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ArribaAbajoRazón del Gusto

[Texto basado en la edición de Pamplona de 1785. Tomo VI. Páginas 352-366]

§. I

1. Es axioma recibido de todo el mundo que contra gusto no hay disputa. Y yo reclamo contra este recibidísimo axioma, pretendiendo que cabe disputa sobre   —353→   el gusto y caben razones que la abonen o le disuadan.

2. Considero que al verme el lector constituido en este empeño creerá que me armo contra el axioma con el sentir común de que hay gustos malos que llaman estragados: Fulano tiene mal gusto en esto, se dice a cada paso. De donde parece se infiere que cabe disputa sobre el gusto, pues si hay gustos malos y gustos buenos, como la bondad o malicia de ellos no consta muchas veces con evidencia, antes unos pretenden que tal gusto es bueno y otros que malo, pueden darse razones por una y otra parte, esto es, que prueben la malicia y la bondad.

3. Pero estoy tan lejos de aprovecharme de esta vulgaridad, que antes siento que hablando filosóficamente nunca se puede decir con verdad que hay gusto malo o que alguno tiene mal gusto, sea en lo que se fuere. Distinguen los filósofos tres géneros de bienes: el honesto, el útil y el delectable. De estos tres bienes sólo el último pertenece al gusto; los otros dos están fuera de su esfera. Su único objeto es el bien delectable, y nunca puede padecer error en orden a él. Puede la voluntad abrazar como honesto un objeto que no sea honesto, o como útil   —354→   el que es inútil, por representárselos tales falsamente el entendimiento. Pero es imposible que abrace como delectable objeto que realmente no lo sea. La razón es clara; porque si le abraza como delectable, gusta de él; si gusta de él, actual y realmente se deleita en él; luego actual y realmente es delectable el objeto; Luego el gusto, en razón de gusto, siempre es bueno, con aquella bondad real que únicamente le pertenece, pues la bondad real que toca el gusto en el objeto no puede menos de refundirse en el acto.

4. Ni se me diga que cuando el gusto se llama malo no es porque carece de la bondad delectable, sino de la honesta o de la útil. Hago manifiesto que no es así. Cuando uno, en día que le está prohibida toda carne, come una bella perdiz, aquel acto es, sin duda, inhonesto; con todo, nadie por eso dice que tiene mal gusto en comer la perdiz. Tampoco cuando gasta en regalarse más de lo que alcanzan sus medios, y de ese modo va arruinando su hacienda, se dice que tiene mal gusto, aunque este gusto carece de la bondad útil; luego sólo se llama mal gusto el que carece de otra bondad distinta de la honesta y útil. No hay otra distinta que la delectable, y de ésta tengo probado que nunca carece el gusto; luego, contra toda razón, se dice que algún gusto, sea el que se fuere, es malo.

5. Los africanos gustan del canto de los grillos más que de cualquiera otra música. Ateas, rey de los Scitas, quería más oír los relinchos de su caballo que al famoso músico Ismenias. ¿Dirase que aquéllos tienen mal gusto y éste lo tenía peor? No, sino bueno, así éste como aquéllos. Quien percibe deleite en oír esos sonidos, tiene el gusto bueno con la bondad que le corresponde, esto es, bondad delectable. Muchos pueblos septentrionales comen las carnes del oso, del lobo y del zorro; los tártaros, la del caballo; los árabes, la del camello. En partes del África se comen cocodrilos y serpientes. ¿Tienen todos estos mal gusto? No, sino bueno.   —355→   Sábenles bien esas carnes, y es imposible saberles bien y que el gusto sea malo, o, por mejor decir, ser gusto y ser malo es implicación manifiesta, porque sería lo mismo que tener bondad delectable y carecer de ella.

§. II

6. Con todo esto digo que caben disputas sobre el gusto. Para cuya comprobación me es preciso impugnar otro error común que se da la mano con el expresado; esto es, que no se puede dar razón del gusto. Tiénese por pregunta extravagante si uno pregunta a otro por qué gusta de tal cosa, y juzga el preguntado que no hay otra respuesta que dar sino gusto porque gusto, o gusto porque es de mi gusto o porque me agrada, etc., lo que nace de la común persuasión que hay de que del gusto no se puede dar razón. Yo estoy en la contraria.

7. Dar razón de un efecto es señalar su causa, y no una sola, sino dos se pueden señalar del gusto. La primera es el temperamento; la segunda, la aprehensión.

8. A determinado temperamento se siguen determinadas inclinaciones: Mores sequuntur temperamentum, y a las inclinaciones se sigue el gusto o deleite en el ejercicio de ellas; de modo que de la variedad de temperamentos nace la diversidad de inclinaciones y gustos. Este gusta de un manjar, aquél de otro; éste de una bebida, aquél de otra; éste de la música alegre, aquél de la triste; y así de todo lo demás, según la varia disposición natural de los órganos en quienes hacen impresión estos objetos; como también en un mismo sujeto se varían a veces los gustos según la varia disposición accidental de los órganos. Así, el que tiene las manos muy frías se deleita en tocar cosas calientes, y el que las tiene muy calientes se deleita en tocar cosas frías; en estado de salud gusta de un alimento; en el de enfermedad, de otro, o acaso le desplacen todos. Esta es materia en que no   —356→   debemos detenernos más, porque a la simple propuesta se hace clarísima.

§. III

9. Pero sobre ella se me ofrece ahora excitar una cuestión muy delicada y en que acaso nadie ha pensado hasta ahora; esto es, si los gustos diversos en orden a objetos distintos, igualmente perfectos cada uno en su esfera, son entre sí iguales. Pongo el ejemplo en materia de música. Hay uno para cuyo gusto no hay melodía tan dulce como la de la gaita; otro, que prefiere con grandes ventajas a ésta el armonioso concierto de violines con el bajo correspondiente. Supongo que el gaitero es igualmente excelente en el manejo de su instrumento que los violinistas en el de los suyos; que también la composición respectivamente es igual, esto es, tan buena aquella para la gaita como ésta para los violines, y, en fin, que igualmente percibe el uno la melodía de la gaita que el otro el concierto de los violines. Pregunto, ¿percibirán igual deleite los dos, aquél oyendo la gaita y éste oyendo los violines? Creo que unos responderán que son iguales, y otros dirán que esto no se puede averiguar; porque ¿quién, o por qué regla se ha de medir la igualdad o desigualdad de los dos gustos? Yo siento contra los primeros que son desiguales, y contra los segundos que esto se puede averiguar con entera o casi entera certeza. ¿Pues por donde se han de medir los dos gustos? Por los objetos. Esta es una prueba metafísica, que con la explicación se hará física y sensible.

10. En igualdad de percepción de parte de la potencia, cuanto el objeto es más excelente, tanto es más excelente el acto. Este, entre los metafísicos, es axioma incontestable. Es música más excelente la de los violines que la de la gaita, porque esto se debe suponer; y también suponemos que la percepción de parte de los dos sujetos es igual. Luego más excelente es el acto con que el uno goza la música de los violines que el acto   —357→   que el otro goza la de la gaita. ¿Mas qué excelencia es ésta? Excelencia en línea de delectación, porque ésa corresponde a la excelencia del objeto delectable. La bondad de la música a la línea de bien delectable pertenece, pues su extrínseco fin es deleitar el oído, aunque por accidente se puede ordenar y ordena muchas veces como a fin extrínseco a algún bien honesto o útil. Así, pues, como el objeto mejor en línea de honesto influye mayor honestidad en el acto, y el mejor en línea de útil mayor utilidad, también el mejor en línea delectable influye mayor delectación.

11. Dirame acaso alguno que el exceso que hay de una música a otra es sólo respectivo, y así recíprocamente se exceden, esto es, respectivamente a un sujeto es mejor la música de violines que la de gaita, y respectivamente a otro es mejor ésta que aquélla. En varias materias, tratando de la bondad de los objetos en comparación de unos a otros, he visto que es muy común el sentir de que sólo es respectivo el exceso. Pero manifiestamente se engañan los que sienten así. En todos tres géneros de bienes hay bondad absoluta y respectiva. Absoluta es aquella que se considera en el objeto prescindiendo de las circunstancias accidentales que hay de parte del sujeto; respectiva, la que se mide por esas circunstancias. Un objeto que absolutamente es honesto, por las circunstancias en que se halla el sujeto puede ser inhonesto, como el orar cuando insta la obligación de socorrer una grave necesidad del prójimo. Una cosa que absolutamente es útil, como la posesión de hacienda, puede ser inútil y aun nociva a tal sujeto; v. gr., si hay de parte de él tales circunstancias que los socorros que recibiría careciendo de hacienda le hubiesen de dar vida más cómoda que la que goza teniéndola. Lo propio sucede en los bienes delectables. Hay unos absolutamente mejores que otros; pero los mismos que son mejores son menos delectables o absolutamente indelectables por las circunstancias de tales sujetos. ¿Quién duda que la   —358→   perdiz es un objeto delectable al paladar? Mas, para un febricitante, es indelectable.

12. Generalmente hablando, todo cuanto estorba o minora en el sujeto la percepción de la delectabilidad del objeto, es causa de que la bondad respectiva de éste sea menor que la absoluta. El que está enfermo percibe menos, o nada percibe, la delectabilidad del manjar regalado; el que con mano llagada, o con la llaga misma de la mano, toca un cuerpo suavísimo al tacto, no percibe su suavidad. De aquí es que ni uno ni otro objeto sean, respectivamente, delectables en aquellas circunstancias, sin que por eso les falte la delectabilidad absoluta.

13. Aplicando esta doctrina, que es verdaderísima, a nuestro caso, digo que la causa de que sea menor para uno de los dos sujetos la bondad respectiva de la música de violines es la obtusa, grosera y ruda percepción de su delectabilidad o bondad absoluta. Esta obtusa percepción puede estar en el oído o en cualquiera de las facultades internas donde mediata o inmediatamente se transmiten las especies ministradas por el oído, y en cualquiera de las potencias expresadas que esté nace de la imperfección de la potencia o imperfecto temple y grosera textura de su órgano. Por la contraria razón, el que tiene las facultades más perfectas, o los órganos más delicados y de mejor temple, percibe toda la excelencia de la mejor música y el exceso que hace a la otra, de donde es preciso resulte en él mayor deleite por la razón que hemos alegado. Esta prueba y explicación sirven para resolver la cuestión propuesta a cualesquiera otros objetos delectables que se aplique, demostrando generalmente que el sujeto que gusta más del objeto más delectable goza mayor deleite que el que gusta más del que lo es menos.

14. Universalmente hablando, y sin excepción alguna, todos los que son dotados de facultades más vivas y expeditas tienen una disposición intrínseca y permanente para percibir mayor placer de los objetos agradables. Pero no deben lisonjearse mucho de esta ventaja,   —359→   pues tienen también la misma disposición intrínseca para padecer más los penosos. El que tiene un paladar de delicadísima y bien templada textura goza mayor deleite al gustar el manjar regalado, pero también padece más grave desazón al gustar el amargo o acerbo. El que es dotado de mejor oído percibe mayor deleite al oír una música dulce, pero también mayor inquietud al oír un estrépito disonante. Esto se extiende aun a la potencia intelectiva. El de más penetrante entendimiento se deleita más al oír un discurso excelente, pero también padece mayor desabrimiento al oír una necedad.

§. IV

15. La segunda causa del gusto es la aprehensión; y de la variedad de gustos, la variedad de aprehensiones. De suerte que subsistiendo el mismo temple y aun la misma percepción en el órgano externo, sólo por variarse la aprehensión sucede desagradar el objeto que antes placía, o desplacer el que antes agradaba. Esto se probará de varias maneras. Muchas veces, el que nunca ha usado de alguna especie de manjar, especialmente si su sabor es muy diverso del de los que usa, al probarlo la primera vez se disgusta de él, y después, continuando su uso, le come con deleite. El órgano es el mismo; su temperie, y aun su sensación, la misma. ¿Pues de dónde nace la diversidad? De que se varió la aprehensión. Mirole al principio como extraño el paladar y, por tanto, como desapacible; el uso quitó esa aprehensión odiosa y, por consiguiente, le hizo gustoso.

16. Al contrario, otras muchas veces, y aun frecuentísimamente, el manjar que usado por algunos días es gratísimo, se hace ingrato continuándose mucho. La sensación del paladar es la misma, como cualquiera que haga reflexión experimentará en sí propio; pero la consideración de su repetido uso excita una aprehensión fastidiosa que le vuelve aborrecible. De esto hay un ejemplo insigne y concluyente en las Sagradas Letras. Llegaron   —360→   los israelitas en el desierto a aborrecer el alimento del Maná, que al principio comían con deleite. ¿Nació esta mudanza de que, por algún accidente, hiciese en la continuación alguna impresión ingrata en el órgano del gusto? Consta evidentemente que no; porque era propiedad milagrosa de aquel manjar que sabía a lo que quería cada uno: Deserviens uniuscujusque voluntati, ad quod quisque volebat convertebatur. ¿Pues de qué? El texto lo expresa: Nihil vident oculi nostri, nisi man. Nada ven nuestros ojos sino Maná. El tener siempre, todos los días y por tanto tiempo, una misma especie de manjar delante de los ojos, sin variar ni añadir otro alguno, excitó la aprehensión fastidiosa de que hablamos.

17. Muchos no gustan de un manjar al principio y gustan después de él porque oyen que es de la moda o que se pone en las mesas de los grandes señores; otros, porque les dicen que viene de remotas tierras y se vende a precio subido. Como también, al contrario, aunque gusten de él al principio, si oyen después que es manjar de rústicos o alimento ordinario de algunos pueblos incultos y bárbaros, empiezan a sentir displicencia en su uso. Aquellas noticias excitaron una aprehensión, o apreciativa o contemptiva, que mudó el gusto. En los demás sentidos, y respecto de todas las demás especies de objetos delectables, sucede lo mismo.

§. V

18. Júzgase comúnmente que el gusto o disgusto que se siente de los objetos de los sentidos corpóreos está siempre en los órganos respectivos de éstos. Pero realmente esto sólo sucede cuando el gusto o disgusto penden del temperamento de esos órganos. Mas cuando vienen de la aprehensión sólo están en la imaginativa, la cual se complace o se irrita según la varia impresión que hace en ella la representación de los objetos de los sentidos. Es tan fácil equivocarse en esto y confundir uno con otro por la íntima correspondencia que hay entre los sentidos   —361→   corpóreos y la imaginativa, que aun aquel grande ingenio lusitano, el digno de toda alabanza, el insigne P. Antonio Vieira, explicando el tedio que los israelitas concibieron al Maná, bien que usó de su gran talento para conocer que ese tedio no estaba en el paladar, no le trasladó adonde debiera porque le colocó en los ojos, fundado en el sonido del texto: Nihil vident oculi nostri, nisi Man. Yo digo que no estaba el tedio en los ojos, sino en la imaginativa. La razón es clara, porque es imposible que se varíe la impresión que hace el objeto en la potencia si no hay variación alguna, o en el objeto, o en la potencia, o en el medio por donde se comunica la especie. En el caso propuesto debemos suponer que no hubo variación alguna ni en el Maná (pues esto consta de la misma Historia Sagrada), ni en los ojos de los israelitas, ni en el medio por donde se les comunicaba la especie, pues esto, siendo común a todos, sería una cosa totalmente insólita y preternatural que no dejaría de insinuar el historiador sagrado, fuera de que en ese caso tendrían legítima disculpa los israelitas en el aborrecimiento del Maná; luego aquel tedio no estaba en los ojos, sino en la imaginativa.

19. Ni se me oponga que también sería cosa totalmente insólita que la imaginativa de todos se viciase con aquel tedio. Digo que no es eso insólito o preternatural, sino naturalísimo, porque los males de la imaginativa son contagiosos. Un individuo solo es capaz de inficionar todo un pueblo. Ya se ha visto en más de una y aun de dos comunidades de mujeres, por creerse energúmena una de ellas, ir pasando sucesivamente a todas las demás la misma aprehensión y juzgarse todas poseídas. Sobre todo, una aprehensión fastidiosa es facilísima de comunicar. Se nos viene, naturalmente, el objeto a la imaginativa como corrompido de aquella tediosa displicencia que vemos manifiesta otro hacia él, especialmente si el otro es persona de alguna especial persuasiva o de muy viva imaginación, porque   —362→   ésta tiene una fuerza singular para insinuar en otros la misma idea de que está poseída.

§. VI

20. Puesto ya que el gusto depende de dos principios distintos, esto es, unas veces del temperamento, otras de la aprehensión, digo que cuando depende del temperamento no cabe disputa sobre el gusto, pero sí cuando viene de la aprehensión. Lo que es natural e inevitable no puede impugnarse con razón alguna, como ni tampoco hay razón alguna que lo haga plausible o digno de alabanza. Tan imposible es que deje de gustar de alguna cosa el que tiene el órgano en un temperamento proporcionado para gustar de ella, como lo es que el objeto, a un tiempo mismo, sea proporcionado y desproporcionado al sentido. No digo yo todos los hombres, mas ni aun todos los ángeles podrán persuadir a uno que tiene las manos ardiendo que no guste de tocar cosas frías. Podrán, sí, persuadirle, o por motivo de salud o de mérito, que no las aplique a ellas; pero que aplicadas no sienta gusto en la aplicación es absolutamente imposible.

21. No es así en los gustos, que penden precisamente de la aprehensión, porque los vicios de la aprehensión son curables con razones. Al que mira con fastidioso desdén algún manjar, o porque no es del uso de su tierra, o por su bajo precio, o porque es alimento común de gente inculta y bárbara, es fácil convencerle con argumentos de que ese horror es mal fundado. Es verdad que no siempre que se convence el entendimiento, cede de su tesón la imaginativa, pero cede muchas veces, como la experiencia muestra a cada paso.

22. Aun cuando el vicio de la imaginativa se comunica al entendimiento, halla tal vez el ingenio medios con que curarle en una y otra potencia. Los autores médicos refieren algunos casos de éstos. A uno que creía tener un cascabel dentro del cerebro, cuyo sonido aseguraba oía,   —363→   curó el cirujano haciéndole una cisura en la parte posterior de la cabeza, donde entrando los dedos, como que arrancaba algo, le mostró luego un cascabel que llevaba escondido como que era el que tenía en la cabeza y acababa de sacarle de ella. Otro que imaginaba tener el cuerpo lleno de culebras, sapos y otras sabandijas, fue curado dándole una purga y echando con disimulo en el vaso excretorio algunos sapos y culebras que le hicieron creer eran los que tenía en el cuerpo y había expelido con la purga. A otro que había dado en la extravagante imaginación de que si expelía la orina había de inundar el mundo con ella, y deteniéndola por este miedo estaba cerca de morir de supresión, sanaron encendiendo una grande hoguera a vista suya y persuadiéndole que aquel fuego iba cundiendo por toda la tierra, la cual, sin duda, en breve se vería reducida a cenizas si no soltaba los diques al fluido excremento para apagar el incendio, lo que él, al momento, ejecutó. A este modo se pueden discurrir otros estratagemas para casos semejantes, en los cuales será más útil un hombre ingenioso y de buena inventiva que todos los médicos del mundo.

23. Lo que voy a referir es más admirable. Sucediome revocar al uso de la razón a una persona que mucho tiempo antes le había perdido, aun sin usar de estos artificiosos círculos, sino acometiendo (digámoslo así) frente a frente su demencia. El caso pasó con una monja benedictina del convento de Santa María de la Vega, existente extramuros de esta ciudad de Oviedo. Esta religiosa, que se llamaba doña Eulalia Pérez y excedía la edad sexagenaria, habiendo pasado dos o tres años después de perdido el juicio sin que en todo ese tiempo gozase algún lúcido intervalo ni aun por brevísimo tiempo, cayó en una fiebre que pareció al médico peligrosísima (aunque de hecho no lo era), por lo cual fui llamado para administrarla el socorro espiritual de que estuviese capaz. Entrando en su aposento la hallé tan loca como me habían informado lo estaba antes, y realmente era una locura rematadísima   —364→   la suya. Apenas había objeto sobre el cual no desbarrase enormemente. Empecé intimándola que se confesase; respondía ad Ephesios. Propúsele la gravedad de su mal y el riesgo en que estaba, según el informe del médico; como si hablase con un bruto. Todo era prorrumpir en despropósitos. Bien que el error que más ordinariamente tenía en la imaginación y en la boca era que hablaba a todas horas con Dios, y que Dios la revelaba cuanto pasaba y había de pasar en el mundo. Viéndola en tan infeliz estado me apliqué con todas mis fuerzas a tentar si podía encender en su mente la luz de la razón, totalmente extinguida al parecer. En cosa de medio cuarto de hora lo logré. Y luego, temiendo justamente que aquélla fuese una ilustración pasajera, como de relámpago, me apliqué a aprovechar aquel dichoso intervalo haciendo que se confesase sin perder un momento, lo que ejecutó con perfecto conocimiento y entera satisfacción mía. Después de absuelta estuve con ella por espacio de media hora, y en todo este tiempo gozó íntegramente el uso de la razón. Despedime sin administrarla otro Sacramento por conocer que la fiebre no tenía visos de peligrosa, aunque el médico la constituía tal, como, en efecto, dentro de pocos días convaleció; pero la ilustración de su mente fue transitoria, como yo me había temido. Dentro de pocas horas volvió a su demencia, y en ella perseveró sin intermisión alguna hasta el momento de su muerte, que sucedió tres o cuatro años después. Hallábame yo ausente de Oviedo cuando murió, y me dolió mucho al recibir la noticia, creyendo, con algún fundamento, que acaso le lograría en aquel lance el importantísimo beneficio que había conseguido en la otra ocasión, bien que no ignoro que la dificultad había crecido en lo inveterado del mal.

24. Es naturalísimo desee el lector saber a qué industria se debió esta hazaña, no sólo por curiosidad, más también por la utilidad de aprovecharse de ella si le ocurriese ocasión semejante. Parece que no hubo industria alguna; antes muchos, mirándolo a primera luz, bien lejos de graduarlo   —365→   de ingenioso acierto lo reputarán una feliz necedad. ¿Quién pensará que de intento y derechamente me puse a persuadir a una loca que lo estaba, y que cuanto pensaba y decía era un continuado desatino? ¿O quién no diría, al verme esperanzado de ilustrarla por este medio, que yo estaba tan loco como ella? Para conocer la verdad de lo que yo le proponía era menester tener el uso de la razón, el cual le faltaba, y si no la conocía era inútil la propuesta; con que parece que era una quimera cuanto yo intentaba. Sin embargo, éste fue el medio que tomé. Por qué y cómo se logró el efecto explicaré ahora.

25. Para vencer cualquiera estorbo o lograr cualquier fin no se ha de considerar precisamente el medio o instrumento de que se usa, más también la fuerza y arte con que se maneja. La cimitarra del famoso Jorge Castrioto en la mano de su dueño, de un golpe cortaba enteramente el cuello a un toro; trasladada a la del Sultán, sólo hizo una pequeña herida. Esto pasa en las cosas materiales, y esto mismo sucede en el entendimiento. Usando de la misma razón uno que otro, hay quien desengaña de su error a un necio en un cuarto de hora, y hay quien no puede convencerle en un día ni en muchos días. ¿Pues cómo, si ambos echan mano del mismo instrumento? Porque le manejan de muy diferente modo. Las voces de que se usa, el orden con que se enlazan, la actividad y viveza con que se dicen, la energía de la acción, la imperiosa fuerza del gesto, la dulce y, al mismo tiempo, eficaz valentía de los ojos; todo esto conspira y todo esto es menester para introducir el desengaño en un entendimiento, o infatuado o estúpido. La mente del hombre, en el estado de unión al cuerpo, no se mueve sólo por la razón pura, más también por el mecanismo del órgano, y en este mecanismo tienen un oculto, pero eficaz influjo, las exterioridades expresadas. Conviene también variar las expresiones, mostrar la verdad a diferentes luces, porque esto es como dar vuelta a la muralla para ver por dónde se puede abrir la brecha. Ello, en el caso dicho, se logró el fin, como pueden   —366→   testificar más de veinte religiosas del convento mencionado que viven hoy y vieron el suceso. No sólo en esta ocasión; también en otra logré ilustrar a un loco mucho más rematado haciéndole conocer el error que sin intermisión traía en la mente muchos años había. Es verdad que en éste mucho más presto se apagó la luz recibida; de modo que apenas duró dos minutos el desengaño. Tampoco yo insistí con tanto empeño porque no había la necesidad que en el otro caso.

26. Confieso que en una perfecta demencia no habrá recurso alguno; es preciso que reste alguna centellita de razón en quien se encienda esta pasajera llama. En la ceniza, por más que se sople no se producirá la más leve luz. ¿Pero cuándo se halla una perfecta demencia? Pienso que nunca o casi nunca. Apenas hay loco que en cuanto piensa, dice y hace desatine. Todo el negocio consiste en acertar con aquella chispa que ha quedado y saber agitarla con viveza. Nadie nos pida lecciones para practicarlo porque son inútiles. Es obra del ingenio, no de la instrucción.

27. Los ejemplos alegados prueban superabundantemente nuestro intento. Si es posible reducir a la razón a quien tiene dañado, juntamente con la imaginativa, el entendimiento, mucho más fácil será reducir a quien sólo tiene viciada la imaginativa sin lesión alguna de parte del entendimiento, especialmente cuando, como en el caso de la cuestión, el vicio de la imaginativa es sólo respectivo a objeto determinado. De todo lo alegado en este discurso se concluye que hay razón para el gusto y que cabe razón o disputa contra el gusto.