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¿Te dio miedo la sangre? [Capítulo 1]

Sergio Ramírez





Rojo sangre azul marino verde botella repasó el Jilguero mientras aguardaba, contando los vidrios emplomados de la mampara que al fondo del salón de lustre se abría sobre sus goznes hacia las profundidades del billar, café obscuro amarillo oro y otra vez rojo sangre; y el Turco, que regresa de inspeccionar el puesto de guardia al otro lado de la cañada, se queda, de pie junto a la hoguera ya casi extinguida del campamento, y le dice al Jilguero que se acuerde: visto desde la acera de enfrente a esa hora del mediodía, El Jardín de Italia parecía una gruta; que se acuerde que a través del hueco de aquel viejo zaguán de la sexta avenida las paredes repasadas con una mano de pintura de aceite brillaban escamosas, reflejando la luz de las lámparas fluorescentes suspendidas del cielo raso, los lustradores sumergidos en ella, de rodillas, en el gastado piso de mosaicos frente a los tronos de palo; sólo las mangas de los pantalones de los clientes, sus zapatos acentados sobre las plantillas metálicas, visibles para él en su puesto de vigilancia, de espaldas al escaparate de La Samaritana donde un maniquí polvoso exhibía una camisola de tricot. Vos te habías alejado unos pasos sobre la misma acera, colocándote en la puerta de El Cairo, Jilguero, y desde allí sí alcanzabas a ver íntegro el interior de El Jardín de Italia.

Y el Jilguero toma un tizón para dar fuego a su cigarrillo, el último de su paquete de Esfinge que alcanzó aún para una ronda entre los hombres sentados alrededor de la fogata; y mientras le ilumina el rostro la brasa, asiente: la mampara de colores que ocultaba la entrada del billar, los futbolines inmóviles en un rincón del zaguán, las antiguas máquinas traga-níqueles de manubrios herrumbrados, la huérfana de uniforme blanco que sentada formal frente a su pupitre recibía los pagos del lustre y cambiaba menudo para las máquinas, bien que se acuerda; y guardián su ojo sobre el coronel, voluminoso y vestido de palm-beach color army, húmeda y tersa la piel de tan recién bañado, el último hacia el fondo de la fila de altos sillones.

Una chispa de luz cogió al azar y por un instante el cristal de sus lentes gruesos al inclinar la cabeza devastada por el rasurado número cero, dedicado a examinar el lustrado con parsimoniosa atención de cegato; y el breve resplandor te llegó desde la cueva, Jilguero, también en tu mira las espaldas remendadas a parches del anciano lustrador que afanado cumplía la maniobra de pasar el cepillo de una mano a la otra tras el cubo del zapato sin disminuir la velocidad; en la pared esmaltada de rosa, sobre la cabeza del coronel, el cuadro mural con la sirena hombruna empinándose una botella de refresco.

AGUAS GASEOSAS «TU Y YO»

Pídalas Ud. sin riesgo de su salud



Entonces, Jilguero, entre los bocinazos de los carros, el pregón de los vendedores de lotería, el llanto de uno de los críos de la india que vendía perrajes sentada en la acera, oímos sonar claramente el toque breve, solitario, del cepillo contra la caja dando por concluida la operación de lustre.

Sí, se suelta los cordones de las botas el Jilguero mientras mantiene el cigarrillo en la boca, me ajusté el sombrerito de rey de los chivos y crucé veloz la calle sorteando los vehículos, pasé junto a la trompa recalentada de un bus que arrimaba a la cuneta y entré a El Jardín de Italia en el preciso momento en que el coronel se ponía de pie, resbalándose desde la altura de su trono, y se llevaba la mano al bolsillo metiéndola debajo de la falda de su saco holgado, para pagar.

Ante mi reverencia, sus ojos magnificados y borrosos tras los lentes de culo de botella, me buscaron la cara con dificultad.

-¿Qué se le ofrece? -preguntó arisco.

El asunto de las vedettes, ¿no se acordaba, señor coronel? Sacó un inhalador Vicvatronol y se lo pasó por las ventanillas de la nariz, examinándome, tomándome las medidas. Y vos, no sin temor de que fuera a reconocerte, pendejo Jilguero, se ríe el Turco empujándolo cariñosamente, ya sentado en la rueda de los uniformados de kaki, caras de colegiales en vacaciones; lo habíamos vestido según la ocasión, corbata bochinchera, sombrerito de pluma, zapatos combinados, su cartapacio plástico y anteojos Ray-Band, y te acordarás del mejor consejo que te dimos, Jilguero matrero, hablar como mexicano de cabaret.

Lo siguió a la parte más umbrosa del salón, donde estaba la huerfanita sentada en vigilancia de su caja de caudales bajo el cuadro de San Vicente de Paul.

No destruya estas máquinas que son propiedad de la niñez desvalida de nuestra Guatemala
Obras de Monseñor Girón Perrone



El coronel le pagó a la niña y caminó luego en dirección al portón de la calle, el Jilguero siempre detrás. Y ya en la acera, volvió remorosamente a examinarte.

-¿Anda allí las fotos? -señaló el cartapacio.

Y vos, que el álbum artístico lo tenían tus socios, que esos dos socios estaban esperando en El Portal, y cogiéndole el brazo te agachaste a mirar la hora en su propio reloj de pulsera para darle a comprender que ya estaban en atraso.

-¿Y eso dónde queda? -preguntó indeciso; y le molestaría seguramente la luz de la calle porque empezaban a ponérsele llorosos los ojos que él se limpiaba metiéndose el pañuelo debajo de los lentes.

-Una cervecería muy concurrida aquí no más, a la vuelta de su hotel, mi coronel -y extendiendo la mano del cartapacio le mostraba que sólo teníamos que bajar unas cuadras por la misma sexta avenida.

Pavoneándose con cierto fastidio, aceptó. Empezamos a andar, el Turco al otro lado de la calle llevándonos el paso de santo entierro, vigilante de cada tropiezo, porque como al coronel le costaba distinguir los obstáculos había que movilizarlo despacio, si no, se atropellaba contra los transeúntes; despacio y con buena letra haciéndole yo su camino, ayudándolo a cruzar las esquinas; pues si lo mataba un carro, ¿qué gracia tenía?

Y viendo que no habría ya vuelta atrás porque pasaba yo con mi procesión frente al Hotel Panamerican, y el coronel, inocente como iba de la verdad de su destino no había intentado meterse, se adelantó el Turco casi a la carrera para llegar de primero a El Portal y prevenir al Indio.

Sin aliento entró al salón traficado por los parroquianos del mediodía que bulliciosos se acomodaban, se saludaban de lejos, juntaban mesas, traían asientos, ordenaban sus primeras tandas de cerveza, el humo de sus cigarrillos empezando a condensarse en el techo forrado de cañas de bambú y adornado con redes de pescador, las aspas negras de los abanicos sin movimiento. El indio ojeaba su Imparcial sentado en la barra y el Turco, aflojándose la corbata, ocupó la banqueta vecina. Ya venía, Indio, hermano, ya estaba agarrado. Y como buscando un disimulo sacó su peine para peinarse intranquilo ante el espejo del bar, en el que reflejaban abigarradas las botellas.

El Indio tiró el cabo de cigarrillo al suelo cubierto de colillas, y cuando lo destripó alcanzándolo con la punta del zapato quedó al desnudo su tobillo magro, sin calcetines, como andaba siempre; se quitó los anteojos, dobló el periódico poniéndoselo debajo del sobaco, y giró en su banqueta para dar la cara a la puerta, una cara ya en nada altiva, Jilguero, se le pintaba para entonces el agobio de la edad.

En la puerta seguían atropellándose los empleados públicos, los agentes viajeros, los cajeros de banco; trataban de adivinar desde lejos un lugar libre, enamorándoles una mesa a los saloneros que pasaban bandejas en alto haciéndose los merecidos. Las doce y media en el reloj eléctrico de la Alka-Seltzer arriba de la estantería de licores.

Nos quedamos aparentando serenidad, el Indio vuelto hacia la puerta y yo de frente al espejo, esperando ver aparecer al Jilguero con su cautivo; pero al Jilguero aquel camino por la sexta avenida se le hacía de hule; el coronel, aunque se dejaba llevar, le cargaba su peso flojo encima, remoloniando en veces al querer aparentar marcialidad, y el Jilguero lo empujaba y le metía plática, impresionándolo con el cuento de que las damiselas de la troupé fantasma se quemaban en el anhelo de tratarlo en persona, Tania la Diabólica que era la estrella fulgente del strip-tease más que ninguna, lo había visto retratado en el periódico en traje militar de gala entre la concurrencia del entierro, le soltaba, acuérdese de mí cuando se esté gozando de Tania, coronel, si se lleva la partida de muchachas a Nicaragua Tania es suya.

-¿De dónde es esa Tania? -me preguntó entonces con su ladrido seco, siempre severo para no rebajarse a mi confianza.

No tenía país, coronel, nadie sabe de dónde viene ni para dónde va, es una diosa de carne, eso es todo. Suerte para usted el funeral.

Ya pasábamos el parasol de la Foto Eichenberg, ya estábamos frente a La Gafita de Oro, ya entrábamos a la galería, ya nada faltaba para llegar a El Portal. Y se me va deteniendo, empurrado.

-¿Suerte? ¿Por qué suerte?

Y yo, aturdido de aflicción, deshaciéndome en lisonjas, porque si no venía él de delegado de su patria a las honras fúnebres no se llevaba a las vedettes, dicho sea con todo respeto a la memoria del señor presidente Castillo Armas, mi señor coronel, quitándome reverente el sombrerito; y aunque no me cambió su cara de palo, ofendido ante mi irrespeto de meterle un cadáver sagrado en el negocio de las desnudas, se acordaría de seguro de Tania la Diabólica como yo se la había pintado y no me replicó ningún regaño; me volvió a abandonar su peso y así seguimos adelante hasta la puerta de la cervecería, y ya pasábamos frente al rey de cartón clavado junto al dintel, su espada desenvainada y en la barriga la leyenda que el Indio siempre le repetía al cantinero a manera de pomposo saludo al entrar a la cantina.


¡Alto! Aquí nadie pasa
sin dejar de saludar
al Rey del Portal
que lo quiere invitar



y ya entrábamos, cantando Pedro Infante a todo volumen en la roconola ya vamos llegando a Pénjamo ya brillan allá sus cúpulas y al no avistarlos a ustedes, yo ansioso me empinaba ante el gentío, Turco pero los descubrí al fin en la barra y el Indio me hizo de señas con los anteojos en la mano, que lo pasara al reservado; y qué dificultad atravesar a la ballena entre las sillas, repitiendo compermisos ante los clientes molestos que se obligaban a ponerse de pie para cedernos el paso.

Pero lo lograste, Jilguero. Vadeando el salón cogieron por el pasadizo, directo al reservado, como se le decía a la pieza contigua a los mingitorios, donde había cajillas de cerveza, lampazos y sillas rotas, pero también una mesa preparada para acomodar clientes cuando se rebalsaba el salón.

Como la puerta, crecida por la humedad, se tallaba en el marco sólo a empujones logré arrancarla.

Siéntese aquí, mi coronel, si me hace el favor -aparté una silla y soplé sobre ella para limpiarla; después se la sostuve por el espaldar, mientras lo guiaba a aflojar encima su nalgatorio. Le ofrecí de fumar, pero no quiso, de beber, y tampoco, todo lo rechazaba a puros gestos cortantes. Colocó impaciente los brazos sobre la lámina de la mesa en que había pintada una corcholata gigante de la cerveza Gallo, y acercando la cabeza a la carátula de su reloj de pulsera se estuvo en procura de adivinar la hora. El socket colgado de un cordón verduzco, no tenía bujía y por el pasadizo llegaba al salón más bulla que luz.

-¿Y sus socios? -me preguntó frunciendo la nariz, por asco al tufo a desinfectante de excusado que llenaba el cuartito, y yo, despreocupándolo, que estaban terminando de atender a otro cliente importante de Panamá, que ya no iban a tardar, cuando en eso, como por cosa de magia negra de mis palabras, van apareciendo ustedes.

El coronel siguió con la cabeza el movimiento de las sombras que se escurrían dentro de la pieza y ocupaban los lugares vacíos en los costados de la mesa; sobresaltado oyó el arrastrarse de la puerta sobre la arenilla del piso, la conmoción del tabique al ser encajada otra vez la hoja, el golpe rotundo del pasador, y el agitarse de la cadena del picaporte, que tardó en cesar.

Qué cara desangrada cuando después de haber arrancado la puerta te diste vuelta hacia él, Jilguero; acercaba las manos a las sienes tratando de darse mejor visión, empeñado en descubrirnos la figura, descubrir al Indio que ya colocado a su derecha puso sobre la mesa su Imparcial que lentamente comenzó a desenrrollarse, el Indio que calmadamente rasgó un fósforo, tardándose en darle fuego al cigarrillo, y entonces la luz de la llama le habrá permitido finalmente averiguarle las facciones, y le habrá calado la sonrisa maligna porque en sobresalto se apartó de ella, poniéndome los ojos a mí, Jilguero.

Cabal. Acechaba la estampa tiesa y muy severa del Turco, sentado a su mano izquierda; pero imperturbable ante aquel examen desesperado mirabas hacia el frente, en dirección del Indio, en actitud de esperar órdenes, el Indio que sólo vigilaba el palillo del fósforo achicharrándose entre sus dedos. Y cuando lo sopló, yo me puse detrás del coronel. Era mi seña.

Como si de pronto se hubiera recobrado de su alarma, quiso ponerse de pie; con celeridad buscó impulsarse hacia arriba apoyando las manos en el borde de la mesa, pero estorbado por su peso se paralizó en un ademán de todas maneras inútil; y al sentir que una mano, tu mano urgida, Jilguero, lo camiseaba sacándole de la bolsa del saco su pistola, ya sin esperanzas abandonó los brazos en los flancos.

-¿Qué me van a hacer, pues? -bajó la cabeza enronquecido.



Contra el sol, los pescadores lo verían arrimar canaleteando en la tranquilidad de la barra, lo verían arrastrar la panga fuera de las aguas sedosas y vararla en la arena, bajar con una criatura en brazos, defendiéndola del resplandor bajo una sombrilla de mujer, y caminar por la avenida ornada de palmeras secas a lo largo de los rieles soterrados, Trinidad tras sus pasos cargando un atado de ropa en la cabeza, en silencio bajo el solazo hacia el parque enmontado; tal vez algunos de los hombres del embarcadero lo seguirían a distancia para verlo subir la escalinata del kiosko, y cerrando la sombrilla de seda tomar posesión de aquellas ruinas donde en los años siguientes viviría con sus hijos, Trinidad el mayorcito, y él, llevados por Taleno el padre ese día a San Juan del Norte, él en brazos.

Porque nació a lo mejor en San Carlos y de allá venían, más arriba del río, pasando los raudales y entrando ya en aguas del lago, o acaso en El Castillo, o en Sábalo, en cualquier orilla del río San Juan; pero no se acuerda o es que Taleno el padre (q. e. p. d.) nunca se lo confió; tampoco quiso revelarle nunca cómo había sido su madre, solo que su rostro era sereno, como el rostro mismo de la virtud. Taleno el padre le arrancaba a sus mujeres los hijos temprano para criarlos a su semejanza y por eso es que no guarda él recuerdo de su madre, a la que acaso vio alguna vez en sueños como una niña sin pechos jugando con una muñeca de trapo en un patio dormido detrás del que tal vez pase un río porque se oye el agua correr. Y Taleno el padre diría que quién quitaba y aquella niña del sueño no fuera en verdad el retrato de ella, pues cuando se le huyó estaba aún tan tierna que ya parida no le bajó nunca leche por no tener senos.

San Juan del Norte con un mar lejano bramando detrás de unas dunas blancas, brillantes como vidrio molido; escombros de almacenes y oficinas bancarias, de hoteles, casinos de juego y lupanares, agencias de vapores y consulados, palacetes con las armazones de las cúpulas a flor de vientos tupidas de parásitas, los nombres de sus dueños o sus efigies tallados en los frontispicios, las raíces nudosas y gruesas de los eucaliptos y los tamarindos de las que fueron alamedas emergiendo entre las cuarteaduras de los pisos de mármol y haciendo saltar las losas, ramas que entran con sus follajes siempre verdes por los ventanales, una cantina que se llamó La Maison Dorée ahora al aire libre como un parque, alrededor de las mesitas de hierro las delgadas silletas vienesas que al amanecer, al entrar la neblina, parecen recién abandonadas como después de una fiesta; una caja fuerte de la altura de un hombre tirada a mediacalle, en arco sobre sus puertas F. Alf. Pellas & Cía. en letras amarillas, lápidas de los cementerios de extranjeros con nombres en hebreo, en alemán, en italiano, arrastradas por las corrientes de lluvia hasta la playa y ocupadas por las lavanderas para tender la ropa a secar, una draga inmóvil que se eleva en el vestuario del puerto entre los tupidos gamalotes que ceden con lentitud al vaivén de las aguas como una llanura verde soplada por el viento del atlántico, garzas que vienen volando de la selva y descienden raudas en la playa aceitosa, nubes de zancudos y jejenes congregados alrededor de las lámparas tubulares en las noches, el rugido de los pumas y el coro de los sapos, y en la oscurana el viento paseando por el puerto el hablar en susurros de los hombres acuclillados en el muelle atestados de jaulas de monos congos, y se despierta a veces en el kiosko, asustado por los aullidos de los monos cautivos, porque las jaulas ya no se acumulan sólo en el embarcadero, también en la costa a lo largo del estuario, sobre la arena de las dunas, dentro de las mansiones derruidas, cada noche saliendo de la selva más cazadores con los monos presos en jaulas de madera trenzadas con bejucos y los gritos alzándose desde todos los confines de San Juan del Norte.

Unas sábanas viejas cuelgan del ático del kiosko para darles algún abrigo del viento que llega recio desde las dunas, la cúpula de latón del kiosko sostenida por columnatas de fierro, una baranda de forjaduras encrespadas alrededor, y sobre la plataforma de tablas unos atriles ensarrados, el promontorio en que se asienta oculto por el zacatal amarillo que desborda de los arrietes del parque, las macollas altas y tupidas nubladas de moscas, entre las que deambulan los chanchos comiendo jícaros podridos y mangos rojizos pringados de negro; y se ve de pie en las gradas del kiosko porque no está Taleno el padre, casi nunca está por andar ausente en sus cacerías, y Trinidad le ayuda a la mujer negra, canosa y descalza que les hace la comida, a soplar la llama del fogón levantado con tenamastes en el parque. Desaparece Taleno el padre como si ya nunca fuera a volver y la señal de su regreso la da la zopilotera que se revuelve frente al kiosko, atareada en descarnar los cueros de las fieras curándose al sol.

Y abandonan un día San Juan del Norte para irse a Puerto Cabezas a bordo de un remolcador, y con ellos se van también los demás pobladores que a la voz de Taleno el padre dejan sus tambos y lo siguen en busca de un lugar llamado La Misericordia junto al río Macuelizo, donde es fama que se han denunciado placeres de oro tan espléndidos que las arenas del lecho se divisan amarillear de lejos, y los pies, al meterlos en el agua se impregnan de un pegajoso polvo dorado; y la procesión de moradores atraviesa la alameda en dirección del muelle, llevan cargados sus enseres, sus lámparas tubulares, sus taburetes y sus santos, sus petates y sacos de bramante, alguno un tabanco de cocina a cuestas, los molenderos, sus pocas gallinas y detrás sus perros, y ya a bordo de las pangas que los ponen mar afuera para alcanzar el remolcador, empieza un canto con música de mandolinas que se repite de un bote a otro mientras los que se ausentan se alejan hacia la boca del estero como si nada más pasearan, mientras sus ranchos asentados sobre los pilotes se llenan de animales de monte que salen a hacer en ellos sus querencias, y solo rugidos, aullidos, chachalaqueos, aleteos permanecen entre las paredes derruidas. Y cuando ya navegan a lo largo de la línea de la costa, Trinidad asomándose a la borda pregunta si aquel país divisado desde el remolcador es el mismo de donde ahora vienen; y Taleno el padre les señala entonces que todo aquello azul en la lejanía es en verdad lo mismo: Nicaragua.

Pero buscando oro con las tropas de güirises tampoco consiguen nada y más bien, por causa de los charrales y las espinas se van quedando desnudos; y abatido por la vergüenza de enseñar las nalgas por entre las roturas del pantalón, Taleno el padre se pasa meses lavando arena sin ver nunca un sólo resplandor; ni en La Misericordia, ni en las Animas de Alamicamba por donde también se miente sobre riquezas de minerales. Y cuando perdida la ilusión de seguir rodando fortuna se dispersa la congregación de seguidores, se quedan solos los tres, errantes por muchas soledades de la costa atlántica, ya Taleno el padre dedicado a su oficio de comerciante buhonero; y por donde no andan entonces cargados de valijas viejas y cajas de cartón sin que a Taleno el padre le venga tampoco beneficio de riqueza de aquel duro peregrinar, remontados ríos adentro, por abras, caseríos, sacas de madera, colocando ropa cosida, sombreros, cortes de dril, espejos de mano, cintas, jabones de olor, curanina, pomada roja Solka, cholagogo, purgativos; se acuerda de Prinzapolka, de Kukra, de Waspam, de Wambla, se acuerda de las interminables playas de troncos quemados, del zumbido incansable de las sierras derribando los pinos que atropellándose encadenados van después hacia el mar, arrastrados por la corriente; noches enteras en pipantes, arrimando a las riberas de los ríos techados por la selva, a pie por veredas, con las valijas a cuestas Taleno el padre y las cajas de cartón cargadas por los niños descalzos, cogiéndoles la noche en ranchos abandonados de los que ahuyentan primero a las serpientes golpeando con palos el suelo en que van a acostarse, pueblos inesperados donde pastores moravos parecidos al hombre del almanaque Bristol levantan iglesias de madera que no tienen campanarios, misioneros bautistas vestidos de paño negro y cuello de baquelita que discuten de religión de un pipante a otro con frailes franciscanos montados a horcajadas sobre cargas de plátanos; mercando, durmiendo junto a los raicilleros, los huleros, los cazadores de pieles, los braceros, en cuchitriles tufosos a humo y sudor donde allí mismo en el suelo se desfogan los caminantes con las mujeres de prostíbulos desterradas a aquellas remotidades, o tientan a las ajenas arrastrándose hacia ellas y con sólo sentir el calor de una entrepierna se pagan, desvelados bajo un mismo bramante con Taleno el padre, acostarse o amanecer en el olor a fermento de las camisas y los trapos puestos a orear cerca de los fogones, buscar su lugar a gatas bajo las hamacas colgadas, tensas bajo el peso de un cuerpo, de dos cuerpos, reconocer en esos aposentos comunes a los forasteros ya vistos en otros sitios, en otros cruces, adivinarlos quizás por sus sombreros, o por sus mismas ropas, tan cercanos siempre sus rostros pero tan extraños, verlos tender sus capotes ahulados para mejor dormir, oír a otro leer cancaneante a la luz de un candil un ejemplar descuadernado de El Conde de Montecristo; y entre los cuerpos dormidos, el concierto de sus respiraciones que tienen algo de feroz, sus pláticas en sueños y sus toses dolidas como quejidos, el hervor de sus ronquidos, los animales cautivos arañando sus prisiones de alambre con las uñas.

Y noches adelante, lucecitas perdidas de aserraderos, motores lejanos de minerales y de nuevo por los ríos, una plana que transporta la imagen de un Jesús del silencio entre matas de corozo, vendado y prendido de manos, la túnica blanca al viento; un ranchito incendiado en la orilla y un hombre parado sobre los carbones que dice adiós agitando su sombrero, el ruido distante de los árboles que se desploman sobre la selva y el vuelo en alharaca de los pájaros sobre el sitio donde estuvo la copa; y voces que como guiándolos hacia un lugar que sólo puede presentirse, gritan extraviadas en la espesura ¡Por aquí pasó el general Sandino! y la respuesta más lejos, ¡qué le parece, amigo!, perdiéndose las voces; y en otro punto de la marcha, encuentran en la falda de una colina el fuselaje deshecho de un avión, y de entre las guías de las parásitas que cubren la carlinga, saca Trinidad una brújula que guarda gozoso; y pasos adelante, cuando les queda libre la visión al disiparse la neblina, ven colgando de la rama de un espino un esqueleto movido por la brisa, flojo y cubierto de lama verde su uniforme de marino norteamericano, un mechón rubio de pelo reseco en el cráneo pelado y unos gusanos dorados y luminosos que reptan por sus extremidades descarnadas para caer al suelo, y se transparentan también tras los anteojos de aviador puestos sobre las cuencas vacías. Y ellos se alejan, y después todo el día les llueve, lluvia y lluvia, cerrazón y lluvia.



El Jilguero mira por unos instantes su rostro borrosamente reflejado en la superficie de la guitarra como en el agua de una poza quieta cuando Chepito se la alcanza sacándola debajo del mostrador, la guitarra negra con incrustaciones de conchanácar que permanece allí muda desde la muerte de Lázaro, su dueño, tan frágil el instrumento que a veces maravillado solía decir: «es como una mujer», mientras la sostenía entre sus brazos. Y el Jilguero se acoda despaciosamente, con gusto, contra la caja y comienza a pulsarla, preparándose para oírla sonar como si el arpegio fuera a venir más bien de lejos.

Ni Raúl, ni Pastorita han podido encontrar un sustituto todavía y por eso es que el trío de Los Caballeros ya no toca, barre el tablado Chepito, saca el aserrín húmedo que cubre la pista de baile y en el aserrín van revueltas colillas, corcholatas, envoltorios de Esfinge, lleva el montón hasta la pasarela y después que la basura cae al agua regándose en una cortina, golpea la escoba contra el borde; no hay nadie más que ellos dos a esa hora del mediodía en El Copacabana, el Jilguero con los pies encaramados sobre una mesa y Chepito en sus oficios divisando sus botas vaqueras entre los tableros forrados con papel periódico y los vericuetos de sillas vacías los cajones de los atriles verdes de la orquesta que tienen cada uno pintada una palmera fosforescente al frente, el techo de zinc adornado de banderillas multicolores de papel de la china y cordones de bujías azules y rojas que a lo largo de las vigas se prolongan hasta la pasarela que comunica con la tierra firme el night-club levantado sobre pilotes en el lago; y junto a la baranda del pasadizo, cajillas de cerveza Victoria, botellas de Spur y Cañada Dry cubiertas de polvo pegajoso y llenas de agua de lluvia con cucarachas ahogadas, sifones plateados metidos en jabas y un barril de lata para el hielo.

Y Chepito vuelve a entrar, guarda la escoba y oculta la boca con la palma de la mano para reírse gozoso en secreto cuando oye al Jilguero cantar una canción que es música y letra de Raúl, no sé si fuiste real en mi vida o sólo una aparición, mujer, se acompaña y repite el trozo de letra en busca del tono, se calla y soca las clavijas de la guitarra mirándola fijamente como si la interrogara, y continúa; y Chepito coge un trapo, lo humedece en el agua del lavatrastos y mientras frota con energía el mostrador del bar sigue atento al Jilguero, midiéndolo como si desde ya quisiera saber su reacción ante lo que va a proponerle, si vos quisieras te podías venir al trío y reponer al otro caballero que mataron, a Lázaro; pero Pastorita tiene temor de solicitártelo pensando que a lo mejor te vas a ofender.

El Jilguero rasguea con todos los dedos la encordadura, su mano abierta golpea la capa y sonriente lo alza a ver, ¿por qué iba a ofenderme la propuesta? Si será pendejo el Pastorita, y vuelve a la guitarra y cae el pelo en su cara cuando la hace sonar de nuevo, cuidadoso, vigilándola, como si ahora le fuera a responder al fin a voluntad, mientras Chepito no deja de frotar la tabla escarbada a navaja, ensombrecida por el alcohol derramado y el sudor de las manos; y al hablar en un solo tono apurado de voz, parece repetir diligente y emocionado una lección; es que como es oficio rebajado el de guitarrista, y la otra vez que Pastorita se encontró a Carlos tu hermano en una fiesta donde fue él a amenizar, le reclamó que te estaban perdiendo a vos con eso de las parrandas y serenatas.

Mi vida es mi vida, se encoje de hombros el Jilguero y busca otros aires en la guitarra; y Chepito le pide entonces que por qué no se echa La Moralimpia y el Jilguero asiente, la busca primero silbando y ya luego en el registro, qué casualidad, mentas a mi hermano y aquí estoy, esperándolo a que venga a buscarme para un volado que vamos a ir a hacer, a las dos quedó de pasar por mí ¿qué horas serán ya, Chepito? Chepito no usa reloj pero va a la ventana y se asoma a ver el cielo, ya irá cayendo la una; y encandilado por el fulgor del mediodía de abril permanece mirando a la costa donde fue velado Lázaro, su cuerpo tendido en una sábana sobre la arena mientras ajustaban para comprarle su caja, sus cuatro cirios fijados en unos guijarros, Lázaro que había muerto una madrugada acuchillado en El Copacabana, vuelve al mostrador y empaña con el aliento los vasos, los seca y los acomoda en el estante, en este lugar que un día se va a hundir igual que el Hipódromo Xolotlán, pensando en las galerías anegadas que se ven desde la misma ventana. Y el Jilguero se resbala en la silleta hasta pegar la nuca en el espaldar, o como el malecón, porque afuera están también los muros de un malecón derruido e inundado contra cuyas crestas de cemento, aún visibles, baten los excrementos.

¿Vos estabas aquí la vez que mataron a Lázaro? Y asiente Chepito, nublado el rostro por una pena instantánea cada vez que se le interroga sobre los hechos, aquí mismo estaba parado yo, señala su sitio; y ya cayó de verdad la una porque la sirena del cuerpo de bomberos atraviesa en el calor inmóvil la ciudad y el Jilguero vuelve a recordar en voz alta que a las dos, sin falta, tiene que llegar a buscarlo su hermano; pero Chepito ha empezado a contar que él se había ya desvestido de su disfraz de bailarín caribe, ya acabado el último show, y los músicos de la orquesta Champú de Cariño, qué ratos se habían despedido. Los Caballeros andaban por los chinamos de la costa en busca de la ocasión, por ser las fiestas agostinas, cuando se toparon con un forastero; a ese hombre se le puso la obsesión de llevárselos hasta Jinotega en serenata, protestándole Los Caballeros que estaba loco, eso quedaba lejos de Managua; pero él porfiaba que la mujer de sus sueños donde vivía era en Jinotega y que no llevarle serenata esa noche iba a significar una traición muy grande; y así les anduvo detrás suplicándoles y exigiéndoles, humillándoseles de cantina en cantina y de ruleta en ruleta con los billetes en la mano, que pidieran el precio que quisieran, él les ponía incluso carro expreso ida y vuelta; que no fuera necio, lo rechazaban pacíficamente ellos, y si tanto era pues su rigio, allí andaban montones de tríos más por el malecón. Pero el tipo obstinado, o Los Caballeros, o nadie.

Y de un estanco de la costa llamado Flor de Azalea, cercano al parque 27 de Mayo, se vinieron para el Copacabana a dejarme guardadas como siempre sus guitarras; entraron, todavía en la discusión, y cuando Lázaro al trasponer la puerta dijo «compermiso que voy a orinar», el hombre lo siguió, se le acercó sonriente en ademán de abrazarlo y por puro gusto, por pura alevosía, le clavó en la espalda el cuchillo. «O Los Caballeros, o nadie» repitió todavía al sacárselo.

Y evoca Chepito el crimen como si el pasado se hundiera en una gran resaca, en un gusto a vómito o cerveza derramada, y la guitarra estuviera aún allí sobre el mismo tambo marcado por las suelas de las parejas, sus cuerdas rotas y rizadas, el asesino que salió huyendo por los breñales de la costa sin soltar el cuchillo, nunca va a poder olvidarse de la sangre que le cubría el rostro a Lázaro como si le brotara de los mismos ojos, los semblantes impávidos de los otros dos caballeros que ni siquiera habían soltado sus instrumentos hasta que Raúl aflojó de pronto las lágrimas y ya llorando se arrodilló a ponerle su chaqueta de dril en la cara al cadáver que había quedado ligeramente volteado hacia la derecha, la mano de requintar bajo el peso del cuerpo, y entre los dedos abiertos la sangre reseca; después apareció un juez, vestido de leva encima de la pijama rayada, abriéndose paso por enmedio de la aglomeración de curiosos llegados desde los puestos del malecón al cundir la novedad, contenidos por un pelotón de guardias en la pasarela. Agosto de 1952, ya va para dos años, se sienta ahora junto al Jilguero.

Y lástima que no llegaste a conocerlo, ni estuviste en su vela; Raúl y Pastorita, sin consuelo, su lamento mayor era que ellos quedaban como mancos, mejor les hubieran volado una mano antes que matarles a Lázaro; y hasta dar el amanecer estuvieron acordándose en la costa de sus serenatas, de sus apuestas, de sus escándalos y sus pendencias de cantina, de las veces que habían caído presos juntos después de andar cantando y bebiendo y echándole mueras al gobierno delante de los mismos guardias en mediacalle, de sus jugaderas de poker semanas enteras, de sus retos a guitarra para ver quién requintaba de entre ellos mejor, siempre Lázaro el campeón, el mejor guitarrista de Nicaragua, y si no que lo dijera aquel hecho, cuando fue citado en secreto a un hotel de mar abandonado en las cercanías de San Juan del Sur, porque alguien apeado de un barco quería acompañamiento para cantar unos tangos y ese alguien no era otro que Carlos Gardel en persona, todo ardido de quemaduras el cuerpo y con la cara deformada de cicatrices iba errante por el continente haciendo estaciones en los puertos y por el país donde pasaba mandaba a convidar al mejor guitarrista para cantar, y ese honor en Nicaragua fue de Lázaro; toda la noche se estuvieron en aquel mano a mano, pero Lázaro no le pudo ver la cara a Gardel porque se la tapaba con su sombrero. Al amanecer se despidieron y ya nunca supo más de él.

Y el dolor de pensar que un hombre como Lázaro, semejante artista, no tuviera más que un par de zapatos; al día siguiente del deceso fueron los caballeros a su pieza, en una cuartería del barrio Quinta Nina, para sacar su mudada más regular y vestirlo; y allí vieron su camastro de hierro, hundido hasta tocar el suelo, sus trapos sucios regados por el piso, su vestido azul de gabardina para las presentaciones de gala ya brillante como un espejo por tantas aplanchadas, colgado contra la pared y defendido de la suciedad por un periódico desdoblado; pero no hallaron su segundo par de zapatos que Raúl juraba le había visto puesto un día, unos zapatos café combinados con blanco; y vieron también su espejo constelado de fotos de artistas internacionales de la canción, y abajo de una en que aparecían Los Caballeros apoyados en el cabezal de sus guitarras, éste es el mejor trío de las Américas, puesto por su mano. Y el mismo Lázaro fotografiado aparte cuando simple aficionado, flaquito y encorvado para alcanzar el micrófono con la boca, cantando con el pie apoyado en una silleta y atrás el rostro furtivo de un niño derrotado que espiaba.

Y de sus vigilias en la banca maldita de la placita del ferrocarril, de que se orinaban en concurso parando el chorro sin levantarse de la banca ni dejar de silbar, a quien más tardará miando mientras silbaba, conversando de suicidas con los que habían brindado el mismo día en que se habían cortado los pulsos, ya notándoseles al beber una tristeza que era como un gran abismo, de los que apostaban sus mujeres jugando a los dados cuando ya habían perdido sus casas, de cómo era la lividez de las caras de las adúlteras a la luz del día, de las falsificaciones de billetes hechas por los poderosos en las alturas sin que se dieran cuenta los pobres, de túneles secretos que iban de las sacristías de las iglesias a los colegios de monjas para que los curas pudieran entrar sin ruido a los aposentos de las niñas internas, del verdadero lugar donde estaba sepultado el cadáver de Sandino, enterrado y vuelto a desenterrar para que nadie diera nunca con la tumba, imaginándose la conmoción popular que habría si un día viniera a Nicaragua el trío Los Panchos, cosa que olvidaban pronto por ser aquello mucha fantasía; por el aeropuerto Las Mercedes pasaban a veces esos famosos en viaje a otros países, como una vez Agustín Lara acompañado de María Félix, pero los rodeó la guardia y nadie pudo acercárseles, a no ser el hombre que se presentó a saludarlos a la pista de aterrizaje. Y sentados en la banca maldita ensayaban también a componer sus canciones, Raúl era entre ellos quien mejor don de compositor tenía; amanecía, y se elevaban triunfantes en su cadencia las voces en la placita donde esperaban el primer tren los carretoneros, sentados en los pescantes; o se oía venir esas voces del encierro de sus piezas en Campo Bruce o la Quinta Nina, en San Judas, cuando ensayaban en el día ante el silencio del barrio que se aquietaba profundamente en reverencia a su arte, sin dar las caras Los Caballeros como ladrones que fueran a dedicarse en la noche a cantar y en el día se ocultaran, devotos al referirse en las letras a las mujeres un día divisadas y gozadas en sueños, mujeres orgullosas a las que reprochaban su perfidia porque después se casaban y al encontrárselas en la calle, dueñas de sus boleros, ni siquiera volteaban a verlos.

De Yolanda Voladora se acordaron frente al cuerpo de Lázaro tendido en la arena, la trapecista salvadoreña del Gran Circo Atayde que una noche se consiguieron los tres, después de la función, llevándosela por la costa al cuarto de Lázaro, en las cercanías de la carpa. Lázaro, por ser el dueño de la cama tuvo el derecho de entrar de primero, comprometido a silbarles al acabar, para seguir los turnos; pero la puerta cerrada se quedó quieta como si Lázaro y la trapecista se hubieran muerto adentro, y ellos, sentados en el canjilón de la calle, cuando apercataron ya era de día. Se aquerenció con Lázaro Yolanda Voladora y le dijo adiós al trapecio; amaneció pidiéndole los platos para lavárselos, pero él nunca había tenido un sólo plato, ni siquiera una triste cuchara, y en las sesiones de la banca maldita se les quejaba después a los otros caballeros no hallar qué hacer con ella metida dentro de la pieza, vuelta que daba se la topaba en aquel espacio tan reducido, o acostada, como si su dedicación hubiera sido empollar en la cama, y la necedad de estarle recomendando no volver muy noche, como si no hubiera sido aquel su oficio, callejear de noche; y es que Lázaro era enemigo de concubinatos porque después venían las preñeces, un ratito en lo oscuro soportaba a las mujeres, pero tenerlas a las costillas todo el santo día, le quitaba gusto al romance. Y aún así, de ratito en ratito, había regado por el mundo tres hijos, a uno de ellos que lustraba debajo de la cúpula del Templo de la Música en el Parque Central llegó a conocerlo Chepito, de los otros sabía sólo de oídas. Y apremiado, solicitaba consejo Lázaro a Los Caballeros, «¿qué hago, muchachos?», Yolanda Voladora tosía la noche entera sentada en la cama y él hasta a sus compromisos empezaba a faltar por no dejarla sola. ¿Y si acaso aquel toser era tisis? «Llévala a examinar a la Sanidad», le recomendaban los caballeros, pero él no se atrevía a ofenderla.

Y un día se apareció a la banca maldita con el alegre cuento de que ya estaba otra vez soltero, Yolanda Voladora se había ido para Sonsonate, el lugar de donde era, dejándole un papel con su dirección, por si acaso él iba por aquellos lados de El Salvador en alguna caravana artística, la buscara; y de esa aventura salió el fox lento de Raúl que comenzaba Yolanda, Yolanda, la flor de todos, un viento te trajo el vendaval te llevó.

¿Y el sueño de Lázaro? Lázaro tuvo una vez un sueño y fue que se habían ido Los Caballeros a cantar a un país extranjero de Sudamérica, y ya bien noche una noche en El Ocotal, el pueblo de Lázaro en la frontera con Honduras, entraban en los radios sus voces con su canto en una clara sintonía; actuaban en un programa radiofónico de Cochabamba, o de Guayaquil, y en el pueblo lo que amanecía era la fama de esa transmisión; al abrirse las puertas en la neblina de la mañana se miraban deslumbradas unas a otras las gentes, como si hubiera ocurrido en la noche un milagro triunfal, y es que Lázaro ambicionó siempre que cuando alguien lo recordara fuera con su guitarra en brazos y no con las manos mudas, como en la costa tendido, con su vestido azul de gabardina de las presentaciones de gala y la cara lavada con agua tibia para despegarle la sangre, con su único par de zapatos sin cordones, velándose sin flores.

El Jilguero, distraído, mueve la cabeza, ésa es la tuerce de ser artista en este país; y Chepito, con los ojos húmedos, reconoce que sí, es una gran tuerce, pero tal vez si vos aceptás. Los Caballeros se arman de nuevo. ¿Habrá pasado ya más de una hora? vuelve a coger el Jilguero, inquieto, la guitarra; porque Carlos es hombre cumplido y lo prometió que a las dos en punto. Y regresa Chepito a la ventana, cabal, las dos. Pues esa vida me hubiera gustado, Chepito, siento amor por la guitarra sin ser más que un triste principiante, pero reponer a Lázaro no es cosa de soplar y hacer botellas; y Chepito se le acerca con urgencia para reforzar su alegato, pero si vos tocás lindo, palabra, el mismo Pastorita siendo tan exigente me lo ha dicho, «no consiento que nadie le ponga mano a esa guitarra de Lázaro si no es el Jilguero».

Y pitan en eso afuera y se lanza hacia la puerta el Jilguero pero lo detiene Chepito, que no se desespere porque es el camión del hielo, y se aleja a recibir la entrega de ese día; el Jilguero vuelve a sentarse desilusionado y desde su rincón ve el cubo transparente arrastrado con las tenazas negras sobre el aserrín húmedo de la plataforma, cortado allí mismo por el serrucho que hace saltar una lluvia de virutas blancas a medida que la hoja se acerca al corazón de la marqueta, duro y estriado; se van abriendo las mitades hasta que una cae de ellas y el cargador de torso desnudo con el bramante al hombro la lleva por la pasarela hasta depositarla en el barril, arrastra el otro hombre con las tenazas la mitad sobrante y se seca el sudor, apartándose con el dorso de la mano la Granizada de frías partículas que le ha quedado en el rostro; y de pronto ya se ha ido el camión y Chepito vuelve junto al Jilguero quien se recobra como de una distracción mortal y trastejea por última vez en la guitarra, si no entra al trío Los Caballeros es por una babosada delicada en la que anda metido; y se le acerca ahora más Chepito, casi lo roza y le deja ver en detalle las arrugas del rostro cuarentón que es como el de un muchacho de esos envejecidos prematuramente por tanto masturbarse, como decía Lázaro. ¿Qué babosadas son ésas, Jilguero? Y el Jilguero le pasa la guitarra, ¿conocés al capitán Santiago Taleno, Chepito? Y Chepito, la voz demasiado grave y cavernosa para la apariencia de su figura frágil, lo envuelve en su intimidad de cómplice, claro que lo conoce, lo ha visto porciones de veces retratado en el periódico, a espaldas de el hombre en los banquetes ¿no es el jefe de edecanes?, y se acuerda de otra cosa en ese mismo momento pero no muestra sorpresa, para no revelar que había sido capaz de olvidarlo: y la vez que la conocí personalmente, aquí mismo en El Copacabana acompañado de tu mismo hermano ¿yo te he contado ese episodio, Jilguero? Es un episodio extraño; era en noviembre del año pasado, para la campaña esa de Miss Nicaragua donde estuvo metida de candidata tu hermanita. Ya no había clientes porque era pasada la medianoche y estaba yo cerrando, cuando afuera, en la oscurana de la costa oí unos pujidos; me somé a la pasarela y eran dos bultos de hombres que estaban agarrándose a las trompadas, un enorme rato estuvieron dándose parejo, caía uno, se levantaba el otro, sin hablarse nada, sin insultarse. Pasarían una media hora pegándose y al fin acabaron y se quedaron platicando en la costa, y al ver ellos que yo tenía todavía luces encendidas se vinieron para acá, a pedirme que les sirviera. Y eran ese capitán Taleno, lo reconocí por las fotos, y Carlos, todos revolcados y magullados, con sangre en las camisas; Taleno de gala blanca, tu hermano de smoking tropical. Yo no quería servirles, por la hora y porque aquello lo veía raro, dos que se zopapean y después beben. Pero militar es militar, este negocio es de un militar, y uno siempre tiene miedo, así que los atendí, y aquí se quedaron bebiendo hasta las seis de la mañana. Es hoy, pues, y todavía no me explico: para malmatarse en esa forma tenían que ser enemigos, pero, ¿traguearse después? Y el Jilguero, risueño, se incorpora y lo aparta suavemente de su camino, pues así es como se hacen las grandes amistades, a vergazos.

Y dijo que se iba a ver qué jodidos había pasado con Carlos, caminó en dirección a la puerta y ya para salir se detuvo un momento en la pasarela; se quedó escuchando hacia algo en la distancia, y casi levantó la mano, asombrado, para pedir silencio en el silencio.



Tropieza con la raíz de un árbol oculta bajo las hojas en el suelo pantanoso, se escurre de costado y clava la culata del fusil en tierra buscando parar la caída pero el Turco lo alcanza por debajo de la axila, lo alza y lo pone de nuevo en marcha bajo la cortina de lluvia; van a tientas cogidos en fila india y atrás siente el tirón de la mano de Raúl, agarrado a su faja, cuando también está a punto de resbalar, el Turco a la delantera conduciéndolos en la cerrazón, y ellos dejándolo dóciles detenerse trecho a trecho para afirmar las botas en el lado flojo antes de dar el siguiente paso, días llevándolos en busca de un río que deben cruzar. Y otra vez es el jinete de tricornio y levita del anuncio de los colorantes fijos de Putnam quien levanta desafiante el brazo y enseña el puño al tropel de perseguidores en descenso por la pendiente empinada de una colina.

Pero aquel atardecer del sábado de agosto, cuando su padre, al volver de Managua en el tren de las cinco y sin despojarse de la leva de dril a rayas que usaba para sus visitas de pésame y sus viajes a la capital, había penetrado por la puerta de la trastienda al recinto de su botica para barricarse bajo llave sin encender luces, el jinete de la calcomanía adherida al gabinete de preparar medicinas, aún estaba inmóvil. Sus piernas demasiado cortas dejaban colgar libres los estribos y no sabía revolear la rienda en el aire, azotarle las ancas al caballo que relinchaba ciego, atemorizado por la obscuridad; pero tampoco necesitaba correr porque el tropel de perseguidores no conseguía avanzar, estática la nube de polvo al desmoronar las patas de sus bestias los terrones de la pendiente.

Sin hacer caso de la esposa que al sonido de la campanilla del coche salió a recibirlo a la acera, el padre, el vestido de dril ajado, calvo y fornido, el brillo de la bujía ya prendida en el techo reflejándose en los huesos frontales de su cráneo, había avanzado errático por entre los muebles de la sala con el paso rotundo de un ebrio, para encerrarse en la botica; sólo más tarde, ante los incesantes golpes de ella contra la puerta de la trastienda, se había escuchado su voz hostil que parecía siempre impregnada de polvos medicinales, pidiendo que lo dejaran en paz.

Y ahora que oye a sus espaldas el murmullo de las hojas sopladas por el vendaval entre las ramas, también crecen en él los ecos dilatados de los aplausos que frenéticos y lejanos resonaron en la soleada quietud del domingo, el día siguiente al encerramiento de su padre, una solitaria cascada arrastrada hasta el aposento de sábanas revueltas donde su madre, amanecida en vela, vigilaba a Liliana dormida en la cuna y le ordenaba en susurros a los hermanos asomarse por las hendijas de la puerta medianera, para que trataran de distinguir entre las sombras de los estantes si el padre hacía algún movimiento; pero Carlos se resistía a avanzar, y él, su rostro contra el seno de la madre que olía a leche derramada, sólo escuchaba repetirse aquel aplauso acercado en oleadas vibrantes por el viento del domingo vacío, llegándole junto con voces de hombres que en algún lugar lanzaban vivas, gritos cortados entre carreras sordas, ahuyentados por disparos al aire para resurgir después cuadras más lejos, convertidos en alaridos desafiantes.

Pasado el mediodía cesaron los aplausos, y la calle se fue llenando de pasos nutridos y apurados, un tropel que se aproximaba entre reventar de cohetes y explosiones de bombas de mecate, una humareda que se propagaba espesa nublando la cuadra por encima de la altura de los techos; y encaramados a la puerta, agarrándose a los barrotes de la cancela, veían avanzar a la multitud, y como si la casa se hubiera quedado de pronto sin paredes, al llegar la manifestación frente a su mirador, los gritos invadieron libremente el aposento y Liliana en la cuna empezó a llorar.

Una convención de partidos opositores al régimen reunida en el local de un cine vigilado por tropas militares acarreadas desde Managua, había proclamado a su abuelo anciano candidato a la presidencia de la república esa mañana. Las delegaciones departamentales habían llegado desde días antes en trenes a Masaya, grupos de forasteros sudorosos que olían a vinagre y a perfume de peluquería; iban vestidos de levas almidonadas, usaban relojes de leontina y corbatas como servilletas, comían sentados en las aceras de los alrededores del mercado los almuerzos repartidos en hojas de plátano por los comités cantonales, abanicándose con sus sombreros mientras se paseaban en torno al kiosko y por las alamedas del parque Julio César donde también habían acampado en hamacas al aire libre una vez desbordadas las pensiones, discutiendo con alarde de manos sobre la forma de botar en unas elecciones limpias a la dictadura. Y ahora, entre los convencionales directivos, severos y decididos, avanzaba el anciano brazo a brazo por la media calle, ocupando su puesto en la primera fila de la procesión entusiasmada que alzaba sus banderas desteñidas con violencia por el sol. Venía ya candidato en triunfo a su casa, el consultorio médico donde vivía calle de por medio con su hijo natural.

La madre le había mandado razón con Carlos desde el día antes, pero no fue sino avanzada la noche del domingo cuando pudo el anciano cruzar la calle, despedidos ya los últimos partidarios que regresaban a sus barrios con las instrucciones para la propaganda electoral, o quienes, esperando por algo que ya no iba a suceder, se habían quedados rezagados, paseándose por los corredores del consultorio, y se resignaban finalmente a irse calle abajo, con sus banderas enrolladas en las astas.

Se acercó a la puerta de la trastienda seguido por la nuera y por los dos nietos varones y tocó repetidas veces con los nudillos; tras largo rato sin obtener respuesta pidió una mecedora y se sentó frente a la puerta cerrada, balanceándose suavemente, y a manera de una plática cordial, como si hubiera tenido de frente al hijo, empezó a relatarle el desarrollo de la gran convención que lo había escogido por unanimidad para dar la gran batalla cívica en las urnas; no había quien lo parara, la oposición iba directa al triunfo.

Se oyó entonces el leve arrastrarse de un papel, y bajo la hendija apareció escurrida una hoja que el anciano recogió, agachándose penosamente sin dejar su mecedora; se colocó los anteojos, y recostado muy atrás para alcanzar la luz eléctrica del cielo raso, leyó meditabundo. Cuando terminó, quitándose los anteojos se volteó en ademán desesperanzado hacia la nuera. Luego miró cegato hacia lo alto de la puerta, como si la voz del hijo fuera a provenir de arriba, y le reclamó dulzón por qué no había tenido la confianza de consultarle a él desde sus primeros dolores, dejándose coger por una dolencia maligna; no habría necesitado ir hasta la capital por un diagnóstico tardío, sólo era cosa de cruzar la calle. Y el imprevisto sonido en encierro de la voz cortante del hijo pareció tomarlo por sorpresa como si ya no la esperara, la voz cáustica diciéndole que de nada le hubiera servido porque él no era más que un médico ensarrado por la política, que se fuera mejor a perder sus elecciones. Se calló, como al final de un acto de magia adivinatoria, y entonces el anciano, con el temblor perlático de su mano recorrida por un enjambre de venas azules resaltadas a flor de piel, puso la hoja sobre el tapete de crochet de una mesita cercana a la mecedora y dejando atrás a la madre que no acertaba a comenzar a llorar, abandonó con andar vacilante pero altivo la casa. Y cuando Carlos lo ayuda a bajar las gradas de la acera él lo ve irse, su traje de lino blanco de siempre plegado en las asentaderas como el fuelle de un acordeón, y colgándole en juego libre sobre los hombros huesudos; el sombrero panamá recién salido de la hormadura cogido contra el pecho con ambas manos.

Más que su rostro de anciano guarda el de su foto de juventud reproducida asiduamente en los periódicos opositores llegados con retraso de días a Masaya, el fotograbado columnar orlado por los clavos con que había sido fijado al taco de madera, solitario en el apretado mar de letras de cajas de las primeras páginas de aquellas sábanas de cuatro caras que dejaban los dedos manchados de tinta al contacto, sus rasgos de adolescente serio e instruido desdibujados por el desgaste de la placa, borrosos en el apagado contraste los ojos saltones y la boca entreabierta, las orejas caídas, el cabello partido por enmedio y prominente la manzana de adán, las anchas solapas y el diminuto nudo de la corbata en el cuello almidonado de la camisa sin mácula, un cliché que venía siendo sacudido del polvo de los estantes desde comienzos del siglo, cuando al regresar de Francia titulado de médico-cirujano por el Hospital Charcot de la Salpêtière, los familiares de sus pacientes habían salido a la calle a levantar firmas para proponerlo a la presidencia de la república, movidos por el asombro ante sus operaciones que eran las primeras realizadas en el país, y que él ejecutaba con la misma confianza tanto en caballerizas mal alumbradas como en aposentos.

Frustrada por dictaduras y cuartelazos, intervenciones armadas de la marina norteamericana, fraudes y escamoteos, esa candidatura se había mantenido pendiente por décadas en espera de su día, cada resucitado suyo un partidario acérrimo junto con sus descendientes; nunca dejarían los moradores de acudir a las puertas y descubrirse al verlo atravesar por los barrios, ladeado por el peso de su valijín negro en camino de las visitas de enfermos que también lo llevaban ciudad afuera montado al pescante de su coche de caballos, y tampoco entonces dejarían las gentes de las comarcas de salirle al paso, parar el tiro de bestias agarrándolas por los bocados, e invitarlo a bajarse para ofrecerle de beber, siempre adornado con sartas de flores su retrato en los estancos, en las galleras y en las pulperías, alumbrado por veladores en las hornacinas de las ermitas rurales, presente en los altares de novenarios en los ranchos y en las fincas, ofrecido en los mercados por los vendedores de reliquias, ensalmos y conjuros.

En uno de los aposentos de la casona esquinera, desde entonces clausurado, había muerto recién llegada a Masaya su esposa francesa, acabada por las fiebres palúdicas; y a pesar de la pompa de sus funerales, pues su cadáver enflorado al descubierto había sido velado con música de cuerdas y recitaciones en los salones del club social, y el cortejo de su entierro hubo de llegar tarde de la noche al cementerio por causa de los discursos que se sucedían interminables en las esquinas del recorrido, ya nadie se acordaba de aquella muchacha extranjera, rechoncha y de escasa estatura a la que también la municipalidad había acordado dedicar un parque junto a la laguna, nunca después construido. El anciano parecía así haber habitado el consultorio en tenaz soltería toda su vida, como un verdadero santo civil de cuyo cuido se encargaba una cofradía de mujeres voluntarias, que por turnos barrían la casa, aseaban su ropa y le preparaban la comida.

Dormía al fondo del corredor, el sombrero y el valijín a su lado sobre la cama, sin desvertirse, sucio y desordenado el aposento hacia el cual las cofrades, embargadas por el respeto, no entraban a barrer; hojas de viejas revistas sanitarias descuadernadas se paseaban indolentes por el piso, pilas de tratados quirúrgicos se acumulaban en los rincones húmedos; y contra las paredes, unas urnas maqueadas en negro y de talladuras solemnes, en cuyos tramos se alineaba una colección de frascos de tapas esmeriladas que guardaban tumores malignos, fetos siameses y vísceras sacadas en autopsias a cadáveres de hombres célebres, entre ellas un cerebro extraño y descomunal que era el de Rubén Darío.

Recuerda haber entrado furtivo muchas veces al aposento para contemplar el recipiente bañado en polvo tras cuyo cristal se entreveía, suspendida en un líquido ambarino, la masa gigante de sesos desinflados que el anciano solía sacar al patio para mostrarla a los forasteros llegados en peregrinación, o a las formaciones de escolares vestidos de uniforme, el dedo índice detenido largo rato en la circunvolución de Broca, donde había resido el numen de las musas.

La única de aquellas mujeres devotas, que venciendo la barrera de respeto alzada en derredor del aposento se había atrevido en un tiempo a trasponer su umbral para barrerlo, resultó un día de tantos preñada; y aunque sus partidarios estuvieron listos a defenderlo de quien quisiera tramar en contra de su honra, sobre todo de sus enemigos políticos, él se presentó voluntariamente al registro civil a reconocer al hijo, le puso como él, Desiderio, y lo dio a criar a sus hermanas solteras.

Muchas veces a la hora del almuerzo escucharía a su padre, la calva brillante y sudorosa inclinada sobre el plato humeante mientras cuchareaba la sopa, remojar su rencor contra aquellas tías mezquinas que lo habían confinado a comer en la cocina y lo ocupaban para hacer los mandados como cualquier hijo de casa, y ya crecido se lo habían disputado a muerte al hermano para entregárselo como lego a los padres salesianos; pero perdieron la partida y él lo envió a León, su cofre y su tijera de lona liada con mecates manifestados en el tren, a seguir la carrera de medicina. Se pasó largos años fracasando en los estudios, y su figura robusta, la caspa desprendida sobre los hombros de su gabacha remendada de eterno practicante y sus pantalones bricacharco, se hizo tan familiar en la facultad como sus enconos y misantropía; bilioso y apartado de cualquier trato se encerraba en su vieja pieza del barrio Laborío y sólo salía para poner inyecciones a domicilio, para irse a cumplir sus guardias en el hospital, o a visitar en las rondas del rastro público a la lavandera que le alistaba la ropa y con la que vivía maritalmente.

Al cabo de los fracasos, recibió orden telegráfica de su padre de cambiarse a la facultad de Farmacia, convencido de que verlo médico como él, iba a ser ya imposible; y cuando al fin volvió a Masaya graduado de boticario, ya estaba tomada en alquiler la casa frente al consultorio para que instalara su farmacia; para esos mismos días el padre lo propuso también como miembro del club social, y fue aceptado pese a varias chibolas negras que le echaron a la hora de la votación, a cuenta de haberse sacado de su hogar en Nandaime, a una muchacha costurera, reina de las fiestas patronales de la localidad; mientras estaba la población en feria habían sido casados en n juzgado repleto de curiosos después de ser ambos llevados prisioneros ante el juez, bajo exhorto del padre de la reina.

Una de las quejas más comunes de su madre, de aquellas que dejaba oír como al azar al tiempo de entregar a devanar los hilos de su costura, era precisamente ésa, haber tenido que firmar presurosa el libro de actas matrimoniales, no en su casa sino en un juzgado, haber atravesado cabizbaja el parque a la hora de repicar las campanas de la procesión, para casarse en la penumbra de una sacristía mientras reventaban las cargas cerradas, ya cancelado el baile de su coronación esa noche; no haber entrado de velo y corona por la puerta mayor de la iglesia parroquial, no conservar un álbum con sus fotos de novia.

Si aquel escándalo innecesario lo había provocado sólo para irritar al anciano, también para joderle la paciencia se convirtió, de una manera pasiva y vergonzante, en partidario del régimen; firmaba cuanto pliego de adhesión a el hombre le presentaban, servía sin paga en las mesas electorales como vigilante del partido oficial, y viajaba a la capital para asistir a los banquetes en homenaje de el hombre sin que nadie reparara en su presencia, arrinconado al extremo de una mesa y confundido entre delegaciones departamentales de empleados de administraciones de renta y maestras de primaria, para quienes nunca alcanzaba la comida.





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