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ArribaAbajoCapítulo II

Los personajes


En el presente capítulo nos proponemos hacer un estudio parcial de los personajes: el de su composición piramidal, o sea, desde lo más singularizado en la cúspide de la pirámide, debido a un gran proceso de individuación, hasta lo más pluralizado, a causa de un proceso inverso, el de la colectivización. En otras palabras, a partir del individuo-héroe hasta llegar al grupo-masa, pasando por los grupos-clase y grupos-coro.

Como observaciones generales podríamos afirmar que los personajes de Valle-Inclán, en Jardín umbrío, no son objeto de un estudio y presentación psicológicos, y, por tanto, no hay una caracterización precisa y elaborada, a no ser que, como tales, se escojan a los que representan la cúspide de la pirámide: los personajes más individualizados. Pero aún éstos están bajo el control y la pauta constante del autor.

Valle-Inclán ha manifestado varias veces esta actitud y concepción ante los personajes. En una de esas veces nos dice:

Hay tres maneras de ver literariamente a los personajes: de rodillas, como Homero a sus héroes; de frente a nosotros, como Shakespeare ve a los suyos; y por debajo de nosotros, como Cervantes que, en todo momento, se cree más cuerdo que Don Quijote. Es también el modo de Goya y de Quevedo.


(Díaz-Plaja, 176).                


Estas tres formas de ver a los personajes se pueden observar en Valle-Inclán a través de toda su obra. No obstante, habría que añadir, en primer lugar, que se trataría de un proceso hacia una colectivización, y, en segundo lugar, que sus personajes siempre se mantienen «por debajo» del autor, cada vez más notoriamente. Así que la distribución piramidal que nosotros presentamos corresponde de algún modo a su visión progresivamente colectivizadora de los personajes.

Se ha indicado ya la orientación hacia la progresiva «rebelión de las masas» en los tres consabidos períodos o constantes de producción literaria de Valle-Inclán. Sin embargo, de acuerdo con nuestro objetivo principal en el estudio y análisis de algunas técnicas de Jardín umbrío, se puede observar que se dan estas tres orientaciones y visiones en la pequeña y temprana colección de cuentos de que nos estamos ocupando.

Aunque sea prematuro, por corresponder más apropiadamente a los capítulos que tratan del retrato fraccionado y al de los pre-esperpentos, se puede, sin embargo, traer a colación aquí otra vez la teoría estética del «gesto único» por medio de la cual el autor trata de buscar aquel «gesto» o aspecto único a través del cual se revela el personaje en su entereza, y que no tiene que ser precisamente el «gesto» psicológico sino que, a veces, puede ser físico, social, espiritual o metafísico. Otras veces el dicho «gesto» individual se puede transponer o proyectar en el grupo perdiendo así la individuación en favor de la colectivización, como es el caso de que nos ocupamos a continuación, en su mayor parte.

Sintetizando, podemos repetir que en este capítulo estudiamos a los personajes desde el punto de vista de su composición piramidal tratando de enfatizar ese «gesto» o característica particular que le corresponde al individuo-personaje o al grupo-masa.

De acuerdo con nuestro esquema podemos decir que sobresalen por su fuerte dosis de personajes individualizados, y en los que no entran el elemento-grupo, los cuentos «Juan Quinto», «Beatriz», «Un cabecilla», «Del misterio», «Rosarito», y «Un ejemplo». Por lo contrario, aunque sería imposible hallar en esta colección o en cualquier otra obra del autor una narración en que el grupo-masa, en su calidad de amorfismo, fuera el ingrediente exclusivo, no obstante creemos que en «La misa de San Electus» se adquiere esa peculiaridad, porque incluso los tres mozos, que serían en este caso nuestros héroes predominantes, aparecen como tres voces en una sola. Y esto se enfatiza más si se tienen en cuenta las diversas técnicas difuminadoras de que usa el autor para llegar a este estudio de anonimidad, como se verá en el quinto capítulo en donde trataremos de los pre-esperpentos.

En los demás cuentos de Jardín umbrío nos hallamos con una mezcla en donde estos dos puntos oscilan, según los casos, entre un cargamento mayor de personaje-masa o una dosis más grande de personaje-individuo.

Comenzaremos por los personajes-individuos, dividiéndolos en personajes de primer orden y de segundo orden, de acuerdo con la magnitud de su función y de su reaparición, no sólo en esta obra sino en obras posteriores. A su vez, los subdividiremos en personajes masculinos y personajes femeninos. Entre los primeros ya se sabe la importancia que tiene el Yo-narrador en toda la obra valleinclaniana y su identificación con algunos de los personajes, quizá la prueba más cabal se ofrece en el Yo de «El miedo», que va a ser desarrollado más tarde en el famoso Marqués de Bradomín de las Sonatas.

Aquí, como en las Sonatas, aparece como protagonista del cuento. Aunque en «El miedo» no se nos presente obsesionado por la sensualidad, característica del Marqués de Bradomín, sin embargo, la manera de ver a sus hermanas niñas, que pasarán a las Sonatas como amantes o cebo sensual, descubren ya esta tendencia:

Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos... Vi pasar sus sombras blancas... Las niñas escuchaban (el rezo), y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas.


(Obras I, p. 1241).                


Esta sensualidad sacrílego-profana es característica de las Sonatas al comparar, por ejemplo, los «vestidos» a los «paños litúrgicos» (Sonata de otoño).

Además, al igual que en las cuatro obritas mencionadas, en «El miedo» observamos a un Marqués de Bradomín adolescente o en esbozo, y que, antes de llegar a las Sonatas, madurará en don Miguel de Montenegro de «Rosarito». Al principio como Caballero cadete y, después, posiblemente como un donjuanesco guerrillero carlista. Las semejanzas con «El miedo» ayudarán a explicar el hecho de que Valle-Inclán incorporará el presente cuento, casi en su totalidad, en Sonata de otoño.

Otro personaje de la misma o parecida vena lo hallamos en «Mi bisabuelo». Se nos presenta aquí en todo su vigor a don Manuel Bermúdez y Bolaños, señor feudal que se impone por su fuerte voluntad en la servidumbre, y que mata al escribano Malvido, símbolo de la naciente burguesía.

Don Manuel Bermúdez, «Mi bisabuelo», es un señor feudal en plena decadencia, no tanto por falta de virtudes, pues «era orgulloso, violento y muy justiciero», sino por una causa externa: la aparición de la burguesía en Galicia, encarnada en la persona del escribano Malvido. Don Manuel «era un hombre autoritario y violento» no sólo cuando hablaba: «¡Habla tú, Serenín! ¡Que yo me entere!», sino también cuando actuaba: «Mi bisabuelo... echóse la escopeta en la cara... y de un tiro le [Malvido] dobló en tierra con la cabeza ensangrentada» (Obras I, p. 1293).

Sabemos que a Valle-Inclán le gustaba la aristocracia rural gallega, al menos en su primera época de escritor, y prueba de ello es el fruto de las Comedias bárbaras, con cuyos personajes semi-bárbaros simpatizaba.

En uno de los cuentos más largos, «Rosarito», y en la persona de don Miguel de Montenegro, hallamos una mezcla del personaje del mismo nombre de las Comedias bárbaras, sobre todo de Cara de Plata, y del Marques de Bradomín de las Sonatas. Se nos dice que don Miguel «podría frisar en los sesenta años. Era de una familia aristocrática gallega y descendía del famoso Mariscal Montenegro, señor excéntrico, déspota y cazador, beodo y hospitalario», características que heredará don Miguel en «Rosarito». Era «altivo y cruel, como árabe noble» y en su tierra «con todos los aristócratas se igualaba y a todos les llamaba primos», y también «despreciaba a todos los hidalgos sus vecinos» haciéndoles comer con sus criados y diciéndoles: «En mi casa, señores, todos los hombres son iguales. Aquí es ley la doctrina del filósofo de Judea» (Obras I, p. 1297) manifestando no sólo el orgullo en el Marquesado, sino también en sus ideas liberales y socialmente igualitarias, aunque de un modo irónico. De estas características se coligen las de don Miguel de Montenegro y las del Marqués de Bradomín, que más tarde aparecerán respectivamente en las Comedias bárbaras y en las Sonatas.

Don Miguel malgastó todo su patrimonio en poco tiempo, cuando era joven. Después hizo vida de «conspirador y aventurero», como los que iban a Italia a buscar «lances de amor, de espada y de fortuna», es decir, a vivir una vida donjuanesca. Y en esto, como en semilla, se puede ver al incipiente Marqués de Bradomín de la Sonata de Primavera, y al don Miguel de las Guerras carlistas. A todo esto hay que añadir el doble crimen de amor sensual: la violación incestuosa y el asesinato de Rosarito, para que la semejanza con las obras citadas sea más patente.

Y a causa de esto, y como leitmotiv literario, exclamará la Condesa de Cela en «Rosarito»: «La rama de los Montenegros es de locos», pues según el autor de este cuento, de «Mi bisabuelo», de las Sonatas, y de las Comedias bárbaras, don Miguel «era uno de esos locos de buena vena, con manías de gran señor, ingenio de coplero y alientos de pirata», (Obras I, pp. 1296, 1298) en donde muestra una clara simpatía por esta aristocracia rural gallega.

En general, se puede decir que estos personajes fuertemente individualizados se caracterizan por sus aspectos de hombría, como el orgullo, la violencia, lo guerrillero, la voluntad de imponerse, y, a veces, como en don Miguel, lo donjuanesco, la locura y hasta la profanación y lo satánico. Todos estos aspectos o «gestos» son muy del agrado del autor quien, en sus propias palabras, confiesa:

De niño y aún de mozo, la historia de los capitanes aventureros, violenta y fiera, me había dado una emoción más honda que la lunaria tristeza de los poetas... Yo no admiraba tanto los hechos hazañosos como el temple de las almas.


(Obras II, p. 559).                


Los personajes-mujeres de primera categoría, que aparecen en la cúspide de la pirámide, y que reaparecen también en otras obras del primero y segundo período de la producción literaria del autor, sobre todo en las Sonatas, son las Condesas de «Beatriz», la madre de «El miedo», y doña Dolores de «Milón de la Arnoya». Las características principales de estas mujeres y ancianas damas son la dignidad y la señoría, el respeto que infunden en sus hijas y en la servidumbre, y su añoranza genealógica por tiempos mejores. Todas estas cualidades ayudan a que sus personalidades resalten, confiriéndoles una nota de fuerte individualización desde el punto de vista de la configuración piramidal de que estamos hablando.

Además de estas características mencionadas, que hacen que el individuo-personaje resalte por encima de otros personajes individualizados, hallamos que, por medio de la técnica de la difuminación y esperpentización de otros personajes, sobre todo del pueblo, como en «Milón de la Arnoya», estos mismos personajes de primer orden sobresalen más destacadamente.

Ahora vamos a detenernos un poco más sobre las características antes mencionadas. La primera es la añoranza por un pasado aristocrático mejor. De los cuentos antes aludidos, «Beatriz» es el que enfatiza más categóricamente esta añoranza. Se nos dice que la Condesa de Barbanzón vivía «con los ojos vueltos hacia el pasado. Un pasado que los reyes de aras poblaron de leyendas heráldicas». La Condesa «las aprendiera cuando niña...».

La segunda característica de estas damas aristocráticas es la devoción. Todas ellas son profundamente religiosas. La manifestación externa y más visible es que tenían capillas y capellanes, como fray Ángel en «Beatriz», el prior de Brandeso en «El miedo», y don Benicio en «Rosarito». Leemos en «Beatriz» que la Condesa de Barbanzón «casi nunca salía del palacio... Era muy piadosa la Condesa... vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio» (Obras I, p. 1248). De hecho, la tragedia del cuento está circundada de una gran dosis de moralidad religiosa con tintes de superstición.

La madre en «El miedo» aparece sobre todo como un alma dedicada exclusivamente a la oración, con su devocionario en las manos, ordenando a su hijo que se preparara para la confesión y rezando el rosario con sus dos hijas. Toda la escena se lleva a cabo en la capilla señorial.

Cuando comienza «Rosarito», nos encontramos a la Condesa de Cela y a Rosarito escuchando la lectura de «la vida del santo del día» en labios del capellán don Benicio. Y en «Milón de la Arnoya» sabemos que doña Dolores Saco es muy «caritativa» con los pobres y los desafortunados, como con La Gaitana.

La tercera y la más importante característica de estas damas es el sentido de autoridad y de dignidad que las rodea. En «Beatriz» se manifiesta esta autoridad sobre el capellán fray Ángel, que lo envía por la Saludadora, y el miedo que éste tiene no sólo a causa de la violación de Beatriz, sino también por la venganza que la Condesa tomará de él, como así sucede. Sin embargo, la fuerza de la autoridad se hace sentir sobre todo cuando fuerza moralmente a la Saludadora a que haga condenaciones.

En «Rosarito» también observamos la gran autoridad de la Condesa cuando se impone repetidas veces a su capellán don Benicio, al donjuanesco don Miguel y a su propia hija Rosarito. Este sentido de autoridad resalta aún más cuando observamos al anciano capellán actuar casi puerilmente ante la fuerte personalidad de la aristocrática dama.

Pero esta autoridad no sólo se manifiesta por medio de palabras y deseos, sino también de actitudes y gestos. En este caso la autoridad está circundada por una aureola de dignidad, como ocurre en «Milón de la Arnoya»:

Era Doña Dolores Saco, mi abuela materna, una señora caritativa y orgullosa, alta, seca y muy a la antigua... Con un dejo autoritario interrogó... En lo alto del patín mi abuela, abandonando el brazo en que se apoyaba, habíase erguido, seca y enérgica. Se oyó su voz autoritaria... Los ojos hundidos y apagados de mi abuela se avivaron con una llama de cólera:

-Mozos, echad a ese malvado de mi puerta.


(Obras I, p. 1314)                


Esta autoridad y dignidad resalta aun más cuando todos los criados y criadas levantaron «un murmullo en loa de mi abuela».

Llegados a este punto uno recibe la fuerte impresión de que la estructura de la sociedad gallega, en esta obra y en el ciclo galaico, tiene gran dosis matriarcal, en donde la mujer se impone por su dignidad y autoridad, no sólo a la servidumbre, sino también al orgullo y al frecuente despotismo del sexo masculino.

Bajando de la pirámide, los personajes-individuos de primera categoría, nos encontramos con el segundo cuerpo: los personajes-tipo de segunda categoría. Uno de los personajes-tipo de segunda categoría que vamos a considerar a continuación es el cabecilla o guerrillero. No cabe duda que el autor tenía gran simpatía por esta clase de personajes, como también lo prueba al ocuparse de ellos más tarde en el ciclo carlista. Pero aún así, como preludiando este tipo de personajes, en varios cuentos de Jardín umbrío, y aunque sea de pasada, no deja de mencionar esta característica peculiar en varios de los personajes. Así vemos en «Beatriz» al capellán fray Ángel con su «andar dominador y marcial», con sus «espuelas» puestas. Había sido «uno de aquellos cabecillas tonsurados, que roban la plata de las iglesias para acudir en socorro de la facción», y que, todavía después de terminada la guerra, «seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui».

En «El rey de la máscara» nos encontramos también con otro sacerdote, eco de fray Ángel, incluso en cuanto al texto literario. Se dice que «era uno de aquellos cabecillas tonsurados que, después de machacar la plata de sus iglesias y santuarios para acudir en socorro de la facción, dijeron misas gratuitas por el alma de Zumalacárregui». (Obras I, p. 1264). Otro sacerdote, don Benicio, el capellán en «Rosarito», en sus tiempos jóvenes también había sido un cabecilla. «Cuatro [años] anduve yo por las montañas de Navarra con el fusil al hombro, y hoy, mientras otros baten el cobre, tengo que contentarme con pedir a Dios en la misa por el triunfo de la santa causa». (Obras I, p. 1296).

La narración «A medianoche» nos presenta a un «jinete» o «cabecilla» que aparece y desaparece como una ráfaga de viento, sin verdadera identificación. Sólo al fin se nos dice que se iba «en barco» para encontrar al otro lado a «los mozos de la partida». Y concluye diciendo: «Tal vez fuese un emigrado, tal vez un cabecilla que volvía de Portugal». (Obras I, p. 1289).

Una resonancia semejante la hallamos en «Rosarito», en la persona de don Miguel de Montenegro, que, en palabras de la Condesa de Cela «sé que está en el país, y que conspira». El mismo don Miguel lo atestigua al decirle a la Condesa que «¡Ya habrás comprendido que vengo huyendo! Necesito un caballo para repasar mañana mismo la frontera» con Portugal. (Obras I, p. 1302).

Si éstos son pasajes salpicados aquí y allá, incidentes en la vida de algunos personajes de estos cuentos, por el contrario, hay uno dedicado exclusivamente a este tema del carlismo y cuyo personaje total es un «guerrillero». Es el que lleva por título «Un cabecilla». Al principio del cuento se nos dice que «[...] había sido un terrible guerrillero. Cuando la segunda guerra civil echóse al campo con sus cinco hijos, y en pocos días logró levantar una facción de gente aguerrida y dispuesta a batir el cobre». Un día, cuando él estaba ausente, los «negros», los guardias, entraron en el molino para prenderlo, y después de destrozarlo todo por no haberlo encontrado, dejaron a su esposa maniatada. Cuando vuelve al molino y se entera de que su esposa los había delatado, la llevó al campo y la fusiló. Se escapó después porque «había columbrado hacía un momento... los tricornios enfundados de los guardias civiles». (Obras I, p. 1261).

El tema del carlismo, como lo referente al carlismo gallego que acabamos de ver, corresponde a las ideas políticas del autor que cambiarán, sin embargo, en su vida y en sus obras póstumas. (Fernández Almagro, 128). Aquí, como al hablar del señor feudal, «el gesto» fundamental, aunque algo vago, sigue siendo el fuerte individualismo que se trasluce bajo el orgullo, la valentía, la lucha y la dedicación a la causa carlista.

Hay algunos cuentos en que el personaje-ladrón aparece esporádicamente, y no por eso mermando su importancia, como en el caso del cabecilla y guerrillero. Y en un modo semejante a este último el autor parece simpatizar con esta institución sociocultural, como se puede ver por el contexto y por la reacción que el pueblo muestra ante tales personajes.

En «A medianoche» ocurre un crimen imprevisto. Al Jinete, cabecilla emigrado que quiere cruzar la frontera sin ser notado, le sale al encuentro desapercibidamente El Chipén, hijo de la molinera. Éste, escondido en los matorrales, con una hoz en la mano asalta al Jinete quien, como un relámpago, descarga la escopeta y deja a El Chipén muerto en tierra. No hay más elucubraciones, y, como un incidente aparentemente sin importancia, se deja el caso por no entrar en los planes que llevaba el cabecilla emigrado.

En «Rosarito» se nombra a El Manco de pasada y como sin importancia. Don Miguel de Montenegro pide un caballo a su prima la Condesa de Cela para «cruzar la frontera». Ella dice que no lo tiene porque, como si fuese cosa aceptada, «hará cosa de un mes pasó por aquí haciendo una requisa la partida de El Manco y se llevó las dos yeguas que teníamos». (Obras I, p. 1302).

Aunque no se nombra a nadie específicamente, la misma actitud se observa en el primer pasaje de «El rey de la máscara», cuando el cura de San Rosendo de Gondar, de vuelta de la iglesia a la rectoral, encuentra el retablo de las ánimas descerrajado y roto el vacío fondo, y parece no reaccionar ante el latrocinio.

En «Milón de la Arnoya» se nos dice que el personaje del mismo nombre, además de poseer la sabiduría de Satanás, era:

[...] un jayán perseguido por la justicia que vivía enfoscado en el monte robando por siembras y majadas. En casa de mi abuela los criados se juntaban al anochecido para desgranar mazorcas. Siempre salía el cuento de Milón de la Arnoya. Unas veces había sido visto en alguna feria, otra por caminos, otras, como el raposo, rondando al rededor de la aldea. Y Serenín del Bretal, que tenía un rebaño de ovejas, solía contar cómo robaba los corderos en las gándaras de Barbanza. El nombre de aquel bigardo... había puesto una sombra en todos los rostros.


(Obras I, p. 1315).                


Se puede observar en este pasaje que el pueblo estaba poseído de una especie de terror («sombra»), pero al mismo tiempo también tenía una fuerte admiración por este bigardo, pues la frecuencia con que hablaban de él («siempre salía el cuento de Milón») y el modo que Serenín de Bretal tenía de contar los robos, proyectaban un eco y recibían admiración de sus oyentes («solía contar cómo...»).

Hay otro cuento dedicado exclusivamente al ladrón y es el de «Juan Quinto». Este bigardo entró a robar a la rectoral de Santa Baya de Cristamilde. Amenazó al cura con que le quitaría «la vida» si no le entregaba «la bolsa». Pero el cura sin inmutarse, y en lugar de darle dinero, le proporcionó algunas amonestaciones. El único castigo, si así se puede llamar, que el cura le inflige es por medio de un consejo: «¡Ponte a cavar la tierra, rapaz!» o, si no, «¡compra una cuerda y ahórcate, porque para robar no sirves!», (Obras I, p. 1237) le dice, y se va. Pero la admiración hacia esta clase de personajes se deduce otra vez más del principio y fin del cuento, cuando Micaela, la criada de la casa, contaba «de noche... muchas historias de Juan Quinto», como si fueran cuentos de hadas, y termina diciendo genealógicamente que «era de buenas familias, hijo de Remigio de Bealo, nieto de Pedro, que acompañó al difunto señor en la batalla del Puente San Payo...», (Obras I, p. 1238) por todo lo cual se desprende que es digno de admiración y que el tema sirve para alimentar la fantasía de los oyentes.

Por fin, hay otro cuento que también está dedicado exclusivamente al ladrón, «Comedia de ensueño». Se trata de un ladrón-Capitán y de sus secuaces, cuyo oficio es asaltar los caminos reales. Las mismas conclusiones anotadas antes se pueden deducir de este dramita-cuento, pero el ambiente de «ensueño» y el simbolismo poético que encierran realzan más el institucionalismo y la admiración del pueblo ante esta clase de personajes. Incluso se podría afirmar que el mismo autor se complace en ello al usar la técnica poética en su teatro. Tenemos, por ejemplo, el simbolismo de «El capitán» y los «Doce Apóstoles», la introducción de la «Princesa quimera», y el personaje de la madre Silvia, que «sabe cosas de la quiromancia».

Podemos decir entonces que el ladrón es un elemento o institución social de la vida gallega. Como tal se hace motivo folklórico en el primero y segundo ciclo literario del autor que tienen por fondo a Galicia. Y éste es el caso presente, aunque no hay que olvidar que este tópico del personaje-ladrón lo proyecta también en otras obras no gallegas.

Los ciegos, que tanta importancia tienen en casi todas las obras de Valle-Inclán, desde Voces de gesta pasando por las Comedias bárbaras, en el Ciego de Gondar y el Ciego Electus, hasta Max Estrella en Luces de bohemia, los encontramos aquí en las figuras de la Abuela en «Tragedia de ensueño», y en el personaje Serenín del Bretal, en «Mi bisabuelo».

En «Mi bisabuelo» nos hallamos con el portavoz oficial de los criados de don Manuel Bermúdez, y se dice de él que «era un hombre ciego quien una hija suya guiaba de la mano. Iba con la cabeza descubierta... Más adelante, cuando el amo le ordenó que presentara la queja, el ciego labrador quedó en medio del camino con la cabeza descubierta, la calva dorada bajo el sol poniente». Cuando su madre Águeda, una señora muy anciana, apareció por el camino y él la oyó, «volvió los ojos velados hacia donde sonaba la voz de la centenaria». Después, viendo su impotencia para resolver el problema contra el escribano Malvido, confiesa que «yo nada puedo hacer sin luz en los ojos y con los hijos en la cárcel». (Obras I, pp. 1291, 1292).

En los primeros textos notamos que se le describe con la «cabeza descubierta», no sólo en señal de respeto a su señor, sino también para hacer hincapié en la autoridad que él tenía ante el pueblo y por tratarse de un ciego, pues también observamos que tiene la «calva dorada». No hay duda que está estableciendo una relación con los «bustos» y «cabezas» de las estatuas sin ojos, de los dioses dorados griegos, que vemos en La lámpara maravillosa. (Obras II, pp. 605-610).

Y cuando su madre Águeda aparece por el camino, el autor específicamente hace notar que Serenín «vo1vió los ojos velados» hacia ella. Y, por fin, él mismo admite que no puede hacer nada porque se halla sin luz en los ojos, además de tener en la cárcel a sus hijos y, a pesar de esta impotencia física, a la cual alude él mismo, es el «cabezalero de un foral» que pertenecía al señor feudal, don Manuel Bermúdez. Todo lo cual indica que el ciego Serenín tiene las propiedades a las que se alude en La lámpara maravillosa, (Obras II, pp. 605-610) en particular a la visión espiritual de los ciegos.

En «Tragedia de ensueño» vemos más todavía las ideas estéticas del autor encarnadas en la Abuela protagonista. Esta dama «tiene cien años, el cabello plateado, los ojos faltos de vista». Ella misma atribuye su ceguera a las lágrimas: «Estos tristes ojos no se cansan de llorar la muerte de los siete hijos y de todos los nietos», incluso del que se está muriendo. Su ceguera es debida también al ver «pasar sus blancas cajas de ángeles» por delante de su puerta. En estas citas podemos observar que su cabellera es «blanca» y que las «cajas» o féretros, causa parcial de la ceguera, son «blancas»; o sea, sus ojos se convirtieron en blancura, como también blancos son la cabeza y los ojos de «mármol blanco» de los dioses griegos.

Más adelante en el dramita-cuento encontramos a tres Azafatas lavanderas dialogando entre sí. Deciden ir a ver al Nieto, pero no quieren que se entere la Abuela. Una de ellas dice «[...] pasaremos en silencio. Como ella está ciega no puede vernos». Y otra dice: pero, «sus ojos adivinan las sombras». Efectivamente, así como Serenín en «Mi bisabuelo», «volvió los ojos velados», ella «levantó un momento sus ojos sin vista», porque pareció adivinar las sombras de las muchachas.

Hacia el fin del cuento aparece un grupo de niñas y el tema es la doble ecuación de sueño-muerte y de ceguera-visión. Las niñas le preguntan a la Abuela que si el nieto está dormido, y ella les responde que sí. Y continúa el diálogo:

LAS NIÑAS.-   ¡Pero no duerme, abuela!... Tiene los ojos abiertos... Parece que mira una cosa que no se ve...

LA ABUELA.-   ¡Una cosa que no se ve!... ¡Es la otra vida!...

LAS NIÑAS.-   Se sonríe y cierra los ojos...

LA ABUELA.-   Con ellos cerrados seguirá viendo lo mismo que antes veía. Es su alma blanca la que mira.


(Obras I, p. 1246).                


El nieto participa de los dos mundos en contraste: el de la visión de las niñas, pues «tiene los ojos abiertos... y se sonríe», y también pertenece al mundo de los ciegos, de la Abuela, pues «cierra los ojos...», y se muere. Pero lo más importante es la interpretación que la Abuela da y que las niñas no comprenden: «con ellos cerrados seguirá viendo lo mismo que antes veía»... Es decir, los ojos «abiertos» se equiparan a los ojos «cerrados», pues ven lo «mismo», y entonces se establece la ecuación Nieto-Abuela. La ceguera participa de ambas visiones, la terrenal y la de la «otra vida». Entonces el ciego tiene un gran privilegio que, en la doctrina valleinclaniana, además de asemejarse a los ojos de mármol de los dioses griegos, implica su doctrina del gnosticismo oriental, y su teoría de la suprema visión que aprisiona en un círculo, el ojo, todo cuanto mira y que es su mirar una visión hermética, como se desprende de los pasajes aludidos en su La lámpara maravillosa. Los ciegos aparecen en casi todas las obras de Valle-Inclán y desempeñan casi siempre papeles importantes y su importancia viene de su ceguera iluminada. (Segura Covarsí, 49-52).

Entre las mujeres, como personaje-tipo, se encuentran las viejas criadas, que sospechamos son la sirvienta de la familia, la anciana supuesta narradora de estos cuentos, Micaela la Galana, que aparece explícitamente en la Introducción a la colección de estos cuentos y en «Juan Quinto». La función de estas criadas es sobre todo la de consejeras de las damas y señoras de la aristocracia. Así vemos a la Coronela en «Beatriz» que, aunque aparenta ser dama aristocrática, está siempre al lado de la Condesa y de su hija tratando de consolarlas. Cuando el Penitenciario viene a palacio a revelar a la Condesa el mal que aflige a Beatriz, aquél le pregunta a la Coronela: «[...] ¿no sospecha... nada la Condesa?». La respuesta de la sirvienta es tajante: «¡No podía sospechar!», como si ella fuera depositaria de los secretos más íntimos de la familia. También sabe dar consejo, incluso a la Condesa, cuando le dice: «¡Condesa, es preciso que tenga valor!». Después rezó por ella, como también lo hace Basilisa en «Mi hermana Antonia», y Micaela en «Juan Quinto» y en «Milón de la Arnoya».

En «Mi hermana Antonia», la criada está figurada por Basilisa, que, además de ser sirvienta y consejera, goza de cierto prestigio de curandera y de bruja. Basilisa la Galinda era la «vieja nodriza» de la casa, como lo había sido Águeda la del Monte en «Mi bisabuelo». Ayuda y es fiel a la madre de Antonia durante su enfermedad y posesión diabólica, y no sólo reza por ella, como la Coronela en «Beatriz», sino que practica cierta clase de exorcismo cuando trata de echar al diablo, en figura del gato, pasando primero una cruz de palo por el cuerpo del muchacho y, después, cortándole las orejas al animal. Finalmente, en «Milón de la Arnoya», con el apropiado nombre de Micaela la Galana, vemos a la tradicional criada de la señora aristocrática, doña Dolores Saco, aconsejando a la dama y sirviéndole de interprete y medianera ante la servidumbre. Micaela no sólo ayuda físicamente a doña Dolores, que iba «arrastrando su pierna gotosa y apoyaba el brazo» en ella, sino que también da consejos cuando «murmuró al oído de la señora». Y, al igual que la Coronela en «Beatriz», y sobre todo a Basilisa en «Mi hermana Antonia», «trajo un rosario» bendito para exorcizar a la Gaitana, aunque ésta se escapó antes de ser tocada con él.

La importancia de este personaje femenino en los cuentos de Jardín umbrío se deduce también de la pequeña «Introducción» al libro en que Valle-Inclán explícitamente expresa la función que la anciana criada tenía no sólo en su infancia personal, sino también en los cuentos que aquí analizamos:

Tenía mi abuela una doncella muy vieja que se llamaba Micaela la Galana. Murió siendo yo todavía niño... Sabía muchas historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones. Ahora yo cuento las que ella me contaba.


(Obras I, p. 1235).                


Y como se puede colegir por lo dicho, no solamente aparece como narradora, al igual que en «Juan Quinto», sino también como personaje, disfrazada en las ancianas criadas de «Beatriz», «Mi hermana Antonia» y «Milón de la Arnoya». Este personaje-tipo y sus funciones son característicos de la época galaica o primer período de Valle-Inclán, cuando predominaba la aristocracia rural gallega.

Muy del gusto del autor es otro personaje-tipo que aparece en varios de estos cuentos. Se trata de la curandera o curandero. Este personaje, aunque predominantemente femenino, no es exclusivo de este sexo. Hay también saludadores como el curandero de Cela que aparece en «La misa de San Electus», aunque sólo se menciona de pasada, pero que implica, no obstante, la importancia que tiene en la creencia del pueblo. Pero los más de estos personajes son mujeres ya de edad avanzada.

Una de las cosas más interesantes al respecto, que encontramos en «Beatriz», es la creencia en las saludadoras no sólo de «la devota» Condesa, sino también de su «capellán» fray Ángel. Al oír uno de los «gritos trágicos» de la muchacha Beatriz, su madre la Condesa sugiere a fray Ángel que vaya a buscar a la Saludadora de Céltigos, que, en opinión del sacerdote, «hace verdaderos milagros».

Las características físicas y espirituales de esta curandera son: primero, que pasa ya de los cien años y está «desgastada» como las medallas antiguas; segundo, que tiene los ojos verdes, de «verde maléfico», como las aguas estancadas donde se juntan las brujas. En tercer lugar, tienen la propiedad de ver a distancia, pues quedándose dormida una tarde, nos dice que «tuve una revelación. Me llamaba la buena Condesa movimiento su pañuelo blanco, que era después una paloma volando, volando para el cielo». En cuarto lugar, también tiene la cualidad de ver introspectivamente y de diagnosticar el mal que aqueja a la víctima. De Beatriz dice, después de tener los «ojos clavados» en ella, «a esta rosa galana le han hecho mal de ojo». Después de consultar el espejo, declara que la muchacha «está embrujada».

La quinta propiedad que tiene esta saludadora es la del poder de curación que, como se indicó antes, le faltó al curandero de Cela en «La misa de San Electus», y de la que también se supone carece la vieja bruja doña Soledad Amarante en «Del misterio». La Saludadora de Céltigos emplea dos métodos para la curación o desembrujo: el primero fue el tomar un espejo en sus manos, empañarlo con el aliento y hacer después con el dedo el círculo del Rey Salomón hasta que se borró. El segundo, puesto que el culpable era un sacerdote, fue colocar siete hojas, arrancadas de su breviario, sobre el espejo y proferir en seguida siete conjuros invocando a Satanás. Al fin se rompió el espejo, quedando fray Ángel muerto al instante.

El caso de la Saludadora o bruja de «Del misterio», es básicamente semejante, aunque el motivo de su intervención es diferente al de «Beatriz». Se trata de saber el paradero de un asesino fugitivo. La bruja es también una anciana consumida, de «mejillas descarnadas» y «manos sarmentosas». Sus ojos, al igual que los de la saludadora de «Beatriz», tenían un color verde, de «verde maléfico, como el de las turquesas».

Entre los talentos de doña Soledad Amarante se halla el de poder ver a distancia, como vio al asesino del carcelero que corría «por un camino lleno de riesgos» deteniéndose junto a «un río como un mar». Sabía también «cosas de misterio», como oír «en el silencio de las altas horas el vuelo de las almas que se van, evocando en el fondo de los espejos los rostros lívidos que miraban con ojos agónicos». Y de hecho hace aparecer en la escena, y en un espejo de la sala, al alma-fantasma del carcelero asesinado, aunque sólo el niño lo pueda ver, quizá por su «inocencia», como ocurre en el cuento «Mi hermana Antonia», en donde la «inocencia» del niño le permite expulsar al gato-diablo del cuerpo de la madre, con la cooperación de la criada-bruja Basilisa la Galinda.

En «Comedia de ensueño» nos encontramos con otro tipo de curandera-bruja que, en contraste con las anteriores, más de tipo gallego, ésta, por el contrario, es más bien de tipo andaluz. Esta bruja se llama madre Silvia. (Boudreau, 16-24). Es muy vieja y «su figura destaca por oscuro sobre el fondo rojizo» de la cueva. Cuando el Capitán de los ladrones trata de averiguar el paradero de la Princesa Quimera, cuya mano había sido amputada por su yatagán, le dice: «Madre Silvia, tú que entiendes de los misterios de la quiromancia, dime quién era ella». Entonces limpia la mano cercenada de toda sangre y «lee las rayas» de la palma profetizando el casamiento que hubiera tenido lugar entre los dos si el Capitán no se la hubiera cercenado. Y también, para indagar en el futuro, sabe y practica juegos de azar. De estos talentos carecen, o por lo menos no los practican, las otras curanderas-brujas gallegas. Pero, a diferencia de éstas, la andaluza madre Silvia no posee dotes curativas.

La importancia de este tipo de personajes, las curanderas-brujas, en Jardín umbrío, se desprende de varios factores. En primer lugar, porque, en realidad, es parte de la vida socio-religiosa de Galicia, por lo menos de la Galicia pueblerina y de la Galicia antigua sin distinción de clases. Por otra parte, la curandera representa la autoridad suma en cuestiones de lo incógnito, de la religión, del misterio y de la superstición. Y puesto que tiene el secreto de curar la posesión de los malos espíritus, enfermedad terrible, de ahí radica también parte de su autoridad y respeto que la gente le tiene. En tercer lugar, y desde el punto de vista de la técnica narrativa, muchas de las ideas estéticas de Valle-Inclán emanan precisamente de sus ideas del misterio o del hermetismo místico, base de su libro La lámpara maravillosa.

El otro polo está representado por el personaje-tipo que denominamos la posesa. Este personaje es exclusivamente femenino. Así como la curandera es siempre, por lo menos en Jardín umbrío, una señora muy vieja, la posesa, por lo contrario, es una muchacha joven. La bruja es de la clase baja, pero la posesa no tiene distinción social. Beatriz es una muchacha de la aristocracia, hija de una condesa, en «Beatriz». Antonia, en «Mi hermana Antonia», aunque no se nos dice explícitamente, parece ser una joven pudiente. Pero La Gaitana, en «Milón de la Arnoya», es una joven destituida, de la clase baja. Y en «Un ejemplo», la mujer poseída es joven y vieja sucesivamente, a causa de una transformación, y parece ser de la clase baja, pues anda por los «caminos» y vive en un «pueblo».

En los cuatro cuentos arriba enumerados hallamos a cinco posesas, dos de ellas en «Mi hermana Antonia», Antonia y su madre. Nos proponemos enunciar aquí las causas de la posesión, sus efectos o síntomas, y la curación de la misma. Antonia y la Gaitana fueron embrujadas por medio de una «manzana reineta». En estos dos cuentos, como en «Beatriz», se dice también explícitamente que la posesión fue debida al influjo de cosas extra o sobrenaturales: en «Beatriz» fue «el mal de ojo», el «embrujo», y «la boca de Satanás». En «Mi hermana Antonia», además del embrujo de la manzana reineta se le atribuye al «pacto con el diablo» que Máximo de Bretal tuvo con él, y también a la «mano negra» o Mouraman, encarnación del Mal, para el caso de la madre. Y en «Milón de la Arnoya» la posesión es debida al cautiverio de la «sabiduría de Satanás». En «Un ejemplo», aunque no se nos dice explícitamente, se sobreentiende que es obra del diablo o fuerza fáustica la que se encarna en la «endemoniada».

Los efectos o síntomas, como segundo elemento de la posesión, son muchos y variados, pero notaremos los principales. En «Beatriz» observamos que la joven daba «grandes y penetrantes alaridos», tiene «un loco y rabioso ulular», sus ojos están «extraviados» y el cabello «destrenzado», «golpea» su cabeza contra el entarimado y «se retuerce como una salamandra en el fuego».

En «Mi hermana Antonia» la muchacha tenía las manos «de hielo», y sus ojos emitían una «llama luminosa y trágica». Unas veces toda ella «tenía el aire del otro mundo», su voz era «de sombra», su cara estaba «yerta» con un dolor «extraño y obstinado». Otras veces estaba poseída de histeria como cuando «retorciéndome una mano, ríe, ríe, ríe». Del mismo modo, aunque más inquietante, vemos a la madre que «entraba como una sombra y se desvanecía», tenía una «mano negra» que era «triste» y «sombría». Sus ojos «tenían la mirada fascinante de las imágenes que tienen los ojos de cristal». Pero también sus «dientes hacían el ruido de una castañeta», y «se estremecía toda». «Gritaba» y tenía «el pelo revuelto, las manos tendidas, y los dedos abiertos como garfios».

La Gaitana de «Milón de la Arnoya» era «flaca, renegrida, con el pelo fosco y los ojos ardientes, venía clamorosa y anhelando». También «levantaba los brazos, temblorosa y ronca», «temblaba lívida y sombría». Su cuerpo «se retorcía con la boca espumante» y se mostraba con «su carne convulsa».

En «Un ejemplo» «sintiéronse unos alaridos que ponían espanto», y era el «grito de la endemoniada». También «se retorcía en el polvo y escupía hasta el camino». Después, «se levantó y ululando, con los dedos enredados en los cabellos», se echó a correr.

Se puede observar, en general que, aunque hay casos como el de Antonia, en donde los síntomas de posesión no parecen violentos, sin embargo, en la mayor parte de los mismos, la violencia, expresada por los contorsionamientos fisiológicos, parece ser el denominador común en las posesas.

Una vez más, y aunque generalizando por el momento, podemos observar que el autor trata de sintetizar visualmente los rasgos externos de lo que Valle-Inclán llama el «gesto único», que en las posesas podría categorizarse como la violencia y contorsiones biológicas, particulares para cada una.

El tercer elemento que vamos a considerar ahora es el método de curación de estas posesas. El éxito o falta de éxito de dicha curación se lleva a cabo por medio de la curandera, bruja o saludadora. En «Beatriz» hay dos agentes y dos curaciones, aunque una es más efectiva que la otra. El Penitenciario, agente de un aspecto de la curación, depende para ello de la confesión sacramental y no cree que Beatriz esté «poseída» como le decía la Condesa. Simplemente dice él que la muchacha «se ha confesado». Pero el mal no desaparece con la simple «confesión». La Condesa y la Saludadora creen que el efecto, «la posesión», «el embrujo», desaparecerá sólo cuando la causa haya desaparecido: con la destrucción de fray Ángel. Para ello la Saludadora, con el espejo en la mano, pronuncia el conjuro: «¡Satanás! ¡Satanás! Te conjuro... para que vengas sin tardanza... (para) llevarte el alma que en este espejo ahora vieres».

En «Mi hermana Antonia» también hay dos métodos: la confrontación directa con el diablo y los últimos sacramentos. Éstos, sin embargo, se administran después de que el primer método ha surtido efecto. En el primer caso, aunque no tan explícitamente como en el caso anterior, Basilisa es la que conjura y la que vence al diablo cortándole las orejas al gato-Máximo en quien se había encarnado el espíritu maligno. En el segundo caso, es el cura el que administra los sacramentos, aunque el mal de la posesión ya había desaparecido. La curación tiene éxito, pero la víctima muere.

La curación, en «Milón de la Arnoya», no se lleva a cabo. Micaela la Galana, la criada, trató de exorcizar a la Gaitana con el «rosario», pero antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo, Milón se adelanta y, con unos gritos o «voces como alaridos», fuerza a la posesa a que le siga. Las fuerzas sobrenaturales de la posesión, la «sabiduría de Satanás», tuvo mayor fuerza, mejor dicho, se adelantó a las fuerzas del exorcismo ortodoxo.

El ermitaño Amaro de «Un ejemplo» se liberta del sortilegio de la endemoniada metiendo «una mano en la brasa» y haciendo la «señal de la cruz» con la otra. En esta curación no coopera ni una curandera ni las fuerzas o métodos de la conjuración, sino la virtud que emana del sacrificio o «dolor», como condición para vencer en la lucha, al decir del Maestro: «El dolor es mi ley». Por lo que toca a la «endemoniada» no fue curada, pues se dice que «desapareció», y ya antes oímos la queja de Amaro dirigida al Maestro:

-Maestro, ¿por qué no haberle devuelto aquí mismo la salud?


Como ya hemos observado antes, ahora, tratando de los métodos de curación, nos encontramos otra vez con las fuerzas religiosas enfrentándose a las supersticiosas. En el segundo caso, en el de la superstición, el autor encuentra una fuente de las fuerzas ocultas, herméticas y misteriosas, más importantes que las ortodoxas. El deshacer el embrujo por medio de la conjuración ofrece mayor impacto dramático y va más de acuerdo con la creencia del pueblo y la mentalidad e ideas estéticas del autor.

Continuando con la sección piramidal del personaje-tipo de segunda categoría, discutiremos otro personaje-tipo: el portavoz o representante del pueblo. Tratándose de una sociedad al estilo feudal, el pueblo tiene sus ancianos representantes o portavoces oficiales ante el señor feudal. Es el caso del viejo Serenín del Bretal en «Mi bisabuelo» y también en «Milón de la Arnoya».

El cuento «Mi bisabuelo» comienza con un diálogo dramático entre el señor feudal don Manuel Bermúdez y su representante Serenín. Éste era «el cabezalero de un foral que tenía en Juno» el gran señor. Sale guiado por su hija al encuentro del caballero que venía de cazar perdices. Lo inusitado del lugar para un ciego (en el «camino del monte»), el ir con la «cabeza descubierta», el hablar con «la voz velada de lágrimas», y el saludo ambiguo y delatador de ansiedad: «¡Un ángel le trae por estos caminos, mi amo!» indican, no sólo un sentimiento de malestar de todo el pueblo ante don Manuel, sino que manifiestan también circunstancias pertenecientes a su función de portavoz. Don Manuel le interroga «breve y muy adusto»:

-¿Ha muerto tu madre?

-¡No lo permita Dios!

-¿Pues qué te ocurre?

-Por un falso testimonio están en la cárcel dos de mis hijos. ¡Quiere acabar con todos nosotros el escribano Malvido! Anda por las puertas con una obliga escrita, y va tomando las firmas para que ninguno vuelva a meter los ganados en las Brañas del Rey.


(Obras I, p. 1290).                


Serenín del Bretal estaba a cargo de un foral que don Manuel tenía en el pueblo de Juno. Por tanto, era un representante oficial del pueblo y de las propiedades y tenía que dar cuenta al señor feudal. Ésta era la razón por la cual salió al encuentro del caballero.

La importancia de Serenín también se echa de ver cuando las «mujeres» se quejaban de los «robos» perpetrados por el escribano Malvido y de los «encarcelamientos» que había hecho, no sólo de los dos hijos de Serenín, sino también de otros del pueblo. Al oír estas quejas, don Manuel dio «una voz muy enojado» y se dirigió al representante del pueblo: «¡Habla tú, Serenín!». El cabezalero impuso silencio, con su autoridad, las mujeres, diciéndoles: «Más os vale no hablar y arrancaros las lenguas». A su misma madre, Águeda la del Monte cuando apareciendo por el camino quiere hablar con el caballero, le impuso silencio diciendo: «¡Ya depusimos nuestro pleito al amo!».

Esta representación oficial del cabezalero de Juno no sólo se manifiesta por lo que hace y dice, ni por la manera cómo lo trata don Manuel, ni porque es el hijo de Águeda, la «nodriza» del caballero, sino por el asentimiento tácito de los hombres y de las mujeres del pueblo. Cuando Serenín se dispone a presentar la queja de los pueblerinos «todos se apartaron, y el ciego labrador quedó en medio del camino con la cabeza descubierta, la calva dorada bajo el sol poniente». En esta ocasión todas las mujeres, las que llevaban carrascas en sus cabezas como las que llegaban de los mercados «formaban coro en torno del ciego labrador», mientras que «una cuadrilla de cavadores escuchaban en la linde de la heredad descansando sobre sus azadas».

En «Milón de la Arnoya» nos encontramos otra vez con el mismo nombre de Serenín del Bretal, aunque ahora ya no se trata de un ciego. Su función de portavoz aparece ya desde un principio cuando, después de que la poseída Gaitana irrumpe en la escena, él, «limpiándose el sudor con la mano...», le dice: «¡Cativos de nos! ¡Si has menester amparo clama a la justicia!... ¡Cativos de nos!». Por haberse adelantado a todos los criados y por referirse en plural («nos») podemos deducir desde ahora que él es el representante oficial de la servidumbre.

Más adelante, debido a una confusión o malentendido entre doña Dolores y la Gaitana, el viejo Serenín se adelanta otra vez pidiéndole aclaraciones a la endemoniada, en nombre de la Dama: «La señora quiere saber cómo se llama el mozo que te tiene en su dominio y de dónde es nativo». O sea que, por una parte, Serenín es representante del pueblo («¡Cativos de nos!») y, por otra, es funcionario de doña Dolores («la señora quiere saber...»).

Hacia el final del cuento, expulsado Milón de la casa y quedando la Gaitana convulsa en tierra, se preparan todos para socorrer y exorcizar a la poseída, Serenín se adelanta el primero para traer «agua del pozo». Otra vez vemos al viejo portavoz tomar la iniciativa, aunque ahora ya no de palabra, sino de obra.

Y como personaje-tipo final en el vasto cuerpo de la pirámide analizaremos ahora el clero. Este personaje aparece con frecuencia en Jardín umbrío lo cual se puede esperar principalmente por dos razones: porque, de una parte, la sociedad de este tiempo está todavía estructurada de acuerdo con los moldes de un feudalismo gallego, si bien decadente como se puede ver en «Mi bisabuelo», y, por otra parte, porque el centro espiritual del pueblo gira en torno de la parroquia. De aquí que entre los sacerdotes haya capellanes de palacios señoriales como también, y en mayor número, curas párrocos de aldea.

De acuerdo con el estado jerárquico podemos observar que hay solamente dos sacerdotes de alto rango: un Penitenciario, en «Beatriz», y un Arcipreste, en «Nochebuena». Los demás, es decir, ocho, no tienen rango especial, a no ser la diferencia de estado: unos sacerdotes son diocesanos o regulares, y otros son exclaustrados, debido a la guerra carlista de la cual ya se ha hecho mención.

Como observación general y previa se puede establecer que los de alto rango, así como los exclaustrados, han tenido mejor preparación educativa que los simples curas de aldea, pues se les da el apelativo de «buen teólogo», o de versados en «latines». Con todo, esto no quiere decir que la moralidad y el ejemplo de éstos más ilustrados teólogos sea mejor y corra parejas con su preparación intelectual.

Teóricamente la función del sacerdote sería la de instruir y aconsejar en las verdades de la fe, administrar los sacramentos, y de llevar una vida ejemplar. En realidad encontramos muy poco de esto en Jardín umbrío. Quizá sea debido a una triple razón: que el autor trata de presentar a sus personajes, entre ellos a los clérigos, en su realidad humana más primigenia e instintiva y, a veces, cruda. Por otra parte, creemos que el autor los usa como blanco de su crítica de la hipocresía, el materialismo y el dominio que la iglesia ejerce sobre el pueblo. Y, por fin, más de acuerdo con nuestro propósito, tal vez sea debido a sus inclinaciones hacia el misticismo hermético y sus ideas estéticas afines, y por tanto prefiere la otra vertiente de la religión, más idónea al arte, que es la superstición y que, por lo demás, abunda en la vida pueblerina gallega.

Hablando de la función espiritual que el sacerdote debe ejercer sobre las almas, solamente tres de ellos se libran de la crítica del autor: el Prior de Brandesco de «El miedo», y esto acaso por la gran admiración que Valle-Inclán tenía por los hombres férreos y de «voluntad granítica», como ocurre en «Un cabecilla» y sobre todo en «Mi bisabuelo». El prior era «un hombre arrogante y erguido», y cuando joven también había sido «Granadero del Rey». Y, al fin del cuento, lleno de admiración y respeto por él, dice: «El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco». Además, venía a la capilla para administrar la confesión, por lo cual se deduce que, aparte de ser fuerte de carácter, era también religioso.

El segundo sacerdote que se escapa de la crítica, y que parece ser piadoso, es don Benicio, el capellán de «Rosarito». Él aconseja a la familia aristocrática, pero carece de ímpetu y su voluntad está al servicio y vaivén de la Condesa, y es víctima de los ataques pedánticos del donjuanesco don Miguel de Montenegro. Y el tercer sacerdote, para el cual no hay ningún comentario, es el que imperceptiblemente aparece administrando los últimos sacramentos a la madre en «Mi hermana Antonia».

Los demás, desde el punto de vista de la crítica del autor, son satirizados ya sea por su materialismo o apego al dinero, ya sea por la sensualidad real o aparente. Casos típicos de curas materialistas son: el exclaustrado de «Juan Quinto» que tenía «fama de ser adinerado..., caballero en una yegua tordilla, siempre con las alforjas llenas de queso» y que recibe por todo el cuento el apelativo de «frailuco». También al cura de «La misa de San Electus» le gusta el dinero y andaba por las ferias, pues cuando los tres mozos que padecían de la rabia se acercaron a él para que les dijera una misa, éste les preguntó: «¿Habéis juntado buena limosna?» y, al recibir la respuesta, continúa: «Mañana se dirá, pero ha de ser con el alba, porque tengo pensado ir a la feria...». En «El rey de la máscara» nos encontramos con el cura de San Rosendo en que su poca espiritualidad se manifiesta por su glotonería. A la vuelta del rosario, y al entrar en la rectoral, lo primero que hace es levantar las tapaderas de las ollas para oler las rubias filloas, el plato... del «antruejo». Se dice que «cateólas el cura con golosina de viejo regalón»... Hablando del vino de su propia cosecha le decía a la murga que era «puro como lo daba Dios, sin porquerías de aguardientes, ni de azúcares, ni de capeche».

Casos típicos de la sensualidad de algunos sacerdotes son los que encontramos en «Beatriz», en «Nochebuena», e, indirectamente, en «El rey de la máscara». En el primer caso, fray Ángel viola a la dama «Beatriz» de una manera infrahumana. El mismo autor lo equipara a «Lucifer», y el Penitenciario lo califica de sacerdote impuro, «hijo de Satanás». Él pagará con la muerte ese acto del cual se vengará la Condesa por medio de la «conjuración» que la Saludadora hará contra él. El Arcipreste y el cura de San Rosendo, en «Nochebuena» y en «El rey de la máscara», respectivamente, serán el blanco de los grupos corales que en estos cuentos mencionan sus relaciones sexuales con «sobrinas». En «Nochebuena» el grupo que canta villancicos termina con la estrofa mordaz que dice: «Esta casa e de pedra/ O diaño ergeuna axina/ Pra que durmesen xuntos/ O Alcipreste e a sua sobriña». (Obras I, p. 1322). Y en «El rey de la máscara» se dice que «apenas divisaron a la moza (sobrina) los murguistas empezaron a aullar dando saltos y haciendo piruetas...».

Si ahora tenemos en cuenta la autoridad, a causa de su posición privilegiada en la estructura social, podemos citar como curas que ejercen esta autoridad al Penitenciario de «Beatriz», al Prior de Brandeso en «El miedo», a Fray Bernardo en «Mi hermana Antonia», y el Arcipreste en «Nochebuena». Pero hay que notar que esta autoridad no se usa como pudiera esperarse en lo referente a la instrucción o consejo doctrinario y ministerial, sino que es simplemente una súper-imposición humana que emana de un rango social privilegiado. De aquí proviene la crítica.

Si éstas son cualidades que a veces parecen ser demasiado humanas, hay otras que vienen a corroborar lo dicho. Como se ha indicado ya al hablar del personaje-cabecilla, nos hallamos con que varios de estos sacerdotes fueron guerrilleros y que, aún después, ponen a la iglesia al servicio de la «causa». Y esto de dos maneras: materialmente, «machacando la plata de las iglesias», y espiritualmente, «aplicando las misas por el alma de Zumalacárregui», general carlista.

Resumiendo, se puede afirmar que el interés que ofrecen estos sacerdotes en Jardín umbrío, y por lo tanto para Valle-Inclán, es el ser representados como personajes que se mueven, en general, por instintos primordiales, y, por lo tanto, no diferentes del resto de los personajes del pueblo. Y, desde el punto de vista de su función socio-religiosa y literaria, el interés que se desprende de ellos es el de supeditar la religión oficial y teórica a la fuerza más primordial y motivacional de la otra religión más pueblerina, la superstición, como ocurre en «Beatriz», «Mi hermana Antonia», «Milón de la Arnoya», «La misa de San Electus», y «Del misterio», en donde el pueblo atribuye poderes superiores y mayor autoridad a la curandera y bruja que al sacerdote. También algunos de estos personajes son una encarnación de las ideas políticas carlistas del autor, sobre todo como se puede ver en ciertas obras de su segundo periodo literario.

Pasando ahora a la tercera categoría, que corresponde al tercer cuerpo de la pirámide de personajes, nos hallamos con el personaje-grupo y que denominamos grupos-corales. Por su función en la técnica narrativa los subdividimos en grupos-cantantes y grupos-dramáticos. La primera subdivisión es aquella en que los grupos aparecen al fondo como elemento musical, que, aunque desempeñan una función estructuradora de la narración, es un grupo simplemente insinuador desde el ángulo temático. Este papel lo desempeña «una vieja y una niña» en «La adoración de los reyes», unos «zagales» en «Nochebuena», y unos «murguistas» en «El rey de la máscara». Los tres casos tienen que ver con una estación de festividad eclesiástica o religiosa. En los dos primeros, la estación y el tema son navideños, y en el tercer caso se trata de las carnestolendas. Estas tres apariciones corresponden a las tres visiones de la realidad literaria de nuestro autor: la mítica, la irónica, y la degradadora o esperpéntica.

La primera visión, la mítica, se deja entrever por medio de la descripción de lugares y tiempos lejanos: Palestina en la era cristiana:

Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgan los tres magos. Ajenos a todo temor, se tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña... Y era este el cantar remoto de dos voces:


Camiñade Santos Reyes
por camiños desviados
que por los camiños reas
Herodes mandou soldados.


(Obras I, p. 1240).                


La segunda visión, la irónica, está representada por el grupo coral de los «zagales» que aparecen en «Nochebuena» cantando villancicos:

Tras de haber cantado, bebieron largamente de aquel vino... y refocilados y calientes fuéronse haciendo sonar las conchas y los panderos. Aún oíamos el chocleo de sus madreñas en las escaleras del patín, cuando una voz entonó:


Esta casa e de pedra
o diaño ergeuna axina
pra que durmesen xuntos
o Alcipreste e sua sobriña.


(Obras I, p. 1322).                


La tercera visión, la degradadora o esperpéntica, es la que corresponde al grupo-coral de «murguistas» en «El rey de la máscara». Como se tratará de ello más detenidamente en los capítulos cuatro y cinco, la relegamos para entonces, para no repetirnos.

La segunda subdivisión de los grupos corales a que aludíamos antes es la de aquellos que, por su propia naturaleza, se pueden denominar grupos-dramáticos. Éstos se podrían subdividir aún más, de acuerdo con la naturaleza del género literario, ya sea el drama, ya la narración. En el primer caso podemos citar a los grupos corales de las Azafatas y a los de las Niñas, en «Tragedia de ensueño», y al grupo de los seudo Doce Apóstoles, en «Comedia de ensueño». Todos estos grupos hablan alternativamente en un orden estricto como individuos o conjuntamente como grupo compacto en una sola voz. En «Tragedia de ensueño», por ejemplo, observamos al grupo de las tres hermanas Azafatas que hablan alternativamente y sucesivamente en orden estricto:

LA PEQUEÑA.-   ¿Y qué diremos cuando nos interrogue?

LA ABUELA.-   A mí me dio una tela hilada y tejida por sus manos para que la lavase, y al mojarla se la llevó la corriente...

LA MEDIANA.-   A mí me dio un lenzuelo de la cuna, y al tenderlo al sol se lo llevó el viento...

LA MAYOR.-   A mí me dio una madeja de lino y al recogerla del zarzal..., un pájaro negro se la llevó en el pico.


(Obras I, p. 1245).                


En el segundo caso, en el género de la narración, se trata de grupos explícitos también pero que se acoplan de acuerdo con las edades y los sexos. Así las hermanas jóvenes de «El miedo», los niños, las mujeres y las damas en «La misa de San Electus», los muchachos enmascarados en «El rey de la máscara», las viejas en «Mi hermana Antonia», los hombres y las mujeres en «Mi bisabuelo», y los jóvenes, las jóvenes, los hombres y las mujeres en «Milón de la Arnoya». Como ejemplo de estos grupos, se puede citar a «Mi bisabuelo», en donde los grupos dramáticos aparecen agrupados de acuerdo con los sexos, y no es el individuo, como tal, el que habla, sino una voz no identificable del grupo:

Al pronto todos callaron, pero, de repente, una mujer gritó dejando caer su haz de carrascas y mesándose:

-¡Porque no hay hombres, señor! ¡Porque no hay hombres!

Desde lejos dejó oír su voz uno de los cavadores:

-¡Hay hombres, pero tienen las manos atadas!


(Obras I, p. 1291).                


Este último grupo de que acabamos de hablar, o tercer cuerpo en la pirámide, nos lleva a otras consideraciones y a otra división: a de los grupos colectivos, y por tanto la anotaremos como el cuarto peldaño de la pirámide. Como se ha podido observar ya, se trata, de acuerdo con esta distribución piramidal de los personajes de un proceso o progresión que va de lo más individual a lo más colectivo. El esquema de los grupos que hemos propuesto anteriormente al hablar de los personajes no es inflexible, pues se puede dar el caso de que algún grupo, como el coral-dramático, pertenezca, por su composición, por su función o por su aparición, a algún otro tipo de grupo de los ya señalados. Y es precisamente a este grupo al que nos referíamos pues, además de considerársele como coral-dramático, teniendo en cuenta ciertas características peculiares se le puede definir como grupo colectivo-semidiferenciado. Así, cuando las hermanas de «El miedo» aparecen en escena, se ven con sus indumentarias claramente reconocibles, pero su intervención vocálica es apenas un simple murmullo, y sus figuras se mueven en un ambiente oscuro:

Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos... En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban y adiviné sus cabelleras sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes y nazarenas.


(Obras I, p. 1231).                


Los enmascarados de «El rey de la máscara», aunque distinguibles por sus atuendos y por su ruido, son indistinguibles en sus personas individualizadas y en sus voces inarticuladas:

A esta sazón rompió a tocar... (una) desapacible murga... Repique de conchas y panderos, lúgubres mugidos de bocinas, sones estridentes de guitarrones destemplados... Apenas divisaron a la moza los murguistas, empezaron a aullar dando saltos y haciendo piruetas penetrando en la casa con voceríos... Eran hasta seis hombres tiznados como diablos, disfrazados con prendas de mujer, de soldado, y de mendigo...


(Obras I, p. 1265).                


Al contrario, en «La misa de San Electus» las voces de las mujeres y de los niños son distintas y articuladas, pero la impresión que nos dan es la de voces y cabezas de personas que no se ven:

Cuando llegaban (los tres mozos) a la puerta de las casas hidalgas, las viejas señoras mandaban socorrerlos, y los niños asomados a los grandes balcones de piedra lo interrogábamos:

[...] -¿Hace mucho que fuisteis mordidos?


(Obras I, p. 1262).                


Algo semejante se podría decir de los grupos de hombres y mujeres en «Mi bisabuelo», a los cuales se les reconoce no por su apariencia física y entera, sino por el timbre alto o bajo de su vocerío, como el de los hombres y de las mujeres, respectivamente.

Y con esto llegamos al quinto y último peldaño o cuerpo que constituye la base de la pirámide de los personajes. Es el grupo que calificamos de colectivo-indiferenciado o amorfo, o sea, el personaje-masa. Los personajes que lo integran ni se oyen distintamente ni se ven claramente. Son susurros y sombras frágiles. Es el caso de los hombres y mujeres que entierran a los tres mozos en «La misa de San Electus»:

[...] hubo siempre alguna mujeruca que asomaba curiosa. Murieron en la misma noche los tres mozos, y en unas andas, cubiertas con sábanas de lino, los llevaron a enterrar.


(Obras I, p. 1264).                


También es el caso de las viejas que asisten a la misa que se celebra para obtener la curación de los tres mozos, en el mismo cuento:

Algunas viejas en la sombra del muro rezaban. Tenían tocadas sus cabezas con los mantelos, y de tiempo en tiempo resonaba una voz.


(Obras I, p. 1263).                


Estas viejas son las mismas que presencian la muerte de la madre en «Mi hermana Antonia»:

Detrás seguía un grupo oscuro y lento rezando en voz baja. Iba por el centro de las estancias, de una puerta a otra puerta, sin extenderse. En el corredor se arrodillaron algunos bultos, y comenzaron a desgranarse las cabezas.


(Obras I, p. 1279).                


Todos estos grupos se asemejan en que no dicen nada inteligible, aunque se supone que rezan, y se ven como sombras proyectadas contra los muros de la iglesia y de la casa. Son los grupos omnipresentes en las obras de Valle-Inclán, sobre todo en las del ciclo gallego que representan la miseria, la insignificancia social, los pordioseros inválidos, los ciegos, los huérfanos, la encarnación de la religión-superstición, y las voces de ultratumba. Son la materialización o encarnación de tiempos prehistóricos-célticos o míticos, tan del gusto de nuestro autor, pero, al mismo tiempo, Valle-Inclán, como se ha dicho ya, usa estos grupos, entre otras cosas, como materia literaria para su técnica del esperpento, de la degradación o deshumanización, como se puede ver en el capítulo quinto dedicado al pre-esperpento.

Y para concluir podemos hacer algunas observaciones de tipo general. En este capítulo hemos tratado de catalogar, por así decir, en forma piramidal el gran número y la variedad de personajes que Valle-Inclán nos presenta en esta colección de cuentos, Jardín umbrío. Aunque no se pueda señalar este capítulo como una técnica específica del arte narrativo de nuestro autor, suministra, no obstante, un cuadro de referencia necesario para los dos capítulos siguientes que tratarán de puntos más concretos de técnicas narrativas que se refieren a los personajes más específicamente: el retrato fraccionado o la técnica de las anticipaciones, y el esperpento. A pesar de todo, en el presente capítulo hemos podido notar la intención del autor en extraer o condensar en alguna forma su teoría del «gesto único» referente a los personajes en cada porción del cuerpo piramidal, sea este gesto una mirada, un movimiento, una angustia cristalizada, o un rasgo fisiológico en los personajes-individuo, o sea, la ausencia de este rasgo visible a favor de un rasgo o gesto amorfo, tratándose del personaje-masa.

Una segunda observación, de tipo más abstracto, sería el hecho de que otras ideas estéticas del autor se encarnan en algunos personajes, de un modo o de otro. Así la concepción estética de la ceguera relacionada con la visión atemporal o de lucha al tiempo y la introspección quietista, reveladora de la propia conciencia, también destructora del tiempo y fuerza unificadora con el todo panteístico, como se verá en el capítulo séptimo.

En tercer lugar, y a través de algunos tipos o personajes-tipo, se pueden entrever las ideas políticas del autor, que en un principio tendían hacia la decadente aristocracia gallega y después hacia el carlismo conservador, como se desprende de la simpatía hacia los personajes que encarnan estas ideas, don Manuel Bermúdez y el Cabecilla, respectivamente.

De una manera semejante descubrimos la inclinación que el autor tiene hacia ciertas instituciones sociales como el personaje-institución popular del ladrón y de las brujas, aunque por razones diferentes.

Una observación final es que, como habíamos indicado desde un principio en la introducción, en la gran variedad de personajes que circulan por Jardín umbrío podemos prever, como en embrión, el mundo humano que integrará más tarde la abundante obra del autor, desde don Miguel, el Bradomín de las Sonatas, y don Manuel Bermúdez, el don Manuel de las Comedias bárbaras, hasta llegar a la masa informe de un Ruedo ibérico, preludiado en la base de la pirámide por los personajes de que hemos hablado.




ArribaAbajoCapítulo III

El retrato fraccionado


En este capítulo nos proponemos discutir el retrato fraccionado o la técnica de las anticipaciones. En casi todos los cuentos de Jardín umbrío (Obras completas I, Plenitud) tenemos muestras excelentes de este arte. Usa el autor esta técnica cuando, a medida que va desarrollando el cuento, y, de acuerdo a lo que está tratando, nos va dando la parte o porción del retrato necesaria para ese incidente o caso, dejando otras partes del mismo para situaciones posteriores, según la exigencia determinada del caso. Al final del cuento, recapitulando las porciones diversas, podemos formar el cuadro completo.

Aunque parentéticamente, a continuación queremos traer a colación algún punto relacionado con el retrato pictórico. Se ha dicho (Zamora Vicente, Sonatas, pp. 96-107) que Valle-Inclán es admirador de la gran pintura y, entre los españoles, tenía especial predilección por Velázquez, El Greco y Goya, pintores que corresponden cercanamente a las preocupaciones estéticas de nuestro autor, como él mismo lo ha confesado (Obras II, pp. 592-594).

Aunque corramos el riesgo de generalizar, desde un punto de vista correlativo, se podría afirmar que a Valle-Inclán le interesa el detalle espacio-tiempo de Velázquez, la espiritualidad o misticismo alucinante de El Greco, y las pesadillas y las contorsiones grotescas y los enmascaramientos de Goya. La correspondencia del arte pictórico de estos maestros con las ideas estéticas de nuestro autor se dejan entrever, no sólo por su propia confesión, como se indicó ya, sino también por las ideas diseminadas en La lámpara maravillosa: la detención del tiempo y la armonía total con la naturaleza, el misticismo hermético, la cristalización de sus personajes en un «gesto», el enmascaramiento o desenmascaramiento y lo grotesco de los mismos.

Como se indicará a través de estos capítulos, el estudio que de los personajes hace el autor, no es necesariamente el de sus caracterizaciones. Si exceptuamos a don Manuel, de «Mi bisabuelo», las demás criaturas de Jardín umbrío están perfectamente sujetas al control voluntarioso del autor. La importancia principal de la presentación pictórica no radica en el estudio complicado del proceso psicológico de los personajes, sino más bien en su visión de autor impuesta sobre ellos: cuál es el detalle particular del personaje en un momento dado, o, para usar su propia terminología, cuál es el «gesto(s) único(s)» que caracteriza a ese o esos personajes en situaciones particulares y que corresponde al interés y a sus ideas estéticas mencionadas.

Teniendo en cuenta lo que en forma parentética acabamos de decir, podemos establecer que Valle-Inclán nos presenta a los personajes en porciones sucesivas a través del retrato fraccionado. Y, usando a este propósito la tricotomía de sus estilos o modalidades expresivas, nos encontraremos con tres formas pictóricas por medio de las cuales nos presenta, sucesiva o simultáneamente, a un personaje mítico, otro irónico-decadentista y a otro esperpéntico-degradado.

Como se acaba de decir, Valle-Inclán usa la técnica del fraccionamiento anticipador para varios fines. Si consideramos al personaje mítico-religioso, observaremos que en «La adoración de los Reyes», el fraccionamiento pictórico de los Magos corresponde a las diversas partes del tríptico plástico, que muestra en cada momento a los tres personajes en posiciones diversas, pero siempre con colores brillantes. El énfasis de la pintura parcial recae en los ricos colores del vestuario y en los ademanes:

Las estrellas fulguraban en el cielo y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear sus recamados mantos. El de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis... Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila: Baltasar el egipcio iba delante, y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros.

Y aquellos tres Reyes volvieron a inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura... penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor.

Para que no se despertase [el Niño], con las manos apartaban sus luengas barbas, que eran graves y solemnes como oraciones.

Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente.

Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba... Los esclavos negros hicieron arrodillar a los camellos y cabalgaban los tres Magos.


(Obras I, pp. 1238-40)                


El fin principal de la técnica de las anticipaciones en este caso es la de mostrarnos una pintura de intenso colorido en tres situaciones que corresponden a los tres planos del tríptico. Por consiguiente, será esencialmente plástica, con un mínimo de ademanes o gestos.

La pintura se va haciendo por grados sucesivos: las coronas, los mantos, las barbas, las sandalias y las frentes. Cada uno de estos fraccionamientos se acomoda a un «gesto» o acción correspondiente al tema de la Adoración, desde el más general de la partida e ida por el desierto, hasta el detalle de la entrega de los presentes. Es de notar también que la fría plasticidad de la pintura, con su carga de colorido, el tema histórico-bíblico y el movimiento lento, soportado por el estilo tranquilo, ayudan a crear un ambiente de tiempo lejano y religioso-mítico, como corresponden al tema, a la geografía y al tiempo histórico.

Aunque sin tanto colorido, podemos observar algo parecido en la figura de Cristo en «Un ejemplo». Los colores son más tenues y el fraccionamiento anticipador corresponde a los movimientos ambulatorios del Maestro, ayudando también a la estructuración del diálogo con Amaro, el ermitaño:

Cierta tarde... vio (Amaro) pasar a lo lejos por el camino real a un hombre todo cubierto de polvo... Su corazón le advirtió quién era aquel caminante que iba por el camino envuelto en los oros de la puesta solar.

El Señor Jesucristo le mostró los divinos pies que, desgarrados por las espinas del camino, sangraban en las sandalias, y siguió adelante... y en el polvo, bajo las divinas sandalias, florecieron las rosas y los lirios, y todo el aire se llenó de aroma.

El Señor Jesucristo se detuvo, y la luz de sus ojos cayó como la gracia de un milagro sobre aquella [posesa] que se retorcía en el polvo y escupía hacia el camino.

Y como al inclinarse [Amaro] viese los divinos pies que ensangrentaban el polvo donde pisaba, murmuró...

El Señor Jesucristo sonrió.

El Señor Jesucristo alzó la diestra traspasada por la cruz.

El Señor Jesucristo le miró muy severamente... Y otra vez contestó muy severamente el Señor Jesucristo. Un momento quedó triste y pensativo el Maestro.

El Señor Jesucristo le sonrió.


(Obras I, pp. 1317-19).                


Hemos entresacado las partes de los ademanes físicos y gestos del retrato fraccionado del Maestro. La característica principal de la técnica de las anticipaciones en este caso radica en su papel de función total. Sus ademanes y gestos, al «sonreír», «mirar», «alzar la diestra», «quedar triste», tienen la función vinculadora con el diálogo, infundiéndole un hálito de vida espiritual y religiosa. Por otra parte, el fraccionamiento pictórico está íntimamente relacionado con el «camino» y con el «sufrir», que son el símbolo y la temática, respectivamente, del cuento.

Quizás por estas razones el retrato del Maestro sea bastante incompleto y limitado, pues lo que más abunda son los detalles de su persona que se refieren a los pies: «caminante», «pies», «sandalias», etc. A crear esta impresión pictórica le ayuda la aureola que lo envuelve en «los oros de la puesta solar» y el «polvo» del camino, infundiendo así un velo que, por un lado, difumina la visión clara del Maestro y, por otro, lo rodea de un misterio religioso que corresponde al tema del sufrimiento y a la divinidad del personaje. Es decir, que todo coadyuva a crear una pintura mítico-religiosa y lejana en el tiempo, como se había hecho notar también en «La adoración de los Reyes».

Reduciendo el colorido de la pintura a un mínimo, en «La misa de San Electus» el fraccionamiento de las mismas desempeña una función varia: la de describir el deterioro progresivo de los tres mozos que padecen de la rabia, el movimiento en el tiempo y en el espacio cuando piden limosna, la de ayudar a la estructuración doblemente tripartita de la narración y al proceso cíclico de anonimidad-individuación-anonimidad. Entresacamos los siguientes pasajes del cuento:

Los tres mozos, que antes eran encendidos como manzanas, ahora íbanse quedando más amarillos que la cera. Perdido todo contento, pasaban los días sentados al sol, cruzando las flacas manos en torno de las rodillas, con la barbeta hincada en ellas.

[...]

Y quedándose los tres mozos mirándolas [a las mujerucas] con ojos tristes y abatidos, esos ojos de enfermos a quienes les están cavando la hoya.

[...]

Siempre en silencio, caminando en hilera, entraron en la aldea y, guarecidos en un pajar, pasaron la noche.

[...]

Se incorporaron penosamente, con los ojos llenos de angustia y la boca hilando babas... Y sollozaron medio sepultados en la paja, fijos sus ojos tristes y clavados en el compañero que estaba de pie.

[...]

El mozo atravesó la iglesia procurando amortiguar el ruido de sus madreñas, y en las gradas del altar se arrodilló haciendo la señal de la cruz.

[...]

Cuando llegó al pajar caminaba arrastrándose, y durante todo aquel día el quejido de tres voces, que parecían una sola, llenó la aldea.


(Obras I, pp.1261-64).                


Como se había indicado antes, la función del fraccionamiento pictórico en este cuento es varia. En primer lugar, se observa en el párrafo inicial la deterioración fisiológica de los tres mozos, que poco a poco los llevará a la tumba. En segundo lugar, y así como en «La adoración de los Reyes» y en «Un ejemplo», se insiste en aquellas partes que tienen que ver con el «caminar», como las «rodillas», «caminar en hilera», el «ruido de las madreñas» y «caminaban arrastrándose». Y también, como entonces, el «camino» parece ofrecer, además de un motivo literario, una función estructuradora de la temática: la de pedir limosna para su curación.

La tercera función del fraccionamiento, aunque se ve mejor teniendo en cuenta la estructura total de la narración, como se mencionará más tarde en el capítulo quinto cuando hablemos del tópico de la estructura tripartita y del amorfismo de los personajes, en el capítulo primero.

La presente indicación de esta anonimidad se echa de ver en la expresión repetida varias veces de «los tres mozos», y en que los tres juntos son el sujeto de la mayor parte de los verbos. El hincapié se hace al final, cuando «el quejido de tres voces, que parecían una sola, llenó la aldea». Y, más tarde, murieron «en la misma noche» y los enterraron «a los tres juntos». A esta anonimidad ayuda, como encuadre, todo el pueblo dividido en grupos semidiferenciados e indiferenciados, como el caso de las mujerucas que parecían «sombras», y del sujeto impersonal que «los llevaron a enterrar».

Excepto por la referencia al color «amarillo», el resto del retrato fraccionado es completamente incoloro. Si a esta falta de colorido se le añade la vaguedad y lejana colectividad de los «tres» como si fueran «uno», el gemido inarticulado que invade toda la aldea y la naturaleza misteriosa de la enfermedad asociada a ciertas supersticiones, nos encontramos ante un retrato total, incoloro o difuminado, de tiempo lejano y mítico, parecido al de los casos precedentes de «La adoración de los Reyes» y de «Un ejemplo».

Aunque hay un número variado de características que definen cada una de las modalidades expresivas del autor, las asignables para la modalidad o período mítico podrían ser, para el caso presente, el tiempo lejano, el «gesto» y el estilo que subraya la técnica del retrato fraccionado.

En los tres ejemplos citados observamos un tiempo lejano, casi inalcanzable. Por tanto, se establece un distanciamiento y una brecha psicológica. Este tiempo lejano cronológico, estilizado y establecido, que no cambia, sufre una transformación sutil convirtiéndose en presente por medio de algún truco de nuestro autor: la superposición de geografías y tiempos o anacronismos.

Por este medio se llega a otras concepciones, más transcendentales, del autor: al tiempo cíclico y a la visión espacial total. Así, a la geografía palestínica de casi todo el cuento de «La adoración de los Reyes» se sobrepone, al final del mismo, la tierra gallega, y a la serie larga de imperfectos de tiempo lejano en «La misa de San Electus» se le intercala el «preguntábamos», imperfecto de actualidad, al inmiscuirse el Yo-niño en la acción-narración.

El «gesto único», preocupación estética y constante de Valle-Inclán y, por tanto, no excluyéndola de la modalidad mítica, se observa también en los personajes de estos tres cuentos. Aquí, y en general, el «gesto» caracterizador de cada personaje está en correlación al tema central.

En «La adoración de los Reyes» sobresalen los ademanes respetuosos y religiosos de los Magos: «volvieron a inclinar las frentes» que habían sido «tostadas por el sol» y ahora «se cubrieron de luz», «apartaban sus luengas barbas» y «se levantaron para irse». En «Un ejemplo» se trata del sufrimiento («el dolor es mi ley») que se padece al caminar, como medio de purificación espiritual.

El «gesto» esencial que se repite es el relativo a los pies: el Maestro mostró «los divinos pies que sangraban en las sandalias». Y en «La misa de San Electus», cuyo tema es la muerte que se avecina, el «gesto» final es de tipo auditivo, «el gemido de tres voces» que llena toda la aldea. Sin embargo, el retrato se ocupa de aquellos «gestos» que encaminan a la muerte: se estaban quedando «más amarillos que la cera». Los «ojos tristes y abatidos... llenos de angustia, clavados» en sus compañeros, y «la boca hilando babas».

Todo esto nos lleva a la conclusión de que, como se había indicado antes, el propósito de esta técnica del retrato fraccionado no es propiamente la de hacer un estudio detallado de la psicología de los personajes, sino la de captar sus «gestos únicos» definidores de una situación, en este caso de temática, de estética trascendental y hermética.

Pasando ahora a estudiar esta misma técnica, aplicada al segundo estilo, es decir, al irónico-decadentista, observamos el proceso de anticipación fraccionado, aunque no tan evidente, pues se trata de retratos, al estilo clasicista, algunos de ellos de cuerpo entero.

Se ha hecho notar que esta técnica del retrato, aplicada al período de las Sonatas, era artificial, anticuada y decadentista y, por tanto, irrelevante ya entrado el siglo veinte. Esta técnica y estilo, que llegan a su culminación en las cuatro Sonatas, pero sobre todo en la de Primavera, ya la había practicado Valle-Inclán antes, aunque fuera en miniatura, en Jardín umbrío, como también ya había ensayado la de los esperpentos más tardíos, como se apuntará en el siguiente capítulo. Pero, para el caso presente, bástenos saber, de un lado, que ya el autor la había ensayado y, de otro, en qué consiste esta técnica.

Como se había indicado antes, de las tres modalidades, es ésta la que nos presenta, aunque a base de fraccionamientos, el retrato más completo y casi de cuerpo entero. Sin embargo, se puede notar otra vez que, sucesivamente, va haciéndose hincapié en las partes del cuerpo que más se relacionan con el tema o situación principal de la narración. En este caso se usa más la iluminación y el claroscuro que la combinación de colores o falta de ellos, como en los casos precedentes. Los retratos fraccionados que más sobresalen en este segundo estilo son los de las jóvenes Beatriz y Rosarito, heroínas de los cuentos que llevan el mismo nombre:

Beatriz parecía una muerta: Con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera.

La niña, con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros, se retorcía. Su rubia y magdalénica cabeza golpeaba contra el entarimado, y de la frente yerta y angustiada manaba un hilo de sangre.

Beatriz evocaba el recuerdo de aquellas blancas y legendarias princesas, santas de trece años ya tentadas por Satanás.

Al entrar la Condesa, se incorporó con extravío, la faz lívida, los labios trémulos, como rosas que van deshojándose. Su cabellera apenas cubría la candidez de sus senos.

[...]

Y Beatriz mostrábale a su madre el seno de blancura lívida, donde se ve la huella negra que dejan los labios de Lucifer cuando besan.

[...]

Beatriz suspiró sin abrir los ojos. Sus manos quedaron extendidas sobre la colcha: Eran pálidas, blancas, ideales, transparentes a la luz. Las venas azules dibujaban una flor de ensueño.


(Obras I, pp. 1251-56).                


La suma de las citas, entresacadas de aquí y de allá, no nos ofrecen un retrato de cuerpo entero, aunque sí uno de los más detallados y completos que se encuentran en Jardín umbrío. El énfasis recae en la parte superior del cuerpo, sobre todo en los detalles de la cabeza: cabellos, ojos, mejillas, párpados, faz, frente y labios. En ocasiones, el seno, los brazos y las manos.

Los fragmentos del retrato corresponden a la situación particular del caso descrito. Así notamos en el primer párrafo una visión más o menos de conjunto, cuando está tendida en cama rodeada de una aparente tranquilidad. El contorsionamiento comienza cuando recibe la vista de su madre, La Condesa, que se describe en el segundo párrafo, y el detalle o fragmento del retrato recae en el lugar o parte del cuerpo en donde se realizó el pecado: el seno.

La tercera parte de las citas corresponde a otro momento de tranquilidad, seguido del enfrentamiento entre madre e hija. Entonces la encontramos yacente y, hasta cierto punto, de cuerpo entero como en el primer caso, aunque se ponga énfasis de un modo particular en las manos.

Como se había ya indicado, el colorido de este retrato no depende tanto del juego de los colores, sino de la proyección de la supuesta luz, o sea, del claroscuro, a diferencia de «La adoración de los Reyes», como ya hemos visto, y de los esperpentos de que hablaremos en el siguiente capítulo. El color básico es aquél que, además del sufrimiento y de la angustia, procede de la luz: lo blanco y lo pálido. Los colores reales son el «rubio» de la cabellera y el «encarnado» de la sangre. Otro color real, y al mismo tiempo metafórico-simbólico, es el «negro», como efecto del beso, y también del pecado. Los dos colores de «rosa» y de «azul» son estrictamente metafóricos.

La fragmentación pictórica de Rosarito es abundante y muy parecida a la de Beatriz:

Vista a la tenue claridad de la lámpara, con la rubia cabellera en divino escorzo; la sombra de las pestañas temblando en el marfil de la mejilla; y el busto delicado y gentil destacándose en penumbra incierta sobre la dorada talla, y el damasco azul celeste del canapé, Rosarito recordaba esas ingenuas madonas pintadas sobre fondo de estrellas y luceros.

Temblaba [la labor] demasiado entre aquellas manos pálidas, transparentes como las de una santa; manos místicas y ardientes, que parecían adelgazadas en la oración, por el suave roce de las cuentas del rosario.

En su boca de niña temblaba la sonrisa pálida de los corazones tristes, y en el fondo misterioso de sus pupilas brillaba una lágrima rota.

[Rosarito tenía] aquella cabeza melancólicamente inclinada que, con su crencha de oro, partida por estrecha raya, tenía cierta castidad prerrafaélica.

[...]

Y con el rostro cubierto de rubor, entreabierta la boca de madona, y el fondo de los ojos misterioso y cambiante...

[...]

Las pestañas de Rosarito rozaron la mejilla con tímido aleteo y permanecieron inclinadas como las de una novicia. En aquella actitud de cariátide parecía figura ideal detenida en el lindar de la otra vida.

Rosarito está allí inanimada, yerta, blanca. Dos lágrimas humedecen sus mejillas. Los ojos tienen la mirada aterrada de los muertos. Por su corpiño blanco corre un hilo de sangre... El alfilerón de oro, que momentos antes aún sujetaba la trenza de la niña, está bárbaramente clavado en su pecho, sobre el corazón. La rubia cabellera extiéndese por la almohada, trágica, magdalénica.


(Obras I, pp. 1294-1308).                


Aunque en el primer fragmento nos encontramos con un retrato bastante completo de Rosarito, sin embargo se nos va presentando en porciones limitadas a medida que progresa la narración. Estas porciones, una vez más, corresponden a situaciones dadas, de acuerdo al tema y al estado psicológico del personaje.

Hay varias notas que asemejan esta pintura fraccionada a la de Beatriz. Si dividimos las citas en tres grupos hallaremos, en este caso como en aquél, que el primero y el tercero nos ofrecen unos retratos parciales llenos de tranquilidad, y que el segundo grupo adquiere cierto nerviosismo, aunque no tan intenso como en «Beatriz», por tratarse de un enamoramiento y no de una desesperación agónica.

Una segunda semejanza entre ambas citas es la comparación libresca y plástica de la pintura renacentista «prerrafaélica» o dieciochesca. A las dos se las compara a «madonas» y esta comparación se hace más de una vez. Los colores en ambos casos son semejantes, predominando el blanco y el rubio o dorado. Como entonces, aquí aparece el rojo de la sangre y el azul del ensueño.

Del mismo modo como habíamos indicado al principio para ambos casos, la técnica del colorido no proviene directamente de la combinación de los colores, sino de la iluminación y del claroscuro. En Rosarito se hace más evidente, pues se expresa explícitamente al decir «vista a la tenue claridad de la lámpara», «la sombra de las pestañas» temblaba, el busto se destacaba en «penumbra incierta» y «brillaba una lágrima» en sus pupilas.

De las observaciones que preceden y de las citas transcritas se puede hacer notar, en primer lugar, que en esta técnica de anticipaciones de modalidad irónico-decadentista, el estilo adquiere gran refinamiento esteticista, pudiéndose relacionar al modernista. Incluso el fondo en donde se mueven estas heroínas corresponde a la pintura-retrato en cuestión: el renacentista italiano, como se desprende del palacio, fuente y jardines en «Beatriz» y «Rosarito», mencionados ya en la técnica de los motivos, y que se volverán a mencionar al hablar de la visión, total y espacial, en el capítulo cuarto.

Una segunda característica de esta modalidad irónica es el sensorialismo esteticista, apoyado por la conjugación de adjetivos contrarios, como el religioso y sensual («manos místicas y ardientes»). Y si nos referimos a todo el texto y contexto de los dos cuentos, sobre todo al de «Rosarito», nos encontraremos con la gran figura de don Miguel de Montenegro, el digno precursor del Marqués de Bradomín, personaje-síntesis de la estética irónico-decadentista del autor. Otros ejemplos de esta segunda etapa podrían encontrarse en los retratos fraccionados de don Manuel Bermúdez, héroe de «Mi bisabuelo», y de las dos Condesas de «Beatriz» y de «Rosarito», como también el de doña Dolores Saco de «Del misterio».

Quizás la función más importante de todas, y que corresponde al tercer estilo, sea el uso de la técnica de la anticipación en el proceso degradador o esperpentizador de los personajes. Aunque se hablará más tarde de los esperpentos como técnica, y aunque no sea exclusivo de la misma, señalaremos aquí que una de las características del esperpento es la del fraccionamiento como medio para descontorsionar y desfigurar al personaje. En esta colección, y tratándose del retrato fraccionado para efectos degradadores, el color, de ordinario, es fuerte, a base de rojo y negro, como en «El rey de la máscara», «Mi hermana Antonia» y «Comedia de ensueño». Otras veces, al fraccionar las masas de gente, el color se hace grisáceo y difuminado. Parecen bultos oscuros que se asoman por aquí y por allá, como objetos de decoro. Así, en «La misa de San Electus» y en «Mi hermana Antonia».

Del primer tipo se puede dar un ejemplo sacado del principal personaje de «El rey de la máscara», el cura de San Rosendo:

El cura de San Rosendo de Gondar, un viejo magro y astuto, de perfil monástico y ojos enfoscados y parduscos como los de una alimaña montés, regresaba a su rectoral.

A pesar de sus años, conservábase erguido. Llevaba ambas manos metidas en los bolsillos de un montecristo azul, sombrero de alas e inmenso paraguas rojo bajo el brazo.

[...]

Sentándose en un banquillo al calor de la lumbre, sacó de la faltriquera un trenzado de negrísimo tabaco, que picó con la uña, restregando el polvo entre las palmas.

Le contempló [al enmascarado Rey] atentamente y, bajando el farolillo, que temblaba en su mano agitada por el bailoteo senil, murmuró en voz demudada y ronca.

[...]

El cura, sentado en el banco, picaba otro cigarrillo, y murmuraba con sombría calma.


(Obras I, pp. 1264-68).                


Los dos primeros trozos se refieren al aspecto externo del cura. Los dos siguientes nos muestran su actividad y nos revelan algo de su aprehensión ante la presencia de un muerto, y, el último, además de ser un elemento estructurador de naturaleza tripartita o cíclica, por volver a la misma actitud del principio («picaba otro cigarrillo») implica lo rutinario de la vida y la impasibilidad psicológica del personaje.

Como se observó antes, la degradación que se observa en el primer párrafo se debe a dos factores: la esperpentización por cosificación y por animalización. Es decir, el ser «viejo... de perfil monástico y ojos enfoscados» equivale a lo estatuesco, y el ser «viejo... astuto... de ojos... como alimaña montés» es rebajarlo a un orden inferior a su especie.

Fijándonos ahora en el segundo párrafo, hay dos elementos de lo grotesco, de los cuales el primero es la facha del vestido superlativizado por el sufijo -azo y el adjetivo «inmenso», y el segundo elemento de degradación es el de los colores chillantes y de difícil combinación de «azul» y «rojo», todo lo cual nos da la apariencia de «espantajos». A estos dos colores de fuerte contraste se añade, más adelante y superlativizado, el de «negro».

Semejante a este retrato, también fraccionado y de colores destacados, es el de Juan de Alberte, hermano de Basilisa, en «Mi hermana Antonia»:

Una de estas veces... vi a un hombre en mangas de camisa... Era muy pequeño, con la frente calva y un chaleco encarnado... En tiempo el sastre se levantaba y escupía en los dedos para espabilar las velas. Aquel sastre enano y garboso, del chaleco encarnado, tenía no sé qué destreza bufonesca al arrancar el pabilo e inflar los carrillos soplándose los dedos.


(Obras I, pp. 1278-80).                


Algunas viejas en la sombra del muro, rezaban. Tenían sus cabezas tocadas con los mantelos, y de tiempo en tiempo resonaba una tos..., y en la puerta del pajar hubo siempre alguna mujeruca que asomaba curiosa


(Obras I pp. 1261-64).                


Llenóse la casa de olor de cera y murmullo de gente que rezaba en confuso son. Detrás del clérigo seguía un grupo oscuro y lento rezando en voz baja. Iba por el centro de las estancias de una puerta a otra puerta, sin extenderse. En el corredor se arrodillaron algunos bultos, y comenzaron a desgranarse las cabezas. Se hizo una fila que llegó hasta las puertas de la alcoba de mi madre.

Eran las manos sarmentosas de las viejas que rezaban en el corredor, alineadas a lo largo de la pared, con el perfil de la sombra pegado al cuerpo.


(Obras I, pp. 1279-80).                


Aunque se volverá a hablar de este pasaje cuando estudiemos la técnica de los esperpentos, anotaremos aquí el arte valleinclaniano del retrato fraccionado como sujeto de composición de grupo. Los pasajes de ambos cuentos, como todos los anteriormente citados, aparecen esparcidos a lo largo de la narración. No cabe duda de que las «mujerucas» y las «viejas» que vemos en «La misa de San Electus», no sólo son las mismas dentro de este cuento, sino que vuelven a aparecer en «Mi hermana Antonia», pues en los dos casos se trata de velar a algún muerto. Podríamos suponer también que son los personajes-tipos que representan a las plañideras.

Pero lo que nos atañe sobre todo en este momento, además de la repetida aparición en forma fraccionada, es el del uso de los colores, o, mejor aún, la carencia de los mismos en el retrato. Los únicos indicios directos son «un grupo oscuro» de mujeres que parecían «bultos». Por otra parte, el color o falta de color («sombra») viene de rechazo. Es decir, en el caso de «La misa de San Electus» las viejas rezan bajo «la sombra del muro», y en «Mi hermana Antonia» se define al grupo de las mujeres por «el perfil de la sombra pegado al cuerpo».

Lo esperpéntico de este retrato radica también en la indiferenciación. No es posible discernir las partes del cuerpo de esta multitud que camina «sin extenderse» o que, más tarde, «hacen fila». El esfuerzo por concretarse o diferenciarse hace del retrato una especie de pesadilla: «comenzaron a desgranarse las cabezas» y «eran las manos sarmentosas de las viejas». Incluso los apelativos de «viejas» y de «mujerucas» parecen rebajar a estos personajes-masa a un nivel infrahumano o de cosa despreciable.

Todavía en el nivel de la colectivización, encontramos otros ejemplos en donde la técnica del retrato fraccionado nos ofrece una pintura grotesca e infrahumana en el grupo de los murguistas, de «El rey de la máscara». Es un grupo de «enmascarados» que «iban tiznados como diablos», y que parecía una murga «escapada del infierno». En la escena representan un papel de fantoche: saltos, piruetas, gestos y ademanes grotescos, acompañados de ruidos estentóreos y aullidos.

Resumiendo, en lo que se refiere a la tercera modalidad, la esperpéntica, se puede decir que lo sobresaliente de la técnica del retrato fraccionado es la distorsión o degradación, sea de personaje individuo o colectivo, a base de colorido fuerte, sobre todo rojo y negro, o difuminado, en donde el personaje aparece exagerado o indiferenciado, respectivamente. Por otra parte, la deshumanización se lleva a cabo en este momento, bien por el término comparativo animalístico («ojos... como alimaña montés»), en el caso del cura de San Rosendo, bien por medio de una cosificación («grupo oscuro... bultos... sombras»), como en el caso de las viejas de «Mi hermana Antonia»), o bien por el papel bufonesco («tenía no sé qué destreza bufonesca»), de Juan de Alberte, en el mismo cuento.

En general, puede decirse que la técnica del retrato fraccionado, muy importante en el arte literario del autor de Jardín umbrío, ofrece varias posibilidades estéticas, siendo una de las principales la de buscarle «el gesto» o gestos a los diversos personajes, plasmándolos visualmente por medio de colores fuertes o débiles, de acuerdo a los casos diferentes. Otras veces el autor obtiene el mismo o semejante resultado aplicando el proceso de la difuminación, usando los varios tintes del claroscuro, sobre todo tratándose de grupos o masas indiferenciadas de personajes. Otra posibilidad o ramificación de esta técnica es colocar a los personajes, según la técnica usada, en una de las tres etapas estilísticas, señaladas ya por los críticos: la mítica, la irónica o decadentista y la degradadora o esperpéntica. Bajo esta triple visión, la técnica del retrato fraccionado corresponde a la triple visión del tiempo valleinclaniano acercándose, progresiva y respectivamente, de un pasado lejano a un presente vibrante. Y, consiguientemente, el personaje adquiere «gestos» cada vez más destacados, nerviosos y movimentados.




ArribaAbajoCapítulo IV

Los pre-esperpentos


En el presente capítulo se expondrá la técnica de los pre-esperpentos, a la que hemos aludido anteriormente varias veces. Se trata simplemente de estudiar los primeros ensayos de lo que culminará en los grandes esperpentos de las obras maduras y póstumas de Valle-Inclán. Se ha escrito mucho sobre los ya famosos esperpentos del autor pero, que sepamos, no se ha hecho ningún estudio serio sobre las primeros intentos y experimentos de esta técnica valleinclaniana. Sin embargo, como habíamos indicado en la introducción general, esta técnica se encuentra ya en forma embrionaria en Jardín umbrío.

Hablando de los esperpentos, el mismo autor nos define lo esencial de esta técnica, al decir que son «los héroes clásicos pasados por el Callejón del Gato» de Madrid (Obras I, p. 930). O sea, desfigurados y descontorsionados. No obstante, nos atrevemos a decir que es algo más, si no mucho más, que esto.

El blanco y objetivo principal y directo del esperpento es el personaje. Por consiguiente, esta técnica está relacionada indirectamente con la de las anticipaciones o retrato fraccionado, ya analizado en el capítulo anterior. En el citado caso nos ocupábamos exclusivamente del personaje en su apariencia externa, visto a través del retrato, como elemento esencial de la narración. Aquí excluimos esta consideración para ocuparnos de una técnica o forma expresiva peculiar de presentar a los personajes: la degradadora o esperpéntica.

Como indicábamos, la técnica del esperpento tiene más ramificaciones y posibilidades que las que vienen por la distorsión de los espejos cóncavos y convexos. El esperpento puede obtenerse por medio de una forma comparativa y por medio de combinaciones de luces y sombras. La comparación puede establecerse de personaje a animal, de personaje a cosa, y de personaje a personaje, aunque éste ya estará degradado o desfigurado de antemano. Y estos tres casos tratándose sólo del personaje-individuo. Porque si consideramos al personaje como individuación, de un lado, y al personaje como colectivización, del otro, observaremos una gran escala de matices intermediarios entre el individuo-héroe y el grupo-amorfo. Estos dos extremos y la comparación con lo animal, con la cosa, o con los individuos de la misma especie, es lo esencial de la técnica a que venimos aludiendo. Ambos aspectos pueden ir juntos o separados.

Veamos la distorsión por comparación. Si el término de comparación es un animal, se podría decir que el proceso desfigurativo es una animalización del personaje, si el término comparativo es una cosa, tendremos una cosificación, y si el término de la comparación es otra persona, entonces tendríamos, irónicamente, una despersonificación. Pero hay que advertir aquí que estos tres puntos de referencia o comparación pueden existir juntos en el proceso de esperpentizar a un solo personaje. Cuando el Yo-niño, el narrador en «Mi hermana Antonia», está detrás de la puerta hablando con la vieja criada Basilisa, no puede menos de reír por parecérsele ésta a una «gárgola»:

Yo la miré fijamente porque le hallaba un extraño parecido con las gárgolas de la catedral... Sacudí los hombros para desprenderme de su mano, que tenía las arrugas negras como tiznes... Yo me puse a reír. Era verdad que parecía una gárgola. No podía saber si perro, si gato, si lobo. Pero tenía un extraño parecido con aquellas figuras de piedra, asomadas o tendidos sobre el atrio, en la cornisa de la catedral.


(Obras I, p. 1273).                


Con el retrato de Basilisa se alcanzan dos objetivos: el de ingerir en el cuento un personaje con características realistas que se contrapongan a las figuras idealizadas, como son las de este cuento en mayor o menor grado, y la de hacerla parte, por medio de la comparación esperpéntica, del aspecto físico de la catedral, lugar en donde se desarrolla gran parte de la acción. También se alcanza una doble desfiguración: animalizadora y cosificadora, simultáneamente, pues la «gárgola», de relieve escultórico-arquitectónico, representa a un animal, el «gato».

Gran parte de la acción en «Mi hermana Antonia» se lleva a cabo en la catedral. Máximo de Bretal, el seminarista, pasa su vida en esta basílica. Aquí es en donde le demuestra a Antonia su gran amor por ella. Este amor es, en cierto modo, sacrílego, por tratarse de un ordenado in sacris. Además él ha tenido una entrevista con el diablo e hizo un pacto con él. Más tarde, Máximo se nos aparece en forma de gato y es la misma encarnación diabólica. Basilisa es la encargada de cortarle las orejas.

Por tanto, si Basilisa se asemeja a una «gárgola» de la catedral, pudiendo ser ésta de «perro», de «gato» o de «lobo», no sólo se ha hecho un doble esperpento por cosificación y animalización al mismo tiempo, sino que las implicaciones nos llevan más lejos. Por una parte, se relaciona a Basilisa con lo malagorero, al asociarla con el «gato», que es elemento esencial y diabólico en el cuento. Consiguientemente, su presencia total en la narración se infiltra, no sólo por derecho propio, sino también por concomitancia o por extensión.

Por otra parte se nos dice que la gárgola era «de la catedral». Dos puntos se desprenden de aquí. El primero es que la figura grotesca colgada de la cornisa de la basílica es un objeto de decoro. Pero este decoro tiene una función estética, aunque sólo sea en la literatura valleinclaniana, en donde contrapone el «carácter (gesto)» de las formas absurdas del arte bizantino-gnóstico medievalista («gárgolas, canecillos, endriagos, vestiglos») al «arquetipo» helénico de la forma perfecta. La emoción estética de los primeros radica «en el absurdo de las formas, en la creación de los monstruos», en fin, «en el eterno acto quieto, absoluto, uno» (Obras II, pp. 584-590). En otros términos, la función de Basilisa, viéndola así, representa y, al mismo tiempo, transciende el aspecto más inmediato del esperpento.

El segundo punto, en lo que se refiere a la equiparación de Basilisa con la gárgola «de la catedral» de Santiago, nos lleva otra vez a una expresión más allá de lo esperpéntico: a la relación estética de la arquitectura de estos momentos con la idea estética valleinclaniana del tiempo. Nos dice el autor que:

De todas las rancias ciudades españolas, la que parece inmovilizarse en un sueño de granito, inmutable y eterno, es Santiago de Compostela.

En esta ciudad petrificada huye la idea del tiempo. No parece antigua, sino eterna... Compostela, inmovilizada en el éxtasis de los peregrinos, junta todas sus piedras en una sola evocación, y la cadena de los siglos tuvo siempre en sus ecos la misma resonancia. Allí las horas son una misma hora.


(Obras II, pp. 600-601).                


Por tanto, Basilisa, la grotescamente esperpentizada, se hace imperecedera, atemporal por su múltiple contaminación y correlación con elementos afines y transcendentes. Su «gesto», la «gárgola de gato», queda esculpido y petrificado, desafiando al tiempo cronológico para convertirse en gesto grotesco, pero imperecedero. No hay que olvidar también que la vieja criada es la que espanta al gato, la que le corta las orejas y la que exorciza a través de toda la narración.

En «Rosarito» nos encontramos con el gran personaje don Miguel de Montenegro, precursor del personaje del mismo nombre en las Comedias bárbaras y del Bradomín de las Sonatas. En este cuento se le presenta casi apoteósicamente, correspondiendo a su alta alcurnia y, posiblemente, con miras a su ulterior desarrollo en obras posteriores. Sin embargo, poco a poco, a través de la narración, se va convirtiendo en un personaje fantoche, terminando por degenerar en un ser infrahumano: una «araña» y un «pájaro gigantesco». Para mostrar el gran contraste entre el principio y el fin, y ver el tremendo proceso de esperpentización, entresacaremos algunos de los pasajes que encabezan el cuento y el párrafo final.

Don Miguel de Montenegro podría frisar en los sesenta años. Tenía ese hermoso y varonil tipo suevo tan frecuente en los hidalgo de la montaña gallega. Era el mayorazgo de una familia antigua y linajuda... Don Miguel era uno de esos locos de buena vena, con maneras de gran señor, ingenio de coplero y alientos de pirata. Bullía de continuo en él una desesperación sin causa ni objeto, tan pronto arrebatada como burlona, ruidosa como sombría. Atribuíansele cosas verdaderamente extraordinarias.

En el fondo de la estancia el lecho de palo santo donde había dormido fray Diego de Cádiz, dibuja sus líneas rígidas y severas a través de luengos cortinajes de antiguo damasco carmesí que parece tener algo de litúrgico. A veces una mancha negra pasa corriendo sobre el muro. Tomaríasela por la sombra de un pájaro gigantesco. Se la ve posarse en el techo, deformarse en los ángulos, arrastrarse por el suelo y esconderse bajo las sillas. De improviso, presa de un vértigo funambulesco, otra vez salta al muro, y galopa por él como una araña.

(Obras I, pp. 1297, 1308).                


Aunque en este caso se trata también de un motivo literario de composición estructuradora (la «araña»), la degradación por comparación animalística es enorme.

El proceso y efecto de la esperpentización de don Miguel, aunque tenga grandes diferencias con el de Basilisa, muestra algunas semejanzas. Existe una deformación por comparación animalística: se equipara a una «araña» y a un «pájaro gigantesco», ambos fluctuando como «sombras». Pero si pasamos al orden transcendental de las ideas estéticas valleinclanianas, como hicimos al hablar de Basilisa, toma una dirección completamente opuesta a la de la vieja criada. En el contexto del cuento «Rosarito», a don Miguel se le presenta casi apoteósicamente. Todos están atentos a la entrada del mayorazgo. Una vez en escena, como se desprende de la primera parte del pasaje antes citado, comenzamos a sentir poco a poco su «fuerza de sortilegio» y su función satánica: en sus palabras, en sus gestos, y en todos sus actos, hasta que todo culmina en el clímax de la seducción, la violación y el asesinato de la inocente doncella, sobrina suya.

Su propia persona gallarda e imponente va degenerando hasta el fin, convirtiéndose («tomaríasela»), como ya se indicó, en «araña» o «pájaro gigantesco». Estas formas, de por sí difíciles de objetivar y de discernir, a causa de su movilidad y difuminación en sombras, vienen a trascender a un nivel simbólico y metafórico. Estos dos animales, y por tanto don Miguel, se asocian a la destrucción de la vida y de las formas, por ser de carácter informe ellos mismos: sombra que se arrastra y deforma en los ángulos del cuarto. Y por tanto, como don Miguel a través del cuento, se relacionan con el elemento satánico, que, en la estética de Valle-Inclán, es sinónimo de destrucción del tiempo circular e implantación de las horas, tiempo cronológico.

Comparando someramente a los dos personajes, aunque el fin del proceso esperpentizador es el mismo, el de degradar por cosificación-animalización, no obstante, el resultado estético trascendental es completamente diferente: a Basilisa se la equipara a la noción estética del tiempo permanentemente presente y circular, y a don Miguel se le asocia al tiempo cronológico y lineal, creado por Satanás. El «gesto único» de la vieja criada queda fijo, estable (la «gárgola»), y el del mayorazgo se convierte en una volatilización movible como la «sombra» que se «arrastra» y «deforma», o como las horas que pasan.

La degradación por cosificación la observamos también en el personaje principal del cuento «Un cabecilla», aunque muy diferente de los anteriores. El retrato detallado de la cabeza del molinero, aunque fiel y objetivo, es un ejemplo de desfiguración esperpentizadora por el simple hecho de sacársele la emoción al personaje y hacérsele impasible en sus acciones. El proceso es una mezcla de cosificación y de vegetalización:

De aquel molinero viejo y silencioso que me sirvió de guía para visitar las piedras célticas del Monte Rouriz guardo un recuerdo duro, frío y cortante como la nieve que coronaba la cumbre. Quizá más que sus facciones que parecían talladas en durísimo granito, su historia trágica hizo que con tal energía hubiéseme quedado en el pensamiento aquella cara tabacosa que apenas se distinguía del paño de la montera. Si cierro los ojos, creo verle: Era nudoso, seco y fuerte, como el tronco centenario de una vid. Los mechones grises y desmedrados de su barba recordaban esas manchas de musgo que ostentan en las oquedades de los pómulos las estatuas de los claustros desmantelados. Sus labios de corcho se plegaban con austera indiferencia. Tenía un perfil inmóvil y pensativo, una cabeza inexpresiva de relieve egipcio. ¡No, no lo olvidaré nunca!


(Obras I, pp. 1258-59).                


El arte de nuestro autor en esta cita reside en el entrecruzamiento, por medio de comparaciones metafóricas, de los elementos lapidarios, vegetales y psicológicos creando de este modo un efecto y una impresión total de difícil desvinculación. Las facciones del cabecilla, que «parecían talladas en durísimo granito» y «aquella cara tabacosa», las compara, por el color, a otro elemento de orden vegetal. Esta doble plasticidad se nota de nuevo en la comparación de la barba a «esas manchas de musgo que ostentan en los pómulos las estatuas de los claustros desmantelados». Sus labios parecen hechos «de corcho» y la cabeza se asemeja a «un relieve egipcio». Por fin, «era nudoso, seco y fuerte como el tronco centenario de una vid». En todas estas expresiones vemos el afán del autor por objetivar, dura y escultóricamente, a nuestro protagonista, en su doble vertiente mineral y vegetal. Aún más, su mismo «pensamiento» y «recuerdo» parece solidificarse al calificarlo de «duro, frío y cortante como la nieve que coronaba la cumbre», proyectados contra el fondo pedregoso del Monte Rouriz y la figura pétrea del cabecilla.

Pero hay un reverso en este esfuerzo por objetivar escultórica y masivamente al molinero. Por medio de la cuidadosa selección y colocación de algunos adjetivos de contenido psicológico, el autor es capaz de ofrecernos al mismo tiempo la impresión contraria, a saber, de ir animando progresivamente, en parte al menos, la personalidad del cabecilla. No eran sólo las facciones graníticas que se le habían grabado en el pensamiento del narrador, sino, y aún más, «su historia trágica». Sus labios se plegaban con «austera indiferencia» y su cabeza era «inexpresiva», en cuya adjetivación se ve, aunque negativamente, una actitud posible de subjetividad. Y el último caso, tenía «un perfil inmóvil y pensativo», contiene dos adjetivos, el primero físico-estatuesco y el segundo de carga subjetivo-sicológica.

La tercera comparación degradadora, quizá la más grotesca de las técnicas o procesos de la esperpentización, tratándose del individuo-personaje, es la comparación no solamente con los animales, las cosas y las plantas, sino con los seres de la misma especie. En Jardín umbrío encontramos rasgos de lo que va a ser más tarde el famoso esperpento valleinclaniano: el personaje Juan Alberte, en «Mi hermana Antonia». Puede ser muy bien el precursor del Boticario, padre de la Daifa, en el drama esperpéntico de Las galas del difunto, aunque en miniatura:

Una de estas veces, al levantar la sien de encima de la mesa, vi a un hombre en mangas de camisa que estaba cosiendo, sentado al otro lado. Era muy pequeño, con la frente calva y un chaleco encarnado. Se metía (el cura) por las puertas guiado por Juan de Alberte. El sastre, con la cabeza vuelta, corretea tieso y enano, arrastra la capa y mece en sus dedos, muy gentil, la gorra por la visera, como hacen los menesterales en las procesiones.

De tiempo en tiempo el sastre se levantaba y escupía en los dedos para espabilar las velas. Aquel sastre enano y garboso, del chaleco encarnado, tenía no sé qué de destreza bufonesca al arrancar el pabilo e inflar los carrillos soplándose los dedos.


(Obras I, pp.1278-81).                


Lo que primero salta a la vista es la pintura fragmentaria, usando para ello la técnica de las anticipaciones, como ya vimos en el capítulo primero. Esta técnica, como ya se ha indicado, aunque no exclusivamente, es muy usada y será aún más usada en las últimas obras del autor, las esperpénticas. Por tanto, nos encontramos con otra característica de esta pintura, semejante a la de su hermana Basilisa, o sea, un retrato esperpéntico. Pero, a diferencia de Basilisa, de naturaleza escultórica, la de Juan de Alberte es bufonesca. Parecía un «enano», era «pequeño», tenía la «frente calva» y un chaleco «encarnado», y, al apagar las velas del altar, inflaba «los carrillos» bufonescamente.

En este caso el proceso de esperpentización no sólo se manifiesta en lo anticipativo y fragmentario del retrato, sino también, y paralelamente, en la fragmentación estilística y gramatical de la frase, afiliando este esperpento, por primera vez y más de cerca, a los grandes esperpentos de la última época, en donde el estilo gramatical y literario refleja y ayuda respectivamente a la esperpentización del personaje. En otros términos, parece como si el estilo, por medio de contorsiones gramaticales, se esperpentizara también.

Nótese esta característica estilística en el segundo párrafo, única en Jardín umbrío: «el sastre, con la cabeza vuelta, corretea tieso y enano, arrastra la capa y mece en dos dedos, muy gentil, la gorra por la visera, como...». De donde se desprenden dos fenómenos evidentes: los adverbios en forma sustantivada («tieso», «enano» y «gentil»), de un lado, acortando la longitud del vocablo, haciéndolo, si se quiere, más «enano» y movible, y, de otro lado, la acumulación de comas que rompen, no sólo la fluidez de la frase, sino que inyectan la fragmentación del retrato esperpentizador. Este trozo o estampa es digno de una acotación a una de sus obras maestras de los esperpentos, como Los cuernos de don Friolera, Las galas del difunto. Es decir, presenciamos una desfiguración personal, como si Juan Alberte hubiera pasado por delante de los espejos del Callejón del Gato.

Para concluir la lista, aunque parcial, de los personajes-individuos esperpentizados analizamos a continuación el caso quizá más complicado de todos: el enamorado seminarista, Máximo de Bretal, de «Mi hermana Antonia». Se podría decir que el individuo-personaje se ha esperpentizado totalmente. Y esto se lleva a cabo por medios pluralísticos: cosificación, animalización, despersonalización, difuminación, e, incluso, por lo que se pudiera llamar satanización. A continuación transcribimos algunos pasajes referentes a lo que acabamos de decir:

Era alto y cenceño (Máximo Bretal), con cara de muerto y ojos de tigre, unos ojos terribles bajo el entrecejo fino y duro. Para que fuera mayor su semejanza con los muertos, al andar le crujían los huesos de la rodilla... Aquella tarde recuerdo que pasaba, como todas las tardes, embozado en su capa azul. Nos alcanzó en la puerta de la catedral, y sacando por debajo del embozo su mano de esqueleto, tomó agua bendita y se la ofreció a mi hermana.

[...]

En la sala grande, cerrada y sonora, sentía su andar con crujir de canillas y choquezuelas... Maullaba el gato... y me parecía que conformaba su maullido sobre el nombre del estudiante:

-Máximo Bretal.

[...]

Mi hermana... me llevaba a rezar... Yo temblaba de que otra vez se apareciese el estudiante y alargase a nuestro paso su mano de fantasma goteando agua bendita... Al cruzar las naves de la catedral, le veíamos surgir en la sombra de los arcos. Entrábamos en la capilla, y él... se quedaba allí arrodillado como el bulto de un sepulcro... Una tarde cuando salíamos, vi su brazo de sombra alargarse delante de mí.

[...]

Y cuando partíamos, se apareció en el atrio, con la capa revuelta por el viento, el estudiante de Bretal. Llevaba a la cara una venda negra y bajo ella creí ver el recorte sangriento de las orejas rebanadas a cercén.


(Obras I, pp. 1268-82).                


Antes de entrar en detalles hay que hacer alguna observación de tipo general sobre la figura compleja de este personaje esperpentizado. Esencialmente Máximo Bretal está asociado a la muerte, y el «amor» hacia Antonia no es otra cosa sino la destrucción vital, algo parecido al caso de don Miguel de Montenegro en «Rosarito». De hecho, la muerte se apodera de la madre de Antonia. Pero, aunque la muerte sea la base y la fuerza destructora, encarnada en el diabólico Máximo, lo que nos interesa aquí son las variaciones de la técnica esperpéntica de que hace uso el autor. Como indicábamos antes, encontramos en esta técnica todas las modalidades de la esperpentización: por medio de la triple comparación (cosificación, animalización, y despersonalización), de la coloración fuerte y del juego de luces y sombras o difuminación.

La cosificación se observa en un solo caso, parecido al de Basilisa, en el mismo cuento: se le compara a un «bulto de un sepulcro» o estatua orante. Es la única vez que observamos a Máximo petrificado e inmovilizado. La deformación por animalización se repite muchas veces, pero se puede reducir a dos, puesto que una de ellas, la comparación con el gato, se desdobla en diversas variantes: la primera es cuando se nos dice que tenía los «ojos de tigre», y la segunda cuando el «maullido» del gato se «conformaba» al nombre de Máximo Bretal. Este último caso es de gran interés, porque el «conformaba» no sólo implica semejanza, sino también un proceso de identificación, aunque sólo sea tomando la parte por el todo, que en sí es ya una deformación, como se explicará al hablar de las «viejas» de «Un ejemplo» y de «Mi hermana Antonia». Es decir, el «conformaba» implica transformación simbólica y real, pues de ahora en adelante el diabólico Máximo obrará por medio del gato. Y la deformación, tomando la parte («maullido»-voz) por el todo («Máximo Bretal»), se ejecuta por un simple juego silábico o vocálico-estilístico, identificando («conformaba») el miau del gato con las vocales del nombre del seminarista Máximo Bretal [i- a-o, e-a (l) u].

La comparación por despersonalización se realiza al asemejarlo a formas esqueléticas: cuando caminaba le «crujían los huesos de la rodilla» y «andaba con crujir de canillas», y al ofrecer agua bendita sacaba del embozo su «mano de esqueleto». Y, como se indicó arriba, su postura parecía la de un «bulto (persona orante) de un sepulcro», o sea, una persona desvitalizada y petrificada.

Hasta aquí se ha indicado la esperpentización por medio de la triple comparación. Veamos el mismo proceso, pero ahora por medio del juego de colores, de luces y de sombras. El seminarista aparece en la escena embozado en su capa «azul», muy semejante al paraguas «azul» del cura de San Rosendo, ya anotado al principio del capítulo. Pero, sabiendo que el color básico del clero es «negro», el contraste chillón de colores se hace más patente. Además, al fin del cuento, se nos dice que el seminarista iba envuelto en su «capa (azul)» y que llevaba una venda «negra» en la cara. Y, como si esto no fuera suficiente, se le añade el color rojo («sangriento») de sus orejas cercenadas. O sea, tenemos la difícil combinación de colores «azul», «negro» y «sangriento (rojo)».

El proceso degradador por medio de la difuminación es quizá el más apropiado de todos, si se tiene en cuenta que el personaje Máximo está asociado directamente con la muerte, con el embrujo, y con lo satánico. Así vemos que «alargaba... su mano de fantasma», en donde lo fantasmagórico se identifica con la sombra, porque «se alargaba». A continuación se nos dice que «le veíamos surgir en la sombra de los arcos», apareciéndose ahora de cuerpo entero, pero no en sí mismo, sino por relación a la «sombra de los arcos», esfumándose de un modo semejante al de las «viejas» de «Mi hermana Antonia» y de «Un ejemplo», como veremos después.

Resumiendo, podemos concluir diciendo que el autor emplea todos los procedimientos esperpentizadores que se encuentran en su temprana obra para degradar a este personaje demoníaco. Si tratamos de buscarle el «gesto» o gestos que concreten a este escurridizo personaje, nos hallaríamos con que se cristaliza en un «bulto» estatuesco y orante, se visualiza en un «esqueleto», tiene «ojos de tigre», «se conforma [maúlla]» auditivamente a un «gato», se asemeja a un espantajo con «capa azul» y «venda negra» en la cabeza, y se volatiliza como una «sombra» o «fantasma».

La trascendencia, de acuerdo a las ideas estéticas del autor, nos llevaría a la concepción del tiempo cronológico frente al cíclico, en donde Máximo, asociado con lo demoníaco, vendría a ser la encarnación de Satanás, creador y «desgranador de las horas», o sembrador del tiempo cronológico. Podemos volver a afirmar entonces que la esperpentización de Máximo Bretal es la más compleja de Jardín umbrío, no solamente por la variedad en el uso de la técnica, sino también por sus implicaciones de orden estético transcendental, sobre todo relacionadas a la concepción del tiempo valleinclaniano.

Ahora pasamos a considerar al personaje colectivo, aunque sumariamente para no repetir lo que se ha dicho en el primero y en este segundo capítulo, sobre los personajes en sí y sobre el retrato fraccionado. Pero antes de analizarlo haremos alguna observación sobre el esperpento del personaje colectivo. El procedimiento, en este caso, se lleva a cabo no sólo por lo que habíamos denominado como proceso comparativo y empleo de luces y sombras o difuminatorio, sino también por medio del juego teatralista o del papel desempeñado por «enmascarados».

Unas veces nos encontramos con un grupo determinado y bastante bien caracterizado, aunque irreconocible, como los enmascarados murguistas de «El rey de la máscara». Otras veces como grupos de fondo y como decoraciones de un escenario más bien que como grupos corales, como en las «mujerucas» y los «niños» en «La misa de San Electus», o los «mozos» y las «mozas» de «Milón de la Arnoya». Pero lo más frecuente, en cuanto a la anonimidad, es el grupo indiferenciado e irreconocible de las «mujeres» y de las «viejas» de «Mi hermana Antonia» y de «La misa de San Electus», en donde vemos «bultos» y «sombras» que se mueven como gusanos y se ven proyectados contra los muros de las iglesias y arrastrándose por los pasillos de la casa. Ya no se trata de personajes ni siquiera de personas, por decirlo así. Las «manos» están pegadas a las capas y el todo se deduce de las partes. Incluso el color es fruto de la técnica de la difuminación: un color grisáceo y sombrío. Estos mismos grupos pueden degenerar a veces en gestos o gesticulaciones teatrales, como al fin del cuento «Mi hermana Antonia», aunque sin adquirir la característica reconocible de los murguistas de «El rey de la máscara», ni de los «mozos» y «mozas» de la bacanal en «Milón de la Arnoya».

Como ejemplos de lo que acabamos de mencionar, escogemos la esperpentización de los murguistas de «El rey de la máscara» y el grupo de mujeres de «La misa de San Electus» y de «Mi hermana Antonia». En el primer caso, se trata de una narración, cuya característica principal radica en una esperpentización en progresión creciente y abarca a todo el cuento y a todos los elementos que lo integran. Pero, para el caso presente, consideraremos sólo lo referente a los murguistas como personaje-grupo. El cuento nos va preparando desde un principio comenzando con la desfiguración del cura de San Rosendo de Gondar, «un viejo magro y astuto», que tenía los «ojos enfoscados y parduscos como de alimaña montés», como se hizo notar al principio de este capítulo. A esta desfiguración se añade la deterioración de la rectoral, que «era negra, decrépita y arrugada, como esas viejas mendigas que piden limosna».

Cuando la criada Sabel y el sacerdote se preparan para cenar, fuera de la casa irrumpe la murga de enmascarados:

Rompió a tocar en la vereda tan estentórea y desapacible murga, que parecía escapada del infierno: Repique de conchas y panderos, lúgubres mugidos de bocina, sones estridentes de guitarrones destemplados, de triángulos, de calderos... empezaban a aullar... penetrando en la casa con el vocerío y llaneza de quien lleva la cara tapada.


(Obras I, p. 1265).                


Éste es el primer contacto que los murguistas tienen con el cura y su sobrina. Y lo esperpéntico de este pasaje consiste en la deshumanización del individuo perdido en el grupo, y de éste en la confusión y desorden de voces y sonidos desfigurados. Es propio de la murga vociferar, pero vociferar como los perros («aullar») es una degradación esperpentizadora por comparación animalística.

Pero este proceso no sólo atañe a la voz humana, sino que se extiende a los sonidos de los instrumentos, de los cuales uno, los «calderos», ni siquiera es instrumento músico. Entre estos sones hay «mugidos de bocina», emparentándose no sólo al «aullar» de los hombres-perros, sino al «mugir», que es propio de las vacas. Y en lo que a los instrumentos se refiere, estos sonidos eran «lúgubres», «estridentes», y «destemplados» haciendo una serenata que «más parecía escapada del infierno» que humana.

Pero lo más destacado e importante para nuestro caso es que todos «iban tiznados como diablos... que les hacían de mal agüero». Por una parte, observamos la yuxtaposición de lo diabólico de la murga con el cura y la casa eclesiástica, y, por otra, la ingerencia del tópico supersticioso y folklórico de las carnestolendas en el ciclo de cuaresma, el carnaval. Y termina la cita diciendo que todos estos disfraces tenían un repugnante agüero, que es el anillo de enlace con el tercer aspecto esperpéntico de la murga: los «gestos» de los murguistas y la aparición del «rey de la máscara».

No solamente vemos la deshumanización en lo visual del enmascaramiento y en los ruidos estentóreos, sino que también la observamos en el farfullar «complimientos, acompañados de visajes, genuflexiones y cabeceos grotescos», rehusando el vino que les ofrecía el cura «con tosca cortesía». La degradación se observa en múltiple nivel. El «farfulleo» o tartamudeo implica la impotencia humana o relajamiento de la facultad de emitir ideas por medio de palabras coherentes y lógicas. En cuanto a los «visajes» o «gestos» expresados por los ojos se nota un dislocamiento, pues, de un lado, los hombres iban «tiznados de diablos» y, de otro, como el rey, llevaban «caretas de cartón». Doble deshumanización: de lo humano a lo diabólico y de lo humano a lo marioneta. Y por lo que atañe a las «genuflexiones» es una impostura religiosa, o sea, una degradación religioso-moral.

Y en el último peldaño, referente a lo carnavalesco, está «el rey de la máscara». Los murguistas:

[...] en unas angarillas traían un espantajo, vestido de rey o emperador, con corona de papel y cetro de caña. Por rostro pusiéranle groserísima careta de cartón, y el resto del disfraz lo completaba una sábana blanca... Allí en medio de la cocina está el rey, grotesco en su inmóvil gravedad... [con] la bufonesca faz de cartón.


(Obras I, p. 1265).                


No se nos dice qué representa este rey ni qué simbolismo encierra, pero podemos suponer que es una parodia religiosa, a causa de dos fuertes indicaciones. Es un día de carnaval (el «antruejo»), víspera de miércoles de ceniza con que se abre el ciclo de la Cuaresma, cuyo fin culmina en la Pasión y denigración de Cristo-Rey. Por otra parte, y dentro del contexto, sabemos que el «rey» es el difunto cura de Bradomín «un bendito de Dios... bueno como el pan... Respetuoso... caritativo», como dice Sabel. Si aceptamos estas dos posibilidades, estamos ante una degradación religioso-divina subgrotesca, por un lado, y, por otro, ante una deshumanización religioso-humana extremadamente macabra.

Concretándonos a los términos lingüísticos usados para presentarnos la deshumanización por medio del disfraz, los símbolos de realeza, la corona, el cetro y el manto o capa, están esperpentizados por el uso del material o género más humillante que se pudiera imaginar: «papel», «caña», y «sábana». Y, como si esto fuera poco, el mismo narrador explícitamente nos lo presenta como un «espantajo» que sirve no sólo para amedrentar, en este caso al cura y a su sobrina, sino también para espantar a las aves, que es un proceso esperpentizador por medio de la animalización. Además, el «rey» tenía una «bufonesca faz», por donde se colige un desdoblamiento funcional de rey-bufón. Se pueden observar tres niveles de esperpentización en esta relación. El bufón, tradicionalmente en la historia, servía para divertir en la corte del rey y no a la inversa, que el «rey» se convirtiera en «bufón». La función del bufón en el drama era la del gracioso, y uno de los papeles era el de representar lo grotesco. Pero la degradación suma consiste en superimponer lo grotesco («bufonesca faz») sobre otra realidad grotesca (la del «difunto»), o, si se quiere, una realidad grotesco-risible sobre otra realidad grotesco-patética.

Si nos detenemos a considerar aquel «gesto» o gestos que define a este grupo se podría decir que el gran gesto total es el del «enmascaramiento», con toda la suma de los «gestos únicos» para cada situación particular. Si consideramos la visualización, nos encontraremos con la máscara de «mujer», de «soldado», de «mendigo», y de «rey». Si nos atenemos al fenómeno auditivo, será el «aullido» y el «farfulleo». Si nos fijamos en el movimiento tendremos los «visajes», los «cabeceos» y las «genuflexiones», en fin, los diversos «gestos», siendo todos ellos utensilios de la técnica de la esperpentización.

Aunque parezca contradictorio, el uso de las «máscaras» en la esperpentización teatralista tiene una doble o triple función: el enmascarar para ocultar la persona o para mostrarle el gesto, o para ambas a la vez. Valle-Inclán, sobre todo en sus grandes esperpentos, como en Martes de carnaval, en particular Los cuernos de don Friolera, en sus Retablos y en sus Tablados de marionetas, usa frecuentemente de máscaras o personajes fantoches precisamente para sacarles el verdadero gesto a sus personajes y, de este modo, estilizarlos esperpénticamente.

Continuando con el personaje-grupo, y pasando a otro cuento, hacia el fin de «La misa de San Electus» encontramos un pasaje de esperpentización colectiva. Después de unos rezos corales, llenos de unción religiosa, salidos de la boca de los tres mozos enfermos y que se podían oír en toda la aldea, sigue luego, en forma de contraste, un silencio religioso o rezo silencioso que se observa en toda la iglesia:

[...] el abad, todavía por revestir, estaba arrodillado en el presbiterio. Algunas viejas en la sombra del muro rezaban. Tenían tocadas sus cabezas con los mantelos, y de tiempo en tiempo resonaba una tos. El mozo atravesó la iglesia procurando amortiguar el ruido de sus madreñas, y en las gradas del altar se arrodilló haciendo la señal de la cruz. El niño que tocaba la campana vino a encender las velas. Poco después el abad salía revestido y comenzó la misa... El mozo... rezaba devoto. Caído en tierra recibió la bendición.


(Obras I, p. 1263).                


Este pasaje trascrito es el referente al título, la «misa», que debiera ser la culminación del cuento. Sin embargo, parece ser un anticlímax. Se había experimentado a través de esta narración una serie de diálogos, en donde la «voz», motivo de acción indispensable, era como una ambientación del cuento. En su mayor parte, estos diálogos eran corales y ahora nos encontramos ante un gran silencio humano, y lo único que se oye es «una tos» (el «gesto») y el ruido amortiguado de «las madreñas», con el supuesto toque de la «campana». La función religiosa, prometedora de algún rito esplendoroso, correspondiente a esos diálogos corales, se destaca por su brevedad, sencillez y silencio, pues «poco después el abad salía revestido y comenzaba la misa. El mozo, acurrucado en las gradas del presbiterio, rezaba devoto: Caído en tierra recibió la bendición» final.

Este cuadro ofrece otro interés de gran importancia para nuestro punto de discusión. La impresión de colectivación, tan notoria en toda esta obrita, desaparece aquí para darnos la impresión contraria, es decir, el detalle aislado, el «gesto único». No obstante, estos detalles hacen por contraposición que el fondo, no sólo colectivo, sino también amorfo e indefinido, resalte y adquiera más importancia esperpéntica. La composición de los dos elementos del detalle y de lo amorfo a que nos referimos, y que abunda mucho en Valle-Inclán, se pueden ver juntos en la siguiente cita que transcribimos otra vez: «Algunas viejas en la sombra del muro rezaban. Tenían tocadas sus cabezas con los mantelos, y de tiempo en tiempo resonaba una tos».

Lo vago del pasaje comienza con el adjetivo indefinido «algunas». Pero esta indiferenciación no termina ahí. Las viejas son irreconocibles físicamente por estar «tocadas». A esto se suma el hecho de que rezaban «en la sombra del muro», situación algo indefinida también a causa de que se le ha omitido el verbo-adjetivo «proyectada» a la frase, haciendo así más amorfa la descripción y las personas. La expresión completa debiera ser: «algunas viejas que estaban en la sombra proyectada por el muro, rezaban». Por otra parte, el lector recibe la impresión de que estas viejas «tocadas» por los mantelos, y que «rezaban» en voz baja, se confundían o parecían «sombras», que es una manera de esperpentizar, muy cara al autor, como ya hemos visto varias veces. Este amorfismo se hace más patente y resalta más por medio de la nota o detalle chillón de que «de tiempo en tiempo resonaba una tos». Si comparamos a este grupo de «algunas viejas» con las «mujerucas» del principio del cuento, nos encontramos ante dos formas de colectividad: la amorfa y la coral, respectivamente, y ante dos resultados de la técnica del esperpento.

El grupo indiferenciado de las «viejas» de «Mi hermana Antonia» es muy parecido al que acabamos de ver en «La misa de San Electus». Al grupo se le califica de «bulto», las cabezas se «desgranan» como maíz, las manos están pegadas a los «mantelos» y a los «rosarios», y el cuerpo pegado a la «sombra». Se diría que, de rechazo, se trata de un proceso esperpéntico de cosificación. Este proceso está relacionado con otro elemento a discutir ahora: el de tomar la parte por el todo, o sea, la sinécdoque. Se toman las «cabezas» y las «manos» por el cuerpo. Del mismo modo, se colige el cuerpo del vestido, es decir, las manos de los «mantelos» y el cuerpo pegado a la «sombra». En fin, es una técnica compleja por medio de la cual se deshumaniza y degrada a la persona o a los personajes: otro modo de esperpentización.

En la primera mitad del capitulillo diez y ocho de «Mi hermana Antonia» aparecen las personas anónimas o grupos inidentificables a que nos referimos. Se trata de una mezcla de técnicas del retrato impresionista y esperpéntico:

Detrás [del clérigo y de Juan de Alberte] seguía un grupo oscuro y lento, rezando en voz baja. Iba por el centro de las estancias, de una puerta a otra puerta, sin extenderse. En el corredor se arrodillaron algunos bultos, y comenzaron a desgranarse las cabezas. Se hizo una fila que llegó hasta las puertas abiertas de la alcoba de mi madre. Dentro, con mantillas y una vela en la mano, estaban arrodilladas Antonia y la Galinda. Me fueron empujando hacia adelante algunas manos que salían de los mantelos oscuros, y volvían prestamente a juntarse sobre las cruces de los rosarios. Eran las manos sarmentosas de las viejas que rezaban en el corredor, alineadas a lo largo de la pared con el perfil de la sombra pegado al cuerpo.


(Obras I, pp. 1279-80).                


La utilización de la técnica de la esperpentización se manifiesta aquí de varias maneras, de modo semejante al pasaje antes trascrito de «La misa de San Electus». La primera forma es hacer inidentificable a todo un grupo «oscuro», «lento» y «rezando» en voz baja, captándolo sensorialmente bajo tres elementos: el color, el movimiento y el sonido, todos ellos borrosos a causa del uso de la difuminación. Los «grupos» se convierten en «bultos», que, aunque comienzan a separarse todavía son indiferenciables. Más tarde comienzan a «desgranarse» en «cabezas», y después en «manos», que resultan ser «sarmientos», convirtiéndose, al fin, en perfiles de «sombra». En otros términos, hay una esperpentización, primero por vegetalización y, después, por medio de la difuminación.

Resumiendo, podemos hacer notar que la técnica de los esperpentos que Valle-Inclán emplea en su temprana colección de cuentos, Jardín umbrío, se caracteriza por el uso de seis procesos principales: por cosificación, por vegetalización, por animalización, por despersonalización, por difuminación, y por teatralismo. Estos procesos o medios no son inseparables, puesto que en algunos casos, como en el de «Máximo de Bretal» y de los «murguistas», pueden coincidir en número variable.

Pero esta técnica o utensilio literario puede trasladarse y así trascender a un nivel de teoría estética. En este caso, podemos asociar dicha técnica a las ideas estéticas del autor sobre el «gesto único», común a todos los esperpentos, y el concepto del tiempo cronológico frente al tiempo cíclico, como se observó al hablar del esperpento de Basilisa, de don Miguel y de Máximo Bretal, sobre todo.