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ArribaAbajo- XIII -

El remanente del delirio


En la última sesión, Anudila concluyó su perorata más rápido de lo habitual. El monólogo la hastiaba. Consultó el reloj y pensó que los sacerdotes escuchan confesiones desesperadas todos los días, sin cobrar nada por su trabajo. Respetan la sagrada obligación de mudez sobre las confidencias de sus fieles y además sugieren alternativas bien sencillas para esquivar la zozobra: con un padrenuestro y dos avemarías retorna la calma.

El consultorio rezumaba frialdad y mal gusto. Abrumada por la angustia, Anudila se enredaba en largos circunloquios, sintiéndose cada vez más utilizada. El orejas la incitaba a hablar de Federico todo el tiempo. El otro, incauto, nada podía saber sobre cuán expuesta estaba su historia vital ante los demás. Lo peor del caso es que la psicoanalizada tenía ahora la certeza de que habiendo ponderado con tal énfasis las maravillas de Federico...

Sí, su analista también se había enamorado perdidamente de él. Platónicamente, quizás. ¿Se inauguraba como homosexual, o ella, con sus relatos delirantes, lo iba seduciendo apenas como intermediaria del verdadero objeto amoroso?

-Hoy no hablaré de Federico -Anudila trató de afirmarse en su propósito.

Sentada enfrente al doctor Carizonzo, desembuchó de una sola vez sus preocupaciones:

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-El contubernio se desarrolla en la oficina de al lado.

-¿En cuál oficina? ¿Aquí?

-No sea pesado. Los tratados secretos. El diario me pareció un pulpo rabioso, hoy, 16 de setiembre, anunciando que murió Jean Piaget. Comenzarán los recordatorios más elocuentes que nunca. Necesitaba morirse para que todas las revistas especializadas en educación buscaran la mano del redactor, a revisar los libros de Piaget, y el padre de la moderna psicología infantil comenzará a estar más vivo que nunca ahora que seguramente lo velan en Ginebra. El Doctor Honoris Causa de más de treinta universidades y con tantas distinciones académicas reposa en su cajón. A su lado, las letras color sangre del periódico cuentan de un supuesto depravado sexual que fue remitido a la cárcel de Tacumbú. Fue en el barrio Bernardino Caballero de esta capital. ¿No lo leyó?

-Anudila, ¿qué tiene que ver todo esto contigo?

-¿Quiere que le hable sólo de mí? Hay gente a la que nunca le pasa nada. Soy una de ellas. Miro vivir a los otros. Las letras se encienden alrededor de esta tristeza girando en torno a los autos con sus conductores, obedientes soldados, como hormiguitas sumisas, frenando, continuando, primera, stop, todos hacia la misma calle y de repente la mañana neblinosa, la tormenta de Santa Rosa, el frío retrasado. ¿Me entiende, doctor?

-¿Has tenido un accidente de tránsito?

-Por favor, ¿no sabe leer entre líneas? La calle Azara bañada en brumas, giramos, y no hay nadie a las once de la mañana, la calle está desierta, qué lunes imposible, no puede ser, ni un auto, verde, cruzamos, nadie y es lunes y son las once y dos minutos, y la letra salta dentro de la palabra. En la mañana de ayer se suicidó, no, dice se mató una joven de veintidós años en la vivienda ubicada, no, dice, en el interior de una vivienda ubicada en Intendente Domingo Robledo   —191→   y Veteranos de la Guerra del Chaco. Mire que cada nombre de calle es para mí una clave. Ella se llamaba Isabel Guadalupe Brítez, tenía anorexia algunas veces, bulimia otras, soltera, oriunda de la Colonia La Niña. Informes de la policía señalan que la misma se disparó un balazo en la cabeza y que su deceso se produjo poco después. Problemas de carácter sentimental habrían sido la causa por la que Isabel Guadalupe adoptó tan drástica determinación. ¡Socorro! Estoy con diarrea, ¿puedo salir un minuto?

-No tienes nada. Siempre buscas una excusa para acortar el tiempo. Sigue.

-Yo no tengo nada y la hoja y la tinta negra. Otra noticia: el mismo, según refiere la denuncia, en compañía de otro sujeto...

-El mismo, ¿quién?

-El mismo, la misma, ¿no le gusta? Usted mismo, yo misma, nosotros mismos. Bueno, ellos mismos atacaron a un hombre cuyo nombre omitimos por razones obvias, en plena vía pública, golpeándolo en el bajo vientre y otras partes del cuerpo por lo que lo dejaron sin fuerza, circunstancia que fue aprovechada... ¡El cielo se torna plomizo!

-¿Qué ocurrió? ¿Lo estás inventando o figuraba en el diario?

-Circunstancia que fue aprovechada por los atacantes para arrastrarlo hasta la casa de uno de ellos, que es un abogado. Allí fue sometido sexualmente por ambos. Manifiesta también el denunciante que es mayor de edad, 34 años, que mientras uno le atajaba por el cuello el otro materializaba su propósito, y que, posteriormente, el segundo hombre también hizo lo propio. Dijo finalmente que después de todo se encontró en la calle tirado en la vereda siendo auxiliado por otros dos hombres que lo condujeron a un centro asistencial. Acompaña a la denuncia el correspondiente diagnóstico médico. Qué frío. Fue demasiado pronto para Isabel, veintidós años, homicidas   —192→   somos todos, mientras en la columna siguiente el niño-cadáver es encontrado en el río. Su padre adujo, según versiones de la madre, que el chico salió como siempre con un pantalón azul y su camisa blanca de uniforme en dirección al colegio, y que es muy probable que a raíz del accidente automovilístico provocado por el padre en perjuicio de aquéllos, aquéllos optaron por hacer justicia con sus propias manos. Aunque el forense afirma que la muerte se produjo por la sencilla razón de paro cardiaco en minutos en que se estaba ahogando el niño. Todo el mundo sabe que la venganza estuvo presente en el cuerpo, con muy visibles señales de tortura, siendo arrojado luego a las aguas del río Paraguay. Si no se mueve de su silla, doctor, le vomitaré sobre los pantalones. Homicidas somos todos, ya lo hice, un segundo nada más. Qué rara fuerza, no lo puedo creer, un segundo y el otro muerto, todos muertos, por qué y qué sencillo.

-¿Estás planeando un asesinato?

-Sí, la muerte de mi propio amor. Sufro porque amo de mala manera. Porque no me siento digna de ser amada con una fuerza similar a la que yo destino al amor. Quiero que alguien me deje ser su creación, me contagie su potencia, se sumerja en mi noche, estrene para mí sus madrugadas. Alguien que me serpentee y me transite.

Cuando salió se dirigió con postura tenuemente marcial hacia la gran puerta de madera tallada por artesanos indígenas. Entró con la firme decisión de concretar una idea sostenida durante incontables noches de insomnio, en las que se avistó a sí misma desfilando lentamente hacia el atrio, con breves pasos de novia emocionada y audaz. En realidad, dedujo Anudila, el novio ni siquiera juega un rol ornamental, ataviado siempre con un traje negro, así es que en reiterativos ensueños lo descartó del espectáculo.

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Ella sería la única emperatriz.

Todos admirarían su vestido confeccionado con delicadas ménsulas, nada llamativas, para no caer en la vulgaridad, que tanto la ofendía. Había observado casamientos en los que las novias a duras penas podían sostenerse dentro de sus atuendos cargados de pedrerías, firuletes y lentejuelas, tules y gasas, colas kilométricas que hacían que llegaran al atrio con la lengua afuera, desluciendo la belleza que generalmente se acrecienta en esa única ocasión, y se eterniza en los videos y en las fotos, para que después los amigos se aburran y los hijos pregunten:

-¿Tú de verdad eras ésa, mamá, o utilizaste una doble, como las famosas actrices de cine en las escenas peligrosas?

-Sin embargo, yo tenía una cintura de avispa -retrucaría la madre-, y los ojos almendrados así de grandes. Los sucesivos embarazos alteraron un poquito mi esbelta figura.

Esta era la composición de lugar que se hacía Anudila al caminar por el centro silencioso y alfombrado de la Iglesia más imponente del país. Estaba llena de flores naturales y otros adornos en los bordes de cada uno de los bancos. Grandes cintas colocadas con gracioso esmero cruzaban desde la cúpula hasta la entrada, porque probablemente en las horas siguientes un sacerdote muy altivo consagraría algún matrimonio. El único que vale, el religioso, como dice mi madre, pensó Anudila. Se detuvo unos segundos para calmar el tum tum del pecho y suavizar el jadeo.

Ahora que el templo estaba vacío tocaría el órgano para una audiencia privilegiada: la Virgen María, Dios y su único Hijo, Jesucristo, a quien Anudila consideraba el personaje más extraordinario y reformista de todos los tiempos.

Omitiendo pedir permiso a las autoridades eclesiásticas, porque sentía que su derecho de usufructo del templo era amplio, por ser la casa de todos, se acercó al órgano, pasó los dedos por la banqueta, para limpiarla, y se sentó   —194→   con el torso erguido. Pulsó las teclas iniciales y un escalofrío placentero recorrió su nuca. No supo cuánto tiempo transcurrió, sumida en la dignidad de reconocerse por fin apta para desafiar usos tradicionales. Sí, de hacerlo apartada de liturgias y pompas, fuera de lugar y de hora.

En trance, como toda artista que ofrenda su talento, primero al universo solitario y neblinoso de su propia naturaleza, conflictiva y dispersa, Anudila tocó el órgano y dirigió conmovida la mirada hacia los objetos que la rodeaban. Ignoraba que, imantados por esta versión tan dulce y venerable de su Aleluya, comenzaban a caminar hacia ella en puntas de pie todos los fieles y el párroco, el sacristán, los sacerdotes, los restauradores de santos, y hasta Monseñor Tujaki y el obispo de la diócesis. Un momento antes se hallaban concentrados en una reunión con las autoridades de la Universidad Católica de Asunción, para delinear nuevos métodos de catequesis más acordes con la realidad vivencial de la población, y discutir acerca de los contenidos y las ilustraciones de los libros de religión. Hablaban también de una nueva edición en guaraní, e inclusive en varios dialectos indígenas.

-Debemos continuar -argumentaba un cura sociólogo-, sin agredir violentamente a los indígenas, con el proceso paulatino de transculturación.

-Sí -decía el Rector-. Son paraguayos. Deben mantener sus costumbres. Podemos tolerar que pervivan algunos de sus originales ritos, pero al mismo tiempo urge que asimilen la doctrina católica y la pongan en práctica. Hay que hacer oídos sordos a los antropólogos izquierdistas que insisten en que deben mantenerse en su hábitat sin modificar sus ancestrales celebraciones ligadas a la veneración del sol y de la luna. No. Deben integrarse a la comunidad y adaptarse a una vida menos salvaje y nómada. La civilización del mundo contemporáneo debe alcanzamos a todos. Y si hay   —195→   etnias rebeldes, hay que persuadir discretamente a cada uno de sus integrantes para que reconozcan las ventajas de asimilarse a una cultura superior.

-Señor Rector -terció tímidamente otro joven sacerdote-. Ellos viven felices con sus propios códigos sociales y normas de convivencia. ¿Está sugiriendo que los traslademos a la ciudad, al cemento, a la competencia destructiva, cuando ellos disfrutan permanentemente de la cooperación múltiple, sin distinción de clases?

-¡Sacrilegio! -el decano de Filosofía se puso de pie, muy ofuscado-. Nosotros, como intelectuales al servicio de la Iglesia Católica, hemos estudiado y planificado cada una de nuestras acciones.

Fue entonces cuando la discusión se interrumpió abruptamente, porque la textura misma del Aleluya de Anudila se entremetió en la sala de reuniones y enlazó con su rara magia a los participantes, que en cohesión se dirigieron hacia el templo, e igual que los demás, entraron sigilosamente. Como estatuas, mudos y absortos, se mantuvieron a prudencial distancia, para no ser vistos por la ejecutante, que podría asustarse e interrumpir este inmortal llamado de la música.

Lo que Anudila creaba con las manos era un don sobrenatural. Nadie puede enseñar ni aprender algo así con técnicas precisas. Por eso estaban las monjas y los curas reinventando en amable contagio, el olvidado potencial para disfrutar algo diferente en medio de tantos sacrificios y mortificaciones con los que modelan sus existencias y buscan ganar puntos para la vida eterna. Por eso se paralizaron también los obreros de la calle, abriendo sus bocazas con asombro.

La presencia de las personas que la contemplaban no inmutó a Anudila. Mirando con arrogancia su instrumento musical, se despreocupó de averiguar si las múltiples observaciones dirigidas exclusivamente a ella eran ásperas o admirativas.   —196→   O quizás el silencio total y la ausencia de aplausos, traslucían la honra, el endiosamiento espontáneo de una artista que domina los secretos del teclado y del pedal, de la caja, del fuelle, de la entonadora, de las partes más sofisticadas del instrumento, sabiendo coordinar su desenfreno místico, unificador de la gran melodía.

Divagando sobre la impresión que estaría causando en los inesperados oyentes, dedicó cada acorde al Espíritu Santo, al que exultaba por formar parte de la nunca bien comprendida Santísima Trinidad. Ahora sí estaba segura de que el hermetismo de su público terrenal era resultado de la magnífica sorpresa, de la fascinación que lograba conquistarlos.

Su expansiva y jovial manera de representar musicalmente el Aleluya, vibrando entera en cada nota, se expandió desde el atrio hasta el pórtico, y rozó el claustro, la galería, la nave, la torre, la cúpula, la bóveda de la iglesia Catedral. Llegó hasta el campanario, sacudió las fibras sensibles más reprimidas de los sacristanes, traspasó el sagrario y el presbiterio, invadió angelicalmente el iconostasio, se introdujo lánguidamente en la pila bautismal, saltó hacia el púlpito, se adhirió al atril desde donde los sacerdotes repetían una y otra vez sus soliloquios, hasta colarse subrepticiamente en el confesionario.

Anudila se levantó, caminó unos pasos y se arrodilló en el comulgatorio. ¡Dulce aleteo de la vanidad! Luego salió a la calle con la cabeza muy alta. El sol, esplendoroso, bañaba la plaza y la Chacarita. Contempló el paisaje, sin verlo, porque no podía interrumpir su meditación casi megalómana sobre la experiencia orgiástica que acababa de protagonizar, sin profanación alguna, sino todo lo contrario, porque había interpretado con soberbia precisión un gran clásico musical como el Aleluya, en versión netamente suya.



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ArribaAbajo- XIV -

Reconvenciones paternales


Al abrir la puerta de su habitación, lo primero que vio Anudila fue la cara larga de su padre.

-¿De dónde vienes? -preguntó él con fingida cortesía.

-¡Cómo! ¡Ahora tenemos al director de la GESTAPO en casa! ¿No recuerdas que todos los martes y jueves voy a mi terapia con el psicoanalista?

-Pero esos tratamientos son demasiado costosos, amén de que no los necesitas -replicó el papá de Anudila.

-¿Y qué importa? Todo es caro en este mundo, y casi siempre lo que pagamos en precio de oro se convierte en algo inservible, aunque tal vez suntuario. Las máquinas... ahora en menos que canta un gallo se vuelven obsoletas, tienes que descartarlas o malvenderlas a un pobre infeliz al que estafas, porque éste cree que adquiere una ganga: por fin incorporará la nueva tecnología a su casa ya atestada de objetos inútiles. De basuras. Todo es show. Todo es mentira.

-En el gran teatro del mundo -completa el padre la idea, filosofando para seguirle la corriente-, en el de Calderón o en el nuestro, cada uno cumple su papel sumisamente. Pero algunos lo hacen muy mal.

-¿Te refieres a mí?

-Cuando utilizas ese tonillo dulce con falsedad, saltan a mi memoria las frases con que pretendías dominarme desde chica. Muy triviales por cierto.

-¡Ah, yo creía que eran creaciones originales mías!

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-No es ese el punto. Lo de tu psicoterapia se alarga demasiado. Es un abuso. Y tú no has cambiado para mejorar. No estás satisfecha con nada.

-No obstante, ahora me conozco, por lo menos parcialmente me acepto, puedo ser amable conmigo misma sin sentirme culpable.

-A lo que haces en esas sesiones le llamo sofisma, y de ambos lados, porque te prestas al juego cínicamente. Eres cómplice. No te atreves a informarte, a admitir que la ciencia en general, incluida la medicina, ha avanzado a pasos agigantados, y hay técnicas de autosuperación personal rápidas, sencillas y baratas.

-¡Papito! Sabes perfectamente que lo único que le hace bien a mi sistema nervioso, bien heredado del tuyo, son los ejercicios físicos.

-Hay un manual...

-Para estas cosas no hay recetas aplicables. Cada uno se pierde o se salva solo. Bien sabes que no sé mentir, o miento mal. He crecido así, autoritaria, despótica, dominante. Lo único que puedo hacer es limar las asperezas de mi marcada prepotencia. No sé qué hubiera sido de mí si fuera funcionaria pública y tuviera subordinados.

-El doctorcito que te atiende, que por cierto está a punto de ser rico gracias a tus continuas sesiones semanales, me ha pedido una cita y fui a conversar con él. Jamás habló en lenguaje cristiano. Sin apearse de su jerga psicoanalítica lanzó una avalancha de citas lacanianas, cuchicheando, como si estuviera haciéndome partícipe del gran soplo, del presagio divino.

-Sintetizando, muchacho, que el horno no está para bollos.

-Aseguró que no eres una psicótica clásica.

-¡Psicótica! ¿Qué quiso decir con ese desvarío? Está   —199→   más loco que una perrita en celo por vez primera. La perrita no entiende lo que sucede. De pronto, azuzados por su olor, todos los perros la acechan, calentísimos. Perros de los más diversos tamaños, razas, colores y pelajes.

-Sales por la tangente.

-No. Ese estúpido sabe que soy una perfecta histérica. Por eso puedo ser muy creativa. Lo único que falta es que también me diagnostique como esquizofrénica.

-Otra vez te desvías del tema. ¿O es que te amilanas ante el informe clínico luego de tu interminable convalecencia4? Por cierto, el estúpido dice que ahora estás curada y que ha concluido el tratamiento.

-¡Ah, me ha dado el alta, conmiserativamente! Hasta hoy, que yo sepa, no se ha descubierto un remedio que cure a los maníaco depresivos. Existen sí, inconclusos experimentos en el campo de la neurocirugía. Esta enfermedad que automáticamente genera el desprecio de los demás, en vez de suscitar conmiseración, como el cáncer, por ejemplo, sólo puede domeñarse durante ciertos periodos de ausencias inexplicables de crisis internas, o provocadas desde el exterior. Yo me he autodiagnosticado antes de que el doctor Carizonzo y tú me llevaran a empujones al Instituto Médico Psicológico.

-No es así como dices.

-¡Es así! Soy una histérica positiva. Una neurótica, como todo el mundo, en este convulsionado planeta donde el hombre y la mujer, si no se devoran a sí mismos, desarrollan su antropofagia con la primera víctima propicia que hallan en el camino, o lo hacen indiscriminadamente.

-¡Ah, ya abordamos el terreno de la criminología!

-Por cierto, la nueva nomenclatura de neurosis es síndrome de estrés.

-Anudila, ¿quieres enterarte del informe del médico?

Ella dijo que no, no, no. Que su padre era muy ingenuo para no darse cuenta de que ella había utilizado a ese   —200→   ¿profesional? debilucho y sin brillo como objeto de observación de la práctica psiquiátrica. Aseveró que el premio que nos tienen prometido si somos buenos y virtuosos, si cumplimos cabalmente los diez mandamientos bíblicos que nos impusieron hace varios siglos, o aquellos doscientos y más preceptos de Buda, y todas las leyes morales de cuantas religiones se profesan, son meras falacias:

-Una obra verdaderamente altruista y filantrópica debería realizarse sin aspaviento, en el anonimato. No hay razón alguna para exigir que el beneficiado actúe con reciprocidad. Nunca hay que recordar ni echar en cara los favores concedidos. Es una antiquísima regla de urbanidad, que se asocia con aquello de que lo que no se mama...

-Quieras o no saberlo, tu médico clínico, no el psiquiatra, dice que tú no tienes nada. Que eres más sana y fuerte que un toro. Y que tu provocación permanente no es sino un velo que tú te colocas para defenderte, atacando, porque eres débil, insegura, sensible, ¡demasiado buena y bocado al alcance de todos los lobos feroces que rondan la casa de tu abuelita!

-¡Cállate ya papá, por favor! Mi abuelita fue tu madre y está en cualquier lugar, menos en este planeta.



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ArribaAbajo- XV -

Exámenes recíprocos


Agotadísima, Anudila siente vergüenza y amargura, al comprobar que las anécdotas vinculadas a Federico continúan minuciosamente registradas. Matar al animal que la habita, eso es lo que pretende hacer, pero ya la buscan para comenzar el viaje. Está sedada, insegura al fin y al cabo, con dos pastillas de lexotanil disueltas en el estómago. Sube al automóvil y mira melancólicamente el paisaje de la autopista que conduce al aeropuerto.

Ya entre nubes, acomodada en su butaca del avión, ambiciona posibles respuestas y constata la ausencia de preguntas. En este momento no quiere saber nada, nada, ni de los enigmas morales ni de las dogmáticas verdades de la ciencia. Sólo quiere olvidar la terca pasión que todavía la encadena a Federico.

Luego de muchas horas de vuelo se acerca al paradero definitivo. Según lo estipulado en el contrato que firmó para integrarse a la inusual tentativa, vendan sus ojos antes del aterrizaje.

Una vez liberada del antifaz se halla en un enorme galpón, mal iluminado. Arrastra los pies, se detiene, mareada por el intenso trajín de gente que se esfuerza en ubicar su equipaje. Hace lo mismo. El vértigo se acrecienta.

Floto, se dice, y su mirada tropieza con la de un hombre   —202→   muy atractivo. Como siempre que nota el interés de un extraño hacia ella, trata de reconfortarse con la idea de su inocencia. Ella no ha hecho ningún gesto para llamar la atención. Ella no es provocativa, sólo que la acompaña el infortunio de parecerlo.

Él la escudriña sin cautela, y entonces Anudila se torna intrépida y también participa en el breve sondeo exploratorio que se genera entre personas desconocidas, con franqueza o hipocresía. Cada uno busca un momento en el que el otro se distrae para dibujar el cuerpo entero de la nueva presencia.

El hombre entrevé al ser femenino, gravitante. Anudila, la magnitud varonil del desconocido. ¿Qué voces serán las nuestras, al hablarnos?, se preguntan al unísono, distraída ya la visión múltiple, de inventario. ¿Serán las mismas de siempre o adquirirán cadencias ambiguas?

Inmersos en el gentío, moderan la recíproca inspección, e indefensos ante la necesidad de proseguir la tarea de vigías que acaban de establecer sin trama alguna. Ambos perciben que la circunvisión es paralela y acompasada, y que trasciende la simple curiosidad. También saben que es el inicio de un reconocimiento: el destino final de un penetrante repaso de la existencia.

Al amanecer, sorteando las cabezas que se interponen entre ellos, Anudila y el hombre dan con sus miradas. Se aguardaron durante toda la noche, con la paciencia de los condenados al misterio, reteniendo en la memoria la imagen todavía fragmentaria del encuentro.

Él trata de adivinarla desde su nacimiento. Baja los párpados y una sucesión vertiginosa de historias lo empuja a representarse mentalmente una película en blanco y negro.   —203→   Imagina en secuencias que él filma, como director, una calurosa tarde de parto:

En el ojo de la cámara ve cómo todos comienzan a inquietarse. ¿Habrá tormenta? Se trata de un impermeable silencio, en pleno otoño. Intenta cambiar su lente por una más moderna porque los actores se superponen.

-Este achicharramiento, tanta calma, presagian mal tiempo, pero la lluvia será buen augurio, -dice la profesora de Filosofía.

Carmen, la madre de Anudila, ni la oye. Está tan ocupada con la otra quietud, la del bebé que espera. Luego de portarlo durante nueve meses y conocer las volteretas incesantes dentro de su cuerpo, se toca el vientre y no advierte signos de vida.

Lo que el hombre de la expedición rueda imaginariamente es una crónica sobre el embarazo de la madre de Anudila, algo que a ella le contaron mil veces, pero soslayando los giros idiomáticos tan propios de la forma de hablar de Carmen, y desde luego, sin poder reproducir esa gracia única que toda madre despliega para referirse a su criatura.

Carmen se reconcentraba en su vientre con ansiedad, queriendo enlazar los latidos más sutiles. ¡Cuántas dudas atormentaban su sensible corazón, que se hacía más pequeño que el de la hija que ya era suya!

Felizmente se produjo el alumbramiento. El hombre de la expedición, conmovido, cambió el encuadre.

Quizás como anticipación a los roles que desempeñaría en el futuro, fue que la recién nacida comenzó a esconderse precozmente detrás de una y otra máscara.

¿Estará fallando mi equipo de filmación? ¡Esto es absurdo!, pensó el hombre.

Muchos años después Anudila seguiría siendo protagonista de este fenómeno de encubrimiento, para defenderse del demonio intransferible, ese ángel caído que no le permitía reposar. En la brega del antifaz, confundió accesorios, se vistió de esclava cuando el papel era de reina,   —204→   y se cargó de oropeles cada vez que el libreto le exigía sumisión.

¡Si hubiera sabido apuntar sus errores desde la distancia privilegiada del espectador indiferente!, se compadece de ella el improvisado cineasta.



Suspende la filmación mental y sigue investigando a Anudila con una suave caída de ojos que le afina el semblante. Ella medita sobre lo agradable que es ser autodidacta. ¡Es la libertad! Pero, insiste, cuando aquél se enfrenta a una persona que se ha educado en buenos centros de enseñanza, se hace manifiesta la superioridad que otorga la orientación de buenos maestros. Si pudiera borrar la aflicción que siempre experimenta al pensar en lo que hubiera podido hacer o ser. Galimatías. Tiniebla que se convierte en materia más dura que la piedra.

La piedra es, justamente, el mineral que ejerce una atracción irresistible sobre el individuo cuyo nombre ignora Anudila. Cuando él toca una piedra, cualquiera, puede tomar por asalto biografías anticipadas de su devenir, y entiende por qué algo aparentemente inanimado comunica un poder extraordinario que parece dirigir su albedrío, adaptado a las disciplinas más duras.

Son imposiciones de mi libreto prehistórico -se autoexplica, sin perder de vista a Anudila-. Debo rechazar los contenidos de este argumento que me impusieron. Borronearlo. Tacharlo. Destrozar páginas enteras, hasta vencer en esta batalla del cambio de programación.

No sabe fingir. Anudila observa su lucha contra la mueca delatora, y la forma en que trata de acomodar una sonrisa entre los músculos faciales.

El innombrado relaja entonces los hombros. Trata de sincronizar la respiración. En el horizonte, los colores del   —205→   atardecer estiran su mágico pensamiento hacia un rincón incontaminado. Se tiende sobre un colchón de frescos pétalos de rosas, y procura calmarse, calmarse, calmarse.

No puede. Se obliga:

Tengo que encontrar una fórmula y aplicarla sensata y metódicamente, para que me conduzca al descubrimiento de mi autora. ¡No! Mi madre, no. Mi creadora. ¿Dónde está? ¿Con quién? Y sobre todo, ¿qué hace? La merodearé, pese al insomnio creciente. Y se escabullirá cuando a mi vez esté a punto de escaparme del laberinto.

El muchacho conserva así al niño que fue. Se refugia en las curvas cerradas de sus recuerdos para volver con más vehemencia a la misma travesura del escondite. En ciertas parcelas de cansancio la madre se distrae y el hijo entrevé normas irreprimibles, quistes del aprendizaje de las cosas, cárceles del conocimiento. Si él supiera esquivarlos graciosamente y así ahuyentar al terror de ser único e irrepetible.

Mientras, Anudila sondea en su ánimo. ¿Cómo se llamará? Ella tiene por cierto que en el documento de identidad de toda persona figura un sustantivo con los apellidos, otorgados por los padres, pero que el auténtico nombre es el que algunos tienen la gloria de conocer, y es el bendito, el que le corresponde a cada uno por la forma en que lo modelaron en la etapa prenatal. Por la andadura, posteriormente, esta divina enunciación, única para cada mujer o varón, se inscribe definitivamente en el firmamento. Hay que buscarla.

-¿Él será Augusto o César? -curiosea sobre los posibles apelativos del hombre-. ¿Se llamará Pedro o Carlos, Juan o Mario, Bruno o Alcibiades, Aldo o Francisco, como Kafka?

Le ha puesto ya cien nombres de pila, cuarenta sobrenombres, veinte seudónimos, ochenta apellidos, catorce apodos. La convicción de que él hará honor a su propio nombre inaugura ese sábado de junio de 1994.



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ArribaAbajo- XVI -

Presciencia del otro


-¡Sin prisa, sin prisa! -suena la voz desde un altoparlante.

Anudila sale de su ensimismamiento y se arma de coraje para interrogar con un gesto al hombre que camina a su lado.

-Es uno de los maestros -aclara él, con gentileza.

Al escuchar su voz por primera vez Anudila se sonroja. ¿Dónde la oyó en otra vida? Un placentero cosquilleo se adueña de sus piernas.

-¿Cómo se llama usted?

-Julián. ¿Y tú?

-Anudila.

-¡Ah! ¡Qué inquietante!

-¿Por qué?

-Es tu nombre intangible. Tu auxilio celestial.

-¿Es mi nombre sagrado?

-Efectivamente, por una contingencia sacrosanta. Eres la que anuda.

-¿Cómo? Eso suena horrible.

-Porque no te interesaste nunca en la etimología del vocablo con el que te llamaron desde niña. Dentro del apelativo Anudila hay otros, varios. Hay, por ejemplo, un sustantivo clave, que para los egipcios significa desastre.

-Te burlas. Mi nombre siempre me dio lástima. Quiero modificarlo en el registro civil.

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-No lo hagas, porque es una de las pocas ocasiones en que el nombre que tus padres escogieron para ti coincide con el que está escrito en el octavo cielo, y solamente para denominarte a ti.

-¿Qué quiere decir, qué simboliza Anudila?

-Averigua tú misma. Te emocionarás. Lo que puedo asegurarte es que el hecho de que te reconozcas como Anudila, que gires la cabeza cuando alguien pronuncia tan inusual advocación, te compromete a luchar por la unión de tus semejantes, te obliga a urdir las hazañas inconclusas que figuran en tu trama sobrenatural.

-¡Qué fuerte suena lo que dices!

-Tu nombre te ofrece los dones que ambicionas para intervenir en los cambios de tu pueblo, ligando entre sí a los justos, prosiguiendo la lucha de los valientes, aunando a miles de inteligencias, para que muchos seamos mejores.

-¡Me asustas!

-Acéptalo. Tú eres capaz de enlazar las utopías colectivas y hacer que se concreten. Tú puedes movilizar a hombres y mujeres altruistas. Tú deberías amarrar al amor y proclamar que es el único camino que nos conduce a la felicidad.

-Oye, nos miran mal. No permiten que hablemos entre nosotros -lo ataja Anudila, electrizada.

-No te preocupes. ¿Me has comprendido fielmente? Tú eres la que...

-¿La que qué?

-La que anuda. La que podría anudarme y anidar en mi alma.

-Estás copiándolo a Platón.

-Para nada. Desanúdate, Anudila.

-No sé cómo hacerlo.

-Yo sé.

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-¿Cómo lo sabes?

-Porque me ocurre lo mismo.

-¿Igual, igual?

-Hasta el punto de darme cuenta de que tú sabes lo que estoy viendo y yo sé lo que piensas.

-Y viceversa. ¡Casi verso!

Les marcan un alto, y un hombre vestido con uniforme amarillo, anticuado, se acerca:

-Móderense. Llaman la atención de los demás.

Julián parece detenido en el umbral de una era sin cuentas. Sopla suavemente enviándole su aire a Anudila. Prueba a traspasarle ideas con la pulsión de todos sus sentidos:

-El apuro molesta a los demás, es una agresión para los desocupados.

Ella agacha dos veces la cabeza en señal afirmativa, y le devuelve:

-Metacomunicación.

-Metacomunicación -repite Julián, contento.

Es como si él se estuviera examinando, como si ella se viera los propios ojos desde adentro. Sus miradas se tornan idénticas, y la anatomía ocular parece estar perfectamente sincronizada para que sus vistas se fundan entre sí.

Julián reinicia la caminata y se interna una vez más en su película particular. Ha perdido varias secuencias, y debe dibujar nuevamente a los personajes.

En la pantalla que plasma automáticamente, coloca un primer plano de Iluminada, la hermana de Anudila, a quien cerca minuto sobre minuto. Más que hermana, ella moldea los hechos pretendiendo ubicarse en el papel de amiga. Quiere seguir compartiendo las complicidades   —210→   de antaño. ¿Lo ves?, dice al tiempo de ingerir un gran sorbo de mate dulce.

Ya en tecnicolor, Julián ve ahora a Iluminada, y ésta a su vez lanza una ojeada a la misma película, pero la ve en tonalidad sepia. Ambos sienten los pasos de doña Tela, una vecina muy autoritaria, que cruza el comedor y se detiene ante la mesa en la que almuerzan las hermanas.

¡Qué delgada era, qué bajita!, se enternece Julián, al notar que Anudila entra en la toma. La Anudila mujer, resoplando a su lado, le dice con un ligero vaivén de los hombros que efectivamente, era así, y bueno, y qué, y clausura sus elucubraciones, integra la platea: en el cuadro observa a Julián que se concentra en el episodio, y a Iluminada que mira su propio recuerdo en la obra cinematográfica que imagina Julián, y se distingue a sí misma escuchando a doña Tela que las previene:

-¡No se mastica con la boca abierta! La nariz es para respirar y la boca para hablar y comer.

De pronto Julián también es filmado. El plano lo muestra desde atrás, como público, haciéndose una idea de los sentimientos contradictorios que la severa amonestación sobre una regla de urbanidad habría suscitado en ambas niñas. Durante almuerzos y almuerzos procuraban introducir la comida en sus bocas manteniéndolas cerradas.

Tela también las orientó sobre las pistas de reconocimiento de la virginidad:

-Las jovencitas que caminan sin mantener las piernas juntas, demuestran que ya tuvieron relación con un hombre. ¿Notaron que Perlita, la recién casada, ahora casi corre como si tuviera sarna entre los muslos? ¡Los abre demasiado para andar!

Desde entonces Anudila e Iluminada adoptaron la peculiar forma de caminar haciendo que se entrechocaran sus rodillas. Adiós elegancia. Algunos opinaban que eran niñas con discapacidad, y que aprendieron a disimularla.

Tela era amiga íntima de Carmen, la madre de Iluminada y Anudila. Entraba y salía de la casa de la familia   —211→   Gonzaga como si fuera suya. Influyó en las hermanas decisivamente. El día en que murió la abuela fue la primera en llegar al dormitorio:

-¿Cómo ocurrió?

Chocha, la cocinera, no ahorró adjetivos para contar el suceso:

-Fue Anudila. A esta chiquilina no hay quien la pare. Como todos los días estaba sentada sobre el vientre de su abuela, y saltaba y saltaba gritando arre caballo, vamos abuela, arre caballo. Usted sabe que, aún siendo una mujer joven, doña Felicia sufría del corazón, y no habrá podido resistir tanto zarandeo. Empezó a salirle espuma por la boca. Ni así la nieta dejó de reír y de gritar. ¡Qué te pasa abuela, juega, juega, arre caballo! Doña Carmen todavía no sabe nada, Dentro de cinco minutos llegará de la escuela donde enseña.

-Qué calamidad. Mataste a tu abuela.

En la cocina, las muchachas preparaban pasteles y café para las llorosas visitas.

Todos los niños fueron llevados a la casa de la familia vecina, y allí durmieron. Al despertarse vieron desde la ventana de la sala los coches que pasaban con la gente vestida de negro. ¿Por qué no les dan dinero? Iluminada rememora el último entierro de angelito, la caravana larga y el polvo, las mujeres rezando, cantando y llorando, arrastrando los pies, el cajoncito transportado a pulso y el dinero que ofrendaban los transeúntes y chóferes al paso.

Esa tarde de nostalgias profundas, las hermanas Gonzaga hablaron de Tatín, su perro, reviviendo el día en el que un estanciero vino a buscarlo. Lo alzó y lo colocó en su camioneta. El perro aullaba de tristeza. Sus ladridos se mezclaban con el llanto de Anudila, echada en el suelo. Tenían que atajar a la niña y al perro porque cada uno quería correr hacia el otro.

Transcurrió una semana, y desde el Chaco, Tatín regresó, luego de cruzar picadas y el río. ¡Toda la algarabía del barrio lo saludó esa madrugada! Anudila, la causante del problema -el médico diagnosticó que por su alergia no podía convivir con animales con pelos- voló al   —212→   gallinero a tocar una hojita verde del árbol más alto, porque da suerte, y arrancó una flor del aire para su perro. ¿Por qué dirán que las flores del aire son parásitas?

En el campo los días eran llanos y cualquier hecho nimio se convertía en acontecimiento notable. Trajinaban los carros con sus tambores de agua. El papá peinaba afectuosamente a sus hijas con dos coletas, antes del desayuno, y a escondidas colocaba en los bolsillos de sus guardapolvos blancos dos bombones Sueño de Vals. Fue el principio de una dulce camaradería.

Nadie se explicó por qué el jueves bien temprano Anudila robó los caramelos del gran copón de vidrio del bar de su padre, mientras él se retiró un momento del lugar. Pero los volvió a colocar en el recipiente y tomó dinero de la caja. Esas hojitas de papel la atraían desde que había visto los trueques que la gente hacía con ellas. Aunque desconocía su valor, corrió hasta el almacén más cercano a su casa y compró caramelos. Quiero caramelos por esto. El despensero la miró asombrado y le preguntó para qué los quería, si los que vendía su padre eran iguales.

Turbada, la niña caminó hasta la casa de doña Tela, cuyo esposo, un arquitecto boliviano, siempre estaba sin trabajo y desesperado. Fisgando por uno de los accesos a la casa, vio que doña Tela cosía a máquina un mantel. Con extremo sigilo introdujo los caramelos por debajo de la puerta.

Cinco minutos después doña Tela llegó muy alterada a conversar con la madre de Anudila:

-Las fechorías de tu hija son enrevesadas. Sólo un mago podrá conocer sus intenciones.

Se esclareció que el robo no se ejecutó en el bar de los Gonzaga, porque ese tipo de caramelos allí no se vendían. Anudila comenzó a sentirse víctima de un terror idéntico al que la paralizó cuando el director del teatro infantil llegó una siesta a su casa. Palmoteó para hacerse anunciar, y ella salió corriendo a recibir al visitante. En el preciso momento en que le decía buenas tardes, se le cayó el lápiz labial ya rancio, que llevaba escondido desde hacía varias semanas entre las gomas del calzón. El colorete se   —213→   deslizó hasta alcanzar el suelo, exactamente ante el rostro acusador de su dueño.

¡Ya no podría pintarse los labios a escondidas! Nunca más pudo sustraer objetos ajenos, a pesar de las justificaciones de algunos compañeros de lucha, muy posteriormente:

-Pero si no es robar. Es recuperar, recuperar.





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ArribaAbajo- XVII -

Lección del baño


La noche arrastra culpas heredadas y vagos sones ya escuchados. La risa de una criatura corta el aire densísimo. Enseguida, el terror. Emoción consabida pero indefinible, es uno los más poderosos impulsos que mueve a los habitantes de la Tierra.

¿Cuál es la diferencia entre la vacilación y la firmeza? ¿Cómo se distingue lo metafísico de lo trivial? Días totales la han desvelado con estas preguntas. Anudila ha aprendido los nombres de cada continente y de las aguas que los lamen. Los ha recorrido aspirando sus aromas disímiles. Con la mirada hizo suyos a los árboles, jugó a la seducción con las nubes, en su piel vio crecer la pasión del viento, en la boca saboreó los placeres del fruto más acidulce.

Sin embargo, ningún elemento del entorno, animal, vegetal o mineral, aunque fuera apoteósicamente bello, logró desviarla de la crítica atención sobre sus recovecos internos. Allí, los fantasmas de los castigos recibidos por sus antecesoras se agigantaron sin censura, cada vez más potentes, mejor delineados en sus perfiles expiatorios. Tejieron su enredadera sobre su cuerpo en expansión, y se adueñaron de su aliento.

Ahora necesita hacer un esfuerzo extraordinario para atenuar este humor de aprensión y delito entremezclados. Uno, dos, nada mejor que una gimnasia mecánica. Olvidar que su madre está viva y la vigila aunque se halle a miles de   —216→   kilómetros. Mueve los brazos como si fueran aspas de molino, y así la encuentra una muchacha que entra sin hacerse anunciar. Con sigilo, atraviesa el dormitorio portando un enorme cesto. Se dirige al tocador y deposita encima sales aromáticas, jabones, toallas, cremas diversas, perfumes, esponjas, esencias puras y naturales, cepillos para la piel y los cabellos, fluidos untuosos, discos y otros elementos que Anudila no logra identificar.

-¡Aprendizaje de la deliciosa lección del baño como cura y divertimento! -declama la joven, y le indica a Anudila que se desnude.

Sorprendida, ella lo hace, tratando de disimular el pudor. La intrusa explica que se llama Ana, y que es la encargada de la clase de purificación, que comienza con un masaje suave en la cabeza, para aflojar los músculos del cerebro:

-Este motor es incomparable, comando central cuya importancia los líricos han desplazado hacia el corazón -afirma.

Luego, con extraordinaria habilidad manual, recorre las plantas de los pies, alivia los tobillos de Anudila, se detiene estirando cada dedo, los presiona, mientras justifica su maniobra alegando que ningún mimo es suficiente para este puntal de la anatomía humana:

-Porque aquí hablan con elocuencia las terminaciones nerviosas, en un mapa donde cada punto doloroso señala el mal funcionamiento de una parte específica del cuerpo.

-¿Sientes molestia en este lugar? -pregunta y consigna-: Cada zona del pie vigila a su órgano equivalente. En este caso, puedo asegurar que tus pulmones se hallan congestionados. La verbena es santo remedio para el catarro.

Anudila está tan relajada, que la escucha sin seguir el hilo del discurso. Abandona sus manos en las de Ana, y advierte   —217→   la frescura de la circulación de su sangre. Procura atender los consejos de la joven, que ahora insiste en la necesidad de silencio durante el masaje, cuya práctica debe ser periódica. Ni música durante el ritual, ¿eh? Sosiego propicio para una meditación liberada de las ataduras intelectuales.

-¿Qué? -la interrumpe Anudila, estupefacta-. Yo puedo meditar partiendo de una idea, hasta convertirla en pensamiento total, y concluir con un presagio.

Ana la mira, condescendiente, buscando nudos en su espalda. Piensa que nadie se halla libre de la tiranía de la cultura. Estamos llenos de códigos y fórmulas, algunos hasta el tope, otros, a los que denominamos mediocres, hasta un cuarto o un poco más del recipiente que los alberga, ¡uf, cuánta fatuidad! Por último están los que mantienen desocupada su caja teorética, y gozan de una gran ventaja sobre los letrados. Se los define como ignorantes, pero pueden dejar de serlo sin sufrir la carga de la información desmesurada de nuestros días. Susurra:

-Es tan difícil desaprender la erudición, modelo admirado que nos hace superiores, qué va, esa norma impuesta socialmente como medida del éxito entre los elegidos.

Anudila abre los ojos y la observa, inquisitiva.

-Sólo el que más sabe, reconoce la infinitud de la sabiduría -explica Ana-. Nunca podremos entender todas las cosas. Y la meditación, aunque te ocupe sólo cinco minutos, debe dirigirte al vacío. Únicamente en ese estado estarás despejada. Libre.

Enseguida, con obvia determinación, hace una reseña didáctica de la influencia positiva de la frotación de la piel. Ella considera que el adiestramiento va más allá del acto de amasar tendones y fibras:

-Cada fricción trasmite un mensaje eugenésico, y cuando sobo tu encarnadura deposito en ella energías cósmicas,   —218→   además de las mías, de mi fatiga o mi fascinación por estar viva y vivísima. Además, en todo esto gravita un fenómeno emocional. Mucha gente no tiene contacto con otros, de ligamento a ligamento, de boca a boca. Hay millones que nunca se tocan.

-¿Que nunca nunca se tocan? -dice Anudila con la lengua enredada, semidormida.

-Sí. Millones que a nadie acarician. Millones a quienes nunca friegan sus cuellos. El roce de una mano sobre el hombro o la pierna es un alimento indispensable y benéfico, que aplaca las penas tanto como dormir diez horas seguidas.

Propone a Anudila que distienda sus miembros. Como si fuera un gato desperezándose. Y que recoja frutas supuestas de árboles muy altos, alzando los brazos y agachándose para cargar su botín en una cestilla azul. Luego, de rodillas, con manos y pies apoyados firmemente en el suelo, debe contornear la columna. Arriba, abajo, que cada torsión haga reconocer el estado de una vértebra, y de otra, y otra. Sugiere que aspire los efluvios de la aromaterapia, sándalo y rosa, manzana y albahaca, refinada emulsión intradérmica, mientras rema, adelante y atrás, cuarenta veces, en un lago imaginario cubierto de camalotes.

-¡Ahora sí, la melodía! -exclama Ana-. Es la más encantadora profilaxis, pero hay que consustanciarse con ella. Detesto a aquéllos que la utilizan como fondo de una actividad baladí. ¡Audición atenta y pulcra para la música!

Menciona que en general se considera el baño exclusivamente como un acto de higiene: la limpieza obligatoria y aséptica. Sin embargo, no hay que confundirlo con la mera diligencia de filtrar la suciedad. Apunta que aprecia sus cualidades desinfectantes, pues nos preserva de posibles enfermedades:

-Pero el aseo es sobre todo una ceremonia gratísima que desherrumbra el espíritu y suaviza las asperezas del temperamento.

  —219→  

Al pie de la letra, Anudila cumple los preceptos. Humedece sus pies con un pañito poroso, y comienza a enjabonarse con delectación. Ana destila sobre su cabeza un zumo de frutas y cepilla sus cabellos. Los espejos se empañan. Las neuronas se desobstruyen. La espuma enjuaga diáfanamente sus orejas, la ducha rasca su frente, la ablución de un néctar de resedá ventila sus venas. Se muda a una tina llena de leche de cabra, y una tersura nueva la descontamina. Se desprende la última piel áspera. Transparente, se acaricia con aceite de jojoba, entra al sauna. Siente cómo se va mojando, cada gotita resbaladiza. Se moja toda, moja su pubis. Tiembla. El recato se despolvorea, el sudor recorre suavemente su clítoris y, generoso, destapona su cobertura: la piel se abre y sube arrugándose mientras desde el ombligo llega un elixir de savia de manzanilla, limpiando sus recovecos, aclarando la cabecita enrojecida, que se enciende y titila. La nata, burbujeante, refina los poros del cuerpecillo carnoso. Cada vez más erecto, se agita al recibir un impecable chorro de emulsión oleaginosa, se balancea, palpita, se entrega entero al sobo de la esponja marina con infusiones de hierbas agrestes.

Jamás se sintió tan diáfana. Ya voluminosa y suculenta, sobresaliendo en la parte más alta de la vulva, su carne entre las carnes se vuelve jugosa y se acopla a la abertura inferior, más blanda. Los labios mayores se estremecen con el detalle de una pincelada de pócima de azahar. Vibran las ninfas: cada labio menor se sumerge en suero de venado nonato, y se convulsiona. El vestíbulo trepida, los bulbos se acicalan con una solución de jenjibre y desde el monte de venus chorrea esencia de jazmín. A punto de dejarse vencer por el placer, Anudila es sacudida por una lluvia de extracto de valeriana. Es como si la atravesara una centella. Trémula, flota en una especie de lechada que se infiltra lentamente en su orificio más íntimo, y lo amplía, se empotra en el conducto,   —220→   vibra, profundiza la búsqueda, impregna su matriz de una sustancia gelatinosa que se adhiere a sus líquidos secretos. Crece el olor de madreselva junto a reminiscencias marinas. El busto se ensancha.

En la cúspide del estremecimiento, Anudila se enciende toda. Es el deleite. Se palpa los muslos. Estrena el sendero de la ingle. Tacto, tac-to, resuenan las sílabas. Es el recreo. Es el baño. Por último, la inmersión en agua con sales y aliños de raíces orientales. Una loción refrescante impregna el aire. Regresa entonces a la cámara del baño de vapor y acaba en un rápido enfriamiento con hielo triturado. Qué dicha.



  —221→  

ArribaAbajo- XVIII -

Escrutinios ontológicos


Van por un túnel blanquísimo. Cuando doblan hacia la derecha, se topan con una habitación blanca, muy luminosa. En ella hay cinco atriles dorados. Julián se detiene. Quiere contemplar a Anudila desde todos sus ángulos, pero ella ya se ha tendido sobre un enorme copo de algodón, y allí yace en actitud de espera, con llamativa displicencia.

En bandejas de plata, les alcanzan un sobre a cada uno. Los abren. Adentro, leen:

Esta es la zona de leves escrutinios metafísicos.

En el espacio vacío que sigue,
figura lo que no se ha dicho nunca
sobre las distintas razas que pueblan hasta hoy
el Universo.



De sobresalto en sobresalto, Julián desvela el contenido de una página y otra, y otra. Cada frase de Kant o de Shakespeare será siempre fascinante para aquél que la lea por primera vez. ¡Cuántos libros, desde entonces, desde antes, y qué escasas las citas dignas de ser señaladas con el pincel verde fosforescente! Él sabe que aquí las cosas se hallan impregnadas de magnetismo. En el fuego de la revelación con que se siente obsequiado, el joven ha olvidado su fobia hacia lo clandestino. Intuye que ha sido redimido y   —222→   legitimado en los quilates de su genuina personalidad. Como una sombrilla, todo lo que antes consideraba peregrino se instala sobre su rostro formando una plácida aureola que le enciende las mejillas. Ahora está seguro de que puede comenzar una obra, la suya, aunque dude y piense que se trata de una aventura temeraria que no conduce a nada. Debe hacerlo. Un poco, nada más. Sobrevendrá el cansancio, al revés, más fatiga en las primeras etapas, y luego, paulatinamente, verá crecer su misión de la misma manera que un bordado va adquiriendo sus contornos precisos.

-Soy un encantador de cucarachas -le cuenta a Anudila.

Ella retruca:

-¿Y Dios entiende todos los idiomas? ¿Le será más fácil la misa en griego? ¿Le aburrirá el inglés?

-Quiero separarme un rato de ti -pide él.

-¡Por qué, si estamos tan bien juntos!

-Por favor Anudila, necesito tiempo.

-¿Tiempo para qué?

-Para pensar en ti.

Sonríen ante sus ocurrencias. Así alivianan la inquietud que sienten al participar en este rito del que ignoran sus códigos, y que los impulsa a perderse y a reunirse con frenesí, alternativamente, a sobrepasar sus expectativas, a concederse tácitos permisos para avanzar hacia lo más prohibido, a entender que hay mil formas de hacer las mismas cosas. Probando, equivocándose y rectificando, persistiendo en un quehacer, cada uno conquistará el instrumento que será mejor para sí, para sus cualidades, preferencias y necesidades.

-Pero la vocación también puede ser una trampa. Una trampa muy tentadora -dice Anudila.

  —223→  

-Sí, pero su hallazgo, su usufructo y ejercicio -afirma Julián- son los tesoros con los que alegramos la caminata.

-Hay gente que nunca sabe cuál es su llamamiento. ¿O su llamado?

-Porque clausuran su instinto. Desoyen la constante invitación de dioses y diablillos.

-Que es selectiva, ojo, no estamos conversando sobre una fiesta popular. Así que también es un don aceptar y asumir la quemadura que nos indica para qué estamos donde estamos.

-Ciertamente. La posibilidad de abrir el cuerpo a todas las posibilidades, a los arrebatos, a las voluntades escondidas, es la llama que enciende la inspiración.

-Creía que la inspiración no existe. El diccionario indica que es la ilustración sobrenatural que Dios comunica a la criatura. Pero ese estímulo creador no lo capta quienquiera.

-Ningún sursum corda, si no se despierta. ¡A veces hay que forzar la vigilia! Atrévete y verás.

Tardaron menos de veinte minutos para llegar a un descampado donde giraba el halo de nubes superpuestas y una danza de fuegos fatuos. En realidad ellos no sabían si eras fatuos, pero lo parecían. Se replegaron hacia el sur, para observar el espectáculo. Y, naturalmente, no entendieron lo que sucedía. Ese ambiente extrañísimo devoró sus últimas palabras, todo rumor de vocales y consonantes. Además, no había mucho que decir, y con la sensatez que produce la incertidumbre, se callaron. Les pidieron que se acostaran y se durmieran inmediatamente, que se dejaran envolver por las sombras, que toda voluntad esquivaran. ¡Y ante lo que surgiera de los cielos no alzaréis las miradas! Anudila y Julián se miraron igual, hasta que llegó la reconvención:

  —224→  

-¡Vuestra única casa es Hoy, ahora estáis solos y sin nombre, ni reino ni trono poseéis, como perdidos vagabundos dormiréis!

Una hora más tarde los despertaron con suavidad, pero enseguida se hallaron rodeados de voces y de gritos. Tres personas vestidas como ángeles les pasaron una sábana a cada uno, palparon los colchones y las almohadas, registraron centímetro a centímetro los brazos de los participantes e inspeccionaron sus lenguas:

-Porque si no se fregaron esta mañana con una toallita, estarán sucias. En la lengua se observa el estado de salud de la gente -aclararon.

La fisonomía de Julián seguía mostrando indiferencia, pero la mirada de Anudila se tornaba protocolar. Estaba fingiendo serenidad. ¡Cómo no se había dado cuenta antes! ¡Había caído en un engaño! Todo le resultaba amenazador, apocalíptico. Y algo zumbaba en su mente, algo que la afligía y la aislaba del entorno. Pero no tuvo más remedio que tenderse de nuevo sobre la improvisada cama. Cerró los ojos. Los apretó y apretó. El espacio palpitaba en sus vísceras y un olor de buganvillas, reflejos antiguos, quietud que danzaba, oleajes, vientos azotados por otros vientos, empezaron a marearla.

Se durmió. O pretendió hacerlo. O soñó. Soñó, seguramente, porque vio cuerpos transparentes, oyó silencios, sintió que le llovían encima huesos molidos por los siglos, diáfanas columnas etruscas. Se vio en la celda del Departamento de Investigaciones de la Policía de Asunción mientras el poniente huía hacia remotos lugares. Creyó, pensó, soñó que le ofrecían un caldo de sangre. Se puso a esculpir el aire con la figura de la muerte, una mujer, su guadaña. Una hermosa mujer, esbelta y alegre. Sus   —225→   carcajadas siguieron resonando en el vacío cuando sintió la sacudida:

-¡Anudila! ¡Anudila!

-¡Oooh! ¿Qué sucedió? ¿Qué pasa?

-Hace dos minutos que te toco -dijo Julián.

-¿Hemos dormido?

-No, qué va. Dormir es como morir sabiendo que uno se está muriendo bien muerto. Sencillamente descansamos.

-¡Pero si yo tuve pesadillas, pesadillas terribles!

-No. Sólo nos estaban enseñando cuán omnisciente es la senda de la vida.

-Estás chiflado.

-No. Nos mostraban la manera de aprender a ver.

-A ver qué.

-Todo.

Anudila pensó que los hechos no tardarían en darle la razón. Todos estaban rematadamente locos. Era una conjura. No volvería a tumbarse en el suelo ni si la amenazaran con lancearla.

En ese instante pasó un vendedor de verduras. Julián se incorporó y la invitó a escoger zapallos, berenjenas, cebollas. Ahora todo estaba muy claro. No había una sola nube en la tersa elegancia del cielo.

-Tú escogerás cada vegetal.

Anudila se negó rotundamente. Explicó que él acababa de tocarle el punto débil, mi asignatura pendiente, que jamás supo cómo diferenciar una zanahoria sana de una podrida, ni tocándola una y otra vez, ni dándole vueltas entre las manos, ni sopesándola. ¿Cómo saber cuál es la diferencia entre un tomate rozagante y otro machucado? No. Era una prueba imposible:

-Yo soy Venus, la primera y la última, la sin rastro y sin cara. Soy la princesa bárbara que desteje su sino. Soy el   —226→   eco palpitante de todas mis abuelas. Soy también Juana de Arco. Y la heroína secreta. Soy la galaxia que invade tus neuronas. Soy más que lo dicho, pero no me pidas que sepa cómo diferenciar una papa buena de otra mala.

No pudieron acercarse al vendedor porque comenzaron a sonar varias trompetas y los llamaron. El programa debía continuar. Anudila giró la cabeza hacia Julián y contemplaron absortos las ramas de los árboles sacudiéndose hacia arriba, como si cantaran victoria.



  —227→  

ArribaAbajo- XIX -

Recapitulaciones


En el pináculo de las instrucciones, las personas se ubican en lugares asignados previamente. Anudila, en la primera fila. Julián, muy atrás. No hay sillas. Cada uno debe entrar en un aparato de forma ovoide, transparente, y sujetarse al cuerpo una escafandra. A las plantas de los pies y las manos se adhieren objetos que molestan al principio, por la succión que ejercen, y horas después conducen a un estado que embriaga.

El edificio es de cristal. Se puede divisar el panorama de cielo claro en este momento del día, el follaje magnificente y el vuelo de los picaflores. Una mariposa azul va y viene, con delicados aleteos. Desde su silla giratoria que cuelga de la punta del techo piramidal, saluda un señor maduro de beatífico semblante:

-Bienvenidos. Todos vosotros creéis que estáis aquí por una eventualidad. Es una equivocación. Fuisteis escogidos. A partir de ahora, las fantasmagorías serán desechadas. Tendréis la noción de la maravilla. Soy el consejero Lozano y os ayudaré en el intento de perseverar, cada uno en su sed, cuanto esté a su alcance. Vuestra libertad es rotunda, incondicional. Usadla sin leyes y no midáis las horas.

Julián es arrastrado hacia un subterráneo muy oscuro. Pero se rebela. Cree estar seguro de que permanece en su   —228→   máquina. Siente que Anudila se cuela en sus células y le dicta, en sutil alfabeto:

-Te guardaré la ausencia.

Mira hacia el cielo y ve que ella entra en la mariposa azul. Gira y la busca, en el aparato. Su vestido rojo parece estar allí, pero sus brazos se han convertido en frágiles membranas, y en su cabeza fulguran dos antenitas.

-No, son garabatos de mi fantasía, estoy alienado. ¡No! -se fastidia. Y en ese instante todo lo aprendido, los innumerables archivos, se desploman sobre su cuello.

-No te subleves -insinúa la mariposa azul, ahora posada en su hombro-. Déjate guiar por la temperatura del corazón. Acéptame, como bichito o mujer, mineral o flor. Yo te retengo en mí y te protejo.

-No entiendo el latín.

-Tonto. Si es sánscrito.

-Es un juego de azar. Perderemos todo o ganaremos.

-No. Comenzaremos una y otra vez, hasta deshacer el orden de las piezas. No estamos compitiendo, sino compartiendo.

-¿Puedo pedirte algo?

-Todo lo que quieras.

-La tuya es una cara muy linda. No conviene esconderla con el maquillaje.

-¡Gloria a la naturalidad, mi amo!

Julián reconoce que está soñando una vigilia ilusoria. El subterráneo es laberíntico. Las sombras se espesan. ¿Se dirige a un punto preciso o está huyendo? ¿Va o viene?

-No te tortures. Déjate llevar. Debes fluir.

-¿Quién habla?

-El maestro Lozano. Te enseñaré a ser un buen expedicionario.

-Ya que estamos aquí, lo acepto.

  —229→  

-No esquives el absurdo. Es el primer paso. ¿Quieres recuperar el sentido lineal de las horas?

-Ahora mismo sólo tengo ganas de orinar.

-Respuesta previsible. Es la tendencia atávica a minimizar lo extraordinario.

-¡Ah! Bien, ¿qué debo hacer?

-Un reconocimiento del momento que vives y del lugar en el que estás.

-¡Cómo!

-Primero, todo imaginativo. Nada más.

-Bien, prendo la mecha en todo mi cuerpo y puedo ir a donde usted ordene.

-Merodea cautelosamente, por aquí, por allá, sin perder la vivacidad y el ingenio. Incursiona en los más oscuros montes. Tantea.

-Sí, sí.

-Avanza un poco más.

-No me siento tan seguro. Es como si hubiera un lodazal.

-Sí, pero no te hundirás. Avanza hasta llegar al ciclo de la batida.

-¿Cómo salgo de aquí?

-Un tornillito, tú sabes, hazlo girar.

-¿En mi cabeza?

-Donde quieras. Sal de ahí. Acércate a la orilla de ese río. Es un río que como todos desembocará en su océano. Indaga sin prejuicios en el fondo de ese río.

-No es mi río.

-No importa. ¡Lánzate! ¡Ya!

-Me da frío.

-No te concentres en las sensaciones de la piel, sino en los ojos. El buceo te ayudará a auscultar una fulgurante cosmogonía. Investiga incluso en lo que aparece ante ti como intrascendente.

  —230→  

Bucea durante muchas horas, hasta que vuelve a escuchar la voz del consejero Lozano:

-¡Regresa! ¡Regresa ahora! Abre los ojos. Bájate de la entelequia.

-¿La entelequia?

-¡Sí! Pisa la tierra verdadera. Rastrea tus propias pisadas. Examínate hasta saber lo que es un descubrimiento.

-¿Cuándo, cómo podré saber lo que es un descubrimiento? Eso es muy tonto. Es como un examen escolar que nunca salvaré. No.

-Hazlo. Lo sabrás naturalmente cuando te internes en el alma central del vacío.

Entretanto, Anudila está en un valle con sembradíos extensos y arroyos cristalinos. La guía una mujer morena, que es agricultora.

-Esta es la planta de Chía -declara la anciana.

-¿Para qué sirve?

-No lo sabemos, pero ya la cultivaban nuestro abuelo, el bisabuelo, y la tatarabuela. Seguimos haciendo lo mismo. Ese gringo, que nos provee alimentación, tiene sus teorías acerca de la utilización de la planta de Chía.

El gringo se acerca:

-Ella -dice, señalando a la agricultora-, siembra, brinda los cuidados culturales a la planta, cosecha, pero desconoce sus aplicaciones. Esto sucede con frecuencia.

-Y usted -dice Anudila-, ¿sabe para qué sirve la Chía?

-Es una especie vegetal, Hesperaloe Funífera, o nocturna. La flor se abre a las dos de la noche. Entonces ocurre la polinización. Con esta planta nosotros producimos papeles especiales, de té, de filtro, papel moneda, de Biblia, que requiere hojas fuertes pero delicadas.

-¡Ah, la chía es la nieta del papiro! ¿Y chía? ¿Chilla?

  —231→  

Incentivada por su fácil credulidad, Anudila se sienta sobre el tronco de un árbol, totalmente cómplice de la agricultora. Vierten secretos. La mujer es quiromántica y vidente.

-Para que confíes en mí -enuncia, conmovida, apretando la mano de Anudila entre las suyas-, antes de pronosticarte el futuro te mostraré un fragmento de tu pasado. Es muy importante, porque ha marcado tu impronta de relacionamiento con el varón.

-¿Con quién?

-Con todos los hombres por igual. Los has colocado en una bolsa común y eres, desde aquel accidente, incapaz de establecer las diferencias entre uno y otro. Tú no conoces la entrega.

-¿Qué tipo de entrega?

-No sabes darte a otro ser. Menos a un hombre. Oye, cuando ocurrió aquello que te digo, era clara la evidencia de que transcurría un período maléfico de tu vida. Esa misma noche Mami y Chocha, la mucama y la cocinera de tu casa, cansadas de cocinar y lavar de lunes a sábado, se escondieron detrás de una pila de ladrillos. Tú saliste de tu casa, te apoyaste en el portón y viste, oteando en la oscuridad, las siluetas de los cuerpos en el suelo. ¿Por qué están acostados?, preguntaste.

-Eres una bruja.

-Lo soy. Una maga blanca.

-Yo sé cómo sigue esa historia.

-La niña se acercó y observó que Mami y Chocha estaban desnudas con dos hombres -concreta la ocultista-. Una, abrazada al otro, con las piernas entrecruzadas. Chocha, sentada a horcajadas sobre su acompañante. Al día siguiente comenzaron tus vacaciones.

-¡Sí! Entonces me llevaron en automóvil a Los Pajonales, donde cada verano me esperaba mi amiga Elena María Semidei. Allí le comenté lo que sucedió la noche anterior a la lavandera de la granja. Ella estaba usando una lejía muy   —232→   fuerte para limpiar la ropa más sucia. Aletargada por el olor del recuelo, me informó escuetamente que así se hacen los hijos, así, como Mami y Chocha estaban haciéndolo.

-Efectivamente. Fue entonces cuando la lavandera alzó la amplia pollera y te mostró su sexo negrusco y feo. ¿Por qué está tan hinchado, y por qué tienes pelos allí?, le preguntaste. Te contó: «Por este lugar entra el asunto del hombre en tu cosa y te va a fabricar un hijo cuando seas grande»

-¡Fue así! ¡Fue así mismo!

-Guardaste silencio sobre tus recientes averiguaciones. Ni siquiera cuando Mami y Chocha te llevaban los domingos de tarde a sus ranchitos, abrías la boca. En realidad, intentabas por todos los medios monopolizar tu interés en dulces sonidos que ibas creando al compás de los días, para evadirte del aturdimiento que provocaban los locutores al farfullar pormenores de los partidos de fútbol desde las radios.

-¡Sí! La gente se sentaba en las veredas de sus casas y el aparato rugía con el máximo volumen. Me sentía morir.

-Ya lo creo. ¿Recuerdas lo que hiciste aquella vez con el viejo?

Anudila está con la mirada perdida en el horizonte. No tiene idea de lo que pasó.

-Acuérdate -insiste la médium-. Acuérdate cuando desde tu ventana, y en la penumbra cada vez más accesible, viste al herrero.

-No, no, no -dice Anudila sacudiendo la cabeza.

-Sin embargo, tuviste una desmesurada reacción.

-¿Por qué?

-¡Recapitula!

-¡No puedo!

-¡Mira hacia atrás, muy atrás! Rememora. El vecino abrazó y sentó a la vendedora de dulce de maní en la silla   —233→   especial que él mismo había construido, con un agujero en el centro, para ejecutar el encuentro sexual cómodamente, según su peso y su estatura. ¡Recuerda! Le abrió las piernas a la chica, se arrodilló y blandió su pene, enorme, que a ti te pareció entonces un animal tenebroso a punto de estallar.

-¡Sí! -grita Anudila-. Recogí el ladrillo que sujetaba el postigo de la ventana, lo lancé hacia el viejo y di en el blanco.

-Le rompiste la cabeza. ¡Por qué lo hiciste, por qué!, inquirieron vecinos y parientes.

-Porque Vicenta, Vicenta...

Y nadie se enteraba de nada porque Anudila no sabía continuar la explicación y se largaba a gimotear.

Dos palmadas -aseveró la niñera-, y la chica se ha quedado bastante tranquila. Su agresividad es anormal, ahora no quiere que su padre vuelva a jugar truco con el pobre herrero.

Semanas después, Anudila encontró a Vicenta en un cumpleaños, donde oficiaba de guardiana del hijo menor de la familia Estrada. Anudila lucía un vestido rosa con volados y Chocha la vigilaba:

-No te ensucies, porque tu mamá me reta a mí y después la modista te hace solamente vestidos de entrecasa. No olvides que ahora tienes nada más que tres para las fiestas, y tu tía prometió regalarte otro si te portas como la gente.

Anudila ni escucha. Contiene las lágrimas. Se acerca a Vicenta, que la rehuye:

-¿Por qué hiciste eso, Vicenta, por qué?

-Porque me paga.

El jolgorio del cumpleaños culmina abruptamente. Entre tanto vocerío, predomina la exclamación destemplada de la dueña de casa:

-¡Chocha, Chocha! ¡La hija de los Gonzaga salió corriendo por el fondo del patio! ¡Chocha!



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ArribaAbajo- XX -

Misterio del Misterio


Amanece. Es domingo y el Pináculo de las Instrucciones está desierto. Sus improvisados ocupantes tienen jornada de excursión. Anudila escoge una sala amplia y desierta para practicar técnicas de dicción y vocalización. Arma un reflector con el foco de cien voltios del laboratorio fotográfico y se dispone a ensayar una obra dramática. La dirigirá Olga Aguirre, una de sus compañeras de exploración, que además ha escrito el drama.

-¡Empieza! -grita Olga, sentada en su butaca de directora de teatro.

-Ella y la otra -suspira Anudila-. ¡Son una! Alguien tiene que morir sin hacer una mínima señal. La intrusa debe acercarse de contramano, sin intermediarios, sin inventarios, sin refrigerios ni gallinas desbocadas. Y la que se quede tendrá el derecho de exclamar que su alma está salvada. Qué le hace un susto al muerto. Complicadita y antigua tu sintaxis, querida.

-Ya identificarás la intención que subyace en esos giros. En el modo de decir se halla la clave. Suéltala con la interpretación profunda. Debes tomar por asalto al personaje. Es la única manera de que no se te escurra.

-¿Qué pasa si primero intento conocerlo, acercarme a él, intuir sus gestos, y luego procuro imitar su voz, cuando ya voy trazando su perfil?

  —236→  

-Craso error. Tienes que asaltar su presencia, ocupar su lugar con el vértigo de una chispa danzando en el aire, desfigurada, perdida en la eternidad. En la eternidad no hay símbolos. La eternidad es.

-¿Sólo es? Eso es ridículo.

-Es. Sin límites. Y allí están todos los personajes, los de los cuentos y los de la historia que suponemos transcurrió de verdad. En esa dimensión de la eternidad debes moverte cuando te posesionas de un personaje. Deja de ser quien crees ser, quien quieres ser. Eres tú sin serlo. Eres el otro, y eres quien puedes ser. La que va siendo.

-¿Por qué entreveras el género masculino con el femenino?

-No tiene importancia. Todos los fantasmas, es decir, los menganos y fulanas a ser representados, pueden convertirse en androides, en autómatas, en remedos creíbles de personas, si el actor o la actriz no los usurpan.

-Muy hermético para mi gusto.

Anudila procura, de todos modos, apresar y hacer suya a esa extraña dibujada por Olga. Apenas empieza a moverse, la tierra también se mueve.

(-Anudila, ¡cállate, que me desconcentras! -pide su hermana Iluminada.)

-¿Por qué te detienes? -reclama Olga.

-Se me ha mezclado el libreto.

-¡Sigue, sigue!

-Eso. Inventar la guerra -continúa Anudila, atendiendo el pedido-. Aunque fallen todas las seguridades. Para que los planes y los mañanas queden supeditados a lo fortuito del instante, a la incertidumbre y a la alegría de saber que nadie se preocupa del otro, que todos se aferran solamente a su mandato de sobrevivencia. Aniquilada la censura, seré   —237→   quien soy, aunque peleando por una ínfima rodaja de libertad que corregiré con tinta negra cuando me huela la carne en algún segundo del pasado.

-¡Alto! No cambies más el libreto.

-¿Qué dije mal?

-Dijiste «cuando me huela la carne». Allí dice «cuando me duela la carne en algún segundo del pasado».

-Listo.

(-¡Por favor, por el amor de todos los santos, respeta mi trabajo! -ruega Iluminada, con una voz lejana y sin matices.)

-La máscara veneciana no me servirá. -continúa Anudila, haciendo caso omiso a la interrupción cósmica en la que su hermanita llegaba toda vestida de azul-. La máscara veneciana no, no me servirá para ubicarme entre los homúnculos de la cárcel. ¡Te veo, quédate! Me usas, soy un caleidoscopio donde almacenas tus venas reptantes, desatinadas.

(Iluminada implora a su hermana que deje de leer en voz alta los parlamentos. Le impiden concentrarse en sus prácticas de solfeo:

-¡Además nadie entenderá tales despropósitos!

-Y todos pensarán que eres manca -replica Anudila con desparpajo y ya en voz alta.)

-¿Por qué cambias el texto? -pregunta Olga, desconcertada.

-Cada nota disonante me hace pensar en las ruinas de Atenas. ¡Me mima la rima! ¡La rima me mima! Te falta conciencia -prosigue Anudila.

-Pero... ¿qué sucede? ¡Atiende el argumento!

-Olga, hay interferencias.

  —238→  

-¡Evádelas!

-No sé cómo. Es mi hermana, cuando ambas éramos adolescentes.

Como una sombra chinesca ante Anudila, en la misma habitación de este lugar del que jamás sabrá el nombre, Iluminada baja las manos de las teclas del piano y se dispone a hacer gimnasia japonesa, que le recomendaron para enfrentar las tensiones diarias. Su vida está jugada. Debe competir, mientras Anudila gasta su tiempo en simples devaneos con el teatro. La considera hueca, reiterativa y vanidosa. Iluminada alza la cabeza y dice:

-La mentira oficial de la Humanidad es la Literatura. Los ingenuos aceptan el engaño. Es una estafa grotesca.

-Lo único que tú conoces de Literatura -retruca Anudila- son esas pavadas de Chejov.

-Sí, son cuentos entretenidos.

-No llegan a la categoría de cuentos. Son relatos. Y en ellos, todo lo que hace la gente es comer y beber té. ¡El tedio multiplicado! Aunque, claro, te viene bien, eso forma parte de tu monotonía.

-¿Y la tuya, a ver?

-Soy una artista de la vida. La gasto, la quemaré hasta que la ceniza se torne evanescente. No acato los dictados de lo que ridículamente llamas sensatez.

-Pero soy yo la que debe curar tus golpes -protesta Iluminada, pronunciando las palabras como si la enfermaran-. Claro, es mi deber consolarte con juegos mezquinos, cubrirte de tu propia intemperie. ¡La protagonista, señores, se ha muerto de muerte natural! He aquí su equipaje. ¡Ha logrado alcanzarse en estado fetal y cuentan que era envidiosa y que usaba amuletos!

-¡Ay, miren quién habla de supersticiones! No soy yo la que lleva un atado de dientes de ajo en el bolso amarillo.

  —239→  

-¡Verás el sol de la esquina si me dejas sola! -ruge Iluminada y sale de la habitación dando un portazo.

Anudila sale también, seguida por Olga, que exhorta:

-¡Regresa, regresa aquí! ¡Estás haciendo una ensalada de espacio y tiempo! ¡Vuelve!

Pero ella se pierde de vista. Corre, corre, hasta llegar al claro de un bosque. Reclinada contra el tronco de un árbol, procura calmar su agitación, y, desdoblándose, se observa conduciendo un vehículo temerariamente, como si la persiguieran. Llega a la calle Tacuary. Sacude varias veces la cabeza. ¡No puede estar allá y acá!

Acá, ve que el auto de Federico se halla estacionado cerca de su garaje. Está oscureciendo. La más sencilla deducción deja caer su respuesta como un río insurgente que no quiere ir al mar: él está adentro con alguna mujer haciendo quién sabe qué. Cada flash del interior de la vivienda se convierte en una planicie llena de cicatrices. La sinrazón se lía en la llama de la furia.

-Estúpida, soy una estúpida -se increpa y salta a la vereda, desde donde llama mientras pulsa el timbre con todas sus fuerzas-: ¡Catalina, Catalina! ¡Lánzame la llave, por favor!

Cruza el inmenso jardín, sube las escaleras furtivamente. Apoya el oído en la puerta. Oye risas y jadeos. Comienza a temblar, y, totalmente descontrolada, golpea la puerta con el taco del zapato. Silencio. Otro coito que le aborto, brama mientras siente que se ahoga. Vuelve a hacer ruido dando puñetazos a la puerta. Un momento después, Federico la abre. Al encontrarse con Anudila, dice, azorado:

-¿Qué te pasa?

-Déjame entrar -exige, desfalleciente.

  —240→  

-No -se planta él-. Estoy haciendo algo que me gusta y no necesito tu intervención.

Ella comienza a caer y él la sujeta, asustado, apretándola contra su pecho y hablándole con dulzura.

Cuando la respiración retorna su ritmo normal, Federico afloja el abrazo y la escucha:

-Si no la sacas de aquí en cinco minutos nunca más me verás.

Él le dice que espere. Cierra la puerta. Se oye el trajín del lavabo. Cuando vuelve a salir, acompañado de su amante, hace como que no ve a nadie. Estupefacta, Anudila llora. ¡Con ella! ¡También con ella!

Celia Bogado era amiga de infancia de Anudila. No se habían criado juntas, pero sus madres y sus respectivas abuelas animaron en conjunto interminables reuniones en la ciudad natal. En vacaciones, Anudila e Iluminada viajaban a la capital y se hospedaban en la casa del padre de Celia, que era militar.

Autoritario como la mayoría de sus colegas, impuso en su hogar inflexibles normas disciplinarias que motivaron a Celia a luchar incluso consigo misma. Cuando no daba más, peleaba con su única hermana y con sus compañeras de clase. ¡Debía ser la mejor de todas! Favorecida por la naturaleza, era, si no bonita, atractiva, y albergaba en su figura cierto aire andrógino que hacía resaltar aún más su distinción.

Aprendió desde muy niña a controlarse y avanzar hacia el fin previsto. Cosía que era un primor. Muy coqueta, fue perdiendo esta predisposición heredada de su madre, y con el correr de los años adoptó una peculiar severidad en el peinado, los modales y el atuendo. Tiró los afeites y se despejó totalmente el rostro.

Había concluido sus estudios de administración general y se dedicaba a trabajos de auditoría empresarial, pero   —241→   los números no la satisfacían. Queriendo rellenar espacios fue que buscó a Anudila Gonzaga. Pidió que la ubicara en algún quehacer artístico.

-¡Hagamos teatro! -propuso su amiga, entusiasmada, y agregó-: ¡Te presentaré a mi novio, que nos ayudará!

Esa misma tarde almorzaron juntos, en la casa de Federico, y durante varios días los tres se fueron al cine, al campo, bebieron a la mutua salud y felicidad. No había transcurrido una semana, cuando Anudila los pescó en el trance que acaba de reconstruir, sintiendo que le clavan cien cuchilladas en la espalda.

Olga la encuentra totalmente dormida. Averigua qué ha sucedido.

-Nada -aclara Anudila-. Tuve una pesadilla.

-Un tal Julián te ha buscado muchísimo. Parecía ansioso. ¿Lo conoces?

-Es del grupo.

-¿Sí? No lo vi antes. Será porque tiene ese aspecto pacífico de los que no cometen ningún exceso.

-Qué agilidad mental la tuya, querida.

-Conozco a mi pueblo. Al del justo medio.

-Dudo que estés refiriéndote a Julián.

-También hay viciosos felices que aparentan ser virtuosos. Vamos, Anudila, rápido. Debemos prepararnos. Nos llevarán a la «Tienda del Todo».

-¿Cómo lo sabes?

-Lo he leído en el programa. ¡Vamos!

Hacia allí se dirigían ya los bichitos de la imaginación de Julián, cuya mente había permanecido en reposo absoluto. Supo cuánto brío acababa de ganar el jovencito que habitaba en él. Deploraba su anterior inseguridad. ¡Qué feliz se sintió cuando divisó a las dos mujeres! Olga y Anudila venían marchando, un, dos, tres, un dos, tres.



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ArribaAbajo- XXI -

La tienda del todo


En un aeropuerto, cada persona lleva adherida su circunstancia. Unos y otros se descifran según el vestuario, el tipo de rostro, el bolso de mano, la revista o el periódico que llevan bajo el brazo, el chicle que mascan o el cigarrillo que fuman.

-Cada uno trae consigo su propio cuento -dice Julián.

-¿Tendremos un vuelo largo? -inquiere Anudila.

En la pista se observa la luz vacilante del crepúsculo. Ambos están incómodos. Desean hablar a sus anchas. No pueden, no quieren disimular la empatía que campea entre ambos, pero se sienten observados. En este lugar neutro en el que todos son ciudadanos de Ninguna Parte, matan el tedio de la espera pensando en lo que harán cuando se admitan pasajeros comunes en los viajes extraterrestres. ¿Serán turistas espaciales, sabelotodos comandantes o tímidos aventureros?

Ya en el avión, que está mucho más caliente y confortable que la sala de espera del aeropuerto, Julián intenta ubicar a Anudila. Levanta la cabeza, se empina, mira aquí y allá, pero enseguida se contiene al percibir que es vigilado por ciento noventa y ocho ojos. Supone que aquí se reproduce en miniatura ese control social más amplio del que somos objeto desde que nacemos, y que condiciona inclusive nuestros mínimos actos. Detiene las ganas ineludibles de acariciarle   —244→   el brazo a Anudila. Reprime la ansiedad de palparla entera. Tocar es ahora una palabra que le suena a instrumento musical bien afinado.

Lo que no puede evitar es saber coma por punto, exactamente lo que ella piensa mientras mira desde la ventanilla. Mira las nubes y reza oraciones simples y graciosas, y de pronto zangolotea con frases sin sentido. ¡Es que la escucha! ¡Es que el pensamiento de ella invade el suyo! Cada día es un año y cada año es un día perdido. Es un peso incontrolable y caprichoso, que depende de la lenta conjunción de las letras formando frases y luego ideas, con el instinto amoroso gestando símbolos inaplazables.

Así estaban las cosas. Inaplazables. No sólo se prolongaba la emoción de la esperanza, no sólo les costaba no estar sentados uno junto al otro, sino que se sentían castigados. Aunque no había modo de evitar la separación, esa dolorosa esclavitud de la distancia corporal, eran indóciles para aceptar la injusticia. No estaban juntos pero estaban la una en el otro y el otro en la una.

Al descender por la escalerilla del avión, Julián coincide con Anudila y sondea en su ánimo. Se halla apesadumbrada, igual que él. Uno no ama lo que no conoce, se dice. Y se repite: ¿Por qué la amo? ¡No puede ser! ¡Y es! Autoconfirma su amor al tiempo que Anudila le dice con sus cabellos que se despeinan:

-Yo también te amo.

-Entonces, ¿por qué te torturabas tanto recién, durante el vuelo?

Anudila mueve las cejas en señal de ignorancia.

En el ómnibus que los lleva a la Tienda de Todo, se   —245→   encubren con meditaciones particulares. Su mutuo traspaso de información está bloqueado. Ni siquiera miran a su alrededor. Pero se encuentran nuevamente en la gran entrada del almacén, y sonríen, aliviados. La penumbra que los separaba se ha disipado.

Entran a un parque de diversiones. «La emoción más desenfrenada. Cometa hazañas por dos horas. Rebajas por ser lunes», reza un cartel.

Hacia allí se dirige Julián. Lo guían hasta un comedor. Él explica que no tiene interés en la gastronomía, pero lo animan diciéndole que comprenderá lo que es el impulso de supervivencia jugando la prueba del banquete. Accede al divisar a Anudila en la misma sección.

-¿Se ubicará en la platea o participará en el festín? pregunta el maitre.

-¿Cuál es la diferencia? -averigua Julián.

-En esencia, ninguna. Pero eso podrá comprobarlo cuando termine la función. Decídalo usted.

Mira a Anudila, que parece indecisa. Elige el rol del que espera y observa. Automáticamente comienza a sentir apetito. Con paso cadencioso, Anudila pasa frente a él, vestida de fiesta. Se sienta entre los comensales con un garbo que Julián no había advertido antes. Algunos sectores del público se lanzan sobre los manjares como si fueran los únicos invitados a la última cena. Llenan sus platos a tope y se atragantan masticando y bebiendo todo lo que tienen a su alcance. Cargan sus bocas ansiosas una y otra vez. Una y otra vez. Los ojos se van desorbitando. Eructan y prosiguen, en un estado de asombrosa concentración, como si no existiera nada más que el acto de deglutir. Y mientras continúan comiendo, con reiteración casi asquerosa, sueltan los cubiertos, toman las presas de carne con los dedos, se atiborran de salsas. Julián siente un escozor en el estómago. Es   —246→   hambre. Pero se controla razonando sobre las macabras influencias ambientales, y se retira del lugar.

Llega a un depósito:

-Al buen tuntún verán el Almacén de las Profesiones -indica un señor gordo y calvo-. Pueden sondear sus vocaciones y adquirir el título que deseen.

Los trabajadores realizan su papel admirablemente, y en el marco perfecto, cada uno en su taller específico. Hay alfareros y músicos, agrimensores y zapateros, relojeros y periodistas, millonarios e inversionistas, ganaderos y agricultores, escritores, modistos y peluqueras, domadores de leones, joyeros, talabarteros, mozos de restaurantes, tapiceros, vendedores callejeros de baratijas, despenseros, técnicos especializados en los más diversos rubros, electricistas y plomeros, funcionarios internacionales, constructores, arquitectos, ingenieros, médicos, enfermeras, abogados, masajistas, marketineros e imagólogos.

Cada rol les confiere una facha inevitable, una forma particular de vestirse y de caminar, de mirar y de pasar la mano al saludar. Pero el más notable es un personaje que se dedica a recorrer hoteles.

Cómodamente sentado en una recepción u otra, adopta el aire del que espera a un huésped sin impacientarse. Suele iniciar amistades o contactos circunstanciales con los pasajeros proclives a llevarle la corriente. Sabe ubicarse subrepticiamente en el comedor a la hora del desayuno, cuando hay muchas personas y el control es menos estricto. También participa en los más curiosos rituales que se desarrollan en las dependencias de un hotel. Planifica a cuál dirigirse cada día, para que no lo pillen. Alterna su asistencia calculando el tiempo trascurrido desde la última vez que estuvo en uno de ellos. A veces no logra pasar desapercibido, y huye decorosamente, para evitar que lo despidan con malos modales. Si   —247→   esto ocurriera, no podría acceder al lugar en futuras ocasiones, y, ¿de qué viviría, si una tras otra se le fueran cerrando las puertas de sus fuentes de alimento y distracción?

Aparte de estos inconvenientes, no le preocupa la forma de trabajo que ha escogido, tan encantadora, sin presiones de jefes, sin horarios, y generosa en sus resultados. Porque entretiene a gente hastiada que paga altas sumas para obtener alojamiento cómodo. Él come lo imprescindible y se halla todo el tiempo muy concentrado para burlar la vigilancia de los porteros, conserjes, recepcionistas, camareras, administradores, mucamas. También debe aguzar los sentidos para identificar sobre la marcha a aquellos espíritus proclives a la comunicación con desconocidos. ¡Oh, el suyo sí que es un trabajo duro y escasamente remunerado!, se contradice. El «ánima», esa sustancia que informa al cuerpo, es siempre, sin embargo, su mayor problema, nunca resuelto. No aprendió a manejar sus estados de ánimo. Pero lucha por encontrarle un sentido altruista a la existencia. Qué va, simplemente, un sentido.

Julián observa las escenas sin conmoverse. Luego lo conducen junto a los pacientes samaritanos que ayudan a sujetos que están en franca recuperación, luego de tratamientos médicos para equilibrarlos.

-No pretenden el centro justo ni nada que se le parezca -aclara el director de esta tienda-, pero ahora comienzan a percibir que es mucho más sencillo y placentero estar acostados en la tierra que moviéndose en la cuerda floja. De todos modos, siguen sin comprender por qué les atraía tanto el albur. ¡Y por qué les sigue atrayendo!

Al ocuparse de todo esto Julián no dejaba de pensar en Anudila. Quería hablar con ella, rememorar los dulces días pasados, breves, pero con el perfume de la atracción mutua.   —248→   ¿Qué fue lo que hicieron? Juntos, nada todavía. Pero cuando llegaba la noche se detenían a recordarse. Se acompañaban.

Decidió abrir una puerta y se detuvo en el umbral, buscándola, como en cada minuto desde que se inició la exploración 2000. Se volvió una vez más hacia la sala contigua. Nada. ¿Dónde estaría? Amaba inclusive su ausencia, la amaba a ella por sí misma pero también amaba lo que ella era para él, un enigma adorable. Se encaminó aprisa hacia el exterior del recinto. Vio la noche más estrellada que nunca. Bella como Anudila, se dijo, bella como ella. ¿Volveremos a vernos?

Entretanto, falsamente divertida, Anudila miraba los reflejos del show sin ver nada, preguntándose por qué la conmovía tanto la boca de Julián. Su boca, ¿cómo acercarla a la suya? ¿Cómo dominar sus deseos? ¿Cómo acallarlos y volver a ser dueña de sus pasos y al dolor ser ajena? Porque el amor hiere. ¡Ojalá no hubiera venido! Ahora sólo quería saltar y cantar. ¡Ay amor, qué poder infinito y errante!

Al alba, coincidieron. El sol comenzaba a danzar sobre sus hombros. Sólo se saludaron, buenos días, sin preguntarse de dónde venían ni adónde iban.



  —249→  

ArribaAbajo- XXII -

La identidad del amor


-Escúchame -le cuenta Anudila a Julián-, ayer me hicieron un caprichoso test de identidad, y dije, sin conocer las reglas del juego, que quisiera ser como una paloma, blanca, suave, pacífica, tierna, tibia y silenciosa. Luego nombré al caballo y al zorro como los animales que, en ese orden, me atraían más, y argumenté mí elección con adjetivos que los caracterizan. ¿Sabes cuál fue el resultado? Que los demás me ven como si fuera un pájaro, libre, ágil, liviana, limpia, alegre y despierta, que quisiera ser intrépida y valiente como el caballo, pero que verdaderamente soy como un zorro, astuta, directa, agresiva, inteligente, cínica y sensible. Si me comprendes, genial, y si no, mejor.

Julián y Anudila se encuentran frente a frente en una habitación espaciosa. Se requieren años de ensayos para atraerse de este modo. A veces la gente elige apasionadamente y mal. En este caso la paciencia los prohija. Se aguardan. Equinoccios ancestrales parecen llenar el silencio y circundarlos. Casi se puede palpar la serenidad, que adopta una forma de luz difusa. Amparados en ella, sin la mediación de un propósito, se mueven hacia el encuentro. A medida que sus pies se acercan, atenúan su agitación. Un natural control de los impulsos induce a la vigilancia simultánea de sus   —250→   intenciones. Y esta duda los paraliza durante tres minutos que se tornan muy largos.

Sus sensaciones se van transformando en emociones. Al acecho, como cazadores impíos, miden las analogías, su capacidad de resistencia. Es verdaderamente imposible detener la fuerza que los empuja a tocarse. Sólo evitan el salto con ese vestigio defensivo que aplican de memoria, habituados a no darse a los demás. Se resguardan así de posibles decepciones y continúan dueños de una supuesta privacidad en la que calzan todos los anhelos. Pero el miedo del otro les da miedo.

Julián toma la iniciativa, con un paso largo que lo sitúa a menos de medio metro de Anudila. Escucha y siente su respiración entrecortada, al mismo tiempo que ubica una venita que late desacompasadamente en la sien.

Ella huele su aliento y disfruta anticipadamente del sabor de su boca, que considera perfecta, con labios ni muy anchos ni demasiado finos y dientes de proporciones admirables. Él procura rescatar aquel coraje adolescente para sortear todo tipo de vallas, pero el pudor lo contiene. ¡No quiere repetirse!

Aprovecha el momento de indecisión y acerca el brazo a la mano de Anudila, que acoge la suya entrelazándola. Vuelan las otras manos, registrándose, y la caricia se torna presión que unifica sus líneas de la vida y del corazón. Se catan. Quieren seguir esas líneas de sus vidas hacia la dirección que escojan. Y volar.

Un viento pasajero deslava las copas de los árboles. Julián repasa su vida y la de Anudila a partir del día en que se conocieron. Duda. Aunque ella fuera la esperada, ¿cómo vencer al cronoscopio que con puntualidad anula proyectos y destroza metas?

Palidece. Muchas de sus angustias ya no tienen cura porque se enquistaron en el riñón. Además, será imposible   —251→   despedirse de otras mujeres que lo alimentaron con su amable compañía.

Con un ademán encantador, Anudila le confía que la razón no es una virtud: Es sólo el motor de una nave de aguas mansas.

-Viajando en ella evitamos distinguirnos de los demás pasajeros. ¡La uniformidad es tan cómoda! Subyuga a los conformistas y troca su debilidad en poder cuando un hecho, por su práctica, se hace costumbre y se extiende en moda que, a su vez, halla amparo en lo ordinario.

Julián se sonroja. Siempre acude al orden de lo común para expandir su influencia sobre los demás, hasta romper los límites de lo imaginable.

-Así se establecen e imponen los usos -concluye Anudila-. Luego surgen las leyes, e inclusive las más repetidas normas creadas por un tic, determinan y regulan nuestros actos, definen una manera de interpretar la condición humana. Todo se basa en un sistema de creencias.

Julián asiente. Sí. Violentados por esas normas, incapaces de relacionarnos con el semejante, nos vemos empujados a remedar lo que alguien se atreve a hacer con anticipación. De este modo caemos en el pozo de la alteración biológica: nos enfermamos, nos rendimos y envejecemos. Sumisos, aceptamos los mandamientos en boga. La frustración se apodera del ánimo y del cuerpo como una sanguijuela. Es cuando empieza el pánico ante la mínima oportunidad de expresar nuestras dudas y certezas, de mostrar la belleza que a todos nos alcanza: hasta lo defectuoso puede ser hermoso.

¿Por qué, en su ciclo evolutivo, el ser humano suspende tan temprano los juegos? Es el interrogante más grande de Julián, para alimentar su culpa fundamental: la de no haber ejecutado ni un porcentaje reducido de sus planes.

  —252→  

-Claro que me he consolado -se justifica- con los proyectos que surgieron imprevistamente y me obligaron a torcer la dirección. Cuando era niño me propuse límites, fechas, cimas. Luego, indefenso y desanimado extendí mis plazos, con la secreta confianza de que en la juventud la suerte me acompañaría. Una vez más constaté que mis deseos eran postergados por la exigencia de responder a las demandas ajenas.

Sus cavilaciones se complicaban cada vez más, cuando Anudila, sin más vueltas, lo obligó a ubicarse en la realidad: ¡plaf!, lo abrazó. Y lo estrechó muy fuerte, ¡plaf!



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ArribaAbajo- XXIII -

Eterno destino insular


Nuevamente los reunieron a todos en el Pináculo de las Instrucciones. El consejero Lozano advirtió a los participantes que tendrían una jornada agotadora. Y, cosa de veras increíble, les pidió que se cubrieran las cabezas con unos capuchones negros, que se separaran cada uno a un metro de distancia de los otros, además de sostener un pañuelo en la mano derecha. Al ratito, aunque todos eran saludables, parecían haber entrado en un estado cataléptico. Quizás influenciara la mirra que acababan de quemar en un recipiente especial.

-Siempre hay riesgos. Uno se puede resbalar en la bañera y golpearse la nuca, nada más, y así morir -dijo Lozano-. Esta experiencia que viviremos trascenderá las intimidades. ¡Atención! Ahora recogeremos la parte de la historia nacional que más nos ha impresionado.

Aclaró que sólo tres de los presentes serían seleccionados para narrar un pasaje de la vida de su país, del pasado o del presente. Anudila fue una de las elegidas. Se tomó la cabeza entre las manos con dificultad, porque el capuchón le producía molestias. Sentía que su corazón se aceleraba. ¿Qué podría narrar? ¿La violencia de Eleonora ante el amor? ¿La muerte de Mariano Sarer, su compañero querido de la Universidad? Tal vez podría describir las mazmorras de Stroessner. O ir más lejos, hacia atrás.

-¡Es su turno, Anudila! -dijo Lozano.

  —254→  

Y ella, tímidamente primero:

-En el Paraguay el viento norte sopla tan fuerte que levanta las piedras de las calles. El que sopla durante todo el mes de agosto me transtorna, como la luna llena, porque estoy hecha casi toda de agua. Soy acuática y solar.

-¿A qué viene esa explicación personal? -la interrumpió el maestro Lozano-. Limítese a las cláusulas establecidas. Narre una historia general, por todos conocida en su país.

Anudila dijo que entonces contaría cosas sobre el personaje más famoso del Paraguay, un hombre cuya vida había ocupado a las malas lenguas en transmitir oralmente al principio, y luego por escrito en algunos libros de Historia Básica Paraguaya, todo tipo de atrocidades.

-Conozco todas sus andanzas. Se trata de la leyenda de un célebre gobernante, contradictorio como él solo, que podía ser benigno o tirano según su humor o los dictados de su irreversible misoginia.

-¿Es leyenda o algo verdadero? -corearon tres de los participantes.

-¿Cómo saberlo, si yo no estuve allí? Cuentan que cuando soplaba el viento norte... que se salvara quien pudiera. Este amo del feudo paraguayo, un primate omnipotente, había cerrado al resto del mundo las fronteras del país, delineando nuestro eterno destino insular. Cada vez que soplaba el viento norte ordenaba que ultimaran a sus detractores. Lo hacía pausadamente y con elegancia, como es norma en quienes ejercen un verdadero poder. Posteriormente sus hombres-esclavos presentaban ante el doctor, que atesoraba incontables títulos universitarios, los cuerpos ya putrefactos de los asesinados. Estas muertes no sólo servían como venganza, La mayoría de ellas aliviaba la intolerable fatiga que el pertinaz viento provocaba en la espalda del Dictador Supremo   —255→   y Perpetuo, un viento pegajoso que levanta remolinos de polvo y todo lo ensucia.

-¡Anudila! -llamó al orden Lozano-. ¡Limítese a los hechos!

-Bien. El doctor del Paraguay quería tener los cadáveres a sus pies. Le gustaba examinarlos minuciosamente, quietos para siempre, en la perennidad de la última partida, imposibilitados para seguir urdiendo conspiraciones contra él. Conspiraban inclusive desde la cárcel, donde no se amedrentaban y escribían con su propia sangre consignas que atentaban contra su honorabilidad. Por eso los odiaba cada día más: los únicos habitantes del país a los que no lograba aterrorizar eran justamente los prisioneros, dignos patricios a los que mantenía en calabozos insalubres.

Lozano se acercó y le dijo al oído: «Sin tantos rumores, Anudila, sin alardear con el vocabulario».

Ya algo cortada ella prosiguió, sintiéndose perdida y a punto de abandonar el relato:

-En un estado de absurda enajenación y paradójicamente extasiado a la vez, el doctor Francia participaba personalmente en el martirio singular de sus enemigos, en el espectáculo de su destrucción, en el que él era el artífice imponderable. Su imaginación no aceptaba límites: le encantaba fantasear y convertirse durante esos episodios en las encarnaciones de Calígula, de Nerón, y de otros diablos que nacerían en el futuro. Además sabía leer las mentes humanas y las de las aves, de las víboras y de los insectos, de los microorganismos y sobre todo, de las mujeres, porque, según un convencimiento muy arraigado que no se cansaba de pregonar, los cerebros femeninos solamente estaban ocupados por un   —256→   hueco rarísimo, que lo motivó a experimentar en las causas del fenómeno. ¡Eureka! Descubrió, abriendo el cráneo de una jovencita que lo había desairado, una masa gelatinosa y blancuzca, de espesa consistencia, muy movediza. Siguió su tarea con un bisturí desinfectado por su ama de llaves, doña Sebastiana. La anciana esterilizó el instrumento con agua hervida durante cuatro horas, porque el señor era extremadamente higiénico, en realidad, aséptico en todo. Hurgando aún más en la masa encefálica femenina, el señor de los señores encontró algo que lo maravilló y asustó al mismo tiempo. No habló con nadie sobre este secreto, pero desde entonces jamás se atrevió a mirar a los ojos a ninguna mujer.

Todos la escuchaban extasiados, pero el maestro Lozano se acercó nuevamente a su oído: «Menos literatura, señora, más realidad».

-Entre las demás ocupaciones favoritas del doctor -prosiguió Anudila, acongojada- figuraba el arte de adivinar el porvenir. Le fascinaba interpretar los roles de Hitler y Mussolini, muchos años antes de que ellos asolaran pueblos con sus perversidades. Por fortuna, pronto se cansaba de ellos, porque en el futuro había agujeros.

-¿Agujeros? -la interrumpieron algunos de los oyentes.

-Sí. Él explicaba que los hombres tienen una hoja de ruta o guión preestablecido llamado cariograma, que está lleno de hoyos o espacios de varias dimensiones, que ellos mismos deben ir llenando, tapando o encubriendo, según sus impulsos de autodeterminación, mientras los animales no tienen alternativa: sus parlamentos están ya escritos indeclinablemente desde el principio hasta el final. Él le contaba a doña Sebastiana que a este tema tan complicado los griegos le llamaban simplemente destino.

  —257→  

La platea se hallaba enmudecida, expectante.

-¿Y? -dijeron, ante el largo silencio de Anudila- ¡Queremos saber más sobre ese libreto ya trazado!

Pero ella dudaba. Se levantó la capucha y dirigió tímidamente la mirada hacia el consejero Lozano. Éste hizo un ademán de asentimiento con la cabeza.

Y Anudila continuó:

-Como el doctor no podía ni sabía, y sobre todo no quería controlar su curiosidad enfermiza, en el colmo de su afán investigativo, ordenó la construcción de un sobrio escondrijo, con un laboratorio excelentemente equipado. Era desde este puesto que gobernaba el país con mano de hierro. Un personaje más idéntico a él que él mismo, lo reemplazaba cotidianamente en las ceremonias oficiales. Su más cercano y obsecuente servidor, tampoco notaba el cambio. El doble era el que salía a recorrer las calles y las noches montado en un caballo, cubierto con una gran capa, anécdota que se ha convertido en mito con el transcurso de los años. El perpetuo y supremo gobernante, además de inaugurar el sistema político del caudillaje en el Paraguay, e imponerlo tan consistentemente, que persiste hasta nuestros días sin que nadie ose cuestionarlo como decimonónico y pernicioso, fue también un científico empedernido, un anacoreta renegado que supo condensar hasta en sus ajetreos más imperceptibles la gran sabiduría de su tiempo, y por supuesto, la atávica. Eso sí, cuando silbaba el viento norte, huía enloquecido de su ermita llena de enormes libros, de colecciones para bibliófilos, con encuadernaciones increíblemente lujosas, y recibía a sus víctimas en la Casa de Gobierno. En esos fugaces instantes de comunicación con los demás, rememoraba letra por letra las discusiones que había tenido con cada uno de sus muertos, sus ex compañeros, junto a quienes había idealizado con la vaguedad de los impulsos y sueños de la juventud, una patria libre y soberana. Luego, de   —258→   tanto repetirlo, con seguridad porque las palabras tienen su poder de convocatoria, y con la boca se pide lo que se quiere, los mismos patriotas que siendo niños hacían girar juntos sus trompos en las plazas, se encontraron un día, ya hombres, herederos de una patria independiente. Todos habían luchado juntos, codo a codo, para dejar de ser una colonia de España.

Se hizo otra larga pausa que aprovechó Julián para retrucar lo que había contado Anudila:

-¡Cuántas falsedades! Te admiro, pero no puedes mentir así. El doctor Francia fue un socialista maravilloso que abrió las puertas de las escuelas a todos y defendió nuestra economía, nuestra riqueza, nuestra cultura. ¿En qué nos convertimos después? Dime, ¿dónde estamos? ¿Dónde quedó aquella Provincia Gigante de las Indias?

Lozano se acercó a Julián y le dio dos suaves palmaditas en el hombro:

-Tranquilízate. Entre verdad y mentira hay un solo paso.

-¡Yo dije que me referiría a una leyenda, aclaré que no vi nada de lo dicho! -gritó Anudila. al tiempo que los presentes batían las palmas demostrando estar muy satisfechos con su narración.



  —259→  

ArribaAbajo- XXIV -

Honor se paga con sangre


El maestro Landara se detuvo un momento en el vestíbulo del Pináculo, y procuró calentarse las manos. Se sacó los anteojos y los tocó, pensando que eran inútiles. Que ver no era misión de los ojos, que esa necesidad desesperada y urgente de rodear los misterios del misterio podría ser una justificación de nuestra incompletud, y además, si no existieran los misterios, si todo cuanto nos rodeara estuviera ausente y recogido en otra dimensión, impenetrable, y esta exploración constituyera una farsa para ciegos, si él mismo no era acaso un hombre débil, qué consejero ni ocho cuartos, si no sabía qué símbolo buscaba, de quién o de qué se escondía a través de su propio deseo y del deber, de la responsabilidad de escapar de algo, de la propia biografía, de las enfermedades...

Después de todo, sólo un nacimiento y una muerte nos emocionan profunda y verdaderamente. ¿Qué es ese espacio entre ambos cataclismos, entre conciertos ordinarios y bautismos, bodas de oro y elecciones políticas fraudulentas, toallas ensuciándose, lavándose, vítores engañosos, sentimientos colectivos de terror o de alegría restallando hacia ¿dónde?

Cada vez más agachado, no sabía qué dirección tomar, alimentándose a sí mismo de preguntas falsas, finalmente falsas, si el experimento culminaba y en dos días más todos serían lo que eran, como eran: extranjeros entre ellos,   —260→   con el ansia de estar solos. ¿Hay algo más acuciante que las ganas de estar solos? Sí, la soledad, el mejor estado, frente a frente con uno, consigo, que es como estar sitiado por hojas muertas, creyendo que se avanza hacia el futuro pero en verdad huyendo del pasado sin recordar las sendas, los atajos, el aroma escarchado del tedio.

-¡Maestro Landara!

Suspiró. No tenía por qué volver a la realidad. Eso que estaba pensando y sintiendo era real, su silueta reflejada en el espejo era real, él era real. Se puso firme y saludó con mucha cortesía a la mujer que venía a buscarlo.

Entraron al Pináculo y él se ubicó en el podio:

-Nuevamente haremos hoy un ensayo de regresión. Sólo una persona será escogida para describir la gran conmoción de su existencia. Ahora, nada del país ni de su historia. Sólo un hecho, un ejercicio de la memoria sentimental.

Anudila no podía creer lo que veía. Escogieron a una mujer para que fuera la relatora. Una mujer obesa. ¿Estaría teñida de oscuro su visión? ¡No podía ser ella! ¡Ella, con esos párpados caídos! ¡Ella aquí! Ella, con esa mirada que tienen todas las mujeres después del placer, de la luna de miel. ¿Cómo, por qué no la vio antes? Bueno, con tantos capuchones y rarezas, se conocían de a cuatro, de a cinco personas, en pequeños grupos, pero jamás se vieron todos sus cien figuras.

No podía ser Eleonora, pero allí estaba y era ella misma, más gorda, alta, erguida.

-No fue -dijo- lo que más me conmovió en la vida. Lo que voy a contar es lo único que se pegó a mis tuétanos y me convirtió en una boxeadora que golpea y espera su golpe, su tiniebla, la catástrofe. La víctima perfecta. Sucedió en   —261→   una mañana de abril calurosa. El orden se invertía, todo el orden del pueblo.

Eleonora caminó hacia el centro del Pináculo. Todos parecían muy lejos unos de otros.

-Ella era la esposa -prosiguió- del médico del pueblo. Él estaba todo el día asistiendo a sus pobres enfermos. Ella, en su ventana, tejiendo. Cruzando la calle se encontraba la oficina del Registro Civil. En la ventana que se enfrentaba directamente a la de la esposa del médico, se sentaba en su escritorio un joven flacucho y tímido, que anotaba los nacimientos, los casamientos y las defunciones. Ella no podía hacer nada. Él tampoco. Tantas horas tejiendo y escribiendo, tantas horas mirándose rígidos, incapaces de intervenir en la tarea del otro, acariciándose las mejillas con besitos volados, quemándose sin prisa sus ánimas recoletas, humedeciéndose las miradas, cada día más mansas, y luego, una sonrisa. El big bang, comenzando de nuevo el universo, el resplandor de la calle, de las ventanas, de la letra de molde del funcionario, del tejido de la tejedora.

Eleonora se sentó lentamente en el suelo y cruzó las piernas. Sus modales eran delicados, muy delicados. Se miró las manos como si entre ellas sostuviera algo maravilloso, aquel episodio convertido en flor o en perfume.

-Todo ocurrió con la suavidad de los grandes sentimientos. Sin proponérselo se hicieron pararrayos de la tormenta del otro. No va a pasar nada, se decían, y tejía ella, y escribía él nombres y fechas, el río imperioso del destino, viejos pianos inservibles, teclas faltantes. La calma no podía durar mucho. Un chisme por aquí. Y empezaron a cantar, hablar, contar, decir. Se les retorcía el estómago, entraban   —262→   en calor ante la soberana tragedia de dos enamorados que nunca podrían abrazarse.

Un silencio absoluto colmaba la sala. Anudila quería salir del Pináculo. Eleonora siempre le trajo mala suerte. ¿Desde cuándo empezó a ser supersticiosa?

-Y el romance llegó a oídos del médico. Fue la comidilla de los lugareños. Qué ultraje. Que lo llamaran cornudo al mejor servidor del bien público, a él que salvaba a tantos niños. A él, que impedía pestes, que franqueaba sus entrañas a tantos miserables. ¡Predestinado! ¡Él, predestinado! No podía salvar su honor sino de esa forma. Así lo exigió. Y así fue.

Todos estaban endurecidos en sus lugares y Eleonora se callaba. Los demás también. Pasó un minuto. Otro.

-Prosiga -la conminó Landara.

-Ocurrió así: ella estaba obligada a desagraviar públicamente a su marido, caminando arrodillada desde la iglesia del pueblo hasta su casa. Él la esperaría en la puerta y la dejaría entrar luego del acto público de contrición.

-¡Pero si sólo se habían mirado con el de la otra ventana! -gritó uno de los participantes del Pináculo.

-¡Shssss!

-Y todo se convirtió en una fiesta popular. No, en una procesión. Se juntaron los feligreses, llegaron las maestras con sus alumnos, las madres con sus hijos, el cura párroco, el sacristán, los monaguillos, los vendedores ambulantes, los tenderos, las mucamas. Ella oró ante el Sagrario y luego salió. Miró la plazoleta sin verla y se puso de rodillas.   —263→   Comenzó a arrastrarse de ese modo, una rodilla hacia adelante, luego la otra. Una cuadra. A veces bajaba las manos y se apoyaba en ellas. Y continuaba. Poco a poco, con el pedregullo, sus rodillas comenzaron a sangrar. Hilillos de sangre quedaban adheridos a la tierra. Algunas mujeres beatonas se santiguaban. Otras tocaban esas huellas de líquido púrpura. Tres cuadras. Ella parecía tranquila todavía. Sólo miraba el suelo. Faltaban ocho cuadras para llegar a su casa. Siete cuadras. También las palmas de las manos comenzaron a sangrar, porque de pronto no pudo más y tuvo que andar de cuatro. Parecía un animal herido, un cuadrúpedo sin dueño. ¡Bandola!, gritó un hombre. Y los demás lo imitaron: ¡Malandrina, malandrina! Las mujeres se sumaron: ¡Zorra, zorra, meretriz! ¡Zorra, zorra, meretriz! «¡Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija!»

Extenuada, Eleonora se acostó en el suelo, boca abajo, sollozando. Y así, entre sollozos, tirada en el suelo:

-El pueblo jadeaba. Y coreaba: «¡Me meneo, subo y bajo, no me estoy quieta jamás!» Cuando llegaron a la casa el médico miró a su esposa desde muy arriba. Ella levantó hacia él la mirada implorante, juntó las manos y exclamó: ¡Perdón, perdón, perdón! Pero él replicó escupiéndole en la cara y con un portazo clausuró el espectáculo. Inconcebible. La hinchada pueblerina mudó su talante. Se acercaron a ella y la consolaron. Tres mujeres de la Comisión de Caridad la alzaron en una carreta y le limpiaron las heridas. La caravana se iba alejando con un trotecillo casi alegre, como si ningún ritual salvaje hubiera fijado su pauta inmemorial, la vuelta a empezar, ese juego macabro y maldito, ese mercantilismo de los cuerpos y los espíritus, la peor mezquindad, la posesión del otro.



  —[264]→     —265→  

Arriba- XXV -

La botánica oculta


Julián acaricia los cabellos de Anudila. Tiene la sensación de que es su familia, parte de un solo vientre inmenso que de una vez nos pare a todos. Comparte con ella el mismo planeta, el mismo siglo, la misma ciudad, el mismo barrio. No es que él y ella tuvieran la certeza de que volverían a estar juntos. Pero el hecho de estarlo en este momento les bastaba, ¡y cómo! Se conocían porque se pasaron la comida de piquito a piquito, temblorosos, porque se hicieron cómplices y les gustó convertirse en astrónomos de sus lenguas, frutas aciduladas, patio del corazón que crece con plantas mágicas, oculta botánica que ni Paracelso investigó.

Eran sus últimos minutos. Quién sabe dónde se celebraba el juicio sobre sus acciones. Eran sus últimos minutos para vivir o para olvidarse juntos. Algo estupefactos, se nombraron Adán, y Eva, se repitieron. Mi muñequita. Corazoncito.

Él se introdujo en ella como un gran mago, como un héroe, como un dios, como el Jesucristo de su devoción de niña y de adulta en el reino venidero. Se acariciaron las cicatrices. El mundo se curuvicaba sobre el lecho. Amorcito. Las cosas alrededor eran visibles, eran invisibles. Y flameaban. Cada uno llamaba a la puerta de la soledad del otro. Y ambas puertas se desllaveaban jugosas: una hendidura los iluminaba. Así, entrelazados, silencios, jadeos, gritos, susurros,   —266→   masajitos por aquí, por allá, cariño mío, un cuchillo encendido horadando en la superficie de mi-su cuerpo nuestro, sembrando, cosechando, valseando, reencontraban sus sombras, respiraban dentro de sus bocas. Él no se mueve. Ella sí. Ella no se mueve, él sí. Los dos se balancean, pelvis y abdomen, tirabuzones, palíndromos perfectos, mordiscos en el dedo meñique del pie, se mastican, se abrigan, se frotan, se sepultan, sonambulean, gorgojean, del derecho y del revés son más que uno y uno solo, son ya todos y nadie, la burbuja en el aire de sus plexos solares. ¡Mi muy amado! Soy tu niño pequeño, aquí estoy, aquí estás. Soy tu niñita. Aquí, así, cerca, contigo, conmigo, así, así, qué rico, quiero mamar, más, ¡qué desparramo!

Se huelen, se lamen el sudor, ese sudor definitivo del jamás, del siempre, de la cuna, sí, se mecen. Él, pura fuente nutricia, ella, manantial del desierto, ¡ya! Surtideros espesos, miembro y miembro donándose sus leches, fracturados, de goma, sustanciosos, van hacia allí, se funden entre sí. ¿Es música gregoriana la que suspende el éter en ese abrazo perenne? Ese abrazo con sus dos jugos, con su crema, su memoria, su historia y su éxtasis, poesía mística en la danza prometida, más abiertos, más desnudos, alabándose sobre el oro de sus pieles, restaurados: acercan sus labios, se besan y comparten la hazaña, su pacto seminal, una brújula limpia, el propio nacimiento, yo soy tu cigoto, tú eres mi huevo, yo te nazco, me naces, nos nacemos.

-Atájate. ¡Aférrate a mí! -dice Julián.

-¿Dónde estamos? -pregunta Anudila.

-No sé. ¿Seguimos volando?

-¿Y si no podemos bajar?

-¡Planea, no te sueltes, sigue, profunda y clara, como eres!

-Amor.

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-Nunca pensé que yo también podía parir.

-Te perdono tan alta traición. Pero devuélveme a mi lugar.

-Estás toda aquí. Este es tu lugar. El mío. Nuestro lugar.

-¡Es que no sé si vuelo o me zambullo!

-Qué importa, mi tesoro, qué importa.

Descienden, y al hacerlo ven todas las ciudades bombardeadas, Hiroshima, el holocausto de la Guerra Grande en Paraguay, la prehistoria del sol, una svástica sucia, los hippies fumándose sus porros, caravanas de refugiados, Moisés en la montaña, saltamontes, pimpollos victorianos, suturas en la pierna de un soldado, libros como sus duendes predilectos.

Unidos son el ave en la niebla, el ave que desconoce el camino.

Sienten hambre, más hambre de sus venas, reproducirse quieren, resbalarse en el otro, ya colmados cantar la penúltima letra de sus juegos, la evidencia de que nacieron sólo para juntarse así, de esta manera.

Se visten deprisa, azorados. Es la hora.

Hay un gran círculo formado por todos los participantes en la Exploración 2000. En el centro, una fogata. Se hallan entrelazados. Anudila y Julián ocupan sus lugares.

En la penumbra no se distinguen todos los rostros. Anudila recuerda el mito griego, los crueles tormentos de Tántalo, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía beber porque cuando lo intentaba la tierra absorbía el agua. Manzanas y peras colgaban de sus   —268→   árboles, pero cuando él quería tomarlas el viento se las llevaba. Ésa era su obra, la que escribía cuando la encerraron en el Departamento de Investigaciones de la Policía, en el Paraguay. Querer y no poder. Tal vez poder y no querer. ¡Se sentía tan liviana y tan llena! Julián era Tántalo. Ella era Tántala. Volver a verse o no, he aquí el dilema.

El maestro Landara ordenó que se encendieran las luces y fue cuando se distinguieron, como en un ejercicio escolar de une con flecha, atravesándose sus rutas: Luis y Nené, Federico y Julián, Eleonora y Lilian, Federico y Anudila, Nené y Julián, Luis y Julián, Eleonora y Luis, Lilian y Nené, Federico y Luis, Eleonora y Anudila, Julián y Lilian, Federico y Eleonora, Luis y Anudila.

Se miraron.

Se miraron como sólo se miran los que se aman. Los que buscan sin acabar su búsqueda ni torturados ni moribundos.

De nuevo en el avión. ¿Adónde irán los demás? ¿De dónde serán? Anudila llora quedamente y piensa que es la que no fue y estaba siendo cuando sonaron de pronto las mismas melodías en el mundo y nos emparentamos casi iguales los altos y los bajos.

Duerme.

El avión corretea en la pista del aeropuerto de Asunción. Ella sabe que está sola una vez más. Observa el sol que va licuando el trópico y se pregunta si es posible aprender de los errores.