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1

En la Apología de algunos personajes notables en la historia [Teatro Crítico, VI], notamos que muchos críticos se inclinan a que las cartas de Hipócrates a Demócrito son supuestas.

 

2

Lo que decimos de los sacerdotes de la Tartaria Meridional, que mantienen aquellos pueblos en la creencia extravagante de que el gran Lama es eterno, con el rudo artificio de tener escondido en el mismo templo donde aquél reside otro parecido a él, para sustituirle en su lugar cuando muera, como que es idénticamente la misma persona, aunque referido por varios escritores, no es así. En la descripción del imperio de la China y Tartaria, del padre Du-Halde, sobre el seguro testimonio del padre Regis, misionero jesuita, observador ocular de las costumbres y supersticiones del Tíbet, donde reside el gran Lama, se lee que lo que creen aquellos paganos, a persuasión de sus sacerdotes, es que Foe, deidad suya, adorada no sólo en el Tíbet, mas en otros muchos países del Oriente, habita o reside en el gran Lama, como espíritu que le anima y que cuando el que hace representación de gran Lama muere, sólo muere aparentemente, trasladándose su espíritu a otro hombre, aquel que designan los sacerdotes o Lamas subalternos, a quienes cree el pueblo que tienen señas infalibles para conocer en quién reside de nuevo su deidad; y así no dejan de continuar la adoración.

 

3

Monsieur de Mairán, de la Academia Real de las Ciencias, por el cómputo que hace del sucesivo aumento de refracción de los rayos solares, según los climas distan más del Ecuador, infiere que debajo de los polos todo el año es día; de modo que si en aquellas partes hay tierras habitables, los que viven en ellas nunca necesitan de luz artificial; porque cuando llega el sol al trópico de Capricornio, no puede faltarles una luz crepuscular bien sensible. Y juzgo que el cómputo y la ilación son justos.

 

4

[Huyendo de un defecto, suelen los necios incidir en el contrario.] Al escritor que, sin nombrarle, citamos en este número, con alguna inconsideración hemos aplicado el verso: Dum vitant stulti, etc., muy seriamente retractamos dicha aplicación. Ya ha algún tiempo que Dios le llevó para sí. Y persuadiéndonos su religiosa vida que aquí el llevarle Dios para sí significa lo que suena, no sólo le pido me perdone aquella injuria, mas también que ruegue por mí su Divina Majestad. Todo el mal que con verdad y sin injuriarle se puede decir de él, es que no le había dado Dios genio y pluma para historiador; pero sí sinceridad, candor y buena intención. Así estoy persuadido a que en lo mismo que pudo disonar a algunos en sus escritos, no fue conducido de alguna pasión viciosa.

 

5

Es digno de agregarse al suceso que hemos escrito en este número el que vamos a referir. El insigne astrónomo Tyco Brahe, sin embargo de su excelente capacidad, padeció la flaqueza de aplicarse a la Astrología judiciaria y hacer estimación de ella. Habiéndole dado Federico II, rey de Dinamarca, la isla de Wen, con una gruesa pensión, edificó en ella un castillo, a quien dio el nombre de Uraniburg, que significa villa o ciudad del cielo, por razón de un excelente observatorio que construyó en el mismo castillo para examinar los astros. Es de saber que él mismo dejó escrito que eligió un punto de tiempo en que el cielo estaba favorable a la duración del edificio para sentar la primera piedra. ¿De qué sirvió esta precaución? De nada. Pocos edificios habrán subsistido tan corto espacio de tiempo. Dentro de veinte años fueron demolidos observatorio y castillo por los que sucedieron a Tyco en aquella posesión para emplear los materiales en otras cosas que juzgaron más útiles. Mr. Picard, de la Academia Real de las Ciencias, que visitó aquel sitio el año 1671, con dolor suyo vio que Uraniburg o ciudad del cielo, estaba reducida a un cercado donde arrojaban esqueletos de bestias. ¡Qué poco cuidaron los astros ni de la existencia ni del honor de un edificio que su dueño les había consagrado! Ya, en otra parte, notamos que Tyco, no obstante su bello entendimiento, tenía el genio supersticioso y agorero, pues se cuenta de él que, si saliendo de casa encontraba alguna vieja, volvía a recogerse por el temor de algún mal suceso. Después leí que lo mismo hacía si veía alguna liebre.

Hace, a mi parecer, alguna falta en el discurso de la Astronomía judiciaria la definición que de ella hizo el inglés Tomás Hobbes; por tanto, la pondremos aquí. «Es -dice- un estratagema para librarse del hambre a costa de tontos.» Fugiendae egestatis causa, hominis stratagema est, ut praedam auferat a populo stulto. (Hobb., De homine.)

 

6

Las muchas conquistas que antes de Aníbal hicieron los cartagineses en España nada desacreditan el valor español. Estrabón dice que los españoles estaban totalmente desunidos entonces, sin comercio, sin alianza de unos pueblos con otros. Así, no pudiendo resistir cada pequeño territorio a un ejército entero, uno después de otro, fue fácil subyugarlos a todos.

 

7

Véase la carta contra el Padre Soto Marne, núms. 1, 2, 3, 4, 5, 6, y 7.

 

8

Habiendo dejado en este discurso un claro grande entre el reinado del rey don Pedro y el de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel, me ha ocurrido ahora ocupar parte de aquel vacío con una hazaña grande de un héroe nuestro. Muévenos principalmente a escribirla el que, sobre ser de tan especial carácter, que acaso en los anales de todas las naciones y de todos los siglos no se hallará otro semejante, el autor de ella, bien lejos de ser reputado por héroe, no sólo entre los extranjeros, mas aun entre los españoles, unos y otros atribuyen su fortuna a un capricho indigno de la suerte, al favor injusto de un príncipe dotado de poco conocimiento y de ningún valor. Hablo de don Beltrán de la Cueva, conde de Ledesma, duque de Alburquerque, gran maestre de Santiago, famoso entre las gentes por motivos de bien diferente clase del que voy a proponer, tan querido del rey Enrique IV de Castilla, que muchos españoles han querido hacer creer una condescendencia increíble del rey al vasallo. Este caballero sólo tuvo una ocasión de explicar su valor, porque sólo se halló en una batalla; pero en esa le explicó tan extraordinariamente, que, si no en las fábulas, no se hallará ni original de quien él fuese copia, ni copia de quien él fuese original.

Estando para trabarse la batalla de Olmedo entre las tropas que seguían el partido del Rey y las de los próceres coligados, que proclamaban rey al príncipe don Alonso, cuarenta caballeros del séquito de este príncipe estipularon entre sí arrojarse en la batalla a todo riesgo, hasta matar o prender al duque de Alburquerque. Sabiendo esto el arzobispo de Sevilla, que estaba en el ejército de los próceres, o por afecto particular a la persona del Duque, o por humanidad, o por generosidad, le envió un rey de armas, avisándole de lo que pasaba, para que entrase con armas disfrazadas en la batalla, siendo imposible de otro modo defender su vida o su libertad contra cuarenta desesperados. ¿Quién no abrazaría tan tempestivo consejo? Nadie, sino don Beltrán de la Cueva. Este gallardo español, en vez de proveer a su seguridad, hizo la más eficaz diligencia para ser conocido de sus enemigos en la batalla. Mandó traer allí sus armas, y haciéndolas reconocer al mensajero, le requirió diese puntuales señas de ellas a los cuarenta conjurados contra su vida, pues con aquellas mismas había de pelear. En lo demás dijo que al Arzobispo agradecía mucho su buena voluntad, y al mismo rey de armas regaló magníficamente. Llegado el caso de la batalla, ejecutó lo que había prometido. Los cuarenta hicieron lo que cabía en unos hombres determinados a todo. En efecto, el Duque, siendo acometido de algunos de los caballeros conjurados, y no queriendo rendirse, se vio en grande aprieto; mas al fin su valor le desembarazó del riesgo, y aún uno de los cuarenta, llamado don Fernando de Fonseca, de las heridas que le dio el Duque murió dentro de pocos días. (Garib., Historia de España, t. II, libro XVII, caps. XVI y XVII.)

Nada da más justa idea de lo grande de esta hazaña que el que la famosa Magdalena Scuderi la haya copiado a la letra para aplicarla a su Artamenes o Gran Ciro. Es éste un fenómeno literario de especialísimo honor para los españoles, y que, por tanto, publico aquí gustoso, para que venga a noticia de todos los extranjeros. Esta sabia francesa, que en la vida, entre histórica y fabulosa, de su Gran Ciro, y que tiene mucho más de lo segundo que de lo primero, para engrandecer a su héroe añadió a la realidad cuanto cupo en su fértil imaginativa, introdujo también a este fin en ella varios rasgos de las proezas y victorias del gran príncipe de Condé, siendo, como todos han conocido, el principal designio de aquella histórica novela el panegírico del Marte francés, que la Scuderi había constituido ídolo suyo. Mas para sublimar al gran Ciro al punto más alto del heroísmo, no bastando ni las hazañas del Marte francés, ni las de su propia invención, ¿qué hizo? Copió a la letra la de un español, que es, sin duda, mayor y pide más grandeza de ánimo que todas las que, o el de Condé hizo, o la Scuderi fingió.

Hállase la relación de Scuderi en la primera parte del Gran Ciro, libro II. Allí se lee que, estando este príncipe, conocido entonces sólo por el fingido nombre de Artamenes, para dar batalla, como general de las tropas del rey de Capadocia, contra las del rey del Ponto, cuarenta caballeros, que aun en el número fue fiel copista la escritora, conspiraron unánimes en arriesgar sus vidas por quitársela a Artamenes. Por una especial generosidad, el mismo rey del Ponto le da aviso a Artamenes del furioso proyecto por medio de un rey de armas, a fin de que entre disfrazado en la refriega. Oyóle Artamenes; hace traer sus armas, muéstralas al enviado, le intima que publique sus señas en el ejército enemigo y le despide, regalándole con un rico diamante. Llega el día de la batalla; los cuarenta caballeros procuran la ejecución de su propósito; parte de ellos acometen a Artamenes, pero el esfuerzo de éste los atropella y le saca triunfante del peligro.

La primera vez que leí esta hazaña fingida de Artamenes no había leído la verdadera de don Beltrán de la Cueva, o por lo menos no me acordaba de haberla leído, y protesto que en mi interior acusé de defectuoso, en cuanto a esta parte, el juicio de la escritora francesa, pareciéndome que en esta ficción había salido de los términos de la verisimilitud. Tengo por sin duda que otros muchos críticos harían el mismo concepto; pero eso mismo revela la gloria de nuestro español, cuyo gran corazón arribó con la realidad adonde no llegaba la verisimilitud.

 

9

Porque nadie entienda que los españoles fueron los únicos que ejecutaron crueldades en la América, pondré aquí a un extranjero que acaso excedió en ellas a todos los españoles. Habiendo los Velsers, mercaderes ricos de Ausburg que habían prestado grandes sumas de dinero al emperador Carlos V, oído hablar de Venezuela, en las Indias Occidentales, como de un país muy abundante en oro, obtuvieron del Emperador, por vía de paga, la permisión del establecimiento y dominio de aquel país, debajo de ciertas condiciones. Hecha la convención, enviaron a Alfinger, alemán, como general, y a Bartolomé Sailler como su lugarteniente, con tres navíos que conducían cuatrocientos soldados de a pie y ochenta caballos. Estos dos hombres, aunque uno de los pactos era que procurarían la conversión de aquellos infieles, sólo pensaron en juntar oro, para cuyo fin no hubo inhumanidad ni barbarie que no cometiesen. Habiendo llegado a sus oídos el rumor de que muy dentro del país había una casa toda de oro, trataron de ir a buscarla, y como por ser muy largo el viaje y ninguna la seguridad de hallar víveres en los países que habían de atravesar, eran menester muchas provisiones, cargaron de gran cantidad de ellas a muchos indios, de modo que el peso excedía sus fuerzas, a que añadieron encadenarlos a todos por el cuello, casi en la forma que llevan los condenados a galeras. Sucedía a cada paso caer algunos en tierra rendidos del peso y la fatiga. El socorro que se daba a aquellos miserables era que por no retardar a los demás aquel poco tiempo que era menester para desatar la argolla que llevaban al cuello, al momento los degollaban. Pero la casa de oro, que en caso de existir valdría mucho menos que tanta inocente sangre derramada, no apareció, y Alfinger, víctima de su codicia, murió infelizmente en aquel viaje, sobreviviéndole poco tiempo Sailler. Refiérelo el padre Charlevoix en su Historia de la Isla de Santo Domingo, libro VI. [Histoire de Saint-Dominique, París, 1730, 2 vols., 4.º]