas las tardes. Su nueva condición de separada del marido no podía darse a conocer ahora que Luis estaba preso. Nadie sabía nada sobre él, ni siquiera si alguna vez recuperaría la libertad, y no existía ninguna certeza de que continuara vivo.

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Muchos de los detenidos fueron trasladados al Penal de Emboscada, que Anudila visitaba de vez en vez. Al encontrarse allí con sus ex compañeros, la asaltaba una tibia añoranza de Luis.

Conversaba con todos, pero la más posesiva era la profesora Eleonora, que siempre intentaba acapararla. En la segunda visita se acercó a su alumna, tocó sus cabellos, los separó de la oreja.

-¿Sabes lo que significa el albedrío? -interrogó con un resabio furtivo en la voz.

-Usted me dice ¿semiológicamente?

-No conceptualicemos, Anudila. Lo que te voy a contar es algo muy reservado.

-Sí, Eleonora.

-La Tierra debe ser el infierno de otro planeta.

-Eso está muy dicho. ¿Que le causa tanta congoja?

-El paroxismo de mi... no sé cómo denominar aquella inclinación muchas veces malsana hacia el profesor Enrique. Por primera vez en toda mi vida, me venció la ilusión, que es siempre cruel. Supuse que él era alguien con quien yo podría compartir sin presiones mutuas un plan de vida. Eso quería.

-¡Cómo! Usted ya estaba casada.

-Anudila, te ruego que no me tranques con formalismos absurdos. Yo creía que hacías de la autonomía una práctica permanente y sin altibajos. Tú eres mi paño de lágrimas en esta hora crucial. Las instituciones, y el matrimonio, son meras convenciones históricas, con fuertes raíces de orden económico. Cuando la pasión amorosa surge, virtualmente se corrompen los principios éticos más asentados. Además, los usos morales de cada época sólo responden a intereses bien oportunistas de los mandamases de turno.

-Bueno, si usted lo dice.

-No me condenes prejuiciosamente y escucha.

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Se tumbaron en un camastro y Eleonora contó que desde que conoció a Enrique comenzó a notar que las casas y la gente con sus caminos, su rutina existencial, ya no la molestaban como antes, cuando únicamente la calmaba el aislamiento. Todos los acontecimientos sociales seguían influenciando en su comportamiento, pero ya sin interferir en el diálogo que por fin aprendía a gozar con otro ser humano.

-Me refiero -aclaró- al placer del charlismo, pero no del vano, en el que sólo cuenta una especie de esgrima verbal en el que cada hablador hace alarde de datos acumulados mecánicamente, sin ningún tipo de internalización crítica de los temas.

-Profe, está divagando -se apuró Anudila-. ¿Podemos conversar después?

-Sólo unos minutos. Concédeme esa gracia. Estoy muy mal. Apelo a tus sentimientos más humanitarios. Discúlpame. Todo acto de generosidad siempre es recompensado, y en esta vida, no en la otra.

-La otra vida no existe. Es un mito religioso.

-Olvida los postulados marxistas, por favor, Anudila. Mi comunicación con Enrique era auténtica, espontánea, un alimento nutriente para cada uno por separado y también para ambos, al unísono. Poder estar en el otro, con el otro en mí, fue una prueba sobrecogedora. Él no era alguien cualquiera.

-¡Ya lo sé!

-Tenía la suficiente intuición y sensibilidad para detectar que mis acciones no pretendían satisfacer simplemente al acoplamiento por angustia de soledad, o por la urgencia de completarme, al no guardar en mí los propios elementos de plenitud.

-¿Podría abreviar su relato?

Eleonora se desconcertó ante la incomprensión de Anudila. ¿Cómo podía actuar de esta forma, siendo una mujer   —100→   con una vida difícil y a la que empujaron de cabeza hacia la adultez prematura?

-Oye, lo que deseo que comprendas es que la vibración espiritual y física que me embargaba, no la causaba Enrique por ser testigo de mi conversión amorosa, ni por las peculiaridades de su atractiva personalidad.

-¿Qué la impresionaba tanto, entonces? -dijo Anudila, conciliadora.

-No lo tengo bien discernido, pese a múltiples y reiterativos análisis. Algo similar es lo que deben sentir empíricamente los condenados al enamoramiento cuando se torna locura, que no es sino una forma de evasión. A mí ni siquiera me interesaba el cúmulo de complacencias que él sabía brindarme a través de expresiones concretas de cariño o actos epicúreos.

-¿Qué, entonces?

-Era el que apareció allí y al que no esperaba, pero ocupó sin quererlo esa geografía desnuda que yo habitaba. Y así, de repente, con todos los patios colmados, fue difícil prescindir de esa luz acogedora. Había descubierto un pequeño hueco triangular en medio de un muro rocoso alto, altísimo. Aprendí a ver el otro lado en sus dimensiones oscuras y claras. Otras formas. Un contacto tan fuerte con él, que permanecía cuando ya mi piel estaba fría, separada de la suya.

-Basta, profe -se turbó Anudila-. ¿No cree que está atrapada por una desaforada sentimentalidad?

-Por lo visto, eres muy inmadura emocional e intelectualmente para entender este compendio de sabiduría milenaria del erotismo.

-Ni una cosa ni otra -estalló Anudila-. Necesito actuar con rectitud y formalidad. Hay otras prioridades que debemos atender.

Ni ella misma digería lo que le pasaba, ese terrible peso   —101→   ¿temporal?, esa necesidad insoportable de huir de su historia, de la gran Historia. Le costaba tanto darse permiso para sentir su propio sufrimiento. ¿Cómo hacer para escuchar los ajenos sin desmayarse? El impulso inicial siempre la obligaba a zafarse de la indiferencia liberadora, pero, ¡ay, camaradas, os comprendo pero ahora soy incapaz de seguiros! Qué indefinible tristeza, qué agobio, variaciones de lo mismo, levantarse con fe cada madrugada y desfallecer inexorablemente hasta recoger toda la noche en sus brazos. La noche, toda la noche infectándose con su carga de incertidumbre.

Moqueando, regresaba a Asunción en un ómnibus destartalado. Lloraba. Lloraba. ¡Cómo lloraba! Luis era un desaparecido más.

Continuó asistiendo a la Facultad. A pesar de haberse truncado el ejercicio de la docencia, no abandonó la carrera de Psicopedagogía. Una noche, al salir de la clase, fue abordada por cuatro hombres. Reconoció a uno de ellos, vestido de civil, como policía. Éste se acercó mucho, interceptó su paso y propuso:

-Sube al automóvil. Tenemos un mensaje de Luis.

Rápidamente Anudila se ubicó al lado del conductor, en el sitio que le indicaron. Los demás hombres se sentaron en la parte posterior del vehículo, que tomó el rumbo de San Lorenzo. En esta ciudad descendió uno de los que estaban en el asiento trasero y cruzó la calle hasta llegar al bar de la esquina. Regresó con dos pollos asados y varias latitas de cerveza.

Fueron bebiendo durante el camino que conducía a Caacupé.

-Le pagaremos una promesa a la Virgencita -farfulló un flaquito de anteojos y todos soltaron una gran risotada-. ¿Quieres cerveza?

La joven rechazó la bebida moviendo la cabeza de derecha a izquierda. Incrédula, pensó que la carretera mostraba   —102→   en la reaparición de los hechos, que todo estaba en su lugar, casi inventado, hasta el paisaje oscuro, cada vez más oscuro.

Bajaron del vehículo cuando el conductor estacionó en un claro sobre el cerro de Caacupé, enfrente a la casa de campo de los Jagli, sobre la que circulaban rumores de que era habitada por espíritus en pena.

Enfilados, los hombres pidieron a Anudila que se acercara al precipicio. El conductor del vehículo, el mismo al que ella había conseguido identificar con precisión, sacó una pistola del bolsillo del chaleco y ordenó:

-Ahora colócate de espaldas.

Anudila obedeció.

-Retrocede un paso -instó el policía.

Tanteando con los talones en el pedregullo, ella lo hizo, con mucho cuidado.

-Detrás está el vacío -advirtió el que hablaba-. Tenemos dos balas preparadas para ti si no te desnudas en menos de cinco minutos.

Ella volteó la cabeza y observó en sombras, a lo lejos, el lago Ypacarai. ¡Cuántos recuerdos se juntaron en esa fracción de segundos!

-Ahora mismo comienza a desnudarte si quieres vivir. No estoy bromeando. Y ponte de cuatro, como una perrita mimada. ¡De raza!

En esa mismísima fracción de segundos, Anudila pensó en su noche de bodas, en el ritual esplendoroso, en esa fiesta en la que alguien, él, Luis, se apoderaba de su trozo vital, de sus horas, de sus caricias, de su vientre.

Se echó hacia adelante, de rodillas, y pidió clemencia con un llanto fácil que mojó su rostro y comenzó a deslizarse con calor de sangre por el cuello blanco, en el sendero entre los senos, hasta alcanzar el ombligo.

-Vamos -dijo entonces el que daba las órdenes. Parecía conmovido.

  —103→  

Transportaron a Anudila hasta el centro de Asunción, totalmente enmudecidos.

-Bájate -conminó el policía, y detuvo el automóvil al costado del Panteón Nacional de los Héroes.

Aletargada, Anudila caminó despacio hasta la calle Azara, donde subió al colectivo que la acercó a su casa. Al llegar, le pareció más vacía que nunca, aunque allí la esperaba su incondicional amiga periodista, Dora Petrocella. Hija de un militar asimilado, arriesgaba su propia vida y el cargo de su padre realizando esta visita. Le traía, además, galletas del cuartel y alimentos enlatados para que agregara al cesto que diariamente llevaba al Departamento de Investigaciones, con ropas y comida para Luis, por si estuviera vivo.

La suegra de Anudila también había venido a la capital, para ayudarla, y la acompañaba en la travesía que intentaba dar con algunos indicios del paradero de Luis. En cada oficina de jerarcas parientes o conocidos de los padres de Luis Boggiani, recibían idéntica respuesta negativa. Nada se podía hacer. Argüían asuntos de seguridad del Estado. El Gobierno debía darles un escarmiento y ejemplo de lo que se puede hacer y no.

La familia de Luis tuvo que usar sus influencias claves con el Arzobispo de Asunción para lograr la libertad del amado hijo.

Muchas lunas cruzaron el cielo de Anudila, hasta que un fúlgido presentimiento la obligó a bajar al jardín ese día lleno de matices. Apenas lo hizo, una camioneta se detuvo enfrente. Luis caminó hacia ella, dubitativo pero sonriente. Se fundieron en un abrazo intenso y largo. Una vez más lloraron juntos, sin poder esquivar la emoción del reencuentro.

-¡Estás vivo! -gritó Anudila, emocionada-. ¡Estás vivo! ¡Y tan pálido!



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ArribaAbajo- XIII -

De la política al reino esotérico


La provocación de la sospecha comenzó a enredar a la pareja. ¿Seguirían viviendo juntos? Luis recordó que la mayoría de los matrimonios de su generación se estaban divorciando debido a la represión política, que motivó tantos desajustes de personalidad, confusión y angustia.

El almanaque fue acomodando naturalmente el porvenir de ambos. A veces el agobio los vencía y otras la alegría de estar juntos a pesar de todo, tan parecidos y distintos, leyendo, discutiendo, aprendiendo a aprender, corriendo en el Jardín Botánico o cocinando unos huevos fritos con tomates saltados, los llevaba reconsiderar el lazo, esa unión tan peculiar, los ideales comunes, y a tomar conciencia de cuántos hechos compartidos los ataban entre sí. No podían aislar de sus vidas las situaciones en las que se conocieron, las miles de cartas que se escribieron (¿cómo no se incendiaban esos papeles con aquellos fuegos?), esa concentración interna permanente en ellos mismos, tan mismos que se purificaban en el trazado de una complicidad que finalmente se dirigía también hacia los demás. Porque el amor que se vive una vez nunca se acaba, menos cuando se han conjugado tanta tragedia y tanto gozo, alternativamente.

Además, el segundo bebé estaba a punto de nacer. No había forma de ocultar la prominencia del vientre de Anudila.

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-¿Nuestro niño se ha portado bien? -era la pregunta obligada de Luis.

-Muy bien, aunque el útero agrandado presiona todos los órganos que le rodean -explicó Anudila con la mirada resplandeciente-. ¡Ah, por cierto, debo contarte algo muy sorprendente! ¡Me hice una ecografía! ¡Tendremos otra niña!

Ambos conservaban el hábito de cuchichear antes de dormir y al despertarse, mientras remoloneaban en la cama tibia. Luis elaboraba innumerables proyectos. Uno de ellos era la recreación de los hechos que protagonizó durante los meses de encarcelamiento.

-¡Cuán delgado y blanco regresaste a casa! -dijo Anudila con desagrado-. Para mí sería insoportable no ver nunca el sol ni las estrellas. Es como la ceguera.

-La acción ya la tengo pensada -declaró él interrumpiéndola-. Puede ser una serie televisiva que gire alrededor del conflicto real, que no es percibido por el grupo que intenta el golpe.

-¿Cuál?

-Los personajes pretenden trascender su limitada dimensión personal y convertirse en las figuras amadas y respetadas que nunca pudieron ser: el disfraz de la utopía. Detrás crece el verdadero conflicto, el olvido de la gran mayoría de los paraguayos, de la gente a la que se quiere utilizar.

-No lo plantees así. Nuestros amigos podrían molestarse por esa interpretación -aconsejó Anudila-. Creerán que te has convertido en un renegado. ¿Por qué no lo haces desde otra perspectiva?

-No -calculó Luis haciendo el gesto de espantar moscas-. Hemos constatado la miseria diaria de los campesinos y de los que viven en zonas marginales. Son la mayoría. En la prisión se prolonga este estado de cosas. Allí se ofrece un trato distinto a ricos y pobres. Allí es donde se demostró que   —107→   todo el Movimiento Revolucionario no fue sino una puja de poder en la que poco contaba el postergado Juan.

-¿No hablas muy subjetivamente, desde tus heridas abiertas?

-Puede ser -convino Luis-, pero no renunciaré a mis planes reformistas. Hay que intentar el tránsito de nuevos caminos, más ecuménicos.

-¿Cómo?

-Trabajando para que los cambios positivos se extiendan a todo el orbe. Mientras, hay que desarrollar la acción sobre la óptica de un protagonista de la represión, que a su vez se halla rodeado de figuras menores, pusilánimes, en quienes la desesperación cunde ante la inseguridad.

Guardó silencio unos minutos y poco después explicó:

-La posibilidad de perder privilegios primero, y luego hasta la vida, hace que la lealtad se resquebraje por un lado y se fortifique por otro. Bueno, lo importante es recalcar el enmascaramiento de ciertas luchas adheridas a teorías totalitarias colectivistas: se sigue el camino contrario al del servicio público como vocación de una vida.

-¡Bah! ¿Quién te entenderá? Margaritas para los cerdos -fue la respuesta de su mujer.

Enseguida sintió lástima y le sugirió que abriera nuevamente su oficina de abogado, remarcándole que habiendo sido el mejor egresado de la Universidad Católica, y ostentando el codiciado «cinco absoluto», se debía de alguna manera a un destino profesional.

Ella intentaba olvidar el conflictivo pasado y sus intereses políticos. Él quería intervenir con firmeza en el campo de los problemas sociales, reemplazando el ardor anarquista por la consagración a eternos valores superiores. Así, se unió a un grupo filosófico, esotérico, que cultivaba el desarrollo   —108→   de una auténtica espiritualidad, el cultivo de la inteligencia y el ascetismo.

Luis y Anudila habían admirado juntos tantas cosas, que no sabían cómo iban a embelesarse separados ante las maravillas del universo.

Sin apenas advertirlo, se fueron despidiendo. Había una parte de ellos que nunca amanecía. Habían sido vencidos por las dificultades, por tantas cosas sin oficio ni beneficio.

La separación del matrimonio marcaba su tam tam de tambores ocultos.

Qué dolor. Qué dolor inenarrable.

Con frecuencia, tal vez, Anudila evocaría los términos de Luis cuando dijeron adiós sin mirar su mesita de pino, sus cuadros, sus escritorios, sus libros amados, sus discos, las cunas de sus hijas, las tertulias mañaneras. Con las manos temblorosas abrieron la puerta de su casa y se despidieron. Él indicó, parpadeando bajo sus lentes:


Hay un barco perdido en el mar de tus dudas.
Deja que el vuelo entre por la puerta de atrás.