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Teatro crítico universal

Benito Jerónimo Feijoo


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Teatro crítico universal, I, Madrid, Imp. Lorenzo Francisco Mojados, 1726; II, Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1728; III (1729); IV (1730); V (1733); VI (1734); VII (1736); VIII 1739); IX (1740) en la misma imprenta y cotejada con la selección y edición crítica de Ángel-Raimundo Fernández González (Madrid, Cátedra, 1983, 2ª edición).]


ArribaAbajoPrólogo al lector

Lector mío, seas quien fueres, no te espero muy propicio, porque siendo verosímil que estés preocupado de muchas de las opiniones comunes que impugno, y no debiendo yo confiar tanto, ni en mi persuasiva ni en tu docilidad, que pueda prometerme conquistar luego tu asenso, ¿qué sucederá sino que, firme en tus antiguos dictámenes, condenes como inicuas mis decisiones? Dijo bien el padre Malebranche que aquellos autores que escriben para desterrar preocupaciones comunes no deben poner duda en que recibirá el público con desagrado sus libros. En caso que llegue a triunfar la verdad, camina con tan perezosos pasos la victoria, que el autor, mientras vive, sólo goza el vano consuelo de que le pondrán la corona de laurel en el túmulo. Buen ejemplo es del famoso Guillermo Harveo, contra quien, por el noble descubrimiento de la circulación de la sangre, declamaron furiosamente los médicos de su tiempo, y hoy le veneran todos los profesores de la Medicina como oráculo. Mientras vivió le llenaron de injurias, ya muerto, no les falta sino colocar su imagen en las aras.

Aquí era la ocasión de disponer tu espíritu a admitir mis máximas, representándote con varios ejemplos cuán expuestas viven al error las opiniones más establecidas. Pero porque ese es todo el blanco del primer discurso de este tomo, que a ese fin, como preliminar necesario, puse al principio, allí puedes leerlo. Si nada te hiciere fuerza, y te obstinares a ser constante sectario de la voz del pueblo, sigue norabuena su rumbo. Si eres discreto, no tendré contigo querella alguna porque serás benigno y reprobarás el dictamen, sin maltratar al autor. Pero si fueres necio, no puede faltarte la calidad de inexorable. Bien sé que no hay más rígido censor de un libro que aquel que no tiene habilidad para dictar una carta. En ese caso di de mí lo que quisieres. Trata mis opiniones de descaminadas por peregrinas, y convengamos los dos en que tú me tengas a mí por extravagante; yo a ti, por rudo.

Debo, no obstante, satisfacer algunos reparos que naturalmente harás leyendo este tomo. El primero es que no van los discursos distribuidos por determinadas clases, siguiendo la serie de las facultades o materias a que pertenecen.

A que respondo que aunque al principio tuve ese intento, luego descubrí imposible la ejecución; porque habiéndome propuesto tan vasto campo al Teatro Crítico, vi que muchos de los asuntos que se han de tocar en él son incomprehensibles debajo de facultad determinada, o porque no pertenecen a alguna, o porque participan igualmente de muchas. Fuera de esto, hay muchos de los cuales cada uno trata solitariamente de alguna facultad, sin que otro le haga consorcio en el asunto. Sólo en materias físicas (dentro de cuyo ámbito son infinitos los errores del vulgo) habrá tantos discursos que sean capaces de hacer tomo aparte, sin embargo, de que estoy más inclinado a dividirlos en varios tomos, porque con eso tenga cada uno más apacible variedad.

De suerte que cada tomo, bien que el designio de impugnar errores comunes uniforme, en cuanto a las materias parecerá un riguroso misceláneo. El objeto formal será siempre uno. Los materiales precisamente han de ser muy diversos.

Culpárasme acaso porque doy el nombre de errores a todas las opiniones que contradigo. Sería justa la queja si yo no previniese quitar desde ahora a la voz el odio con la explicación. Digo, pues, que error, como aquí le tomo, no significa otra cosa que una opinión que tengo por falsa, prescindiendo de si la juzgo o no probable.

Ni debajo del nombre de errores comunes quiero significar que los que impugno sean trascendentes a todos los hombres. Bástame para darles ese nombre que estén admitidos en el común del vulgo, o tengan entre los literatos más que ordinario séquito. Esto se debe entender con la reserva de no introducirme jamás a juez en aquellas cuestiones que se ventilan entre varias escuelas, especialmente en materias teológicas; porque, ¿qué puedo yo adelantar en asuntos que con tanta reflexión meditaron tantos hombres insignes? ¿O quién soy yo para presumir capaces mis fuerzas de aquellas lides, donde batallan tantos gigantes? En las materias de rigurosa Física no debe detenerme este reparo, porque son muy pocas las que se tratan (y esas con poca o ninguna reflexión) en otras escuelas.

Harásme también cargo porque, habiendo de tocar muchas cosas facultativas, escribo en el idioma castellano. Bastaríame por respuesta el que para escribir en el idioma nativo no se ha menester más razón que no tener alguna para hacer lo contrario. No niego que hay verdades que deben ocultarse al vulgo, cuya flaqueza más peligra tal vez en la noticia que en la ignorancia; pero ésas ni en latín deben salir al público, pues harto vulgo hay entre los que entienden este idioma; fácilmente pasan de éstos a los que no saben más que el castellano.

Tan lejos voy de comunicar especies perniciosas al público, que mi designio en esta obra es desengañarle de muchas que, por estar admitidas como verdaderas, le son perjudiciales, y no sería razón, cuando puede ser universal el provecho, que no alcanzare a todos el desengaño.

No por eso pienses que estoy muy asegurado de la utilidad de la obra. Aunque mi intento sólo es proponer la verdad, posible es que en algunos asuntos me falte penetración para conocerla, y en los más, fuerza para persuadirla. Lo que puedo asegurarte es que nada escribo que no sea conforme a lo que siento. Proponer y probar opiniones singulares, sólo por ostentar ingenio, téngolo por prurito pueril y falsedad indigna de todo hombre de bien. En una conversación se puede tolerar por pasatiempo; en un escrito es engañar al público. La grandeza del discurso está en penetrar y persuadir las verdades; la habilidad más baja del ingenio es enredar a otros con sofisterías. Las arañas, que aun entre los brutos son viles, fabrican telas delicadas, pero sutiles; sutiles y firmes, aun entre los hombres, no las hacen sino los artífices excelentes. En aquéllas se figuran los discursos agudos, pero sofísticos; en éstas los ingeniosos y sólidos.

No siempre los errores comunes que impugno ocupan todo el discurso donde se tratan. A veces son comprendidos muchos en un mismo discurso, o porque pertenecen derechamente a la materia de él, o porque se hallaron al paso y como por incidencia, siguiendo el asunto principal. Este método me pareció más oportuno; porque de hacer discurso aparte para cada opinión que impugno, habiendo en unas mucho que decir, y en otras poco, resultaría un todo compuesto de partes extremadamente desiguales.

Estoy esperando muchas impugnaciones, especialmente sobre dos o tres discursos de este libro; y aun algunos me previenen que cargarán sobre mí injurias y dicterios. En ese caso me aseguraré más de la verdad de lo que escribo, pues es cierto que desconfía de sus fuerzas quien contra mí se aprovecha de armas vedadas. Si me opusieren razones, responderé a ellas; si chocarrerías y dicterios, desde luego me doy por concluido, porque en ese género de disputa jamás me he ejercitado. Vale.






ArribaAbajoVoz del pueblo

Aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la voz del pueblo, autorizó la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una potestad tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria. Es éste un error de donde nacen infinitos; porque asentada la conclusión de que la multitud sea regla de la verdad, todos los desaciertos del vulgo se veneran como inspiraciones del Cielo. Esta consideración me mueve a combatir el primero este error, haciéndome la cuenta de que venzo muchos enemigos en uno solo, o a lo menos de que será más fácil expugnar los demás errores quitándoles primero el patrocinio que les da la voz común en la estimación de los hombres menos cautos.


§ 1

Aestimes judicia, non numeres, decía Séneca. El valor de las opiniones se ha de computar por el peso, no por el número de las almas. Los ignorantes, por ser muchos, no dejan de ser ignorantes. ¿Qué acierto, pues, se puede esperar de sus resoluciones? Antes es de creer que la multitud añadirá estorbos a la verdad, creciendo los sufragios al error. Si fue superstición extravagante de los Molosos, pueblos antiguos de Epiro, constituir el tronco de una encina por órgano de Apolo, no lo sería menos conceder esta prerrogativa a toda la selva Dodonea. Y si de una piedra, sin que el artífice la pula, no puede resultar la imagen de Minerva, la misma imposibilidad quedará en pie aunque se junten todos los peñascos de la montaña. Siempre alcanzará más un discreto solo que una gran turba de necios; como verá mejor al sol un águila sola que un ejército de lechuzas.

Preguntando alguna vez el Papa Juan XXIII qué cosa era la que distaba más de la verdad, respondió que el dictamen del vulgo. Tan persuadido estaba a lo mismo el severísimo Foción, que orando una vez en Atenas, como viese que todo el pueblo de común consentimiento levantaba la voz en su aplauso, preguntó a los amigos que tenía cerca de sí que en qué había errado, pareciéndole que en la ceguera del pueblo no cabía aplaudir sino los desaciertos. No apruebo sentencias tan rigurosas, ni puedo considerar al pueblo como antípoda preciso del hemisferio de la verdad. Algunas veces acierta; pero es por ajena luz o por casualidad. No me acuerdo qué sabio compara el vulgo a la luna, a razón de su inconstancia. También tenía lugar la comparación porque jamás resplandece con luz propia: Non consilium in vulgo, non ratio non discrimen, non diligentia, decía Tulio. No hay dentro de este vasto cuerpo luz nativa con que pueda discernir lo verdadero de lo falso. Toda ha de ser prestada y aun ésa se queda en la superficie, porque su opacidad hace impenetrable a los rayos el fondo.

Es el pueblo un instrumento de varias voces que, si no por un rarísimo acaso, jamás se pondrán por sí mismas en el debido tono, hasta que alguna mano sabia las temple. Fue sueño de Epicuro pensar que infinitos átomos, vagueando libremente por el aire, al ímpetu del acaso, sin el gobierno de alguna mente, pudiesen formar este admirable sistema del orbe. Pedro Gasendo y los demás reformadores modernos de Epicuro añadieron a ese confuso vulgo el régimen de la suprema inteligencia. Y aun supuesto ése, no se puede entender cómo, sin formas que pulan la rudeza de la materia, produzca la tierra la más humilde planta. Poco se distingue el vulgo de los hombres del vulgo de los átomos. De la concurrencia casual de sus dictámenes apenas podrá resultar jamás una ordenada serie de verdades fijas. Será menester que la suprema inteligencia sea intendente de la obra; pero, ¿cómo lo hace? Usando, como de subalternos suyos, de hombres sabios, que son las formas que disponen y organizan esos materiales entes.

Los que dan tanta autoridad a la voz común no prevén una peligrosa consecuencia que está muy vecina a su dictamen. Si a la pluralidad de voces se hubiese de fiar la decisión de las verdades, la sana doctrina se había de buscar en el Alcorán de Mahoma, no en el Evangelio de Cristo; no los decretos del Papa, sino los del mustí, habrían de arreglar las costumbres, siendo cierto que más votos tiene a su favor en el mundo el Alcorán que el Evangelio. Yo estoy tan lejos de pensar que el mayor número deba captar el asenso, que antes pienso se debe tomar el rumbo contrario, porque la naturaleza de las cosas lleva que en el mundo ocupe mucho mayor país el error que la verdad. El vulgo de los hombres, como la ínfima y más humilde porción del orbe racional, se parece al elemento de la tierra, en cuyos senos se produce poco oro, pero muchísimo hierro.




§ 2

Quien considerare que para la verdad no hay más que una senda y para el error infinitas, no extrañará que caminando los hombres con tan escasa luz, se descaminen los más. Los conceptos que el entendimiento forma de las cosas son como las figuras cuadriláteras, que sólo de un modo pueden ser regulares, pero de innumerables modos pueden ser irregulares o trapecias, como las llaman los matemáticos. Cada cuerpo en su especie, sólo por una medida puede salir rectamente organizado; pero por otras infinitas puede salir monstruoso. Sólo de un modo se puede acertar; errar, de infinitos. Aun en el cielo no hay más que dos puntos fijos para dirigir los navegantes. Todo lo demás es voluble. Otros dos puntos fijos hay en la esfera del entendimiento: la revelación y la demostración. Todo el resto está lleno de opiniones, que van volteando y sucediéndose unas a otras, según el capricho de inteligencias motrices inferiores. Quien no observare diligente aquellos dos puntos, o uno de ellos, según el hemisferio por donde navega, esto es, el primero en el hemisferio de la gracia, el segundo en el hemisferio de la naturaleza, jamás llegará al puerto de la verdad. Pero así como en muy pocas partes del globo terráqueo miran derechamente las agujas magnéticas a uno ni a otro polo, sí que las más declinan de él, ya más, ya menos grados, ni más ni menos en muy pocas partes del mundo atina el entendimiento humano con uno ni otro polo de su gobierno. Al polo de la revelación sólo se mira derechamente en dos partes pequeñas: una de la Europa, otra de la América. En todas las demás se inclina, ya más, ya menos grados. En los países de los herejes ya tuerce bastante la aguja; más aún en los de los mahometanos; muchísimo más en los de los idólatras. El polo de la demostración sólo tiene inspectores en el corto pueblo de los matemáticos, y aun ahí se padecen a veces algunas declinaciones.

Pero, ¿qué es menester girar el mundo para hallar en varias regiones la sentencia del común divorciada con la verdad? Aun en aquel pueblo que se llamó pueblo de Dios, tan lejos estuvieron muchas veces de ser una misma la voz de Dios y la del pueblo, que ni aun consonancia tuvieron entre sí. Tan presto se ponía la voz del pueblo en armonía con la divina, tan presto se desviaba a la mayor disonancia. Propónele Moisés las leyes que Dios le había dado y todo el pueblo responde a una voz: Cuanto Dios ha dicho ejecutaremos: Responditque omnis populus una voce: Omnia verba Domini quae locutus est faciemus. ¡Oh qué consonancia tan hermosa de una voz con otra! Apártase el maestro de capilla Moisés, que ponía en tono la voz del pueblo, y al instante el pueblo mismo congregado, después de obligar a Aarón a que le fabricase dos ídolos, levanta la voz diciendo que aquellos son verdaderos dioses, a quienes deben su libertad: Dixeruntque: hi sunt dii tui, Israel, qui te eduxerunt de terra Aegypti. ¡Oh qué disonancia tan horrible!

Así sucedió otras muchas veces. Pero el caso en que pidieron rey a Samuel tiene algo de particular. La voz de Dios, por el órgano del profeta, los disuadía de la elección de Rey. Pero, ¡qué distante estaba la voz del pueblo de ponerse en consonancia con el órgano de Dios! Instan una y otra vez que se les dé rey; y, ¿en qué se fundan? En que las demás naciones le tienen: Erimus nos quoque sicut omnes gentes. Aquí se notan dos cosas: la una, que siendo voz de todo el pueblo, fue errada; la otra, que no la eximió de error el ir calificada con la autoridad de todos los demás pueblos, Erimus nos quoque sicut omnes gentes. La voz del pueblo de Israel se puso en consonancia con las voces de todos los demás pueblos y la consonancia con las voces de todos los demás pueblos la hizo disonante de la voz divina. Andaos ahora a gobernaros por voces comunes sobre el fundamento de que la voz del pueblo es voz de Dios.




§ 3

En una materia determinada creí yo algún tiempo que la voz del pueblo era infalible, conviene a saber: en la aprobación o reprobación de los sujetos. Parecíame que aquel que todo el pueblo tiene por bueno, ciertamente es bueno; el que todos tienen por sabio, ciertamente es sabio, y al contrario. Pero haciendo más reflexión hallé que también en esta materia claudica algunas veces la sentencia popular. Estando una vez Foción reprendiendo con alguna aspereza al pueblo de Atenas, su enemigo Demóstenes le dijo: «Mira que te matará el pueblo si empieza a enloquecer.» «Y a ti te matará -respondió Foción- si empieza a tener juicio.» Sentencia con que declaró su mente, de que nunca hace el pueblo concepto sano en la calificación de sujetos. El hado infeliz del mismo Foción comprobó en parte su sentir, pues vino a morir por el furioso pueblo de Atenas, como delincuente contra la Patria, siendo el hombre mejor que en aquel tiempo tenía Grecia.

Ser reputado un ignorante por sabio, o un sabio por loco, no es cosa que no haya sucedido en algunos pueblos. Y en orden a esto es gracioso el suceso de los abderitas con su compatriota Demócrito. Este filósofo, después de una larga meditación sobre las vanidades y ridiculeces de los hombres, dio en el extremo de reírse siempre que cualquiera suceso le traía este asunto a la memoria. Viendo esto los abderitas, que antes le tenían por sapientísimo, no dudaban en que se había vuelto loco. Y a Hipócrates, que florecía en aquel tiempo, escribieron pidiéndole encarecidamente que fuese a curarle. Sospechó el buen viejo lo que era, que la enfermedad no estaba en Demócrito, sino en el pueblo, el cual, a fuer de muy necio, juzgaba en el filósofo locura lo que era una excelente sabiduría. Así le escribe a su amigo Dionisio dándole noticia de este llamamiento de los abderitas y relación que le habían hecho de la locura de Demócrito: Ego vero neque morbum ipsum esse puto, sed immodicam doctrinam, quae revera non est immodica, sed ab idiotis putantur. Y escribiendo a Filopemenes, dice: Cum non insaniam, sed quandam excellentem mentis sanitatem vir ille declaret. Fue, en fin, Hipócrates a ver a Demócrito, y en una larga conferencia que tuvo con él halló el fundamento de su risa en una moralidad discreta y sólida, de que quedó convencido y admirado. Da puntual noticia Hipócrates de esta conferencia en carta escrita a Damageto, donde se leen estos elogios de Demócrito. Entre otras cosas le dice: «Mi conjetura, Damageto, salió cierta. No está loco Demócrito; antes es el hombre más sabio que he visto. A mí con su conversación me hizo más sabio, y por mí a todos los demás hombres»: Hoc erat illud, Damagete, quod coniectabamus. Non insanit Democritus, sed super omnia sapit, et nos sapientiores effecit, et per nos omnes homines.

Hállanse estas cartas en las obras de Hipócrates, dignísimas, cierto, de ser leídas, especialmente la de Damageto. Y de ellas se colige, no sólo cuánto puede errar el pueblo entero en el concepto que hace de algún individuo, mas también la ninguna razón con que tantos autores pintan a Demócrito como un hombre ridículo y semifatuo, pues nadie le disputa el juicio y la sabiduría a Hipócrates; y éste, habiéndole tratado muy despacio, da testimonio tan opuesto, que, por su dicho, venía a ser Demócrito el hombre más sabio y cuerdo del mundo. Otra carta se halla de Hipócrates a Demócrito, donde le reconoce por el mayor filósofo natural del orbe: Optimum naturae, ac mundi interpretem te iudicavi. Era entonces Hipócrates bastantemente anciano, pues en la misma carta lo dice: Ego enim ad finem medicinae non perveni, etiamsi iam senex sim, y por tanto, capacísimo de hacer recto juicio de la doctrina de Demócrito. Lo que a mi parecer hace verosímil la acusación que algunos autores oponen a Aristóteles de que no expuso fielmente las opiniones de éste y otros filósofos que le precedieron a fin de establecer en el mundo la monarquía de su doctrina, desacreditando todas las demás, y haciendo, dice el gran Bacon de Verulamio, con los demás filósofos lo que hacen los emperadores otomanos, que para reinar seguros matan a todos sus hermanos. Pero volvamos a nuestro propósito1.




§ 4

En cuanto a la virtud y el vicio, tomando una por otro en sujetos determinados, fueron tantos los errores de los pueblos, que se tropieza con ellos a cada paso en las historias. No hay más que ver que los mayores embusteros del mundo pasaron por depositarios de los secretos del Cielo. Numa Pompillo introdujo en los romanos la policía y la religión que quiso, a favor de la ficción de que la ninfa Egeria le dictaba todo cuanto él proponía. Debajo de las banderas de Sertorio militaron ciegos los españoles contra los romanos, por haberle creído que en una cierva blanca, que había criado a su modo y de quien con astucia se servía, ostentando que sabía por ella todas las noticias que por vías ocultas se le administraban, le hablaba la deidad de Diana. Mahoma persuadió a una gran parte de la Asia que el Arcángel San Gabriel era nuncio que había deputado para él la corte celestial, debajo de la figura de una paloma, a quien había enseñado a arrimarle el pico a la oreja. Los más de los heresiarcas, aunque manchados de vicios bastantemente descubiertos, fueron reputados en varios pueblos como archivos venerables de los misterios divinos. Dentro del mismo seno de la Iglesia romana se produjeron semejantes monstruosidades. Tanquelino, hombre flagiciosísimo, dado descubiertamente a toda torpeza, en el siglo undécimo fue venerado de todo el pueblo de Amberes por santo, en tanto grado, que guardaban como reliquia el agua en que se lavaba. La República florentina, que nunca pasó por pueblo rudo, respetó muchos años como hombre santo y dotado de espíritu profético a fray Jerónimo de Savonarola, hombre de prodigiosa facundia y aún mayor sagacidad, que les hizo creer que eran revelaciones sus conjeturas políticas y los avisos ocultos que tenía de la corte de Francia, sin embargo, de que muchas de sus predicciones salieron falsas, como la de la segunda venida de Carlos VIII a Italia, de la mejoría de Juan Pico de la Mirandola en la enfermedad de que dos días después murió, y otras. Ni haberle quemado en la plaza pública de Florencia bastó para desengañar a todos de sus imposturas, pues no sólo los herejes le veneran como un hombre celestial y precursor de Lutero, por sus vehementes declamaciones contra la corte de Roma, mas aun algunos católicos hicieron su panegírico, entre los cuales sobresalió Marco Antonio Flaminio, con este hermoso, aunque falso epigrama:


Dum fera flamma tuos, Hieronime, pascitur artus
Religio sacras dilaniata comas
Flevit, et «oh», dixit «crudeles parcite flammae»
   «Parcite, sunt isto viscera nostra rogo».



Lo que ha habido en esta materia más monstruoso es que algunas iglesias particulares celebraron y dieron culto como a Santos a hombres perversos o que murieron separados de la comunión de la Iglesia romana. La iglesia de Limoges celebró solemnemente mucho tiempo con rezo propio, que aún hoy existe en el Breviario antiguo de aquella Iglesia, a Eusebio Cesariense, que vivió y murió en la herejía arriana, por equivocación, a lo que se puede discurrir, que hubo al principio, de Eusebio, obispo de Cesarea en Capadocia, sucesor de San Basilio, con Eusebio, obispo de Cesarea en Palestina, de quien hablamos. Bien sé que uno u otro autor dicen que Eusebio se redujo en el Concilio Niceno a la creencia católica, y fue después constante en ella; pero contra tantos testimonios en contrario y contra sus mismos escritos, que, al parecer, carece su defensa de toda probabilidad. La iglesia de Turon veneró a un ladrón como mártir y le tenía erigido altar, que destruyó, sacando de su error al pueblo, San Martín, como afirma Sulpicio Severo en su Vida.




§ 5

Para desconfiar del todo de la voz popular no hay sino hacer reflexión sobre los extravagantísimos errores que en materia de religión, policía y costumbres se vieron y se ven autorizados con el común consentimiento de varios pueblos. Cicerón decía que no hay disparate alguno tan absurdo que no le haya afirmado algún filósofo: Nihil tam absurdum dici potest, quod non dicatur ab aliquo philosophorum. Con más razón diré yo que no hay desatino alguno tan monstruoso que no esté patrocinado del consentimiento uniforme de algún pueblo.

Cuanto la luz de la razón natural representa abominable, ya en esta, ya en aquella región, pasó y aún pasa por lícito. La mentira, el perjurio, el adulterio, el homicidio, el robo; en fin, todos los vicios lograron o logran la general aprobación de algunas naciones. Entre los antiguos germanos el robo hacía al usurpador legítimo dueño de lo que hurtaba. Los hérulos, pueblo antiguo poco distante del mar Báltico, aunque su situación no se sabe a punto fijo, mataban todos los enfermos y viejos; ni permitían a las mujeres sobrevivir a sus maridos. Más bárbaros aún los caspianos, pueblos de la Scitia, encarcelaban y hacían morir de hambre a sus propios padres cuando llegaban a edad avanzada. ¿Qué deformidades no ejecutarían unos pueblos de Etiopía, que, según Eliano, tenían por rey a un perro, siendo este bruto, con sus gestos y movimientos, regla de todas sus acciones? Fuera de la Etiopía señala Plinio los toembaros, que obedecían al mismo dueño.

Ni está mejorado en estos tiempos el corazón del mundo. Son muchas las regiones donde se alimentan de carne humana y andan a caza de hombres como de fieras. En el palacio del rey de Macoco, dueño de una grande porción de la África, junto a Congo, se matan diariamente, a lo que afirma Tomás Cornelio, doscientos hombres, entre delincuentes y esclavos de tributo, para plato del rey y de sus domésticos, que son muchísimos. Los yagos, pueblos del reino de Ansico, en la misma África, no sólo se alimentan de los prisioneros que hacen en la guerra, mas también de los que entre ellos mueren naturalmente; de modo que en aquella nación los muertos no tienen otro sepulcro que el estómago de los vivos. Todo el mundo sabe que en muchas partes del Oriente hay la bárbara costumbre de quemarse vivas las mujeres cuando mueren los maridos; y aunque esto no es absoluta necesidad, rarísima o ninguna deja de ejecutarlo, porque queda después infame, despreciada y aborrecida de todos. Entre los cafres, todos los parientes del que muere tienen la obligación de cortarse el dedo pequeño de la mano izquierda, y echarlo en el sepulcro del difunto.

¿Qué diré de las licencias que tiene la torpeza en varias naciones? En Malabar pueden las mujeres casarse con cuantos maridos quisieren. En la isla de Ceilán, en casándose la mujer es común a todos los hermanos del marido, y pueden los dos consortes divorciarse cuando quieran, para contraer nueva alianza. En el reino de Calicut todas las nuevas esposas, sin excepción de la misma reina, antes de permitirse al uso de sus maridos, son entregadas a la lascivia de alguno de sus bracmanes o sacerdotes. En la Mingrelia, provincia de la Georgia, donde son cristianos cismáticos con mezcla de varios errores, el adulterio pasa por acción indiferente; y así rarísima persona hay, ni de uno ni de otro sexo, que guarde fidelidad a su consorte; bien es verdad que el marido, en el caso de sorprender a la mujer en adulterio, tiene derecho para hacer pagar al adúltero un cochino, que es muy buena satisfacción, y suele ser convidado a comer de él el mismo reo.




§ 6

Sería cosa inmensa si me pusiese a referir las extravagantísimas supersticiones de varios pueblos. Los antiguos gentiles, ya se sabe que adoraron los más despreciables y viles brutos. Fue deidad de una nación la cabra, de otra la tortuga, de otra el escarabajo, de otra la mosca. Aun los romanos, que pasaron por la gente más hábil del orbe, fueron extremadamente ridículos en la religión, como San Agustín, en varías partes de sus libros de la Ciudad de Dios, les echa en rostro; en que lo más especial fue aquella innumerable multitud de dioses que introdujeron, pues sólo para cuidar de las mieses y granos tenían repartidos entre doce deidades doce oficios diferentes. Para guardar la puerta de la casa había tres: el dios Lorculo cuidaba de la tabla, la diosa Cardea cuidaba del quicio, y el dios Limentino del umbral; en que con gracejo los redarguye San Agustín de que, teniendo cualquiera por bastante un hombre solo para portero, no pudiendo un dios solo hacer lo que hace un hombre solo, pusiesen tres en aquel ministerio. Plinio, que va por el extremo opuesto de negar toda deidad o por lo menos de dudar de la deidad y negar la providencia, hace la cuenta de que era, según la supersticiosa creencia de los romanos, mayor el número de las deidades que el de los hombres: Quam ob rem maior caelitum populus etiam quam hominum intelligi potest. El cómputo es fijo; porque cada uno se formaba una deidad singular en su propio genio, y sobre eso adoraba todos los dioses comunes, cuya multitud se puede colegir, no sólo de lo que acaba de decirnos San Agustín, mas también de lo que dice el mismo Plinio, que llegaron a erigirse templos y aras a las mismas dolencias e incomodidades que padecen los hombres: Morbis etiam in genera descriptis, et multis etiam pestibus, dum esse placatas trepido metu cupimus. Y es cierto, que la Fiebre tenía un templo en Roma, y otro la mala Fortuna.

Los idólatras modernos no son menos ciegos que los antiguos. El demonio, con nombre de tal, es adorado de muchas naciones. En Pegú, reino oriental de la península de la India, aunque reverencian a Dios como autor de todo bien, más cultos dan el demonio, a quien con una especie de maniqueísmo creen autor de todo mal. En la embajada que hizo a la China el difunto zar de Moscovia, habiendo encontrado los de la comitiva en el camino a un sacerdote idólatra orando, le preguntaron a quién adoraba, a lo que él respondió en tono muy magistral: «Yo adoro a un dios al cual el Dios que vosotros adoráis arrojó del Cielo; pero pasado algún tiempo, mi dios ha de precipitar del Cielo al vuestro y entonces se verán grandes mudanzas en los hijos de los hombres...». Alguna noticia deben tener en aquella región de la caída de Lucifer; pero buen redentor esperan si aguardan a que vuelva al Cielo esa deidad suya. Por motivo poco menos ridículo no maldicen jamás al diablo los jecides (secta que hay en Persia y en Turquía) y es que temen que algún día se reconcilie con Dios y se vengue de las injurias que ahora se le hacen.

En el reino de Siam adoran un elefante blanco, a cuyo obsequio continuo están destinados cuatro mandarines, y le sirven comida y bebida en vajilla de oro. En la isla de Ceilán adoraban un diente que decían haber caído de la boca de Dios; pero habiéndole cogido el portugués Constantino de Berganza, le quemó, con grande oprobio de sus sacerdotes, autores de la fábula. En el cabo de Honduras adoraban los indios a un esclavo; pero al pobre no le duraba ni la deidad ni la vida más de un año, pasado el cual le sacrificaban, sustituyendo otro en su plaza. Y es cosa graciosa que creían podía hacer a otros felices quien a sí propio no podía redimirse de las prisiones y guardas con que le tenían siempre asegurado. En la Tartaria meridional adoran a un hombre, a quien tienen por eterno, dejándose persuadir a ello con el rudo artificio de los sacerdotes destinados a su culto, los cuales sólo le muestran en un lugar secreto del palacio o templo, cercado de muchas lámparas, y siempre tienen de prevención escondido otro hombre algo parecido a él, para ponerle en su lugar cuando aquél muera, como que es siempre el mismo. Llámanle Lama, que significa lo mismo que padre eterno, y es de tal modo venerado, que los mayores señores solicitan con ricos presentes alguna parte de las inmundicias que excreta, para traerla en una caja de oro pendiente al cuello, como singularísima reliquia. Pero ninguna superstición parece ser más extravagante que la que se practica en Balia, isla del mar de la India, al oriente de la de Java, donde no sólo cada individuo tiene su deidad propia, aquella que se le antoja a su capricho: o un tronco, o una piedra, o un bruto, pero muchos (porque también tienen esa libertad) se la mudan cada día, adorando diariamente lo primero que encuentran al salir de casa por la mañana2.




§ 7

¿Qué diré de los disparates históricos que en muchas naciones se veneran como tradiciones irrefragables? Los arcades juzgaban su origen anterior a la creación de la luna. Los del Perú tenían a sus reyes por legítimos descendientes del Sol. Los árabes creen como artículo de fe la existencia de un ave que llaman Anca Megareb, de tan portentoso tamaño que sus huevos igualan la mole de los montes, la cual, después que por cierto insulto la maldijo su profeta Handala, vive retirada en una isla inaccesible. No tiene menos asentado su crédito entre los turcos un héroe imaginario llamado Chederles, que dicen fue capitán de Alejandro; y habiéndose hecho inmortal, como también su caballo con la bebida de la agua de cierto río, anda hasta hoy discurriendo por el mundo, y asistiendo a los soldados que le invocan; siendo tanta la satisfacción con que aseguran estos sueños, que cerca de una mezquita destinada a su culto muestran los sepulcros de un sobrino y un criado de este caballero andante, por cuya intercesión, añaden, se hacen en aquel sitio continuos milagros.

En fin, si se registra país por país, todo el mapa intelectual del orbe, exceptuando las tierras donde es adorado el nombre de Cristo, en el resto de tan dilatada tabla no se hallarán sino borrones. Todo país es África para engendrar monstruos. Toda provincia es Iberia para producir venenos. En todas partes como en Licia, se fingen quimeras. Cuantas naciones carecen de la luz del Evangelio están cubiertas de tan espesas sombras como en otro tiempo Egipto. No hay pueblo alguno que no tenga mucho de bárbaro. ¿Qué se sigue de aquí? Que la voz del pueblo está enteramente desnuda de autoridad, pues tan frecuentemente la vemos puesta de parte del error. Cada uno tiene por infalible la sentencia que reina en su Patria; y esto sobre el principio que todos lo dicen y sienten así. ¿Quiénes son esos todos? ¿Todos los del mundo? No; porque en otras regiones se siente y dice lo contrario. Pues, ¿no es tan pueblo uno como otro? ¿Por qué ha de estar más vinculada la verdad a la voz de este pueblo que a la del otro? ¿No más que porque éste es pueblo mío, y el otro ajeno? Es buena razón.




§ 8

No he visto que alguno de aquellos escritores dogmáticos que concluyentemente han probado por varios capítulos la evidente credibilidad de nuestra santa fe, introduzca por uno de ellos el consentimiento de tantas naciones en la creencia de esos misterios, pero sí el consentimiento de hombres eminentísimos en santidad y sabiduría. Aquel argumento tendría evidente instancia en la idolatría y en la secta mahometana; éste no tiene respuesta ni instancia alguna; porque si se nos opone el consentimiento de los filósofos antiguos en la idolatría, procede la objeción sobre supuesto falso; constando por testimonios irrefragables que aquellos filósofos en materia de religión no sentían con el pueblo. El más sabio de los romanos, Marco Varrón, distinguió, entre los antiguos, tres géneros de teología: la natural, la civil y la poética. La primera era la que existía en la mente de los sabios, la segunda regía la religión de los pueblos, la tercera era invención de los poetas. Y de todas tres, sola la primera tenían por verdadera los filósofos. La distinción de las dos primeras, ya Aristóteles la había apuntado en el libro XII de los Metafísicos, capítulo VIII, donde dice que en las opiniones comunicadas de los siglos antecedentes, en orden a los dioses, había unas cosas verdaderas, otras falsas, pero inventadas para el uso y gobierno civil de los pueblos: Caetera vero fabulose ad multitudinis persuasionem, etc. Es verdad que aunque aquellos filósofos no sentían con el pueblo, hablaban en lo común con el pueblo, que lo contrario era muy arriesgado; porque a quien negaba la pluralidad de dioses le tenían, como le sucedió a Sócrates, por impío; con que en la voz del pueblo estaba todo el error, y en la mente de pocos sabios se encarcelaba lo poco o mucho que había de verdad.

Menos aún se puede oponer a la moral evidencia que presta a la credibilidad de nuestros misterios el consentimiento de tantos hombres, a todas luces grandes, el decir que también entre los herejes hay y ha habido muchos sabios, porque éstos padecen dos gravísimas excepciones. La primera es que la doctrina no fue acompañada de la virtud. Entre los heresiarcas apenas hubo uno que no estuviese manchado con vicios muy patentes. Entre los que los siguieron, ni los mismos parciales reconocen alguno de santidad sobresaliente. Uno u otro que se quisieron meter a profetas, fueron la risa de los pueblos al ver falsificadas sus profecías, como sucedió en nuestros tiempos a monsieur Jurieu, cuyas erradas predicciones aún hoy son oprobio de los protestantes. La segunda excepción es que, entre esos mismos herejes doctos, falta el consentimiento: Unusquisque in siam suam declinavit. Tan lejos van de estar unos con otros de acuerdo, que ni aun lo está alguno de ellos consigo mismo. Es materia de lástima y de risa ver en sus propios escritos las frecuentes contradicciones de los mayores hombres que han tenido, y esto, en los artículos más substanciales. Éste fue el gran argumento con que azotó terriblemente a todos los herejes el insigne obispo meldense, Jacobo Benigno Bossuet, en su Historia de las variaciones de las iglesias protestantes. Duélome mucho de que esta maravillosa obra no esté traducida en todas las lenguas europeas; pues ni aun sé que haya salido hasta ahora del idioma francés al latino, cuando otros libros inútiles, y aun nocivos, hallan traductores en todas las naciones.

No obstante todo lo dicho en este capítulo, concluiré señalando dos sentidos en los cuales únicamente, y no en otro alguno, tiene verdad la máxima de que la voz del pueblo es voz de Dios. El primero es tomando por voz del pueblo el unánime consentimiento de todo el pueblo de Dios, esto es, de la Iglesia universal, la cual es cierto no puede errar en las materias de fe, no por imposibilidad antecedente que se siga a la naturaleza de las cosas, sí por la promesa que Cristo la hizo de su continua asistencia y de la del Espíritu Santo en ella. Dije todo el pueblo de Dios, porque una gran parte de la Iglesia puede errar, y de hecho erró en el gran cisma del Occidente, pues los reinos de Francia, Castilla, Aragón y Escocia tenían por legítimo Papa a Clemente VII; el resto de la cristiandad adoraba a Urbano VI, y de los dos partidos es evidente que alguno erraba. Prueba concluyente de que dentro de la misma Cristiandad puede errar en cosas muy substanciales, no sólo algún pueblo grande, pero aun la colección de muchos pueblos y coronas.

El segundo sentido verdadero de aquella máxima es tomando por voz del pueblo la de todo el género humano. Es por lo menos moralmente imposible que todas las naciones del mundo convengan en algún error; y así, el consentimiento de toda la tierra en creer la existencia de Dios se tiene entre los doctos por una de las pruebas concluyentes de este artículo.






ArribaAbajoAmor de la patria y pasión nacional


§ 1

Busco en los hombres aquel amor de la patria que hallo tan celebrado en los libros; quiero decir aquel amor justo, debido, noble, virtuoso, y no le encuentro. En unos no veo algún afecto a la patria; en otros sólo veo un afecto delincuente, que con voz vulgarizada se llama pasión nacional.

No niego que revolviendo las historias se hallan a cada paso millares de víctimas sacrificadas a este ídolo. ¿Qué guerra se emprendió sin este especioso pretexto? ¿Qué campaña se ve bañada de sangre, a cuyos cadáveres no pusiese la posteridad la honrosa inscripción general de que perdieron la vida por la patria? Mas si examinamos las cosas por adentro, hallaremos que el mundo vive muy engañado en el concepto que hace que tenga tantos y tan finos devotos esta deidad imaginaria. Contemplemos puesta en armas cualquiera república sobre el empeño de una justa defensa, y vamos viendo a la luz de la razón qué impulso anima aquellos corazones a exponer sus vidas. Entre los particulares algunos se alistan por el estipendio y por el despojo; otros por mejorar de fortuna, ganando algún honor nuevo en la milicia, y los más por obediencia y temor al príncipe o al caudillo. Al que manda las armas le insta su interés y su gloria. El príncipe o magistrado, sobre estar distante del riesgo, obra no por mantener la república, sí por conservar la dominación. Ponme que todos esos sean más interesados en retirarse a sus casas que en defender los muros; verás cómo no quedan diez hombres en las almenas.

Aun aquellas proezas que inmortalizó la fama como últimos esfuerzos del celo por el bien público acaso fueron más hijas de la ambición de gloria que del amor de la patria. Pienso que si no hubiese testigos que pasasen la noticia a la posteridad, ni Curcio se hubiera precipitado en la sima, ni Marco Atilio Régulo se hubiera metido a morir en la jaula de hierro, ni los dos hermanos Filenos, sepultándose vivos, hubieran extendido los términos de Cartago. Fue muy poderoso en el gentilismo el hechizo de la fama póstuma. También puede ser que algunos se arrojasen a la muerte, no tanto por el logro de la fama cuanto por la loca vanidad de verse admirados y aplaudidos unos pocos instantes de vida, de que nos da Luciano un ilustre ejemplo en la voluntaria muerte del filósofo Peregrino.

En Roma se preconizó tanto el amor de la patria, que parecía ser esta noble inclinación el alma de toda aquella república. Mas lo que yo veo es que los mismos romanos miraban a Catón como un hombre rarísimo y casi bajado del cielo, porque le hallaron siempre constante a favor del público. De todos los demás, casi sin excepción, se puede decir que el mejor era el que, sirviendo a la patria, buscaba su propia exaltación más que la utilidad común. A Cicerón le dieron el glorioso nombre de padre de la patria por la feliz y vigorosa resistencia que hizo a la conjuración de Catilina. Éste, al parecer, era un mérito grande; pero en realidad equívoco, porque le iba a Cicerón, no sólo el Consulado, mas también la vida en que no lograse sus intentos aquella furia. Es verdad que después, cuando César tiranizó la república, se acomodó muy bien con él. Los sobornos de Yugurta, rey de Numidia, descubrieron sobradamente qué espíritu era el que movía al Senado romano. Toleróle éste muchas y graves maldades contra los intereses del Estado a aquel príncipe sagaz y violento, porque a cada nueva insolencia que hacía enviaba nuevo presente a los senadores. Fue, en fin, traído a Roma para ser residenciado; y aunque bien lejos de purgar los delitos antiguos, dentro de la misma ciudad cometió otro nuevo y gravísimo; a favor del oro le dejaron ir libre; lo que en el mismo interesado produjo tal desprecio de aquel gobierno, que a pocos pasos después que había salido de Roma, volviendo a ella con desdén la cara, la llamó ciudad venal; añadiendo que presto perecería, como hubiese quien la comprase: Urbem venalem, et mature perituram, si emptoren invenerit. Lo mismo, y aún con más particularidad, dijo Petronio:


Venalis populus, venalis curia patrum.



Éste era el amor de la patria que tanto celebraba Roma, y a quien hoy juzgan muchos se debió la portentosa amplificación de aquel imperio.




§ 2

El dictamen común dista tanto en esta parte del nuestro, que cree ser el amor de la patria como trascendente a todos los hombres; en cuya comprobación alega aquella repugnancia que todos, o casi todos, experimentan en abandonar el país donde nacieron para establecerse en otro cualquiera; pero yo siento que aquí hay una grande equivocación, y se juzga ser amor de la patria lo que sólo es amor de la propia conveniencia. No hay hombre que no deje con gusto su tierra, si en otra se le representa mejor fortuna. Los ejemplos se están viendo cada día. Ninguna fábula entre cuantas fabricaron los poetas me parece más fuera de toda verosimilitud que el que Ulises prefiriese los desapacibles riscos de su patria Ítaca a la inmortalidad llena de placeres que le ofrecía la ninfa Calipso, debajo de la condición de vivir con ella en la isla Ogigia.

Diráseme que los scitas, como testifica Ovidio, huían de las delicias de Roma a las asperezas de su helado suelo; que los lapones, por más conveniencias que se les ofrezcan en Viena, suspiran por volverse a su pobre y rígido país; y que pocos años ha un salvaje de la Canadá, traído a París, donde se le daba toda comodidad posible, vivió siempre afligido y melancólico.

Respondo que todo esto es verdad; pero también lo es que estos hombres viven con más conveniencia en la Scitia, en la Laponia y en la Canadá que en Viena, París y Roma. Habituados a los manjares de su país, por más que a nosotros nos parezcan duros y groseros, no sólo los experimentan más gratos, pero más saludables. Nacieron entre nieves y viven gustosos entre nieves; como nosotros no podemos sufrir el frío de las regiones septentrionales, ellos no pueden sufrir el calor de las australes. Su modo de gobierno es proporcionado a su temperamento; y aun cuando les sea indiferente, engañados con la costumbre, juzgan que no dicta otro la misma naturaleza. Nuestra política es barbarie para ellos, como la suya para nosotros. Acá tenemos por imposible vivir sin domicilio estable; ellos miran éste como una prisión voluntaria, y tienen por mucho más conveniente la libertad de mudar habitación cuando y adonde quieren, fabricándosela de la noche a la mañana, o en el valle, o en el monte, o en otro país. La comodidad de mudar de sitio según las varias estaciones del año, sólo la logran acá los grandes señores; entre aquellos bárbaros ninguno hay que no la logre, y yo confieso que tengo por una felicidad muy envidiable el poder un hombre, siempre que quiere, apartarse de un mal vecino y buscar otro de su gusto.

Olavo Rudbec, noble sueco, que viajó mucho por los países septentrionales, en un libro que escribió, intitulado Laponia illustrata, dice que sus habitadores están tan persuadidos de las ventajas de su región, que no la trocaran a otra alguna por cuanto tiene el mundo. De hecho representa algunas conveniencias suyas, que no son imaginarias, sino reales. Produce aquella tierra algunos frutos regalados, aunque distintos de los nuestros. Es inmensa la abundancia de caza y pesca, y ésta especialmente gustosísima. Los inviernos, que acá nos son tan pesados por húmedos y lluviosos, allí son claros y serenos; de aquí viene que los naturales son ágiles, sanos y robustos. Son rarísimas en aquella tierra las tempestades de truenos. No se cría en ella alguna sabandija venenosa. Viven también exentos de aquellos dos grandes azotes del cielo, guerra y peste. De uno y otro los defiende el clima, por ser tan áspero para los forasteros como sano para los naturales. Las nieves no los incomodan, porque, ya por su natural agilidad, ya por arte y estudio vuelan por las cumbres nevadas como ciervos. La multitud de osos blancos, de que abunda aquel país, les sirve de diversión, porque están tan diestros en combatir estas fieras, que no hay lapón que no mate muchas al año, y apenas se ve jamás que algún paisano muera a manos de ellas.

Añadamos que aquella larga noche de las regiones subpolares, que tan horrible se nos representan, no es lo que se imagina. Apenas tiene de noche perfecta un mes entero. La razón es porque el sol desciende debajo de su horizonte solo veinte y tres grados y medio, y hasta los diez y ocho grados de depresión duran los crepúsculos, según el cómputo que hacen los astrónomos. Tampoco la ausencia aparente del sol dura seis meses, como comúnmente se dice, sí solos cinco; porque a causa de la grande refracción que hacen los rayos en aquella atmósfera, se ve el cuerpo solar medio mes antes de montar el horizonte, y otro tanto después que baja de él. Sabido es que en un viaje que hicieron los holandeses el año de 1596, estando en setenta y seis grados de latitud septentrional vieron, con grande admiración suya, aparecer el astro quince o diez y seis antes del tiempo que esperaban. En las Paradojas matemáticas explicamos este fenómeno; de modo que, computado todo, mucho más tiempo gozan la luz del sol los pueblos septentrionales que los que viven en las zonas templadas o en la tórrida. Y así, lo que se dice de la igual repartición de la luz en todo el mundo, aunque se da por tan asentado, no es verdadero3.

Nosotros vivimos muy prendados de los alimentos de que usamos, pero no hay nación a quien no suceda lo mismo. Los pueblos septentrionales hallan regaladas las carnes del oso, del lobo y del zorro; los tártaros, la del caballo; los árabes, la del camello; los guineos, la del perro, como asimismo los chinos, los cuales ceban los perros y los venden en los mercados, como acá los cochinos. En algunas regiones del África comen monos, cocodrilos y serpientes. Escalígero dice que en varias partes del Oriente es tenido por plato tan regalado el murciélago como acá la mejor polla.

Lo mismo que en los manjares sucede en todo lo demás; o ya que lo haga la fuerza del hábito, o la proporción respectiva al temperamento de cada nación, o que las cosas de una misma especie en diferentes países tienen diferentes calidades, por donde se hacen cómodas o incómodas, cada uno se halla mejor con las cosas de su tierra que con las de la ajena, y así le retiene en ella esta mayor conveniencia suya, no el supuesto amor de la patria.

Los habitadores de las islas Marianas (llamadas así porque la señora doña Mariana de Austria envió misioneros para su conversión) no tenían uso ni conocimiento del fuego. ¿Quién dijera que este elemento no era indispensablemente necesario a la vida humana, o que pudiese haber nación alguna que pasase sin él? Sin embargo, aquellos isleños sin fuego vivían gustosos y alegres. No sentían su falta porque no la conocían. Raíces, frutas y peces crudos eran todo su alimento y eran más sanos y robustos que nosotros, de modo que era regular entre ellos vivir hasta cien años.

Es poderosísima la fuerza de la costumbre para hacer no sólo tratables, pero dulces, las mayores asperezas. Quien no estuviere enterado de esta verdad tendrá por increíble lo que pasó a Esteban Bateri, rey de Polonia, con los paisanos de Livonia. Noticioso este glorioso príncipe de que aquellos pobres eran cruelmente maltratados por los nobles de la provincia, juntándolos, les propuso que, condolido de su miseria, quería hacer más tolerable su sujeción, conteniendo a más benigno tratamiento la nobleza. ¡Cosa admirable! Bien lejos ellos de estimar el beneficio, echándose a los pies del rey, le suplicaron no alterase sus costumbres, con las cuales estaban bien hallados. ¿Qué no vencerá la fuerza del hábito, cuando llega a hacer agradable la tiranía? Júntese esto con lo de las mujeres moscovitas, que no viven contentas si sus maridos no las están apaleando cada día, aun sin darles motivo alguno para ello, teniendo por prueba de que las aman mucho aquel mal tratamiento voluntario.

Añádase a lo dicho la uniformidad de idioma, religión y costumbres, que hace grato el comercio con los patriotas, como la diversidad le hace desapacible con los extraños. En fin, concurren a lo mismo las adherencias particulares a otras personas; generalmente el amor de la conveniencia y bien privado que cada uno logra en su patria le atrae y retiene en ella, no el amor de la patria misma. Cualquiera que en otra región contempla mayor comodidad para su persona, hace lo que San Pedro, que luego que vio que le iba bien en el Tabor quiso fijar para siempre su habitación en aquella cumbre, abandonando el valle en que había nacido.




§ 3

Es verdad que no sólo las conveniencias reales, mas también las imaginadas, tienen su influjo en esta adherencia. El pensar ventajosamente de la región donde hemos nacido sobre todas las demás del mundo, es error entre los comunes, comunísimo. Raro hombre hay, y entre los plebeyos ninguno, que no juzgue que es su patria la mayorazga de la naturaleza o mejorada en tercio y quinto en todos aquellos bienes que ésta distribuye, ya se contemple la índole y habilidad de los naturales, ya la fertilidad de la tierra, ya la benignidad del clima. En los entendimientos de escalera abajo se representan las cosas cercanas como en los ojos corporales, porque aunque sean más pequeñas, les parecen mayores que las distantes. Sólo en su nación hay hombres sabios: los demás son punto menos que bestias; sólo sus costumbres son racionales, sólo su lenguaje es dulce y tratable; oír hablar a un extranjero les mueve tan eficazmente la risa como ver en el teatro a Juan Rana, sólo su región abunda de riquezas, sólo su príncipe es poderoso. A lo último del siglo pasado, cuando las armas de la Francia estaban tan pujantes, hablándose en Salamanca en un corrillo sobre esta materia, un portugués de baja esfera, que se hallaba presente, echó con aire de apotegma este fallo político: «certu eu naon vejo príncipe en toda a Europa, que hoje poda resistir ao rey de Francia, si naon o rey de Portugal». Aún es más extravagante lo que Miguel de Montaña, en sus Pensamientos morales, refiere de un rústico saboyano, el cual decía: «Yo no creo que el rey de Francia tenga tanta habilidad como dicen; porque si fuera así ya hubiera negociado con nuestro duque que le hiciese su mayordomo mayor». Casi de este modo discurre en las cosas de su patria todo el ínfimo vulgo.

Ni se eximen de tan grosero error, bien que disminuido de algunos grados, muchos de aquellos que, o por su nacimiento o por su profesión, están muy levantados sobre la humildad de la plebe, o que son infinitos los vulgares que habitan fuera del vulgo y están metidos, como de gorra, entre la gente de razón. ¡Cuántas cabezas bien atestadas de textos he visto yo muy encaprichadas de que sólo en nuestra nación se sabe algo; que los extranjeros sólo imprimen puerilidades y bagatelas, especialmente si escriben en su idioma nativo! No les parece que en francés o italiano se pueda estampar cosa de provecho, como si las verdades más importantes no pudiesen proferirse en todos los idiomas. Es cierto que en todo género de lenguas explicaron los Apóstoles las más esenciales y más sublimes. Mas en esta parte bastante vengados quedan los extranjeros, pues si nosotros los tenemos a ellos por de poca literatura, ellos nos tienen a nosotros por de mucha barbarie. Así que, en todas tierras hay este pedazo de mal camino de sentir altamente de la propia y bajamente de las extrañas.




§ 4

Lo peor es que aun aquellos que no sienten como vulgares, hablan como vulgares. Este es efecto de la que llamamos pasión nacional, hija legítima de la vanidad y la emulación. La vanidad nos interesa en que nuestra nación se estime superior a todas, porque a cada individuo toca parte de su aplauso, y la emulación con que miramos a las extrañas, especialmente las vecinas, nos inclina a solicitar su abatimiento. Por uno y otro motivo atribuyen a su nación mil fingidas excelencias aquellos mismos que conocen que son fingidas.

Este abuso ha llenado el mundo de mentiras, corrompiendo la fe de casi todas las historias. Cuando se interesa la gloria de la nación propia, apenas se halla un historiador cabalmente sincero. Plutarco, fue uno de los escritores más sanos de la antigüedad. Sin embargo, el amor de la patria, en lo que tocaba a ella, le hizo degenerar no poco de su candor; pues, como advierte el ilustrísimo Cano, engrandeció más de lo justo las cosas de la Grecia; y Juan Bodino observó que en sus Vidas comparadas, aunque cotejó rectamente los héroes griegos con los griegos y los romanos con romanos, pero en el paralelo de griegos con romanos se ladeó a favor de los suyos.

Siempre he admirado a Tito Livio, no sólo por su eminente discreción, método y juicio, mas también por su veracidad. No disimula los vicios de los romanos cuando los encuentra al paso de la pluma. Lo más es que, aun al riesgo de enojar a Augusto, elogió altamente, y con preferencia sobre Julio César, a Pompeyo, que en aquel tiempo era lo mismo que declararse celoso republicano. No obstante, noto en este príncipe de los historiadores una falta, que, si no fue descuido de su advertencia, es preciso confesarle cuidado de su pasión. En los dos primeros siglos da tantas batallas y ciudades ganadas por los romanos, cuantas bastarían para conquistar un grande imperio. Pero al término de este espacio de tiempo aún vemos ceñida a tan angostos términos aquella república, que pocos estados menores se hallan hoy en toda Italia; prueba de que las victorias antecedentes no fueron tantas ni tan grandes en el original como se figuran en la copia.

Apenas hay historiador alguno moderno, de los que he leído, en quien no haya observado la misma inconsecuencia. Si se ponen a referir los sucesos de una guerra dilatada, los pintan por la mayor parte favorables a su partido; de modo que el lector por aquellas premisas se promete la conclusión de una paz ventajosa, en que su nación dé la ley a la enemiga. Pero como las premisas son falsas, no sale la conclusión; antes al llegar al término se encuentra todo lo contrario de lo que se esperaba.

No ignoro que durante la guerra saca de estas mentiras sus utilidades la política; y así, en todos los reinos se estampan las gacetas con el privilegio, no digo de mentir, sino de colorear los sucesos de modo que agraden a los regionarios; en cuyas pinturas frecuentemente se imita el artificio de Apeles en la del rey Antígono, cuya imagen ladeó de modo que se ocultase que era tuerto; quiero decir, que se muestran los sucesos por la parte donde son favorables, escondiéndose por donde son adversos. Digo que pase esto en las gacetas, pues lo quiere así la política, la cual va a precaver el desaliento de su partido en los reveses de la fortuna. Pero en los libros que se escriben muchos años después de los sucesos, ¿qué riesgo hay en decir la verdad?

El caso es que, aunque no le hay para el público, le hay para el escritor mismo. Apenas pueden hacer otra cosa los pobres historiadores que desfigurar las verdades que no son ventajosas a sus compatriotas. O han de adular a su nación o arrimar la pluma; porque si no, los manchan con la nota de desafectos a su patria. Duélome cierto de la suerte del padre Mariana. Fue este doctísimo jesuita, sobre los demás talentos necesarios para la historia, sumamente sincero y desengañado; pero esta ilustre partida, que engrandece entre los sanos críticos su gloria, se la disminuye entre la vulgaridad de España. Dicen que no tenía el corazón español: que su afecto y su pluma estaban reñidos con su patria; y como un tiempo atribuyeron muchos la nimia severidad del emperador Septimio Severo con los romanos a su origen africano por parte de padre, al padre Mariana quieren imputar algunos cierto género de despego con los españoles, buscándole para este efecto, no sé si con verdad, ascendencia francesa por parte de madre. Quisieran que escribiese las cosas, no como fueron, sino como mejor les suenan, y para quien ama la lisonja es enemigo el que no es adulador. Pero lo mismo que a este grande hombre le hizo mal visto en España, le granjeó altos elogios de los mayores hombres de Europa. Basta para honrar su fama este del eminentísimo cardenal Baronio. «El padre Juan de Mariana, amante fino de la verdad, excelente sectario de la virtud, español en la patria, pero desnudo de toda pasión; digno profesor de la Compañía de Jesús, con estilo erudito dio la última perfección a la historia de España».

No sólo en España quieren que los historiadores sean panegiristas; lo mismo sucede en las demás naciones. Llamó el rey de Inglaterra para que escribiese la historia de aquel reino al famoso Gregorio Leti, y habiendo éste protestado que, o no había de tomar la pluma o había de decir la verdad, animándole el rey a cumplir con esta indispensable obligación, formó su historia sobre los monumentos más fieles que pudo descubrir. Pero como no hallasen los nacionales motivos para complacerse en muchas verdades que se manifestaban en ella, no bien salió a luz cuando, arrepentido ya el rey de la licencia que le había dado, de orden del Ministro se recogieron todos los ejemplares y al historiador se le hizo salir de Inglaterra mal satisfecho.

De los escritores franceses se quejan mucho nuestros españoles, diciendo que en odio nuestro niegan o desfiguran los sucesos que son gloriosos a nuestra nación, engrandeciendo a proporción los suyos. Esta queja es recíproca, y creo que por una y otra parte bien fundada. Siempre que entre dos naciones hay muchas guerras, en los escritos se ve la discordia de los ánimos, repitiéndose nuevas guerras en los escritos; porque, unidas como en la flecha, siguen el ímpetu del acero las plumas.

Pero en obsequio de la justicia y la verdad notaré aquí una acusación injusta que muchas veces vi fulminar a los nuestros contra los historiadores de aquella nación. Dicen que, tratando de los sucesos del reinado de Francisco I, o callan o niegan la prisión de aquel rey en la batalla de Pavía. Esta queja no tiene algún fundamento, pues yo he leído esta ventaja de nuestras armas en varios autores franceses. Y aun en uno de ellos vi celebrada la picante respuesta de una dama al rey Francisco en asunto de su prisión. Preguntóla el rey, satirizándola sobre que ya los años la habían robado la belleza: «Madama, ¿qué tiempo ha que habéis salido del país de la hermosura? -Señor -respondió prontamente la francesa-, otro tanto como ha que vos vinisteis de Pavía».

Donde veo con más razón doloridos a los españoles de los escritores franceses es sobre que niegan la venida de Santiago el Mayor a España, y a este reino la posesión de su sagrado cadáver. Verdaderamente es muy sensible que nos quieran despojar de dos glorias tan apreciables. Mas esta pretensión más es hija del espíritu crítico que del nacional. Del mismo modo niegan hoy algunos doctos escritores franceses que San Dionisio el Areopagita haya sido obispo de París y que los tres santos hermanos Lázaro, Marta y Magdalena hayan venido a Francia, ni sus cuerpos estén en aquel reino. En las antigüedades eclesiásticas no veo muy apasionados a los franceses. Este nunca fue asunto o fue asunto muy leve de emulación entre las dos naciones. En orden a la justicia de las guerras y ventaja en el manejo de las armas es donde más riñen las plumas.




§ 5

De este espíritu de pasión nacional que reina casi en todas las historias, viene que en orden a infinitos hechos nos son tan inciertas las cosas pasadas como las venideras. Confieso que fue extravagante el pirronismo histórico de Campanela, el cual vino a tal grado de desconfianza en las historias, que llegó a decir que dudaba si hubo en el mundo tal emperador llamado Carlo Magno. Pero en aquellos sucesos que los historiadores de una nación afirman y los de otra niegan, y son muchos estos sucesos, es preciso suspender el juicio hasta que algún tercero bien informado dé la sentencia. O por vanidad, o por inclinación, o por condescendencia, cada uno va a adular a la nación propia; y a ésta al mismo paso, ni el humo del incienso deja ver la luz de la verdad, ni la armonía de la lisonja escuchar las voces de la razón.

Dejo aparte aquellos autores que llevaron la pasión por su tierra hasta la extravagancia, como Goropio Becano, natural de Brabante, que muy de intento se empeñó en probar que la lengua flamenca era la primera del mundo; y Olavo Rudbec, sueco (no el que se cita arriba, sino padre de aquél), que quiso persuadir, en un libro escrito para ese efecto, que cuanto dijeron los antiguos de las islas Fortunadas del jardín de las Hespérides y de los Campos Elíseos, era relativo a la Suecia, adjudicando asimismo a su patria la primacía de la sabiduría europea, pues pretende que las letras y escritura no bajaron a la Grecia de Fenicia, sino de Suecia, despreciando en este asunto mucha erudición recóndita.

Aquí será bien notar que cabe también en esta materia otro vicioso extremo. En un escritor español moderno han notado algunos que con la injusticia de negar a España algunas gloriosas antigüedades, solicita el aplauso de sincero entre los extranjeros. Quizá no será ése el motivo, sino que su crítica no acertará con el debido temperamento entre indulgente y desabrida, y tanto se apartará del vicio de la lisonja, que dé en el término contrapuesto de la ofensa; porque:


Dum vitant stulti vitia in contraria currunt.4






§ 6

Mas la pasión nacional de que hasta aquí hemos hablado es un vicio, si así se puede decir, inocente, en comparación de otra, que así, como más común, es también más perniciosa. Hablo de aquel desordenado afecto que no es relativo al todo de la república, sino al propio y particular territorio. No niego que debajo del nombre de patria, no sólo se entiende la república o estado cuyos miembros somos y a quien podemos llamar patria común, mas también la provincia, la diócesis, la ciudad o distrito donde nace cada uno y a quien llamaremos patria particular. Pero asimismo es cierto que no es el amor a la patria tomada en este segundo sentido, sino en el primero, el que califican con ejemplos, persuasiones y apotegmas historiadores, oradores y filósofos. La patria a quien sacrifican su aliento las almas heroicas, a quien debemos estimar sobre nuestros particulares intereses, la acreedora a todos los obsequios posibles, es aquel cuerpo de estado donde, debajo de un gobierno civil, estamos unidos con la coyunda de unas mismas leyes. Así, España es el objeto propio del amor del español; Francia, del francés; Polonia, del polaco. Esto se entiende cuando la transmigración a otro país no los haga miembros de otro estado, en cuyo caso éste debe prevalecer al país donde nacieron, sobre lo cual haremos abajo una importante advertencia. Las divisiones particulares que se hacen de un dominio en varias provincias o partidos son muy materiales, para que por ellas se hayan de dividir los corazones.

El amor de la patria particular, en vez de ser útil a la república, le es por muchos capítulos nocivo. Ya porque induce alguna división en los ánimos que debieran estar recíprocamente unidos para hacer más firme y constante la sociedad común; ya porque es un incentivo de guerras civiles y de revueltas contra el soberano, siempre que, considerándose agraviada alguna provincia, juzgan los individuos de ella que es obligación superior a todos los demás respetos el desagravio de la patria ofendida; ya, en fin, porque es un gran estorbo a la recta administración de justicia en todo género de clases y ministerios.

Este último inconveniente es tan común y visible, que a nadie se esconde; y (lo que es peor) ni aun procura esconderse. A cara descubierta se entra esta peste que llaman paisanismo a corromper intenciones, por otra parte muy buenas en aquellos teatros donde se hace distribución de empleos honoríficos o útiles. ¿Qué sagrado se ha defendido bastantemente de este declarado enemigo de la razón y equidad? ¡Cuántos corazones inaccesibles a las tentaciones del oro, insensibles a los halagos de la ambición, intrépidos a las amenazas del poder, se han dejado pervertir míseramente de la pasión nacional! Ya cualquiera que entabla pretensiones fuera de su tierra se hace la cuenta de tener tantos valedores cuantos paisanos suyos hubiere en la parte donde pretende que sean poderosos para coadyuvar al logro. No importa que la pretensión no sea razonable, porque el mayor mérito para el paisano es ser paisano. Hombres se han visto, en lo demás, de grande integridad de vida, sumamente achacosos de esta dolencia. De donde he discurrido que esta es una máquina infernal sagazmente inventada por el demonio para vencer a almas por otra parte invencibles. ¡Ay de Aquiles, aunque sólo por una pequeña parte del cuerpo sea capaz de herida y en todo el resto invulnerable, si a aquella pequeña parte se endereza la flecha de Paris!




§ 7

No condeno aquel afecto al suelo natalicio que sea sin perjuicio de tercero. Paréceme muy bien que Aristóteles se aprovechase del favor de Alejandro para la reedificación de Estagira, su patria, arruinada por los soldados de Filipo. Y repruebo la indiferencia de Crates, cuya ciudad había padecido igual infortunio, y preguntado por el mismo Alejandro si quería que se reedificase, respondió: «¿Para qué, si después vendrá otro Alejandro que la destruya de nuevo?» ¡Oh, cuánto y cuán ridículamente afectaba parecer filósofo el que rehusaba a sus compatriotas tan señalado beneficio, sólo por lograr un frío apotegma! El mal estuvo en que no se le ofreciese por la parte contraria alguna sentencia oportuna. En ese caso aceptaría el favor de Alejandro. Tengo observado que no hay sujetos más inútiles para consultados sobre asuntos serios que aquellos que se precian de decidores, porque tuercen siempre el voto hacia aquella parte por donde les ocurre el buen dicho, y no se embarazan en discurrir sin acierto, como logren explicarse con aire.

Vuelvo a decir que no condeno algún afecto inocente y moderado al suelo natalicio. Un amor nimiamente tierno es más propio de mujeres y de niños recién extraídos a otro clima que de hombres. Por tanto, juzgo que el divino Homero se humanó demasiado cuando pintó a Ulises entre los regalos de Feacia, anhelando ver el humo que se levantaba sobre los montes de su patria Ítaca:


Exoptans oculis surgentem cernere fumum
Natalis terrae.



Es muy pueril esta ternura para el más sabio de los griegos. Mas al fin no hay mucho inconveniente en mirar con ternura el humo de la patria, como el humo de la patria no ciegue al que le mira. Mírese el humo de la propia tierra, mas ¡ay, Dios! no se prefiera ese humo a la luz y resplandor de las extrañas. Esto es lo que se ve suceder cada día. El que, por estar colocado en puesto eminente, tiene varias provisiones a su arbitrio, apenas halla sujetos que le cuadren para los empleos, sino los de su país. En vano se le representa que éstos son ineptos o que hay otros más aptos. El humo de su país es aromático para su gusto, y abandonará por él las luces más brillantes de otras tierras. ¡Oh cuánto ciega este humo los ojos! ¡Oh cuánto daña las cabezas!

Es verdad que algunos pecan en esta materia muy con los ojos abiertos. Hablo de aquellos que con el fin de formarse partido, donde estribe su autoridad, sin atender al mérito, levantan en el mayor número que pueden sujetos de su país. Esto no es amar a su país sino a sí mismos, y es beneficiar su tierra como la beneficia el labrador, que en lo que la cultiva no busca el provecho de la misma tierra, sino su conveniencia propia. Estos son declarados enemigos de la república; porque no pudiendo un corto territorio contribuir capacidades bastantes para muchos empleos, llenan los puestos de sujetos indignos; lo que, si no es la mayor ruina de un Estado, es por lo menos última disposición para ella.

De aquellos que ejercitan su pasión creyendo que los sujetos de que echan mano son los más beneméritos, no sé qué me diga. Pero ¿qué titubeo? Es esa una ceguera voluntaria, que en ningún modo los disculpa. Cuando el exceso del desatendido al premiado es tan notorio, que a todos se manifiesta sino al mismo que elige, ¿qué duda tiene que éste cierra los ojos para no verle, o que con el microscopio de la pasión abulta en el querido las virtudes y en el desfavorecido los defectos? Apenas hay hombre que no tenga algo de bueno, ni hombre que no tenga algo de malo; hombre sin algún defecto, será un milagro; hombre sin alguna virtud, será un monstruo. Por eso dijo San Agustín que tan rara es entre nosotros una malicia gigante como una virtud eminente: Sicut magna pietas paucorum est, ita et magna impietas nihil ominus paucorum est. Lo que sucede, pues, es que la pasión, habiendo de elegir entre sujetos muy desiguales, engrandece lo que hay de bueno en el malo y lo que hay de malo en el bueno. No hay más infiel balanza que la de la pasión para pesar el mérito, y ésta es la que comúnmente usan los hombres. Por eso dijo David que los hombres son mentirosos en sus balanzas: Mendaces filii hominum in stateris. En Job veo que se pondera la grandeza de Dios, porque fue poderoso para dar peso al viento: Qui fecit ventis pondus. Mas no sé cómo lo entienda; porque veo también que los poderosos del mundo, en la balanza de su pasión, frecuentemente dan peso, y mucho peso, al aire. ¿Qué veis en aquel sujeto que acaban de elevar ahora? Nada de solidez, nada, sino aire y vanidad: pues a ese aire le dio el poderoso que le exaltó más peso que al oro de otro sujeto que concurrió con él. ¿Y cómo fue esto? Puso en la balanza juntamente con aquel aire la tierra (quiero decir la tierra donde nació), y esta tierra pesa mucho en aquella balanza.

Sucede en las contiendas sobre ocupar puestos lo que en la lid de Hércules y Anteo. Era aquél mucho más valiente que éste, y le derribaba a cada paso; pero la caída le ponía a Anteo en estado de repetir con ventajas la lucha, porque le duplicaba las fuerzas el contacto de la tierra. Es el caso que, según la mitología, era hijo de la tierra Anteo; y como los antiguos debajo del velo de las fábulas ocultaban máximas físicas y morales (y así, la voz mitología significa la explicación de aquellas misteriosas ficciones), creo que en la presente no nos quisieron decir otra cosa sino que, según corren las cosas en el mundo, cada tierra les da con su recomendación fuerzas a sus hijos para vencer a los extraños, aunque éstos sean de mejores alientos. Apartó Hércules a Anteo de la tierra, elevándole en el aire, y de este modo no tuvo dificultad en vencerle. ¡Oh, si en muchas ocasiones el valor de los sujetos se examinase, desprendiéndolos del favor que les da su propio país, cuánto mejor se conociera de parte de quiénes está la ventaja!




§ 8

Estos hombres de genio nacional, cuyo espíritu es todo carne y sangre, cuyo pecho anda, como el de la serpiente, siempre pegado a la tierra, si se introducen en el paraíso de una comunidad eclesiástica, o en el cielo de una religión, hacen en ellas lo que la antigua serpiente en el otro paraíso, lo que Luzbel en el cielo: introducir sediciones, desobediencias, cismas, batallas. Ningún fuego tan violento asuela el edificio en cuyos materiales ha prendido, como la llama de la pasión nacional la casa de Dios, en cebándose en las piedras del santuario. El mérito se atropella, la razón gime, la ira tumultúa, la indignidad se exalta, la ambición reina. Los corazones que debieran estar dulcemente unidos con el vínculo de la caridad fraternal, míseramente despedazado aquel sacro lazo, no respiran sino venganzas y enconos. Las bocas donde sólo habían de sonar las divinas alabanzas, no articulan sino amenazas y quejas. Tantae ne animis caelestibus irae. Fórmanse partidos, alístanse auxiliares, ordénanse escuadrones, y el templo o el claustro sirven de campaña a una civil guerra política. ¡Ay del vencido! ¡Ay del vencedor! Aquél, perdiendo la batalla, pierde también la paciencia; éste, ganando el triunfo, se pierde a sí mismo.

En ningunas palabras de la Sagrada Escritura se dibujan más vivamente la vocación de una alma a la vida religiosa que en aquellas del salmo 44: «Oye, hija, y mira, inclina tu oído, y olvida tu pueblo y la casa de tu padre.» ¡Oh, cuánto desdice de su vocación el que, bien lejos de olvidar la casa de su padre y su propio pueblo, tiene en su corazón y memoria, no sólo casa y pueblo, mas aún toda la provincia!

Alejandro, vencidos los persas, hizo que los soldados macedonios se casasen con doncellas persianas, a fin (dice Plutarco) de que, olvidados de su patria, sólo tuviesen por paisanos a los buenos y por forasteros a los malos: Ut mundum pro patria, castra pro arce, bonos pro cognatis, malos pro peregrinis agnoscerent. Si esto era justo en los soldados de Alejandro, ¿qué será de los soldados de Cristo?

Es apotegma de muchos sabios gentiles que para el varón fuerte todo el mundo es patria; y es sentencia común de doctores católicos que para el religioso todo el mundo es destierro. Lo primero es propio de un ánimo excelso; lo segundo, de un espíritu celestial. El que liga su corazón a aquel rincón de tierra en que ha nacido, ni mira a todo el mundo como patria, ni como destierro. Así el mundo le debe despreciar como espíritu bajo, el cielo despreciarle como forastero.

Creo, no obstante, que en aquellas dos sentencias hay algo de expresión figurada, pues ni el religioso ni el héroe están exentos de amar y servir la república civil, cuyos miembros son, con preferencia a las demás repúblicas o reinos. Pero también entiendo que esta obligación no se la vincula la república porque nacimos en su distrito, sino porque componemos su sociedad. Así el que legítimamente es transferido a otro dominio distinto de aquel en que ha nacido, y se avecinda en él, contrae, respecto de aquella república, la misma obligación que antes tenía a la que le dio cuna y la debe mirar como patria suya. Esto no entendieron muchos hombres grandes de la antigüedad, por cuya razón se hallan en varios escritores celebradas como heroicas algunas acciones que debieran condenarse como infames. Demarato, rey de Esparta, arrojado injustamente del solio y de la patria por los suyos, fue acogido benignamente por los persas. Avecindado entre ellos y sujeto a aquel imperio, se añadió, sobre la obligación del agradecimiento, el vínculo del vasallaje. Mas veis aquí que meditando los persas una expedición militar contra los lacedemonios, sabidor de la deliberación Demarato se la revela a los de Esparta para que se prevengan. Celebra Herodoto, y con él otros muchos escritores, esta acción como parto glorioso del heroico amor que Demarato profesaba a su patria. Pero yo digo que fue una acción pérfida, ruin, indigna, alevosa, porque en virtud de las circunstancias antecedentes, la deuda de su lealtad se había transferido, juntamente con la persona, de Lacedemonia a Persia.

Por conclusión digo que, en caso que por razón del nacimiento contraigamos alguna obligación a la patria particular o suelo que nos sirvió de cuna, esta deuda es inferior a otras cualesquiera obligaciones cristianas o políticas. Es tan material la diferencia de nacer en esta tierra o en aquélla, que otro cualquiera respecto debe preponderar a esta consideración; y así, sólo se podrá preferir el paisano, por razón de paisano, al que no lo es, en caso de una perfecta igualdad en todas las demás circunstancias.

En los superiores ni aun con esta limitación admito alguna particularidad respecto de sus compatriotas por las razones siguientes: la primera, porque sin un perfecto desprendimiento de esta pasión, apenas puede evitarse el riesgo de pasar, en una ocasión o en otra, de la gracia a la injusticia. La segunda, porque de cualquier modo que se limite el favor a los paisanos, ya se incurre en la acepción de personas, que deben huir todos los que gobiernan. La tercera, porque como los superiores verdaderamente son padres, la razón de hijos en los súbditos, como circunstancia incomparablemente más poderosa para el afecto, sofoca a otros cualesquiera motivos de inclinación, exceptuando únicamente la ventaja del mérito. Sería cosa ridícula en un padre querer más a un hijo que a otro, sólo porque aquél hubiese nacido en su propio lugar, y a éste le pariese su madre estando ausente a alguna peregrinación. Por tanto, todos los que gobiernan deben tener siempre en la memoria y en el corazón aquella máxima de la famosa Dido, reina de Cartago, que en la esperanza de que por medio del matrimonio con Eneas se agregasen los advenedizos troyanos a sus compatriotas los tirios, preparaba con perfecta igualdad el afecto de reino a unos y otros.


Tros, tyriusque mihi nullo discrimine agetur.






§ 9

Habiendo hablado aquí del favor que se puede prestar al paisano, en concurrencia de igual mérito con el forastero, me pareció tocar con esta ocasión un punto moral de frecuente ocurrencia en la práctica y en que he visto comunísimamente errar a hombres por otra parte no ignorantes.

Los que tienen a su cargo la distribución de empleos honoríficos o útiles, si no tienen perfecto conocimiento del mérito de los pretendientes, suelen valerse de informes o judiciales o extrajudiciales. Es el caso ordinarísimo en la provisión de cátedras que hace el Rey o su supremo Consejo para muchas universidades. En esta de Oviedo informan promiscuamente todos los doctores al Real Consejo para todas las cátedras de las facultades que en ella se enseñan. Supongo que el que con autoridad, o propia o delegada, hace la provisión, propuestos dos sujetos de igual aptitud y mérito, puede elegir al que quisiere. La duda sólo puede estar de parte de los informantes, y en éstos he visto por lo común el error de que entre sujetos iguales pueden aplicar la gracia del informe al que fuere más de su agrado, graduándole en mejor lugar que al otro concurrente, o proponiéndole como único acreedor a la cátedra vacante.

Llámole error, porque, en mi sentir, carece de toda probabilidad. Lo cual se demostrará descubriendo las malicias que envuelve en su acción el que entre dos sujetos iguales, Pedro y Juan, verbigracia, informa con preferencia por Pedro; porque yo hallo en ella, no una sola, sino tres distintas, y todas tres graves. Lo primero falta gravemente en el informe a la virtud de legalidad, la cual le obliga a proponer los sujetos según el grado de su mérito, y éste le altera pues representa a Pedro como superior a Juan, no siéndolo en la realidad. Lo segundo comete pecado de injusticia contra el Príncipe usurpándole o preocupándole el derecho que tiene para elegir entre Pedro y Juan. Lo tercero comete también pecado de injusticia contra el mismo Juan, el cual es acreedor a que se represente su mérito según el grado que tiene, y es manifiesta injuria proponerle como inferior a Pedro, siendo igual; lo cual, sobre poderle perjudicar para otros efectos, le hace el daño de imposibilitarle la gracia que acaso le haría el Príncipe, eligiéndole en competencia de Pedro. El padre Andrés Mendo, en su tomo De jure academico, toca a este punto, y es de nuestro sentir, aunque está algo diminuto en la prueba, porque no hizo reflexión sino sobre este último perjuicio que acabamos de proponer.

De aquí se colige que nunca puede llegar el caso de hacer gracia alguna el informante a aquel por quien informa ni en la materia expresada ni en otra, ni en informe judicial ni extrajudicial, porque entre sujetos iguales hemos visto que no cabe; y si son desiguales, por sí mismo es patente. Por consiguiente, para quien obra con conciencia son totalmente inútiles las recomendaciones de la amistad, del paisanismo, del agradecimiento, de la alianza de escuela, religión o colegio u otras cualesquiera. Pero la lástima es que en la práctica se palpa la eficacia de estas recomendaciones, aun en desigualdad de méritos, por cuyo motivo, llegando el caso de una oposición, más trabajan los concurrentes en buscar padrinos que en estudiar cuestiones y más se revuelven las conexiones de los votantes que los libros de la facultad. Llega a tanto el abuso, que a veces se trata como culpa el obrar rectamente. Si el votante solicitado de alguna persona de especial estimación, le responde con desengaño, se dice que es un hombre duro, inurbano y de ninguna policía; si no se dobla al ruego del bienhechor, se queja éste de que es ingrato; si no se rinde a la interposición del amigo, reclama que falta a la deuda de la amistad. En fin (no puede haber más intolerable error), he visto más de diez veces muy preconizados por hombres de bien aquellos que siempre sujetan sus votos a estos u otros temporales respetos. Aquí de la razón. ¿Hay algún amigo tan bueno ni tan grande como Dios? ¿Hay algún bienhechor a quien debamos tanto como a Él? Pues ¿cómo es esto? ¿Es atento, es honrado, es hombre de bien el que falta al mayor amigo, al bienhechor máximo, que es Dios, obrando injustamente por una criatura a quien debe éste o aquél limitado respeto, y a quien no debe cosa alguna que no se la deba a Dios principalísimamente? En vano he representado estas consideraciones en varias conversaciones privadas. Creo que también en vano las saco ahora al público. Mas, si no aprovecharen para enmienda del abuso, sirvan siquiera para desahogo de mi dolor.






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§ 1

No pretendo desterrar del mundo los almanaques, sino la vana estimación de sus predicciones, pues sin ellas tienen sus utilidades, que valen por lo menos aquello poco que cuestan. La devoción y el culto se interesan en la asignación de fiestas y santos en sus propios días; el comercio, en la noticia de las ferias francas; la agricultura y acaso también la medicina, en la determinación de las lunaciones: esto es cuanto pueden servir los almanaques; pero la parte judiciaria que hay en ellos, sin embargo, de hacer su principal fondo en la aprensión común, es una apariencia ostentosa, sin substancia alguna, y esto no sólo en cuanto predice los sucesos humanos que dependen del libre albedrío, más aún en cuanto señala las mudanzas del tiempo o varias impresiones del aire.

Ya veo que, en consideración de esta propuesta, están esperando los astrólogos que yo les condene al punto por falsas las predicciones de los futuros contingentes que traen sus repertorios. Pero estoy tan lejos de eso que el capítulo por donde las juzgo más despreciables es ser ellas tan verdaderas. ¿Qué nos pronostican estos judiciarios sino unos sucesos comunes, sin determinar lugares ni personas, los cuales, considerados en esta vaga indiferencia, sería milagro que faltasen en el mundo? Una señora que tiene en peligro su fama, la mala nueva que contrista a una corte, el susto de los dependientes por la enfermedad de un gran personaje, el feliz arribo de un navío al puerto, la tormenta que padece otro; tratados de casamientos ya conducidos al fin, ya desbaratados, y otros sucesos de este género, tienen tan segura su existencia que cualquiera puede pronosticarlos sin consultar las estrellas; porque siendo los acaecimientos que se expresan nada extraordinarios y los individuos sobre quienes pueden caer innumerables, es moralmente imposible que en cualquier cuarto de luna no comprehendan a algunos. A la verdad, con estas predicciones generales no puede decirse que se pronostican futuros contingentes, sino necesarios, porque aunque sea contingente que tal navío padezca naufragio, es moralmente necesario que entre tantos millares que siempre están surcando las ondas alguno peligre, y aunque sea contingente que tal príncipe esté enfermo, es moralmente imposible que todos los príncipes del mundo, en cualquier tiempo del año, gocen de entera salud. Por esto va seguro quien, sin determinar individuos ni circunstancias, al navío le pronostica el naufragio, al príncipe la dolencia y así de todo lo demás.

Si tal vez señalan algunas circunstancias, obscurecen el vaticinio en cuanto a lo substancial del acaecimiento, de modo que es aplicable a mil sucesos diferentes, usando en esto del mismo arte que practicaban en sus respuestas los oráculos y el mismo de que se valió el francés Nostradamo en sus predicciones, como también el que fabricó las supuestas profecías de Malaquías. Así en este género de pronósticos halla cada uno lo que quiere, de que tenemos un reciente y señalado ejemplo en la triste borrasca que poco ha padeció esta monarquía, donde, según la división de los afectos, en la misma profecía de Malaquías, correspondiente al presente reinado, unos hallaban asegurado el cetro de España a Carlos VI, emperador de Alemania, y otros al monarca que por disposición del cielo, ya sin contingencia alguna, nos domina.




§ 2

Pero ¿qué más pueden hacer los pobres astrólogos si todos los astros que examinan no les dan luz para más? No me haré yo parcial del incomparable Juan Pico Mirandulano en la opinión de negar a los cuerpos celestes toda virtud operativa fuera de la luz y el movimiento; pero constantemente aseguraré que no es tanta su actividad cuanta pretenden los astrólogos. Y debiendo concederse lo primero que no rige el cielo con dominio despótico nuestras acciones, esto es, necesitándonos a ellas, de modo que no podamos resistir su influjo; pues con tan violenta batería iba por el suelo el albedrío y no quedaba lugar al premio de las acciones buenas, ni al castigo de las malas, pues nadie merece premio ni castigo con una acción a que le precisa el cielo sin que él pueda evitarlo, digo que, concedido esto, como es fuerza concederlo, ya no les queda a los astros para conducirnos a los sucesos o prósperos o adversos otra cadena que la de las inclinaciones. Pero fuera de que el impulso que por esta parte se da al hombre puede resistirlo su libertad, aun cuando no pudiera es inconexo con el suceso que predice el astrólogo.

Pongamos el caso que a un hombre, examinado su horóscopo, se le pronostica que ha de morir en la guerra. ¿Qué inclinaciones pueden fingirse en este hombre que le conduzcan a esta desdicha? Imprímale norabuena Marte un ardiente deseo de militar, que es cuanto Marte puede hacer; puede ser que no lo logre, porque a muchos que lo desean se lo estorba, o el imperio de quien los domina o algún otro accidente. Pero vaya ya a la guerra, no por eso morirá en ella, pues no todos, ni aun los más que militan, rinden la vida a los rigores de Marte. Ni aun los riesgos que trae consigo aquel peligroso empleo le sirven de nada para su predicción al astrólogo, pues éste, por lo común, no solo pronostica el género de muerte de aquel infeliz, mas también el tiempo en que ha de suceder, y los peligros del que milita no están limitados a aquel tiempo, sino extendidos a todo tiempo en que haya combate.

Y veis aquí sobre esto un terrible embarazo de la judiciaria y no sé si bien advertido hasta ahora.

Para que el astrólogo conozca por los astros que un hombre por tal tiempo ha de morir en la batalla es menester que por los mismos astros conozca que ha de haber batalla en aquel tiempo; y como esto los astros no pueden decírselo, sin mostrarle cómo influyen en ella (pues es conocimiento del efecto por la causa), es consiguiente que esto lo vea el astrólogo. Ahora, como el dar la batalla es acción libre en los jefes de ambos partidos, o por lo menos en uno de ellos, no pueden los astros influir en la batalla sino inclinando a ella a los jefes. Por otra parte, esta inclinación de los jefes no puede conocerla el astrólogo, pues no examinó el horóscopo de ellos, como suponemos, y de allí depende en su sentencia toda la constitución de las inclinaciones y toda la serie de los sucesos.

Aún no para aquí el cuento. Es cierto que el jefe, influyan como quieran en él los astros, no determinará dar la batalla sino en suposición de haber hecho tales o tales movimientos el enemigo, y acaso de haber conspirado en lo mismo algunos votos de su consejo, de hallarse con fuerzas probablemente proporcionadas y de otras muchas circunstancias, cuya colección determina a semejantes decisiones, siendo infalible que el caudillo es inducido al combate por algún motivo, faltando el cual se estuviera quieto o se retirara. Con que es menester que todas estas disposiciones previas, sin las cuales no se tomará la resolución de batallar, por más fogoso que le haya hecho Marte al caudillo, las tenga presentes y las lea en las estrellas el astrólogo. Pasemos adelante. Estas mismas circunstancias que se prerrequieren para la resolución del choque dependen necesariamente de otras muchas acciones anteriores, todas libres. El tener el campo más o menos gente depende de la voluntad del príncipe y más o menos cuidado de los ministros; los movimientos del enemigo, de mil circunstancias previas y noticias, verdaderas o falsas, que le administran; los votos del consejo de guerra nacen en gran parte del genio de los que votan, y retrocediendo más, el mismo rompimiento de la guerra entre los dos príncipes, sin el cual no llegará el caso de darse esta batalla, ¿en cuántos acaecimientos anteriores, todos contingentes y libres, se funda? De modo que ésta es una cadena de infinitos eslabones, donde el último, que es la batalla, se quedará en el estado de la posibilidad faltando cualquiera de los otros. De donde se colige que el astrólogo no podrá pronunciar nada en orden a este suceso, si no es que lea en las estrellas una dilatadísima historia. Y ni esta historia está escrita en los astros, ni aun cuando lo estuviera pudieran leerla los astrólogos. No está escrita en los astros, porque éstos sólo pueden inferir tantas operaciones como se representan en ella, influyendo en las inclinaciones de los actores; y esta ilación precisamente ha de flaquear, porque entre tanto número de sujetos es totalmente inverosímil que alguno o algunos no obren contra la inclinación que conduce para que se dé la batalla, o por dictamen de conciencia, o por razón de conveniencia o por el contrapeso de otra inclinación más poderosa, como sucede en el avaro vengativo, que por más que la ira le incite, deja vivir a su enemigo por no arriesgar su dinero; y una operación sola que falte de tantas a que los astros inclinan y que son precisamente necesarias para que llegue el caso de darse la batalla, no se dará jamás.

Tampoco, aunque toda aquella larga serie de sucesos y acciones, que precisamente han de preceder al combate, estuviera escrita en las estrellas, fuera legible por el astrólogo. La razón es clara, porque casi todos esos sucesos y acciones dependen de otros sujetos, cuyos horóscopos no ha visto el astrólogo (pues suponemos que sólo vio el horóscopo de aquel a quien pronostica la muerte en la batalla), y no viendo el horóscopo de los sujetos, no puede determinar nada la judiciaria de sus acciones.




§ 3

Esfuerzo esto de otro modo. Cuando el astrólogo, visto el horóscopo de Juan, le pronostica muerte violenta, es cierto que los astros no pueden representarle esta tragedia, sino porque la contienen en sí, como causas suyas. Pregunto ahora: ¿Cómo causarán los astros esta muerte? No influyendo derechamente en la acción del homicidio, porque, como son causas necesarias y no libres, no sería la acción del homicidio contingente, sino necesaria, y así no podría evitarla el agresor. Tampoco determinando la voluntad y brazo del homicida, porque se seguiría el mismo inconveniente de ser movidas necesariamente a la acción las potencias de éste; por cuya razón asientan los teólogos que si la primera causa obrase necesariamente, las segundas no podrían obrar con libertad. Luego sólo resta que los astros influyan en aquella muerte violenta, imprimiendo alguna inclinación que conduzca a ella. Pero esta inclinación ¿en quién la han de imprimir? No en Juan, porque éste nunca tendrá inclinación a ser muerto violentamente, ni el que le inspiren un genio colérico y provocativo hace el caso; porque los más de éstos expiran de muerte natural, como asimismo muchos pacíficos mueren a golpe de cuchillo. Con que quedamos en que esta inclinación se la han de imprimir al matador. Pero éste, con toda su inclinación a matar a Juan, es muy posible que no pueda ejecutarlo. Es muy posible también que el miedo del castigo, que el riesgo de sus bienes, que el amor de sus hijos le detengan. Mas concedámosle una inclinación tan violenta, que haya de superar todos esos estorbos y aun facilitarle los medios. ¿Cómo puede el astrólogo conocer esa inclinación del matador, cuyo horóscopo no ha visto, sino sólo del que ha de ser muerto? Y, por otra parte, los astros, que sólo por ese medio han de causar la muerte, sólo pueden representársela al astrólogo en cuanto contienen la inclinación del matador en su influjo.

Y que no depende ni el género ni el tiempo de la muerte de los hombres de la constitución del cielo que reina cuando nacen, se ve claro en que mueren muchísimos a un tiempo y de un mismo modo, los cuales nacieron debajo de aspectos muy diferentes. ¿Por ventura, como dice bien Juan Barclayo, cuando la tormenta precipita al fondo del mar una grande nao y perecen todos los que iban en ella, se ha de pensar que todos aquellos infelices nacieron debajo de un sistema celeste, que amenazaba naufragio, disponiendo los mismos astros que sólo se juntasen en aquella nave los que habían nacido debajo de aquel sistema? Buenas creederas tendrá quien lo tragare. Antes es cierto que en los mismos puntos de tiempo en que nacieron esos hombres nacieron otros muchísimos en el mundo que tuvieron muerte muy diferente. En la guerra llamada servil, donde conspiraron a recobrar con el hierro la libertad todos los esclavos de los romanos, murieron, sin que se salvase ni uno solo, cuantos seguían las banderas del pastor Atenion, que eran algunos, no pocos, millares. ¿Quién dirá que todos estos rebeldes nacieron debajo de tal constitución de astros que los destinaba a esa desdicha? Y más, cuando los mismos astrólogos asientan que son pocos los aspectos que pronostican muerte en la guerra. ¡Cuántos nacerían en el mundo al mismo tiempo que aquellos esclavos, los cuales murieron en su propio lecho y ni aun tomaron jamás las armas en la mano!




§ 4

La correspondencia de los sucesos a algunas predicciones, que se alega a favor de los astrólogos, está tan lejos de establecer su arte, que antes, si se mira bien, lo arruina. Porque entre tantos millares de predicciones determinadas como formaron los astrólogos de mil y ochocientos años a esta parte, apenas se cuentan veinte o treinta que saliesen verdaderas; lo que muestra que fue casual y no fundado en reglas el acierto. Es seguro que si algunos hombres, vendados los ojos un año entero, estuviesen sin cesar disparando flechas al viento matarían algunos pájaros. ¿Quién hay -decía Tulio- que flechando aun sin arte alguna todo el día no dé tal vez en el blanco? Quis est qui totum diem jaculans, non aliquando collinet? Pues esto es lo que sucede a los astrólogos. Echan pronósticos a montones, sin tino, y por casualidad uno u otro entre millares logra el acierto. Necesario es -decía con agudeza y gracia Séneca en la persona de Mercurio, hablando con la Parca- que los astrólogos acierten con la muerte del emperador Claudio, porque desde que le hicieron emperador todos los años y todos los meses se la pronostican, y como no es inmortal, en algún año y en algún mes ha de morir: Patere mathematicos aliquando verum dicere, qui illum, postquam princeps factus est, omnibus annis, omnibus mensibus efferunt.

Este método, que es seguro para acertar alguna vez después de errar muchas, no les aprovechó a los astrólogos que quisieron determinar el tiempo en que había de morir el papa Alejandro VI, por no haber sido constantes en él. Y fue el chiste harto gracioso.

Refiere el Mirandulano que, formado el horóscopo de este Papa, de común acuerdo le pronosticaron la muerte para el año de 1495. Salió de aquel año Alejandro sin riesgo alguno, con que los astrólogos le alargaron la muerte al año siguiente, del cual habiendo escapado también el Papa, consecutivamente, hasta el año de 1502, casi cada año le pronunciaban la fatal sentencia. Finalmente, viéndose burlados tantas veces, en el año de 1503 quisieron enmendar la plana, tomando distinto rumbo para formar el pronóstico, en virtud del cual pronunciaron que aún le restaban al Papa muchos años de vida. Pero, con gran confusión de los astrólogos, murió el mismo año de 1503.




§ 5

Añado que algunas famosas predicciones, que se jactan por verdaderas, con gran fundamento se pueden reputar inciertas o fabulosas. De Leoncio Bizantino, filósofo y matemático, se refiere que predijo a su hija Atenais que había de ser emperatriz, y por eso en el testamento, repartiendo todos sus bienes entre dos hijos que tenía, a ella no le dejó cosa alguna. Pero los mejores autores nada dicen del pronóstico; sí sólo que Leoncio, en consideración de la singularísima belleza, peregrino entendimiento y ajustada virtud de Atenais, conoció que no podía menos de ser codiciada para esposa de algunos hombres acomodados, teniendo harto mejor dote en sus propias prendas que en toda la hacienda de su padre, y por esto fue olvidada en el testamento, lo que ocasionó su fortuna; porque yendo a quejarse del agravio a la princesa Pulqueria, hermana de Teodosio el Segundo, enamoró tanto a los dos príncipes, que Pulqueria luego la adoptó por hija y después el Emperador la tomó por esposa.

Del astrólogo Ascletarion dice Suetonio que predijo que su cadáver había de ser comido de perros; lo cual sucedió, por más que Domiciano, a quien el mismo Ascletarion había pronosticado su funesto éxito, procuró precaverlo, para desvanecer el pronóstico de su muerte, falsificando el que Ascletarion había hecho de aquella circunstancia de la suya propia; porque habiendo, luego que mataron al astrólogo, arrojado, de orden del Emperador, el cadáver en una grande hoguera para que prontamente se deshiciese en ceniza, sobrevino al punto una abundante lluvia que apagó el fuego, y no con menos puntualidad acudieron los perros a cebarse en aquella víctima, inútilmente sacrificada a la seguridad del Príncipe sangriento. Pero todo este hecho, dice el jesuita Dechales, es muy sospechoso, porque no se señala en libro alguno de los que tratan de la judiciaria constelación aspecto o tema celeste a quien atribuyan los astrólogos tal circunstancia o especie de muerte.

Del célebre Lucas Gaurico cuentan algunos autores que, consultado de María de Médicis, reina de Francia, sobre el hado de su hijo Enrico II, pronosticó con harta individuación su muerte, diciendo que moriría de la herida que en una justa había de recibir en un ojo. Pero el citado Dechales y Gabriel Naudé lo refieren muy al contrario, diciendo que antes bien erró cuanto pudo errar la predicción pronosticándole a aquel Príncipe muerte natural y tranquila después de una vida muy larga, como erró asimismo pronosticando a Juan Bentivollo la expulsión de Bolonia y designando a Francisco II el año de su muerte.

De otro astrólogo se dice haberle vaticinado a María de Médicis que había de morir en San Germán, lo cual se cumplió, asistiéndola en aquel trance un abad llamado Juliano de San Germán. Pero fuera de que esto no fue verificarse la profecía, pues no había sido ésa la mente del astrólogo, sino que había de morir en el lugar o monasterio de San Germán, o no hubo tal vaticinio, o si le hubo no se fundó en las reglas de la judiciaria, pues en los libros astrológicos no se señalan aspectos significadores de los lugares que han de ser teatros de las tragedias, ni de los nombres de las personas que han de intervenir en ellas, ni esto podría ser sin crecer a inmenso volumen los preceptos de este arte.

Acaso no serían más verdaderas que las expresadas la predicción de Spurina a César, la de los Caldeos a Nerón, y otras semejantes, que, por la mayor parte, recibieron los autores que las escriben de manos del vulgo. Y bien se sabe que en el común de los hombres es bien frecuente, después de visto el suceso, hallar alusión a él en una palabra que anteriormente se dijo sin intento, y aun sin significación, y poco a poco mudando y añadiendo llegar a ponerla en paraje de que sea un pronóstico perfecto. De esto tenemos mil ejemplos cada día.




§ 6

Una u otra vez puede deberse el acierto de las predicciones, no a las estrellas, sino a políticas y naturales conjeturas, gobernándose en ellas los astrólogos, no por los preceptos de su arte, de que ellos mismos hacen bien poco aprecio, por más que los quieren ostentar al vulgo, sí por otros principios, que, aunque falibles, no son tan vanos. Por la situación de los negocios de una república se pueden conjeturar las mudanzas que arribarán en ella. Sabiendo por experiencia que raro valido ha logrado constante la gracia de su príncipe, de cualquiera ministro alto, cuya fortuna se ponga en cuestión, se puede pronunciar la caída con bastante probabilidad. Y con la misma, a un hombre de genio intrépido y furioso se le podrá amenazar muerte violenta. Por la fortuna, genio, temperamento e industria de los padres, se puede discurrir la fortuna, salud y genio de los hijos. Es cierto que por este principio se dirigieron los astrólogos de Italia, consultados por el Duque de Mantua, sobre la fortuna de un recién nacido, cuyo punto natalicio les había comunicado. En la noticia que les había dado el Príncipe se expresaba que el recién nacido era un bastardo de su casa, cuya circunstancia determinó a los astrólogos a vaticinarle dignidades eclesiásticas, siendo común que los hijos naturales y bastardos de los príncipes de Italia sigan este rumbo; y así, en esta parte fueron concordes todas las predicciones, aunque discordes en todo lo demás. Pero el caso era que el tal bastardo de la casa de Mantua era un mulo, que había nacido en el palacio del Duque, al cual con bastante propiedad se le dio aquel nombre, para ocasionar a los astrólogos con la consulta la irrisión que ellos merecieron con la respuesta.

Algunas veces las mismas predicciones influyen en los sucesos, de modo que no sucede lo que el astrólogo predijo porque él lo leyó en las estrellas; antes sin haber visto él nada en las estrellas sucede sólo porque él lo predijo. El que se ve lisonjeado con una predicción favorable, se arroja con todas sus fuerzas a los medios, ya de la negociación, ya del mérito, para conseguir el profetizado ascenso, y es natural lograrle de ese modo. Si a un hombre le pronostica el astrólogo la muerte en un desafío, sabiéndolo su enemigo le saca al campo, donde éste batalla con más esfuerzo, como seguro del triunfo, y aquél lánguidamente, como quien espera la ejecución de la fatal sentencia, al modo que nos pinta Virgilio el desafío de Turno y Eneas. Creo que no hubiera logrado Nerón el imperio si no le hubieran dado esa esperanza a su madre Agripina los astrólogos, pues sobre ese fundamento aplicó aquella ardiente y política Princesa todos los medios. Acaso César no muriera a puñaladas si los matadores no tuvieran noticia de la predicción de Spurina, que les aseguraba aquel día la empresa. Lo mismo digo de Domiciano y otros.

Es muy notable a este propósito el suceso de Armando, mariscal de Virón, padre del otro mariscal y Duque de Virón, que fue degollado de orden de Enrique IV de Francia. Pronosticóle un adivino que había de morir al golpe de una bala de artillería, lo que le hizo tal impresión que, siendo un guerrero sumamente intrépido, después de notificado este presagio, siempre que oía disparar la artillería le palpitaba el corazón. Él mismo lo confesaba a sus amigos. Realmente una bala de artillería le mató; pero no le matara si él hubiera despreciado el pronóstico. Fue el caso, que en el sitio de Epernai, oyendo el silbido de una bala hacia el sitio donde estaba, por hurtarle el cuerpo se apartó despavorido, y con el movimiento que hizo fue puntualmente al encuentro de la bala, la cual, si se estuviese quieto en su lugar, no le hubiera tocado. Así el pronóstico, haciéndole medroso para el peligro, vino a ser causa ocasional del daño. Refiere este suceso Mezeray.

Últimamente, puede también tener alguna parte en estas predicciones el demonio, el cual, si los futuros dependen precisamente de causas necesarias o naturales, puede con la comprehensión de ellas antever los efectos. Pongo por ejemplo la ruina de una casa, porque penetra mejor que todos los arquitectos del mundo el defecto de su contextura, o porque sabe que no basta su resistencia a contrapesar la fuerza de algún viento impetuoso, que en sus causas tiene previsto; y aquí con bastante probabilidad puede, por consiguiente, avanzar la muerte del dueño, si es por genio retirado a su habitación. Aun en las mismas cosas que dependen del libre albedrío puede lograr bastante acierto con la penetración grande que tiene de inclinaciones, genios y fuerzas de los sujetos, y de lo que él mismo ha de concurrir al punto destinado con sus sugestiones. Por esto son muchos, y entre ellos San Agustín, de sentir, que algunos, que en el mundo suenan profesar la judiciaria, no son dirigidos en sus predicciones por las estrellas, sino por el oculto instinto de los espíritus malos. Yo convengo en que no se deben discurrir hombres de semejante carácter entre los astrólogos católicos. Sin embargo, de que Jerónimo Cardano, que fue muy picado de la judiciaria, no dudó declarar que era inspirado muchas veces de un espíritu, que familiarmente le asistía.




§ 7

Establecido ya que no pueden determinar cosa alguna los astrólogos en orden a los sucesos humanos, pasemos a despojarlos de lo poco que hasta ahora les ha quedado a salvo; esto es, la estimación de que por lo menos pueden averiguar los genios e inclinaciones de los hombres, y de aquí deducir con suficiente probabilidad sus costumbres. El arrancarlos de esta posesión parece arduo y, sin embargo, es facilísimo.

El argumento que comúnmente se les hace en esta materia es que no pocas veces dos gemelos que nacen a un tiempo mismo descubren después ingenios, índoles y costumbres diferentes, como sucedió en Jacob y Esaú. A que responden que, moviéndose el cielo con tan extraña rapidez, aquel poco tiempo que media entre la salida de uno y otro infante a la luz basta para que la positura y combinación de los astros sea diferente. Pero se les replica: si es menester tomar con tanta precisión el punto natalicio, nada podrán determinar los astrólogos por el horóscopo, porque no se observa ni se puede observar con tanta exactitud el tiempo del parto. No hay reloj de sol tan grande que, moviéndose en él la sombra por un imperceptible espacio, no avance el sol, entre tanto, un grande pedazo de cielo, y esto aun cuando se suponga ser un reloj exactísimo, cual no hay ninguno. Ni aun cuando asistieran al nacer el niño astrónomos muy hábiles con cuadrantes y astrolabios pudieran determinar a punto fijo el lugar que entonces tienen los planetas, ya por la imperfección de los instrumentos, ya por la inexactitud de las tablas astronómicas; pues como confiesan los mismos astrónomos, hasta ahora no se han compuesto tablas tan exactas en señalar los lugares de los planetas, que tal vez no yerren hasta cinco o seis grados, especialmente en Mercurio y Venus.

Mas girando los planetas con tanta rapidez, en que no hay duda, es cierto que en aquel poco tiempo que tarda en nacer el infante desde que empieza a salir del claustro materno hasta que acaba, camina el sol muchos millares de leguas; Marte, mucho más; más aún Júpiter, y más que todos, Saturno. Ahora se pregunta: aun cuando el astrólogo pudiera averiguar exactísimamente el punto de tiempo que quiere y el lugar que los astros ocupan, ¿qué lugar ha de observar? Porque esto se varía sensiblemente entre tanto que acaba de nacer el infante. ¿Atenderá el lugar que ocupan cuando saca la cabeza? ¿Cuando descubre el cuello, o cuando saca el pecho, o cuando ya salió todo lo que se llama el tronco del cuerpo, o cuando ya hasta las plantas de los pies se aparecieron? Voluntario será cuanto a esto se responda. Lo más verosímil (si eso se pudiera lograr y la judiciaria tuviera algún fundamento) es que se debían formar sucesivamente diferentes horóscopos: uno para la cabeza, otro para el pecho y así de los demás; porque, si lo que dicen los judiciarios de los influjos de los astros en el punto natalicio fuera verdad, habían de ir sellando sucesivamente la buena o mala disposición de inclinaciones y facultades, así como fuesen saliendo a luz los miembros que le sirven de órganos; y así cuando saliese la cabeza, se había de imprimir la buena o mala disposición para discurrir; cuando el pecho, la disposición para la ira o para la mansedumbre, para la fortaleza o para la pusilanimidad, y así de las demás facultades a quienes sirven los demás miembros. Pero ni esa exactitud, como se ha dicho, es posible ni los astrólogos cuidan de ella.

Y si les preguntamos por qué los astros imprimen esas disposiciones cuando el infante nace y no anticiparon esa diligencia mientras estaba en el claustro materno, o cuando se animó el feto, o cuando se dio principio a la grande obra de la formación del hombre, lo que parece más natural, nada responden que se pueda oír. Porque decir que aquella pequeña parte del cuerpo de la madre interpuesta entre el infante y los astros les estorba a éstos sus influjos, merece mil carcajadas cuando muchas brazas de tierra interpuesta no les impiden, en su sentencia, la generación de los metales. Pensar, como algunos quieren persuadir, que por el tiempo del parto se puede averiguar el de la generación, es delirio, pues todos saben que la naturaleza en esto no guarda un método constante, y aun suponiendo que el parto sea regular, o novimestre, varía, no sólo horas, sino días enteros.

El caso es que aunque se formasen sobre el tiempo de la generación las predicciones, no salieran más verdaderas. Refiere Barclayo en su Argenis que un astrólogo alemán, ansioso de lograr hijos muy entendidos y hábiles, no llegaba jamás a su esposa sino precisamente en aquel tiempo en que veía los planetas dispuestos a imprimir en el feto aquellas bellas prendas del espíritu que deseaba. ¿Qué sucedió? Tuvo este astrólogo algunos hijos, y todos fueron locos5.

Ni aun cuando los astros hubiesen de influir las calidades que los genetliacos pretenden en aquel tiempo que ellos observan, podrían concluir cosa alguna. Lo primero, porque son muchos los astros y puede uno corregir o mitigar el influjo de otro y aun trastornarle del todo. Aunque Mercurio, cuando es de su parte, incline al recién nacido al robo, ¿de dónde sabe el astrólogo que no hay al mismo tiempo en el cielo otras estrellas combinadas de modo que estorben el mal influjo de Mercurio? ¿Comprehende, por ventura, las virtudes de todos los astros, según las innumerables combinaciones que pueden tener entre sí? Lo segundo, porque aun cuando esto fuera comprehensible y de hecho lo comprehendiera el astrólogo, aún le restaba mucho camino que andar; esto es, saber cómo influyen otras muchas causas inferiores que concurren con los astros, y con harto mayor virtud que ellos, a producir esas disposiciones. El temperamento de los padres, el régimen de la madre y afectos que padece mientras conserva el feto en sus entrañas, los alimentos con que después le crían, el clima en que nace y vive, son principios que concurren con incomparablemente mayor fuerza que todas las estrellas a variar el temperamento y cualidades del niño, dejando aparte lo que la educación y lo que el uso recto o perverso de las seis cosas no naturales pueden hacer. Si tal vez una enfermedad basta a mudar un temperamento y destruir el uso de alguna facultad del alma como el de la memoria, por más que se empeñen todos los astros en conservar su hechura, ¿qué no harán tantos principios juntos como hemos expresado? Y pues los astrólogos no consideran nada de esto y por la mayor parte les es oculto, nada podrán deducir por el horóscopo en orden a costumbres, inclinaciones y habilidades, aun cuando les concediésemos todo lo demás que pretenden.




§ 8

A la verdad, cuanto hasta aquí se ha discurrido contra los genetliacos poco les importa a los componedores de almanaques; porque éstos, como ya se advirtió arriba, se contentan con unas predicciones vagas de sucesos comunes, que es moralmente imposible dejar de verificarse en algunos individuos, y cualquiera podrá formarlas igualmente seguras, aunque no sepa ni aun los nombres de los planetas. El año de 10 fue celebradísima una predicción del Gotardo, que decía no sé qué de unos personajes cogidos en ratonera, como muy adecuada a un suceso que ocurrió en aquel tiempo. Yo apostaré que cualquiera que supiese con puntualidad todas las tramas políticas de los reinos de Europa, en cualquiera lunación hallaría varios personajes cogidos en estas ratoneras metafóricas; siendo bien frecuente hallarse sorprendido el goloso de mejorar su fortuna en el mismo acto de arrojarse al cebo de su ambición. Y cuando hay guerras, de cualquiera que es cogido en una emboscada se puede decir, con igual propiedad, que cayó en la ratonera.

Pero dos cosas nos restan que examinar en los almanaques, que son: el juicio general del año y las predicciones particulares de las varias impresiones del aire por lunaciones y días.

En cuanto a lo primero, en sabiéndose que todo el sistema en que se funda este pronóstico es arbitrario y todos los preceptos de que consta fundados en el antojo de los astrólogos, está convencida su vanidad. Las doce casas en que dividen la esfera no son más ni menos porque ellos lo quieren así y fue harta escasez suya no haber fabricado en el cielo más que una corta aldea, cuando sin costarles más pudieron edificar una gran ciudad. El orden de estos domicilios, es de modo que el primero se coloca a la parte del oriente, debajo del horizonte, y así van prosiguiendo las demás debajo del horizonte, hasta que la séptima se aparece sobre él en la parte occidental y las restantes continúan el círculo hasta la parte oriental descubierta, todo es antojadizo. Las significaciones de esas casas y de los planetas en ellos son puras significaciones ad placitum. Es cosa lastimosa ver las ridículas analogías de que se valen para dar razón de esas significaciones. De modo que en todo y por todo estas casas se construyeron sin fundamento alguno, al fin como fábricas hechas en el aire. ¿Qué diré de las dignidades, ya esenciales, ya accidentales de los planetas? ¿De los grados de fortaleza o debilidad que les atribuyen en diferentes posituras? ¿De sus exaltaciones, sus triplicidades, sus aspectos? ¿De los dos domicilios, diurno y nocturno, que les señalan, exceptuando al sol y la luna, no valiéndole al sol ser el grande alquimista que produce tanto oro para redimirle de la pobreza de no tener más que una casa, y lo mismo digo de la luna, a quien atribuyen la producción de la plata? ¿De la grande disimilitud de influjos según se colocan los planetas en diferentes signos y según se consideran, ya rectos, ya oblicuos, directos, retrógrados o estacionarios y toda la demás baraúnda imaginaria de supuestos establecidos por capricho?




§ 9

Añádese sobre esto, que no concuerdan los astrólogos en el método de erigir los temas celestes, de donde dependen en un todo los pronósticos. Los árabes, Firmico y Cardano siguieron el método de los antiguos caldeos, que se llama ecuable. El autor Alcabicio inventó otro, otro Campano y ninguno de estos tres se sigue hoy comúnmente, sino el que inventó Juan de Regiomonte, que se llama método racional; en que se debe advertir que el planeta mismo que erigiendo el tema según un método se halla en una casa donde promete buena fortuna, erigiendo el tema según otro método sucede encontrarse en otra casa donde significa muy adversa suerte. Y ¿por dónde sabríamos cuál método era el más acertado, aun cuando cupiese acierto en esta materia? Lo que se colige evidentemente de aquí es que las reglas de la judiciaria son arbitrarias todas.

Mas los mismos profesores de este arte convienen en que sus reglas sólo se fundan en la experiencia; porque no pudiendo haber razón alguna que demostrase a priori, como dicen los dialécticos, qué influjos tiene esta o aquella combinación de los planetas, sólo se pudo sacar esto por inducción experimental, después de ver muchas veces qué efectos se siguieron a esas diferentes combinaciones, y éste es otro atolladero terrible de la judiciaria; porque desde el principio del mundo hasta ahora no se ha repetido adecuadamente alguna combinación de astros y signos, siendo menester para esto, según todos los astrónomos, mucho mayor transcurso de tiempo, que algunos reducen al espacio de cuarenta y nueve mil años. Los antiguos caldeos quisieron evacuar esta dificultad, procurando persuadir que tenían recogidas las observaciones astrológicas de cuatrocientos mil años; falsedad que, sobre oponerse a lo que la fe nos enseña del principio del mundo, fue convencida por el grande Alejandro, habiendo, cuando entró en Babilonia, mandado a Calistenes registrar sus archivos; pero, dado caso que menos cantidad de siglos fuese bastante para hacer las observaciones necesarias, pregunto: Cuando Juan de Regiomonte inventó el método racional, que es el que hoy se sigue, ¿en qué experiencias se fundó para establecerle? Es fijo que en ningunas; pues no habiéndose usado antes, no hubo lugar de experimentarle, y ni su método ni otro alguno le aprovechó a Regiomonte para prever que le habían de quitar alevosamente la vida los hijos de Jorge de Trevisonda, temerosos de que la reputación de su sabiduría había de disminuir la de su padre. Desde que murió Regiomonte hasta ahora pasaron dos siglos y medio cabales. ¿Qué tiempo es éste para que quepan en él observaciones bastantes a autorizar el método racional?

Lo mismo digo de Campano, que floreció cuatro siglos antes que Regiomonte. ¿En qué experiencias fundó su nuevo método? Bien se ve en esto que los preceptos de la judiciaria se fundan sólo en capricho y no en razón ni experiencia.

Y hago ahora otra pregunta: ¿O a los pronósticos que se hacían, siguiendo el método de los caldeos, correspondían los sucesos o no? Si correspondían, errólo Regiomonte en mudarle, y los modernos lo yerran en no seguirle. Si no correspondían, son falsas, o fueron casuales aquellas predicciones famosas de los astrólogos antiguos, que los modernos alegan a favor de la judiciaria; pues es constante que los astrólogos antiguos siguieron el método de los caldeos. Lo que se ha dicho en este punto conspira igualmente a descubrir la vanidad del tema natalicio, por donde pronostican los astrólogos la fortuna de los particulares, que de los diferentes temas celestes que erigen para hacer el juicio general del año, porque unos y otros dependen de los mismos principios.

Y de los mismos dependen también las predicciones de las cualidades del tiempo en diferentes cuartos de luna y en cada día, aunque añadiendo nuevo y singular tema para cada cuarto de luna, y atendiendo para cada día en particular diferentes combinaciones de los planetas, ya entre sí, ya con las estrellas fijas. Comoquiera que discurran en esta materia, es constante que no yerran los astrólogos en ella menos que en todo lo demás. El gran Mirandulano examinó todo un invierno los almanaques que habían compuesto para aquel año los más famosos astrólogos de Italia y sólo en cinco o seis días los halló conformes a las impresiones del aire, que observó en todo aquel espacio de tiempo. El año de 1186 pronosticaron los astrólogos furiosísimos vientos y horrendas tempestades, por razón de cierta conjunción de los superiores e inferiores planetas; pero lograron los mortales en aquel tiempo quietos y pacatísimos los elementos. Refiere esto Escalígero, sobre la autoridad de Rigordo, monje de San Dionís y médico de Felipe Augusto, que floreció en aquel tiempo. El año de 1524, habiendo observado los astrólogos grandes conjunciones de los planetas en los signos que ellos llaman áqueos, por el mes de febrero, predijeron portentosas inundaciones y nunca vistas lluvias, lo que llenó de terror a Europa; de modo que muchos se previnieron de barcas y otros de habitación en sitios eminentes; pero tan lejos estuvo de venir el esperado diluvio, que ni una gota de agua cayó en todo aquel febrero. Así lo cuenta Dureto, que vivió en el mismo siglo.

Ni pueden menos los almanaquistas de caer en tan abultados errores; porque es falso, o por lo menos incierto, que los astros o constelaciones que ellos señalan produzcan fríos o ardores, vientos, lluvias o serenidades. Si los ardores del estío dependieran de hacer entonces el sol su curso por el signo de León, calientes estuvieran como nosotros en el agosto los que habitan a cuarenta o cincuenta grados de latitud austral, pues no tienen ni influye en ellos en aquel tiempo otro sol que el que camina por este signo; mas los pobres padecen en aquella sazón intensísimo frío, y si el cuadrado de Marte y Venus indujera lluvias, las había de mover en todo el mundo, pues ninguna región del mundo logra entonces a esos dos planetas en diferente aspecto. Nuestro mismo hemisferio y la propia región que habitamos desmentirá algún día a los astrólogos en esta parte si el mundo dura algunos millares de años, pues es infalible que llegará tiempo en que el oro de la canícula o conjunción del sol con ella suceda en los meses de diciembre y enero, y entonces ciertamente helará en la canícula.

Pero gratuitamente permitido que los astros tengan la actividad que para estos efectos les atribuyen los astrólogos, por lo menos es innegable que concurren a los mismos efectos otras causas, tanto más poderosas que los astros, que pueden, no sólo disminuir, mas estorbar del todo sus influjos. En Egipto nunca llueve o rarísima vez, y esto sólo en los meses de noviembre, diciembre y enero, y es cierto que giran sobre aquella región los mismos astros que sobre otras muchas donde caen lluvias copiosas. En el valle de Lima sucede lo mismo, donde toda la fertilidad de la tierra se debe a un blando rocío. No sólo entre regiones distintas hay esta oposición, mas aun la corta división que hace en la tierra la cima de un monte basta para inducir en las dos llanuras opuestas temperie muy diferente, como sucede en el que divide este principado de Asturias del reino de León, pues los ímpetus del norte, cuando sopla furioso, llenan de lluvias, nieves y borrascas todo este país, hasta cubrir aquella eminencia, y al mismo tiempo es común lograr de la otra parte perfecta serenidad. Váyanse ahora los astrólogos a determinar qué días ha de llover por las estrellas.

El padre Tosca juzgó que evacuaba en parte esta dificultad encargando que en la formación de los almanaques se tengan muy presentes las calidades del país; pero, sobre que para esto sería menester poner en cada país, y aun en cada lugar, un almanaquista, y hacer para cada uno distinto repertorio, pues en la corta distancia de tres o cuatro leguas se varia a veces el temple y calidad de la tierra y aire, y no es conveniente aumentar tanto el número de los astrólogos cuando sobran aún los pocos que hay; digo sobre esto que sería también inútil esa diligencia; lo uno, porque son incomprehensibles las calidades de los países, de modo que por ellas se puedan pronosticar las mudanzas de los tiempos; lo otro, porque éstas no dependen precisamente de los países donde se ejercitan, sino también de otros distantes, de donde vienen los vientos, humedades y exhalaciones, y no sólo de los países donde se engendran, mas también de aquellos por donde transitan. Las fermentaciones que se hacen en varias partes de las entrañas de la tierra ocasionan los vientos y contribuyen materia para las tempestades. ¿Qué entendimiento humano podrá apear cuándo y cómo se hacen? Aun después de elevarse vapores y exhalaciones en la atmósfera, ¿quién comprehenderá las varias determinaciones del rumbo del viento, que las ha de conducir a esta o a la otra región, ni las disposiciones que hay en una más que en otra, para que sobre ellas se liquiden las nubes o se enciendan las exhalaciones? Aun cuando supiese todo lo demás, ¿cómo he averiguar si la nube que en tal día ha de volar sobre el horizonte sensible que habito vendrá en estado de derretirse sobre este lugar en agua, o la guardará para la montaña o el valle, que dista de aquí algunas leguas?

Como quiera, la consideración del país sólo puede aprovecharle al astrólogo para pronosticar a bulto, sin determinación de tiempo, más lluvia en el país más húmedo, más calores en el más ardiente, más hielos en el más frío; pues a todos consta por experiencia que dentro de un mismo país, en cuanto a la determinación de tiempo, no hay consecuencia de un año para otro, sucediendo en un año una primavera muy enjuta y en otro muy mojada. Aún más hay en esto, y es que un mismo país, por un accidente, al parecer de poca importancia, suele variar sensiblemente de temple. La isla de Irlanda, después que abatieron los naturales muchos bosques que había en ella, es mucho menos lluviosa que era antes, y me acuerdo de haber leído (pienso que en el padre Kircher) que la tierra de Aviñón, que era antes muy húmeda y nebulosa, goza un hermoso cielo después que se enjugó una laguna de bien poco ámbito que había en ella.

Concurriendo, pues, a variar la temperie de las regiones tantas causas de acá abajo, que no sólo alteran, mas a veces, como se ha visto, estorban casi del todo la operación de las constelaciones, nada podrán averiguar en la materia los astrólogos por la precisa inspección de los cielos; y por otra parte, las demás causas cooperantes no están sujetas a su examen. Dirá acaso alguno que los astros ponen en movimiento esas mismas causas con todos los varios respectos y combinaciones que tienen hacia tales o tales países; y así de ellos desciende primordialmente que en esta región llueva y en la otra no, que aquí haga frío y allí calor; yo quiero pasar por ello; pero siendo así, el astrólogo no leerá en el cielo lluvia ni otro temporal alguno absolutamente para tal día, sino con distinción de regiones; y como éstas son tantas, es infinito lo que tendrá que leer en el cielo. Pongo por ejemplo: el día 4 de abril lluvia en España, en la Noruega, en la Mesopotamia; sereno en Persia, en la Tartaria y en Chile; viento en Grecia, en la Natolia, en Sicilia y en Marruecos; frío en la Prusia, en la Georgia, en el Mogol y en la isla de Borneo; calor en Egipto, en los Abisinios, en Méjico y Acapulco; vario en Francia, en la China y el Brasil; y así se irán leyendo en los astros truenos, granizo, helada, nieve, asignando cada diferencia de temporal a más de trescientas o cuatrocientas partes distintas del globo terrestre. Verdaderamente que para tanto es menester fingir en cada astrólogo el Icaro Menippo del graciosísimo Luciano, que, arrebatado al cielo, oía decretar a Júpiter lluvia en la Scitia, truenos en Libia, nieve en Grecia, granizo en Capadocia, etcétera. ¿Pues qué si se añade a esto la abundancia o penuria de tanta variedad de frutos, en cuya copiosa mies, como suya propia, entran la hoz del pronóstico los astrólogos? Y siendo las especies de frutos tantas y muchas más aún las provincias donde se puede variar la corta o larga cosecha, apenas se podrá comprehender en un gran libro lo que sobre este punto habrá menester estudiar en los astros el astrólogo.

Quien quisiere, pues, saber con alguna anticipación, aunque no tanta, las mudanzas del tiempo, gobiérnese por aquellas señales naturales que las preceden, y no sólo están escritas en muchos libros, mas también se pueden aprender de marineros y labradores, los cuales pronostican harto mejor que todos los astrólogos del mundo. Por eso Lucano, en el libro V de la Guerra civil, no introduce algún astrólogo vaticinándole al César la tempestad que padeció en el tránsito de Grecia a la Calabria, sino al pobre barquero Amiclas.

Y a este propósito es sazonado el chiste que refiere el padre Dechales, sucedido a Luis XI, rey de Francia. Había salido este príncipe a caza, asegurado por el astrólogo que tenía asalariado de que había de gozar un sereno y apacible día; encontró en el camino a un pobre carbonero, que le avisó se retirase, porque amenazaba una terrible lluvia. Salió el pronóstico del carbonero verdadero y el del astrólogo, falso; por lo cual el Rey, despidiendo al almanaquista, tomó por astrólogo suyo, señalándole salario como a tal, al carbonero.

Añadiré una reflexión de las más eficaces para convencer de vanas todas las observaciones astrológicas que se hicieron en todos los pasados siglos; y es que, desde que se inventaron los telescopios, se han descubierto tantas estrellas, ya fijas, ya errantes, que exceden en número a las que observaban los astrólogos anteriores, que miraban al cielo con los ojos desnudos. Sólo Juan Hevelio, burgomaestre de Dantzich y famoso astrónomo, descubrió de nuevo tantas estrellas fijas, que les puso el nombre de firmamento Sobieski, en honor del glorioso Juan III de este nombre, rey de Polonia. Ahora se arguye así. La ignorancia de los astros nuevamente descubiertos traía consigo necesariamente la ignorancia de sus influjos, y la combinación de los influjos de éstos con los demás que estaban patentes infería otros efectos muy diferentes de los que tuvieran éstos si obraban por sí solos. Luego todas las observaciones astrológicas que se hicieron antes de la invención del telescopio fueron inútiles y vanas, porque iban sobre el supuesto falso de que no influían otros astros que los que se descubrían entonces. El telescopio fue inventado el año de 1609 por el holandés Jacobo Mecio y perfecionado poco después por el insigne matemático florentino Galileo de Galileis. Todos los grandes maestros de la judiciaria por quienes se gobiernan los astrólogos modernos son anteriores. De aquí se infiere que unos ciegos guían a otros ciegos.




§ 10

Omito muchos lugares de la Escritura, como también muchas autoridades de padres contra los judiciarios porque se hallan en muchos libros; pero no disimularé la bula del gran pontífice Sixto V contra los profesores de este arte que empieza: Caeli et terrae creator Deus, porque es en este asunto lo más concluyente que se halla en línea de autoridad; para lo cual es de advertir que a todos los demás textos, ya de la Escritura, ya de concilios, ya de padres, ya de bulas pontificias con que se les arguye a los judiciarios, responden éstos que en esos textos sólo se condena aquella judiciaria que pronostica como ciertos los futuros contingentes, dando por infalibles las amenazas de los astros; pero esta interpretación no tiene lugar en la bula de Sixto. La razón es porque manda a los inquisidores y a los ordinarios que procedan contra los astrólogos que pronostican los futuros contingentes, aplicándoles las penas canónicas, aunque ellos confiesen y protesten la incertidumbre y falibilidad de sus vaticinios: Etiam si id se non certo affirmare asserant, aut protestentur; permitiéndoles únicamente el pronosticar aquellos efectos naturales que pertenecen a la navegación, agricultura y medicina: Statuimus et mandamus, ut tam contra astrologos mathemmaticos et alios quoscumque dictae astrologiae artem, praeterquam circa agriculturam, navigationem et rem medicam exercentes, etcétera. Y así, en pasando de esta raya, deben proceder contra ellos los superiores por más que en el principio de sus libros y almanaques protesten que su arte es falible y en el fin de ellos pongan: «Dios sobre todo, por sánalo todo.»





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