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ArribaAbajoReflexiones sobre la historia

§. I

1. En orden a la historia hay el mismo error en el vulgo que en orden a la jurisprudencia; quiero decir, que estas dos facultades dependen únicamente de aplicación y memoria. Créese comúnmente que un gran jurisconsulto se hace con mandar a la memoria muchos textos, y un gran historiador leyendo y reteniendo muchas noticias. Yo no dudo que si se habla de sabios de conversación e historiadores de corrillo, no es menester otra cosa. Mas para ser historiador de pluma, ¡oh santo Dios! sólo las plumas del fénix pueden servir para escribir una historia. Dijo bien el discretísimo y doctísimo arzobispo de Cambray, el señor Salinac, escribiendo a la Academia francesa sobre este asunto, que «un excelente historiador es acaso aún más raro que un gran poeta.»

2. De hecho, los críticos no han sido tan difíciles de contentar de parte de la poesía como de parte de la historia. Exceptuando uno u otro exquisitamente melindroso, todos convienen en que fueron excelentísimos poetas y sin defecto alguno, por lo menos notable, un Homero, un Virgilio, un Horacio; y a Ovidio, Catulo y Propercio concederían la misma gloria, si la lasciva impureza de sus expresiones no empañara el tersísimo lustre de sus versos. Pero en los historiadores, ¡oh qué difícil y severa se muestra la crítica, aún cuando examina los más sobresalientes! El mismo prelado que acabamos de citar nota la falta de unidad y orden en Herodoto, juzga a Jenofonte   —164→   más novelista que historiador, y es dictamen común, que en su Historia de Ciro, no tanto miró a referir los verdaderos hechos de este príncipe como a dibujar con colores mentidos un príncipe perfecto. Concede a Polibio el razonar admirablemente en lo político y militar, pero dice que razona demasiado. Celebra las bellas arengas de Tucídides y Tito Livio, pero las culpa por muchas y por obras de su invención, no de aquellos en cuyas cabezas las ponen. Culpa a Salustio que en dos historias muy cortas introdujese tanta pintura de personas y costumbres. En Tácito reprehende la brevedad afectada y la audacia de discurrir las causas políticas de todos los sucesos; defecto que asimismo reconoce en Enrico Caterino.

3. En estos mismos grandes historiadores encuentran otros críticos otras faltas. Plutarco notó a Herodoto de ínvido y maligno contra la Grecia; el que mezcló muchas fábulas es dictamen común, en tanto grado, que hay quien, en vez del magnífico atributo de padre de la historia, le da el de padre de la fábula. Dionisio Halicarnaseo niega esplendor y majestad al estilo de Jenofonte, añadiendo que si tal vez quiere elevar la elocución, al punto, no pudiendo sostenerse, desmaya. Vosio nota la incuria del estilo en Polibio, y el padre Rapin, el que frecuentemente rompe con reflexiones morales el hilo de la narración. El mismo Vosio acusa de duro y lleno de hipérbatos el estilo de Tucídides. Erasmo halló algunas contradicciones en Tito Livio. Asinio Pollion notó el genio de la locución patavina en su estilo romano. Muchos, y con razón, le culpan tanto amontonar de prodigios. A Salustio llamó Aulo Gelio innovador de voces, y el ilustrísimo Cano le reprehende de que dejó torcer algo la pluma hacia donde la llevaban sus propios afectos, como se ve en haber callado algunas cosas gloriosas de Cicerón, porque no estaba bien con él. A Carlos Sigonio pareció áspera la elocución de Tácito, y el Padre Causino vino a decir lo mismo con otras voces. Pedro Baile convenció de contrarias a la verdad tal cual narración de Enrico Caterino.

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4. ¿Quién, a vista de esto, tomará la pluma sin temblarle la mano para escribir una historia? ¿Quién, viendo censurados estos supremos historiadores, se juzgará exento de censura?

§ II

5. Pero aún es más digno de consideración lo que sucedió a Quinto Curcio. Pareció la Historia de Alejandro de este autor poco más ha de tres siglos, hallándose su manuscrito en la biblioteca de San Víctor. Aun no se sabe con certeza quién fue este Quinto Curcio, ni en qué tiempo vivió. Unos le creen contemporáneo de Augusto, otros de Claudio, otros de Vespasiano, otros de Trajano, según aprenden su estilo más o menos conforme a la antigua pureza latina. Y no faltan quienes juzguen que no hubo tal Quinto Curcio, sino que éste es nombre supuesto, debajo del cual se escondió que algún autor moderno por conciliar mayor estimación a su historia con el nombre antiguo romano, adelantándose algunos a apropiar esta obra al Petrarca. Uno de los fundamentos, y el más fuerte para esta conjetura, es no hallarse citado Quinto Curcio por algún autor de cuantos hubo por espacio de mil y cuatrocientos años contados desde Augusto. Sin embargo, a otros hace más fuerza la pureza de estilo, pareciéndoles que ha más de mil y quinientos años que no hubo autor que escribiese tan bien el idioma latino; y así, están firmes en que el escritor de esta historia es coetáneo a alguno de los primeros césares. Sea lo que fuere en orden a esto, la historia que anda con el nombre de Quinto Curcio estuvo recibiendo continuos elogios por espacio de tres siglos, sin que nadie hiciese memoria de ella sino para aplaudirla, hasta que poco ha cayó en las manos de un crítico moderno, que aplicándose a examinarla con especial cuidado, la halló llena de defectos substanciales.

6. Este fue el famoso Juan Clerico, que ingiriendo al fin del segundo tomo de su Arte crítica una dilatada censura de Quinto Curcio, le acusó, y probó la acusación,   —166→   sobre los capítulos siguientes: que fue muy ignorante de la astronomía y geografía; que por acumular en su historia cosas admirables, escribió muchas fábulas; que describió mal algunas cosas; que cayó en contradicciones manifiestas; que escribió algunas cosas inútiles, omitiendo otras necesarias; que por ostentar su elocuencia cayó en la impropiedad de poner excelentísimas arengas en la boca de hombres nada retóricos; que dio nombres griegos a los ríos remotísimos de la Asia; que omitió la circunstancia del tiempo en la relación de los sucesos; que tomó un género de estilo más propio de un declamador u orador que de historiador; que fue, en fin, más panegirista que historiador de Alejandro, celebrando su damnable ambición como si fuese heroica virtud.

7. Verdaderamente son muchos defectos estos, no sólo para un historiador de los supremos créditos de Curcio, mas aún para un escritor de mediana clase. Más ¿qué hemos de inferir de aquí? O que la crítica se propasó en la censura, o que es sumamente arduo escribir, exenta de muchos defectos, una historia. Pero pareciéndome a mí que la acusación de aquel crítico está bien probada en todas sus partes, me aplico a sentir que el genio más elevado, si se aplica al ejercicio de historiador, no está libre de caer en considerables defectos, para cuyo intento he traído el ejemplo de Quinto Curcio.

§. III

8. Yo creo que a los más excelentes escritos les sucede lo mismo que a los hombres grandes, que parecen mucho menores en el trato próximo y frecuente. No hay cosa alguna del todo perfecta. Pero a primera vista o a una proporcionada distancia, el resplandor de las excelencias esconde los defectos, los cuales después se descubren, o a mayor cercanía o a más atento examen.

9. También es cierto que los genios elevados están más expuestos a algunos defectos que los medianos. Aquellos, conducidos, o de la viveza de la imaginación, o de la valentía   —167→   del espíritu, suelen no reparar en algunos requisitos que escrupulosamente observan los ingenios de más baja clase. Más fácilmente harán un escrito perfectamente regular éstos que aquéllos. Éstos no caen, porque no se remontan. Caminan siempre debajo de las reglas. Siguen una senda humilde, que no pierde de vista los preceptos. Aquéllos, dejándose arrebatar con vuelo generoso a mayor altura, suelen no ver lo que por más bajo está más distante. Tal vez es más perfección apartarse de las reglas, porque se sigue rumbo superior a los preceptos ordinarios.

10. Mas no es este el caso en que estamos, ni por lo que mira a los defectos de Quinto Curcio, ni en orden a los peligros de la historia. Yo tendré por un fénix, no a quien evite todo género de faltas, que eso me parece imposible, sino a quien no incida en alguna o algunas de las más notables. Quien advirtiere bien la multitud de tropiezos que se ofrecen en el curso de una historia, no dejará de sentir conmigo.

§. IV

11. Empezando por el estilo, que parece lo más fácil, ¡oh qué arduo es tomar aquel medio preciso que se necesita para la historia! Ni ha de ser vulgar ni poético. Aun si el escritor quiere contentarse solamente con huir de estos dos extremos, sin mucha dificultad lo logrará, especialmente si es de aquéllos (como hay muchos) que están hechos a un mediano estilo, que ni se roza con la plebe ni con las musas, igualmente distante del graznido de los cuervos que del canto de los cisnes. Mas contentándose con esto, deja la narración sin gracia y la historia sin atractivo. Este medio no es reprehensible, pero es insípido. Algunos de los que se meten a historiadores, aún no llegan aquí. Esos pocos tienen muchos riesgos que evitar, y es sumamente difícil no incidir tal vez en uno u otro. La afectación es el más ordinario y también el peor. Menos me disuena la locución bárbara que la afectada, como   —168→   parece menos mal una villana vestida con sus ordinarios trapos que la que se llena toda de mal colocados dijes. Aquélla se viste a lo humilde; ésta se adorna a lo ridículo. Cuanto no es natural en el estilo, es despreciable. Los mismos colores, que siendo naturales, en un rostro lisonjean la vista, cuando se percibe que son imitados con ingredientes añadidos, mueven a asco.

12. Al lado del riesgo de la afectación en el estilo anda otro riesgo, que es el que parezca al lector afectación la que no lo es. Algunos juzgan tan crasamente en esta materia, que piensan que para nadie es natural lo que no es natural para ellos. Tal vez la envidia hace decir al hablador grosero que es estilo afectado el que no juzga tal; a manera de la mal condicionada dama, que, por tener mal colorido, levanta a otras de mejores colores que, todo es a fuerza de afeites. Mas al fin, los riesgos que tiene un escritor de parte de la ignorancia o envidia de los lectores y rudos tomarían la pluma en la mano. Conténtese el que merece algún aplauso con que lo merece, y con que no faltan quienes hagan justicia a su mérito. Ni pretenda otro castigo al envidioso que el que él mismo padece, pues nadie puede darle pena más cruel que la que le da su propia pasión rabiosa, mordiéndole continuamente el corazón.

§. V

13. El segundo riesgo del estilo sobresaliente es que en vez de tomar la pluma hacia la cumbre del Olimpo, tuerza el vuelo hacia la del Parnaso; quiero decir, que en vez de arribar a la sublimidad propia de lo histórico, se extravíe a lo poético. Cada clase de asuntos tiene sus locuciones correspondientes. Yo no asiento a la distribución que ordinariamente se hace de los diferentes estilos a diferentes asuntos, por la parte que a la historia le determina el medio entre el sublime y el humilde. En la historia cabe su sublimidad, aunque diferente de la de la poesía, como también es diferente de ésta la de la oratoria. ¿Quién duda   —169→   que es sublime el estilo de Livio, el de Salustio, el de Tácito? Pero muy diversos todos tres, no sólo del de Virgilio, del de Claudiano y los demás poetas heroicos, mas aún diversos entre sí. Engáñase mucho quien coloca la sublimidad del estilo en un punto indivisible. Hay para la locución muy diferentes galas, y la pluma se puede elevar por diversos rumbos. No tengo por tan difícil la sublimidad, ni en la oratoria, ni en la poesía, como en la historia, porque en aquellas la frecuencia de tropos y figuras da por sí misma una representación magnífica al estilo; en ésta toda la elevación han de costear la viveza de las expresiones, la natural energía de las frases, la profundidad de los conceptos, la agudeza de las sentencias, sin gozar las libertades que gozan el orador y el poeta, ya de que el hipérbole desfigure la verdad, ya de que el rapto de la imaginación se malquiste con la integridad del juicio, ya de que la elevación de la pluma dificulte en parte alguna a los ignorantes la inteligencia. Ciertamente, a mí no me parece tan admirable aquella dilatada, hiperbólica y pomposa descripción que hace Claudiano de la avaricia de Rufino, como la breve, enérgica, viva, natural expresión con que Tácito caracteriza en toda su extensión la miseria de Galba: Peuniae alienae non cupidus, suae parcus, publicae avarus. Ni la elegante pintura que hizo Ovidio de los triunfos del vicio en la edad del hierro, me parece igual a la profundidad de aquella sentencia con que Livio lamentó la última corrupción del pueblo romano: Ad haec tempora perventum est, quibus nec vitia nostra possumus pati, nec remedia.

§. VI

14. El último riesgo de la elevación del estilo se considera en la dificultad de mantenerla. Pero me parece que, por lo común, es injusta la censura que se hace por este lado. He visto reparar mucho en si el estilo es igual o no, celebrando mucho al que tiene esta calidad, y vituperando al que carece de ella. Nótase mucho   —170→   si cae o no cae. Pero antes se debiera observar qué senda sigue la pluma. ¿Qué mucho que no caiga el que siempre anda arrastrando? ¿De dónde ha de caer el que nunca se levanta? Por el otro extremo se debe reparar que no es lo mismo bajar que caer. El que toma vuelo no tiene obligación a seguir siempre la misma altura. Puede bajar a su arbitrio, pues lo hacen aún las águilas. ¿Qué importa que descienda algo, si siempre queda muy superior al que nunca se aparta del suelo? Los que ponen cuidado en no bajar, en eso mismo muestran que no suben muy arriba, porque esa escrupulosa vigilancia es ajena de un espíritu sublime. Este fía las alas al viento, dejando a cuenta de su imaginación el rumbo. No forceja por mantenerse en aquel punto donde ha subido, porque ese mismo estudio es desaire del estilo. Mejor vista tiene una negligencia decorosa que una elevación violenta. Debe también hacerse cuenta de que a nadie pueden ocurrirle siempre iguales locuciones. ¿Y qué ha de hacer? ¿Soltar la pluma hasta que vengan frases igualmente enérgicas o delicadas que las antecedentes? ¿Qué cuidado o qué fatiga más ridícula que la de estar siempre un escritor con el cordel en la mano para medir la altura en que se ha puesto su estilo respecto del humilde, a fin de no perder jamás un punto de aquella distancia? Así, yo este defecto no le hallo en el que escribe, sino en el que censura. Pera la iniquidad del que censura es riesgo para el que escribe.

15. Fuera de esto, la diferencia de los objetos produce por sí misma esta desigualdad. Hay unos que por su naturaleza encienden la idea y arrebatan la pluma. Otros, que dejando la imaginación quieta sólo se entienden con el buen juicio. Unos, donde dicen bien las expresiones majestuosas, otros en quienes estas fueran ridículas. Estragará, a mi entender, el estilo quien siempre no diere en él mucho más a la naturaleza que al arte.

16. Hágome cargo de que el primor del estilo no es de esencia de la historia, pero es un accidente que la   —171→   adorna mucho y que la hace más útil. Léenla muchos, hallándola este sainete, que no la leyeran sin él. Las especies también se imprimen mejor, porque abraza bien la memoria lo que se lee con deleite, como el estómago lo que se come con apetito. Infinitos saben los sucesos de la conquista de México, que los ignorarán a no haberlos escrito la hermosa y delicada pluma de don Antonio de Solís. En fin, Luciano, que dio excelentes reglas para escribir historia en el tratadillo que escribió a este intento, prescribe para ella estilo claro, pero elevado; de modo que llega a rozarse con la grandilocuencia poética.

§. VII

17. Pero dejemos norabuena aparte el estilo, y eximamos al historiador de este cuidado. ¡Oh, cuántas sirtes le restan en la navegación de este piélago! ¡Cuánta rectitud de juicio es menester para separar lo útil de lo inútil! Si quiere decirlo todo, fatigará con superfluidades los ojos y memoria de los lectores. Si elige, se expone a condenar con lo superfluo algo de lo importante. La prolijidad y la nimia concisión son dos extremos que debe huir. A cualquiera de los dos que se arrime, o incurrirá en la nota de cansado o dejará la narración confusa, y es para pocos acertar con el medio justo. Las digresiones son adorno para la historia y descanso para el lector. Pero si son frecuentes, o muy largas, o impertinentes, o mal introducidas, se convierte en fealdad lo que debiera ser hermosura. Gran pulso es menester parar no exceder en ellas ni faltar. El método en ningún escrito es tan difícil como en el histórico. Si se atiende a no perder la serie de los años, se destroncan los sucesos. Si se procura la integridad de los sucesos, se pierde la serie de los años. Es arduísimo tejer uno con otro el hilo de la historia y el de la cronología; de modo que alguno de ellos no se corte o se oscurezca. A veces los sucesos se embarazan también unos a otros, porque ocurre que al llegar al medio de una narración que   —172→   hasta allí corría sin embarazo, es menester prevenir todo el resto con otros acaecimientos posteriores al principio de ella y anteriores al fin. Lo peor es que no pueden darse reglas para vencer estos tropiezos. Todo lo ha de hacer el genio, la comprensión, la perspicacia del escritor. De aquí depende acertar con el lugar donde se ha de colocar cada cosa, y con el modo de colocarla. Si falta el genio, no puede hacerse otra cosa que lo que veo hacer a algunos en este tiempo, componer unas historias gacetales, donde se dan hechos gigote los sucesos.

18. «Para lograr el bello orden en la historia (dice el señor arzobispo de Cambray, citado arriba) es menester que el escritor la comprehenda y abrace toda en la mente antes de tomar la pluma; que la vea en toda su extensión como de una sola ojeada; que la vuelva y revuelva de todos lados hasta encontrar su verdadero punto de vista; todo esto a fin de representar su unidad y derivar como de una fuente sola todos los sucesos principales que la componen». Y más abajo: «Un historiador que tiene genio, entre veinte lugares sabe elegir el más oportuno para colocar un hecho; de modo que puesto allí dé luz a otros muchos. A veces un suceso mostrado con anticipación facilita la inteligencia de otros que le precedieron en el tiempo. A veces otro logrará mejor luz reservándole para después». Todo esto está bien dicho, y todo muestra las grandes dificultades que hay en escribir bien una historia.

§. VIII

19. Pero la mayor arduidad está en acertar con lo que más importa; esto es, con la verdad. Dijo bien un gran crítico moderno, que la verdad histórica es muchas veces tan impenetrable como la filosófica. Ésta está escondida en el pozo de Demócrito; y aquélla, ya enterrada en el sepulcro del olvido, ya ofuscada con las nieblas de la duda, ya retirada a espaldas de la fábula. Creo se puede aplicar a la historia lo que Virgilio dijo   —173→   de la fama, porque son muy compañeras, y aquella muy frecuentemente hija de ésta:

Tam ficti, pravique tenax, quam nuntia veri.

20. De aquí tomaron algunos ocasión para desconfiar de las más constantes historias, y otros audacia para impugnar las más seguras noticias. Aquel famoso filósofo Campanela decía que llegaba a dudar si hubo en algún tiempo tal emperador llamado Carlo Magno. Carlo Sorel, no sólo niega a Faramundo la conquista y reinado de Francia, más también le duda la existencia. En la República de las Letras se cuenta de un hombre que le aseguró a Vosio tenía compuesto un tratado, en que con invencibles razones probaba que cuanto en los comentarios de César se decía tocante a su guerra en las Galias era falso, mostrando de más a más que nunca César había pasado los Alpes. Un anónimo, no habiendo aún pasado cien años después de la muerte de Enrico III de Francia, se atrevió a afirmar en un escrito intitulado: La fatalitè de Saint Cloud, que a aquel Príncipe no le había quitado la vida Jacobo Clemente. Tales monstruos, ya de desconfianza, ya de osadía, produce la incertidumbre de la historia.

§. IX

21. A tres principios reduce Séneca la falta de verdad en las historias, que son: credulidad, negligencia y mendacidad de los historiadores: Quidam creduli, quidam negligentes sunt: quibusdam mendacium obrepit, quibusdam placet: illi non evitant, hi appetunt. (Libro VII, Natur. quaest., capítulo XVI). Faltole señalar otros dos principios, que son a veces la imposibilidad de comprehender la verdad, y a veces la falta de crítica para discernirla.

22. Los historiadores mentirosos hacen que otros, sin serlo, refieran muchas fábulas. Parece que lo más a que puede extenderse la diligencia de un escritor que refiere sucesos muy remotos de su siglo, es buscar los autores que vivieron en aquel tiempo o en el inmediato,   —174→   y copiarlos fielmente. Pero ¡cuántas veces la adulación o el odio les tuerce a éstos la pluma! El primer defecto notó Tácito en los que escribieron las cosas de Tiberio, Cayo, Claudio y Nerón, viviendo estos césares; y el segundo en los que las escribieron poco después que la muerte los había arrebatado: Tiberii, Caiique, Claudii ac Neronis res, florentibus ipsis, ob metum falsae, postquam occiderant, recentibus odiis compositae sunt. Cuanto los historiadores están más cercanos a los sucesos, tanto más próxima tienen a los ojos de la verdad para conocerla; pero en el mismo grado son sospechosos de que varios afectos los induzcan a ocultarla. El miedo, la esperanza, el amor, el odio son cuatro vientos fuertes que no dejan parar en el punto de la verdad la pluma. Valgan dos ejemplos por mil: Veleyo Patérculo historiador romano, y Procopio, griego. Aquél, habiendo escrito con excelencia las cosas de Roma de los tiempos anteriores, llegando al suyo, manchó la historia con torpes adulaciones a Tiberio y a su valido Seyano, colmando de altísimos elogios a los dos hombres más pérfidos y flagiciosos que conocía aquella edad. Procopio, en su Historia secreta, pintó al emperador Justiniano y a la emperatriz Teodora los más abominables príncipes de la tierra. Vivió Patérculo debajo de Tiberio, y Procopio de Justiniano. Hombres entrambos de calidad y de empleos considerables, no podían ignorar la realidad de las cosas; pero a uno la ojeriza, a otro la dependencia los apartaron igualmente de la verdad.

23. Por esta razón el señor Du-Haillan, noble historiógrafo francés, terminó su Historia general de Francia en la muerte de Carlos VII, sin tocar con la pluma en los monarcas inmediatos a su tiempo. Pero oigámosle a él mismo en el prólogo de su historia, porque está admirable a nuestro propósito: «Porque todas las historias (dice) que hablan del rey Francisco I fueron compuestas en su tiempo o en el de Enrico, su hijo, los que las escribieron se extendieron más en su elogio de lo que correspondía   —175→   a su mérito (bien que fue rey grande y excelente) ni a la obligación de la historia ni a la verdad. En este vicio caen todos aquéllos que escriben la historia de su tiempo y de los príncipes a quienes obedecen. Porque ¿quién se atreverá a tocar en los vicios de su príncipe, ni a reprehender sus acciones o las de sus ministros, ni a descubrir los artificios, los engaños, las deslealtades que se cometieron en su reinado, ni a decir que su príncipe hizo tan injusticia, cometió tal torpeza; que aquel personaje huyó en una batalla, que el otro hizo tal traición, otro tal latrocinio? No se hallará alguno tan atrevido que lo haga. Veis aquí por qué los que escriben la historia de su tiempo son agitados de diversas pasiones, que los obligan a mentir abiertamente, o a favor de su príncipe, o de su nación, o contra sus enemigos».

24. Acuérdome a este propósito del dicho del Pescennio Niger a uno que quería recitar un panegírico en su alabanza: «Escribe -le dijo- los elogios de Mario, o de Aníbal, o de algún otro excelente capitán, que esté ya muerto; porque alabar a los emperadores vivos, de quienes se espera o a quienes se teme, más es irrisión que obsequio».

§. X

25. Lo que hemos dicho de los que escriben la historia de su tiempo se puede aplicar igualmente a los que refieren las cosas de su país. Créense éstos más bien instruidos, pero al mismo tiempo se recelan más apasionados. De modo que la verdad navega en el mar de la historia siempre entre dos escollos, la ignorancia y la pasión. En lo que no toca al historiador muy de cerca, suele faltarle la noticia; en lo que le pertenece y mira como suyo, habla contra la noticia el afecto. Polibio notó que Fabio, historiador romano, y Fileno, cartaginés, están tan opuestos en la narración de la guerra púnica, que en aquel todo es gloria de los romanos e ignominia de los cartaginenses; en éste, todo gloria de los cartaginenses e ignominia de los romanos.

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26. De aquí es el embarazo que a cada paso ocurre en el cotejo de diversas historias sobre unos mismos hechos. ¿Quién, pongo por ejemplo, sabrá mejor lo que pasó en las guerras entre españoles y franceses, que los mismos franceses y españoles? Vamos a ver los escritores de una y otra nación, y los hallamos a cada paso encontrados, así en los motivos como en los hechos. ¿A quiénes se ha de creer? No es fácil decidirlo. Lo que se sabe bien es, quién y a quiénes cree. El español cree a los españoles y el francés a los franceses. La misma pasión que a los historiadores induce a escribir, es regla que determina los lectores a creer.

27. No sólo un enemigo milita contra la verdad en los escritores nacionales. Quiero decir, que no sólo el amor, más también el temor los hace apartar del camino derecho. Cuando no los ciega la pasión propia, tropiezan en la ajena. Saben que ha de ser mal vista entre los suyos la historia si escriben con desengaño. ¿Y quién hay de corazón tan valiente, que se resuelva a tolerar el odio de la propia nación? Donde no se atraviesa el interés de la bienaventuranza eterna, siempre se hallarán muy pocos mártires de la verdad.

28. El ejemplo de nuestro grande historiador, el padre Juan de Mariana, servirá poco para que otros le imiten, o por mejor decir, será estorbo para que lo hagan. Fue aquel jesuita muy amante de la verdad; tomola por blanco de su historia. Pero el no ser parcial, que es en un historiador la mayor gloria, lo torcieron y tuercen aún muchos nacionales para la ignominia. Calúmnianle de desafecto a su patria, como si el ser afecto dependiera de ser adulador o mentiroso. Aun más adelante pasan. La pasión que reina en los que le culpan, quieren transfundir en el mismo autor, acusándole de afecto a la Francia. Y yo lo creyera, si no le viera más maltratado por los franceses que por los españoles. Es hecho constante que su libro De rege et regis institutione, con autoridad de la justicia fue quemado en París por mano del   —177→   verdugo. ¿Y esto por qué? Porque reprehendió en él la conducta de Enrico III, rey de Francia. Así que en una y otra nación le hizo daño al padre Mariana el ser desengañado y sincero. En España quisieran que sólo escribiera glorias de la nación; en Francia, que no tocase en el pelo de la ropa a su rey Enrique. De este modo, no hace otra cosa el mundo que poner tropiezos a la verdad de la historia, y aquellos pocos que se hallan dispuestos a escribirla por la integridad propia, se ven embarazados con la pasión ajena.

29. No sólo la propia nación, también las extrañas procuran torcer los historiadores hacia sus intereses, o ya con la recompensa, o ya con el resentimiento. Ninguno lisonjeó más a los venecianos que Marco Antonio Sabélico, que no era veneciano. Escribió la Historia de Venecia en cualidad de panegirista. Era extraño, pero el oro de la república (según cuenta Julio César Scalígero) le hizo propio. Por el contrario, los mismos venecianos manifestaron sus quejas a Juan de Capriata, noble historiador genovés, por algunas narraciones suyas que hallaban poco favorables a sus armas. Pero lo que este escritor respondió a sus quejas es digno de que todos lo copien para casos semejantes: «Quéjense -dijo- los venecianos de la fortuna, y no de mí; pues habiéndoles sido los acontecimientos de la guerra muy dolorosos, no puedo yo escribirlos de modo que los encuentren gratos».

§. XI

30. El partido de religión no es menos eficaz que el nacional, antes mucho más, para desviar la verdad de la historia. Horrorizan las imposturas con que algunos historiadores protestantes manchan las personas de muchos papas. La ficción de adulterios, simonías, homicidios, ha sido poca para satisfacer su odio contra la suprema cabeza de la religión católica. A crímenes más feos se extendió su furor, aún respecto de papas sumamente venerables por su virtud. ¿Qué no imputaron al   —178→   venerabilísimo pontífice Gregorio VII, cuya santidad canonizó el cielo con milagros patentes? No sólo le acusaron de intrusión al pontificado, de simonía, de comercio impúdico con la virtuosa condesa Matilde, mas aún de herejía y de magia, inventando ridículos cuentos para comprobación de este último crimen. No sólo contra los papas forjaron monstruosas extravagancias, mas aún contra todos aquellos que señalaron con más felicidad y doctrina su ardiente celo en defensa de la religión católica. Contra el piísimo y doctísimo cardenal Belarmino pareció un libelo (según refiere el padre Teófilo Rainaudo) en que se le acusaba de que había ejecutado muchos homicidios de infantes recién nacidos, a fin de ocultar sus comercios impúdicos, añadiendo que, tocado después de algún arrepentimiento de sus crímenes, había ido a fin de expiarlos, al santuario de Loreto, donde el sacerdote con quien se había confesado, horrorizado de tanta maldad le había negado la absolución, por lo que poco después murió desesperado. Lo mejor es que aún vivía Belarmino cuando se escribió este libelo, y tuvo tiempo para leerle y despreciarle. ¿Qué infamias no escribió el impío Buchanan, y no creen aún hoy los protestantes de la inocente y admirable reina María Estuarda? En que no extraño que no los disuada el unánime consentimiento de los autores católicos a favor de aquella reina (exceptuando uno, que copió a Buchanan), porque al fin los tienen por parciales, sino que no los haga fuerza la relación, enteramente opuesta a la de Buchanan, de Guillelmo Camden, excelente historiador de Inglaterra, a quien sólo la verdad pudo inclinar a la justificación de María Estuarda, no la religión, pues también fue protestante. En que también se debe notar la diferencia de costumbres entre Buchanan y Camden: aquél un borrachón, mordaz, impuro; éste contenido, modesto, amante de la verdad histórica, y en cuyas costumbres (dejando aparte la religión), no se encontró la menor nota. Tanto preocupa contra todas   —179→   las persuasiones de la razón el partido que se sigue.

31. Como la religión verdadera no es incompatible con el indiscreto celo contra los enemigos de ella, no pocos historiadores católicos cayeron en el mismo vicio. De aquí vinieron las suposiciones de que nació Lutero de un demonio íncubo; que fue de baja extracción el falso profeta Mahoma; que Ana Bolena fue hija de Enrico VIII; que esta infeliz mujer, con lascivia vaga, cometió mil torpezas en su tierna edad antes de ser amada de aquel príncipe, y otras fábulas semejantes. Lo peor es, que como cualquier libelo infamatorio contra los de opuesta religión es fácilmente creído, luego se trasladan a las historias las sátiras más infames y más inverosímiles. Con que después se citan por una fábula quinientos autores, los cuales, si se mira bien, no tienen más autoridad que aquel libelo de donde se derivó a todos la noticia.

§. XII

32. Aún si sólo en interés del príncipe de la república o de la religión trajesen hacia sí, apartándola de la verdad, la pluma del historiador, tendríamos siquiera el consuelo de que en orden a aquellos hechos que son indiferentes al partido que se sigue o a la potencia a quien se obedece, no nos querrían engañar los historiadores. Pero son tantos los motivos particulares que pueden moverlos al engaño, que aún respecto de estos hechos rara vez podemos tener seguridad alguna. ¿Quién puede comprehender todos los afectos que hay en el corazón de un escritor que no conoce ni ha tratado? ¿Quién puede determinar a cuántos objetos se extienden, o su amor o su odio? Aun en los hechos que parecen más remotos, o de su afecto, o de su interés, puede tener parte, o su conveniencia, o su inclinación. Mienten a veces los historiadores, quedando incomprehensibles los motivos, de que vamos a dar un ejemplo.

33. Pedro Mateo, historiador famoso de la Francia, refiere que la Brose, médico y matemático parisiense,   —180→   había pronosticado la muerte de Enrico IV, y confiado la predicción al duque de Vandoma. Pedro Petit, historiador y humanista célebre, asegura que tal predicción no hubo. Eran los dos contemporáneos, entrambos asistían en París; uno y otro conocieron al médico la Brose. Con todo, pues diametralmente se oponen, es claro que alguno de los dos miente. Pudo, me dirán, ser alguno de ellos engañado por un siniestro informe. Respondo que no fue así, porque entrambos citan al duque de Vandoma. Pedro Mateo dice que al duque de Vandoma le oyó el caso como le refiere; Pedro Petit dice que le preguntó al duque de Vandoma si era verdad lo que refiere Pedro Mateo, y el duque le respondió que era falso.

34. Es una contradicción ésta, que puede motivar muchas reflexiones sobre la incertidumbre de la historia. Si por dicha un autor de las circunstancias de Pedro Petit no hubiera contradicho a Pedro Mateo, ¿quién se atreviera a dudar de la predicción de la Brose? ¿En qué autor concurrieran requisitos superiores para asegurar un hecho? Historiador acreditado, contemporáneo al suceso, que habitaba en el mismo teatro donde estaba el astrólogo y en que se representó la tragedia de Enrico, que oyó el hecho de la predicción al único testigo que podía deponer en él con certeza, y testigo tan calificado como el duque de Vandoma. ¿Qué más puede pedir para dar asenso a una historia la más rigurosa crítica? Sin embargo, Pedro Mateo engaña; sino que digamos que quien engaña es Pedro Petit. Pero de parte de éste concurren igualmente todos los motivos para ser creído, que hay a favor de aquél. Luego es preciso confesar, que aún puestos cuantos requisitos puede pedir la crítica más austera, no podemos asegurarnos de la verdad de la historia. Ni es evasión transferir el engaño al duque de Vandoma, suponiendo que a uno diría una cosa y a otro otra; porque como los historiadores rara vez refieren sucesos de que fuesen testigos oculares,   —181→   y lo más que pueden hacer es usar del testimonio de personas fidedignas que lo fuesen, se añade nueva dificultad a la certeza de la historia, extendiendo a éstos el riesgo de la mentira. De modo que no basta que el historiador sea veraz; es preciso que también lo sea el que le dio la noticia. Y tal vez ésta pasa por tantos conductos diferentes desde el hecho a la pluma del historiador, que parece harto difícil que en alguno de ellos no se quite o añada, o se mienta por entero; y en esta materia sucede lo que en las morales, que malum ex quocumque defectu. Si de boca en boca pasa por diez diferentes individuos la noticia, con uno sólo que sea poco veraz, llegará viciada a la historia. ¿Quién a vista de esto no se admirará de aquellos que creen como verdad del Evangelio cuanto leen en un autor contemporáneo?

35. Sin violencia, antes con gran verosimilitud, se puede discurrir que la felicidad con que corren en algunos libros las relaciones de varias predicciones astrológicas verificadas en los sucesos, dependió únicamente de que en su origen no padecieron la contradicción que tuvo la narración de Pedro Mateo. Si inmediatamente a la invención de alguna fábula no ocurre el desengaño, después no hay remedio.

36. Pero ¿qué motivo podemos discurrir en cualquiera de aquellos autores para citar falsamente al duque de Vandoma? Dejando por ahora indeciso de parte de quien está el engaño, pudo ser en Pedro Mateo por amistad con el astrólogo, a quien por tanto quería acreditar. Pudo ser deseo de adornar su historia con un hecho de curiosidad y de gusto. Pudieron ser otras veinte cosas. También de parte de Pedro Petit pudo intervenir desafecto al astrólogo. Pudo ser que negase la predicción, porque le incomodaba para el intento que seguía en la Disertación sobre los cometas, que es el escrito donde la niega. A este modo es fácil discurrir otros motivos que pudieron ser, mas no acertar con el que fue.

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§. XIII

37. Ve aquí, que por todas partes estamos sitiados de peligros. Los autores distantes del lugar o del tiempo en que acaecieron los sucesos, están muy expuestos a ser engañados por alguno de los muchos conductos por donde comúnmente bajan a ellos las noticias. Los contemporáneos, y que residen en el mismo lugar, tienen varias correlaciones por donde se interesan muy frecuentemente en desfigurarlas.

38. Hemos dicho que acaso a Pedro Mateo le movería a referir sin fundamento la predicción de la Brose, el deseo de adornar su historia con aquella curiosidad, en que hemos apuntado otra raíz de infinitos errores históricos. No hay escritor que no se interese en que los lectores hallen su historia dulce, amena y gustosa. Para este efecto conducen mucho todos los sucesos en quienes hay algo de curioso, de exquisito o de admirable. Generalmente se puede decir que no hay historias más gustosas que aquellas que más se parecen a las novelas. De aquí es que muchas veces se atropella la verdad por endulzar la lectura con la ficción.

39. ¿Qué otro motivo sino éste se puede discurrir que interviene en algunos escritores, los cuales refieren sucesos correspondientes a siglos muy anteriores al suyo, sin haberlos hallado en algún autor o monumento antiguo, o a los sucesos que hallaron escritos por mayor añaden circunstancias de su invención, que hacen más amena la lectura? Digo que cuando la ficción es por alguna parte grata al que la lee, y no se descubre otro particular interés del escritor en la noticia, se debe discurrir que no fue otro el motivo que hacer graciosa a los lectores su historia. ¡Oh, cuánto se encuentra de esto en varias relaciones!

40. La gran batalla en que Carlos Martel y el duque de Aquitania derrotaron el numerosísimo ejército de sarracenos que debajo de la conducta de Abderramán había hecho irrupción en Francia, se halla escrita muy sumariamente   —183→   y de paso por los autores de aquel tiempo y de los inmediatos. Sin embargo, algunos de los modernos la circunstancian con tanta prolijidad como si hubiesen asistido a ella personalmente. Es advertencia de Cordemoi en su Historia de Francia, cuyas palabras pondré aquí porque son notables: «Es dignísima -dice- de ser notada esta batalla, y en igual grado son reprehensibles los antiguos analistas por no haber referido circunstancia alguna de una acción tan memorable. Pero también, si hay algún amor a la verdad, son inexcusables algunos autores modernos cuyo mérito por otra parte es grande, los cuales relacionaron esta batalla como si hubiesen asistido a todos los consejos de guerra que hubo para ella, y visto todos los movimientos de los dos ejércitos; pues no sólo describieron cómo iban armados los franceses y los sarracenos, más también cómo se ordenaron unas y otras tropas, qué arengas les hicieron los jefes, las estratagemas de que usó Abderramán, cómo los desvaneció Carlos Martel; llegando, finalmente, a individuar las diferentes posturas que tenían los cadáveres en el campo, las quejas de los moribundos y las norabuenas que después de la victoria se dieron los dos jefes franceses». Los modernos que reprehende aquí Cordemoi, son Paulo Emilio y Fauchet, porque los señala a la margen.

41. No hay cosa más incierta que los motivos que tuvo el gran Constantino para hacer quitar la vida a su hijo Crispo, habido en la concubina Elena, y a su propia mujer la emperatriz Fausta. Están tan discordes los autores, que de más de veinte modos diferentes se refiere esta duplicada tragedia. Uno de ellos es que Fausta, enamorada de Crispo, le solicitó para el deleite torpe; que Crispo resistió constante; que ella, irritada con el desdén, le acusó a Constantino, transfiriendo a él su propia culpa; que por esto le hizo matar Constantino, y sabida después la verdad del hecho, quitó la vida a Fausta. Así refiere el caso Simeón Metafraste, que no es de los autores más exactos, y de quien dice el cardenal Belarmino que suele escribir las cosas, no como fueron, sino como debían ser. El padre   —184→   Causino, en el segundo tomo de la Corte santa, no sólo adoptó como verdadera la relación de Metafraste, mas la perifraseó a su modo, decorando la tragedia con todas las circunstancias que le pareció cuadraban bien a un suceso de esta naturaleza. Pinta la belleza de Crispo; describe el nacimiento y los progresos del amor de Fausta, el modo conque se declaró; el despecho de verse repelida, el artificio de que usó para vengarse, y en fin, añade (lo que ni Metafraste ni otro dijo) que herida de un vivísimo dolor a la primera noticia que tuvo de la muerte de Crispo, ella propia se delató a Constantino, declarando su culpa y la inocencia del infeliz joven.

42. No quisiera que lo dicho introdujese en mis lectores alguna desestimación de dos escritores tan graves como Paulo Emilio y el padre Nicolao Causino. Conozco el grande mérito de uno y otro, y en el segundo venero, sobre su mucha discreción y doctrina, la suavidad de genio, el candor de ánimo, la rectitud de corazón; en fin una virtud a toda prueba, que por dirigir por la senda que debía al monarca que le había fiado la conciencia, voluntariamente se expuso y padeció los furores de un ministro feroz y vengativo, que lo mandaba todo. Pero el hombre más grande da tal vez señas de que es hombre; y de tan justamente aplaudidos como Paulo Emilio y el padre Causino, porque se vea que es tan fuerte en un escritor la tentación de exornar con algo de propia invención la historia, que aún autores de especial nota caen una u otra vez en ella.

43. Esta licencia se ha notado mucho en nuestro docto y elocuente español el ilustrísimo Guevara, no sólo por los autores extranjeros, más también por los de nuestra nación; en tanto grado, que Nicolás Antonio dice que se tomó la libertad de adscribir a los autores antiguos sus propias ficciones, y jugó de toda la historia, como pudiera de las fábulas de Esopo o de las Ficciones de Luciano. Su Vida de Marco Aurelio no tiene, por lo que mira a   —185→   la verdad, mejor opinión entre los críticos que el Ciro de Jenofonte. Ciertamente no puede negarse que escrupulizó un poco en introducir de fantasía sus escritos algunas circunstancias que le pareció podían servir ventajosamente a la diversión de los lectores; como cuando, para señalar un extraordinario origen a la crueldad de Calígula, refiere (atribuyendo la noticia a Dion Casio) que la ama que le daba leche, mujer varonil y feroz, habiendo, por no sé qué leve ofensa, quitado la vida a otra mujer, se bañó los pechos con su sangre, y así ensangrentados los aplicó muchas veces a los labios del niño Calígula. En Dion Casio no hay tal cosa.

§. XIV

44. No se ofreció hasta ahora hablar de los cronicones fingidos e historias supuestas a diversos autores, como Dictis de Creta, Abdías de Babilonía, los muchos fabricados por Annio de Viterbo, como Beroso, Maneton, Megástenes y Fabio Pictor; el Códice de Magdeburgo citado por Ruxnero, el Encolpio, inventado por Tomás Eliot; dejando aparte las Crónicas de Flavio Dextro, Marco Máximo, Auberto y otros, de que en España se ha hablado tanto. Estas historias supuestas fueron fuentes de innumerables errores, porque antes de descubrirse la impostura, trasladaron sus noticias muchos autores, por otra parte veraces, y después se citan éstos como tales, sin advertir que bebieron de aquellas viciadas fuentes. Este género de escritos son como los doblones que dicen que da el demonio, que lo que el principio parecía oro, después se halla carbón. ¡Cuánto fue el alborozo de Wolfando Lacio (hombre por otra parte muy docto) cuando en un rincón de la Carintia encontró el manuscrito de Abdías de Babilonia! ¡Cuántas ediciones se hicieron en breve tiempo de este libro, juzgándose universalmente que se había hallado en él un preciosísimo tesoro! Y ya se ve que un autor que se cualifica uno de los setenta y dos discípulos de Cristo, Señor nuestro, y obispo de Babilonia, establecido por los mismos apóstoles,   —186→   fuera de inestimable valor, a no ser supuesto. Pero el engaño al fin se descubrió por el propio contexto de su historia y el papa Paulo IV le condenó por apócrifo.

§. XV

45. A todos los principios hasta ahora señalados de los errores de la historia coopera la cortedad de lectura. El que lee poco frecuentemente aprende como cierto lo dudoso, y a veces lo falso. Generalmente en todas las facultades teóricas humanas produce el mucho estudio un efecto en parte opuesto al de las matemáticas. En éstas el que más estudia, más sabe; en las otras el que más lee, más duda. En éstas el estudio va quitando dudas, en las otras las va añadiendo. El que estudia (pongo por ejemplo) filosofía sólo por un autor, todo lo que dice aquel autor, como sea de los que hablan decisivamente, da por cierto. Si después extiende su estudio a otros, pero que sean de la misma secta filosófica, verbi gratia, la aristotélica, ya empieza a dudar sobre el asunto de las disputas que éstos tienen entre sí, mas retiene un asenso firme a los principios en que convienen. Si, en fin, lee con reflexión y desembarazo de preocupaciones los autores de otras sectas, ya empieza a dudar aún de los principios.

46. Lo propio sucede en la historia. El que lee la historia, ora sea la general del mundo, o la de un reino, o la de un siglo, sólo por un autor, todo lo que lee da por firme, y con la misma confianza lo habla o lo escribe si se ofrece. Si después se aplica a leer otros libros, cuanto más fuere leyendo, más irá dudando; siendo preciso que las nuevas contradicciones que halla en los autores, engendren sucesivamente en su espíritu nuevas dudas; de modo que al fin hallará o falsos o dudosos muchos sucesos que al principio tenía por totalmente ciertos.

47. Para dar una demostración sensible de esta verdad, y tomar juntamente de aquí ocasión para notar algunos errores comunes de la historia (que siempre es mi principal intento) introduciré en este lugar un catálogo de varios   —187→   sucesos de diferentes siglos, los cuales, ya en los libros vulgares, ya en la común opinión pasan por indubitables, proponiendo juntamente los motivos que, o los retiran al estado de dudosos o los convencen de falsos.

§. XVI

48. La hermosa Elena. Empecemos el desengaño por donde empieza la historia profana. La causa de la guerra de Troya se da por inconcuso que fue el rapto de Elena ejecutado por Paris, hijo de Príamo, y la resistencia que hicieron los troyanos a entregarla a su marido Menelao; en cuyo hecho la opinión común supone que Elena vivió con Paris en Troya todo el tiempo que duró aquella guerra.

49. Esto que se da por cierto no lo es tanto que no haya en contrario grave duda. Herodoto niega que Elena haya estado jamás en Troya, aunque confiesa el rapto de Paris. Dice que éste desde Grecia llegó con la hermosa presa a un puerto de Egipto, donde el rey Proteo se la quitó; que los griegos es verdad que hicieron la guerra a Troya, creyendo que estaba dentro su Elena, por más que los troyanos con verdad lo negaban; y que, después de concluida aquella guerra, desengañado Menelao, navegó a Egipto, donde recobró su esposa de manos de Proteo. Hágome cargo de que Herodoto no está reputado por el historiador más verídico. Pero ¿quién de igual antigüedad a Herodoto favorece la opinión común? Creo que sólo los poetas, y éstos mucho menos fe hacen que Herodoto en punto de historias. Servio no sólo niega que Elena haya estado en Troya, más también que haya sido ocasión de aquella guerra, pues dice que ésta nació de la injuria que hicieron los troyanos a Hércules, no queriendo admitirle cuando iba buscando a su querido Hilas.

§. XVII

50. Dido, reina de Cartago. Los amores de Dido y Eneas no nacieron en la ciudad de Cartago, sino en el poema de Virgilio,   —188→   que quiso adornarle con aquélla, en parte festiva y en parte trágica ficción. Los más eruditos cronologistas hallan, después de bien echadas las cuentas, que la pérdida de Troya y viaje de Eneas fue anterior más de doscientos años (algunos se extienden a trescientos) a la fundación de Cartago hecha por la reina Dido.

§. XVIII

51. Penélope, mujer de Ulises. Así como esta reina tuvo la infelicidad de atribuírsela unos amores torpes que no tuvo, Penélope, mujer de Ulises, logró la dicha de que hoy nadie la dispute la honestidad porque tanto la celebran. Mas no fue así en otro tiempo. Francisco Florido Sabino dice que no menos fue ficción de Homero pintar casta a Penélope, que de Virgilio representar lasciva a Dido. Cita contra la pretendida honestidad de Penélope al poeta Licofrón y al historiador Duris de Samos. Este segundo describe en Penélope una vilísima prostituta. Tomás Dempstero añade al mismo intento otro antiguo historiador, llamado Lisandro, el cual dice lo mismo que Duris de Samos.

§. XIX

52. Laberinto de Creta. De cuatro laberintos famosos da noticia Plinio: el de Egipto, el de Creta, el de Lemnos y el de Italia. El primero lo fue en todo, en antigüedad y magnificencia. El de Creta, aunque sumamente inferior en grandeza al de Egipto, pues sólo fue una imitación tan diminuta de éste, que según el autor citado, sólo copió la centésima parte de él, logró la dicha de hacer mucho más ruido en el mundo que su insigne original. Esto sin duda nació de la fantasía y locuacidad de los griegos, que noticiosos de las cosas de Creta como más vecinas, transformaron según su genio y costumbre, la verdad de algunos hechos en portentosísimas fábulas; los amores de la reina Pasífae con Tauro (general de las tropas de Minos, según Plutarco o secretario suyo, como afirma Servio) en bestial lascivia con un toro: dos hijos que   —189→   tuvo esta reina, uno del adúltero Tauro, otro de su esposo Minos, en un monstruo medio hombre, medio buey que llamaron Minotauro, a cuya prisión se destinó el laberinto, para que allí con el hilo de Ariadna se tejiesen las aventuras de Teseo. Digo que estas ficciones, intimadas a todo el mundo por la locuacidad de los griegos, hicieron tan famoso aquel laberinto, que hasta el vulgo ínfimo le nombra, y ni nombra ni tiene noticia de otro que el de Creta.

53. Sin embargo, es probable que no hubo jamás tal laberinto. El doctísimo prelado Pedro Daniel Huet, sobre la fe de algunos autores que cita, esforzando su testimonio con conjeturas propias, resueltamente niega su existencia, y dice que la ocasión que hubo para fingirle se tomó únicamente de unas grandes y tortuosas cavernas, sitas a la raíz del monte Ida, y formadas cuando el rey Minos sacó de las canteras que había en aquel sitio piedra para edificar la ciudad de Cnoso y otros pueblos. Añade que aún existen aquellas cavernas, y que Pedro Belonio (famoso viajero del siglo XVI) testifica haberlas visto. No desayuda a esta sentencia el decir Plinio que en su tiempo no había vestigios algunos del laberinto de Creta, aunque restaban del egipciaco que era más antiguo.

§. XX

54. Eneas y su venida a Italia. La venida de Eneas a Italia, sus guerras y casamiento con la hija del rey Latino, tienen contra sí algunos testimonios de la antigüedad, aunque por otra parte, entre sí discordes. Cítase a Lesches, antiquísimo poeta de Lesbos, que afirma que Eneas fue entregado por esclavo a Pirro, hijo de Aquiles. Demetrio de Scepsis dice que Eneas después de la ruina de Troya se retiró a la misma ciudad de Scepsis que estaba situada dentro de la Troade, y allí reinaron él y su hijo Ascanio. Según Egesipo, Eneas murió retirado en Tracia. Otros refieren que partidos los griegos reedifico la ciudad de Troya y reinó en ella. Estas y otras opiniones tocantes a   —190→   Eneas se hallan copiadas en el Diccionario de Moreri.

§. XXI

55. Rómulo. La fundación de Roma por Rómulo también es contestada. Jacobo Hugo, en su libro Vera historia romana, la niega. Jacobo Gronovio, en una disertación De origini Romuli citada en la República de las letras, le concede la fundación de Roma, pero le hace extranjero; por consiguiente, da por fabuloso todo lo que se dice del nacimiento, padres y ascendientes de Rómulo. Y aunque estas opiniones se funden en meras conjeturas, la duda que de ellas nace se fortifica mucho con la confesión de Livio, que las antigüedades de Roma son muy dudosas y obscuras. Lo que se puede asegurar es que los que dicen ser Rómulo hijo de una virgen vestal se engañan, porque el instituto de las vestales fue establecido por Numa Pompilio, que reinó después de Rómulo. Es verdad que Livio dice de uno y otro; que Rómulo fue hijo de una virgen vestal, y que fundó las vestales Numa; pero es preciso decir que o cayó en contradicción este grande historiador o que colocó el nacimiento de Rómulo entre las antigüedades dudosas, refiriéndole solo opinión vulgar66.

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§. XXII

56. El cruel Busiris. La crueldad de Busiris, rey de Egipto, que sacrificaba a Júpiter todos los extranjeros que aportaban   —192→   a su reino, se ha extendido tanto en la voz de la fama, que llegó a proverbio. Apolodoro, autor de la Biblioteca   —193→   de los Dioses, refiere esta inhumanidad, dejando aparte los poetas que, cuando se trata de buscar la verdad, no tienen voto. Diodoro Sículo condena esta por fábula, y declara que el origen de ella fue la costumbre bárbara que se practicaba en aquel país, de sacrificar a los manes de Osiris todos los hombres rojos que se encontraban; y como casi todos los egipcios son pelinegros, caía la suerte comúnmente sobre extranjeros. Añade que Busiris, en lengua egipcia, significa el sepulcro de Osiris; y el nombre que significaba el lugar del sacrificio, quisieron, por equivocación, que significase el autor de la crueldad. Estrabón, citando a Eratóstenes (autor de especialísima nota para las antigüedades egipciacas, porque tuvo a su cuidado la gran biblioteca de Alejandría en tiempo de Ptolomeo Evergetes) dice que no hubo jamás rey ni tirano del nombre de Busiris, y en cuanto al origen de la fábula, viene a decir lo mismo que Diodoro Sículo.

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§. XXIII

57. Las dos Artemisas. Hállase en muchas historias celebrada Artemisa, reina de Caria, por la ternura y constancia del amor conyugal a su esposo Mausolo, a quien erigió aquel magnífico sepulcro, una de las siete maravillas del orbe, y la misma aplaudida por la prudencia y espíritu marcial que mostró en la guerra de Jerjes contra los griegos, y en otras ocasiones. Esto fue confundir en una dos diferentes Artemisas, reinas ambas de Caria, que distinguen los antiguos escritores. Ésta, de quien hablamos en segundo lugar, fue muy anterior a la otra, hija de Ligdamis, la más antigua; hija de Hecatomno, la posterior; donde se advierte que la que dio nombre a la hierba artemisa no fue la mujer de Mausolo (en que se equivocó Plinio), sino la hija de Ligdamis; pues en Hipócrates, que fue anterior a la mujer de Mausolo, se halla nombrada con esta misma voz la hierba artemisa.

§. XXIV

58. Dionisio el Senior. Es conocido de todos Dionisio el primero de Sicilia por uno de los más despiadados tiranos que tuvo el mundo; en tanto grado, que apenas se halla nombrado sin el adjunto epíteto de tirano. Sin embargo, puede hacer dudar de que le haya merecido la historia de Filisto, que le elogia y defiende, sabiéndose que la escribió estando desterrado de Siracusa, su patria, por el mismo Dionisio; si no es que se discurra, como discurrieron Pausanias y Plutarco, que fue a lisonjearle porque le alzase el destierro. Pero esta será pura conjetura. El hecho es que en las circunstancias de vivir fuera de su dominación y estar quejoso, le elogia. Lo propio sucedió a Tucídides respecto de Pericles; y nadie deja de tener por recomendación sincera de las virtudes de este gran caudillo la que hizo aquel historiador,   —195→   desterrado de Atenas y perseguido por el mismo Pericles.

§. XXV

59. Apeles y Campaspe. Cuéntase que estando Apeles en la tarea de pintar desnuda a Campaspe, hermosa concubina de Alejandro, de cuyo orden sacaba la lasciva copia, se encendió en el corazón del pintor una violentísima pasión respecto del objeto del pincel; de lo cual advertido Alejandro, ejercitó un género de liberalidad, acaso no vista otra vez, cediendo a Apeles la posesión de Campaspe. Así lo refieren Plinio y Eliano; pero esta relación es incompatible, o por lo menos inverosímil, cotejada con lo que dice Plutarco, que la primera mujer con quien dejó de ser continente Alejandro fue la hermosa viuda de Memnón, llamada Barsene, porque bien miradas las cosas, se halla data anterior al suceso de Apeles con Campaspe, respecto del de Alejandro con Barsene.

§. XXVI

60. Sexto Tarquino y Lucrecia. Siempre que se habla del suceso de Sexto, hijo de Tarquino, con la hermosa Lucrecia, se supone que intervino violencia inmediata y rigurosa en aquel insulto; circunstancia que agrava la torpeza del invasor y deja más intacta la virtud de aquella generosa romana. Pero la verdad es que no hubo fuerza propiamente tal. El hecho, como lo refieren Tito Livio y Dionisio Halicarnaseo, fue de este modo: llegó Sexto en alta noche, con la espada desnuda en la mano, al lecho de Lucrecia, y despertándola, le intimó lo primero que no diese voces, porque al primer grito la pasaría el pecho con el acero que empuñaba. A esta intimación sucedieron los ruegos, a los ruegos las promesas, llegando a ofrecer hacerla reina, según uno de los autores alegados. Cuando vio Sexto que no hacían fuerza ruegos ni promesas, pasó a las amenazas. Díjole que la daría allí la muerte si no condescendía a su apetito. No bastó esto para vencer la constancia de Lucrecia. En fin, vistas   —196→   inútiles las demás máquinas, apeló el astuto joven a otra de especialísima fuerza. Trató de vencer el honor con el honor, como el diamante que a todo lo demás resiste, sólo se deja labrar de otro diamante. Intimó a Lucrecia, que si no condescendía, no sólo la mataría a ella, pero juntamente a un esclavo, y pondría el cadáver de este junto al suyo en el propio lecho; conque hallada de aquel modo cuando llegase la luz del día, incurriría la pública nota de adúltera con tan vil persona, y quedaría para toda la posteridad manchada su fama. No tuvo valor Lucrecia para resistir a esta última batería. Rindió el honor por no padecer la infamia, y castigó después con demasiado rigor su condescendencia, quitándose la vida.

§. XXVII

61. Espejos de Arquímedes y Proclo. El artificio con que se refiere haber quemado Arquímedes las naves romanas que debajo de la conducta de Marcelo sitiaban a Siracusa, se ha hecho sumamente plausible en las historias, y ha ejercitado el ingenio de no pocos matemáticos sobre la investigación de la posibilidad y del modo. Dícese que Arquímedes hizo aquel estrago vibrando a las naves los rayos del sol unidos en el foco de un espejo ustorio. Juzgo que esta narración, aunque tan vulgarizada en los autores es fabulosa. La razón para mí de gran peso es porque ninguno de los antiguos que trataron del sitio de Siracusa refiere tal cosa ni aparece vestigio alguno de la invención de los espejos de Arquímedes, ni en Polibio, ni en Tito Livio, ni en Plutarco, ni en Floro, ni en Plinio, ni en Valerio Máximo. En que lo más ponderable es el que los tres primeros tratan difusamente de los maquinamientos que inventó Arquímedes para destruir las naves romanas. ¿Cómo es creíble que todos callasen el uso de los espejos, si le hubiese habido? El primer autor en quien se halla esta noticia es Galeno, quien sobre no ser historiador de profesión, y haber escrito cuatrocientos años después del sitio de Siracusa, no la da asertivamente, sino debajo de un dícese, aiunt.

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62. Esto es en cuanto al hecho. Por lo que mira a la posibilidad, los matemáticos a quienes toca disputarla, están varios, afirmándola unos, negándola otros. Toda la dificultad pende de la distancia que suponen desde el muro a las naves, la cual siendo mucha, se juzga comúnmente imposible la construcción de espejo tan grande que alcanzase a ellas con el foco. En que se advierte que la distancia del foco (que es el punto o breve espacio donde se hace la combustión) al espejo ustorio tiene cierta proporción con el diámetro de éste. Algunos excogitaron artificio con que el espejo ustorio queme a cualquier distancia; pero los mejores matemáticos tienen por quimera la línea o virga ustoria infinita, la cual excluida, y supuesta la distancia que comúnmente los modernos atribuyen a las naves (pues el padre Kírquer, que es quien más la estrecha, la señala de treinta pasos geométricos), apenas hay lugar a la formación de espejo tan grande que pudiese quemarlas. Por lo cual otros recurrieron a muchos espejos planos trabados y compuestos en forma cóncava o parabólica. Pero yo noto en esta materia un insigne descuido de los matemáticos que la tratan, por lo que mira a la supuesta distancia, pues Polibio, Tito Livio y Plutarco ponen las naves tan cercanas al muro, que desde él las alcanzaban y maltrataban los sitiados con palancas, tenazones y otros instrumentos de hierro; y aún Polibio dice que con escalas puestas en las naves pasaban los romanos desde ellas a la muralla. Lo cual siendo así, no era menester espejo ustorio de imposible magnitud para quemarlas. Así me parece que en este asunto seguramente se puede negar el hecho contra el común de los historiadores, y afirmar la posibilidad contra el común de los matemáticos.

63. De otro célebre matemático, llamado Proclo, en tiempo del emperador Anastasio, se cuenta lo mismo que de Arquímedes, esto es, que con espejos ustorios quemó las naves del conde Vitaliano que tenía sitiada a Constantinopla. Esta narración tiene también contra sí el silencio   —198→   de los autores anteriores a Zonaras, que escribieron de la guerra que hubo entre Anastasio y Vitaliano. Ni Evagrio Escolástico, que vivió en el mismo siglo de aquella guerra, esto es, en el sexto; ni el conde Marcelino, que floreció en el séptimo; ni Cedreno, que escribió en el undécimo, hablan palabra de Proclo ni de sus espejos. Zonaras, que floreció en el duodécimo, es el primero que da esta noticia, y no con aseveración, sino debajo del dícese, fertur. Añado que el conde Marcelino refiere que Vitaliano se retiró del sitio de Constantinopla, no por haberle destruido su armada como dice Zonaras, sino porque el emperador Anastasio solicitó y obtuvo de él el levantamiento del cerco, mediante una gran suma de oro y otros magníficos presentes que le envió.

64. Advierto también que en el Teatro de la vida humana se hallan citados Evagrio y Paulo Diácono a favor de los espejos de Proclo; pero ni uno ni otro autor hablan palabra de tales espejos. Estas grandes compilaciones están expuestas a grandes engaños.

§. XXVIII

65. Comunicación del Mar Bermejo con el Mediterráneo. Léese en varias historias, que algunos príncipes tentaron la comunicación del mar Rojo al Mediterráneo por el Nilo; pero hallaron siempre insuperables estorbos, creyendo algunos que el principal, o acaso único, fue el temor de que el mar Rojo, por estar más alto que el Mediterráneo, inundase a Egipto. En la academia real de las Ciencias, año de 1702, con ocasión del examen de la carta geográfica que hizo de Egipto monsieur Boutier, se examinó este punto, y se halló que aquel temor era quimérico. Pasose más adelante, y se halló por la lectura de algunos antiguos historiadores, que en efecto hubo dicho canal de comunicación en tiempos antiquísimos.

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§. XXIX

66. Faramundo, ley sálica y doce pares. Arriba dijimos que Carlos Sorel dudó de la existencia de Faramundo, a quien tienen por su primer rey los franceses. El señor Du-Haillan no se alarga a tanto, pero niega constantemente que aquel príncipe pasase jamás a estotra parte del Rin. Niégale asimismo la institución de la ley sálica. Tiene también por fabuloso que Carlo Magno instituyese los pares de Francia.

§. XXX

67. Ampolla de Rems y lises francesas. La singularísima gloria que resulta a la misma monarquía y a sus reyes de haber bajado del cielo en la coronación de Clodoveo, el oleo con que se consagran, y las lises francesas que tienen por divisa, conducido aquel por una paloma, y éstas por un ángel, no tiene tan asentado su crédito entre los franceses mismos, que algunos no duden, pues al referirlo usan de las expresiones, dícese, cuéntase, créese, etc. El silencio de San Gregorio Turonense, que escribió de milagros con tanta amplitud, y en quien notan muchos algo de nimia credulidad, parece a algunos prueba eficaz de que no hubo tan prodigio. Asimismo el silencio de Paulo Emilio, noble historiador general de las cosas de Francia, persuade que tuvo por fabulosa esta noticia; pues a juzgarla probable, no la hubiera omitido67.

§. XXXI

68. Origen de la salutación en los estornudos. Al tiempo de San Gregorio se fija el origen de saludar a los que estornudan, diciendo que en tiempo de aquel santo se padeció en Roma una gravísima pestilencia, cuya funesta crisis era un estornudo,   —200→   y luego moría el enfermo. Que el Santo Pontífice ordenó el remedio de la oración para aquel mal, y que de aquí quedó el uso de la imprecación de salud siempre que alguno estornuda. Esta tradición aunque comunísimamente recibida, evidentemente es fabulosa. De Aristóteles consta que en su tiempo era común el uso de saludar a los que estornudan, pues inquiere la causa de esta costumbre en los Problemas, sect. 33, quaest. 7 y 9, donde resuelve que se hace esto por ser el estornudo indicio de estar bien dispuesta la cabeza, parte nobilísima y como sagrada del hombre: Perinde igitur, quasi bonae indicium valetudinis partis optimae, atque sacerrimae, sternutamentum adorant, beneque augurantur. En la academia real de las Inscripciones se trató este punto, y se exhibieron noticias de que no sólo entre griegos y romanos era corriente esta práctica, pero aún en el Nuevo Mundo la hallaron establecida los españoles cuando descubrieron aquellas tierras. El señor Morín, miembro de aquella academia, discurre que la tradición común que hoy reina sobre el origen de estas salutaciones se ocasionó de otra tradición fabulosa y mucho más antigua. Esta fue la de los rabinos (citada en el Lexicon Talmúdico de Buxtorfio), que decían que Dios al principio del mundo estableció la ley general de que los hombres no estornudasen más que una vez, y que en el instante inmediato muriesen. Que efectivamente así sucedió, sin excepción de alguno, hasta el patriarca Jacob, el cual, en una segunda lucha que tuvo con Dios, obtuvo la revocación de esta ley, y que siendo informados todos los príncipes del mundo de este hecho, ordenaron a sus súbditos acompañasen en adelante el estornudo de acciones de gracias y saludables imprecaciones. Es tan análoga nuestra tradición a la rabínica (salvo el no ser tan extravagante como ella) que se hace verosímil que la primera fábula engendrase la segunda68.

  —201→  

§. XXXII

69. Reina Brunequilda. La reina Brunequilda de Francia es execrada por casi todos los escritores como la peor mujer que tuvo el mundo. Son innumerables y enormísimas las maldades que la atribuyen: una lascivia desenfrenada que la acompañó toda la vida hasta la edad sexagenaria; una ambición furiosa a quien sacrificó siempre todos los respetos divinos y humanos; una crueldad desaforada que hizo víctimas, ya de su odio, ya de su ambición, ya por medio del veneno, ya por el cuchillo a innumerables inocentes, entre ellos algunas personas reales. ¿Quién creerá que pueda defenderse de algún modo esta mujer, cuyas atrocidades están vertiendo sangre en todas las historias?   —202→   Sin embargo, parece en su abono un testigo, que si se le da fe, según el mérito de su carácter y autoridad, es capaz de desvanecer la acusación. Este es el gran Gregorio, el cual en dos cartas escritas a aquella reina, la colma de elogios, hasta llegar en una de ellas a felicitar a la nación francesa sobre la dicha de ser gobernada por una reina ilustre en todo género de virtudes: Prae aliis gentibus gentem Francorum asserimus felicem, quae sic bonis omnibus praeditam meruit habere reginam (libro XI, epístola VIII), donde se debe advertir que la data de esta carta es posterior algunos años a las más de las maldades que se cuentan de Brunequilda.

§. XXXIII

70. Mahoma. Es tan corriente entre nuestros escritores que el falso profeta Mahoma fue de baja extracción, que viene a ser éste como dogma histórico en toda la cristiandad. Pero los escritores árabes unánimes concuerdan en que fue de la familia Corasina, antiquísima y nobilísima en Meca. Es verdad que éstos pueden mentir; pero son los únicos que lo pueden saber69.

71. Por otra parte, Ludovico Marracio, autor doctísimo en las cosas de los mahometanos, en el prólogo del Prodromo a la refutación del Alcorán, bastantemente da a entender que en nuestras historias hay muchas fábulas en orden a aquel insigne embustero, y dice que los mahometanos se ríen cuando oyen las cosas que algunos de nuestros historiadores cuentan de su Mahoma. Añade este juicioso autor, que esto los obstina más en su errada creencia. Y yo   —203→   lo creo, porque es natural que les induzca aversión hacia los cristianos, y desconfianza de todo lo que afirman aún en lo perteneciente a los dogmas. Por tanto, los que piensan hacer algún examen todos los males que pueden de los enemigos de ella, especialmente de los jefes de sectas, van tan lejos de lograr el intento, que antes la ocasionan notable perjuicio. ¿De qué servirá, pongo por ejemplo, decirle al luterano que su Lutero fue hijo de un demonio íncubo? No más que de irritarle y firmarle más en la persuasión en que le han puesto sus doctores, de que nosotros fingimos cuanto puede conducir a la causa que defendemos. Lo mismo del delito nefando imputado a Calvino, si acaso no es verdadero (lo que yo no sé), y de otras algunas cosas de este género. Estoy bien con que no se disimule cuanto puede infamar por la parte de las costumbres a los fundadores de las falsas religiones, como se justifique bien, de que hay no pocos materiales contra algunos, especialmente contra Lutero; mas cuando no hay cosa segura en la materia, no mezclemos lo cierto con lo incierto, y mucho menos con lo falso.

72. Volviendo a Mahoma, no sólo en cuanto al nacimiento, mas en otras muchas cosas pertenecientes a su vida, aún en aquellas que no tienen conducencia alguna para representar verdadera o falsa su doctrina, están totalmente opuestos los autores árabes a los europeos; en tanto grado, que el citado Ludovico Marracio dice, que aquéllos y éstos, hablando del mismo Mahoma, parece que escriben la vida de dos hombres distintos. ¿Qué cosa más sentada entre nosotros, que haber sido ayo y consejero suyo el monje Nestoriano Sergio? Está esto tan lejos de ser cierto, que Marracio juzga mucho más probable, que su maestro y director fue algún judío; lo que funda muy bien en las muchas fábulas talmúdicas y rabínicas de que abunda el Alcorán. Tampoco es cierto lo que se dice de la paloma domesticada que llegaba a su oreja, y que él fingía ser el arcángel San Gabriel. La historia de Mahoma sacada por   —204→   Ludovico Marracio (como asegura él mismo) de los más escogidos autores árabes, sienta que según éstos eran muy frecuentes las apariciones de San Gabriel a Mahoma; mas no en figura de paloma, ni en otra alguna que fuese visible a los demás, pues aún su misma mujer Cadige no pudo verle al mismo tiempo que Mahoma decía le estaba viendo. Sé también que Eduardo Pocok, autor versadísimo en los escritos orientales, dice que en ningún autor árabe halló el cuento de la paloma.

73. Otra u otras dos fábulas tenemos que refutar en orden a Mahoma, que tocan a su sepulcro. La primera, que está sepultado en Meca; mas este error hoy sólo reside poco más que en el ínfimo vulgo. Los demás comúnmente saben que el lugar de su sepulcro es Medina, ciudad de la Arabia Feliz, distante cuatro jornadas de Meca. Las peregrinaciones a Meca se hacen por haber nacido en ella su profeta y por la devoción que tienen los mahometanos con una casa que hay en aquella ciudad, la cual dicen fue edificada por Adán, y reedificada y habitada después del diluvio por Abraham. La segunda fábula (que podremos llamar error común) es estar el cadáver de Mahoma suspendido en el aire, metido en una caja de hierro, a quien sostienen puestas en equilibrio perfecto, las fuerzas de algunas piedras imanes colocadas en la bóveda de la capilla, con la proporción que se requiere para que se siga este efecto. Eduardo Pocok dice que los mahometanos sueltan la carcajada cuando oyen a alguno de los nuestros referir que esto acá se tiene por cosa cierta. En efecto, se sabe por la deposición de muchos testigos que han estado en aquellas partes, que no hay tal suspensión del cadáver de Mahoma en el aire. Ni en buena física es posible; pues aún cuando se venciese la gran dificultad de poner en perfecto equilibrio las fuerzas de dos o más imanes, restaba otra igual en el hierro de la caja, el cual también se había de equilibrar según las partes correspondientes a distintos imanes, para que una no hiciese más resistencia que otra a la atracción con el peso. Aún no bastaban estos dos equilibrios, sin   —205→   otro tercero del peso de la caja con la fuerza de los imanes.

74. Pero demos vencidas todas estas dificultades. Aún no hemos logrado cosa alguna para el intento; porque aun en caso que el hierro se suspendiese, sólo por un brevísimo espacio de tiempo podría durar la suspensión, pues cualquiera levísimo impulso del ambiente desharía en el hierro suspendido el equilibrio. Ni aún sería menester esto, porque siendo la virtud magnética alterable, y no subsistente continuamente en un mismo grado, por este capítulo se desigualaría en los imanes dentro de poco tiempo. Así, se cuenta que el padre Cabeo con gran trabajo puso una aguja pendiente entre dos imanes, mas no duró en la suspensión sino el tiempo en que se podrían recitar cuatro versos hexámetros, y luego se pegó a uno de los dos imanes. Por el mismo capítulo debemos dar por fabuloso lo que algunos autores refieren de la imagen del sol hecha de hierro, y suspendida entre imanes en el templo de Serapis en Alejandría.

§. XXXIV

75. Reyes franceses de la línea merovingia. La causa de la traslación del imperio francés de la línea merovingia a la carlovingia se creyó mucho tiempo, sin contradicción, haber sido la incapacidad de los reyes de la primera estirpe. Así lo afirman varios autores y cronicones antiguos; mas habiéndose notado que es muy verosímil que todos copiasen a Eginardo, que precedió a los demás, y que en Eginardo concurren motivos que le hace sospechoso en este punto, se empezó a dudar, y a la duda sucedió en autores franceses modernos de la primera nota la absoluta negativa. Fue Eginardo secretario de Estado, muy favorecido de Carlo Magno. Era este príncipe interesado en que a su padre Pipino no se hubiese transferido la corona de Francia en la deposición de Childerico, por vía de usurpación; pues (aún dejando aparte la fealdad de la perfidia) si su padre había sido tirano, no poseía él con legítimo derecho. No había otro modo de cohonestar la coronación de Pipino, sino declarando incapaces de reinar, juntamente con Childerico, a los demás reyes   —206→   predecesores de aquella estirpe; pues aunque Childerico lo fuese, no bastaba para quitar el derecho a sus hijos, cuando llegase a tenerlos (fue depuesto en edad muy joven), sí sólo para tomar alguna providencia para el gobierno durante su vida.

76. Eginardo, pues, que como ministro de la mayor confianza de Carlos no podía apartar de sí los intereses de su dueño, tiene sobre sí para este efecto la sospecha de apasionado. Añádese que en su narración están mezcladas algunas circunstancias, ya falsas, ya increíbles. Dice que Childerico fue depuesto, y coronado Pipino por autoridad y orden del papa Estéfano III. Esto no pudo ser, porque la elección de este papa, o fue posterior algunos días, o con la diferencia de muy pocos incidió en el mismo tiempo que la coronación de Pipino; por lo cual otros buscan para justificar aquella coronación, y no violar la cronología, la autoridad del papa Zacarías, que había sido antes. Lo que Eginardo dice de la inacción y abatimiento en que vivían los reyes merovingios, es totalmente increíble. Refiere que salían en público y hacían sus jornadas sobre un carro conducido de dos bueyes, y regido por un rústico en la forma ordinaria. ¿Quién podrá creer tal extravagancia? Que no tenían otra renta que la que les redituaba una pequeña aldea; todo lo demás tenían y disponían de ello a su arbitrio los mayordomos de palacio. Pero ¿cómo es compatible esto con las edificaciones de varios monasterios, y grandes donaciones que hicieron a otros muchos de los reyes merovingios?

§. XXXV

77. Tragedia de Belisario. La tragedia de Belisario se halla vulgarizada en infinitos libros como uno de los mayores ejemplos que han parecido en teatro del orbe a representar las inconstancias de la fortuna. Cuéntase que a aquel gran caudillo después de coronado de tantos laureles, el emperador Justiniano, habiéndole hallado cómplice en una conspiración, le hizo quitar los ojos y redujo a tan extraña miseria que pasó el resto de su miserable vida   —207→   a favor de la mendicidad, pidiendo limosna por las calles y puertas de los templos.

78. Esta narración se halla contradicha por Cedreno y otros autores graves. Pero lo que más eficazmente la impugna es el silencio de Procopio, autor de la Historia secreta, que es una violenta sátira contra el emperador Justiniano y su esposa la emperatriz Teodora. Este autor, que vivió dentro de Constantinopla en el mismo tiempo que Justiniano, y sobrevivió a este emperador, no podía ignorar la tragedia de Belisario, si fuese verdadera, ni es creíble que en su Historia secreta callase un suceso de esta magnitud, especialmente cuando le podía hacer tanto al propósito que seguía de descubrir y ponderar todos los vicios de Justiniano, pues difícilmente se le podría eximir de la nota de ingrato y cruel, aun cuando Belisario tuviese alguna culpa, porque apenas otro príncipe debió más a vasallo alguno que Justiniano a Belisario; fuera de que le era muy fácil, negando o minorando la culpa, dejar en grado de mera crueldad el suplicio.

79. Dícese a favor de la opinión común, que en Constantinopla hay una torre con el nombre de Torre de Belisario, de donde coligen que en ella estuvo preso este grande hombre. Flaco cimiento a tanta tragedia, pues pudo dársele ese nombre por otro cualquier accidente respectivo al mismo Belisario, y pudo también éste estar preso en ella, sin que su calamidad pasase más allá de una breve prisión. De hecho, antes de la segunda expedición a Italia estuvo Belisario caído de la gracia del Emperador por influjo de la emperatriz Teodora. Entonces pudo estar preso algunos días; y Procopio, que refiere esta menor desgracia de Belisario, no callaría la mayor, siendo verdaderas.

§. XXXVI

80. La Doncella de Francia. La famosa Juana del Arco, llamada comúnmente la Doncella de Orleans o la Doncella de Francia, hace una gran representación en la historia de aquel reino, como heroína celestial a quien Francia confiesa   —208→   deber su restauración del total ahogo en que la tenían puesta las victorias de los ingleses, debajo de la conducta de su rey Enrico VI.

81. La historia de esta prodigiosa doncella, reducida a compendio, es en esta manera: hallándose caídos de ánimo los franceses, y más que todos, su rey Carlos VII, con las derrotas que habían padecido, sin aliento también ni arbitrio para ocurrir a la que de nuevo les estaba amenazando en el sitio de Orleans que apretaban fuertemente los ingleses, una pobre pastorcilla (ésta es nuestra Juana), de edad diez y ocho a veinte años, natural de una corta aldea sobre la Mosa, tuvo, o inspiración oculta o comisión expresa de Dios para socorrer a Orleans y hacer consagrar a Carlos VII en Rems. Para la ejecución, habiendo antes declarádose con uno de los señores del reino, fue presentada por éste al Rey, a quien conoció al punto, sin haberle visto jamás, aunque para probar si era conducida de espíritu divino, se le había ocultado entre otros muchos cortesanos con un vestido ordinario. Hiciéronla varias preguntas, y a todas satisfizo excelentemente. Dio noticia de algunas cosas, que se juzgó no podía saber sino por revelación. En fin, sobre el fundamento de estas pruebas fiaron a su conducta el socorro de Orleans, en que los franceses, animados por ella, hicieron levantar el sitio a los ingleses, y con el mismo influjo y asistencia lograron sobre ellos otras ventajas. Condujo, rompiendo algunos estorbos, el Rey a Rems, donde se ejecutó la ceremonia de la consagración. Pero habiendo sido en fin cogida por los ingleses, la llevaron a Ruan, donde la acusaron inicuamente de hechicera, y hecho el proceso en la forma ordinaria, la condenaron al fuego.

82. Di alguna noticia de esta rara mujer en el primer tomo, discurso XVI, número 44, apuntando precisamente como conjetura el dictamen de que acaso fue igualmente falsa la moción divina que la atribuyeron (y aún hoy atribuyen) los franceses, como el crimen de hechicería que la imputaron los ingleses. Más ahora, a favor de un historiador   —209→   célebre, pasa mi conjetura a noticia positiva. Éste es el señor Du-Haillan, quien afirma que cuanto se admiró en Juana del Arco fue efecto del artificio político, sin intervención alguna ni de inspiración divina ni de pacto diabólico. Según este autor, tres señores franceses que nombra, jugaron esta pieza, instruyendo primero largamente a la doncella de todo lo que había de decir y responder, y manifestándola algunas cosas de las más interiores de palacio, para que se juzgase las sabía por superior ilustración. En fin, todo lo ordenaron de modo que pareciese era movida de impulso celestial, usando de este arbitrio, como el más eficaz o único medio para animar los espíritus desalentados del Rey y de las tropas. Añade que no faltaban quiénes decían que la que se llamaba doncella no lo era, sino concubina de uno de los tres señores. Fuéselo o no lo fuese, supongo que echaron mano antes de esta mujer que de otra, por haber conocido en ella la capacidad, despejo y corazón proporcionados para un negocio de este tamaño. Sé que Gabriel Naude, en sus Golpes de Estado, siente lo mismo que Du-Haillan, y cita por su opinión a Justo Lipsio y al señor Langei, añadiendo que otros autores, así extranjeros como franceses, la llevan. Con este desengaño se la quita a la famosa Juana del Arco la cualidad de mujer milagrosa, pero sin degradarla de heroína.

§. XXXVII

83. Preste Juan. Siendo tan trivial la noticia del preste Juan de la India que hasta los rústicos y niños le nombran, es cosa admirable que aún no se sepa con certeza qué príncipe es éste, ni dónde reina, ni por qué se llama así. Cuando los portugueses tuvieron las primeras noticias de que el rey de los abisinos profesaba el cristianismo, y que los suyos le llamaban Belul Gian (otros dicen Jean Coi) creyeron que éste era el nombrado preste Juan, y su creencia se hizo común a toda Europa. Después, sabiéndose que aquellas voces en la lengua abisina tienen significación   —210→   diferente de la que les daban, y valen lo mismo que rey precioso o rey mío, y haciéndose juntamente reflexión de que los que antes habían dado noticia del preste Juan, no le ponían en la África, sino en la Asia, se desvaneció en los hombres de alguna lectura este error; quedando, no obstante, en pie la duda de en qué parte de la Asia reina este príncipe cristiano, y por qué le llaman preste Juan; sobre que hay tantas opiniones, que no se pueden enumerar sin tedio. En una cosa convienen las más, y es que este príncipe es de la secta nestoriana. En lo demás hay suma diversidad. Algunos dicen que este imperio fue extinguido por los tártaros; otros, que al emperador del Mogol se le dio el nombre de preste Juan por equivocación, con el motivo de que algunos de aquellos monarcas tomaron el título de Schach Gehan, que significa rey del mundo. Tanta variedad de opiniones me ha ocasionado algún recelo de que sea enteramente fabuloso este rey cristiano de la Asia. Y si acaso Marco Paulo Veneto fue el primero que trajo acá esta noticia, y los demás la tomaron de él únicamente, es nuevo motivo para la desconfianza. Sería bueno que se anden rompiendo la cabeza los escritores, y escudriñando todos los rincones del orbe en busca del preste Juan, y que acaso no exista ni haya existido jamás tal preste Juan en el mundo; por lo menos, el que no existe ahora lo tengo por muy verosímil, porque en las relaciones modernas que he visto no encontré tal noticia, siendo así que sería dignísima de la curiosidad y advertencia de los viajeros.

§. XXXVIII

84. Descubrimiento de la América. Luego que se ejecutó el feliz viaje del intrépido genovés Cristóbal Colón a la América, todo el mundo atribuyó la gloria de ser el primer descubridor de aquellas vastísimas regiones. La voz común aún hoy está por él. No obstante esto, algunos transfieren la dicha de este descubrimiento a un piloto español que andaba traficando en las costas de África, y arrebatado de una violenta tempestad, dio son su navío en la América. Dicen   —211→   que éste, de vuelta, aportó a la isla de la Madera donde a la sazón se hallaba Colón, quien generosa y caritativamente le acogió en su casa. Refiriole el piloto a Colón toda su aventura, y muriendo poco después, le dejó todas sus memorias y observaciones, sobre cuyo fundamento se animó después Colón a aquella grande empresa. Al piloto español le dan unos un nombre, y otros, otro.

85. Pero no quedó esta cuestión precisamente entre el piloto italiano y el español. Otro de Alemania entró después en tercería. Federico Estuvenio, autor alemán, en una disertación que el año de 1714 dio a luz con el título de Vero novi orbis inventore, afirma que el primer descubridor del Nuevo Mundo fue Martín Bohemo, natural de Nuremberga; que éste, fundado en no sé qué conjeturas recurrió a Isabela de Portugal, viuda de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, que a la sazón gobernaba a Flandes; que esta princesa le entregó un bajel, en el cual navegó hasta las islas Terceras o de los Azores, de donde surcó hasta las costas de América y pasó el estrecho de Magallanes; que hizo un globo y un mapa de sus viajes; que el globo le guardan aún sus descendientes, pero el mapa fue presentado a don Alonso el Quinto, rey de Portugal, y pasó después a las manos de Colón, a quien sirvió de excitativo y de guía para su navegación. En cuanto al descubrimiento de las islas Terceras, aunque los portugueses le atribuyen a su compatriota Gonzalo Vello, es probabilísimo que se debe a los flamencos, ora fuese bajo la conducta del alemán Martín Bohemo, o de otro, porque esto lo afirman muchos autores desapasionados, y en esta consideración les dan el nombre de islas Flamencas. Tomás Cornelio dice que aún hoy subsiste en ellas la posteridad de los flamencos que las descubrieron. En cuanto a que Martín Bohemo pasase hasta la América y penetrase el estrecho de Magallanes, lo juzgó muy incierto. Al fin todo está en opiniones. Pero cualquiera cosa que se diga, siempre le queda a salvo a Colón un gran pedazo de gloria; pues aunque se fundase en noticias antecedentes,   —212→   siempre pedía aquella empresa un corazón supremamente intrépido, y una inteligencia superior de la náutica.

§. XXXIX

86. Alejandro VI. La memoria de nuestro español el papa Alejandro VI está tan manchada en las historias, que parecen borrones todos los caracteres con que se escribió su vida. Ni yo emprendo, ni juzgo que nadie pueda probablemente emprender su justificación respecto de todos los crímenes que se le atribuyen. Pero ¿no puede discurrirse que el odio de sus enemigos aumentó el volumen de las culpas? Es cierto que fue Alejandro muy aborrecido de los romanos, parte por culpa suya, y parte por las de su hijo el desaforado César Borja. Y creo firmemente que, hasta ahora, a ningún príncipe que haya incurrido el odio público, dejó el rumor del vulgo de atribuirle más culpas que las que verdaderamente había cometido. A que se debe añadir que si los escritores están tocados del mismo afecto, fácilmente admiten y estampan en las historias los rumores del vulgo.

87. Pasemos de esta reflexión general (la cual igualmente sirve a todo los demás príncipes aborrecidos de los suyos que al papa Alejandro) a un hecho particular, el más atroz sin duda de cuantos se imputan a este pontífice. Dícese que conspiró con su hijo César a quitar la vida con veneno a algunos cardenales, entre ellos a Adriano Corneto que era muy devoto suyo, a fin de hacer presa en sus riquezas; que a este intento instituyeron un gran convite en una casa de campaña del nombrado cardenal Corneto, preparando un frasco de vino emponzoñado, que se había de servir por un criado sobornado para esta maldad, a los cardenales destinados a la muerte; que después, por equivocación, el vino emponzoñado se sirvió únicamente al Papa y a su hijo; que, en fin, el hijo, a favor de su robustez y del remedio que le prescribieron los médicos, escapó; pero el Papa, como hombre de edad muy crecida no pudo resistir, y rindió la vida a la violencia del veneno.

  —213→  

88. Este cruel atentado, y su funesta resulta, creo se pueden cuestionar con bastante probabilidad. Algunos de los que afirman el hecho dudan si tuvo alguna parte en él el Papa, o si toda la culpa fue de César Borja. Natal Alejandro, que es uno de los autores más acres contra aquel pontífice, confiesa que no faltan quienes defiendan que toda la narración hecha es fabulosa, añadiendo que algunos diarios manuscritos testifican que murió al séptimo día de una fiebre continua, esto es, de una enfermedad regular. Y valga la verdad, ¿por qué no se ha de creer a estos? Los diarios se escriben originalmente en el mismo lugar y al mismo tiempo que acaecen los sucesos. ¿Qué escritos, pues, más fidedignos? ¿Quién dentro de Roma, acabando de morir Alejandro, se atrevería a escribir que había muerto de una dolencia regular al término de siete días, siendo esto falso, y constando a toda Roma la falsedad? Dirase que pudo ser tal veneno, que excitase la calentura, y con este instrumento quitase la vida. Pero éste es un pudo ser no más, que deja en pie el argumento, porque lo que consta por experiencia es que la operación de los venenos es siempre, o casi siempre, acompañada, o de violentos o de extraordinarios síntomas. Por otra parte, la propensión de los enemigos de Alejandro (que eran infinitos) a fingir y creer todo lo que pudiese denigrar más y más su fama, era mucha. Juan Francisco Pico, en la Vida que escribió de cierto religioso amigo suyo, refiere dos opiniones que hubo en orden a la muerte de Alejandro. Una es la ya dicha del veneno; la otra es que el demonio le ahogó, añadiendo que había hecho pacto con él de entregarle el alma como le hiciese papa. ¿No se conoce en esto que no había extravagancia ni quimera que no inventase el odio a fin de infamarle? Y nótese también que estas dos opiniones se destruyen una a otra en cuanto a la certeza; quiero decir, si era opinable que el diablo le había ahogado, no era cierto que le había quitado la vida el veneno. Pues ¿cómo, sin ser cierto, se cree un hecho tan atroz? ¿No es grave injuria creer del prójimo   —214→   un delito grave que no es cierto? ¿Qué debemos discurrir, sino que aquel delito le inventó el odio de unos, y le hizo creer el odio de otros?

§. XL

89. Enrico VIII y Ana Bolena. Lo propio que a Alejandro VI sucedió por su camino a Enrico VIII de Inglaterra y a su concubina, más que esposa, Ana Bolena. Fueron estos dos personajes autores de grandes males. Tan notoria es la deshonestidad de Ana Bolena como la incontinencia de Enrico. Éste, arrastrado de una torpe pasión por aquélla, repudió inicuamente a la virtuosa reina Catalina; y aquélla, no sólo fue cómplice en el injusto divorcio, pero después también convencida de adulterio. Esto basta para que, aun mirados los dos precisamente por el lado de la incontinencia, quede a todos los siglos odiosa su fama. Pero Nicolao Sandero, queriendo, por un indiscreto celo, colocar la torpeza de los dos en lo sumo, confundió lo cierto con lo increíble, a que se siguió que mucho vulgo del catolicismo creyese lo increíble como cierto.

90. Dice Sandero que el amor de Enrico a Ana Bolena no sólo fue ilícito, sino enormísimamente incestuoso, porque mucho antes había tenido trato torpe, no sólo con su madre, más también con una hermana suya llamada María. Añade que Ana Bolena (según el testimonio de su propia madre) era hija del mismo Enrico. A cuyo propósito refiere que esta infeliz mujer nació después de dos años de ausencia de Tomás Boleno, marido de su madre, en la corte de París, adonde Enrico le había despachado con una embajada, y que volviendo Boleno a Londres, quiso repudiar a su mujer; pero el Rey interpuso su autoridad para impedirlo, y la adúltera confesó al marido que era hija del Rey la niña que hallaba en su casa; según cuya relación, el comercio de Enrico VIII con Ana Bolena fue por tres capítulos gravísimamente incestuoso.

91. Por lo que mira a Ana Bolena, representa en ella desde la tierna edad una infame prostituta, pues cuenta   —215→   que a los quince años entregó vilmente su cuerpo a dos oficiales de la casa de su padre; que luego pasó a Francia, donde su imprudencia fue tan pública y tan escandalosa, que por oprobio la llamaban públicamente la Yegua Anglicana; que después se introdujo en el palacio del rey de Francia, Francisco I, y este príncipe incurrió la nota universal de servirse de la prostituta anglicana para el deleite torpe; que vuelta a Inglaterra, y admitida como doméstica en palacio, se enamoró de ella Enrico, pero nada pudieron recabar sus porfiadas solicitaciones, porque Ana, fingiéndose una recatadísima doncella y haciendo servir las apariencias de honesta a los designios de ambiciosa, siempre respondió resueltamente al Rey, que sólo quien fuese su esposo había de ser dueño de su virginidad; con que el desdichado Enrico, ciego de pasión, tentó y ejecutó el divorcio con la reina Catalina para casarse con Ana.

92. Nada hay en toda esta narración que no sea, o muy difícil o absolutamente quimérico. El triplicado incesto de Enrico es tan irregular y tan horrible, que no se puede asentir a él sin pruebas más claras que la luz del sol. Que a su noticia no llegase mientras duró el galanteo, la deshonesta vida de Ana Bolena, habiendo sido parte en ella con notoriedad pública el rey de Francia, no es creíble; porque los desordenes de los príncipes, siendo públicos en sus cortes, al instante pasan a las extranjeras, y especialmente si están cercanas, como la de Londres a la de París. Tampoco es creíble que sabiendo después Enrico que Ana le había engañado en vendérsele por doncella, cuando ya había desahogado los primeros ímpetus del apetito, no la aborreciese y apartase de sí por lo menos; Enrico, digo, tan delicado en esta materia que repudió a su cuarta esposa Ana de Cleves, sólo porque supo que antes de casarse con él había sido prometida a otro en matrimonio. Según la cronología de los historiadores ingleses, tropieza esta narración no sólo en la inverosimilitud, más aún en la imposibilidad; pues dicen que Ana Bolena nació el año de 507; Que Enrico fue coronado rey   —216→   el de 509; que el de 514 fue Ana Bolena conducida a Francia en servicio de la reina Claudia, hermana de Enrico VIII y esposa de Francisco I; que Tomás Boleno no fue por embajador a Francia hasta el año de 515. La vuelta de Ana Bolena a Londres la colocan entre los años de 525 y 527. De esta cuenta resultan dos contradicciones manifiestas a la narración de arriba. La primera, que no pudo Ana Bolena cometer en la edad de quince años, y antes de ir a Francia, las torpezas que la atribuye Sandero con los oficiales de la casa de su padre, pues de ocho años salió para Francia, y no volvió a Inglaterra hasta los diez y ocho o veinte de edad. La segunda, que Ana Bolena nació, no sólo antes que Tomás Boleno fuese a la embajada de Francia, pero antes que pudiese ser embajador del rey Enrico; pues Enrico fue coronado el año de 509, y dos años antes había nacido Ana Bolena. En fin, sea lo que fuere de la Cronología anglicana, varios autores católicos, como Natal Alejandro en el octavo tomo de la Historia eclesiástica, y el padre Orleans en el segundo de las Revoluciones de Inglaterra, disienten a la relación de Sandero70.

  —217→  

§. XLI

93. Mariscal de Ancre. La suerte ha querido que los últimos trozos de historia que insertamos en este discurso, todos sean a favor de algunos famosos delincuentes. Apenas valido alguno, desde Seyano hasta nuestro tiempo, fue tan universalmente detestado, ni con tantos motivos si se atiende al proceso que se le hizo, como el mariscal de Ancre, llamado Concino Concini, florentin que pasó a Francia con la reina María de Médicis, y con su favor durante la regencia, ascendió a los primeros cargos de aquella corona, llegando a ser absoluto dueño de toda la monarquía. Su insolencia, su ambición, su crueldad, su avaricia fueron causa de que luego que entró Luis XIII en el gobierno, se tratase de quitarle la vida; y no atreviéndose a ejecutarlo con forma judicial y regular, por el grande poder y muchas criaturas que tenía, a uno de los capitanes de las guardias, Vitri, se dio comisión para matarle como mejor pudiese, lo que fue ejecutado a pistoletazos sobre el puente del Louvre, cogiéndole desprevenido. El furor del pueblo mostró bien el implacable y rabioso odio que profesaba al difunto valido. Tumultuariamente arrancaron del templo su cadáver, pusiéronle pendiente de una horca que el mismo mariscal había levantado para ahorcar a los que murmurasen de él; luego, descolgándole, le arrastraron por calles y plazas, dividiéronle en varios trozos, y hubo quienes compraron algunas porciones para conservarlas como un monumento precioso de la venganza pública. Dicen que las orejas fueron vendidas a bien alto precio. El gran Preboste que, acompañado de sus archeros quiso contener   —218→   el populacho, hubo de cejar, porque le amenazaron que le enterrarían vivo si se adelantaba más un paso. Arrojaron las entrañas en el río, quemaron una parte del cuerpo delante de la estatua de Enrico el Grande sobre el puente nuevo, y algunos cortando pedacitos de carne y turrándolos en la misma hoguera, se los comieron. Uno ostentó su rabia arrancando y comiendo públicamente el corazón. Otro, cuyo vestido mostraba ser hombre de obligaciones, entrando la mano en el cadáver y sacándola bien ensangrentada, la llevó a la boca para chupar la sangre. Nunca el odio de algún pueblo llegó a tal grado de fiereza. Después de muerto le hicieron la causa que no se atrevieron a hacerle cuando vivo. Sobre que atendidas las disposiciones e instrumentos que se presentaron, le declararon no sólo reo de lesa majestad, más también de profesión judaísmo y de pacto con el demonio. Poco después, a su mujer Leonor de Galligai, cortaron la cabeza y quemaron por los mismos crímenes.

94. Con todo esto no ha faltado quien quisiese justificar al mariscal de Ancre, y no alguno que fuese hechura suya ni paisano, ni por otro algún vínculo coligado con él, sino un francés, par y mariscal de Francia, Francisco Anníbal, duque de Etré, hombre famoso por sus hazañas militares y por sus embajadas, y muy instruido en los negocios de aquel tiempo. Éste, en las Memorias que escribió de la regencia de María de Médicis, atribuye a mera infelicidad la tragedia del mariscal de Ancre, celebra sus buenas prendas, dice que era naturalmente inclinado a hacer bien, que por esto había muy pocos que le quisiesen mal; que era dulce en la conversación; y si bien confiesa que tenía designios altos y ambiciosos, pero añade que los ocultaba profundamente. En fin, que se le oyó decir muchas veces al Rey, que le habían muerto sin orden ni noticia suya.

95. Verdaderamente pasman estas contradicciones en la historia. El mariscal de Etré es testigo superior a toda excepción. Conoció al de Ancre. En caso de que recibiese de él   —219→   algún beneficio, no pudo ser muy señalado; porque sus mayores ascensos, y muy correspondientes a su mérito, los obtuvo en el reinado de Luis XIII. ¿Qué diremos, pues? En estos encuentros toma la crítica el arbitrio de cortar por medio. Es de creer que el de Ancre incurrió el odio público, ya por su supremo valimiento, que por sí es bastante para hacer a cualquiera mal visto, ya por la circunstancia de extranjero, que junta con el poder, casi siempre produce en los que obedecen ojeriza e indignación; ya, en fin, porque abusase en unas operaciones de su autoridad. Pero los más atroces crímenes de su proceso se puede hacer juicio, que aunque constaron de los autos, los inventasen sus enemigos, pues entre tantos millares de ellos y tan rabiosos, no faltarían quienes depusiesen contra la verdad y contra la conciencia cuanto les dictase la saña.

§. XLII

96. Urbano Grandier y energúmenas de Loudun. Salga el último al Teatro, el francés Urbano Grandier, cura y canónigo de Loudun en la provincia Pictaviense, cuya tragedia ha dado y aún hoy da mucho que decir dentro y fuera de la Francia. Fue este hombre de más que medianas prendas, gentil presencia, bastantemente docto, orador elocuente, pero amante y aún amado del otro sexo con alguna demasía. O sus prendas o sus vicios, o ambas cosas juntas, le concitaron muchos y poderosos enemigos, si bien más debe discurrirse hacia lo primero; porque, por lo común, más guerra hace a los hombres la envidia por lo que tienen de bueno, que el celo por lo que tienen de malo. Sucedió que todas las religiosas de un convento de Loudun parecieron energúmenas. No sé qué visos hallaron o fingieron los enemigos de Grandier para atribuirle aquel daño. En efecto, hicieron pasar la noticia al cardenal de Richelieu, rey entonces de la Francia con el nombre de ministro, acusando a Grandier de hechicero y autor de la posesión de aquellas religiosas. Tenía el Cardenal más de un motivo para desear la ruina de Grandier. Había tenido, cuando no era más que Obispo   —220→   de Luzón, un encuentro algo pesado con él; pero lo que le tenía más irritado contra Grandier fue la noticia que le dieron los mismos acusadores del crimen de hechicería, de que este eclesiástico había sido autor de una sátira intitulada La Cordonera de Loudun, muy injuriosa a la persona y nacimiento del Cardenal. Decretó éste, que luego se procediese a la pesquisa sobre la posesión de las monjas y hechicería de Grandier; pero salvando, o el color o la realidad de una justicia exacta. Señaláronse doce eclesiásticos por jueces en la causa, los cuales, hecha la pesquisa condenaron a ser quemado vivo al desdichado Grandier, y se ejecutó la sentencia, en cuyo terrible acto mostró el reo mucha paciencia, cristiandad y constancia.71

  —221→  

97. Pero toda solemnidad judicial del proceso no quitó que muchos dudasen de su justicia, y que muchos lo atribuyesen todo a artificio político, ayudado de la   —222→   ilusión de unos y de la credulidad de otros. El Cardenal, que movía desde arriba la máquina, aunque dotado de muchas excelentes cualidades, era generalmente notado   —223→   de ser furiosamente vengativo. No le faltaba habilidad ni poder para oprimir la más calificada inocencia con capa de justicia. Los jueces se dice que eran buenos hombres,   —224→   pero muy crédulos y de muy limitada prudencia, escogidos, por tanto, por los enemigos de Grandier. El rigor de la sentencia muestra que intervino en ella otra causa más que   —225→   el amor de la justicia. Sobre todo declara esto mismo la iniquidad cruel que con él practicaron, de precisarle cuando quería confesarse, a confesor determinado que él no   —226→   quería, alegando que era enemigo suyo, y uno de los que más habían cooperado a su ruina. Instó sobre que se le trajese para la expiación de sus pecados al padre guardián de los   —227→   franciscanos de Loudun, hombre docto y teólogo de la Sorbona. Pero ni fue posible conseguirse, ni que se le presentase otro que aquél que él recusaba por enemigo. Dícese   —228→   que los testigos que depusieron contra Grandier fueron únicamente los mismos diablos que atormentaban las religiosas; testimonio que por todo derecho divino y humano   —229→   debiera ser repelido. En orden a la posesión de las religiosas se hicieron y dieron a la estampa muchas observaciones, a fin de probar que todo fue una mera ilusión. Los   —230→   diablos al principio respondían en francés a lo que se les preguntaba en latín; después que quisieron hablar algo de latín, echaban muchos solecismos; por lo que dijeron algunos   —231→   en Francia, que los diablos de Loudun eran gramáticos principiantes que no habían llegado a la tercera clase. Hubo dos hombres advertidos que se ofrecieron a convencer   —232→   de ilusión o impostura la diablería de las monjas, pero se les amenazó tan eficazmente con la cólera del Cardenal, que uno de ellos, no atreviéndose a parar más en   —233→   Francia, se escapó a Roma. Los exorcistas fueron enviados de París por el Cardenal; circunstancia que, adjunta al empeño que hicieron en persuadir que la posesión era   —234→   verdadera, da bastante materia al discurso. En fin, en atención a todo lo dicho y algo más que se omite, muchos escritores, aun dentro de la misma Francia (entre   —235→   ellos el docto Egidio Menagiol y el eruditísimo Naudeo) se explicaron a favor de Grandier; y aun de los otros, raro hay que tocando el punto, no hable con alguna duda.   —236→  

§. XLIII

98. Hemos puesto delante al lector todas estas noticias históricas, para que vea que aun contra   —237→   las relaciones más calificadas, o por la aceptación común, o por la multitud de escritores, o por actos judiciales, hay argumentos tan fuertes que hacen retirar el   —238→   entendimiento a la neutralidad de la duda, y tal vez descubren la falsedad; por donde conocerá cuán difícil sea, no sólo apurar lo cierto, mas aun señalar lo más verosímil   —239→   en la historia. No por esto aspiro al pirronismo o pretendo una general suspensión de asenso a cuanto dicen los historiadores. Tiene mucha latitud la desconfianza;   —240→   de modo que colocada en un grado es discreción, y en otro, necedad. Es menester buscar con gran tiento los límites hasta donde puede extenderse la duda. Pero ha de   —241→   procurar salirse de ella siempre que se pueda, o por el camino de la verdad o por la senda de la verosimilitud.

99. Lo que intentó dignamente la profesión de historiador. Pide esto una lectura inmensa, una memoria felicísima, una crítica extremamente delicada. ¿Qué haré yo con leer dos o tres autores, cuando trato de averiguar sucesos   —242→   que se hallen escritos en infinitos? No digo que sea preciso leerlos todos, que eso muchas veces será imposible, y respecto de aquéllos que se sabe que no hicieron más que copiar a otros, superfluo; pero sí todos los que son dignos de especial nota, o por el tiempo en que vivieron, o por la diligencia que aplicaron, o por otras circunstancias que pudieron facilitarles más puntuales noticias. No basta leer los modernos; antes se debe, cuanto se pueda, ir retrocediendo por la serie de los tiempos hasta encontrar con las primeras fuentes de donde bebieron los demás. Tampoco basta leer los antiguos, porque tal vez sucede que los modernos encuentran con monumentos que se ocultaron a aquellos, y también tal vez se halla que éstos proponen argumentos sólidos que dificultan o impiden el asenso a los antiguos.

100. Tampoco basta leer aquellos autores a quienes cualquiera género de parcialidad pudo hacer conspirar a hacer uniformes las relaciones. La rectitud del juicio histórico pide que a todos se oiga, aun a nuestros enemigos, y se pronuncie la sentencia, no por nuestra inclinación, sí según la calidad de las pruebas.

101. Para enterarse de la verdad de los sucesos que refieren los autores, conduce mucho, y es casi necesario saber los sucesos de los mismos autores, porque en ellos suelen hallarse motivos para darles o negarles la fe. A qué país debieron el origen; qué religión profesaron; qué facción siguieron; si estaban agradecidos o quejosos de alguno de los personajes que introducen en la historia; si eran dependientes o lo fueron los suyos, etc.

102. Sobre todo, importa penetrar bien la índole del autor. Hay algunos que muestran tan vivamente el carácter de sinceros y hombres de verdad, que se hacen creer, aun cuando hablan a favor del partido que siguieron. En este grado podemos colocar a Felipe de Comines, nuestro Mariana y Enrico Catarino. Para lograr este conocimiento es menester singular perspicacia; porque aunque se dice que en los escritos se estampa el genio   —243→   de los autores, aún es más fácil ocultarle hipócritamente con la pluma que con la lengua. Sábese que Salustio era de relajadas costumbres; con todo, apenas en otro algún escritor se hallan tan frecuentes declamaciones contra los vicios.

103. La amplitud de noticias históricas que se requieren para hacer juicio seguro cualquiera historia, o para escribirla, es grandísima. No sólo es menester saber puntualmente la religión, leyes y costumbres de las naciones y siglos a quienes pertenecen los sucesos, para conocer si éstos son repugnantes o coherentes a aquellas; mas aún de otras naciones, porque frecuentemente se mezclan los sucesos de unos reinos con los de otros, o por las negociaciones, o por las guerras, o por otros mil accidentes.

§. XLIV

104. Pero lo que sobre todo hace difícil escribir historia es que para ser historiador es menester ser mucho más que historiador. Ésta, que parece paradoja, es verdaderísima. Quiero decir que no puede ser perfecto historiador el que no estudió otra facultad que la historia; porque ocurren varios casos en que el conocimiento de otras facultades descubre la falsedad de algunas relaciones históricas. En cuanto a la geografía nadie duda ser necesarísima. Polibio y Diodoro fueron tan diligentes en esta materia, que antes de escribir sus historias pasearon los reinos y sitios que pertenecían a ellas. Hoy no es menester este trabajo; porque los muchos libros y tablas geográficas que hay, aunque muy distantes de la última exactitud, pueden suplirle.

105. Lo que acaso no se ha notado hasta ahora es que otras facultades muy extrañas a la historia la sirven luces en varias ocurrencias. ¿Qué facultad al parecer más impertinente a la historia que la astronomía? Pues veis aquí que Quinto Curcio por la ignorancia crasa de aquella, cayó en un error histórico. Dice que cuando Alejandro iba caminando hacia la India, se quejaban altamente   —244→   sus soldados de que los llevaba a un país donde no se veía el sol. Esta queja fuera posible si caminasen hacia el Septentrión, porque verían que a proporción de las jornadas experimentaban más largas las noches; pero caminando, como caminaban entonces, hacia el Austro, cada día veían más alto el sol; por consiguiente, era imposible en los soldados aquel miedo.

106. ¿Quién dijera que la óptica y la catóptrica (lo mismo puede decirse de otras facultades matemáticas) podían servir a la historia? Pues ve aquí que por la óptica se reconoce ser imposible lo que Valerio Máximo y otros cuentan de aquel hombre llamado Estrabón, que desde el promontorio Lilibeo, en Sicilia, veía y contaba las naves que salían del puerto de Cartago; por cuanto a tanta distancia, la imagen que podría formar cada nave en la retina, precisamente había de ser minutísima, y por tanto, insensible. Asimismo por la catóptrica se conoce, o la imposibilidad o la suma de dificultad de los espejos con que se cuenta quemó Arquímedes las naves de Marcelo. Esto se entiende en suposición de que la distancia de las naves al muro fuese de treinta pasos o más. Véase lo dicho arriba.

107. Finalmente, para decirlo de una vez, como los sucesos humanos que son el objeto de la historia, pueden tener respecto a los objetos de cuantas facultades hay, ninguna se hallará cuya noticia no pueda conducir para examinar la verdad de algunos hechos.

§. XLV

108. Lo que resulta de todo lo dicho es que se pone a una empresa arduísima el que se introduce a historiador; que esta ocupación es sólo para sujetos en quienes concurran muchas excelentísimas cualidades, cuyo complejo es punto menos que moralmente imposible; pues sobre la universalidad de noticias, cuya necesidad acabamos de insinuar, y que en poquísimos se halla, se necesita un amor grande de la verdad, a quien ningún   —245→   respeto acobarde; un espíritu comprehensivo, a quien la multitud de especies no confunda; un genio metódico, que las ordene; un juicio superior, que según sus méritos, las califique; un ingenio penetrante, que entre tantas apariencias encontradas discierna las legítimas señas de la verdad de las adulterinas; y en fin, un estilo noble y claro, cual al principio de este discurso hemos pedido para la historia. Quien tuviere todas estas calidades, erit mihi magnus Apollo.

109. Todo esto consideramos preciso para componer un historiador cabal. No ignoro que en muchas materias debemos desear lo mejor, y contentarnos con lo bueno o con lo mediano; mas esto debe entenderse respecto de aquellas facultades en que es inexcusable la multitud de profesores. Cada pueblo (pongo por ejemplo) necesita de muchos artífices mecánicos; y no pudiendo ser todos, ni aun la mitad, excelentes, es menester que no acomodemos con los que fueren tolerables. Pero ¿qué necesidad hay de multiplicar tanto las historias, que hayan de meterse a historiadores los que carecen de los talentos necesarios? ¿Qué ha hecho la multitud de historias sino multiplicar las fábulas? Júzgase comúnmente que para escribir una historia no se necesita de otra cosa que saber leer y escribir, y tener libros de donde trasladar las especies. Así emprenden esta ocupación hombres llenos de pasiones y pobres talentos, cuyo estudio se reduce a copiar cuanto lisonjea su fantasía o favorece su parcialidad.

110. De aquí depende hallarse tantos libros llenos de prodigios que jamás existieron. Todo lo maravilloso, aun prescindiendo de que haya otro particular interés en referirse, deleita al que escribe y al que lee. Esto basta para que aquél, en caso que no lo finja, lo copie y esfuerce como si fuese cierto, o por lo menos probable. Interésase en el halago de su imaginación cuando lo refiere, y en hacer su historia más atractiva para los que pueden leerla. Si después algún escritor de juicio, con buenos   —246→   fundamentos impugna alguna de estas patrañas, le dan en los ojos con una infinidad de autores, tratándole de temerario porque contradice a tantos. Y estos tantos, bien mirado, vienen a ser uno sólo que inventó la fábula o la tomó de un vano rumor vulgo, porque los demás son unos meros copiantes que no se cargaron de otra obligación que trasladar lo que hallaron escrito. Mas basta ya de historia.




ArribaAbajoTransformaciones y transmigraciones mágicas

§. I

1. Las fábulas de las transformaciones mágicas de los hombres en bestias son por lo menos, tan antiguas como los más antiguos poetas cuyos escritos nos han quedado. En Homero y Hesíodo se leen los compañeros de Ulises transformados en brutos por los encantos de Circe, y Escila convertida en escollo, para vengar en ella los desdenes de Glauco. A los poetas creyó esta fábula la turba del gentilismo, y de la turba del Gentilismo se propagó al vulgo de la cristiandad.

2. Esta errada creencia venía a ser como consectario o secuela de la teología pagana, porque como en ésta eran venerados como deidades los demonios, se atribuía al demonio el poder que es privativo de la deidad. Sólo   —247→   el supremo Dueño de la naturaleza puede ejecutar semejantes transformaciones. Así, leemos como maravillas de su brazo omnipotente la de la mujer de Lot en estatua de sal y la de Nabucodonosor en buey. Como los gentiles, pues, atribuían al demonio autoridad divina, le creían capaz de hacer estos prodigios, o por sí mismo inmediatamente, o tomando por instrumentos a sus magos.

3. La tierra humilde del vulgo es de tan buena condición para transplantarse a ella las patrañas, que las da alimento y conserva aún separadas de las raíces. Quiero decir que aun extinguidas aquellas doctrinas erradas que dieron ocasión a la producción de las fábulas, suelen conservarse estas en el vulgo. Así, aun removida con la luz del Evangelio la ceguedad gentílica que atribuía jurisdicción divina al demonio, quedó en muchos la persuasión de que esta criatura infeliz puede hacer algunos prodigios superiores a la actividad de toda criatura.

§. II

4. No dudo se me extrañará al leer esto el que hable tan decisivamente en una materia, en la cual no pocos hombres doctos sienten lo mismo que el vulgo. Las transformaciones de brujas o hechiceras en gatos, sapos, lobos y otras especies de brutos, aun fuera del vulgo tienen bastantes patronos. Sin embargo, la autoridad y la razón me arman tan poderosamente contra esta fábula, que fuera cobardía temer la multitud que está por ella, y colocar al error con mi respeto en el grado de opinión.

5. La razón, y a la verdad ineluctable, se funda en que el alma del hombre no puede naturalmente informar cuerpo que no esté organizado con organización humana. Toda forma pide necesariamente determinada configuración de la materia; de modo que es imposible subsistir en configuración propia de otra especie. Esta es doctrina comunísima de todos los filósofos. Luego no pudiendo, según la de todos los teólogos, arribar la virtud del demonio a operaciones sobrenaturales y milagrosas,   —248→   es preciso confesar que no puede el demonio hacer que la alma racional informe cuerpo alguno que esté configurado con organización propia de alguna especie irracional: luego no puede, sin romper la unión del alma con la materia, hacer que el cuerpo del hombre se transfigure en organización de otra especie. Esta es la razón. Vamos a la autoridad.

6. El gran padre San Agustín en varias partes de sus escritos se declara resueltamente contra la posibilidad de estas transformaciones mágicas, especialmente en el libro De Spiritu et Anima, cap. 17 y 18, y en el libro 18, De Civitate Dei, capítulo 18. La doctrina constante del Santo es que el demonio no puede transmutar el cuerpo del hombre en el de otra alguna especie. Y haciéndose cargo de varias historias que hay en orden a estas transformaciones, como de los compañeros de Ulises en brutos y de los de Diómedes en aves, dice que en caso que no sean fabulosas estas narraciones se debe entender que aquellas transformaciones fueron sólo aparentes e ilusorias. Añade que aún cuando los mismos pacientes testifican y aseveran haber sido convertidos en asnos, en lobos, etc., y haber hecho tales y tales cosas debajo de aquella peregrina figura, todo es ilusión y fantasía, nada realidad. Consiste esto (prosigue el Santo) en que el demonio, adormeciendo al paciente con profundo sueño, pinta en su fantasía con vivísimos colores la imagen de su conversión en la figura brutal, y asimismo de tales o tales operaciones consiguientes a ella, como que en la figura de jumento sirvió algún tiempo de portear varias cargas; y después, despierto, cree haber ejecutado realmente lo que sólo fue soñado.

7. Mas, ¿qué responderemos cuando el caso se propone con tales circunstancias que lo mismo que asegura el paciente deponen otros testigos de vista? Pongo por ejemplo, que el paciente dice que transformado en jumento sirvió en alguna casa o pueblo distante, individuando los viajes que hizo y trabajos que padeció   —249→   en todo el tiempo que duró aquella miseria, y que la relación que hace es enteramente conforme a la que vieron y observaron los vecinos de aquel pueblo o los domésticos de aquella casa.

8. Aun propuesto de este modo el caso se hace cargo de él San Agustín y se mantiene en que todo es ilusión. Dice que a este engaño concurre el demonio con dos operaciones distintas, aunque acordes y conspirantes al mismo fin. La primera es la ya expresada de representar al paciente en un profundo sueño las especies que quiere, con tal viveza que, aun saliendo del letargo juzgue que fue realidad lo soñado. La segunda, engañar los ojos de los que están despiertos con la fantástica apariencia de todo lo que soñó el otro; de modo que éstos vean lo mismo que el otro sueña; y así unos y otros concuerden en la testificación, aunque nada hay en todo ello sino fantasía y apariencia. En cuanto a las cargas que ponen al jumento, dice el Santo, que o esas son también mera ilusión de los ojos, o que el demonio invisiblemente las sostiene y transporta.

9. Esta es la doctrina de San Agustín. A que podemos añadir que sólo con el engaño del paciente se puede salvar todo el contexto de la fábula; esto es, representándole en su letargo que convertido en jumento ejecuta todo lo que el demonio sabe que realmente ejecuta algún jumento que sirve en algún pueblo distante; en cuyo caso conspirarán del mismo modo en la aseveración el paciente y los testigos de vista.

§. III

10. En conformidad de lo dicho pueden explicarse todas las historias que en varios autores se hallan escritas de transformaciones que algunos hechiceros ejecutaron, o en sí mismos o en otras personas, sin admitir transformación verdadera, sí sólo aparente y fantástica. De este mismo sentir son Alfonso de Castro. Delrío, Torreblanca y otros muchos, y es el más común de los teólogos.

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11. Pero ¿podremos adoptar la misma solución a aquellas transformaciones que algunos autores refieren comprobadas con todo rigor de derecho en tribunales competentes, sobre que cayó sentencia definitiva en toda forma? ¿Diremos que o los testigos mintieron o los jueces se engañaron o los autores no estaban bien informados de los hechos? Ninguna de las tres cosas es física o moralmente imposible. Por tanto, me ciño a lo que dice don Francisco Torreblanca, haciéndose cargo de esta objeción: Yo no sé cómo pasaron esas cosas; lo que sé y me consta ciertamente es que el demonio no puede invertir la naturaleza humana en otra figura peregrina.

§. IV

12. Lo que decimos de las transformaciones mágicas han querido decir otros de las transmigraciones o vuelos nocturnos de las brujas, conviene a saber que todo es fantástico, que no hay realmente tales vuelos, sino que o esas pobres mujeres, por depravación de la mente juzgan que realmente vuelan y asisten a aquellos demoniacos conventículos de que tanto se habla, o el demonio, adormeciéndolas, las propone aquellas representaciones en la fantasía. Para esto alegan ejemplares de algunas, que, sin embargo de la persuasión en que estaban de que tal noche y a tal hora se habían hallado en aquellos abominables convites, esa misma noche y a la misma hora las vieron dentro de su cuarto durmiendo profundamente. El padre Delrío y Torreblanca citan bastantes autores por esta sentencia.

13. Lo que se puede decir en esto es que los dos asuntos son muy diferentes, y así no hay consecuencia de uno a otro. Las transformaciones son imposibles al demonio, como hemos probado. Las transmigraciones le son facilísimas, como Dios no se lo estorbe. El transferir las brujas en un brevísimo tiempo de un lugar a otro, aunque diste centenares de leguas, no envuelve cosa que supere la facultad del demonio; y así puede suceder lo uno y lo otro, o que sea realidad,   —251→   o que sea sueño o demencia. Lo cual supuesto en orden a hechos particulares, haremos el dictamen según lo que hubieren declarado jueces prudentes y doctos.

14. Lo que me parece dignísimo de observarse es que ha mucho tiempo que los casos de justificarse estas transmigraciones nocturnas son rarísimos en los tribunales. Atribuirlo a que el miedo del suplicio estorba la culpa (como discurre cierto autor moderno) no me parece razonable, porque en otros delitos de más fácil comprobación y que están sujetos a iguales penas vemos infinitos delincuentes. Puede ser que hoy se proceda con más tiempo y cautela que en los tiempos pasados, y se discierna lo que es o fatuidad en el confidente o ilusión en el acusador o vana presunción en los testigos. Lo que en general se puede decir es que son rarísimos los casos de hechicería, desde que la gente es menos crédula. Los señores inquisidores pueden hablar con más determinación en esta materia, como quienes la manejan por la parte de adentro. Los que estamos de la parte de afuera no podemos pasar de una racional conjetura. Remítome a lo dicho en el segundo tomo, discurso 5, desde el número 24 hasta el fin. Sin embargo, a lo que hemos escrito en aquel lugar nos pareció añadir aquí una poderosa confirmación, deducida de un libro que poco ha dio a luz monsieur de San Andrés, médico del rey cristianísimo que hoy vive y viva más que su augustísimo bisabuelo.

15. Este autor, en un escrito compuesto de doce cartas, cuyo extracto hemos visto en las Memorias de Trevoux del año 1726 pretende probar que cuanto se dice de brujerías y hechicerías, nada menos es que lo que se dice. Todo lo atribuye ya a embuste, ya a ilusión, ya a ignorancia. Por los dos primeros capítulos se finge o cree existente lo que no existió jamás. Por el último se imputan al influjo del demonio algunos hechos verdaderos, los cuales dependen precisamente de causas naturales, aunque ocultas a los que no saben filosofar. No aprobamos en cuanto a su generalidad el empeño de este docto médico,   —252→   antes le juzgamos algo arrojado. Pero algunas noticias bien justificadas que nos participa pueden ser muy útiles para moderar la nimia credulidad en esta materia.

16. La más señalada es de dos grandes pesquisas y procesos que en unos cantones de la Baja Normandía se hicieron los años de 1669 y 1670. ¡Cosa admirable! Por estos procesos constaba que en una campiña de aquellas cercanías hacían sus execrables asambleas cuatro mil brujos y brujas. ¿Es creíble esto? ¿Se hace verosímil que Dios permita al demonio reducir a tan mísera esclavitud tanto número de infelices, y esto dentro de dos palmos de tierra? Dirase que acudían allí de otras regiones y acaso de todo el mundo, como que allí tuviese fijado su trono el común enemigo. Pero esto podría admitirse si no hubiese otras mil relaciones, no pocas autorizadas también con asambleas. Fuera de que del extracto que he visto se infiere que todos o los más reos eran de aquel territorio.

17. Dice el autor que tuvo los procesos expresados en su mano y que los examinó con gran reflexión; pero en vez de brujerías sólo halló en ellos delirios y boberías; de modo que indignado estuvo más de veinte veces para tirarlos al fuego. Añade que aunque de las deposiciones de los delincuentes resultaba haber en aquellos detestables festines furiosos bailes, destempladas comilonas y cocerse en una caldera gran multitud de tiernos infantes, los mismos que habían asistido, a la mañana se hallaban con el apetito de comer vivo y sin algún sentimiento de cansancio: la yerba del sitio señalado parecía intacta y fresca, y ninguna madre se quejó de que algún hijuelo suyo se le hubiese desaparecido.

18. De estas y otras circunstancias que omito colige el autor citado que nada había de realidad en las deposiciones expresadas, sino que todos aquellos miserables tenían viciada la imaginación con la horrible impresión de aquellos diabólicos congresos, comunicada (verosímilmente desde la infancia) por relación de otros; y recurriendo   —253→   a la fantasía sus especies en el sueño, la viveza de la representación equivalía para su persuasión a la misma realidad. Nada tiene esto de imposible ni aun de inverosímil, pues se ven tantos maniáticos, que dominados de una fuerte imaginación, aun en el estado de vigilia se persuaden invenciblemente a que ven lo que imaginan.

19. Ni contra esto hace fuerza el que los deponentes mostrasen en otras materias tener el juicio en su asiento, pues se sabe que hay maniáticos de este género que sólo deliran en asunto determinado. Tampoco la uniformidad de las deposiciones, porque como todos habían oído las mismas cosas con las mismas circunstancias, y acaso de unos a otros se habían comunicado las noticias, unas mismas cosas representaba en todos la imaginación viciada, en fuerza de la alta impresión que habían hecho las especies en el celebro. A que se añade que la imaginación fuerte, especialmente en orden a objetos terríficos, a mediana disposición que halle es contagiosa. Ni es fácil atribuir a otra causa la imaginaria (en el sentir más bien fundado) posesión de todas las monjas de Loudun. Tengo noticia de otros dos conventos de religiosas donde se repitió el mismo suceso de esta universal posesión o universal imaginación. Advierte, no obstante, el autor que no fueron las deposiciones tan uniformes que no hubiese sus encuentros en algunas circunstancias.

20. Sólo una dificultad queda que digerir, y es la presunción legal a favor de los jueces, de los cuales no se debe creer dejasen de advertir los poderosos motivos que se han propuesto para no dar asenso a aquellas deposiciones. Mas tampoco esta objeción embaraza mucho, a vista de que el Parlamento de Ruan, a quien se interpuso apelación, decretó se sobreseyese en la ejecución de la sentencia dada por los subalternos; y en caso de duda, antes se debe favorecer el juicio del tribunal superior que del inferior.

21. Aún se debilita más la objeción opuesta con lo que, según el autor refiere, sucedió en otra apelación interpuesta,   —254→   también sobre el caso de hechicería, al mismo Parlamento de Ruan. Había el tribunal inferior condenado a pena capital por hechicería a una mujer llamada María Bucaille. Apeló esta al Parlamento, y examinado en él el proceso, no hallaron más que el que era una insigne hipócrita, y con fingidas apariciones de ángeles cubría un comercio infame y sacrílego que tenía; en cuya consecuencia reformaron la sentencia fulminada contra ella. ¿Y qué es menester nada de esto? A cada paso se ve revocar en un tribunal la sentencia dada por otro. En cuyo caso, o este o aquel yerra. Luego la decisión de los jueces no derriba a examinar los motivos, para formar el juicio particular sobre ellos.

§. V

22. Una cosa no puedo menos de advertir aquí; y es que habiendo yo en el discurso próximamente citado, número 65, virtualmente aprobado la solución del padre Martín Delrío al argumento que contra la realidad de las transmigraciones de las brujas se toma del canon Episcopi del Concilio Ancirano, mirado después con más reflexión dicho canon, me ha parecido que la interpretación que le da el padre Delrío es violenta y opuesta a su contexto.

23. Trátase en aquel canon de unas desdichadas mujeres, las cuales, prevaricadas por el demonio dicen y creen que de noche, jineteando sobre ciertas bestias, vuelan por el aire grandes espacios de tierra y asisten con otras muchas mujeres a unos congresos donde preside, o Diana, diosa del gentilísimo, o Herodías, a quien como señora y reina suya sirven y obedecen. Dicen, pues, los padres del Concilio, que todo esto es mera ilusión de su fantasía, que no hay tales congresos ni tales transmigraciones, ni aquellas infelices salen siquiera de sus aposentos, sino que el demonio en sueños les representa estas y otras especies semejantes; pero ellas seducidas creen haber sido realidad lo que puramente fue sueño.

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24. Sobre este supuesto, el padre Delrío con otros muchos afirma que este canon no comprehende a las que hoy llamamos brujas y que volando de noche a lugares muy distantes, asisten a aquellos detestables conventículos donde adoran al demonio y cometen con él las abominables obscenidades que ellas mismas refieren. Su fundamento consiste sólo en las diferentes circunstancias que hay en la relación de unas y otras; esto es que las brujas de estos tiempos ni vuelan sentadas sobre bestias, ni ven a Herodías, ni a Diana, ni creen que ésta sea verdadera deidad que merezca adoración, etc. Añade que Diana es un no ente, que Herodías no puede salir del infierno, ni Dios permitirle al demonio que presente a aquellas mujeres o a otro algún mortal alguna sombra o imagen suya para que la adoren. Al contrario, cuanto refieren las brujas de estos tiempos todo es posible y que no excede la facultad natural del demonio.

25. Así razona el autor citado. Pero todo me parece insuficiente para excluir de aquel canon a nuestras brujas. Lo primero, porque aunque los padres expresan aquellas particulares circunstancias, proceden luego a una sentencia universal y absoluta independiente de ellas, y que es igualmente adaptable a las circunstancias que refieren las brujas de estos siglos; pues después de decir que todas aquellas visiones son puramente fantásticas, inspiradas por el espíritu maligno, prosiguen así: Porque Satanás, que se transfigura en ángel de luz, cuando llega a dominar la mente de cualquiera mujercilla, sujetándola por la infidelidad, luego se transforma en las especies y semejanzas de diversas personas; y engañando en sueños la mente que tiene cautiva, mostrándola ya objetos alegres, ya tristes, ya personas conocidas, ya incógnitas, la lleva por cualesquiera precipicios o derrumbaderos; y siendo así que todo esto solo lo padece el espíritu, la mente infiel juzga que acontece al cuerpo lo que pasa únicamente en el ánimo, porque, ¿quién hay que en los sueños y visiones nocturnas no salga de sí mismo y vea muchas cosas durmiendo que nunca había visto velando? Pero,   —256→   ¿quién será tan necio y rudo, que estas cosas que sólo pasan en el espíritu, juzgue que también acontecen al cuerpo? Esta decisión es absoluta o independiente de tales o tales circunstancias determinadas; y en términos generales propone la práctica que tiene el demonio para engañar a estas infelices mujercillas. Ni se me diga que el canon habla sólo de las mujeres idólatras que perdieron la fe, estribando en aquellas palabras, sujetándola por la infidelidad. Porque si respecto de éstas, que por el crimen de infidelidad están más sujetas a su imperio, no tiene arbitrio para transferirlas corporalmente por los aires a los lugares donde se dice celebrarse aquellos congresos, y sólo puede engañar su imaginación en sueños con representaciones fantásticas, ¿qué verosimilitud hay de que tenga aquel poder a las que, por no haber perdido la fe, no están tan plenamente debajo de su dominio?

26. Lo segundo, porque el canon no ciñe a las personas de Diana y Herodías la sentencia de que esta representación se hace en sueños, antes con expresión la extiende indeterminadamente a otros objetos. Nótense aquellas palabras: Mostrándola ya objetos alegres, ya tristes, ya personas conocidas, ya incógnitas. Luego no se liga la sentencia del canon (como juzga el padre Delrío) precisamente a aquellas mujeres que en sus congresos decían ver a Herodías y a Diana.

27. Lo tercero, porque no hay más imposibilidad en que aquellas mujeres ejecutasen y viesen corporalmente todo lo que referían, que en que sea verdad todo lo que confiesan las brujas de estos tiempos. Confieso que a Herodías no puede sacarla el demonio del infierno. Pero, ¿por qué no podrá formar su imagen, representándola en un cuerpo aéreo que viesen aquellas mujeres con los ojos corpóreos? ¿O bien representar en ellos ese objeto precisamente con la inmutación del órgano? Decir que Dios no lo permitiría o no lo podría permitir es muy voluntario. ¿Cuántas historias hay de sucesos en que Dios le dio licencia al demonio para ilusiones semejantes? Lo que es   —257→   cierto es que nunca Dios permitirá que el demonio engañe a los hombres en tales circunstancias, que sin culpa suya carezcan de toda luz para el desengaño. Esto repugnaría a su piedad. Pero aquellas mujeres que voluntariamente habían apostatado voluntariamente se cegaban. De Diana digo lo mismo. No hay ni hubo Diana, sino es que por este nombre se entendía, como entendían muchos, la Luna o alguna mujer célebre por su castidad y por el ejercicio de la caza, que los antiguos quisieron elevar a deidad. Pero ¿qué dificultad tendría el demonio en formar su imagen visible a los ojos en el modo que la figuraban los gentiles con arco y flechas, vestido purpúreo, los cabellos sueltos, acompañada de sus Ninfas? La transmigración por el aire igualmente es posible en un caso que en otro; y el demonio, que invisible o debajo de otra figura las traslada, ¿qué inconveniente tendrá en conducirlas debajo de la figura de alguna determinada bestia?

28. Paréceme, pues, más conforme a razón responder con otros que aquel canon es espurio o intruso. Cierto es, y lo confiesa el padre Delrío, que en muchos ejemplares griegos y latinos del Concilio Ancirano no se halla. Tampoco en las colecciones de Dionisio Exiguo y de Isidoro Mercator, que son las más antiguas. Ni debe hacernos fuerza el verle comprendido en las de Burchardo, Ivón y Graciano, pues esto no ha obstado para que algunos doctísimos varones, aun después de la corrección de Graciano, hecha por orden de los papas Pío IV y Pío V, le tengan por apócrifo. Natal Alejandro refiere uno por uno el contenido de todos los cánones del Concilio de Ancira, hasta veinte y cuatro, sin hacer memoria del canon en cuestión. Asimismo se omitió en la colección del padre Labbé. Y el padre Harduino, que aumentó aquella colección, insinúa en el prólogo que no se debe hacer aprecio de los cánones que en ella omiten, aunque se hallan en algunos colectores que nombra, y entre ellos Burchardo, Ivón y Graciano. ¿Qué necesidad hay, pues, de forzar con interpretaciones violentas el contexto de aquel canon,   —258→   si tenemos este camino para salir de todo embarazo?

ADICIÓN

29. Estando para darse a la prensa este Discurso adquirí noticia de un libro, no ha muchos años impreso en Alemania debajo del título: Cautio criminalis in processu contra sagas, obra, que según el informe que de ella y de las circunstancias de su autor hace Vicente Placcio en su Teatro de anónimos, tomo I, tít. De Scriptoribus Juridicis, llena todos los números para desvanecer la opinión vulgar de la multitud grande de brujas que se imagina hay así en Alemania como en otras regiones. Su autor (como después se supo, porque el libro salió anónimo) fue un docto jesuita alemán, llamado Federico Spee; y el motivo que tuvo para escribirle, explicado en una carta, cuyo extracto pone Placcio, del famoso barón de Leibnitz, contiene una narración, curiosa sí, pero trágica y lamentable en supremo grado.

30. Eran en el obispado de Herbipoli (Witzburg) muy frecuentes las causas criminales de brujas, y muy repetido el suplicio del fuego sobre aquellas infelices que tenían contra sí las pruebas jurídicas de haber caído en tan horrendo crimen. Vivía a la sazón y era en aquella ciudad venerado de todos el padre Federico Spee, por su eminente doctrina y piedad, prendas que de continuo ejercitaba con las personas de uno y otro sexo que eran castigadas por el delito de magia o hechicería, no sólo administrándolas el beneficio del Sacramento de la Penitencia, mas también acompañándolas al lugar del suplicio, y esforzándolas con sus eficaces exhortaciones, hasta que exhalaban el último aliento. Sabíase que este padre tenía menos edad que la que representaba en sus muchas canas: lo que dio motivo para que en una ocasión de casual concurrencia le preguntase el señor Juan Felipe Schoemborn (a la sazón canónigo de Herbípoli, que después fue promovido al obispado de   —259→   la misma Iglesia y en fin al arzobispado electoral de Moguncia) en qué consistía estar mucho más cano de lo que correspondía a sus años. Respondiole el venerable jesuita que las brujas a quienes había conducido a la funesta pira le habían encanecido antes de tiempo. Admirado el prócer y sorprendido de tan extraña respuesta le explicó el padre el enigma. Díjole que ninguna de tantas personas como había acompañado al suplicio por el crimen de magia le había cometido realmente. Todas (relata refero) estaban en cuanto a esta parte inocentes. Que todo su mal venía de que cediendo a la fuerza de los tormentos, confesaban en ellos el delito de que falsamente eran acusadas, y después persistían en la confesión por el terror pánico de ser puestas de nuevo en la tortura; pero debajo del sigilo del Sacramento de la Penitencia, donde carecían de aquel temor, manifestaban no haber cometido jamás tal delito, y que, en fin, todas morían protestando su inocencia, culpando la ignorancia o malicia de los jueces y apelando entre dolorosísimos gemidos y tiernas lágrimas a aquel tribunal soberano donde jamás puede ocultarse la verdad. La tristeza (añadió el padre) y aflicción de ánimo que le ocasionaba la muerte ignominiosa y terrible de cualquiera de aquellos inocentes eran tan grandes que la repetición de tan lamentable espectáculo, viciando la temperie natural de sus humores, antes de tiempo le había cubierto la cabeza de canas. Consiguientemente le manifestó el jesuita al señor Schoemborn cómo movido de caridad y compasión, había compuesto el libro de que hemos hablado, a fin de hacer más cautos o menos crédulos los jueces en aquella especie de delitos, y librar del suplicio a los que en adelante fuesen injustamente acusados de haber incidido en ellos. Aquel noble eclesiástico se aprovechó tan bien de los avisos del libro y del autor, que siendo después obispo de Herbípoli, y en fin, promovido a la silla de Moguncia, advocó a sí todas las causas de hechicería que ocurrieron en los dos tribunales, en cuyo examen halló ser verdaderísimo lo que le había dicho el docto jesuita; y por este medio   —260→   cesó en aquellos países la quema de presumidos hechiceros y brujas, que antes era muy frecuente.

31. Hasta aquí el contenido de la carta del barón de Leibnitz, que se halla copiada en Placcio. Y aunque no debo disimular que estas noticias nos vienen de la pluma de un luterano, porque se sepa lo que por esta parte desmerecen el asenso, tampoco ocultaré que el barón de Leibnitz sin embargo de su errada creencia, a que infelizmente le condujeron el nacimiento y la educación, está reputado comúnmente entre los más sabios católicos de Francia, Italia y Alemania, no sólo por un genio sublime y de prodigiosa universalidad en las ciencias humanas, mas también por autor cándido y sincero. A todo el mundo se debe hacer justicia. Pueden verse los elogios que sobre uno y otro capítulo le dan en varias partes los sabios jesuitas, autores de las Memorias de Trevoux. A que añado que él testifica haber sabido toda aquella relación de boca del mismo señor Juan Felipe Schoemborn, el cual actualmente vivía y era arzobispo moguntino, al mismo tiempo que Leibnitz escribió aquella carta, y no es de creer que tuviese el atrevimiento de citar falsamente el testimonio de tan ilustre personaje.

32. Trae también Placcio el prólogo que a la segunda edición del libro del padre Federico Spee hizo el que la costeó; el cual dice que este libro hizo abrir los ojos a muchos supremos magistrados de Alemania, donde eran muy frecuentes los procesos contra brujas y hechiceras, para examinar con más atención tan grave materia; por cuya razón, habiéndose consumido prontamente todos los ejemplares de la primera edición, a algunos del Consejo Aulico y de la Cámara Imperial de Espira había perecido conveniente que se reimprimiese cuanto antes, juzgando su dirección importante, no sólo a la indemnidad de muchos inocentes, mas también al honor de Alemania y aun de la Religión Católica: Quoniam agitur de sanguine humano et fama non solum Germaniae, sed et fidei Catholicae.

33. Todo lo que hemos escrito en esta adición se debe   —261→   entender propuesto como historia, no como doctrina; pues no necesitan de ésta los prudentísimos Tribunales de España, ni se debe tirar consecuencia a nuestra región de los excesos o inadvertencias en que acaso habrán caído varios magistrados de Alemania. Antes esto mismo nos da a conocer la necesidad que hay en otros reinos de erigir para semejantes causas el rectísimo tribunal de la Inquisición, que acá por gran dicha nuestra tenemos.