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Técnicas narrativas en las últimas novelas de Galdós

M.ª del Prado Escobar Bonilla


Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

portada





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ArribaAbajoLa literatura entre dos siglos

Hoy en día, cuando está a punto de acabar este milenio y nos separan casi cien años de la fecha en que se publicaron las últimas ficciones galdosianas, parece tarea fácil establecer con claridad la frontera entre la literatura decimonónica y la de la centuria actual; no obstante, basta con aproximarse al panorama editorial de aquel fin de siglo para caer en la cuenta de que la realidad resultaba mucho más compleja de como suelen presentarla los manuales al uso y de que la esquemática nitidez de tales demarcaciones se va difuminando conforme disminuye la distancia temporal respecto a la época que pretende describirse. Cualquiera puede advertir entonces cómo las novedades, que iban ocupando el horizonte de las letras españolas no implicaban la desaparición en los lectores del gusto por estilos o modos literarios pertenecientes al inmediato pasado, de manera que los textos más innovadores coexistieron durante bastante tiempo con una abundante producción literaria que -atendiendo a las demandas de una parte probablemente mayoritaria del público- todavía respondía a los criterios artísticos de etapas precedentes. La evolución cultural no suele registrar cortes bruscos sino muy matizadas transiciones, por eso, sólo desde un enfoque cercano será posible percibir que el vasto movimiento renovador de entresiglos hunde sus raíces en un periodo bastante anterior a mil novecientos1.

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A la luz de estas consideraciones resulta un tanto forzado el empeño por erigir como límite entre la literatura del XIX y la del presente siglo la socorrida fecha de 1898, convirtiéndola en rótulo comodísimo con que etiquetar a aquellos escritores, cuyas creaciones inauguraron supuestamente nuestra contemporaneidad. Valga la sola mención de los años en que aparecieron algunas obras significativas, para corroborar lo inapropiado de tal clasificación y mostrar cómo los lectores eran solicitados simultáneamente por títulos, que más tarde ocuparán lugares bien distantes en los estudios históricos-literarios. Así por ejemplo, Paul Verlaine, uno de los fundadores del simbolismo poético publicó Sagesse en 1881, al mismo tiempo que La desheredada de Galdós y sólo un año después de que viera la luz Le roman expérimental, verdadero manifiesto del movimiento naturalista zoliano; La madre naturaleza de Pardo Bazán apareció en el ochenta y siete y al año siguiente Rubén Darío suscitó los elogios de Valera por su libro Azul, editado por las mismas fechas que Miau de Galdós; de 1897 son Misericordia y El abuelo así como la unamuniana Paz en la guerra y para entonces ya hacía un año que había llegado a las librerías Prosas profanas, el poemario más característico del modernismo hispánico.

Por otra parte, resulta obligado señalar que la bandera de la modernidad literaria no era enarbolada sólo por los autores jóvenes, sino que también otros ya consagrados pertenecientes a generaciones anteriores -insertos al fin y al cabo en las mismas coordenadas histórico-sociales- percibían los signos del cambio cultural y procuraban seguir los rumbos de la literatura; por lo cual sus obras de aquel periodo manifestaban parecidas preocupaciones y ostentaban aires renovadores análogos a los que pueden advertirse en los escritos de quienes integrarán más adelante la archifamosa generación siguiente.

El descubrimiento y análisis de las coincidencias que permiten la inclusión de las obras de los literatos españoles en el contexto más amplio del fin de siècle europeo y americano resulta asimismo del mayor interés; sólo mediante tal indagación podrá trazarse un mapa suficientemente fiable de la cultura en aquella época2. El rechazo al cientificismo positivista constituye probablemente la base más sólida en que apoyar la proximidad, el parentesco, entre las múltiples tendencias artísticas, que se fueron sucediendo a lo largo de aquel periodo. En el fondo de la poesía simbolista, atenta a las voces misteriosas de la naturaleza, en el vago anhelo de espiritualidad   —287→   advertible en tantos escritores al filo del novecientos, en el arte prerrafaelista o en el decadentismo de la literatura inglesa, en la boga que alcanzó por toda Europa la novelística rusa con su carga de atormentada religiosidad, en la atención a lo infantil, en el gusto por los ambientes exóticos3, y en el interés que despertaban los más variados esoterismos, no resulta difícil detectar una pulsión de análogo signo antiintelectualista.




ArribaAbajoÚltimas novelas de Galdós

2.1. La imposibilidad de considerar en este trabajo toda la producción galdosiana a partir de 1898, me ha llevado a prescindir en él del examen de las tres últimas series de Episodios y de los numerosos dramas estrenados por el autor durante esos años para fijar la atención exclusivamente en las tres novelas, Casandra (1905), El caballero encantado (1909) y La razón de la sinrazón (1915), que vieron la luz ya en el siglo XX. Es de advertir asimismo que las siguientes reflexiones no siempre van a respetar el orden cronológico, sino que acudirán a cualquier lugar del corpus acotado en busca de la oportuna corroboración según convenga en cada momento al análisis propuesto. Por otra parte, tampoco buscan estas páginas agotar el estudio de las mencionadas obras, sino que se limitarán únicamente4 a observar algunos aspectos de las mismas, cuyo examen bastará, espero, para comprobar tanto la sintonía de Pérez Galdós con las tendencias de aquel momento, cuanto la persistencia de ciertos temas que recorren como una constante su extensa creación literaria.

2.2. La lectura de la obra última de Pérez Galdós depara la evidencia de que el autor compartía con los nuevos escritores la preocupación acerca de los problemas del país, así como la de que mostraba un interés vigilante y sostenido ante los cambios estéticos, que iban transformando el panorama literario de aquellos tiempos. Lo primero puede advertirse en el artículo de 1903 «Soñemos, alma, soñemos», aparecido en el primer número de Alma española donde se dibujaba el cuadro de la realidad económico-social de España y se diagnosticaban los «males de la patria» con   —288→   frases que por entonces hubieran podido suscribir Vázquez Mella, Joaquín Costa, u otro cualquiera de los pensadores regeneracionistas: Necesitamos instrucción para nuestros entendimientos y agua para nuestros campos.

[...] No es fácil que amemos una Patria que nos muestra su cuerpo y semblante cubiertos de lacras lastimosas y afeado por la sequedad y aspereza de la epidermis. [...] Como el agua a los campos, es necesaria la educación a nuestros secos y endurecidos entendimientos.


(1259-60).                


La decepción ante la política española del momento llevó al autor canario, bien a exaltar la acción individual y a proponer como fuente de regeneración social una suerte de evangelismo utópico no muy diferente al de Tolstoi -tal como se desprende de las páginas de El caballero encantado o de las de La razón de la sinrazón- bien a ponderar la fuerza transformadora del amor, terrible pero liberadora, según ocurre en Casandra.




ArribaAbajoConfiguración del espacio

3.1. De otra parte, a lo largo de la etapa final de su producción, Galdós se iba distanciando muy conscientemente de la poética naturalista (con la cual, dicho sea entre paréntesis, siempre se había permitido toda suerte de libertades) para sintonizar con los gustos literarios del momento, no tanto por lo que respecta a los contenidos de sus nuevas obras, en las que reaparecen temas ya muy frecuentados por él, cuanto en lo referente a la disposición de su universo ficcional y a la elaboración artística de sus textos. En tal sentido se advierte cómo a lo largo de este periodo de entresiglos, cuando se trata de construir y presentar los ambientes novelescos, el autor suele renunciar a la minuciosa reproducción de la realidad urbana, que había caracterizado casi siempre la figuración espacial de su narrativa en las décadas anteriores, y en cambio procura que sus personajes habiten lugares fantásticos o recorran dilatados espacios que tienen mucho de simbólicos.

Efectivamente, la estrategia desrealizadora empleada en la creación del espacio textual de La razón de la sinrazón empieza por llamar Ursaria -transparente referencia a Madrid, que tiene un oso en su escudo- a la capital del estado donde va a desarrollarse esta «fábula teatral absolutamente inverosímil»; conforme avanza la novela, sin embargo el alejamiento   —289→   de los convencionalismos naturalistas gana terreno y en los lugares que la escritura va erigiendo abundan los ámbitos fantasmagóricos e irreales:

Noche oscurísima. A ratos fuertes exhalaciones eléctricas iluminan la tierra, dando apariencia de movimiento a los objetos próximos o lejanos; creyérase que las encinas avanzaban o retrocedían simulando los pasos de un rigodón silencioso.


(1173).                


Por su parte la acción de Casandra transcurre en Madrid, en la época contemporánea, según se indica al comienzo; no obstante, también en esta novela logra el narrador configurar a veces ciertos espacios sarcásticamente simbólicos, como el interior de la imaginaria parroquia de Santa Eironeia donde se celebran las exequias de doña Juana -reencarnación moderna de doña Perfecta, cifra y resumen del renovado fanatismo de aquel comienzo de siglo- a quien Casandra ha dado muerte. Sin embargo, la liberación que su fallecimiento supone no es completa y se da a entender que el poder de los estamentos más ranciamente clericales tan perfectamente representados por la difunta volverá a dominar la sociedad; y en consecuencia, según hace presagiar el propio nombre de este singular templo, los herederos de la vieja dama casi llegarán a persuadirse de que el fantasma de esta ha vuelto de entre los muertos, cuando advierten los múltiples inconvenientes con que tropiezan para realizar sus bienintencionados planes de progreso.

Ahora bien, acaso sea en el texto de El caballero encantado en donde con mayor claridad pueda advertirse cómo sistemáticamente se le ha encomendado a la descripción de los espacios la misión de subrayar las dimensiones míticas de ciertos personajes y el sentido ideológico de la fábula. En consecuencia con lo apuntado, siempre que en la acción interviene la Madre -personificación de España en su historia y en su geografía, a quien el protagonista define como «nuestro ser castizo, el genio de la tierra, las glorias pasadas y desdichas presentes, la legua que hablamos...» (1055)- el escenario donde esta figura mítica aparece, se acomoda a las peculiaridades de cada una de sus visitas subrayando así el valor simbólico de las mismas.

La primera vez en que esto ocurre, el narrador consigue abolir el espacio de la ciudad moderna, para que el protagonista, despojado de su condición de urbanita, inicie su encantamiento a partir de un paraje arcádico y primigenio: «Hallose Tarsis en un suelo de césped, rodeado de robustas encinas, sin rastro de casas ni edificación alguna». (1029). Más   —290→   adelante, cuando don Carlos/Gil comienza a trabajar como pastor, la Madre se le manifiesta en medio de este formidable paisaje de piedra,

Hacia aquella parte subía el terreno por escalones naturales de césped y de rocas bajas, y como a las diez varas de suave subida se veían enormes piedras, que más parecían estar allí por colocación que por natural asiento. [...] Al fondo de aquel ingente propileo vio Gil dos colosales monolitos plantados como columnas y sosteniendo sobre sus cabeceras otro témpano horizontal.


(1039).                


con cuya descripción se alude a los orígenes prehistóricos, celtíberos, de los españoles. Un poco después el narrador presenta a la Señora a la puerta de una iglesia «románica muy bella» (1040) y cuenta cómo -después de haber dejado atrás las callejas medievales del pueblo- emprendió acompañada del caballero un mágico vuelo por encima de Castilla la Vieja hasta detenerse en los picos de Urbión:

Te llevo conmigo [dirá la Madre al protagonista] a los más altos escalones de mi trono, desde donde veo el antaño y el hoy. En esta eminente altura domino la grandeza de mis estados, y la considerable dimensión de los tiempos. Ayer y hoy se juntan bajo una sola mirada, y las penas que fueron se funden con las penas que son.


(1044).                


Cualquier lector medianamente avisado puede relacionar la presentación de tales espacios textuales con las diferentes etapas de nuestra historia cultural, así como advertir el intencionado simbolismo que encierra esta fusión íntima del paisaje con el tiempo.

Las descripciones minuciosas de ambientes campesinos y la frecuente mención de topónimos, en gran parte inventados, pero extraordinariamente expresivos -Aldehuela de Pedralba, Boñices, Tordehita, Nafría...,- que se mezclan con nombres auténticos como Numancia, San Esteban de Gormaz, Guadarrama, Alcalá de Henares, Duero, Tajo, etc., ayudan al lector a imaginar una especie de síntesis geográfica como marco adecuado para la España eterna, escenario severo y grandioso en el que, sin embargo, las gentes miserables malviven hoy igual que ayer, siempre bajo la amenaza del pedrisco, de la sequía y de los abusos caciquiles. No estamos muy lejos en definitiva de los «campillos amarillentos», o de los «diminutos pegujales/ de tierra dura y fría», ni tampoco de aquellos «atónitos palurdos sin danzas ni canciones» condenados a trabajarlos de sol a sol, que poblarán sólo un par de años después el páramo castellano visto por Antonio Machado.

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Igualmente la representación del tiempo narrativo abandona en muchas ocasiones las referencias a una cronología precisa, prolijamente establecida, en beneficio de cierta ucronía que, a pesar de todo, no impide al lector interpretar derechamente los sucesos así relatados como trasunto crítico del presente más inmediato. Recuédese en este sentido que el narrador de El caballero encantado recurre -según el modelo cervantino- a la humorística mención de cronicones viejos y polvorientos, supuestas fuentes documentales de la actualísima historia que está contando. De manera análoga, el relato de los encantamientos y mutaciones sorprendentes que sufren los personajes, induce a suponerlos inmersos en un pasado legendario más acorde con tales maravillas que el prosaico presente, en el cual, no obstante, se sitúa la acción. Así por ejemplo al final de la novela -en un pasaje que recuerda la escenografía de aquella aventura del «lago ferviente» inventada por don Quijote en su conversación con el canónigo (Primera parte, capítulo L) y también el episodio de la cueva de Montesinos (Segunda parte, capítulo XXIII) por lo que toca a la peculiar manera de medir las horas y los días entre los encantados- el narrador da cuenta de la desorientación de don Carlos de Tarsis mientras dura su estancia en ese «fluvial presidio esmerilado» (1125), donde permanece hechizado, dado que «en la pecera sin ruido las leyes del tiempo se regían por cómputos y divisiones distintas de las del mundo». (1126).




ArribaAlusiones literarias

4.1. Se ha convertido en un lugar común la mención del descuido estilístico de Pérez Galdós, bien ostensible sobre todo en sus obras más tempranas; a pesar de lo cual -después de las matizaciones que a este respecto realizara Casalduero5 hace ya medio siglo largo- la cada día más exigente lectura de los textos del autor canario y la publicación de muy cuidadas ediciones críticas de varias de sus obras, han demostrado sin lugar a dudas el progresivo refinamiento de su prosa, señalando asimismo la perceptible impronta del esteticismo finisecular en sus últimos escritos. En abono de tales apreciaciones podríamos aducir la presencia muy frecuente de todo tipo de técnicas transtextuales en las novelas de este periodo. Bien es verdad que juegos de tal naturaleza, parodias, pastiches, etc., pueden detectarse en numerosísimas ocasiones a través de toda la producción   —292→   galdosiana, sin embargo parece indiscutible que en las etapas finales de su extensa obra el escritor canario ha llegado a una sutileza y a un virtuosismo realmente notables en el trazado de ciertas estrategias encaminadas a transformar sus textos en complejos palimpsestos.

4.2. Probablemente resultará muy ilustrativo a tal respecto el análisis de los títulos de las ficciones aquí estudiadas. Al considerar con detenimiento el conjunto de la producción galdosiana puede advertirse cómo, a partir de los años noventa, va en aumento el número de novelas cuyos nombres procuran muy conscientemente despertar en el lector las más diversas reminiscencias culturalistas; es el caso de Tristana, de los cuatro Torquemadas, de Nazarín, y por supuesto, de los tres relatos que ahora nos ocupan. Ciertamente las expectativas que la sola mención de tales títulos despiertan en cualquiera que posea el suficiente bagaje cultural, y que por ello desee descubrir la posible conexión con los prestigiosos textos así evocados, logran que se acreciente el interés por la lectura de unas historias colocadas bajo tan sugerentes advocaciones.

Casandra, no es únicamente el nombre de la novela dialogada aparecida en el año cinco, sino también el de su principal personaje femenino. Las resonancias clásicas que tal epígrafe suscita, dirigen la atención del lector hacia la heroína trágica, aquella profetisa o sibila asesinada por Clitemnestra, cuya peripecia ficcional, sin embargo, apenas puede relacionarse con la de su moderna tocaya. En efecto, sólo ciertos ecos bastante remotos del mito griego -basados en la circunstancia de que la Casandra galdosiana aparece en las primeras jornadas de la obra como víctima de una mujer, doña Juana Samaniego, que la separa de su amante y de sus hijos, igual que Clitemnestra apartó a la heroína troyana de Agamenón y de los mellizos que con este había tenido- justificarían intertextualmente el título; aquí terminarían las coincidencias argumentales, pues la protagonista de Galdós mata, mientras que la Casandra helénica muere. A pesar de que la referencia intertextual concreta no resulta demasiado consistente, las conexiones con el mundo clásico -inducidas por el nombre de la obra y de su protagonista- saltan a la vista, sobre todo cuando se habla de este personaje, a quien el narrador presenta así: «Mujer arrogantísima de gentil talle y rostro estatuario. ¿Quién antes de verla viva no la vio de mármol en algún museo?» (926), o cuando se trata de las peripecias de su biografía: «Enamorados yo de ella y ella de mí [...] la hice mía. La robé en un campo de amapolas, como Plutón a Proserpina». (921), dirá por su parte Rogelio recordando la historia de sus amores con Casandra.

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El título que campea al frente de la siguiente novela, El caballero encantado, no dejará de sorprender a quienes se contenten con estereotipos largamente manejados y sólo tengan una idea superficial de la compleja variedad que presenta la producción galdosiana. Porque, efectivamente, tal sintagma no parece adecuarse a lo que uno esperaría de un narrador anclado en el naturalismo decimonónico; por otra parte, tampoco se ajusta del todo a las expectativas de los lectores más exigentes, plenamente convencidos de la intensidad con que Pérez Galdós vivió las crisis políticas de aquellos años y sintió el llamado «tema de España». A los primeros, eso de «el caballero encantado» les sonaría a título de relato fantástico, en absoluto indicado para una novela realista; a los segundos, tal epígrafe les resultaría frívolo, propio para encabezar, a lo mejor, la prosa poética de algún «epígono del Parnaso modernista», aunque por completo inadecuado para un texto comprometido -y pido excusas por el evidente anacronismo-, publicado en una época tan llena de tensiones sociales y de enfrentamientos políticos, como fue precisamente el año 1909. No se olvide que por entonces empezó la guerra de África, tan larga y tan sangrienta, que en aquel verano estallaron los sucesos de Barcelona conocidos en adelante como «la semana trágica», y que también en ese año tuvo lugar el inicuo fusilamiento de Francisco Ferrer Guardia, el pedagogo anarquista creador de la Escuela Moderna.

Pues bien, justo entonces a Galdós se le ocurre publicar una ficción llamada El caballero encantado, y subtitularla con evidente sorna «Cuento real... inverosímil». La resonancia intertextual de un tal epígrafe resulta evidente; todos los críticos señalan la referencia a la novela cervantina y a los libros de caballería, que por supuesto parece innegable, y más todavía si lo conectamos con las frases que sirven de encabezamiento a cada uno de los veintisiete capítulos de que consta esta novela, que son de este jaez: «VII. De la venida de don Gaytán de Sepúlveda, con otros inauditos sucesos que verá el que leyere», o bien «XVII. De las extraordinarias visiones, y del feliz encuentro que tuvo el caballero en su retirada de Calatañazor».

Sin embargo, además de la reminiscencia quijotesca señalada, el nombre de esta ficción alude a los relatos de la literatura infantil, que por entonces conocía un espectacular auge editorial, referencia potenciada por el término «cuento» del subtítulo que funciona como definición del relato que el lector tiene ante sí. No se olvide que el público de Galdós era bastante numeroso y heterogéneo de modo que habría sectores del mismo para los que el nombre de la novela antes evocaría los mundos maravillosos   —294→   de la narrativa popular destinada a los niños que los convencionalismos paratextuales de los relatos caballerescos.

Seis años después de publicarse El caballero encantado, apareció la última de las ficciones aquí estudiadas, cuyo título también es una buena muestra de la literatura en segundo grado. En efecto, el sintagma «la razón de la sinrazón», que encabeza la novela, es una cita literal tomada del primer capítulo del Quijote, de un texto que, a su vez, remite humorísticamente a Feliciano de Silva, cuyo estilo -según asegura el narrador cervantino- complacía sobremanera al hidalgo manchego, quien al enfrascarse en la lectura «en muchas partes hallaba escrito: ‘la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura’». Obviamente el galimatías, que hacía devanarse los sesos al buen don Alonso, proviene de que en esta frase se juega con la polisemia de la voz «razón». Como Galdós utiliza sólo las primeras palabras de la oración, prescinde de la precisión que añade el resto de ella, con lo cual el sentido del enunciado queda abierto y puede prestarse a diversas interpretaciones, según se advierte con la mera comparación entre este y otros lugares del corpus ficcional galdosiano, donde aparece el referido sintagma.

Que yo recuerde, y sin ánimo de agotar el tema, la frase en cuestión se encuentra en Torquemada en el Purgatorio, (capítulo 8.º de la segunda parte), como mera cita literal, hecha por el protagonista a raíz de su reciente lectura del Quijote y en Fortunata y Jacinta se emplea como epígrafe del capítulo quinto de la cuarta parte. En esta última ocasión el narrador alude a la lucidez con que el enloquecido Maximiliano Rubín sabe encadenar sus deducciones.

El título de la novela que nos ocupa creo que puede entenderse, sin forzar en absoluto los significados de los términos que lo integran, como «la causa, el motivo de la injusticia». Porque, en efecto, esta «fábula teatral absolutamente inverosímil», desvela mediante procedimientos aparentemente desrealizadores el origen del injusto caos en que estaba sumida la sociedad española. No se olvide que sólo tres años antes de publicarse La razón de la sinrazón, en el cierre del último episodio nacional, la musa de la historia, Mari Clío para los amigos, había profetizado:

Los políticos se constituirán en casta [...] sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático,


palabras que -aunque supuestamente formuladas al comienzo de la Restauración- en realidad habían sido escritas en el año doce, así que se ven   —295→   totalmente corroboradas por la «sinrazón» que describe la postrera novela galdosiana, publicada en 1915.

4.3. Me parece que las anteriores reflexiones constituyen una pequeña muestra de la eficacia expresiva, que el uso imaginativo de la intertextualidad aporta a los títulos de estas novelas. Ya en el cuerpo de las mismas el estudio de las referencias literarias o culturales se revela como método adecuado para comprender mejor el carácter de ciertos personajes o el diseño a que responde la disposición del discurso narrativo.

Esto ocurre en Casandra cuando, a los habituales modos de caracterización de personajes, se une el subrayado que aportan sus respectivos nombres, verdaderos o atribuidos; así uno de los herederos de doña Juana, cuyo pensamiento oportunista recalcan a cada paso sus interlocutores o el propio narrador, se llama Zenón precisamente, como el filósofo cínico. Pero donde el juego intertextual llega a conseguir mayor alcance acaso sea en el uso de los nombres diabólicos, procedentes de diversas mitologías, con que uno de los personajes rebautiza a los demás: a doña Juana la describe, mediante el referido procedimiento, ya a partir de sus primeras intervenciones: «Sobre doña Juana [dice pues Rogelio...] caía un viso verde de la vidriera próxima... La vi como la bárbara diosa Jagrenat, toda cubierta de esmeraldas». (920). Unas cuantas líneas más adelante asegurará que la anciana está poseída por «Decaberia», quien -siempre según este autotitulado demoniógrafo- es «el diablo de los celos y de los rencores de mujer contra mujer [...] y con Decaberia llevaba dentro a Vorac..., el diablo niño que habita las entrañas femeninas y no nace nunca». (921). Porque doña Juana, en su esterilidad, envidia a la madre de Rogelio y a Casandra, su amante, que han concebido y han parido. Baal, Moloch, Thamuz etc., son otros tantos nombres de demonios con que se designa a varios de los personajes de la novela y las extrañas resonancias que tales apelativos promueven, manifiestan una fascinación indudable por las culturas exóticas y por la sabiduría esotérica muy a tono con la estética modernista de entresiglos.

Por su parte, el texto de El caballero encantado constituye, entre otras cosas, uno de los más completos ejemplos de literatura en segundo grado que es posible hallar en el mundo ficcional galdosiano, lo cual tampoco debe extrañar en un autor tan proclive a emplear todo tipo de técnicas transtextuales. La simbología onomástica se utiliza, según inveterada costumbre de Galdós, para facilitar a los lectores la percepción del significado y de la función de cada personaje, mediante la intencionada citación   —296→   subyacente en sus nombres respectivos. Apenas iniciado el relato se presenta al protagonista, don Carlos de Tarsis y Suárez de Almondar, cuyos apellidos compendian la historia de España, como atestiguan las investigaciones del erudito genealogista José Augusto Becerro, que el narrador transmite con desenfado:

Descomponiendo y analizando el Suárez de Almondar, el maestro de linajes encontraba nombre y cognomen. El Suárez viene de Suero, y el Suero de Asur, nombre semítico, sin duda. De Almondar es corruptela del árabe Abo l’Mondar que quiere decir hijo del victorioso. Reunidos y entramados estos nombrachos con el de Tarsis, resultaban en una pieza las estirpes de Sem y de Jafet, hijos del excelentísimo patriarca Noé.


(1016).                


Mientras Carlos permanezca encantado será conocido como Gil, nombre que llevan muchos pastores del teatro tradicional de Juan de la Encina; además, Gil Arriebato se llamaba un personaje de las anónimas Coplas de Mingo Revulgo. La referencia satírico-política de tal evocación posee valor indudable en un texto como el galdosiano, pues coadyuva a la configuración del personaje, cuyas andanzas servirán para denunciar -igual que las palabras de su tocayo del siglo XV- la corrupción y el mal gobierno. La amada del caballero se llama Cintia, pero este nombre de clásicas resonancias se trocará, mientras dure el hechizo, en un vulgar Pascuala más acorde con el miserable medio campesino en que se van a desenvolver los acontecimientos; claro que el nuevo apelativo tiene también la virtud de concitar intertextualmente las siluetas de tantas zagalas llamadas Menga, Pascuala o Gila como aparecen en las letrillas de tipo popular del Siglo de Oro.

Asimismo resulta alusivo el apellido del sabio archivero y genealogista amigo de Tarsis, si recordamos que se llama becerro al libro en el que se anotan los privilegios tradicionales de una villa o monasterio. El usurero que presta con interés al protagonista liberándole momentáneamente de sus apuros económicos se apellida La Diosa, será por la diosa Fortuna, digo yo; y el administrador que va apoderándose de las riquezas del caballero, muy suavemente, con muy buenas maneras, eso sí, recibe el nombre de Bálsamo.

La referencia a don Quijote es probablemente la que en mayor medida soporta el diseño del protagonista en esta novela, no tanto porque se apoye en analogías de carácter entre ambos héroes, cuanto por la similitud que se advierte entre algunos sucesos de sus respectivas existencias ficcionales. Tal es el caso, por ejemplo, del pasaje incluido en el capítulo   —297→   primero de la novela galdosiana (1014) en que se describe la ceremonia de investidura del protagonista como miembro de «una orden de caballería, Calatrava o Santiago». No cabe duda de que el hipotexto reconocible es el capítulo III de El ingenioso hidalgo, titulado precisamente «Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero».

En el fragmento aquí considerado la referencia literaria resulta de gran interés y complejidad tanto por su forma como por su función. Se trata de una reelaboración del mencionado lugar cervantino y -a pesar de la libertad con que se ha efectuado la recreación- existen numerosos lazos que anudan los párrafos del relato moderno al aludido texto clásico, permitiendo al lector percibir este, como en un palimpsesto, a través de la escritura galdosiana. Adviértase en primer lugar que ambos pasajes están ubicados dentro de sus novelas respectivas, muy al comienzo de las mismas (Capítulo III en El Quijote, capítulo I en El caballero encantado); además de las dos escenas relacionadas se desprenden análogas consecuencias narrativas; en efecto, por muy grotesca que resulte la ceremonia descrita tanto en un caso como en el otro, proporciona a cada uno de los héroes su carácter de caballero, que ya le será reconocido a lo largo del resto de sus historias. Por otra parte, esta alusión al primer Quijote funciona en el texto galdosiano para potenciar un contraste cargado de intención entre el voluntarista héroe manchego -capaz de crear su propio personaje y de acatar las reglas del juego caballeresco que ha decidido emprender hasta el punto de transformar el mundo circundante para adaptarlo a sus esquemas- y el moderno caballero del siglo XX, abúlico, carente de ideales, quien, en los ritos que a los demás inspiraban respeto, «no podía ver [...] más que un degenerado simbolismo de cosas que fueron grandes [...] Era profanación de tumbas, traslado burlesco del antaño glorioso». (1014).

Don Quijote no percibe la burla de que le hacen objeto el ventero y sus ocasionales acólitos; en cambio don Carlos de Tarsis se mofa interiormente de un ceremonial obsoleto, que quienes te rodean ofician con extraordinaria solemnidad.

La razón de la sinrazón también utiliza en la configuración de los personajes muy variadas referencias literarias y culturales, empezando por las que subyacen en los nombres con que se les designa. Así resulta transparente la alusión encerrada en ese «Atenaida» con que se ha bautizado a su protagonista, la bella maestra tan lúcida y virtuosa, empeñada en derrotar al imperio de la sinrazón. En esta obra, por otra parte, no se trata ya, como ocurría en Casandra, de que ciertos personajes humanos lleven   —298→   sobrenombres diabólicos, porque aquí son las propias fuerzas de la injusticia y del desorden las que han encarnado en demonios y brujas auténticos, que se mezclan con las personas y responden a nombres que evocan su verdadera naturaleza: desde el «Arimán» con el cual se denomina al diablo de mayor jerarquía y que coincide con la designación del principio del mal según la religión mazdeísta, hasta el de la hechicera Celestina, quien va a tener a su cargo tareas de tercería respecto de la heroína, y que, a fin de disimular su condición, se hace llamar Celeste «nombre suave y peregrino, que me da calidad y metimiento en mi trato con los mortales» según declara ella misma (1137).

Las discípulas de Atenaida reproducen el esquema tópico de las tres hermanas presente en tantos cuentos de hadas, el cual se combina con una paródica referencia al tema de La dama boba lopesca presente en la figura de la tonta Protasia, hazmerreír de sus dos hermanas, quien al presentir el amor confiesa: «Creí salir de las tinieblas de mi imbecilidad cuando mi padre me dijo que piensa casarme con Alejandro» (1153). El cura don Hilario, apelativo que, por cierto, se relaciona etimológicamente con el concepto de alegría, no se llama así por casualidad, dados el carácter y la función que le han sido adjudicados. Hacia el final de la novela, en efecto, se muestra generoso y hospitalario con los protagonistas y no disimula ante ellos que cohabita con su Ama, por lo cual recuerda inevitablemente algún pasaje de El libro del Buen Amor; así cuando dice de sí mismo,

Como cura de almas cumplo cuanto la Iglesia me ordena. Soy el mejor amigo de mis feligreses; yo los quiero a todos, y ellos me quieren y me reverencian. Cierto que hay un punto de conciencia en el cual he dejado a un lado los escrúpulos...


(1180).                


sus palabras traen a la memoria las protestas de los clérigos de Talavera ante el mandato del Papa, que les prohibía tener «mançeba nin casada nin soltera», si bien el bueno de don Hilario parece haber prescindido sin mayores problemas de tales exigencias.

4.4. A pesar de la riqueza y de la profundidad cultural y vivencial que las alusiones literarias proporcionan a la creación de los personajes, creo que es en lo referente a la disposición del discurso narrativo en don de la averiguación de los recursos transtextuales utilizados puede ayudar más y mejor a la comprensión total de las novelas.

No resulta difícil, por ejemplo, percibir en el asunto y desarrollo de La razón de la sinrazón los ecos del tema de la lucha del bien contra el   —299→   mal, encarnado en el relato bíblico de la rebelión de los ángeles malos, su derrota y su caída a los infiernos6. Incluso se apunta una muy curiosa referencia a la doctrina de Orígenes sobre la posible salvación final del demonio en aquel pasaje en que los diablos menores deciden abandonar a Arimán y arrepentirse (1179).

La sombra del Quijote cobija de manera especial la disposición del relato en El caballero encantado; efectivamente, la estructura itinerante de esta ficción con algunas paradas o descansos, que suelen servir para que se reúnan diversos personajes, vale decir, para que afluyan a la historia central algunos relatos secundarios, reproduce a escala reducida la configuración de la novela cervantina.

De otro lado, enseguida advertiremos el empleo que Galdós hace de diversos procedimientos transtextuales, que también pueden incidir en la organización de ciertas partes del discurso narrativo. Así en el capítulo III los personajes que intervienen llevan a cabo una verdadera revisión crítica del teatro de aquellos años, parecida a la que se lee en el Quijote (capítulo 46 de la Primera parte), cuando el canónigo abominaba de las comedias al modo de Lope. Se observa igualmente la presencia de elementos estructurales que remiten a otros análogos del Quijote, en el hecho de que se detenga en algún caso la narración de las aventuras del caballero para intercalar un episodio de carácter pastoril, según ocurre en el capítulo IX donde se incluye la transcripción casi literal de unos versos encantadores tomados de la Representación séptima de Juan de la Encina7, Por su parte el relato de las andanzas del «industrioso mercader Bartolo Cíbico» (capítulo XII) bordea en ocasiones el tono de la picaresca. En ambos casos el patrón cervantino se trasluce en la disposición misma de la materia ficcional que se ensancha para convertirse en marco abarcador de pasajes configurados según las convenciones retóricas de otros géneros.

Alusiones que repercuten en la organización del discurso de filiación igualmente quijotesca son los artificios con que se ofrece la materia novelesca, los cuales invaden frecuentemente el territorio de la metaficción. En efecto, el lector recibe la historia de don Carlos de Tarsis y al tiempo el narrador le informa de que, para hilvanar esta, ha debido consultar muy variados documentos. De modo que si apenas comenzado el relato de la   —300→   vida del caballero, se indica un tanto vagamente: «Por voces públicas se sabe que quedó huérfano a los veinte años» (1013), más adelante las referencias acerca de las fuentes de información en que se basa el relato van haciéndose mucho más precisas; por ejemplo, en el capítulo XVII, se lee:

Una pregunta del caballero, [...] fue la primera cláusula de este coloquio interesante, que el narrador copia de un códice guardado en la biblioteca de la catedral de Osma.


(1081).                


Buena parte del capítulo XXV aparece ante los lectores como el resultado de las supuestas pesquisas que un paciente narrador ha debido realizar en bibliotecas monacales o catedralicias compulsando legajos polvorientos y hojeando códices venerables; se mencionan, por ejemplo, «las historias conservadas en el archivo de los Franciscanos Descalzos de Ocaña». (1122). He aquí, pues, que las referencias inconcretas a la vox populi, invocadas al principio, han dejado paso a la invención de ciertas fuentes escritas, irónicamente aducidas como mucho más dignas de crédito por esto mismo. Las alusiones a los libros antiguos en que supuestamente se ha documentado el narrador galdosiano para contar una historia tan actual resultan humorísticamente anacrónicas, tal y como ocurría cuando el «segundo autor» del Quijote en el capítulo IX de la Primera Parte -tras haber culpado «a la malignidad del tiempo devorador y consumidor de todas las cosas» de no haber hallado la continuación de su historia- insistía no obstante en la contemporaneidad de esta, habida cuenta de la presencia de libros recientemente publicados en la biblioteca del héroe.

Mucho más prolongada y mejor elaborada resulta la estrategia hipertextual en un pasaje del capítulo XIX, titulado «Donde se cuenta el terrible encuentro del caballero con su desaforado gigante, y como luchó con él y le dio muerte, con otros sucesos interesantes», el cual me parece muy interesante además por su indudable alcance metaficcional. El narrador galdosiano presenta el enfrentamiento de Gil con Galo Zurdo, a que alude la primera parte del título y también cuenta el encuentro del caballero con Cintia/Pascuala y la huida de los amantes. Para llevar adelante la narración de tales acontecimientos invoca a cada paso la autoridad de las crónicas, con frases como «Y se da por averiguado», o «No constan pormenores del corto diálogo», «Desorientados y disconformes andan los historiadores así españoles como extranjeros, en el relato de lo que pasó [...]. Así lo dice uno de los historiógrafos indígenas» (1091); ahora bien   —301→   justo cuando Gil y su amada van alejándose a caballo, se interrumpe el cuento, la voz narradora se encara directamente con el lector y le informa de las dificultades que ha encontrado para proseguir la historia:

En este punto se ve precisado el narrador a cortar bruscamente su relato verídico, por habérsele secado de improviso el histórico manantial. Desdicha grande fue que faltaran arrancadas de cuajo, tres hojas del preciosos códice de Osma, en que ignorado cronista escribió esta parte de las andanzas del encantado caballero.


(1093).                


El hecho de interrumpir un relato interesante alegando que se ha perdido el documento de cuya transcripción surgía aquel, refiere mutatis mutandis a un texto muy conocido de la novela cervantina: el final del capítulo VIII de la Primera Parte. En el capítulo de El caballero encantado que estamos considerando, el lector encuentra una serie de conjeturas acerca del probable contenido de las páginas que al supuesto códice le faltan y por último se pone fin a tal digresión con las siguientes frases reveladoras de la autoconsciencia narrativa:

Mas no queriendo el narrador incluir en esta historia hechos problemáticos o imaginativos, se abstiene de llenar el vacío con el fárrago de la invención, y recoge la hebra narrativa que aparece en la primera hoja, subsiguiente a las tres arrancadas por mano bárbara o gazmoña.


(1093).                


Curiosamente la referencia a la gazmoñería como causa de la mutilación del texto, bajo la explícita censura al eclesiástico que eliminó los pasajes escabrosos de la historia, esconde el reconocimiento por parte del narrador galdosiano de la actitud siempre elusiva respecto a los pasajes «subidos de tono» tan característica precisamente de su propia técnica novelesca.

En el penúltimo capítulo encuentra el lector otra muestra del cervantino juego metaficcional del narrador que finge transmitir escritos de otro con cuyas opiniones no siempre coincide, recordando de este modo las ocasionales refutaciones llevadas a cabo por «el segundo autor» del Quijote al relato de Cide Hamete Benengeli. Se trata de las reticencias expresadas por la voz narradora acerca de la dudosa veracidad del coloquio mantenido por don Carlos y otro caballero ambos encantados y convertidos en peces:

Llegaron a entablar larguísimas conversaciones, que el narrador se ve obligado a reproducir, sin responder de su exactitud, por ser este caso   —302→   el más inverosímil y maravilloso de las aventuras del encantado Tarsis. Sin dudar de la veracidad del reverendo franciscano descalzo que nos ha transmitido aquellos interesantes coloquios, es deber del narrador señalar el sin igual prodigio [...]. Pero como ello cae debajo de la desconocida ley de encantamiento o hechicería, forzoso será cerrar los ojos y tragarlo todo, sin reparar en que pase por el gaznate alguna ruedecilla de molino.


(1125).                


Todo ello revela la presencia de alguien que, al referir su cuento, dirige muy conscientemente la atención del lector no sólo hacia la historia que va desplegando ante él, sino también hacia ciertas cuestiones atañederas al modo mismo de narrarla.

* * *

En resumidas cuentas, creo que estas calas en las tres últimas ficciones galdosianas nos han permitido revelar la esmerada labor de taracea con que se teje la escritura del autor, porque -según indica Rodríguez Puértolas- «la evolución ideológica de Galdós es paralela a su permanente experimentación narrativa»8.

Asimismo se ha podido comprobar que las novelas últimas de don Benito Pérez Galdós encajaban perfectamente en el contexto histórico-cultural del que procedían y al que iban dirigidas; sin embargo, esta sintonía del autor con su tiempo no implica que dejara de expresar temas y cuestiones siempre recurrentes en sus textos, como la necesidad de educar al pueblo o la denuncia de la ominosa influencia clerical en la sociedad española. Ocurre simplemente que a comienzos del siglo XX tales problemas se entremezclaban con otras preocupaciones y eran formulados de acuerdo con las exigencias estéticas, que parecían demandar las nuevas tendencias literarias.





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