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Técnica cinematográfica en la novela española de hoy

Manuel Alvar





Para cualquier lector cuidadoso no dejará de producir sorpresa que se consideren pertenecientes a un mismo género literario narraciones como La Diana y Santuario o Ulises. El ningún parecido que hay entre ellas no se debe a la cronología o a la geografía; se debe a algo que es más hondo y, a la vez, más superficial. Es una nueva técnica que ha venido a romper lo que se nos daba, y se nos da, como amojonado en los manuales de literatura. Porque no es preciso recurrir a casos deliberadamente extremos como los recién aducidos. Basta pensar en novelistas próximos a nosotros, operantes sobre nuestra sensibilidad, y que son los maestros ineludibles de los artistas de hoy. ¿En qué se parecen Doña Perfecta, La ciudad de la niebla o Abel Sánchez a La Colmena, La noria o El Jarama? Decir que un arte evoluciona es denunciar un hecho, no explicarlo. Por eso mi pretensión de hoy aspira a señalar cuál puede ser la aportación de un historiador de la literatura cuando se enfrenta con su quehacer cotidiano y siente que le fluye de las manos, que las explicaciones habituales se deslizan a través de sus dedos, y, sin embargo, encuentra un asidero seguro más allá de la previsible sospecha. Por eso, para justificar el por qué de un camino y no el de otro, bueno será refrescar nuestra memoria.

Cuando Ortega1 auguraba la muerte de la novela como género literario, la «deshumanización del arte» estaba en flor: ese 1927 equidistaba con rara exactitud del final de la primera guerra mundial y de la nuestra. Pero los años bélicos del 36 al 45 vinieron a plantear unos problemas más pavorosos que los puramente estéticos. Se trató -ni más ni menos- de justificar la razón de vivir sobre la tierra. Entonces, para las angustias del espectador -tantas veces convertido en protagonista- no bastaba con el hermetismo de un arte o su limitación minoritaria. Millones de hombres en éxodo por todos los caminos de la vida y de la muerte llamaban al dolor colectivo y atraían hacia sí a la angustia de cada hombre2. Por eso será muy estrecho cualquier intento de limitación con que tratemos de constreñir a la novela. Acertaba Ortega al decir que no era épica, sino lírica y dramaturgia simultáneamente3. Hay tal vez quiebra del sentido tradicional del género literario, pero no muerte de la novela, sino superación hacia una totalidad que ha de comprender una síntesis de géneros parcelados por la retórica tradicional. Algo semejante hay que decir del cine en función de las otras artes: teatro, música, lírica, plástica, ya no en mundos cerrados, sino -rotas las cancillas- en conexión hacia un fin superior.

Cuando Baroja contestó a una frase de Ortega en la que se aseguraba la muerte de la novela4, no andaba lejos de la verdad, a pesar de su deliberada exageración, y la herencia legada ha dado sus frutos; Camilo José Cela, en una de sus novelas ha escrito:

«Me encuentro con que no sé, ni creo que sepa nadie, lo que, de verdad, es la novela. Es posible que la única definición sensata que sobre este género pudiera darse, fuera la de decir que "novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela"5



Salgo al paso de previsibles suspicacias. No se trata del temor hispánico a ser juzgados. Frank O'Connor, uno de los grandes cuentistas de lengua inglesa, ha dicho que «las definiciones son fastidiosas pero impiden el malentendido», y, bien cerca de Cela, añade:

«Cuando E. M. Forster escribió un libro acerca de la novela, aceptó una definición francesa que la calificaba de "obra de ficción, en prosa, de cierta extensión", aserto indiscutible, como decir que la novela se escribe sobre papel; pero no muy útil, ya que implicaba que prácticamente cualquier cosa de "cierta extensión" es una novela y, por consiguiente, no hay nada interesante que decir en ella»6.



Cuando Cela se evade de la pura facecia y adopta un aire serio y doctrinal, recurre a comparaciones en relación con el mundo cinematográfico:

«No voy a hablar aquí de que, en hipótesis, la novela es un documento, un espejo, una cámara tomavistas. Tampoco voy a aludir para nada a la teoría del ambiente, o a la de la técnica, o a la del argumento. La novela es siempre una concreta realidad y nunca una figuración y, por otra parte, estas son cosas cuyo planteamiento es sobradamente conocido y cuyas conclusiones son sobradamente vagas e imprecisas. Una novela puede ser y no ser todo eso y aún muchas cosas más; puede pertenecer a ésta o a la otra escuela o a una escuela que esté todavía por inventar, y ser una magnífica novela o un a novela calamitosa, que es lo más frecuente»7.



Tanto para la novela como para el cine, todo esto es cierto. Posibilidades abigarradas de unos géneros que no necesitan divorciarse de la realidad. Antes bien, realismo es todo lo que hace un novelista de hoy8; realismo, también, en los mejores logros del cine más reciente: Italia, Japón. Y ello no es otra cosa que un fruto -otro más- de la preocupación humana en tanto cuanto hombres de carne y hueso son los seres por los que la novela o el cine se interesan.

Del mismo modo que la vida es algo más que un género literario, la novela -trasunto de humano vivir- y el cine -espejo de vida- son algo más que lírica, que epopeya o que dramaturgia; son una posibilidad in fieri de todas ellas, y no un aspecto tan diferenciado como se quiera de cada una de ellas. Por eso el término de «realismo», tan desprestigiado, debe ser sustituido por el más exacto de vitalismo. Este planteamiento teórico de los hechos es el que ha llevado a la realización práctica del cine llamado neorrealista, postura a la que los italianos llaman verismo9. Filosóficamente volveremos a considerar estos hechos dentro de muy poco. Vitalismo, reflejo de vida en el arte es lo que contemplamos hoy; no simple realismo como espejo superficial de existencias -aunque también las haya-, no simple sensibilidad humana para emocionarse con los demás, sino participación activa en el vivir independiente de los entes de ficción.

Por eso en muchas ocasiones -frente a los vendavales desatados de otras veces- aún hoy tiene plena aplicación lo de la escasez de peripecias en la novela, el «género moroso», que dijo Ortega10, o el «tempo lento» aplicado a las secuencias cinematográficas. Pero al crear -novela, cine- la morosidad en torno a unas figuras, éstas se desdibujan en un ambiente que las posee y se llega a crear versiones no de personajes, sino de circunstancias externas a ellas. La conciencia de esta falta de trama intenta salvarse por un deseo de captación del ambiente: nos acercamos, no a unas figuras que se mueven cercadas por un dintorno, sino a una circunstancia diversa en la que cada monigote está condicionado por ella, que fatalmente le impone un modo de actuar, sin permitirle otro. Son los procedimientos11 de Joyce en Gentes de Dublín, de Dos Passos en Manhattan Transfer o los que el cine ha utilizado desde hace muchos años. En el París de 1925, Calvancanti estrenó su película Rien que les heures, en la que se iban narrando -desde variados puntos de vista- las veinticuatro horas de la vida de una ciudad. Más cerca de nosotros esta visión lineal, sin entronques, ha producido el magnífico poema de Duvivier, Seis destinos. Sin esfuerzo podría aducir nuevos casos literarios como El Puente de San Luis Rey, de Wilder; Gran Hotel, de Baum, o Estación Victoria a las 4,30, de Foberts, o cinematográficos como Carnet de baile (1937), Lydia, Carne y fantasía, del propio Duvivier.

Esta técnica fragmentaria iba a servir muy pronto a ideales de tipo social. Un poco se apunta en la película de Cavalcanti, del mismo año que Manhattan Transfer, y sin caer en política, en Dos Passos, Romero o Cela. Pero, en Rusia, se intentó -siguiendo este procedimiento- la gigantesca sinfonía de un pueblo movido por determinados ideales. He aquí enlazadas, pues, la motivación fílmica, su realización literaria y su empleo político. El hecho de que la película rusa sea muy posterior a la de Cavalcanti y a la novela de Dos Passos permite establecer una clara filiación, pero, no por ello deja de ser el mejor testimonio de esta forma de interpretar la vida. Fue un novelista -no se olvide la circunstancia-, Máximo Gorki, quien proyectó la novela Jornada del mundo, colección de diversos relatos que había ocurrido en 25 de septiembre de 1935. Algo más tarde, Dziga Vertov volvía a la idea de Gorki, pero de modo más directo: el 24 de agosto de 1940 cientos y cientos de operadores se extendieron por la ancha Rusia y obtuvieron una especie de documental de la vida de todo el país. Después, con este ingente material se elaboró Un día del mundo nuevo. Dos años más adelante (el 13 de junio de 1942), doscientos cuarenta operadores repetían la experiencia: en el frente, en las ciudades sitiadas, en las fábricas de armas, rodaron inmensas cantidades de celuloide que se convirtieron en Veinticuatro horas de guerra en la URSS, testimonio directo e impresionante de un pueblo en lucha12. He aquí, pues, hermanados dos procedimientos, -cine, novela- cuyos fragmentos superpuestos dan la vida de una colectividad en un momento determinado, y no la diacronía de una sola existencia. Y he aquí -también- las consecuencias de esta técnica en nuestra novela de hoy.

La noria, de Luis Romero, pertenece a esta manera cinematográfica inaugurada por la película de Cavalcanti. El recurso retórico para describirnos el ambiente de una ciudad -Barcelona- es elemental: cada episodio enlaza con el siguiente con cualquier pretexto, pero sin que ninguno guarde relación con los otros. Son treinta y seis historias sueltas encadenadas por un arbitrio casual. La pobreza técnica está salvada por muchos de esos tipos llenos de emoción humana y movidos -tantas veces- en la amargura de un mundo que les es hostil.

Aunque el punto de arranque sea distinto, la técnica novelesca viene a ser igual en Cuerda de presos, la novela de Tomás Salvador13. Ahora, el objetivo, impávido, no retrata lo que ante él pasa, sino que, deslizándose a lo largo de un camino inacabable, nos va dando la imagen de gentes y paisajes. Desde Murias, en tierras de León, hasta Vitoria, una pareja de guardias civiles cumplen una penosa conducción. La novela participa de una doble dimensión técnica, pues junto a la imagen sthendaliana -cinematográfica diríamos hoy- aparece, también, la visión retrospectiva de los tres hombres que peregrinan durante once días. Ambos planos son heterogéneos y denuncian claramente la soldaduras: a la postre, la lectura resulta fatigosa, porque el recurso que hilvana el mundo variado que la andadura descubre es la cámara fotográfica que retrata a los guardias Serapio Pedroso y Serafín Albuín, y a Juan Garayo, el criminal conducido, o que se desplaza hacia un infinito donde se pierde el pensamiento, bien poco profundo, de estos seres14.

Las visiones fragmentarias que el cine descubrió para enlazarlas y crear un ambiente fueron, también, el punto de partida de la primera novela de Ignacio Aldecoa: El fulgor y la sangre. Sin embargo, esta narración tiene una compleja estructura. Frente a Cuerda de presos, aquí la triple perspectiva óptica se ha sabido manejar para crear una narración tridimensional. Porque tenemos -espejo que se desliza o cámara que marcha- la línea (un guardia civil ha muerto en acto de servicio), la superficie (el camino seguido por todas aquellas gentes que llegan a convivir en la casa-cuartel), el volumen (narración entreverada de hechos actuales y procesos diacrónicos). En la novela de Aldecoa se han sabido sortear los escollos que la técnica compleja venía a plantear e incluso se les ha dotado de un sentido más hondo. El mismo tema, con toda su limitación fílmica, le ha ayudado: la angustia en torno a la tragedia incompletamente conocida hace brotar, como un coro de negros presagios, todas las sombras de las incertidumbres a lo largo de esas pocas horas que dura la novela. Y saberla sostener, a la angustia, sin un solo desmayo en cada uno de los gestos de los guardias sabedores de la desgracia o en los presagios inocentes todavía de la vida pasada de cada una de las cuatro mujeres. Posiblemente, el acierto mejor está en ese recurso cinematográfico de la triple dimensión, y en la congoja sostenida, esa morosidad temporal (la lentitud de la espera) que pugna con la fugacidad de los años (las vidas consumidas como un sueño). Leyendo estas páginas he pensado más de una vez en formas de hacer cine, bien cercanas a nosotros. En un angustioso sentimiento que hace detener la cámara ante el aullido de un perro o ante la burbuja de cerveza para impedir que la noche, larga, inacabable, llegue a saludar al rosicler de la aurora15.

Parecía que nunca terminaría de pasar el tiempo y, sin embargo, llegaba la noche sin que se percatasen de la marcha de las horas. Las horas del castillo que eran inaprensibles por su misma monotonía, que pasados los años, seguramente, no se podrían recordar más que como una gran mancha gris, surcada de conversaciones, de los trabajos de las casas. Imposible fijar en el tiempo un día u otro. Todos iguales, todos monótonos16.



Cualquiera de estas novelas nos asegura la participación del novelista en la inquietud de su tiempo. Pero no quiero anticipar cuestiones más hondas. Ahora valdrán unas consideraciones en torno a la técnica. En más de una ocasión se ha podido hablar de la posibilidad cinematográfica de algún autor -Valle-Inclán, por ejemplo-; otras veces, un estilo de describir procede por ilusiones ópticas; o, incluso, todo un preciso arte de novelar responde a una nueva concepción extraliteraria, aprendida en el cine. Para mí en dos puntos fundamentales hay que buscar esta influencia del cine sobre la literatura: en cuanto a la forma de dar vida a los argumentos y en cuanto al desarrollo material de esas concepciones.

En el primero de estos casos, el cine no hace otra cosa que devolver a la literatura una técnica -modificada- que él mismo tomó de la novela. Del maestro Ortega son estas palabras, cuya oportunidad voy a considerar:

«Toda referencia, relación, narración, no hace sino subrayar la ausencia de lo que se refiere, relata y narra. Donde las cosas están, huelga el contarlas. De aquí que el mayor error estribe en definir el novelista sus personajes.

[...]

En sus comienzos pudo creerse que lo importante para la novela es su trama. Luego se ha ido advirtiendo que lo importante no es lo que se ve, sino que se vea bien algo humano, sea lo que quiera.

Mirada desde hoy, la novela primitiva nos parece más puramente narrativa que la actual»17.



Esta doctrina de Ortega tiene consistente actualidad. El cine italiano, mal llamado neorrealista18, ha suscitado con todas sus consecuencias la vida del hombre sobre la tierra. Por eso -¿quién puede negar realidad y veracidad a Milagro de Milán?- es preferible la denominación de verismo fílmico que ellos mismos usan. Por fortuna poseemos hasta la interpretación filosófica de este arte y, según veremos, los planteamientos actuales se dan la mano con los enunciados de Ortega para la novela.

En 1952, Galvano della Volpe publicó Il verosimil filmico19, ensayo que desarrolló la teoría de una estética vinculada a las sensaciones, según defiende desde sus primeros trabajos. Siguiendo su especulación, el verismo filmico se caracteriza por los siguientes hechos:

1) Reivindica la individualidad del arte en oposición a sus aspectos cósmicos.

2) El arte es un problema intelectual finito, empírico, temporal y de la historia.

3) El momento estético llega a identificarse con el momento del conocimiento, adquiriendo el carácter existencial del juicio.

4) El valor esencial de la existencia en el arte, distinta de toda irracionalidad20.

Al tomar estos considerandos, los que interesan en el momento actual, comprendemos la virtualidad orteguiana. Cuando el filósofo español señala el error de definir en novela, va de acuerdo con la identificación del conocimiento, que señala Della Volpe; cuando dice que en la novela hace falta ver algo humano, se anticipa a la individualidad en el arte, al empirismo, al tiempo, etc., que el teorizante italiano aplica al cine; cuando señala la modernidad del qué frente al lo que se anticipa al valor «esencial de la existencia».

Si meditamos en esta aproximación entre novela y cine en el campo mismo de las ideas, no podremos por menos que aceptar su fusión en muchas de sus realizaciones prácticas.

Si releemos el texto de Ortega, nos damos cuenta cómo su determinación es válida para el séptimo arte.

La misión del cine es darnos el alma de las cosas y de los personajes en vivo, sin otras referencias. Pero el alma aflora en el gesto, en el ambiente o en la palabra. De ahí esas novelas en las que vale -sobre todo- un movimiento que el hombre no puede contener: todos hemos oído y leído, el poder cinematográfico de las manos que gesticulan en las Veinticuatro horas en la vida de una mujer, aunque, paradójicamente, en la película dijeran mucho menos que en la novela de Zweig. De ahí también esas narraciones llenas de morosidad para darnos el alma de las figuras por la descripción del mundo que las rodea.

De ahí, por último, la imagen viva del hombre lograda por la colaboración de los dos elementos anteriores con la palabra: plenitud ya, presencia definitiva del hombre en el mundo lleno de la voz. Así las novelas de hoy, dramáticas en cuanto a su diálogo, líricas en cuanto al monólogo interior de las criaturas.

Poco costaría aducir ejemplos de estas posibilidades cinematográficas en novelas recientes. Interesa señalar -sólo- cómo la ordenación total de una obra puede estar condicionada por técnicas extraliterarias, si es que el cine no es, entre otras cosas, un modo especial de hacer literatura. El caso egregio es La colmena, de Cela: estampas anudadas en profundidad, sin la sensación frontal del cuadro o del tapiz, en las que los personajes aparecen tal cuales son ellos. Lejos toda pretensión de hacer historia: allí cada tipejo es -sólo- lo que es el momento en que se nos presenta; apenas si sabemos nada de nadie: no una diacronía, sino una sincronía. El futuro -¿existía el futuro para aquellas gentes de la posguerra?- no existe. Sólo la gente que nos cruzamos en la calle, o que vemos en el café en el momento preciso en que tropezamos con ella: mientras el pasado queda para nosotros en la gruta de es uno existir y el futuro son las valvas inmensas que todavía no se han abierto21. El momento de cada uno y -ya- la cruel pérdida de todos. Por eso es sorprendente la incomprensión del ensayo El montaje como valoración filmoliteraria22, de J. Granados, que anacrónicamente carece de visión. Cuando llega a decir que es infantil «situar un personaje en un lugar determinado sin haber evocado anteriormente el clímax de su vida». Justamente todo aquello que el cine nos ha descubierto y los novelistas de hoy -con Cela a la cabeza- están enriqueciendo a la literatura.

En esta ocasión importaría poco señalar que en 1925, Dos Passos había hecho en Manhattan Transfer algo parecido a lo que Cela se propone en La Colmena. Si aduzco aquí el testimonio se debe a otros motivos: Dos Passos, señaló Max Dickmann, trae por vez primera a la novela los procedimientos técnicos del cine. Y el mismo Dos Passos había de bautizar como «ojo cinematográfico» (The Camera Aye) a los «collages» surrealistas que, a guisa de estrambote, puntúan el final de cada capítulo de su monumental trilogía U. S. A.

El mismo estilo de narrar, atenuado, denuncia La Catira del propio Cela. Tampoco ahora las largas descripciones o los previsibles engarces, sino los telones -espléndidos telones- que bajan del telar para mostrarnos la vida de Pipía Sánchez o, mejor aún, para entregarnos la imagen de una tierra generosa de sus frutos y avara de sus hombres. Menos escuetos estos cuadros de La Catira, pero más líricos que los de La Colmena.

Como en un film, la repetición -recurso estilístico felizmente hallado- acompaña a cada una de las secuencias del libro, fondo musical que hace ser más dulce el lirismo o de más broncas resonancias al canto épico: danzón, mambo, rumba en la sangre caliente del mestizo; música acordada en la narración; son entero con aspergios en las blancas páginas:

La negra María del Aire, con los ojos cerrados y la boca abierta, se entretenía en no pensar en nada y en dejarse querer, casi como una flor.

-¡Ah, que tiés cebao a ta contigo, morenitica, pues, que me has envenenao con este peleritico e garza...!

La negra María del Aire jamás había estao tan honesta.

-¡Guá, y que te voy plegariando, palomita, pues, y que te voy a esguañangá a mordiscos, pa que el vendaval te riegue po la sabana...!

La negra María del Aire se sentía inmensamente feliz.

-¡La boca, guá, dulzorrona como la piña e sol...!

La negra María del Aire se sentía agobiada por la felicidad.

[...]

-¡Mi amó...!

La negra María del Aire, gozosamente derrotada, se echó a llorar.

-¡Mi amó...!

A la negra María del Aire nada le hubiera importado morirse en aquel momento.

-¡Mi amó...!23.



Y como en un film, la plástica dominando cualquier otra sensación. Dramáticamente, sin palabras, a solas el bordoneo de la tragedia, los cuadros cobran vida independiente, insobornablemente viva, en el silencio de los seres: luces y sombras, música de fondo, como en la muerte despiadada del indio y en la ruindad del catire:

La india María enterró al indio Consolación. La india María le tapó los ojos al indio Consolación con un pañuelo, para que no se le llenase de tierra.

El pico-e-plata silbó, desde la palma, una melodiosa cancioncilla, tenue, sentimental y funeraria.

La india María arrastró de un pie al cadáver del guate Trinidad Pamplona. La india María lo dejó en medio del campo, en un calvero del yerbezal, con la cara levantada para que los zamuros le vaciasen los ojos y le mondasen las carnes hasta dejarlo en la pura güesamenta.

El gavilán colorao cruzó los aires más altos, chillando para avisar la ronda de la muerte al venado manso: la tímida bestia de carama de arpa y de los miedos bailándole pasmos en el mirar.

La india María -un hijo a la espalda y otro a cada mano- se alejó de La Boda dejando atrás y ya perdido, el tiempo en que fue feliz, con el indio Consolación. La India María antes de irse, pegó candela al ranchito, se sentó a verlo arder y no se fue hasta que se llevó el viento el último humo de la fogareda.

Después, empezó a andar. El plateado alcaraván, que la vio venir, alzó el vuelo alborotando el llano con su temor. Por el Guárico, por el Apure, por Barinas, los peones lo saben: alcaraván que se espanta, gente que pasa o zorro que lo levanta.

(págs. 102-103)                




Técnicamente está muy cercana a estas narraciones la novela de J. Goytisolo, Juegos de manos24. También ahora las estampas anudadas en profundidad para dar, por superposición, un argumento que, como el cine, procede por fragmentos inconexos. Más de una vez, creo asistir a la versión novelesca de una película; en esos momentos pienso, sobre todo, en Les enfants terribles de Cocteau, llevada al cine por los años del cuarenta. Los mismos procedimientos técnicos de la película son válidos en esta narración: recuérdese el valor sustancialmente fílmico que tienen todas las secuencias de la «tarde de lepra»25. Pienso en el claroscuro tan sabiamente manejado en la película (contraluz, tintas grasas, cortinajes simbólicos) y en los juegos de luces (candelabros, farolillos, oscuridad total) empleados por nuestro novelista. La película, a pesar de su valor técnico, no es una obra perfecta; se vale demasiado de procedimientos surrealistas buenos para el cine de 1930, un tanto demodés en el París de 1950. También Goytisolo emplea los juegos de luz para suscitar el pánico, como si se tratara de oníricas visiones desorbitadas:

«La habitación estaba sumida en la penumbra y el espejo devolvía por duplicado la silueta ondulante de las llamas y los brazos torcidos del candelabro».(pág. 154)

«Tomó el candelabro con la mano izquierda, y se dirigió a la puerta. Las sombras, relitantes, aterradas, retrocedieron a lo largo de las paredes».(pág. 167)



Como otras veces que hablo de relaciones, no trato de establecer dependencias -aunque puedan existir-, sino de señalar la determinación tópica de un arte que no vive en fronteras insolidarias, sino que -por paradójico que parezca- manifiesta en todos los sitios inquietudes de sentidos semejantes.

La misma técnica en La tarde, de Mario Lacruz26. Desde una visión inmediata de la realidad tangible, presentada según recursos cinematográficos (tranvía que se pierde calle abajo, carteros que -desde la ventana- vemos sortear los coches que arrancan), nos va llevando en un doble juego hacia el futuro o nos va situando dentro de un pasado. Me interesa insistir en lo que la cinematografía ha vertido sobre esta narración. La tarde emplea reiteradamente el motivo de La ventana indiscreta. Incluso, como en la película de Hitchcock, unos prismáticos nos ayudan a seguir la acción. Bástenos unas breves líneas de referencia:

En los cristales de los prismáticos se dibujó la imagen de Tina. Llevaba el caballete plegable y los zapatos de tacón bajo. Se detuvo un momento en el estanco y habló con alguien que estaba dentro. El sol le daba de frente, de modo que David no podía distinguir con precisión el interior del estanco. Esperó a que Tina prosiguiera su camino siguiéndola con los anteojos... Tina dobló la esquina y se perdió de vista.

(pág. 138)                




La técnica en esta novela es de notable complejidad porque a la obligada ordenación de las secuencias, hay que señalar planos cronológicos que juegan a quebrar la cadena lineal de la disposición. Unas veces son las cosas quienes ayudan a saltar la lejanía de los años (el gramófono reencontrado después de una larga ausencia), otras una voz en off sugiere -como en las películas- todo un pasado huidizo, algunas un fundido ayuda a soldar -también como en el cine- dos secuencias muy remotas. Insisto: son los recursos expresivos del cine. Aquí, como en el teatro que pretende mover distintos planos cronológicos, cual si fueran fotogramas coetáneos. Sírvanos una referencia explicativa: La muerte de un viajante, de Miller, entreverada narración de variadas circunstancias históricas. La eficacia del recurso está, justamente, en la virtualidad actual que se da al pasado: no preterición inoperante, sino vitalidad hodierna gracias a la presencia real de los hechos viejos en la carne del vivir presente. Pasado y presente como aspectos del fluir único: la vida. Singularidad de un devenir, de un werden -ayer, hoy, mañana- para el que no hay partición posible y para el que no hay otra forma de comprensión que la de ejercitarla en una plenitud intemporal. Procedimiento fílmico que la literatura trasplanta de medio expresivo, pero manteniendo sin equívoco su origen y la plasticidad de su significado.

En Tres pisadas de hombre27, Antonio Prieto va haciendo marchar su argumento por caminos estrictamente cinematográficos: la cámara sigue el triple deambular de Gad, de Juan y de Luigi. Cada una de estas pisadas deja su huella sobre la tierra muelle o dura, y al levantar el pie queda -como un suave césped abatido- el hueco exacto de cada impronta. Esas tres vidas infieren un momento y, luego, después de polarizadas, reemprenden la dispersión. El novelista ha conseguido en cada una de ellas su tono (el gesto, la lengua, la conducta) y ha logrado crear esa verdad íntima de los personajes, tan diversos a los ojos del espectador. Esta múltiple apariencia de la sola verdad hace pensar en planteamientos semejantes de nuestro teatro barroco o en la coincidencia con el cine de hoy. Pienso, por ejemplo, en alguno de los motivos como el del crimen y la aparente indeterminación del criminal, que coinciden por completo con la problemática, genialmente conducida, de Akira Kurosawa en su Rashomon. Novela en la que los recursos cinematográficos no se quedan detenidos en tal o cual coincidencia, y ya sería bastante, sino en el desarrollo óptico de esas tres vidas, enlazadas como una trenza de colores diversos.

Menos honra que esta interpretación fílmica de todo un género literario es la esporádica aparición de unos motivos tratados con una técnica que pudiéramos llamar plástica. Bien que no convenga dejarnos engañar. Por muy próximas que nos parezcan las maneras de la novela y del cine, difícil será llegar a su absoluta identificación. Un crítico tan equilibrado y oculto como Alan Price-Jones tiene razón al escribir que

No hay modo de encaminarse a la verdad si no es marchando hacia ella con ojos de novelista... [El cine no puede hacerlo, porque] en el cine todo tiene que ser algo más crispado que la vida, algo más basto y veloz.

Hasta una película tan exacta como Ladrón de bicicletas tiene que hacer sacrificios importantes, abandonar o estereotipar el movimiento para dar cabida al clima, en tanto que un novelista visual tiene tiempo y espacio para los dos28.



Cuando hablo «de unos motivos tratados con una técnica que pudiéramos llamar plástica» me estoy refiriendo a la coincidencia -creo que consciente- de buscar en el cine unos recursos expresivos que eran desconocidos en la novelística de anteguerra. Por ejemplo, la primera película en la que se lleva al cine una opereta vienesa es La sinfonía del corazón; allí, el paso de los años está medido por el árbol que en el giro de las estaciones se va vistiendo o desnudando de hoja. No creo que sea necesario insistir mucho en ello: el cine capta con unos medios plásticos que, por triviales, dejan vacío de simbolismo a ese rotar de los meses. Es necesario que el cine nos haya enseñado a ver para que los novelistas acostumbren sus retinas a los recursos recién estrenados. Así, Sebastián Juan Arbó hará discurrir el tiempo en Sobre las piedras grises siguiendo unas secuencias que son -ya- cinematografía29:

Pasaron los años. Los árboles se cubrieron de verde y una y otra vez con sus nuevas hojas, adornaron de gracia y de frescor las anchas plazas y las avenidas; una y otra vez las hojas volvieron a amarillear; se volvieron de un hermoso color de cobre, de herrumbre brillante en los castaños, y se desprendieron entre las ráfagas de otoño, entre las lluvias y los vientos; luego volvieron a brotar con el buen tiempo, para dar sombra y belleza, y volvieron a amarillear y caer...



En ocasiones, el novelista quiebra con su habitual enfoque para ofrecernos el escorzo de esta visión:

Así como estaban, casi tumbados en el suelo, era un espectáculo extraño observar el andar de la gente... Al lado de ambos pasó alguien ahora. Los golfos no levantaron la cabeza y parecía raro, sobrenatural, casi, ver las dos piernas desplazarse y moverse. Manolo, se fijó en los zapatos. Tenían la suela del tacón desgastada por el mismo lado, era, desde luego, extrahumano, ver pasar las piernas como si no pertenecieran a nadie30.



No costaría mucho trabajo multiplicar los ejemplos. Para cualquier lector medio y para cualquier medio aficionado al cine serán familiares fotogramas literarios como el del asalto de un carruaje en El viudo Ríus; las perlas que rebotan sobre los peldaños en Mariona Rebull31; las ruedas insensibles que giran, hasta borrarse, en Monte de Sancha32; la representación onírica de Las últimas horas, tan cercana a alguna de las secuencias de Recuerda, de Hitchcock, el velatorio de Teresa -desde la escalera, alta y un fondo cinematográfico abajo- en La isla y los demonios, de Carmen Laforet.

*  *  *

Baste ya con los testimonios aducidos. El viejo Simónides acuñó aquella moneda, a la que Horacio hizo circular: «la poesía es como la pintura». No nos dejemos engañar, como tampoco se dejaron engañar los viejos tratadistas. Novela y cine no son una misma cosa, aunque se acerquen en sus realizaciones de hoy. Como hay una pintura lírica o una poesía cromática. Poesía y pintura tienen cada una sus propios abalorios, como los tienen la novela y el cine. Sin embargo, bueno es recordar -una vez más- esa insoslayable unidad del espíritu humano y la existencia de unos estilos peculiares a cada época. Para la nuestra, el cine marca un paso al que las demás artes han tratado de adaptarse. Permítaseme recordar que Aaron Copland ha hablado de la revolución de la música en el siglo XX gracias, precisamente, a la existencia de las bandas sonoras en el cinematógrafo. Si esas bandas han revolucionado el arte de escribir música, ¿nos va a extrañar que el cine haya exigido, también, una nueva forma de hacer literatura? Y esta ha sido mi pretensión: hacer ver cómo el escritor está instalado en el tiempo en que le tocó vivir y cómo es fiel a las exigencias que ese tiempo le pide.





 
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